La justicia como punto ciego mexicano

Luis Alberto Herrera Álvarez[1]

 

Recepción: 1 de junio de 2017
Aprobación: 10 de julio de 2017

 

Resumen. Herrera Álvarez, Luis Alberto. La justicia como punto ciego mexicano. Para Luis Alberto Herrera, la existencia del mexicano transcurre en una cotidianeidad donde no se hace cuestión de la justicia, dado que la da por supuesta. Se vive, entonces, como uno de esos inquilinos del “mundo interior del capital” que dispone ya de una infraestructura factual de justicia, sin darse cuenta de que carece de ella. Lo embozado en el devenir de los mexicanos es una deficiencia de hondura radical sobre lo justo, puesto que se reduce a la significatividad pre–comprendida desde la que se proyectan las posibilidades existenciales y que no ha llegado a acercarse a la conceptualización moderna de lo justo qua derecho, al cumplimiento de la ley como vía de realización del interés propio y, menos aún, del colectivo. Siendo así, el Leviatán que se creyó confeccionar como objetivación de una razón autonomizada, antes que ser un instrumento que opera por cuenta propia para la ejecución de la justicia, ha resultado un espantajo/esperpento que la obstaculiza.
Palabras clave: Justicia, léxico último, México, Estado de derecho, criminalidad, moral.

 

Abstract. Herrera Álvarez, Luis Alberto. Justice as the Mexican Blind Spot. In the view of Luis Alberto Herrera, Mexican existence unfolds in a day–to–day context where justice is not an issue, since it is taken for granted. Life runs its course, then, as it does for one of those residents of the “inner world of the capital” that already has a fully–formed justice infrastructure without realizing that justice is precisely what is missing. What is obscured in Mexicans’ path going forward is a gaping deficiency in fairness, inasmuch as it is reduced to the pre–understood meaningfulness from which existential possibilities are projected, a meaningfulness that has not yet managed to approach the modern conceptualization of fairness qua right, compliance with the law as a way to pursue one’s own interest, much less the collective interest. In this sense, the Leviathan that was seen as a manufactured objectification of an autonomized reason, rather than an instrument operating on its own for the execution of justice, has proven to be a scarecrow/burlesque that gets in its way.
Key words: justice, last word, Mexico, rule of law, delinquency, morality.

 

Es difícil emprender una reflexión sobre la justicia que pueda prescindir de la posibilidad misma de su objetivación porque en cuanto se la piensa aparece la arista implícita del ineludible reto de su realización. Como si el significado mismo de la palabra demandara su encarnación factual para tener o desplegar un sentido pleno. Por eso, la exégesis de la justicia, cuando se hace desde México, no puede más que estar mediada por un cariz de peculiar complejidad sobre una tarea ya de por sí agobiante desde cualquier lugar, aun el más “próspero”.

El fracaso del proyecto moderno–humanista aun con alcances universales —entiéndase el de Occidente—, presenta, como no puede obviarse, atributos específicos en nuestro país. Estos atributos se concretan en dinámicas locales y contingentes que derivan de la malograda visión del mundo moderno–humanista. La explicitación de tales expresiones en el entorno inmediato, empero, envueltas por ese sueño que no termina de desfallecer, puede servir al intento de una reflexión de la justicia desde nuestras condiciones particulares.

La posibilidad de pensar la justicia apenas y halla cabida en el México de hoy, como si estuviera cancelada para el discurrir diario de la inmensa mayoría de los mexicanos, o peor aún, y esto es fundamental para este abordaje, como si fuera un tema resuelto. ¿Reflexionar sobre justicia en un momento como éste, en el que buena parte de la sociedad está volcada sobre las imágenes seductoras y destellantes de sus pantallas —sus reales extremidades—, absorta y entretenida, donde cada quien deviene en una existencia capsular dudosamente interconectada con la de otros, mediante vínculos comunicativos más bien afectados de liviandad?

No obstante, es posible hacer la exégesis de uno de los obstáculos que, en mi perspectiva, dificultan sobremanera la reflexión de la justicia, su tematización por un mayor número de personas en el país, que suscite un mayor interés, y ello es el objetivo de este ensayo.

