Fundamentos históricos y jurídicos de la Constitución mexicana

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Rafael Estrada Michel**

Recepción: 26 de octubre de 2016
Aprobación: 13 de marzo de 2017

 

Resumen. Estrada Michel, Rafael. Fundamentos históricos y jurídicos de la Constitución mexicana. A través de la integración de diversos enfoques —el histórico, el jurídico y el filosófico—, el texto que a continuación se presenta reflexiona sobre la tensión esencial que conforma el constitucionalismo moderno, en general, y el mexicano, en particular. La tensión aludida es aquella que se establece entre el principio de soberanía y los contenidos fundamentales asociados con la noción de garantía.
Palabras clave: historia, orden jurídico, constitucionalismo, soberanía, garantía, derechos humanos, democracia, sociedad civil.

 Abstract. Estrada Michel, Rafael. Historical and Legal Foundations of the Mexican Constitution. Through the integration of different approaches—historical, legal and philosophical—the following text reflects on the essential tension that permeates modern constitutionalism in general, and the Mexican version in particular. This tension arises between the principle of sovereignty and the fundamental content associated with the notion of guarantee.
Key words: history, legal system, constitutionalism, sovereignty, guarantee, human rights, democracy, civil society.

 

Me gustaría comenzar con este tema hablando de qué es la Constitución.[1] La Constitución es una de esas cuestiones que se nos dan como por sentado. Pareciera que Adán y Eva estaban muy contentos en el paraíso terrenal y que ya desde entonces tuvieron la magnífica idea de dotarse con una Constitución, un Código Civil y un Código Penal. Por lo menos eso es lo que tendemos a creer desde la ignorancia, y la ignorancia en estos temas, como dice la doctora Jiménez Codinach, es ignorancia histórica. Es creer que siempre tuvimos la necesidad ontológica, metafísica, incluso una necesidad intelectiva de darnos una Constitución y de concebir los derechos fundamentales en términos de Derechos Humanos. Esto es un sinsentido. En realidad llevamos 250 o 300 años de vida constitucional o de constitucionalismo moderno, por mejor decir. Y, para ser muy claros, pareciera que el concepto moderno de Constitución está haciendo agua por todos lados.

Nuestros mayores, desde la Antigüedad Clásica grecolatina, concebían la Constitución como algo muy distinto a lo que hoy tendemos a glorificar como “ley suprema”. En realidad, de lo que se trataba en Roma era de que la vida en la civitas —o antes, en la polis griega— fuera una vida libre de faccionalismo, en donde no hubiera un tirano, proveniente de donde fuera, capaz de ponerse al frente de ninguna de las facciones. Es ante todo un combate al concepto (tan temido por Platón —y por Aristóteles— pues le había costado la vida a su maestro) de stásis, de falta de movimiento, de paralizante lucha entre las facciones. Cuando las facciones están sumamente enfrentadas, el movimiento, la dýnamis, es imposible; simple y llanamente se paraliza la polis. De ello nos habla Platón, en el Cratilo, al referirse a la justicia y a dikaiosyne. Nuestros autores lo atribuían al fenómeno de la mercantilización de la polis y a que las reformas de Clístenes y de Pericles, en lugar de conciliar los intereses, buscaron darle una posición de prelación a los desposeídos, a los pobres. Esto, en términos platónico–aristotélicos, había generado una situación de stásis que sólo podría remontarse apelando a la patrios politeia, a la Constitución de los padres, a aquello que había sabido develar para Atenas nada más y nada menos que el gran legislador Solón, ese clasemediero que había evitado ponerse al frente de alguna de las facciones y que sin haber otorgado un perdón, una condonación absoluta de las deudas o una reforma agraria total, tampoco había castigado excesivamente a las clases pudientes, a las clases poderosas; el hombre que había logrado el equilibrio a través de la combinación de tres principios: el principio monárquico, el principio aristocrático y el principio democrático. La combinación de estos tres principios de potestad lograba que las formas de gobierno, como decía Aristóteles, no degeneraran en impuras y no se generara un gobierno de una persona —tiranía— en favor de los más sapientes o de los mejores, en favor de una aristocracia que degenerara en oligarquía o en favor de una masa informe y sin sentido consecuente de la vida política, es decir, lograba evitar la degeneración de la democracia en demagogia.

Polibio supo ver, después, en la República romana, la perfecta combinación de estos tres principios en un ciclo virtuoso que impedía que la Constitución degenerara y, por lo tanto, que sostuviera la estabilidad —el viejo sueño de Platón— en las formas de gobierno. Polibio, por cierto, era un buen filósofo pero un pésimo historiador y, como Marx, un muy mal profeta. Polibio pensaba que la República romana iba a durar siglos —milenios, incluso— porque estaban perfectamente consolidados los tres principios de potestad: tenía un senado, principio aristocrático; tenía cónsules, principio monárquico, y tenía apelación a los comicios, ya fuera por curia o por centuria, es decir, principio democrático. La verdad es que era un pésimo profeta porque no pasaron treinta años de su muerte cuando se vino la guerra civil romana, y como todos sabemos, al paso del tiempo, su sustitución por el Imperio de Augusto. Pero teóricamente —en teoría política, que es la peor de las teorías— no estaba mal Polibio, como no lo estaban ni Platón ni Aristóteles. La Constitución en el Mundo Antiguo es, ante todo, un orden político ideal que evita el enfrentamiento entre las facciones y, con ello, la degeneración de los principios y la aparición de la tiranía.

