Apuntes para la crítica

contextualista de la metafísica[1]

LIC. DIEGO MARTÍNEZ ZARAZÚA* Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales, iteso. Email: d.martinez.z@hotmail.com

 

Resumen. Martínez, Diego. Apuntes para la crítica contextualista de la metafísica. Este texto consiste en la exposición del análisis del lenguaje realizado por el temprano Friedrich Nietzsche y la íntima conexión que tiene con el contextualismo de Richard Rorty: ambas posiciones, ahora afiliadas, presentan un fuerte embate contra la metafísica. Sin embargo, tal crítica demanda voltear la mirada hacia sí misma, y exige su propia autocrítica.
Palabras clave: Rorty, Nietzsche, contextualismo, metafísica, crítica, relativismo, hermenéutica, historia.

 Abstract. Martínez, Diego. Notes for the Contextualist Critique of Metaphysics. This text consists of the presentation of the language analysis made by the young Friedrich Nietzsche, and its intimate connection to Richard Rorty’s contextualism; both positions, now affiliated, deal a decisive blow to metaphysics. And yet, this critique is obliged turn around and look at itself, and engage in self-criticism.
Key words: Rorty, Nietzsche, Contextualism, Metaphysics, Critique, Relativism, Hermeneutics, History.

 

En este artículo me interesa discutir una tensión. Una tensión con tintes camaleónicos que se mimetiza con su fondo, es decir, que muda de nombre dependiendo del ámbito filosófico en que se la piense. Son muchos los ámbitos de la filosofía. En ella se ha reflexionado sobre la verdad y el conocimiento, la ciencia, la historia, las culturas, la ética y la moral, etc. Y así, también, son muchas las máscaras de esta tensión camaleónica. Cuando, por ejemplo, se habla de la verdad, esa tensión se expresa en la bina fundamental–relativo (los fundamentalistas que conciben una proposición, una idea o una creencia de carácter absoluto y definitivo contra los relativistas, que sólo conciben una proposición, idea o creencia contextual o situacional); cuando se habla de historia hay quienes plantean la oposición progresista–historicista (la historia como una sucesión lineal de acontecimientos que superan cada vez a su precedente contra la historia como el relato de épocas dispares, interrumpidas, discontinuas); cuando se habla de ciencia, hay quienes recurren a posturas objetivistas–holistas (la ciencia entendida como el conocimiento de lo que está ahí, independiente, como el saber de lo real contra la ciencia entendida como un conjunto de proposiciones, coherentes entre sí, pero no fundamentadas por algo más allá de ellas mismas), y, finalmente, cuando se habla de ética y moral se suele apelar a valoraciones absolutas–culturales (valores cuya excelencia y legitimidad les viene otorgada por Dios o alguna convicción secular de la que se está profundamente convencido contra valores legitimados o justificados por costumbres y tradiciones).

Como son muchos los nombres de esta tensión, voy a permitirme usar los términos de manera indistinta. Cuando hable de lo fundamental, del progresismo, del objetivismo o de lo absoluto, estaré refiriéndome al polo de la tensión que podemos denominar metafísico. Y cuando hable de lo relativo, de la historicidad, del holismo o de lo cultural, estaré refiriéndome a este otro polo que podemos llamar contextualista.

Así pues, este texto tiene dos objetivos. Por un lado, quisiera pronunciarme en favor del polo contextualista, y para ello expondré la crítica que desde este lado se le ha dirigido al pensamiento metafísico. Pero también me interesa abordar una segunda cuestión en forma de interrogante: en esta tensión, ¿cómo es que el pensador contextualista debe hacer frente a sus adversarios? Porque de hecho es muy fácil que esta especie de pensador, sin darse cuenta, se halle del otro lado de la balanza. Si uno no cuida sus propios pasos, ni mide sus palabras, es muy fácil terminar colaborando con la metafísica.

Anticipo en pocas palabras de qué trata el artículo: en un primer momento, con la crítica contextualista de la metafísica el meollo del asunto estará en reivindicar la contingencia frente a las formas de validez necesarias y universales. Es decir, querré hacer valer lo efímero frente a lo eterno; lo condicionado frente a lo incondicionado; la finitud frente a la infinitud. ¿Y por qué? Porque me parece que hemos aprendido a tomar demasiado en serio lo que decimos; nos hemos malacostumbrado a creernos nuestros propios cuentos. En última instancia, considero a la metafísica como un solemne monumento levantado a la imaginación.