La comprensión de la justicia qua derecho es una de las dos objetivaciones que adquiere la razón en su despliegue moderno —junto con la ciencia—. La razón es, en efecto, principio ordenador de lo real y, por tanto, principio normativo de lo social; así, por una sociedad con derecho habrá que entender una sociedad justa. El Estado de Derecho es un Estado con justicia, por lo que aquél es, por tanto, condición de posibilidad para ésta.

El Estado de Derecho no es otra cosa que la objetivación de la justicia, su realización en tanto producto de la vigencia de aquel entramado de sentidos en forma de mandatos; por lo menos, eso es lo que suponía el proyecto moderno–humanista. Sabemos, sin embargo, que fue en el corazón mismo de esta figura estatal donde se desarrolló uno de los fenómenos que condujeron, a la postre, precisamente al fracaso de lo justo desde ese modelo moderno: el de la autonomización de la razón.

La viabilidad de ese esquema de sociedad justa —igual que todo el mundo moderno que la recubre— hallaba su puntal en ese delicado equilibrio entre la convicción humanista y la razón —fincada, a su vez, en los brazos del derecho y la ciencia—, empero, la consolidación del Estado de Derecho, antes que haber concretado aquel proyecto —como se suponía haría—, terminó volviéndose el escenario factual desde el que la razón dinamizó su curso centrífugo y se desvinculó del impulso humanista; fue desde ahí que escapó —y sigue escapando— de la órbita que priorizaba la libertad, la individualidad del sujeto y, por consiguiente, la justicia, hacia un espacio de pura ilimitación.

La idea del Estado de Derecho suponía una estructura que alojara las convenciones o creencias establecidas en materia de conducta social, pero más importante aún, que las conservara y preservara como en una vasija en medio del devenir de la sociedad, si bien no de manera completamente hermética —lo que es imposible—, sino con una permanente flexibilidad y adaptabilidad, las mismas que demanda la propia historicidad constitutiva de todo lo humano.

Es observable, por lo tanto, que el Estado de Derecho, en tanto ese plexo de sentidos, reglas e instituciones que debía ser capaz de garantizar el orden y funcionamiento de las sociedades bajo la premisa de la justicia, dispone de un atributo fundamental para cumplir con ese cometido: la capacidad de funcionar por su cuenta, un carácter automatizado que le da, podría decirse, vida propia. Las leyes y las reglas no sólo norman la vida social al exterior de las instituciones, sino también al interior de ellas, de su propia estructura y operación —leyes orgánicas—, puesto que una institución, se piensa, debe trascender al hombre.

De esta manera, el Estado de Derecho objetiva la pretensión del hombre —explicitada desde Hegel— de racionalizar su mundo, y hace manifiesta su necesidad de buscar y hacerse de instrumentos que operen por sí solos para resguardarlo —en la medida de lo posible— de la amenaza de lo contingente, lo incalculable; en efecto, es una maquinación concebida para que, con algo de cuerda inicial, pueda seguir sin posteriores intervenciones mayores de sus creadores.

Por ello, a esa razón autonomizada que, desvinculada del impulso humanista, se olvidó del rumbo de la justicia, hay que mirarla concretada no sólo en una ciencia que avanza regida por sí misma en tanto mero instrumento vaciado de criterios éticos, sino también en aquel artefacto estatal que acabó funcionando y mandando con poder manifiesto, pero dirigido más por la inercia de su maquinaria misma que por metas y contenidos conscientemente liberalizadores.

Es aquí como comienza a surgir la forma del obstáculo peculiar en México para la justicia y, primero que nada, para el despliegue de su reflexión y la tematización de su posibilidad.