En la Edad Media el concepto de Constitución se va a leer completamente distinto al paso del cristianismo y, sobre todo, al paso de esa crítica demoledora de la ley que lleva a cabo la interpretación de san Pablo. Lo que vamos a tener es la apelación, más que a un orden político ideal que se entiende imposible, a un orden jurídico dado, preestablecido, inmanipulable, que las manos humanas no pueden tocar sin incurrir en actitudes tiránicas. Por eso decía Juan de Salisbury que el príncipe es ante todo un custodio de lo justo. Es la imagen de la equidad. No puede por ningún concepto modificar el orden jurídico sin ir en contra del plan divino, sin ir en contra de esa especulación (speculatio), espejo del orden perfecto de las esferas en el reino de lo real sensible. Es decir, el ordo iuris, el orden jurídico dado, preestablecido, aspira a una tímida representación de la perfección, como si se tratara de las ideas reflejadas en la caverna platónica. Se entiende por qué fue el medieval un mundo tan estable y tan dotado de inamovilidad, donde lo importante era a cuál estamento se pertenecía y, por lo tanto, qué ordenamiento jurídico particular se aplicaría sin posibilidad de brincar de un estamento a otro. Creo que es importante que tengamos claro que lo que entendemos modernamente por Constitución no tiene prácticamente nada que ver con lo que el Mundo Antiguo grecolatino entendió por el concepto, ni con lo que los medievales —que mucho influyeron en las constituciones, sobre todo en las iberoamericanas, al paso de nuestras lecturas de los siglos XVII y XVIII— entendían precisamente por esto. Su ideal es el ideal de una Constitución mixta o moderada. Esto es lo que un jurista medieval del Ius commune, Henry Bracton, supo ver perfectamente en la Constitución inglesa (no escrita, como todos sabemos, porque la Carta Magna no es una Constitución en sentido moderno) y que plasmó en una obra que deberíamos leer una y otra vez y que se llama, muy sintomáticamente, De las leyes y las costumbres de los ingleses, es decir, aquello que el reino debe proteger frente a la voluntad del rey; una voluntad, decía Tomás de Aquino —como voluntad política que es— arbitraria, tendente a invadir el ámbito de lo jurídico y, por lo tanto, tendencialmente tiránica porque modifica el orden jurídico; porque modifica la noción de Constitución medieval como un orden jurídico dado, preestablecido, intocable, inmanipulable.

Hasta aquí estamos con lo que, en los albores de las revoluciones hispánicas, todavía se entendía por Constitución. La próxima vez que critiquemos los tres siglos de presencia castellana en Indias y digamos: “Es que ni siquiera nos dieron una Constitución, un Código Civil o una Ley de Títulos y Operaciones de Crédito”, hay que pensar en lo que estamos diciendo. No había, a partir de 1521 y hasta 1791 (1787, si alguien quiere ponerse del lado de la Constitución de Filadelfia y del Congreso Continental), quien se pusiera a pensar que había que organizar, sistematizar y omnicomprender toda la legislación —en este caso pública— en un solo cuerpo o código de leyes que respondiera al nombre de Constitución. Había, sí, recopilaciones. Mucho de ello tenía que ver con el ordenamiento de la polis, pero no todo. Había una muy buena parte de la vida, sobre todo la vida privada de las personas, que se dejaba al ordenamiento o a los ordenamientos particulares (en concreto, en el caso de las Indias, al ordenamiento de la Iglesia católica) y en donde el Estado —cualquier cosa que esto pueda significar en los siglos XVI y XVII— prácticamente no intervenía. La idea era que el orden jurídico tenía que seguir siendo un orden jurídico dado, preestablecido, intocable. Aun personajes que tienen un pie puesto en la Modernidad, como Hernán Cortés, respetan mucho, a manera de no convertirse en tiranos, esta idea.

En otras palabras, lo que no ha surgido y todavía tardará mucho en surgir, desde la Edad Media hasta la Modernidad, es una noción con la que también nos parece que hemos nacido, con la que se nos llena la boca muchas veces cuando decimos “Estado libre y soberano de Jalisco”, pero que es una noción absolutamente moderna y, además, con muchos significados (varios de ellos contradictorios): la noción de soberanía; es decir, de aquello que está super omnia, por encima de todo. Por eso el constitucionalismo es un fenómeno moderno. ¿Hay Constitución en la Antigüedad Clásica? Sí. ¿Hay Constitución o noción de Constitución incluso entre los egipcios, los hebreos y, desde luego, en la Edad Media? También. Por supuesto: Constitutio, un cuerpo que está constituido por algo. Pero el constitucionalismo en sentido moderno no surge sino hasta cuando surge la noción de estado de naturaleza; la idea de que suscribimos un pacto para dejar un estado de naturaleza en el que, como dijo célebremente Hobbes, nos estamos comiendo los unos a los otros. Esta idea del pacto es una idea profundamente moderna que viene a cuestionar por completo la idea misma de un orden jurídico dado basado en el equilibrio de los tres principios de gobierno.

