El pathos en Kierkegaard y en

 Nietzsche como una respuesta al nihilismo[1]

Irving Josaphat Montes Espinoza.* Estudiante de la Licenciatura en Filosofía y Ciencias Sociales, iteso. Email: irving_josaphat@hotmail.com

Resumen. Montes Irving Josaphat. El pathos en Kierkegaard y en Nietzsche como una respuesta al nihilismo. El siguiente ensayo ofrece una comparación entre las filosofías de Kierkegaard y de Nietzsche a través del concepto de pathos, así como un análisis de la noción del nihilismo en ambos pensadores y de la manera en la que terminan por tratar los problemas de carácter existencial. Se intenta mostrar también cómo, en el fondo, ambas filosofías no se contraponen; al contrario, pretenden el rescate de la voluntad del hombre acentuando su urgencia por dar un sentido a su existencia, por hacerse cargo de sí. Finalmente se defiende el pathos como un concepto que subyace tanto a la “fe” kierkegaardiana como a la “voluntad de poder” nietzscheana.
Palabras clave: Kierkegaard, Nietzsche, nihilismo, existencia, pathos, voluntad, fe, voluntad de poder.

Abstract. Montes Irving Josaphat. Pathos in Kierkegaard and in Nietzsche as a Response to Nihilism. The following essay offers a comparison of the philosophies of Kierkegaard and Nietzsche with respect to the concept of pathos, as well as an analysis of the notion of nihilism in the two thinkers and the way they finally come to terms with problems of an existential nature. The author tries to show how in the final analysis the two philosophies are not in opposition to each other; on the contrary, both set out to rescue human will by emphasizing its urgency to give meaning to its existence, to take charge of itself. Finally, the author defends pathos as a concept that underlies both Kierkegaard’s “faith” and Nietzsche’s “will to power.”
Key Words: Kierkegaard, Nietzsche, nihilism, existence, pathos, will, faith, will to power.

 

“Todos los hombres por naturaleza desean saber.”[2] Es quizá esta afirmación, con la que Aristóteles abre el tratado de la Metafísica, la que mejor denota la nobleza de ese saber que va hacia las cosas, que las interroga sin más pretensión que aliviar la angustia que le produce al hombre no poder dar cuenta de sí, de su existencia frente a la mundo; ese saber es la filosofía. Para Aristóteles la pregunta por excelencia en la que este saber ha de estar fundado es la pregunta por el ser. Para Camus, en pleno siglo xx, es la pregunta de si vale o no la pena vivir. Este cambio de rumbo no podría darse sin haber caído antes en esa conciencia del nihili, una forma de nombrar a esa ruptura aparentemente irreparable entre un deseo que nos impele a decir el saber verdadero y un saber verdadero desligado de todo decir. Es aquí, entre el deseo y su insaciabilidad, donde el absurdo se deja entrever. Y es también aquí, en este absurdo, donde la pregunta de si vale o no la pena vivir —que bien pudiera traducirse por si vale o no la pena seguir deseando el saber— es la que realmente le importa al hombre, pero no al hombre común sino al hombre existente, pues para Kierkegaard sólo existe aquél que se hace cargo de su existencia.

Es tanto a Nietzsche como a Kierkegaard a quienes finalmente les corresponde asistir a ese espectáculo donde la razón misma traza sus propios límites. Hasta entonces pocos habían sido los hombres que se habían asomado a entrever lo inútil y desgastante que resulta exigirle a la razón que esté a la altura de nuestra pretensión de dar cuenta de la totalidad del mundo, de ese decir verdad —quizá este primer asomo se le podría atribuir a Kant—. Lo que hay de fondo en este triste espectáculo es el fracaso de la razón como instrumento para satisfacer ese deseo del cual habla Aristóteles; se trata de llegar a ese sinsentido en donde las cosas parecen flotar en la carencia de un fundamento, de una firme sujeción, en donde la búsqueda de las causas últimas parece un sueño lejano. Llegados a este punto da incluso pudor pensar que alguna vez pudimos pretenderlas con tanta ambición, con tanta certeza. Lo anterior, no puede sino producirnos vergüenza el caer en cuenta de nuestra desnudez luego de haber probado el fruto prohibido. Ante esta pérdida de todo fundamento, en esta imposibilidad de describirnos siquiera a nosotros mismos, Nietzsche es quien nos advierte de la muerte de Dios, es quien nos muestra el cadáver, pero lejos de ser un gesto triunfante, es la expresión de quien asiste a la muerte de este saber filosófico en su tarea de decir verdad; es el destierro del hombre de ese paraíso en donde las cosas valen, en donde él mismo tiene un valor. Nietzsche representa así la figura desconcertada del hombre que lo ha visto “todo”, que es en el fondo la “nada”. Kierkegaard, que no está muy distante de esta visión, es quien toma conciencia del pecado, un pecado que no puede nacer sino de la total libertad de actuar, una libertad que no puede ser total si antes no se cae en cuenta del absurdo, de la pérdida de legitimidad de todo valor.