En el segundo momento (un tanto más breve que el precedente) me interesaré por hacer algunas precisiones, a mi juicio muy importantes, sobre cómo deberíamos llevar a cabo esta reivindicación de lo contingente, cómo hay que defender la postura contextualista, sin caer, a la vez, en los mismos errores que ésta señala de la metafísica. También podemos formularlo así: cómo maldecir las verdades sin invocar, a la vez, otra verdad. Si opinamos que no hay verdades absolutas (pues ésta es la opinión del contextualista), ¿cómo tratar esta opinión?, ¿qué es lo que ella pretende de sí misma?, ¿acaso otra verdad absoluta? Por eso, hay que ver cómo hacer para defenderla sin caer en inconsistencias; pensar qué hacer para no terminar escupiéndole a nuestro reflejo en el espejo. El meollo del segundo asunto, entonces, consistirá en cómo ser consistentes cuando asumimos la contingencia.

 

Primera parte. Crítica contextualista a la metafísica

En un texto de juventud, tan corto como interesante, Nietzsche escribió:

En algún apartado rincón del universo centellante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.[2]

El conocimiento, tal como se entiende aquí, no esclarece lo que las cosas son realmente, sino que nos las muestra corruptas (Michel Foucault incluso dirá que entre el conocimiento y las cosas sólo puede haber una relación de violación).[3] Por eso, Nietzsche sostiene que nuestra vida transcurre montada en ilusiones: las clasificaciones, los conceptos y, así también, las verdades son ficticias, son ficciones. ¿Por qué aventurar una afirmación tan tajante y tan ruidosa? El argumento de Nietzsche sigue así: pensemos en la formación de las palabras y los conceptos (que en este caso vienen a ser lo mismo). El concepto surge por la equiparación de casos desiguales.

Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, [el concepto se forma] al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio.[4]

Se trata de una reformulación del nominalismo y el problema de los universales. Proferimos juicios a partir de conceptos abstractos —y con ello generales—, pero lo que realmente hay es un vasto conglomerado de particulares; de los cuales, mediante la conceptualización, omitimos algunas características y privilegiamos otras. El problema está en que si la naturaleza —por sí misma— no reconoce formas, conceptos ni géneros, entonces no podemos extraer de ella la ley de la omisión: la naturaleza no asiste en la tarea de seleccionar con cuál concepto pensamos mejor al objeto, ni tampoco nos ayuda a justificar con qué tabla de géneros se ordena mejor al mundo. Y, sin embargo, de manera muy arbitraria, solemos objetivizar categorías subjetivas, pretendiendo que el mundo es así como lo pensamos… es decir, nos creemos nuestros propios cuentos. Es por ello que, irónico, Nietzsche exclama que el hombre no tiene una inclinación natural hacia la verdad; en todo caso, si de eso se trata, la tendría hacia la mentira: desea tomarse por verdadero —y real— el orden que él mismo ha inventado.

Para clarificar más esto sirve recurrir a Funes el Memorioso, un personaje que se inventa Jorge Luis Borges, y que es opuesto al hombre descrito por Nietzsche. La peculiaridad de este anti–hombre está en que “lo pensado una sola vez ya no puede borrársele”,[6] es incapaz de olvido. No sólo recuerda cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la ha percibido o imaginado.[7]

[Funes el Memorioso] era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. […] Sospecho, sin embargo [escribe el narrador], que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.[8]

Funes el Memorioso es el exceso hasta el ridículo de aquello que el hombre ni hace ni puede hacer. Nos resguardamos del sinnúmero de seres individuales que percibimos, suspendiéndole a cada uno su identidad, su particularidad, su aspecto único. La palabra es el intento de frenar un devenir perpetuo y jamás idéntico a sí mismo. Resulta de esto que no hay posibilidad de anclar —verdaderamente— orden alguno a la realidad (la realidad, que es para Nietzsche y Borges un flujo que resbala de nuestras torpes manos). Este pensamiento refleja otro mucho más antiguo. En el “Teeteto”, diálogo de Platón, se reprocha a los seguidores de Heráclito[9] que conversan como maniáticos,

[…] pues ellos siguen la doctrina al pie de la letra y, de hecho, se mantienen literalmente en movimiento. […] Si le haces una pregunta a uno, te dispara un aforismo enigmático […] y, si quieres que te dé una explicación de lo que ha dicho, te alcanzará con una nueva expresión en la que habrá invertido totalmente el sentido de las palabras. Nunca llegas a nada con ninguno de éstos, ni ellos mismos lo consiguen entre sí. Al contrario, se cuidan bien de no permitir que haya nada estable en el discurso o en sus propias almas, porque piensan […] que eso sería algo inmóvil.[10]

