El acontecer histórico y su impronta en las constituciones de México

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Dra. Guadalupe Jiménez Codinach. Fomento Cultural Banamex. Email: rosacodinach@yahoo.com.mx

 

Resumen. A partir de una breve reflexión sobre la relevancia del estudio y el cultivo de la historia, la conferencia aborda dos temas centrales en el contexto político y legislativo del siglo XIX en México. En primer lugar, se presenta un panorama general de los debates fundacionales que sacudieron a la nueva nación durante sus primeros años (1821–1824) y que marcaron su devenir legislativo durante el resto del siglo. En segundo lugar, se describe la centralidad de la relación Iglesia–Estado durante el periodo 1833–1873 en la configuración política del país. Jiménez Codinach argumenta que estos dos procesos son fundamentales para la comprensión del México contemporáneo.
Palabras clave. Historia, siglo XIX, constituciones mexicanas, relación Iglesia–Estado.

Abstract. Starting with a brief reflection on the relevance of studying and cultivating history, the conference looks at two central topics in the political and legislative context of 19th–century Mexico. First, it offers an overview of the fundamental debates that shook the new nation during the first years of its existence (1821–1824) and that marked its legislative trajectory for the rest of the century. Second, it describes the centrality of Church–State relations during the period from 1833 to 1873 in the political configuration of the country. Jiménez Codinach argues that these two processes are fundamental to understanding Mexico today.
Key words: History, 19th century, Mexican constitutions, Church-State relations.

 

Introducción

En primer lugar, estoy en el ITESO —que de alguna manera es una institución hermana de mi Alma Mater, la Ibero, a la que quiero mucho— y dedico esta conferencia a la memoria del padre Rubén Murillo, sj, fallecido en octubre de 2015 y a quien todavía extrañamos mucho todos los que fuimos sus alumnos y que tuvimos la guía de su sabiduría y su santidad. Al oír al padre José Morales, sj, hace unos momentos, pensé que el siglo XIX hubiera sido otro si los legisladores y los proyectistas de nuestras constituciones y leyes hubieran seguido los valores de los él que nos habló, que son los valores de la Compañía de Jesús, entre ellos amar y servir. Lamentablemente no fue así, como veremos hoy. Pero algo quedó de esos valores.

Voy a hablar de todo un siglo, por lo tanto voy a tener que ser muy breve en algunos aspectos y sólo escogeré algunos temas, porque si no esto daría para un curso entero en la universidad y quizá no terminaría. Permítanme, pues, que como historiadora les diga que no soy jurista, no soy abogada, pero quisiera hablarles de lo que creo que es indispensable para todo ser humano y para todo universitario como ustedes. Me refiero al conocimiento de la historia y de su contexto. De las frases que he ido recogiendo en la vida y que me han servido como guía; una que me gusta mucho es una antigua sentencia romana que dice “Primero vivir y luego filosofar”. Eso está dedicado al Departamento de Filosofía. Qué bueno que hagan filosofía, pero no se les olvide la vida. Necesitan de la historia porque la historia es vida. La historia no está en el pasado muerto; tampoco es una ficción como el posmodernismo nos ha dicho. Créanme que no es cierto; historia y ficción no son lo mismo. Creo firmemente en la necesidad de conocer los hechos que han trascendido en la memoria de un pueblo, su significado, la información con que se contó para tomar una decisión, las ideas, usos, costumbres, tradiciones, sistemas de valores, sentimientos, resentimientos, afectos y desafectos que rodean el acontecer de un individuo o de una comunidad y, en el caso que hoy nos ocupa, sus intentos por constituirse como nación independiente y libre. El historiador, me enseñó mi maestro el padre Rubén Murillo, sj, tiene por vocación la búsqueda de la verdad, aunque por nuestras limitaciones sólo alcancemos a atisbar parte de ella.

Hay un libro importante que ha circulado desde hace varios años que se llama The Killing of History[2] (El asesinato de la historia) cuyo autor es Keith Windschuttle. El contenido trata de lo que ha ido sucediendo a los departamentos de Historia en el mundo entero con esta idea de que es lo mismo la ficción que la realidad, de que no es posible conocer el pasado porque es un texto, un meta–texto, y de que no hay pasado real porque es imaginación. Windschuttle habla de cómo se han ido muriendo muchos departamentos de Historia o de Humanidades. Por ejemplo, el director del departamento de Filosofía en la Universidad de Berkeley dijo que era lo mismo estudiar filosofía que estudiar vudú, que no hay diferencia. Ese relativismo ha dañado mucho a las nuevas generaciones de posibles humanistas. Créanme que la Historia sí es real, que sí hay modo de conocer el pasado. Ciertamente el historiador profesional es también un científico que busca afanosamente la verdad; es nuestra obligación buscarla y probar con evidencias todo lo que decimos. No se trata sólo de adjetivos, de opiniones o de teorías. No, tenemos que probar todo lo que decimos, pues cada término y cada palabra que aplicamos al pasado deben remitirse a lo que realmente existió. Hans Küng, en su último libro publicado en 2016,[3] nos dice algo relacionado con esa idea: “Las vivencias personales pueden más que las intelecciones generales, por muy profundas que sean”. Küng insiste en el valor de la experiencia de la vida, ya que para poder fundamentar todos estos ejercicios intelectuales o modelos teóricos tenemos que apreciar la vida y conocerla. Esto se puede aplicar al individuo, pero vale especialmente para los pueblos. Si me cayera un ladrillo en la cabeza y olvidara cómo me llamo, quiénes fueron mis padres, dónde nací, qué estudié, qué he hecho en la vida… imagínense, ¿qué me quedaría? Pues me quedaría una falta de seguridad total, una incertidumbre, una falta de piso. ¿Qué soy?, ¿a dónde voy?, ¿qué sé? No sabría nada. Eso que le puede pasar a un individuo le puede pasar a un pueblo: perder su memoria, su identidad, hacerse vulnerable y debilitarse. Todos ustedes están cursando una carrera. Sé que hoy la orientación en muchas universidades en España y en muchos sitios, y también en México, es quitar la importancia a las disciplinas humanistas.