Si uno se fija en la Información en derecho de don Vasco de Quiroga, por ejemplo, encuentra el ideal de la Constitución mixta o moderada una y otra vez. Los pueblos Hospital de Santa Fe tenían que ser gobernados a través de la combinación de los tres principios para que duraran mucho, para que fueran estables, para que le llevaran bienestar a todos y, como dice esa placa hermosa que hay en la Universidad Iberoamericana —allá por los rumbos del otrora pueblo de Santa Fe que fundó don Vasco de Quiroga en el Valle de México—, para que ninguno padezca. Ésta es una idea que —pasadas las Guerras de Religión— contemplada por Juan Bodino y, por supuesto, por Hobbes, a través del análisis que realiza de la Guerra Civil inglesa, no se sostiene en la Modernidad jurídica y política. Simple y llanamente, Hobbes le echa la culpa de todo, incluso de la decapitación del rey inglés, al concepto de Constitución mixta o moderada y en concreto al concepto medieval de orden jurídico dado e inmanipulable. Hobbes dice que el problema —que Bodino supo atisbar— de guerras de religión y de las decapitaciones y guerras civiles es un problema que se deriva de la pluralidad de leyes fundamentales; es un problema que se deriva del pluralismo que nos lleva a la combinación de tres principios u órdenes de gobierno; es un problema derivado de que no se concentra toda la fuerza en una sola potestad a título soberano; es el problema que existe cuando no existe el Leviatán. Por lo tanto, para salir de él tenemos que suscribir un pacto subiectionis, un pacto de sujeción del cuello —como si se tratara de un deudor insolvente—, un pacto de sujeción en el que autorizamos plenamente al Leviatán como una representación absoluta para que nos otorgue seguridad. Es tanto como decir “Yo, Leviatán, tengo que estar autorizado plenamente por ti para otorgarte tu seguridad. Y si es necesario privarte de la vida, es decir, si es necesario olvidarme de tu condición humana (ya no digamos de tu dignidad propia de ser humano) para proteger a tu comunidad, yo, Leviatán, tengo la obligación de hacerlo”. Éstas serían las bases conceptuales del constitucionalismo moderno si se hubiera quedado ahí; las bases exclusivas de la Ilustración escocesa, como suele llamarse, y del hobbesianismo más puro y duro.

Ésta es una de las dos facetas del constitucionalismo moderno, es decir, del constitucionalismo por excelencia. El constitucionalismo en la modernidad o el único constitucionalismo —si se quiere ver así— tiene una faceta que es soberanía. Dice Bodino, summa potestas, potestad perpetua y absoluta, es decir, indelegable: reconducir todos los principios —no sólo estos tres, sino todos absolutamente— a una sola unidad soberana que lo puede todo y que lo puede perpetuamente. Voy poniendo un asterisco: no extraña que después, al paso del tiempo y de las revoluciones atlánticas, esa potestad soberana pueda darnos una Constitución desde cero, sin necesidad de reflejar ningún orden superior y, por supuesto, manipulando cualquier cosa que pueda parecernos orden. En el caso más extremo (leyes de Núremberg), con la posibilidad incluso de establecer un desorden, o por lo menos, de no preocuparnos —éste es el siglo XX— de si lo que se está estableciendo es ordenado o no. Las palabritas —a los abogados se nos olvida frecuentemente— suelen tener un significado. Cuando le digo a mi hijo “Te voy a dar una orden” no le estoy diciendo “Ordena tu cuarto y pon tus calcetines arriba de la lámpara”. No. Le estoy diciendo “Los calcetines van en el cajón”. Al paso del tiempo hemos perdido esta noción de orden. La hemos sustituido por mandato y la hemos privado de su sentido, de un reflejo de un orden superior que tiene que ser reflejado (ergo, especulado) adecuadamente.

Desde luego, reflejar un orden superior no es tan sencillo cuando se piensa en términos revolucionarios y de una soberanía que lo puede todo (inclusive cambiarle el nombre a los meses y comenzar a contar la historia desde un año que no es el del nacimiento del Salvador de los cristianos o cambiar el orden de las virtudes y establecer nuevas virtudes, en este caso puramente cívicas, entronizando a la diosa razón). Por supuesto, me estoy adelantando un poco en el tiempo. Estoy dando un salto indebido entre Hobbes y la Revolución francesa, pero la Revolución y su Poder Constituyente está en la lógica del soberanismo y, por lo tanto, del constitucionalismo en el sentido moderno que le daba la palabra. Así, en la primera faceta, el constitucionalismo es soberanía. El constitucionalismo primigenio es, ante todo, soberanía; es Bodino y Hobbes. Pero también es un señor que era un portento y que es fundamental para entender las revoluciones, incluso las revoluciones iberoamericanas —aunque no hay prueba de que nuestros padres fundadores lo hayan leído— y del que no cabe duda que influyó y que sigue influyendo muchísimo en nuestra vida occidental: Juan Jacobo Rousseau.

Rousseau tiene una idea completamente distinta del estado de naturaleza. En el estado de naturaleza no sólo no nos estamos comiendo los unos a los otros, sino que estamos pasándola de maravilla. Es el buen salvaje que está disfrutando de la propiedad colectiva y de la convivencia con sus semejantes, tal cual. Hasta que a algún genio “superior a toda admiración y elogio”, como dice el Acta de Independencia de nuestro país, se le ocurre inventar el concepto de propiedad privada (esto ya no lo dice el Acta de Independencia) y comienza la apropiación de los bienes. A partir de aquí se genera una línea, la línea de la codicia. Por lo tanto, para que nuestras codicias estén en equilibrio y en posibilidad de convivencia tenemos que suscribir un pacto. Pero ya no es un pacto de sujeción del cuello, sino un pacto de creación de la sociedad. Ese señor, dice Rousseau, fundó la sociedad civil. Nos expulsó del paraíso, sí, pero tenemos la posibilidad de recrearlo. Pongo otro asterisco: esta idea es fundamental para la Reforma Constitucional de 2011; la idea de recrear el goce de esos derechos que vivíamos en plenitud en el estado de naturaleza, de recrearlos así sea pálidamente ya en el estado social. Nuestro estado de naturaleza era perfecto. Podemos aspirar, no a la perfección, sino a su tímido reflejo de libertad e igualdad en el Estado Civil, a través de la suscripción del contrato social. Para eso necesitamos de la voluntad general, que no es la suma de las voluntades de todos ni algo por lo que se vote. Es una cosa prácticamente etérea, prácticamente ultraterrena. A veces me da la impresión, cuando leo a Rousseau, de que la voluntad general es una suerte de Yahvé sobre el tabernáculo, que va acompañando al pueblo en todo su periplo por el desierto y que siempre, y en todo momento, puede modificar lo que entendemos por Constitución y por orden jurídico. Esta suerte de entidad casi divina —o sin el casi— es la voluntad general que, insisto, no puede identificarse con las voluntades particulares ni con la suma de las voluntades particulares y que tiene su propia y específica voluntad a título irrevocable, intransmisible y, se entiende, absolutamente soberana. La voluntad general, que en cualquier momento puede modificar la Constitución, es soberanía en estado puro, y como célebremente dice Rousseau, no puede representarse. Por lo tanto, no puede existir un gobierno parlamentario, mucho menos un gobierno moderado.