Los antiguos heraclíteos parecen hacer eco en el Funes de Borges. Los primeros por apego exacerbado a su doctrina, el segundo por la incapacidad de abstracción y olvido; el caso es que ambos desconfían de la regularidad. Por eso es que Nietzsche, quien parece en este ensayo más oriundo de Éfeso que de Röcken, sostiene que las jerarquizaciones, las conceptualizaciones, y la estructura general que la mente imprime —atribuye— al mundo, “procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas”.[11]

Las implicaciones que esto tiene para el tema de la verdad son corrosivas, ya que si entendemos que la verdad de un enunciado se juega en su adecuación al orden del mundo, y resulta que el orden del mundo no es más que el orden mental del hombre, entonces la verdad parece más bien una lamentable fanfarronería:

Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y el descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón.[12]

Michel Foucault, un importante intérprete de este texto de Nietzsche, concluye que el conocimiento no tiene naturaleza, ni esencia, ni condiciones universales, pues comparte la definición nietzscheana de la “verdad”: “una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente, y que por su prolongado uso, un pueblo considera firme, canónica y vinculante”.[13] Pero la verdad no es más que una costumbre, y por esto Foucault indica que “la verdad misma tiene una historia”.[14]

El punto para Nietzsche —por ende, también para Foucault— es que pensamos a través del lenguaje; es que las palabras nos condicionan. El punto es que no afirmaríamos que un perro negro se asemeja más a uno café que a un gato pardo si antes no hubiéramos prejuzgado en favor de una categorización que así los dispone, que acerca más a los dos primeros y aleja al tercero. El punto es que estamos condicionados por una perspectiva, prejuicio o convicción; y que sólo sobre este sustrato “pueden aparecer las ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá pronto”.[15] José Ortega y Gasset, filósofo español y lector de Nietzsche, afirma esto mismo en el siguiente pasaje:

Toda filosofía deliberada y expresa se mueve en el ámbito de una prefilosofía o convicción que queda muda de puro ser para el individuo la “realidad misma”. Sólo después de elucidar esa “pre–filosofía”, es decir, esa creencia radical e irrazonada, resultan claras las limitaciones de las filosofías formuladas[16].

Pero entonces, apunta con agudeza, resulta que el conocimiento antes de empezar es ya una opinión perfectamente determinada sobre las cosas.[17]

¿Y qué hacer con todas estas reflexiones? El filósofo estadounidense Richard Rorty pone todo esto en términos que nos van a ser muy útiles cuando pasemos al segundo momento del artículo. Rorty renuncia a la idea de que contamos con algún acceso directo a la verdad porque, al igual que Nietzsche, fijó su atención en el lenguaje. Forma parte de este giro que dio la filosofía del siglo xx, en el que el lenguaje se convirtió en el tema filosófico por excelencia, es decir, en ámbito irrebasable y con respecto al cual queda referido todo (como si hubiese conquistado el trono que en el siglo xvii y xviii ocupó la conciencia). Así pues, el conocimiento también será lenguaje, o cuando menos se las tendrá que ver con éste. Rorty opina que “de una cosa tan sólo se puede saber lo que se afirma de ella en las oraciones que la describen”.[18] Y “si no hay conocimiento directo, si no hay conocimiento que no tenga la forma de una actitud oracional,[19] entonces todo lo que se puede conocer de una cosa son las relaciones que ésta mantiene con las demás cosas”.[20]

El conocimiento, entonces, depende de las relaciones; depende del contexto en el cual se le da sentido a las proposiciones que describen al objeto. Esto no significa que las cosas no existan con independencia del hombre (de hecho, esta cuestión ni siquiera es ahora pertinente; no nos interesa ni tampoco resulta esencial para el argumento que está en curso). A este respecto Rorty escribe que

El antiesencialista [es decir, el contextualista] no duda en absoluto de que hubo árboles y estrellas mucho antes que enunciados sobre árboles y estrellas […]. Pero el hecho de que existieran antes no ofrece ninguna ayuda para que tenga sentido la pregunta “¿qué son los árboles y las estrellas aparte de las relaciones que mantienen con el resto de las cosas, aparte de los enunciados que sobre ellos formulamos?”[21]

En este trabajo no nos detenemos a cuestionar la existencia de los objetos. En cambio, sí nos ocupa qué sean esos objetos. Y el “qué sean”, para la filosofía del giro lingüístico, es un problema que sólo puede resolverse lingüísticamente. El “qué sean” las cosas nos exige una respuesta enunciada. Y ya vimos con Nietzsche cómo se da la génesis de las palabras: éstas no se construyen sobre la estructura subyacente del mundo; las palabras no reflejan la Palabra de Dios, inscrita en el corazón de las cosas desde la creación y hasta el final de los tiempos. Por el contrario, la palabra es creación humana y está labrada a imagen y semejanza del hombre: es su sello antropomorfo.