Cuando estuve en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México los ingenieros estudiaban conmigo historia de Grecia, historia de Roma. Impartí clases a muchos alumnos de comunicación, de ingenierías. Tenía 60 alumnos y al principio me decían los de Comunicación: “Lupita, ¿para qué nos das historia? Ya sabemos todo, todo lo sabemos, y además llevamos 17 materias”. Yo les contesté: “Les voy a hacer una pregunta, si la contestan correctamente ya no vengan a clase: ¿Quién fue Santa Anna?” Todos dijeron: “El que vendió Texas”. Les dije: “¿Sí? Pues tienen una semana para probarme que vendió Texas”. Todos los comunicólogos se iban felices. A la semana siguiente me dijeron con caras largas: “Pues es que no encontramos ninguna prueba… Pero es que me lo dijo mi maestro de secundaria, el de la prepa, me lo dijo…”. Les expliqué que no era cierto, que Santa Anna nunca vendió Texas ni la mitad del territorio de nuestro país, como se afirmaba sin pruebas, y que entonces todos debían quedarse para seguir el curso durante el semestre. Ahora estoy muy orgullosa de mis estudiantes porque ahora son doctores en educación, especialistas en Historia, politólogos, cineastas, etcétera. Les comento esto para que se den cuenta de que la Historia sí es muy importante para cualquier disciplina (ingeniería, medicina, comunicación, derecho…).

Cinco médicos, que eran los directores de los principales hospitales de la Ciudad de México, fueron a la Ibero a decirme: “Necesitamos clases de Historia, porque dirigimos hospitales y no conocemos al pueblo que estamos curando”. Fueron alumnos que nunca me dejaron descansar, nunca tuvieron vacaciones. Todo el año trabajamos sin parar porque querían entender al pueblo al que servían. Les comento esto no para promover el estudio de la Historia, sino porque es la realidad, porque es importante para cualquier disciplina: la historia es vida, la historia no está muerta, está viva en el habla, en la comida, en el vestido, en el trato, en los rituales que sólo los mexicanos entendemos y los extranjeros no, porque tenemos expresiones que nos vienen de muy antiguo. Por ejemplo, nos preguntan cómo nos sentimos y respondemos “bien mal”. Estamos hablando como si fuera náhuatl; son los contrarios que utilizamos para enfatizar. ¿Quién dice “bien mal”? Nosotros. ¿Quién dice ese tipo de cosas? Nosotros los mexicanos, porque tenemos todo un bagaje cultural que nos identifica. Si lo pierden, muchos de ustedes no serán buenos ingenieros, buenos abogados, buenos comunicadores. ¿A qué pueblo le van a comunicar si no lo conocen?

Digo esto como introducción porque vamos a hablar de un siglo muy difícil, terrible, pero fundacional: el siglo XIX. Después de dar una visión general del siglo voy a centrarme en dos temas que son el hilo conductor del contexto en el que surgieron las legislaciones, las constituciones y los elementos fundamentales para construir la nación. El primer tema será el de los cinco años fundacionales de este país, de 1821 a 1825. En ese tiempo se da una serie de problemas que, hasta la actualidad, no hemos podido resolver. El segundo tema, que también está vigente, abarca 40 años del siglo XIX y tampoco lo hemos acabado de comprender: el enfrentamiento Estado–Iglesia y tres periodos de reformas con las cuales el Estado intentó dominar y controlar la influencia que la Iglesia continuaba ejerciendo sobre la mayoría de los mexicanos.

¿Qué problemas presentó el siglo XIX y cómo reaccionaron el pueblo y el grupo gobernante —que siempre fue un grupo pequeño— que no tomaba en cuenta la voluntad popular? Ni liberales ni conservadores, ni nadie de los que legislaban, tomaban mucho en cuenta a la población. No la sentían capaz de participar y creían, como se creyó durante el siglo XVIII, que sólo los que tienen acceso al conocimiento o los que tenían una posición en la sociedad eran los que podían opinar. Por eso, lo que uno ve en el siglo XIX es que ni liberales ni conservadores, por ejemplo, se preocuparon mucho por el indígena. No lo entendían, pues desde sus esquemas inspirados en un liberalismo individualista de propietarios no se entendía la vida comunal. No obstante, la mayoría en México, sobre todo al inicio del siglo XIX, era indígena. De ahí que otra de las ideas que me hacen pensar sobre los intentos de darnos una constitución en el siglo XIX y en el XX es aquella expresada por el presidente del Congreso Constituyente de 1856, el abogado Ponciano Arriaga: “Toda constitución es letra muerta mientras el pueblo tenga hambre”. Ésa es otra realidad: las constituciones que se van a promover son muy bonitas, pero si la realidad es la de un pueblo desigual, con hambre, marginado, que no es escuchado, son letra muerta. Escribe el historiador Miguel Léon Portilla: “A partir de la Constitución de Cádiz (1812) y luego la de Apatzingán (1814) y en la que se expidió en 1824 […] los indígenas fueron perdiendo los derechos en que se fundaba su personalidad jurídica […] la propiedad comunal de las tierras, las formas de gobierno indígena, la salvaguarda de sus lenguas y de sus usos y costumbres quedaron en grave peligro de desaparecer”. Yo añadiría que, sin embargo, la Constitución de Cádiz le dio la ciudadanía a los indios varones en 1812 mientras que en Estados Unidos los indígenas la lograron hasta ya entrado el siglo XX.

 

Polvos de aquellos lodos

Desde finales del siglo XVII se dio una revolución atlántica, una verdadera revolución de las mentes que se plasmó en palabras antiguas pero con nuevos contenidos: por ejemplo, los términos nación, soberanía, independencia, constitución. Todos aparecen ya en el Diccionario de la Lengua Castellana de la Real Academia Española en los años de 1726 a 1739. A este diccionario lo llamamos el Diccionario de Autoridades. Define nación, pero la define, por ejemplo, como el acto de nacer. Viene de natio, nacer, y se refiere al origen de la persona. Veremos el cambio que esta definición sufrirá a finales del XVIII y del XIX. También se habla de constitución, del latín constitutio, que se define como una ordenanza, un estatuto, las reglas que hacen y se forman para el gobierno y dirección de algún pueblo, de alguna república o comunidad. Eso es lo que dice el Diccionario de Autoridades, pero en él no aparece el término “representación”.