Guadalupe Jiménez Codinach ha estudiado mucho la Constitución belga de 1830, la Constitución por antonomasia de una monarquía moderada. Ésa es la reacción más clara y, en mi concepto, más erudita y mejor articulada contra un rousseaunismo exacerbado en sentido soberanista. Porque tenía que haber reacciones contra esta primera faceta del constitucionalismo primigenio. Tenía que haber reacciones contra la soberanía. Si la soberanía lo puede todo se entiende que el orden jurídico no tiene por qué existir ni, mucho menos, que existir para siempre, y que los Derechos Humanos son una falacia sujeta a la voluntad del legislador. Yo podría hoy sustituir cualquier concepto, por ejemplo, el de debido proceso —que nos tiene tan ocupados en los últimos años—, o decir, en la Constitución General de la República o en la Constitución del Estado libre y soberano de Jalisco, que el plazo razonable para contestar una demanda civil es de cinco minutos. Es un plazo, ¿no? Lo que pasa es que no es razonable, no es propio, sensatamente, de un debido proceso considerando la dignidad humana (caso mucho más gráfico que el de los plazos razonables de los procesos penales). Si creemos que podemos decir en una Constitución —ésta es finalmente la idea de la soberanía llevada a la apoteosis— que la vida humana tiene menor dignidad cuando es intrauterina que cuando es extrauterina y consideramos que eso es válido, hay que desmontar todo el aparato de la ciencia jurídica, del ars iuris occidental desde el principio, porque entonces, en sede legislativa, se puede absolutamente todo. En el momento en que decimos que todo se puede, que cualquier cosa es una opción válida desde el punto de vista soberanista que ya hemos observado, podemos desmontar cualquier noción de orden jurídico. Podemos reflejar, más bien, un desorden absolutamente arbitrario y podemos guardarnos, para nuestras tertulias literarias, el concepto de Derechos Humanos, el concepto de dignidad humana y el concepto mismo de civilización. Al final de cuentas no podemos ser tan desarticulados con la función de garantía, segunda faceta del constitucionalismo primigenio, porque si lo somos corremos el riesgo de desarticular —no exagero— absolutamente toda nuestra civilización, y no solamente en sentido jurídico.

Voy a referirme a esta segunda faceta del constitucionalismo. Alguien tenía que meter al Leviatán en su jaula. De eso se da perfectamente cuenta un tipo mucho más sensato, como anglosajón y práctico que era, que se llamaba John Locke. Según Locke, sí hay que suscribir un pacto; por supuesto, tenemos que superar el estado de naturaleza, pero para conservar (esto ya anuncia a Rousseau, pero en un sentido mucho más conservador) una serie de prerrogativas que tenemos en el estado de naturaleza, no solamente su tímido reflejo rearticulado a partir de la presencia del Estado en el contrato de la sociedad civil, sino la conservación de estas prerrogativas en términos de garantía. ¿Qué prerrogativas? Pues, en principio de cuentas, la seguridad, la vida, la propiedad. En este sentido los yankees, como siempre, tuvieron mejor suerte que nosotros, porque su Revolución constitucional fue mucho más lockeana que rousseauniana. Pudieron darse una Constitución dos años antes del estallido de la Bastilla y eso determinó muchísimas cosas. Prácticos como eran —sobre todo Hamilton, sobre todo Jefferson— se dieron cuenta de que hay que garantizar antes de que la soberanía se sobreponga y que desde la sede legislativa pueda desmontarse y crearse un nuevo mundo; garantizar las prerrogativas que históricamente les corresponden como englishmen. Tom Payne es clarísimo al respecto: “No, espérate, a mí me estás poniendo un impuesto —como es conocidísimo— sin representación adecuada, luego entonces Estado y parlamento inglés, como una sola estructura, no me están tratando conforme a las prerrogativas que me corresponden desde incluso antes de la Carta Magna; no me estás tratando como englishman”. Lo que procede es buscar mi felicidad, dice hermosamente el Acta de Independencia de la América anglosajona. Buscar mi felicidad a través del rompimiento con el tirano. El tirano es aquel que puso en entredicho el equilibrio de la Constitución mixta o moderada, del orden jurídico dado en un sentido inglés. Los Founding Fathers son todo menos hobbesianos. Son más bien lockeanos.