Aunque también la palabra, por ser un convencionalismo, es decir, una designación uniformemente aceptada, no pertenece al arbitrio del hombre singular. De hecho, no pertenece a ningún hombre en concreto, ni es éste autor de prácticamente nada. Nosotros, como personas concretas, aprendemos a hablar un lenguaje que nos antecede. Es más justo afirmar que el hombre pertenece a la palabra, se le encuentra sometido. Es él quien es dictado por la palabra. Ésta es otra manera de formular aquella sentencia de Ortega y Gasset: el hombre tiene ideas, pero las creencias lo tienen a él. Uno no es dueño de su perspectiva, y en cambio, el gobierno de ésta sobre nosotros es casi siempre totalitario y discreto.

Así pues, la ciencia, la filosofía y los conocimientos vendrán a ser, como pasa con cualquiera otra forma de conversación, contextuales, perspectivos, relativos a un entramado de convicciones, en las que estamos, aunque sin una conciencia muy clara de ellas.

Lo que resulta de todo esto para el tema de la verdad es una forma de validación contextual a la que Rorty llama holismo, y que se resume así: la justificación de una creencia se alcanza cuando ésta responde a lo que un grupo humano, ya de antemano, considera relevante y suficiente. Esto no quiere decir que toda creencia pueda ser verdadera, sino sólo aquellas que se adecuen a los criterios de su tiempo. Las verdades y los valores morales, pero también los objetos de investigación, las disciplinas académicas, los problemas filosóficos, los dilemas éticos… en suma, cualquiera de nuestras manifestaciones, son hijas de su tiempo y su contexto, son fruto de una historia que las precede y también las dictamina. En suma, la validez desciende de un paradigma.

A todas estas opiniones les reprochamos que privilegien ciertas ideas sobre las cuales montan edificios conceptuales, pero de las que olvidan su carácter contextual y prejuicioso.[22] En definitiva, al pensamiento metafísico se le olvida, pues, su carácter de pensamiento. Con esto concluyo la primera parte de la exposición, en la que el meollo del asunto estaba en reivindicar la contingencia de la validez por encima de la necesidad y universalidad, reivindicar lo condicionado por encima de lo incondicional.

 

Segunda parte. La autocrítica

Ya lo advertíamos desde un inicio: si vamos a predicar la existencia de convicciones subyacentes a toda pretensión de validez, lo más sensato sería no ignorar aquellas que nos condicionan y sobre las que nuestro discurso se hace posible. O lo que es lo mismo: el contextualismo no está exento de su propio contexto. Si decimos que toda verdad es prejuiciosa, entonces prejuicioso también será quien lo sostenga.

Para que el contextualismo pudiera surgir como problema de importancia en la filosofía contemporánea hizo falta que nuestro saber se reconfigurara de una manera muy particular. Recupero brevemente una genealogía que Habermas traza del contextualismo. De acuerdo con una coincidencia más o menos amplia en los historiadores de la filosofía, la historia del pensamiento puede segmentarse en tres paradigmas: el metafísico, el epistemológico y el lingüístico. Cuando el pensamiento era metafísico se creía que la razón se arraigaba en el mundo objetivo; más tarde, cuando fue epistemológico, la razón se recluyó en el espíritu del sujeto pensante; pero ahora, esta misma razón se ha diluido en la comunidad de interpretación.[23] Hemos pasado del mundo al cogito, y del cogito a la comunidad, o en otras palabras, del realismo al subjetivismo y luego a la hermenéutica. Y si bien para nosotros la historia se convirtió en eso que todo lo trastoca, no habiendo nada en el universo exento de su dominio, no debemos olvidar que ni en la historia ni en la hermenéutica “se trata para nada de la esencia general del hombre [como si el hombre fuera esencialmente hermenéutico], sino pura y simplemente de este a priori […] [o prejuicio] que, desde el siglo XIX, sirve de suelo casi evidente a nuestro pensamiento”.[24]

Ser consistentes con el contextualismo es no pensar que él nos entrega la última gran verdad sobre el hombre, el conocimiento y la validez; es eximir a las épocas pasadas de dar cuenta de nuestros principios de verdad; es reconocer que somos nosotros —y quizá no el resto— los que miran a través de la lente de la historia. Por lo tanto, haremos mejor en hacer valer la legalidad particular de cada periodo, en lugar de reprocharle al resto no haber considerado eso que a nosotros nos parece tan importante.