Con la independencia de las trece colonias angloamericanas en 1776–1783 cambia y adquiere más importancia la palabra constitución. ¿Por qué? Porque a partir de esta Declaración cada una de estas nuevas colonias va a crear su propia constitución. Hay una constitución de Massachusetts, una de Connecticut, una de Nueva Jersey, una de Pennsylvania, una de Virginia y todas van a ser publicadas en 1808. Esas constituciones van a conocerse en la Nueva España, y las conocieron los que van a ser insurgentes y los que van a ser realistas, quienes también conocieron los textos franceses de la Constitución de 1791 decretada por la Asamblea Constituyente un 3 de septiembre; conocieron el Acta Constitucional decretada en 1793, redactada por Robespierre; conocieron la constitución de la República Francesa, propuesta en 1795. La Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776 fue traducida en España desde agosto de ese mismo año y leída en el mundo hispánico. Vía La Habana y Filadelfia llegaron los textos de los Estados Unidos como la traducción al español del venezolano Manuel García de Sena de la obra de Thomas Paine, Common Sense.[4]

Vemos que en el mundo atlántico la idea de constitución se discute en reuniones, en cafés, en los hogares y empieza a creerse que es la solución para todos los males sociales que existían en el virreinato de la Nueva España. Fíjense que dije virreinato, y no colonia. Cometemos un error garrafal que repetimos constantemente en todos los ámbitos, inclusive colegas míos: los funcionarios de la dinastía Borbón intentaron tratarnos como colonia pero nunca fuimos una colonia. Quien conoce la estructura de la monarquía hispánica sabe que ésta tenía reinos, virreinatos, capitanías generales y provincias. ¿Qué era la Nueva España? Un reino, un virreinato, que pertenecía a la corona de Castilla. Las leyes a las que estaba sometido eran las Siete Partidas castellanas y, por supuesto, la Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias. La Nueva España tenía fueros y privilegios, como el Reino de Granada, que se había incorporado a Castilla en 1492. Nosotros nos incorporamos en 1523. Hoy nosotros hablamos con desprecio de ese mundo “colonial”, sin entender que esa relación no era la que existía. Eso lo entendían los “criollos”, que es otra palabra que usamos mal: la usamos como la usaba el Porfiriato, como si se tratara de hijos de españoles peninsulares. Ése no era el sentido de criollo durante el virreinato; criollo era el nacido, criado y nutrido en tierra americana. Morelos se dice criollo (“es momento que los criollos tomen el mando”). Se dicen españoles americanos: mexicanos todavía no se dicen porque mexicanos para ellos eran los de la Ciudad de México o los antiguos mexicas. Pero todavía no era el que era de Guanajuato, ni el que era de Valladolid, ni el que era de Mérida. Esos se decían españoles americanos; nada más basta consultar todos los interrogatorios, todas las descripciones de presos que tomaron en la guerra de Independencia, para ver cómo se definen. Ninguno se dice a sí mismo mexicano, a excepción de los nacidos en la Ciudad de México o en el extranjero, como lo hace el padre Servando Teresa de Mier, que se presenta como “sacerdote mexicano”. Creo que se lo debemos también a los jesuitas expulsados en 1767, que al estar lejos de su patria y añorarla tanto, le darán contenido a la palabra México y a la palabra mexicano. Ellos se van a presentar en Europa como mexicanos; personas tan valiosas como Francisco Xavier Clavigero, como Campoy, como Alegre. Todos ellos con una gran añoranza van a hablar de ese México. Normalmente no hablan del México virreinal, sino que hablan del México antiguo, de los mexicas, del mundo prehispánico, pero empiezan a usar el nombre México y a decirse a sí mismos mexicanos. Y eso se va a extender hasta que en el 1821, por primera vez en un documento oficial, el Tratado de Córdoba, nombrará oficialmente a esta nación como “Imperio mexicano”, y se va a nombrar la capital de este nuevo imperio a la Ciudad de México; por primera vez se empieza a usar el gentilicio mexicano para todo el territorio de la Nueva España. Pero eso será hasta 1821.

Todos esos impresos de los que les hablé, tanto los de Estados Unidos como los de Francia, se van a conocer y se van a leer en estas tierras. Curiosamente, tenemos una conspiración en la Ciudad de México, en el año de 1793, a raíz de la decapitación de Luis XVI. Una serie de jóvenes —muchos de los que habían estudiado en el Colegio de San Ildefonso— ideaban una república y un congreso. Muy influenciados por el modelo francés, planeaban dividir la Nueva España en doce departamentos. Los aprehenden, pero no les pasa gran cosa. Los mandan a sus respectivas patrias chicas; pero empezamos a ver que este grupo, diríamos de estudiantes y de profesores (la mayoría estudiantes para el sacerdocio), es el que está recibiendo estas influencias. En esa época ¿dónde se estudiaba para ser abogado? Pues se estudiaba en los seminarios. Estudiaban derecho romano, pero también estudiaban derecho civil y derecho canónico. Al grado que, también en el siglo XIX, vamos a tener un profesor de derecho canónico en el Instituto de Arte y Ciencias de Oaxaca que se llamaba Benito Juárez. Es decir, no se nos olvide de qué contexto vienen todos estos dirigentes del siglo XIX: de una educación religiosa, básicamente impartida por sacerdotes y dada en los seminarios. En todo caso, participaban de esta revolución de las mentes, de esta fiebre de constitucionalismo que se da por todo el Atlántico, impulsada por la idea de que se podía construir un Estado por medio de una ley suprema en el que los ciudadanos serían democráticos, iguales, individualistas, identificados con los mismos usos y costumbres. Pero eso era una imagen, una propuesta. La realidad del pueblo novohispano, y más tarde mexicano, rebasaba por mucho a ese Estado teórico. En este territorio que estaba naciendo existían muchas modalidades de habitantes, muchos usos y costumbres, muchas regiones que no podían sintetizarse en una entidad única sino en un Estado múltiple, cuya riqueza estaba basada precisamente en la multiplicidad de etnias, lenguas, costumbres y modos de vida. Estamos en el siglo XXI y todavía seguimos construyendo esta realidad, porque todavía no nos escuchamos, no nos comprendemos y siempre intentamos unificar a todos. No somos así. Somos un pueblo multicultural, y mientras no lo aceptemos no vamos a poder construir realmente una nación fuerte, o elaborar una constitución que se adapte a nuestra realidad.

 

Situación del país después de la independencia y el contexto en el cual nace la primera constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos (1824–1835)