Esta idea de Locke es lo que va a tratar de analizar Kant, combinándola con los avances —por así llamarlos— de la Revolución Francesa, en particular con el Principio de Reserva de Ley (Artículo 4° de la Declaración de 1789) y con el Principio de Libertad (Artículo 5°). Al recrear esta idea y combinarla con el Principio de División de Poderes, lo que encontramos en Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, es poder volver a poner al Leviatán en su jaula. Se trata de una idea que es muy sencilla, pero que ha tenido a Occidente de cabeza —y, desde luego, le ha sacado canas verdes a las repúblicas iberoamericanas desde el momento de la obtención de su independencia—. Es la idea de que el poder legislativo tiene límites; de que no puede establecer lo que quiera ni aun en sede constituyente; de que el Poder Constituyente (que sistematizó el abate Sieyès, a partir de la experiencia de la Asamblea Nacional) no es un poder absoluto, no es un poder omnímodo. Cuando se ha entendido de manera totalizante y absoluta, cuando se ha creído que en la Constitución se puede poner cualquier especie, cualquier idea por estrambótica que parezca, en ese momento lo que perecen son las garantías, lo que perecen son los Derechos Humanos asociados a la dignidad y a la condición de todas las personas y lo que empieza a abrirse es una era tiránica, en sentido completamente distinto a la concepción del tirano en la Antigüedad grecolatina, donde éste se pone al servicio de una de las facciones enfrentadas en la polis, o en la Edad Media, es decir, aquel que manipula el orden jurídico.

Aquí el tirano, tras manipular soberanistamente el orden jurídico como voluntad general o como poder Constituyente, es ahora un ente capaz de cualquier cosa, de cualquier disposición, es el Leviatán como nunca lo hubiera soñado en cuanto a poder el mismísimo Hobbes. Es aquel capaz de determinar que es ordenado llevar a seis, siete o veinte millones de personas a los hornos crematorios para su exterminio, con la acusación “leviatanesca” de incapacidad de servir al aparato soberano, al aparato estatal, por condiciones físicas, por condiciones raciales, por orientación sexual, etcétera. Hay que recordar siempre que Adolf Hitler empezó su labor de exterminio por aquellos que consideró ciudadanos sin valor vital.

Hay un librito muy curioso —reimpreso en español últimamente por el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Eugenio Raúl Zaffaroni, con la idea de que nos demos cuenta cuántas barbaridades se pueden decir en nombre del derecho y de la filosofía del derecho— que se llama La teoría del derecho conforme a la ley de las razas; su autor es un jurista alemán que se llamó Helmut Nicolai. Nicolai sostenía algunas lindezas como las siguientes: en el estado de naturaleza los pueblos germánicos tenían la capacidad —porque no se habían mezclado— de entender el ordenamiento jurídico en su sentido puro y duro de justicia. Un buen día se les ocurrió a los pueblos nórdicos mezclarse con pueblos meridionales, en concreto con el pueblo judío, y el pueblo judío trajo el materialismo del derecho romano que se expresa en códigos que proceden de un Estado invasor inferior —el Estado Romano—, y ese materialismo impide que entiendan la esencia del sentido de justicia de los pueblos germánicos. Por lo tanto, hay que expulsarlos de la comunidad para recuperar la pureza del sentido justiciero del pueblo germánico, y si no es posible expulsarlos por las buenas, hay que eliminarlos a todos: judíos, gitanos, latinos, católicos, polacos; todos los que sean incapaces de entender el sentido puro y duro de lo que la Germania estrictamente hablando, antes de la suscripción de cualquier pacto social, entendía por justicia. Quienes no estamos capacitados para ello no merecemos vivir porque somos enemigos del Reich. Es una teoría del derecho un poco peculiar que, por supuesto, calumnia al jurista Friedrich Karl von Savigny y a toda la escuela histórica alemana, pues la malinterpreta, pero entre otras cosas parte de una falsedad enorme, que ya hemos explicado: el orden jurídico romano nunca fue un orden estatalizado, legicentrista, legolátrico ni codificador. Es más, Cicerón y Julio César, que querían un Código Civil, nunca pudieron hacer que los juristas romanos —aquellos del pretor y del ius honorarium— juntaran todas las “disposiciones”, que más bien eran máximas, y codificaran su derecho como hoy, que tenemos un Código Civil con 3,000 o 3,500 artículos y una supuesta, jamás acreditada, “plenitud hermética”. Nunca se pudo hacer eso en Roma. De lo que partió Nicolai y de lo que partió el manifiesto del Partido Nacionalsocialista, en 1920, cuando proscribió ese derecho “materialista y judío”, como dicen, que es el derecho romano, es una falacia absoluta. El Código Napoleón no es derecho romano, por lo menos no en su concepción ni en su configuración legicéntrica.

En fin, por supuesto que no tienen razón estos señores. Destaquemos, simplemente, que lo reduccionista de sus conceptos sobre la omnipotente potestad constituyente es asimilable a la más liberal y jacobina de las interpretaciones de la Revolución francesa. Llevaba razón Carl Schmitt cuando pretendía enfrentar a sus captores tras la Segunda Guerra Mundial: “Condenadme a mí, pero considerad que yo soy sólo el último de la fila, el último filón de la gran tradición de la Iuspublicística europea”.

Volvamos a las revoluciones atlánticas. Esa faceta de garantía que logran asegurar los angloamericanos en su Constitución de Filadelfia es la que habríamos podido obtener para el constitucionalismo iberoamericano si le hubiéramos hecho caso, o mucho más caso, no a las Cortes de Cádiz, no, por supuesto, a las “Cortes” que reunió Napoleón en Bayona, sino a personajes como José María Morelos o como Bernardo O’Higgins. Una noción de garantía que se sobrepone a la de la soberanía del legislativo. Nuestro constitucionalismo quedó marcado por eso, por la ausencia de lectura de Locke o, por lo menos, porque no supimos integrar a Locke en nuestro juego de división de poderes. Muchísimos nombres y muchas constituciones se dan cita aquí. En fin, de lo que se trata es de entender cómo se articuló políticamente, por un lado, el territorio de lo que fue la Nueva España y, por otro lado, el haz personal del orden jurídico, es decir, lo que se llamó en su momento República de indios, República de españoles y esa zona de indefinición de castas: mulatos, pardos, pero también mestizos, es decir, la mayoría de los habitantes del país hacia 1808; la articulación política del factor humano, de la persona y la articulación política del gobierno. Empiezo por aquí.