Sucede mucho con Descartes, y las críticas que los contemporáneos le dirigen. Abundan los autores que banalizan el esfuerzo cartesiano, recurriendo a razones que quizá no competen al momento histórico en el que él se encontraba. Reprochan,[25] por ejemplo, que el enunciado “pienso, luego existo” requiere de un lenguaje público, es decir, de una comunidad de hablantes que entiende esas palabras cuando las escucha, y que además sabe emplearlas. De acuerdo con esta crítica, me parece, la comunidad habría enseñado a hablar a Descartes. Luego, de alguna forma, será previa a todo lo que él y cualquier otro pudiera haber dicho. Así, la res cogitans no se hallaría en un solipsismo originario que habríamos de franquear para acercarnos a la res extensa, sino que lo originario sería estar ya en el mundo “a una con los otros”[26] (en el tejido metafórico del lenguaje común). Sin embargo, esta objeción, que a más de alguno puede resultarnos atinadísima, parece olvidar que en el ambiente cartesiano (el paradigma epistemológico) el privilegio lo detentaba la conciencia de uno mismo, no el lenguaje público.

Está bien elaborar estas objeciones —criticar lingüísticamente a Descartes— y se trata probablemente de una tarea necesaria, pues aunque los paradigmas se devalúan y son dejados atrás, algunos elementos pasados continúan siendo sugestivos en el presente. Por eso es pertinente explicitar por qué aquello que antes tuvo tanto influjo ya no puede valer igual bajo el dominio del lenguaje y la historia, nuestras grandes plataformas filosóficas. Sin embargo, el problema surge cuando uno se toma a sí mismo por cumbre del intelecto y considera que Descartes no pudo estar más equivocado al partir de la res cogitans y no de la res publicus. Equivocadísimo lo está, pero con referencia a nuestros criterios históricos. ¿Y qué nos movería a pensar que el contextualismo predica una verdad trans–contextual?, ¿qué no renegaba de esta clase de verdades?

Cuando se toma al contextualismo por algo mejor de lo que es, cuando se lo convierte en la única verdad indultada por la historicidad, se continúa preso en la metafísica. Esta doctrina se malogra cuando, en palabras de Gadamer, se la considera como una posición ficticia de una observación absoluta que pretende integrar toda la tradición filosófica en el gran contexto del relativismo histórico. Así, se “oculta la trabazón efectual en la que se encuentra la misma conciencia histórica, […] y aparenta así una objetividad que en realidad depende de la legitimidad de su planteamiento”.[27]

Por principio no podemos tomar el contextualismo como la última avanzada de la verdad; de otra manera, meterle el pie y hacerlo tropezar será demasiado fácil. Si vamos a procurar mostrar la contingencia de todo planteamiento posible, empecemos por el propio. De otra manera sólo se habrá lanzado una piedra al aire que no tardará en caer sobre quien la lanzó.

No estoy señalando las limitaciones de la conciencia histórica porque se me antoje frívola o poco interesante, pues no me interesa demeritarla sino defenderla. Pero prefiero defender lo que en él haya de consistente y no de quimérico.

La conciencia histórica es una conciencia prejuiciada. El contextualismo tiene su propio contexto, lo cual, y aquí quiero hacer hincapié, no banaliza el esfuerzo ni lo hace menos verdadero para nosotros. Seguir esperando, de la filosofía o cualquier otro baluarte cultural, respuestas definitivas y concluyentes, es una expectativa a la que me rehúso, por considerarlas inalcanzables. Prefiero que nos mantengamos fieles a nuestra propia inconclusión. En Más allá del bien y del mal Nietzsche escribió: “Suponiendo que también esto sea nada más que una interpretación —¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esta objeción?—, bien, tanto mejor”.[28]

Rorty señala esta tensión de la que he estado hablando, la sitúa en el terreno moral, y dice que una posición liberal metafísica y una posición liberal contextual “no se diferencian en el punto de que los seres humanos tengan derechos por los que vale la pena dar la vida […] [sino que] se distinguen al hablar de si hay ‘fundamentos ontológicos para los derechos humanos’”.[29]