A partir de 1824, ya como nación establecida, vamos a tener, en solamente once años, 16 presidentes, entre enero de 1824 y octubre de 1835. De 1821 a 1888 vamos a tener 77 titulares del Poder Ejecutivo. ¿Qué indica eso? Que no cuajaba ningún sistema de gobierno. En 1824 se intenta hacer una constitución federal, representativa pero que ha sido acusada de estar diseñada según la de Estados Unidos. Pero no, si ese texto se analiza con detenimiento, se ve la huella muy fuerte de la Constitución de 1812 de Cádiz, ya que muchos de los que la redactaron habían sido importantes diputados en las Cortes de Cádiz, como Miguel Guridi y Alcocer, quien fue el presidente de las Cortes, o como Miguel Ramos Arizpe (al que le decían “el Chicharrón con Pelos” o “el Comanche” porque era de Coahuila). Aquí hay que hacer una aclaración que me hizo ver John Elliot, el gran hispanista mundial, quien me decía: “Mira, fíjate, Inglaterra nunca permitió que ninguno de sus colonos —porque ellos sí tenían colonos— participaran en el parlamento inglés”. España invita a los diputados americanos a que sean parte de las Cortes, de las discusiones y de la elaboración de la Constitución de Cádiz. Es cierto que, por miedo, no se les da la representatividad que se merecían, pues eran más los americanos que los españoles en términos de población. Pero están ahí y son autores de la Constitución. Por ejemplo, Guridi de Alcocer propuso que se fuera acabando gradualmente con la esclavitud y defendió profundamente a las castas americanas que tenían algo de sangre negra para que les dieran la ciudadanía, aunque no les fue concedida, por lo que llegó a exclamar: “En vez de que nos recuerden como padres de la patria, nos van a recordar como padrastros de la patria”, porque mucho de lo que se planteó en Cádiz no se logró. No obstante, esta Constitución, que es del año 1812, está en la base de nuestras constituciones de Iberoamérica. Fue la primera gran Constitución que sigue vigente en algunos artículos de las constituciones iberoamericanas. No digo Latinoamérica porque es un término cultural francés que es posterior y no lo podemos usar en estos años todavía; de los años treinta del XIX en adelante empieza a surgir la idea de una América Latina en Francia, y en 1861 va a aparecer ese término en la prensa francesa, pero no lo podemos utilizar para el año 1812 ni en nuestros primeros años como nación porque era un nombre que nadie usaba ni conocía, ni se sabía qué contenido tenía.

Recordemos, pues, que estos cinco primeros años en que nacimos como nación se parecen a lo que los psicólogos consideran los años determinantes en la formación del ser humano. Llevan una impronta tan fuerte que, queramos o no, cargamos siempre con ellos en lo que somos. Si lo aplicamos a los pueblos, pasa lo mismo. De 1821 a 1824, e inclusive hasta 1825, se da una serie de debates que no hemos podido resolver. Les voy a poner el ejemplo. En el año 1821 tenemos dos documentos fundacionales, el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba. ¿Por qué digo que son fundacionales? Gracias a Dios, no sólo lo digo yo, lo dicen los mismos juristas y han aceptado que ahí están las bases de cómo se va a fundar la nación mexicana e independiente. En ellos se habla de ciudadanía, de igualdad ante la ley, de representatividad, de Congreso, de una Constitución a la medida de la realidad nacional, etcétera.

Tenemos una historiografía producto del siglo XIX, y también de la Revolución, muy negativa y muy falseada de lo que fue la consumación de la Independencia. Se los digo porque ahora que se viene 2021 tendríamos que repasar y replantear todo. Repetimos una serie de barbaridades, como decir que el Plan de Iguala era anticonstitucional. Léanlo y van a ver que no tiene nada de anticonstitucional. De hecho, dice que la nueva nación se va a regir con las leyes vigentes que, en el año de 1820 y cuando Iturbide está escribiendo ese plan, son las emanadas de la Constitución de Cádiz. Y si ustedes revisan de 1821 a 1823, la época del Primer Imperio, verán que siempre se utilizó la constitución gaditana como base para cualquier resolución, mientras no se opusiera al Plan de Iguala. Cuando Agustín de Iturbide es coronado, en agosto de 1821, lo corona el Presidente del Congreso, no los obispos. Su nombramiento es de “emperador constitucional” porque el imperio es constitucional. Se usaba la Constitución de Cádiz porque no teníamos una propia, aunque el Plan de Iguala era más generoso con la población de origen africano, asiático o mezclada. Entonces, ¿de dónde hemos sacado que es una contrarrevolución o que los trigarantes no querían la Constitución? Lo hemos sacado de un autor que se llama Vicente Rocafuerte, que era de Guayaquil, Ecuador. A Rocafuerte le encargan una obra que destroce al imperio y a Iturbide, que impida que los Estados Unidos y otras naciones reconozcan al Imperio Mexicano, y lo escribe y lo publica aparentemente en Filadelfia (creemos que realmente lo publicó en La Habana). En un solo párrafo tiene 26 adjetivos negativos contra Iturbide. Dice que en la Profesa, una antigua casa de los jesuitas (los oratorianos llegaron ahí después de la expulsión), había habido unas juntas de serviles (en la época de Cádiz así se designaba a los anticonstitucionalistas, a los retrógradas; no utilizaban la palabra conservador; así se referían a los que se oponían al cambio) y que de ahí salió el Plan de Iguala. En las memorias de Iturbide escritas en Liorna, en 1823 y 1824, él lo refuta: “Señores, quien lea el Plan de Iguala se puede dar cuenta de que no está hecho por serviles”. Pues claro, sencillamente porque es constitucional. Sin embargo, seguimos repitiendo una y otra vez que ese plan era anticonstitucional. ¿Por qué? Pues porque, a veces, como dice Voltaire, “se repite una mentira y la seguimos sin siquiera reflexionar”. Repetimos lo que dicen los historiadores, los cuatro evangelistas de la guerra independentista del siglo XIX: Lucas Alamán, José María Luis Mora, Carlos María de Bustamante y Servando Teresa de Mier, son los primeros que hablan de la junta de la Profesa. ¿Por qué? Porque eran amigos de Rocafuerte y eran enemigos de Iturbide, incluyendo a Alamán. He encontrado documentos en el Archivo de la Basílica de Guadalupe en los que Alamán, como ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, les pide a los miembros del cabildo de la entonces Colegiata: “Quiten el bastón que le ha dejado Iturbide a la Virgen de Guadalupe al salir al exilio”. ¿Por qué? Porque no era bien visto Iturbide por el gobierno republicano de 1824. Por cierto el bastón y la espada de Iturbide estuvieron en el recinto del Congreso Mexicano hasta 1872, fecha en que un incendio destruyó ese recinto en Palacio Nacional. Hoy se resguardan en el Museo Nacional de Historia.

Otra cosa que me llama mucho la atención es que nuestra bandera no es cualquier bandera. Nuestra bandera es tricolor: verde, blanca y roja. ¿Qué significan los colores de las tres garantías? Pues bien, el blanco la religión, el verde la independencia y el rojo la unión. Pero, ¿de dónde sacó Iturbide esta emblemática? Porque él no la inventó. ¿Saben de dónde viene? Quisiera probarlo algún día, pero no he encontrado ningún escrito de Iturbide o de un contemporáneo que lo diga. Creo que los colores proceden de la fe, la esperanza y la caridad. En la emblemática medieval siempre pintaron de blanco la fe, de verde la esperanza y de rojo la caridad. Si ustedes van hoy al Museo Nacional de Historia, en el Castillo de Chapultepec, van a ver un retrato de la coronación de Iturbide, y al lado de Iturbide, en tres tronos, están la fe, la esperanza y la caridad, de verde, de blanco y de rojo. Yo creo que de ahí vienen las tres garantías, de querer fundar la nación en las tres virtudes teologales.