Las preguntas que siguen son, más que justas, necesarias: ¿Cómo vivir en un mundo sin fundamento, de valores falsos, de una razón insuficiente? ¿Qué hacer con esa total apertura a la libertad? ¿Qué hacer con un Dios que ha muerto? Ante el sentimiento de orfandad, de un “estar” injustificado en el mundo, al hombre no sólo le incumbe sino que le urge dar respuestas. Para Nietzsche este hombre es un nuevo hombre, cuya distinción del hombre común le viene de este asomo al nihili, a su condición de testigo del Dios muerto. Para Kierkegaard este hombre es el hombre angustiado que en la conciencia del pecado se ha dado cuenta de su singularidad en el mundo, se ha dado cuenta de que existe y de que esta existencia le exige un actuar libre.

En oposición a Hegel, Kierkegaard intenta regresarle al hombre la responsabilidad de sí mismo: para el filósofo danés existir es elegir, sólo existe aquel que actúa autónomamente. En un panorama como el que traza Hegel, donde el hombre está de alguna forma determinado, condenado a su posición de mero espectador, no puede haber un verdadero elegir, puesto que toda elección está al servicio de un acontecer universal. En consecuencia la existencia es ilusoria, el individuo mismo como tal es ilusorio. Pero lo que Kierkegaard tiene frente a sí no es precisamente el espíritu hegeliano operando, sino una serie de situaciones que le van aconteciendo y en las cuales se ve obligado a elegir y a comprometerse con esa elección; pero solamente puede haber un verdadero compromiso con la elección cuando se ha asumido la libertad como consecuencia del existir. Esta total apertura al mundo y a sus posibilidades no puede producir sino angustia. De pronto el hombre existente se empequeñece, ahora tiene noción del pecado, ha perdido la inocencia y se ve forzado a ser él quien tiene que hacer una valorización de actos, quien tiene también que hacerse responsable de las consecuencias; ése es el precio que hay que pagar por esa libertad que nace desde la incertidumbre, desde la imposibilidad de conocer una verdad objetiva.

En Nietzsche esta pérdida de la inocencia se ve reflejada en la figura del león, pero antes de esta figura se encuentra la del camello que carga, que carga con lo “ya dado”, con los valores que de cierta forma se nos imponen y que determinan nuestra visión del mundo y la forma en la que nos acercamos a él; estos valores son los que nos demandan un deber, los que dicen “tú debes”. Pero de pronto surge una fisura en esa realidad teatralmente construida, el hombre descubre que lo que ve no son más que meras sombras y se asoma a eso que el deber le tenía negado, a la posibilidad, la misma posibilidad que Adán ve cuando se da cuenta de que puede ir en contra de ese “no debes” divino, que puede asumir su voluntad, que puede apropiarse de lo posible y llevarlo al plano de lo real; es entonces cuando el camello deja de ser camello y se convierte en león, el león se asoma a esta nada en donde todo valor carece de fundamento y todo juicio carece de sentido. El criterio de verdad se ha extinguido, el hombre es ya libre, se ha liberado de su carga, es ya consciente del pecado y se siente solo, solo y angustiado.