Hagamos el esfuerzo por pensar sin compromisos ontológicos. Consideremos al contextualismo como la interpretación en que nos encontramos nosotros, una interpretación entre otras más. Esto puede sonar a petición de principio, pues presuponemos eso que buscábamos probar. Sin embargo, no hay problema en esto. Recordemos que con cada opinión nos remitimos a nuestros prejuicios. Es imposible evitarnos a nosotros mismos cada vez que hablamos (éste era el punto del círculo hermenéutico). Desear una conversación sin prejuicios es desear trascendernos a nosotros y a la finitud que somos. No habríamos de esperar del contextualismo algo más de lo que puede ofrecer; por eso, si hemos de defenderlo, mejor hacerlo modestamente. La omnisapiencia dejémosla a los dioses; en el hombre sencillamente se ve ridícula.

La definición de cajón de la filosofía suele ser amor a la sabiduría. Y el amor, decía Platón en el “Banquete”, es hijo de Poros, un dios voluptuoso, y Penia, una diosa carente, escasa, necesitada… Penia es la penuria, y es la madre del amor. Se ama la sabiduría porque no se la tiene. Hace dos mil años esto marcaba la diferencia entre el filósofo y el sofista. Es una diferencia que me interesa rescatar.

 

BIBLIOGRAFÍA

Borges, Jorge Luis, Ficciones, Debolsillo, Bogotá, 2011.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, 2a. ed. revisada y corregida, Siglo xxi, México, 2010.

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Habermas, Jürgen, Verdad y justificación, Trotta, Madrid, 2002.

Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro, Alianza Editorial, Madrid, 1997.

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Rorty, Richard, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991.

———– El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona, 2000.

———– La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1989.

[1] Este trabajo fue originalmente presentado el 18 de mayo del 2016 como ponencia en la librería Fondo de Cultura Económica, dentro del marco del Ciclo de Conferencias 2016 “Tiempo e Historia: filosofía y experiencia de la finitud” de Filosofía en el Fondo con el título “La historia que fueron, la historia que somos”. Recibido: 13 de mayo de 2016; aceptado para publicación: 23 de noviembre de 2016.

[2] Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Tecnos: Madrid, 2012, p. 21.

[3] Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, México, 1984, p. 9.

[4] Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 27.

[5] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, p. 26

[6] Jorge Luis Borges, Ficciones, Debolsillo, Bogotá, 2011, p. 132.

[7] Ibidem, p. 133.

[8] Ibidem, pp. 133–134.

[9] Heráclito, vale recordarlo, fue el filósofo que afirmó que el hombre jamás se baña dos veces en el mismo río, porque el agua sigue un correr perpetuo que jamás regresa a ningún lugar.

[10] Platón, “Teeteto” en Diálogos V, Gredos, Madrid, 1988, pp. 251–252. 179e–180ª.

[11] Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira…, p. 27.

[12] Ibidem, p. 30.

[13] Ibidem, p. 28.

[14] Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, p. 3.

[15] Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo xxi, México, 2010, p. 15.

[16] José Ortega y Gasset, “Apuntes sobre el pensamiento”, Revista de Occidente, Madrid, 1966, p. 29.

[17] Ibidem, p. 26.

[18] Richard Rorty, El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona, 2000, pp. 145–146.

[19] “Actitud oracional” tiene que ver con la modalidad en la que se enuncia. Con esta expresión Rorty se refiere al hecho de que el conocimiento nunca trasciende los límites de la expresión verbal.

[20] Ibidem, p. 146.

[21] Ibidem, p. 152.

[22] Así también decía Nietzsche que “las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”. Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira, p. 28, o que el hombre le merece gran admiración, pues “acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre el agua en movimiento [referencia a Heráclito], una catedral de conceptos infinitamente compleja”. Ibidem, p. 30.

[23] Jürgen Habermas, Verdad y justificación, Trotta, Madrid, 2002, pp. 234–235.

[24] Michel Foucault, Las palabras y las cosas…, p. 357.

[25] Tengo en mente las críticas que le han dirigido Heidegger y Wittgenstein.

[26] Esta expresión es de Heidegger.

[27] Hans–Georg Gadamer, Verdad y Método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 371.

[28] Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro, Alianza Editorial, Madrid, 1997, p. 48.

[29] Richard, Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1989, p. 168.