El primer problema que enfrentamos los mexicanos, y en general los iberoamericanos, en general los hispanos, es el de la acefalía de la monarquía. Se dice fácil, pero de repente amanecemos con la noticia —que además se tardaba en llegar, por lo menos más que a Venezuela, cosa que no fue en forma alguna inocua para efectos de las Guerras de Independencia— de que Carlos iv ya no es rey, pero tampoco lo es su hijo Fernando VII; de que los dos se fueron, quizá secuestrados, pero en realidad muy felices, con Napoleón a suscribir unos pactos verdaderamente abyectos en los que la dinastía quedaba completamente olvidada, para pasar por las manos de un árbitro, nada más y nada menos que las manos arbitrales del tirano de Europa, enemigo de la fe. Eso se nos olvida con demasiada frecuencia. No se podía ver a Napoleón sino como el General Vendimiario en ese momento, el enemigo de la fe católica y del papado. Eso está muy claro en los munícipes de México en 1808, en los conspiradores de Valladolid en 1809, en Allende y en Hidalgo en 1810. Para ellos, Napoleón es la bestia negra. Hay que combatirla en nombre de la fe. Además, los jesuitas habían sido expulsados, no por Napoleón, sino por los precedentes de ese regalismo napoleónico protoilustrado, y en la Nueva España eso no podía ser visto sino como una revolución contraria a las esencias de lo que José María Portillo ha llamado la “nación católica”. Así, la situación es de acefalía, de falta de encabezamiento. Rey más reino igual a comunidad política. Si falta el rey no hay comunidad política (esto también lo supo ver Bracton y lo sistematizó muy bien la Edad Media). Si no tenemos rey a quién obedecer, no hay nada qué hacer con nuestro reino más que buscarle una nueva cabeza y sujetar esa cabeza al ordenamiento jurídico dado, preestablecido, inmanipulable.

Cuando uno analiza lo que se discutió entre el verano y el otoño de 1808 en la Ciudad de México, lo que se encuentra es esta idea. No hay rey. No queremos que José Bonaparte sea nuestro rey. Lo que queremos es que el reino tenga cabeza. Vamos a juntar a un Congreso de las ciudades y villas de la Nueva España para que decida si el alter ego del rey, el virrey Iturrigaray, es la cabeza adecuada o, por lo menos, si lo es en este momento de trance, de transición o si de plano hay que nombrar una nueva dinastía que nos gobierne en nombre de Dios y de la monarquía católica hasta que regresen sus legítimos reyes a la Península, y en una de esas la independencia se vuelve un hecho consumado del cual ya no se pueda volver. Esto es lo que se ha dado en llamar autonomismo; aunque es inexacto el término, como ha probado la doctora Jiménez Codinach, puesto que nadie habla de autonomía, se habla de independencia del reino, pero en este sentido figurado de que falta la cabeza y de que un reino sin cabeza o un rey sin reino, sin cuerpo, es una cosa absolutamente inconcebible, sin sentido, absurda, atroz y contraria al orden de las esferas.

La conciencia de la acefalía que es muy perceptible en Nueva España, quizá más que en Sudamérica, viene a ser una conciencia (como luego va a decir el Acta de Independencia) de que antes sí teníamos una cabeza, sí teníamos forma de darnos nuestras propias leyes, sí teníamos una dinastía legítima gobernándonos. Es decir, es la idea que va a configurar la articulación política de nuestro gobierno: el imaginario presidencial en el que todavía estamos inmersos y que lleva ya mucho tiempo fracasando por todos los flancos; es una barca que hace agua por los cuatro costados. Porque también frecuentemente creemos que nuestro sistema presidencial está calcado del estadounidense, como decía Lorenzo de Zavala, de una mala copia de la Constitución de Filadelfia que utilizaron los constituyentes del 23 y 24. Esto es también un sinsentido. La Constitución de Estados Unidos, la Constitución de Filadelfia, tiene una serie de pesos y contrapesos al propio sistema presidencial de la cual carecen nuestras constituciones. Y, desde luego, desde 1911, puesto que la elección del Presidente de la República es una elección directa, sin colegio electoral, se carece también de ese contrapeso. Lo que tenemos es un presidente o bien fuera de borda, o bien sumamente acotado por las fuerzas que funcionan en el Congreso, y ahora, más recientemente, también por lo que opera dentro del Poder Judicial. A decir verdad, el sistema presidencial es un sistema que ha funcionado en un país de Occidente, que se llama Estados Unidos, y que los países iberoamericanos hemos imitado, aquí sí extralógicamente y sin hacernos cargo de todas sus consecuencias, con muy malos resultados.