En efecto, es entendible que, de cierta forma, el hombre moderno haya buscado explícita o implícitamente dejar de ocuparse cotidianamente de lo justo, mediante la consolidación de un instrumento —el Estado de Derecho— capaz de trabajar por sí solo, y es entendible también, por ello, que ahí donde logró echar a andar al Leviatán haya perdido fuerza, aun vigencia, el pensar la justicia, puesto que lo que se da por supuesto es que se cuenta con ese artificio que camina por cuenta propia y que sirve para eso. Mientras menos tematizado está ese entramado de sentidos e instituciones confeccionado por el hombre —y el razonamiento contractualista como fondo posibilitante—, más pruebas hay, parece decirse, de su eficacia. La preocupación por la justicia qua derecho no tiene cabida ahí donde ese gran artefacto existe, así como la bóveda del cielo no tiene por qué sorprender a nadie. Cuando el derecho se vivencia como una segunda naturaleza el hombre queda “liberado” para ocuparse y perderse en sí mismo, para volcarse a su propia existencia sin mayores obligaciones de empatizar con los otros. Ahora puede concentrarse, sin remordimientos, en sus querencias, abrir las alas y dejarse llevar por lo más superficial, planear sobre sus aguas, puesto que antes se hizo cargo y resolvió el fondo que norma y ordena lo social. Ahora su atención está en sí mismo, pues ya antes se ocupó de los otros, de la cosa pública.

A esta manera de experimentar la existencia ya con el supuesto de un constructo de sentidos e instituciones operando implícita pero también explícitamente, podría considerársele como una región de lo que Peter Sloterdijk llama el “mundo interior del capital”, entendido como ese espacio de significados tan esencialmente apropiado por el hombre, tan naturalizado por él y su percepción, que termina por difuminar las fronteras de su inmediatez, ahí “el flujo del alma puede elevarse hasta un sentimiento de coherencia oceánico, un sentimiento que podría interpretarse plausiblemente como repetición de la sensación fetal en un escenario exterior”.[2]

Es cierto, empero, que cuando Sloterdijk habla del “espacio interior de mundo del capital” prioriza la mediatización de la existencia por lo económico:

[…] hay que comprenderlo como expresión socio–topológica, que se introduce aquí para la fuerza creadora de interior de los medios contemporáneos de tráfico y comunicación: circunscribe el horizonte de las oportunidades —que abre el dinero— de acceso a lugares, personas, mercancías y datos; de oportunidades que hay que deducir, sin excepciones, del hecho de que la forma determinante de subjetividad dentro de la Gran Instalación está determinada por la disponibilidad de capacidad adquisitiva.[3]

Pero aun así, no parece viable que la experiencia de ese “mundo interior del capital” pudiera prescindir del supuesto de que está operando el plexo de sentidos, normas e instituciones que es el Estado de Derecho y que, finalmente, está implicado consustancialmente con el mercado.

Ahora se puede ya explicitar finalmente eso que obstaculiza a la justicia y su pensamiento en el país: a saber, que esa manera de abrir el mundo antes descrita, propia más bien de los países con condiciones factuales eminentemente modernas, opera en la sociedad mexicana. La existencia de los mexicanos se proyecta sobre el mismo horizonte de posibilidades de las sociedades que disponen ya de la infraestructura factual de “bienestar” que ofrece un país “desarrollado”, y que han abrazado lo moderno con todos sus contenidos. Los mexicanos están absortos igualmente en la entretenida y benévola frivolidad de la cotidianidad moderna, aquella que emboza —o intenta hacerlo— la finitud y las limitaciones constitutivas de lo humano, su esencial precariedad y la carencia de rumbo, aun su muerte en tanto que posibilidad insuperable y siempre presente; yacen perdidos entre vivencias con inagotables y deslumbrantes satisfactores, no obstante que todos están transidos por la fugaz arcilla de lo material, por la falta de hondura, y caminan entre destellos de felicidad con —se ruega— el menor intervalo posible, para evitar el anuncio de la incertidumbre, la inseguridad y el agobio que nunca se van del todo. Se vive con “el rasgo fundamental del management del bienestar en el gran invernadero: la subordinación de lo necesario a lo superfluo”.[4]

Entre los mexicanos impera una interpretación del mundo como si, en efecto, fueran inquilinos de ese “gran invernadero” que describe Sloterdijk, de la misma manera que lo haría el habitante de un país considerado “potencia”. Pero esa instalación, si bien puede tener una operación universal en tanto que forma de apertura del mundo pre–comprendido, resulta extremadamente limitada, restrictiva y aun elitista en tanto que infraestructura factual de desarrollo y bienestar.