¿Cómo lidiar, pues, con la propia existencia?, ¿cómo lidiar con esa asfixiante angustia? El individuo ha perdido toda sujeción y ha quedado suspendido en el aire, la visión de lo posible lo ha dejado atónito; si existir es elegir, ¿cómo puede elegir cuando toda posible elección se le presenta valorativamente igual a la otra?, en tal circunstancia no puede haber un discernimiento. Ese mundo apolíneo de formas, de bordes, de simetrías, no tiene nada verdadero que ofrecer, todo esfuerzo intelectual por llegar a descifrarlo es inútil, pretencioso. De pronto las cosas aparecen frívolas, huecas, y el hombre es capaz de reconocer en ellas su propia “nadeidad”, de reconocer su existencia en cuanto que nada.

Todo aquello que antes había sido afirmación ahora es ya pregunta, una pregunta desfasada de una realidad muda. Eso que antes se llamaba “naturaleza” y se utilizaba para legitimar un discurso como verdad hoy viene a ser una “cosa en sí” a la que el hombre no tiene acceso. Si hasta entonces el derecho de asumir una postura antropocéntrica nos lo otorgaba nuestra capacidad de conocer un saber verdadero, ahora, ante el reconocimiento de la paradoja a la que la razón nos lleva cada vez que nuestra exigencia violenta su capacidad, este derecho a llamar a las cosas por el nombre que la imaginación y la ocurrencia nos dictan ha quedado extinto. Como lo dice Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral: “El intelecto, como medio de conservación del individuo, […] se encuentra profundamente sumergido en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe «formas», su sensación no conduce en ningún caso a la verdad”.[3] Con esto queda cancelada toda posibilidad de actuar según lo verdadero. A la pregunta “¿Qué debo hacer?” —pregunta que ha pasado como un fantasma incómodo a lo largo del pensamiento filosófico— ya no se le puede responder con base en una causa última, ha perdido su sentido en el momento en que la falta de valor significa también la falta de deber; Kant fue negligente al sujetar este “deber” a un “más allá”, en lo trascendente, ahí donde tan sólo se supone una totalidad de la que la razón ha renunciado a dar cuenta. Asumir el nihilismo es asumirlo en todas sus consecuencias, y una de las grandes consecuencias que se tienen que asumir es la estatua derribada de un Dios que al caer terminó aplastando toda pretensión ética. Después de esto es ridículo preguntarnos por el “deber” como aquello verdadero que precede a actos justos, la justicia es ya tan sólo una quimera.

Pero quedarnos en ese mero atestiguar el acabamiento del mundo que antes habíamos habitado es renunciar a todo acto, es, como diría Aristóteles, ser como plantas. Si lo que se pretende es, pese a todo, afirmar la vida, hay que actuar, hay que decidir, hay que existir. Aquí tanto Nietzsche como Kierkegaard dan ese salto del nihilismo pasivo al activo, y este “pese a todo” al que me he referido es un “pese al sinsentido”, pese a la nada. Una vez llegado a este punto —al león, a la angustia— todo acto ha de estar precedido por un valor que ha de estar sujeto del sujeto mismo. Ha de ser el hombre, he de ser “yo” quien renombre las cosas, quien reconstruya el mundo aun teniendo conciencia de que ese mundo que estoy dispuesto a habitar es tan sólo una posibilidad entre muchas otras posibilidades. Actuar acorde con esto es, para Nietzsche, actuar según la “voluntad de poder”. Actuar acorde con la propia existencia es la respuesta de Kierkegaard a aquello que él llama la “incertidumbre objetiva”. En cualquier caso se trata de una cuestión re–ligiosa: para Nietzsche asumir mi voluntad de poder es una reconciliación, una religación del hombre con el hombre; para Kierkegaard esa religación se da del hombre hacia Dios, un Dios incierto, paradójico, sin atavíos, sin trampas eclesiásticas, un Dios al que se le da la palabra y decide no decir nada. Kierkegaard, en cambio, dice “yo tengo fe”; Nietzsche dice “yo quiero”.

Esta “transvaloración de valores” en ningún caso alivia la angustia, al contrario, la agudiza, pero se tiene confianza en que se puede aprender a vivir con ella. Hubo un día en que uno de estos hombres confiados, de nombre Zaratustra, bajó de las montañas para mostrarle su confianza al pueblo y lo que se encontró fue un pueblo no angustiado que, en su sordera, recurría a la burla y a la humillación. No fue el único caso. En otros tiempos existió también otro de esos hombres confiados, un tal Jesús, que, en su afán por sanar la angustia a través de la palabra, lo que encontró fue escándalo. ¿Qué otra cosa se puede esperar de quien dice “confiar a pesar de la incertidumbre”, cuando el deber dice “confiar con base en mi verdad”?