Del otro lado, se podría pensar, como la Convención de Aguascalientes (1914) lo pensó en su momento, en un sistema parlamentario. Pero tenemos muy malos ejemplos. Hoy, cuando observamos la situación en la que se encuentra España, con un gobierno sin funciones desde hace meses, sin capacidad para articular una mayoría que gobierne, y ofrecemos para salir de la crisis política de nuestros países el sistema parlamentario, inmediatamente a todo mundo, y comprensiblemente, se le ponen los pelos de punta. Nadie quiere un gobierno así de inarticulado, porque el tema del sistema parlamentario y el sistema presidencial es un tema que está asociado a la forma en que entendemos la división de poderes. Para ser más claro, en un sistema parlamentario no es que estén divididos los poderes y que se imponga el parlamento. No, lo que pasa es que no hay esa suerte de diferencia o distinción entre los poderes. El gobierno, la administración, deriva directamente de la mayoría, o de la coalición que logre una mayoría en el parlamento, y la relación es recíproca y muy cercana, a grado tal que cuando pierde la confianza de la mayoría en el parlamento, el gobierno simple y llanamente desaparece, o cuando el gobierno considera que ya no se puede gobernar con ese parlamento, disuelve las Cortes y convoca nuevas elecciones con objeto de formar una nueva mayoría. Este asunto fue el que no se supo entender en nuestro constitucionalismo de la Independencia. Esto fue lo que trató de explicarle una y otra vez el cura Morelos a su paisano —porque era de Tlalpujahua, Michoacán— el licenciado Ignacio Rayón. El asunto de la necesidad de una división de poderes más al estilo de Kant (o, quizá, en una lectura mucho más probable de don José María Morelos, de Altusio), en el sentido de que los principios de gobierno podían discurrir por una limitación extrínseca de los poderes que distinguiera perfectamente la esfera de lo administrativo de la esfera de lo legislativo.

Esto es lo que las Cortes de Cádiz tampoco entendieron. Establecieron una asamblea omnipotente, capaz de determinar incluso que había españoles que no tenían que ser ciudadanos porque ello no le convenía a los “derechos de la Nación”. Aquí resulta que los Derechos Humanos no son de los humanos, son de las Naciones. ¿Y qué son las Naciones? Lo que yo digo que son Naciones. ¿Y quién eres tú? La mayoría parlamentaria. ¿Y qué mayoría parlamentaria? Los liberales. ¿Y qué liberales? Los peninsulares. ¿Los liberales peninsulares de qué parte de la Península? Los asturianos. ¿Por qué? Porque nosotros estuvimos en Londres; nosotros sí sabemos lo que es el derecho, ustedes no. ¿Y las Indias? Pues son un lugarejo. Como decía fray Servando Teresa de Mier, que era de Monterrey, muy socarronamente: vas a España (todavía pasa en ocasiones) y dices “Soy indiano, soy de Nuevo León” y alguien te responde “¡Hombre!, salúdeme mucho a mi primo, Joselito, que pasó al Río de la Plata hace unos años, seguramente lo conoce usted”, como si las Indias fueran cualquier lugarcito mínimo, decía fray Servando, como si Monterrey estuviera ahí pegadito, ya no digan ustedes a Guadalajara, a Buenos Aires. Ésa fue la situación de las Cortes de Cádiz. Ésa es la disputa por el Nuevo Mundo que estudia Antonello Gerbi.

En esa situación de ignorancia un poder legislativo, un poder constituyente, literalmente creó un mundo. Se celebra a los constituyentes de Cádiz como quienes nos enseñaron a ser liberales, como quienes nos enseñaron la división de poderes. La verdad es que no había tal liberalismo ni tal división de poderes. El proceso político pasaba absolutamente por las Cortes de la monarquía y el rey se convertía en poco más que un títere en manos de las Cortes: justo el esquema que deseaban para México el licenciado Rayón y los constituyentes de Apatzingán. Cuando Fernando VII —que era impresentable, que era terrible— regresa de su cautiverio en Valençay, disuelve las Cortes y declara nula e insubsistente la Constitución de Cádiz, no procede de manera inconsecuente, sino que está reivindicando la tradición absolutista, superadora de la idea medieval del orden jurídico dado e intocable en términos de una monarquía que lo puede todo (la dinastía borbónica) y que, según entiende, está siendo subvertida a través de un proceso que se ha conducido por una nueva soberanía que no garantiza la estabilidad de la monarquía. Se acabaron las Cortes, y los diputados más avanzados, como el padre Miguel Ramos Arizpe, van a la cárcel. Eso es lo que hizo Fernando VII. Es una bajeza, por supuesto. Es de una ingratitud enorme, desde luego, pero no es una inconsecuencia en cuanto a su imaginario político. Lo que será una inconsecuencia, que servirá mucho a nuestra Independencia por cierto, será el restablecimiento de la Constitución que le arrancan a Fernando VII los coroneles alzados, Quiroga y Riego, en 1820.