Les quiero recordar que el pueblo de la Nueva España, y del México independiente inicial, era muy religioso. Sus dos bastiones, sus dos polos más importantes, eran, como ellos decían, el altar y el trono. Morelos lo dice: “Los habitantes de la Nueva España son más religiosos que los de la propia España”. Cuando leo los textos de los juristas que analizan nuestras constituciones, todos dicen: “Qué intolerantes eran los constitucionalistas, ¿cómo pueden sostener que en 1824 las bases orgánicas del estado eran las de la religión católica y ninguna otra? Son unos intolerantes”. Pero es que en Nueva España no había más que católicos, no había otras religiones. Por ello en las primeras constituciones la religión católica era central porque no había ninguna otra.

Durante la guerra de Independencia hubo alrededor de 844 batallas, de las cuales la mayoría ocurrió en el Bajío, en Guanajuato, en el obispado de Michoacán, en San Luis Potosí, en la zona de Querétaro. Ahí está el núcleo de la insurrección. De las ochocientas y tantas batallas, 280 ocurrieron ahí. ¿Por qué? Lo he pensado muchas veces. ¿Dónde fue la gran rebelión contra la expulsión de los jesuitas? En Guanajuato, en Michoacán y en San Luis Potosí. Ahí fue donde hubo ahorcados, azotados, exiliados, condenados a presidio permanente; donde quemaron pueblos, sacaron a hombres, mujeres y niños de sus hogares y no les permitieron volver nunca. Fueron castigados por haberse, como decían en la época, “atumultuado” en favor de los jesuitas. El grito que se oyó en esas poblaciones en 1767 fue: “El rey es un hereje, ha tocado el altar y eso no lo vamos a permitir”. ¿No les parece normal que en 1810 una de las personas que se expresa en Querétaro dijera: “Les vamos a hacer a los gachupines lo mismo que ellos les hicieron a los jesuitas: los vamos a expulsar y les vamos a quitar todos sus bienes”? El rescoldo de ese resentimiento estaba vivo en 1810. En Guanajuato se tenía que pagar una multa muy fuerte, año con año desde 1767, porque allí habían defendido a los jesuitas. El 26 de septiembre de 1810, ante el miedo que causaba la llegada de los rebeldes, se eliminó esa obligación. El 28 de septiembre los llamados insurgentes (ellos no se llamaban a sí mismos insurgentes) atacan la Alhóndiga de Granaditas. Uno puede ver el mapa de toda esa indignación contra el abuso real, contra el agravio profundo de llevarse a sus jesuitas (a los que en Guanajuato llamaban “sus querubines jesuanos”). No he encontrado una etapa de la insurgencia o de la trigarancia en el que no se pida el regreso de los jesuitas. Era una herida abierta. En el 1821 vuelve a suceder lo mismo. Creo que si analizamos ahora cómo se logra la consumación de la Independencia veremos que las ciudades que se van entregando sin derramamiento de sangre (Durango, Guadalajara, por supuesto, Querétaro, Valladolid) lo hacen porque las Cortes liberales en Madrid habían anunciado que volverían a suprimir a los jesuitas, a los hipólitos, a los juaninos, a los que se dedicaban a los enfermos. Esto ya no lo va a aceptar la Nueva España y, de pronto, muchos —aun antiguos realistas— están de acuerdo con la Independencia. De hecho, los jesuitas se quedaron después de la supresión decretada por las Cortes en el año 1820. Los jesuitas fueron suprimidos muchas veces durante el siglo XIX. El presidente Antonio López de Santa Anna los restablece en 1853. Pero a los tres años los ganadores de la revolución de Ayutla los vuelven a suprimir. En realidad, los jesuitas ya no se fueron de México después de su restablecimiento en 1816. Aquí se quedaron y aquí estamos. Siguen suprimidos. Ningún gobierno los ha vuelto a establecer y aquí siguen. Eso es México. Se los digo para que vean que ésa es la realidad y otra es la regla o ley. Los modelos teóricos de cómo construir una nación corren paralelamente a la realidad, por muy buenos o malos que sean.

Durante gran parte del siglo XIX el número de muertos fue mayor que el de nacimientos. Es decir, fue un siglo muy duro, muy difícil. Al principio del siglo XIX, en 1821, teníamos cerca de cinco millones de habitantes, porque habíamos perdido casi un millón con la guerra de Independencia. Para mitad del siglo XIX éramos ocho millones. No había crecido casi el país. ¿Por qué? Por los motines, levantamientos, guerras. Recuerden las guerras e invasiones que sufrimos. En 1829 España intenta recobrar la Nueva España con la invasión de Isidro Barradas, que ha sido la única invasión que hemos ganado (porque en la otra de 1863–1866, la de los franceses, éstos se fueron porque les ordenaron que se fueran, no porque les ganáramos). En cambio, la del 1829 sí les ganamos. En el 1838 y 1839 tuvimos aquí a la armada francesa dirigida por el príncipe de Joinville, el hijo del rey, un muchacho muy joven (tío de Carlota de Bélgica, nacida en 1839).

Durante todo el siglo XIX tuvimos una historia muy dura. Tuvimos, casi de visitantes perennes, a los cuatro jinetes del Apocalipsis: guerras, hambre, pestes, muerte. Así fue la realidad del XIX. Cuando doy clases sobre ese siglo siempre pienso: ¿cómo logramos sobrevivir como país? Guerras, invasiones, perdimos la mitad del territorio de una manera terrible. Estuve en el Álamo revisando todos los documentos sobre la guerra de Texas y le pregunté al curador: “¿Por qué siguen diciendo que fue una lucha de texanos por la libertad de Texas debido al “centralismo” en México? ¿Dónde estaban los texanos defendiendo el Álamo, si de 189 defensores seis eran de Texas? Los demás vinieron de 22 estados de los Estados Unidos, eran filibusteros que estaban siendo pagados y a los que les iban a dar tierras por defender algo que no era suyo. Entonces, ¿cuáles texanos? Y finalmente los Estados Unidos en 1845 se quedaron con Texas, y después, con la mitad del territorio mexicano en 1848.