Pero, ¿de dónde puede venir esa confianza en la propia existencia? Si se dice que los nuevos valores que se han de fundar estarán basados en el sujeto mismo, se estaría olvidando que aquello que subyace al sujeto es la propia nada, por tanto se retorna al mismo problema. Los valores fundados por ese Übermensch, por ese hombre angustiado, son valores que no valen, porque están sostenidos en la misma nada de la que en un principio el hombre pareció rescatarlos. Los valores no pueden pues estar solamente sujetos al sujeto, sino que han de buscar una base más profunda en la cual validarse; una base firme, sólida, que sea lo suficientemente estable para sostener la voluntad del hombre. Esta base, en ambos casos, será el pathos.

Como es sabido, en El nacimiento de la tragedia Nietzsche recupera el esquema schopenhaueriano del mundo como voluntad y representación en las figuras de lo apolíneo y lo dionisiaco. Lo dionisiaco es expuesto como voluntad, como aquello que está más allá de las formas, más allá de lo intelectualmente aprehensible; en cambio lo apolíneo tiene que ver con los objetos que se presentan a la captación sensitiva, tiene que ver con el mundo como representación. Pero, a diferencia de Schopenhauer, en Nietzsche no se trata de la voluntad, de lo dionisiaco como un concepto metafísico, lo dionisiaco no está más allá, no nos viene desde una ruptura del velo maya, sino que lo dionisiaco está aquí y desde aquí se le impone al sujeto mismo como abandono de sí; se le impone como pasión, como pathos, lo envuelve en un éxtasis del que, con suerte, el genio artístico logrará extraer algo y convertirlo en poesía o en música. No habrá necesidad de explicar el cómo ni el por qué, no se requieren argumentos demostrativos puesto que a esa pasión que se ha experimentado le es imposible hacer una transición que vaya de la experiencia misma a una construcción lógica. Por un momento el individuo se ha asomado a lo atemporal, ahí donde él mismo se pierde, donde se rompe ese “principium individuationis”, lo que tiene ahora no es, evidentemente, una verdad, sino una certeza de la pasión y aquello que lo constata está en la obra artística, en eso que nos dice algo de manera a–conceptual, pero que no deja de decirnos algo. La manifestación de la pasión no parece tener otro resultado que un impulso estético en donde este sentimiento pasional —que, según Nietzsche, es trágico— es una afirmación de vida en el momento en que se presenta, acompañado de una suspensión de la razón y del deseo de saber. Nietzsche no puede hacer otra cosa, en honor a la coherencia, que mostrarnos su obra de forma poética, quiero decir, afirmando el pathos tanto en el fondo como en la forma. Ese león angustiado que ha visto el fondo del mundo ahora ha sufrido ya una metamorfosis: es un niño, un niño que quiere, que dice “yo”, que ha de reivindicar al mundo creando valores nuevos como si de una composición musical se tratara. “Del mismo modo que en este momento los animales hablan y de la tierra mana leche y miel, también el hombre irradia un brillo sobrenatural: se siente como un dios, incluso marcha con el arrobo y la sublimidad de los dioses que ha visto en sus sueños; el hombre deja de ser artista, él mismo se convierte en obra de arte; para supremo deleite de la unidad originaria, el poder estético de la naturaleza toda se manifiesta aquí bajo el estremecimiento de esta embriaguez.”[4]

En Kierkegaard la pasión tampoco se presenta propiamente como un criterio de una verdad fundada en el individuo, sino que la pasión aparece, al igual que en Nietzsche, como una experiencia que le acontece al individuo. Si en la razón no, aquí (en la experiencia, en mi existencia) sí puedo constatar una certeza subjetiva a la cual me aferro, me aferro con pasión, me aferro pese al escándalo, un aferrarse que es en realidad un asumirse, un elegirse constantemente en la angustia. Cristo no es una figura histórica, es una figura a–histórica; el hombre angustiado que aparece allí, en esa a–temporalidad, ese hombre que se presenta como κανών a los demás hombres y que sujeta con pasión, con pathos, la angustia en todo momento. José Gaos dice al respecto: “Tradicionalmente, se concibe la verdad como lo objetivamente real. Kierkegaard la concibe como lo subjetivamente abrazado con resolución a toda prueba, como aquello por lo que se está dispuesto a dar la vida, a sacrificar la propia persona, lo que supone el efectivo riesgo, cuando menos, de sacrificar ésta o dar aquélla –sólo que aquello que puede abrazarse así es únicamente lo absoluto, objeto de la fe religiosa”.[5]