Volvamos a la articulación del gobierno. Está claro que nuestra tradición tenía que ser presidencial si le hacíamos caso —como finalmente le hicimos, pero pasaron muchísimas desgracias— al esquema que plantea José María Morelos en el Reglamento del Congreso de 1813. Es una auténtica Constitución, que no ha sido leída como tal. Nuevamente, a quienes hoy se celebra es a los constituyentes de Apatzingán; los constituyentes de Apatzingán que —entre otras cosas— causaron que Morelos perdiera la Guerra de Independencia. Así de claro. El Decreto constitucional de Apatzingán —que tuvo muchas virtudes, una de ellas la de considerarse no una Constitución, sino un decreto provisional— establecía una articulación del gobierno completamente centrada en la soberanía del Congreso. Es más, ni siquiera fue claro en el sentido de si el triunvirato ejecutivo iba a gobernar en nombre o no de Fernando VII. Tampoco es una Constitución republicana. En cambio, Morelos sí que se precave muy bien, en el Reglamento de 1813, de las ambiciones de un Congreso que se pudiera sentir omnipotente. Insisto, apenas establecido el Congreso de Anáhuac —con el Te Deum correspondiente en la iglesia de Chilpancingo—, Morelos proclama los Sentimientos de la Nación, la parte dogmática o, si se quiere, un listado de derechos para la Constitución, cuya parte orgánica vendría a ser el Reglamento del Congreso. Uno puede pensar que era un simple ordenamiento para regular cómo discutirían los diputados. No, no sólo era eso. El Reglamento del Congreso de 1813 divide, distribuye los poderes. Morelos se guarda, con mucha habilidad, la titularidad del encargo del poder ejecutivo. Dice: el Generalísimo de las Armas, que va a ser nombrado por la oficialidad (es decir, no por los diputados; no va a ser un correveydile del Congreso) del Ejército Insurgente, tendrá asimismo la titularidad del Poder Ejecutivo. Claro está, la potestad administrativa para conducir la guerra. Esto al licenciado Rayón —que era un tipo muy bien intencionado y un buen jurista— verdaderamente le hizo eco por todos lados. Una y otra vez lo confesó en sus cartas. Es más, cuando cae Morelos en desgracia, después de los desastres de Valladolid y de Puruarán, le escribe a su hermano Ramón: Mira, este grande hombre —casi burlándose de él—, cómo ha quedado. Pero no hay que burlarse de él ahora que la suerte le ha dado la espalda. Morelos dice: el Congreso hace esto, el Poder Ejecutivo —en manos del Generalísimo— va hacer esto, va a conducir la guerra. Pero, además, va a haber un factor de tímido control de la constitucionalidad (en el Artículo 27 del Reglamento del Congreso de Anáhuac): este precepto establece que como el Generalísimo de las Armas, por el mayor conocimiento de las tierras, pueblos, lugares y gentes que ha tenido por sus experiencias de guerra (yo diría, no sólo por sus experiencias de guerra; el señor también era un microempresario, era un cura de Tierra Caliente michoacana; el señor sabía cómo se hacía dinero y cómo se construía; Morelos era un tipo maravilloso ), él tiene mayor conocimiento de las circunstancias —eso es lo que está diciendo— y se detendrá el cúmplase al que se refiere el Artículo 25 (que no es más que la típica disposición de “cuando el Congreso decrete una disposición el Ejecutivo mandará que se publique y se cumpla”) y se representará en contra de esta disposición cuando se considere injusta e impracticable (¿ante quién?, no se sabe; no ante el Poder Judicial, pues no se dice con esa claridad, aunque sabemos que después se va a establecer un Tribunal Supremo en lo que hoy es Ario de Rosales, Michoacán). Injusto o impracticable debe entenderse como contrario a las circunstancias, contrario al orden jurídico dado, inmanipulable, indisponible. Morelos leyó muy bien a Juan Altusio, quizá incluso a Bracton. No es un rousseauniano. Yo sé que siempre nos pintan al cura Hidalgo con su Contrato social en la mano. Eso es una deformación decimonónica. Lo que aprendieron estos señores en los seminarios, en el Colegio de San Nicolás, fue un contractualismo completamente distinto. ¿Cuál será la ley injusta o impracticable? Bueno, el genio de Morelos es tal que hay que ir a la parte, que he llamado dogmática, de su orden constitucional, a los Sentimientos de la Nación. He ahí una hermosa definición de lo que es una ley justa y practicable. Sentimiento de la Nación número 12: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte el Congreso han de ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte aumenten el jornal del pobre, que alejen la ignorancia, la rapiña y el hurto”. Para concluir, si el Congreso dictaba una mala ley, que no moderara la indigencia y la opulencia, que no obligara a constancia y a patriotismo, que no alejara la ignorancia, la rapiña y el hurto, el Generalísimo de las Armas, titular del Poder Ejecutivo, podía representar (creemos que ante el Tribunal de Ario, aunque no lo sabemos a ciencia cierta) y detener el cúmplase.

De nuestro orden jurídico indiano, tan criticado y que nos enseñan tan mal, siempre sacamos conclusiones sociológicas extrapoladas. El “obedézcase, pero no se cumpla” implica que los españoles nos enseñaron a violar las leyes. Suena bonito, pero no se sostiene jurídicamente por ningún lado. El “obedézcase, pero no se cumpla” es un recurso que se presenta ante el Real y Supremo Consejo de Indias para atacar a una ley que es dictada desde Madrid, o antes desde Valladolid, y que es una ley que no tiene que ver con las circunstancias propias de las Indias. Hay una ley que se acata porque se respeta la figura presidencial, la figura del jefe de Estado, se respeta al rey; se obedece, pero no se cumple, no se completa la disposición hasta que el Consejo de Indias afirme que el legislador tenía la razón y mantenga que estamos ante una ley aplicable, ante una ley “justa y practicable”. Eso es lo que está diciendo Morelos en su Reglamento y ése es su atisbo de control de la constitucionalidad, que no volverá a aparecer entre nosotros sino hasta el Supremo Poder Conservador de 1836 y el juicio de Amparo yucateco de 1841. Por decirlo de una forma un poco exagerada, el recurso prescrito por Morelos es nuestro Marbury versus Madison guerrerense. Lástima que no parece haber tenido aplicación práctica.

 

* Conferencia impartida en el ITESO, el 18 de octubre de 2016, en el marco del v Encuentro El humanismo y las humanidades en la tradición educativa de la Compañía de Jesús. Hacia el centenario de la Constitución: Reflexiones históricas, jurídicas, sociales, éticas, políticas.

** Director General del Instituto Nacional de Ciencias Penales. Consejero en el Consejo Consultivo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Email: estrada_rafael@hotmail.com

[1] La conferencia debe la casi totalidad de sus fundamentos conceptuales a los escritos de Maurizio Fioravanti, en especial a Constitución: de la antigüedad a nuestros días. Hay traducción castellana en Trotta, Madrid, 2001. En lo que a México atañe, el hilo conductor de la profunda y prolija obra de la profesora Guadalupe Jiménez Codinach es más que apreciable.