Tampoco hemos resuelto bien en este país la cuestión del Estado y la Iglesia. Lo que sucedió con las reformas de 1833 fue que al secularizar las misiones de la Alta California (que eran franciscanas), así como las de Texas, esos territorios se debilitaron y quedaron muy vulnerables. No nos extrañe que en 1845 la marina de Estados Unidos ya esté ocupando la Alta California aunque no haya empezado la guerra (la guerra va a empezar en mayo de 1846). En 1845 el ejército de Estados Unidos ya está en Nuevo México y no se va a salir. Texas ya la habíamos perdido, así, a la mala. Entonces, ¿qué pasa? Esas heridas tuvieron también consecuencias muy graves para el país, y las siguen teniendo. Ahora los que se apoderaron de más de dos millones de kilómetros de tierras mexicanas llaman “delincuentes” ¡a los descendientes de los verdaderos dueños de ellas!

 

Tres etapas de la reforma Iglesia y Estado, 1833–1873

Ahora quiero hablar de lo que fue un hilo conductor durante cuarenta años, entre 1833 y 1873. El intento profundo de un grupo (no eran muchos) de secularizar esta nación, que era muy religiosa. Había que cambiarla. Creían que eso tenía que hacer el Estado mexicano para ser fuerte, soberano, liberal, sin trabas para la propiedad privada. En ese periodo de cuarenta años va a haber un primer intento de reforma, que es la del 1833. Ocurrió durante la vicepresidencia del doctor Valentín Gómez Farías. Valga mencionar que también tenemos otra idea muy falsa relacionada con Santa Anna. No es que lo defienda, pero tampoco es el bandido o traidor que nos han pintado; por ejemplo, no tuvo once presidencias, tuvo cuatro; entraba y salía porque no le gustaba vivir en la Ciudad de México, y cuando salía dejaba a su vicepresidente, que era un liberal muy conocido y de los más radicales de esa época, un médico: Valentín Gómez Farías, que venía de Guadalajara. Gómez Farías va a hacer ese primer intento de reforma. Quiere llevar a cabo el plan de un sacerdote y doctor en Teología que se llamaba José María Luis Mora, originario de Chamacuero (hoy Comonfort), Guanajuato.

Este plan pedía la libertad absoluta de opiniones y supresión de las leyes represivas de la prensa, con la cual todos podemos estar de acuerdo. También pedía la abolición de los privilegios. ¿De quién? De la milicia y del clero. Además la supresión de las órdenes monásticas y de todas las leyes que atribuían al clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato matrimonial. Quería quitarle al clero la facultad de registrar los principales actos de la vida del mexicano: el nacimiento, el matrimonio, la muerte. Sólo las parroquias tenían esos registros y había que quitarle al clero el control de la vida de los ciudadanos. La reforma también buscaba reconocer y clasificar la consolidación de la deuda pública ya que estábamos endeudados de una manera espantosa. Al llegar el ejército trigarante a la Ciudad de México en 1821, cuando se consuma la Independencia, teníamos en la tesorería unos 48 pesos y debíamos 76 millones. Así nacimos. En casi todo el siglo XIX no tuvimos superávit. Fue hasta los últimos años del XIX, durante el Porfiriato, cuando llegamos a equilibrar el presupuesto. Pero durante todo ese siglo estuvimos en bancarrota. Mora también contemplaba medidas para que la propiedad territorial se dividiera y se fomentara la circulación de esa propiedad para mejorar el estado moral de las clases populares, para la destrucción del monopolio del clero en la educación pública y para abolir la pena capital por delitos políticos.

Así era el plan de Mora que Gómez Farías intentaba realizar. Pero él no lo decreta, sino que pide al Congreso que lo haga. Busca que el Patronato, que antes era Real, resida radicalmente en la nación. Sólo que había un pequeño problema: el Patronato lo daba la Santa Sede y aquí deciden que ellos se lo darán a sí mismos. Y entonces dicen a los obispos y a los cabildos que si no aceptan las leyes expedidas hasta el 1834 se va a ordenar el destierro de todos ellos y se va a ordenar la confiscación de sus bienes. Con respecto a la educación, se intenta establecer una educación laica y por eso se ordena la expulsión de la Compañía de Jesús, el cierre del colegio de Todos Santos y el cierre de la Universidad Pontificia de México, para crear la Dirección General de Instrucción Pública para el Distrito Federal y los territorios federales. ¿Saben cómo le puso el pueblo a Gómez Farías? Le puso “Gómez Furias”. Se comprende el rechazo popular, porque eran medidas totalmente a contrapelo de los sentimientos del pueblo. Entonces llega Santa Anna y le dice: “¿Sabe qué?, hágase un lado”, y quita todas las medidas de esta reforma menos la del pago de diezmos. Pero dos años más tarde, en 1847, en plena guerra con Estados Unidos, vuelve Gómez Farías a la vicepresidencia e intenta hacer lo mismo, sólo que ahora va a querer que todos los bienes de manos muertas —léase: no solamente de la Iglesia, sino también de comunidades indígenas, hermandades, cofradías, corporaciones— se vendieran para conseguir 15 millones de pesos y apoyar la guerra contra Estados Unidos. Va a venir una rebelión, la famosa rebelión de “Los Polkos” (no sabemos si se llamaban así por James Polk, el presidente de Estados Unidos, o por la polka, que estaba de moda).

Santa Anna vuelve a destituir a Gómez Farías y uno se pregunta: si Santa Anna era un ultra conservador, como nos han dicho, ¿por qué tiene al más radical de los liberales de la época como vicepresidente? Y en 1853, ¿saben a quién va a nombrar como su ministro de Fomento? A Miguel Lerdo de Tejada, otro liberal radical, por cierto, sobrino del padre Ignacio Lerdo de Tejada, sj, también tío de Sebastián Lerdo de Tejada, quien luego va a prohibir y a sacar a todas las órdenes religiosas, menos a las Hermanas de la Caridad. Para que vean que, como dirían los romanos, “la familia de Claudio tiene frutos dulces y frutos amargos”. A mí me llama la atención que sea Santa Anna quien vuelva a restablecer la Compañía de Jesús en 1853 y que su bisnieto, que también se llamaba Antonio López de Santa Anna, fuese un jesuita importante en la República Dominicana y en Puerto Rico. Les cuento esto para que vean lo intrincada que es la historia, incluso entre las familias. Unas son de un grupo, otras son de otro e incluso hay divisiones dentro de la misma familia.