México deambula, por lo tanto, como si ya antes hubiera resuelto el fondo donde se anuda la convivencia de una sociedad. Vive, así, embelesado en las pequeñas delicias de la cotidianeidad, pero sin haber superado las dificultades de la construcción del hogar propio. El mexicano se supone existiendo dentro de aquel castillo del mimo de Sloterdijk, así aprehende la vida, pero sin contar con el piso, las herramientas y, lo más importante, el plexo significativo de los que dispone un residente pleno de aquel. El país no ha podido hacer suya la apuesta factual por el bienestar moderno, pero sí sus otras caras, como esa “disposición colectiva a un consumo mayor”. En palabras de Sloterdijk: “la frivolidad de las masas es el agente psicosemántico del consumismo. En su florecimiento puede apreciarse cómo la despreocupación consigue la posición de lo fundamental”.[5]

Abona a esa experiencia engañosa el que en México imperen en su narrativa pública esos grandes términos universales propios de lo moderno que cuestiona Rorty (“la metafísica está inserta en la retórica pública de las sociedades liberales modernas”[6]), pero habrá que decir que, si bien esto mismo sucede en países “desarrollados”, estos conceptos sí forman parte genuina de su “léxico último”[7] —el bien, la justicia—, o al menos, operaron, con sus alcances y límites, en la concepción de su institucionalidad, y aunque no dejan de ser meros significados contingentes, les resultan propios y conforman su visión de la realidad. En cambio, en México se articulan esos universales en la narrativa pública como si alguna vez, en verdad, sus significados hubieran sido asidos y aprehendidos enteramente por su sociedad, y por las esferas que le derivan, como la política.

No se habla aquí tan solo, por ello, de meras leyes, normas o instituciones de derecho del plano fáctico, sino de la propia significatividad pre–comprendida que posibilita, o no, la interpretación de los sentidos fundamentales de lo moderno. La concepción de la justicia como una vía de acceso para concretar el bien de cada cual es simplemente ajena al país. El derecho —la legalidad— aquí, muy lejos de ser comprendido como objetivación de la justicia, se intelige como su contrario: un obstáculo para el interés propio. Para que la ley traiga un beneficio hay que negarla, violarla. Es revelador que aunque la conceptuación de la justicia moderna apela al interés individual —antes que al común directamente—, no es efectiva ni ha podido enraizar en México.[8]

Baste ver las imágenes de poblaciones del país que han adoptado modos de vida completamente fuera del y contrarias al Estado de Derecho y, por ende, a la justicia conceptualizada desde lo moderno. El robo de hidrocarburos es un ejemplo. Colectivos ingentes de personas decididas abiertamente, sin el menor afán de disimulo, a impedir el establecimiento de un modelo de orden social que no convence. Síntomas de una sociedad que no termina por empuñar los significados de lo moderno, igual que el imparable crecimiento de una criminalidad que no se cansa de matar, igual que la expansión de organizaciones delictivas a lo largo y ancho de la República, con miles y miles de mexicanos de cualquier estrato social dispuestos a nutrirlas, y que, en tanto “poder–ser”, optan por una posibilidad radicada en la violencia, el dolor, el daño al otro. Si Rorty supone que el objetivo de reducir el dolor es lo único que vincula y puede solidarizar realmente a los hombres, “que lo que le une con el resto de la especie no es un lenguaje común sino sólo el ser susceptible de padecer dolor”,[9] qué pensar de un país que superó los 170 mil homicidios en la última década.

Por eso nos resultan tan lejanas las definiciones que acuña John Stuart Mill del hombre justo que no resiente la afectación a su interés más que cuando lo trasciende y alcanza al bien común: “Las personas justas rechazan los daños causados a la sociedad, aun cuando ellas no resulten en modo alguno lesionadas, y no rechazan un daño que se les cause a ellas personalmente, por penoso que sea, a menos que sea de un tipo cuya represión interese tanto a la sociedad como a ellas particularmente”.[10] Mill describe a un hombre en cuyo cálculo vital para su existencia se actualiza no sólo el interés propio sino también el social. En México no es posible siquiera disponer del espacio público —el de todos— de la calle, sin que otro que se lo ha “apropiado” exija un pago por utilizarlo, y ni qué decir de la criminalidad que expolia desde el negocio más pequeño hasta los grandes consorcios y los recursos estatales como los mismos hidrocarburos.