Pero pathos no es para Kierkegaard igual a fe, el pathos tiene que ver con ese permanecer en la certeza de una experiencia similar a la experiencia dionisiaca en el sentido de que ahí se extingue ese “principium individuationis”. Pathos es, pues, certeza, certeza de mi experiencia. Pero en esta certeza se impone de pronto la realidad, una realidad que no tiene respuestas, que aparece como lo que es: un cúmulo de posibilidades iguales, sin distinción. Entre esta certeza subjetiva y esa incertidumbre objetiva se abre paso la contradicción: “fe” es asumir esta contradicción, asumir ese pathos sin negar tampoco esa nada; es ese sentimiento que hace al hombre permanecer angustiado, elegirse en la angustia a cada instante pese a ese absurdo, pese al dilema, es elegirse en una posibilidad que tan sólo se supone más allá de lo finito, es atreverse a dar un valor a una forma de estar, a una forma de existir. Es, en última instancia, ese decir “yo quiero”.

“Fe es precisamente la contradicción entre la pasión infinita de la [subjetividad] individual y la incertidumbre objetiva. Si soy capaz de asir a Dios objetivamente, no creo, pero precisamente, porque no puedo hacerlo, tengo que creer.”[6]

Como se puede ver en ambos filósofos, el pathos no surge propiamente de la negación de la razón, no es irracional, sino que es “a–racional” puesto que finalmente se llega a él racionalmente; mejor dicho, surge cuando la razón misma traza sus propios límites y el hombre existente se ve forzado a establecer nuevos valores que le posibiliten una manera de estar en la realidad. Estos valores son producto de un afirmarme en cuanto que ser existente, de la misma forma que Adán se afirma como tal, como un ser angustiado que persigue un sentido para tratar de dar contenido a esa nada que angustia, que se nos abre como un abismo de posibilidades y una libertad abrumadora. Este afirmarnos en cuanto que humanos no es otra cosa que afirmarnos en nuestra volición, la volición no niega la razón sino que sólo se constituye cuando la razón ha dado con esta incertidumbre objetiva. La volición ha de servir, pues, como un abrirse paso en la incertidumbre y refundar —en ésta— un sentido en torno a un sentimiento; al sentimiento de que existo, y como ser existente tengo la certeza de que hay ahí algo que me impulsa, que dice sí a pesar de que las cosas se me aparecen como negación. Una certeza que precede a todo lenguaje y que se manifiesta bajo formas estéticas producto de la pasión, de un pathos que invita a crear y en el cual se abre la pregunta de si será posible habitarlo.

 

BIBLIOGRAFÍA

Aristóteles, Metafísica, Gredos, Madrid, 1994.

Copleston, Frederick, Historia de la filosofía, Ariel, Barcelona, 2011.

Gaos, José, Historia de nuestra idea del mundo, fce, México, 1992.

Kierkegaard, Søren, El concepto de la angustia, Espasa–Calpe, México, 1988.

Manzano, Jorge, Apuntes de Historia de la Filosofía 8 y 9, Repositorio Institucional del iteso, Tlaquepaque, Jal., 2012.

Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 2014.

Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, Gredos, Madrid, 2014.

Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, Tecnos, Madrid, 2010.

 

[1] Recibido: 16 de mayo de 2016; aceptado para publicación: 23 de noviembre de 2016.

[2] Aristóteles, Metafísica, Gredos, Madrid, 1994, p. 69.

[3] Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, Tecnos, Madrid, 2010, p. 23.

[4] Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Gredos, Madrid, 2014, p. 27.

[5] José Gaos, Historia de nuestra idea del mundo, fce, México, 1992, p. 705.

[6] Ibídem, p. 706. Es una cita de Kierkegaard.