La reforma moderada, que es la segunda etapa, se va a dar durante la revolución de Ayutla, entre 1854 y la Constitución Federal de 1857. Esta revolución es moderada, no es tan radical como la que vendrá después. El famoso Plan de Ayutla es un plan contra Santa Anna. Ya están cansados de él, llevaba ya cuatro presidencias y no era precisamente un gran estadista. Santa Anna tenía muchos defectos, pero no era tan malo como nos lo han pintado. Les recomiendo, si quieren saber más sobre esa época, la obra del profesor Will Fowler, historiador de la Universidad de Saint Andrews, quien estudió durante 17 años varios archivos sobre Santa Anna y ha escrito una excelente biografía que ya se publicó en español.[5] Podrán encontrar en esta obra la diferencia entre lo que es la Historia con mayúscula y lo que son rumores, chismes y opiniones sin sustento sobre Santa Anna.

La segunda etapa de la reforma se inicia después del triunfo del Plan de Ayutla contra el gobierno de Santa Anna. Llega a dirigir la nación una generación de jóvenes liberales —la mayoría abogados—, convencidos de la necesidad de transformar la vida nacional, entre ellos Benito Juárez, Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, José María Lafragua, Ignacio Comonfort y otros más.

Una de las promesas del Plan de Ayutla era convocar a un Congreso Constituyente para dar una nueva constitución al país. Ya habían experimentado con la Constitución de 1824, las Siete Leyes de 1836, las Bases Orgánicas de 1843, pero la nación no acababa de integrarse ni de progresar.

¿Qué querían los revolucionarios de Ayutla? Ninguna participación del clero en asuntos políticos. Quieren la secularización de todos los actos del estado civil y prohibir la intervención eclesiástica en cualquiera de estos asuntos que, según ellos, sólo le competen a la autoridad civil. También quieren nacionalizar los bienes de la Iglesia; la gratuidad de la participación del párroco en los matrimonios, bautizos y entierros, sobre todo para los pobres, y una ley agraria para la división y adquisición de propiedad. Y ¿qué van a pedir? Que se haga una serie de leyes. Fíjense que las primeras leyes no son emitidas por el Congreso, ya que no hay Congreso todavía, sino que son del Poder Ejecutivo (la Ley Lafragua, la Ley Juárez). Por ejemplo, nos han dicho que la Ley Juárez acabó con los fueros militares y eclesiásticos, pero no es así. No acabó con ellos. La ley sólo establece que los tribunales militares y religiosos no tratarían asuntos civiles. Eso es todo lo que dice la ley, no les quita todo el fuero. La Ley Lafragua reconoce la libertad de expresión y la libertad de imprenta; la Ley Lerdo de 1856 es la de desamortización de corporaciones civiles y religiosas, y quizá fue la que más impacto tuvo. ¿Por qué? Se ha enfatizado que desamortiza los bienes del clero, no los templos, pero sí los conventos y todas las propiedades que tuvo la Iglesia para sostener sus actividades. Pero se nos olvida que la Ley Lerdo incluye a todas las corporaciones: comunidades indígenas, cofradías, hermandades, todo lo que fuera de un grupo; inclusive perjudica a los ayuntamientos que van a perder los bienes que poseían en común. Como señalé antes, durante el siglo XIX la gran mayoría de la población era indígena. Es triste, porque los indígenas estaban acostumbrados a tener bienes en común. Era un modo completo de vida y, no sólo en términos económicos, pues daba coherencia a la comunidad y eso no lo entendían los liberales, y les irán destruyendo su modo de vida. No es que tuvieran malas intenciones. El propósito era que los indios se convirtieran en propietarios individuales. ¿Saben qué va a pasar? Lo que a veces pasa con medidas como la ley Lerdo: el que logra quedarse con los bienes es el que tiene dinero y el conocimiento de qué bienes se van a vender. Por ejemplo, en San Luis Potosí hubo un ex gobernador que se compró más de 40 propiedades que se pusieron en venta. Por lo tanto, la ley no sirvió para lo que se pretendía. Esa ley generó un profundo conflicto social. Otras medidas también lastimaron los sentimientos de una población que no era tomada en cuenta para nada. Por decreto del Congreso federal del 5 de junio de 1856 se aprobó la expulsión de los jesuitas, dando como argumento que la “Orden de San Ignacio” era “viciosa en su constitución misma, peligrosísima en su espíritu, de fatales trascendencias su desarrollo, enemiga de los gobiernos, provocadora de la guerra civil y religiosa, tenaz en sus proyectos, temible por sus inacabables recursos, maldecida por la historia”. Quizás un jurista nos pudiera aclarar si era válido este decreto que no conocía ni el nombre oficial de los jesuitas, Compañía de Jesús.

Cuando se promulga la Constitución política de 1857 no se incorporan estas leyes del Ejecutivo. Sabían y se daban cuenta de que el pueblo no estaba listo para ellas. Lo interesante de la Constitución del 57 es que fue formulada por un grupo muy brillante de personas, abogados y juristas, todos ex alumnos de seminarios, porque ahí se preparaba a los abogados. Recuerden que Porfirio Díaz estuvo en el seminario siete años. Después estudió en el Instituto de Artes y Ciencias de Oaxaca, igual que Juárez. No era un soldado inculto, estaba preparado para ser abogado. Todos ellos tenían formación religiosa. Octavio Paz, en alguna de sus obras, considera qué duro sería para estos liberales enfrentarse a la Iglesia, porque todos eran católicos, todos eran religiosos a su modo, incluso el propio Juárez. Yo estudié en un colegio de monjas donde lo único que supe de Juárez ¡es que alguien había visto caer su alma al infierno!

Nunca nos explicaron mis maestros quién era Juárez. En 2006 me tocó hacer la exposición en el Castillo de Chapultepec sobre los 200 años del nacimiento de Juárez. Fui a Oaxaca a revisar su vida, y por primera vez —fíjense qué triste— me di cuenta de que lo que yo decía de Juárez estaba equivocado. Yo siempre decía: “Este señor, que es un indígena, no tuvo sensibilidad para ver lo que los liberales le estaban haciendo a las comunidades indígenas, destruyendo su modo de vida y dejándolos en una situación tan precaria”. Aprendí que Juárez nunca vivió en una comunidad indígena. Sus padres mueren cuando él tenía tres años. Padre y madre se le mueren, sus abuelos se le mueren, y va a dar a Oaxaca. El tipo de vida en donde lo mandan a estudiar era individualista. Su padrino era un lego carmelita que lo envía a estudiar al seminario, pero él no quiere ser sacerdote. El padrino acepta y lo manda al Instituto de Artes y Ciencias. Se va a hacer abogado, profesor de derecho canónico y de derecho civil, rector del Instituto y, después, gobernador de Oaxaca. No era antirreligioso, pero sí anticlerical, por lo que le había tocado ver. Yo creo que muchos de nosotros actuaríamos igual si viéramos esos abusos. Fíjense qué curioso, el tutor de su hijo Benito era el arzobispo de México. Cuando uno investiga las vidas de esas personas, se pregunta: ¿por qué los hemos encasillado en adjetivos que no les corresponden? Cuando Juárez regresa a la Ciudad de México en el 1867 como presidente, ya después de la muerte de Maximiliano (fusilado el 19 de junio de 1867), lo primero que hace es tratar de reformar la Constitución del 57. Una de las reformas que se proponía era darles derechos cívicos a los sacerdotes otra vez y que pudieran ser elegidos como diputados. El Congreso se pone furioso con él, porque no está de acuerdo con eso y con las medidas que él proponía. Por poco lo quitan de presidente (por un voto). Las vidas de estas personas son más complejas que como nos las han pintado. Otro ejemplo interesante es la preocupación del emperador Maximiliano de México por la situación de los indígenas. A diferencia de liberales y conservadores, el emperador expidió el 26 de junio de 1866 y el 16 de septiembre del mismo año dos decretos, uno sobre terrenos de la comunidad y repartimientos y otro sobre el fundo legal de pueblos indígenas, en los cuales las comunidades recuperaban sus tierras.