Así pues, esa necesidad moderna de disponer de instrumentos con funcionalidad propia le juega una mala pasada a la sociedad mexicana, que da por supuesto que es una de las invitadas del “mundo interior del capital” y su reino del mimo; que su Estado de Derecho —si es que así puede llamársele— tiene la misma eficacia que la de un país fáctica y esencialmente moderno, cuando esto no es así. La propia operatividad que muestra el Estado mexicano, no sólo por su profunda debilidad en ciertos sectores y aun en ciertas geografías, sino por lo extendido de su nativa corrupción —que no es más que su negación, su no ser—, hace dudar de si es, en efecto, eso, un Estado moderno.

De esta forma, si los habitantes de los países llamados “desarrollados” se han ganado el derecho a su desilusión, a su frustración y aun al aburrimiento ante un proyecto moderno–humanista que fracasó, y no trajo la justicia esperada, no puede decirse lo mismo de los que residimos aquí, puesto que, en todo caso, se estaría decepcionado de aquello que ni siquiera se ha conocido ni experimentado del todo. Quizá sería bueno, o al menos novedoso, si los mexicanos pudieran tener una probada de esa indiferenciada y fría cosificación que trae la razón, en tanto derecho, cuando trata a todos los ciudadanos por igual, y sin reconocer ninguna particularidad en ellos, puesto que lo que se tiene en México son leyes que se aplican, cuando se aplican, de forma diferenciada, con una sórdida y fulminante severidad para los más pobres y sin posibilidades de defensa, los que no gozan del favor del poder político–económico, mientras que para los que sí lo gozan es un trato benévolo, complaciente y aun omiso.

Será acaso que los mexicanos no han experimentado siquiera lo que es ser concebidos como puros contenedores de satisfacciones[11] que describe Martha Nussbaum, por parte de la racionalidad económico–utilitarista, dado que antes que como receptáculos vacíos, prestos a recibir, más bien son tratados como ánforas de riqueza, cierto que unas más grandes y explotables que otras, pero todas con posibilidades de dar y servir a la extracción de bienes propia de la corrupción.

En ese sentido, habría que darle la razón a Rorty cuando parece constreñir la reflexión del bien, la justicia y la verdad qua conceptuaciones modernas, a las sociedades que cuentan con las condiciones fácticas de un país desarrollado (“una sociedad liberal es una sociedad que se complace en llamar ‘verdadero’ [o ‘correcto’ o ‘justo’] a lo que sea resultado de una comunicación no distorsionada, al punto de vista que resulte triunfante en un combate libre y abierto, sea ello lo que fuere”[12]).

Y siendo así, algo tendría de absurdo el pretender lamentarse desde México por el desfiguramiento de un proyecto moderno–humanista que, en realidad, nunca conoció ni fue suyo a plenitud. El mundo moderno confecciona, sin duda, ganadores y perdedores, pero quizá algo más: estos extraños espectadores, entre los que se halla nuestro país, que definitivamente no forman parte de los primeros, pero tampoco completamente de los segundos, aunque sí de un confuso limbo, una nada, donde no se tiene la miseria de los países más marginados, pero tampoco se goza de las mieles del capital y el orden que da el Estado moderno y, empero, le quedan a la vista. Es un devenir que languidece a medio camino entre esos dos polos —el vencedor y el perdedor— y cuyo léxico no comparte del todo, por lo que las posibilidades que abre para la existencia, para el ser, aunque son en apariencia similares a las del mundo moderno del capital, no ofrecen los mismos contenidos y, por tanto, no son auténticas.