 

Epílogo

 Este proceso reformador no ha terminado. Seguimos en esta lucha entre dos fuerzas muy reales. Se trata de dos autoridades muy importantes para el pueblo mexicano que se han querido disputar el alma de este pueblo. Era natural que esto sucediera, porque el Estado mexicano nació muy débil, sin autoridad de ningún tipo y tenía enfrente a un coloso ante el que todo mundo se rendía, la Iglesia. La Iglesia en parte fue muy cerrada. Algunos de los obispos, por ejemplo, consideraban divino el derecho de la Iglesia a tener bienes. ¿Quién les dijo que era derecho divino?

Ciertamente también la Iglesia se encontró con la intolerancia y con ataques a su papel en la sociedad: el artículo 5º de la Constitución de 1857, reformado en 1873 y en 1898, establecía la supresión y cierre total de todos los monasterios y conventos de la República Mexicana y prohibía establecer nuevos, a todas luces una medida que violaba el principio de libre asociación reconocida por la misma Constitución.

Otra situación muy triste es la que resulta de la obligación impuesta a los empleados del gobierno de jurar la Constitución del 57 para mantener su empleo. La Iglesia les dice que todo el que la jure será excomulgado. ¿Saben lo que es para un ser humano estar entre dos fuerzas y no tener libre albedrío? Una autoridad le quita el trabajo si no jura y la otra lo excomulga. Los obispos observaron el desgarramiento de la población en México ante esa situación de dos autoridades que se estaban disputando el control sobre el individuo. Entonces los obispos escriben —yo vi esas cartas en el Archivo Secreto del Vaticano— y preguntan a la Santa Sede: “¿Qué hacemos? Por un lado el gobierno está quitando su empleo a la gente si no jura la Constitución, y nosotros la estamos excomulgando si lo hace”. La Santa Sede contesta: “Díganles que juren la Constitución, pero que en su interior no la acepten”. Y así lo hacen. Que la juren pero que no crean lo que juren para que mantengan su trabajo. Qué curioso. Esto sucede con la Constitución de 1857. Después surgirán como 30 levantamientos contra la Constitución. Enrique Krauze y otros autores nos dicen que fue la época más democrática de México. Olvídense, democrática nunca fue, ni ésa ni ninguna. Ni tampoco la de 1917. Porque la del 17, como ustedes saben, es producto de un movimiento revolucionario. Podría decirse que tiene la parte benéfica de que recoge una serie de preocupaciones sociales que se habían dejado de lado: las de los campesinos (la situación del campo y el ataque a la vida comunal), las de los obreros, las de las mujeres y las de muchos otros marginados de las constituciones anteriores. La Constitución del 17 las recoge, pero tiene también otros problemas porque la facción que va a ganar en la Revolución impone su visión y una serie de medidas que van a contrapelo de la vida del pueblo mexicano. Me parece que fue una reforma radical que no corresponde a la realidad de los sentimientos de la gente y vuelvo a mi insistencia primera: la Historia no solamente debe tratar de batallas, estadísticas, modelos teóricos, políticos, etc., sino que hay una historia de sentimientos y resentimientos que son más profundos que las ideologías y creencias para los pueblos. Si no tomamos en cuenta esta historia no vamos a entender nunca a este país, y por más Constituciones que proclamemos no lograremos vivir como hermanos, con justicia y respeto por las diferencias.

Hoy estamos viviendo una época difícil en México; crece la violencia, la corrupción, el fraude electoral, la falta de credibilidad de prácticamente todas las instituciones, la desigualdad social y la pobreza extrema. Y todo ello, a pesar de la Constitución que nos rige, que sin ética, justicia y honestidad es letra muerta.

Quisiera invitarlos a que nos escuchemos con respeto, y como dijo el padre Morales hoy, que respetemos la dignidad y las diferencias de las otras personas. Tenemos un Papa jesuita y latinoamericano que nos está dando ejemplo para ser abiertos, tolerantes, respetuosos. Que nos señala que no estriba la felicidad en tener bienes, vivir en el lujo, sino en compartir, en servir a los demás. No sé si sea cierto, pero hace unos días me enteré de que el Papa Francisco había colocado una estatua de Martín Lutero en los jardines del Vaticano. Si fue así, me alegro. Muchas gracias.

 

 

Bibliografía

Fowler, Will, Santa Anna, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, 2010.

Küng, Hans, Una muerte feliz, Trotta, Madrid, 2016.

Paine, Thomas, Common Sense, Filadelfia, R. Bell, 1776. La traducción de Manuel García de Sena se publicó también en Filadelfia en 1811 en la imprenta de T. y J. Palmer.

Windschuttle, Keith, The Killing of History. How a Discipline is Being Murdered by Literary Critics and Social Theorists, Mcleay Press, Sydney, 1994.

 

[1] Recibido: 24 de octubre de 2016; aceptado para publicación: 8 de mayo de 2017.

[2] Keith Windschuttle, The Killing of History. How a Discipline is Being Murdered by Literary Critics and Social Theorists, Mcleay Press, Sydney, 1994.

[3] Hans Küng, Una muerte feliz, Trotta, Madrid, 2016.

[4] Thomas Paine, Common Sense, R. Bell, Filadelfia, 1776. La traducción al español de Manuel García de Sena se publicó también en Filadelfia en 1811 en la imprenta de T. y J. Palmer.

[5] Will Fowler, Santa Anna, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, 2010.