Quizá desde el planteamiento de Sloterdijk podría decirse que la condición de México no es la de ese tercero, simple espectador del “gran invernadero”, sino, en efecto, la de un perdedor o marginado —como tantos—, pero ciertamente dentro del mismo “mundo interior del capital”. Algún pequeño mar de ese océano de pobreza: “Quien dice globalización habla, pues, de un continente artificial dinamizado y animado por el confort en el océano de la pobreza, aunque a la retórica afirmativa dominante le guste hacer suponer que el sistema de mundo está concebido esencialmente como omni-inclusivo”.[13]

Lo que aquí se subraya, sin embargo, es que vale la pena dudar que México esté real y totalmente integrado a ese mundo, aun en una región de expoliación, cuando ni siquiera tiene asumida ni operando toda su significatividad, ni la integra en el nivel de radicalidad propio de un léxico último —el credo moderno— funcional. Se sigue, pues, que la condición de marginalidad de México, antes que meramente factual —económica, social y política—, resulta de una hondura mucho mayor, puesto que alcanza al mismo fondo posibilitante de interpretación y experimentación de lo real.

Hay signos claros de esto con efectos relevantes. La falta de la identificación de la justicia con el derecho —la legalidad— en México, y de ésta como vía de concreción del interés propio y, por tanto, del común, no es un fenómeno que afecte sólo en el plano estatal. Antes bien, da forma a las dinámicas sociales más cotidianas dado que la justicia, es cierto, es la única moral asible para el hombre de hoy, en tanto método de valoración extrínseca de las acciones. De ahí que cuando sectores de la sociedad mexicana se develan ajenos a la comprensión cabal de lo —modernamente— justo, lo que se está cancelando, a la vez, es la constitución de colectivos con relaciones que abreven y se configuren con ese concepto. Esto es, que si el proyecto moderno–humanista supone al esquema de la justicia como el paradigma y rasero de la acción moral más inmediata, se sigue que la falta de apropiación de éste dará lugar a una sociedad con formas de interacción que ni son propiamente morales, ni justas —legales—, ni modernas. La justicia, dirá Mill, “es el nombre de ciertas clases de reglas morales que se refieren a las condiciones esenciales del bienestar humano de forma más directa y son, por consiguiente, más absolutamente obligatorias que ningún otro tipo de reglas que orienten nuestra vida”.[14]

Ello puede ejemplificarse de nuevo con los “huachicoleros” y el robo de combustible a los ductos del país, entre los que participan comunidades enteras: ellos actúan así para satisfacer y responder al interés propio más inmediato, empero, al prescindir del criterio de lo justo —lo legal—, niegan una posibilidad que considera un bien mayor, o al menos, uno con más destinatarios: tanto ellos como los demás. Es decir, que si bien este robo les deja múltiples beneficios ipso facto, pierden de vista que hay un perjuicio más hondo para todos, aun para ellos, puesto que se deja de generar ingresos para la hacienda estatal y, así, para la salud, la seguridad o la educación que también ellos demandan.

¿Qué hacer? De entrada, parece importante que los mexicanos se hicieran del convencimiento, de una manera u otra, de la necesidad de pensar la justicia, de reparar en ella, de no obviarla, dado que, contrariamente a lo que se supone, no está ahí. En nuestro tiempo, a la existencia de los mexicanos le es constitutivo un hándicap, pues no goza de los mecanismos, los bienes ni las posibilidades del proyecto moderno, pero los da por hecho; no hay a sus pies un Leviatán que ande por sí mismo para allanarle el camino de la justicia, pero actúa como si lo hubiera. México no ha terminado su gigante, y ni siquiera de asir los conceptos que eso amerita —lo justo mismo—, de tal forma que hoy lo que tiene es una maquinaria más bien deforme y, en múltiples aristas, monstruosa, una que recurrentemente, para peor de los males, se vuelve en su contra.

Si esto es así, se vislumbran dos oportunidades de cara a la reflexión de la justicia, una en el ámbito del léxico último, otra en su objetivación.

Primero, sería necesario tematizar de una vez las deficiencias del léxico último de los mexicanos, o de su significatividad en tanto que mundo, con respecto a los contenidos fundamentales de lo moderno, pero muy en específico de lo que significa ahí la justicia. Ello, porque resulta indispensable para poder emprender una reflexión con pretensiones de radicalidad sobre lo justo que no se desvincule del momento actual que se vive en el país. Si se avanza en ello sin renunciar a afanes de transformación, bien podría estarse dando un paso hacia una “fenomenología militante”.[15] Es cierto que una comprensión y apropiación plena del significado de la justicia qua derecho —la legalidad— como vía de concreción del interés propio, probablemente traería el fortalecimiento del mundo del capital —con todo lo que ello implica—, pero también acarrearía que los mexicanos se volvieran capaces de abrir la posibilidad —y, si lo desean, de proyectarse en ella— de seguir el marco legal, antes que resquebrajarlo cuando buscan su bien, pariendo así un escenario inédito, desconocido, por descubrir en lo que haría con los males básicos aún en niveles intolerables, como el hambre de millones.

Segundo, y tras la tematización anterior, se podría fincar instituciones auténticamente modernas. No más los adefesios de dos rostros, uno que mira hacia el Derecho y otro que lo niega, para que así los poderes públicos sean más o menos funcionales, para que los poderes fácticos estén más o menos acotados, para que los servicios y la protección estatal sean más o menos efectivos, para que el cumplimiento del derecho sea, con estas imperfecciones, una realidad. Nada más que eso, pero tampoco menos. Que los mexicanos experimenten, siquiera, la justicia moderna, sus alcances y sus limitaciones —aun su fracaso—, para que entonces sí, en su elenco de posibilidades existenciales se abra una donde puedan cuestionarse si esa justicia moderna, ya suya y asida, les basta, si les es suficiente, o si es momento de ir por algo más. De cualquier forma, la disyuntiva que hoy se abre para un país como el nuestro constriñe o a la consolidación de lo moderno, o a continuar en este limbo engañoso, el de aquel que mira ufano y complacido el “gran invernadero”, sintiéndose dentro de él, pensándose invitado, sin percatarse de que, en realidad, sigue afuera.

 

Fuentes documentales

Encuesta Nacional de Corrupción y Cultura de Legalidad 2015, unam, México, 2015. http://www.losmexicanos.unam.mx/corrupcionyculturadelalegalidad/encuesta_nacional.html

Mill, John Stuart, El Utilitarismo, Alianza, Madrid, 2007.

Nussbaum, Martha C., Justicia Poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Barcelona, 1997.

Rorty, Richard. Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991.

Sloterdijk, Peter, En el mundo interior del capital, Siruela, Madrid, 2007.

 

[1] Estudiante de la Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales del ITESO, periodista de investigación de Reporte Índigo. Email: pantenaria@gmail.com

[2] Peter Sloterdijk, En el mundo interior del capital, Siruela, Madrid, 2007, p. 236.

[3] Idem.

[4] Ibidem, p. 261.

[5] Ibidem, p. 273.

[6] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, p. 100.

[7] “Todos los seres humanos llevan consigo un conjunto de palabras que emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas (…) Son las palabras con las cuales narramos, a veces prospectivamente y a veces retrospectivamente, la historia de nuestra vida”. Ibidem, p. 91.

[8] Cuando se le pregunta a los mexicanos por qué respetan y obedecen las leyes, solo 40.7% responde: “porque cumplir la ley nos beneficia a todos”, y cuando se les pide contestar qué tan de acuerdo o desacuerdo están con la frase: “Violar la ley no es tan malo, lo malo es que te sorprendan”, solo 47% se dice “totalmente en desacuerdo”. Encuesta Nacional de Corrupción y Cultura de Legalidad 2015. unam, México, 2015. Documento electrónico.

[9] Richard Rorty, Contingencia…, p. 110.

[10] John Stuart Mill, El Utilitarismo, Alianza Editorial, Madrid, 2007, p. 120.

[11] Martha C. Nussbaum. Justicia Poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Barcelona, 1997, p. 49.

[12] Richard Rorty, Contingencia…, p. 86.

[13] Peter Sloterdijk, En el mundo…, p. 234.

[14] John Stuart Mill, El Utilitarismo, p. 131.

[15] El término “fenomenología militante” surgió durante una de las sesiones de la clase Teoría de la Justicia, del profesor Demetrio Zavala, donde se habló de hacer una ontología del presente, sin miedo a la radical contingencia, con miras a intervenir desde y en nuestras circunstancias más propias, en busca de lo justo. Es sugerente porque es casi un oxímoron. No puedo entenderlo sin concatenarlo con otra idea de la clase: si el poder limita y gobierna el margen de interpretación, comencemos a minar —y re–describir— sentidos de forma quirúrgica, orientados por un objetivo.