La libertad cristiana. Lutero y Loyola

Héctor Garza Saldívar, sj [*]

Recepción: 02 de octubre de 2017
Aprobación: 02 de noviembre de 2017

 

Abstract. Garza Saldívar, Héctor. Christian Freedom. Luther and Loyola. Martin Luther and St. Ignatius of Loyola, one the initiator of the Reform; the other, the founder of the Society of Jesus that would spearhead the Catholic Reform. Both lived in the 16th century, but in very different contexts. Their differences notwithstanding, they opened the door to a new spirituality that would revitalize Christian life and offer a new vision of the human being. Both contributions bore fruit long past their times: today, 500 years later, they shed light on possibilities of humanity, and therefore of hope, for our exhausted, and in many ways empty and inhuman world.
Key words: Martin Luther, Ignatius of Loyola, Reform, Christian freedom.

Resumen. Garza Saldívar, Héctor. La libertad cristiana. Lutero y Loyola. Martín Lutero y san Ignacio de Loyola, uno iniciador de la Reforma; el otro, fundador de la Compañía de Jesús que liderará la Reforma Católica. Ambos viven en el siglo xvi pero en contextos diferentes. No obstante sus diferencias, abren la puerta a una nueva espiritualidad que revitalizará la vida cristiana y a una nueva visión del ser humano. Ambos aportes no sólo fueron fecundos en su tiempo sino que ahora, a 500 años de distancia, alumbran posibilidades de humanidad y, por tanto, de esperanza, a nuestro agotado y, en tantos aspectos, vacío e inhumano mundo actual.
Palabras clave: Martín Lutero, Ignacio de Loyola, Reforma, libertad cristiana.

 

31 de octubre de 1517. Martín Lutero expone sus famosas 95 tesis contra las indulgencias. Esta fecha señala, simbólicamente, el inicio de ese acontecimiento que abriría un periodo de muchos años de conflictos religiosos muy sangrientos y crueles; el evento que marca explícitamente una reconstitución de la espiritualidad cristiana y que, en muchos aspectos, influiría decisivamente en la formación del mundo moderno, la Reforma. En este año, 2017, se cumplen 500 años de tal acontecimiento.

27 de septiembre de 1540. Ignacio de Loyola y sus compañeros recibían del Papa Paulo iii la bula de aprobación de la Compañía de Jesús. Ante la conmoción de la Reforma entraba en la Iglesia un nuevo aire de esa reforma, por tanto tiempo deseada y que, ciertamente, necesitaba; pero entraba en el marco de la catolicidad. La llamada Contrarreforma o Reforma Católica no sólo significaba una lucha en contra del protestantismo sino, más que nada, el esfuerzo de la reforma interna de la vida cristiana y de la revitalización de la Iglesia católica.

Ambos acontecimientos, sin duda en muchos aspectos contrarios, constituyen, sin embargo, el alumbramiento de una nueva visión del ser humano y una nueva espiritualidad, cuyo corazón estaba en la recuperación de una vida interior que se abría a la libertad y que posibilitaba amar.

Sabemos que los escritos de Lutero son muy diversos, tanto en su forma como en su contenido. Muchos de ellos son polémicos, agresivos y extremos. Otros son ponderados, equilibrados y hondamente espirituales. En el contexto histórico de la lucha y la crítica despiadada a la institución de la Iglesia católica, y de la división y los conflictos políticos suscitados por esos escritos, todos ellos fueron anatematizados, primero polémicamente y, después, oficialmente en el Concilio de Trento.

Entre los escritos que son centrales para la espiritualidad luterana está un pequeño texto titulado La Libertad del Cristiano, publicado por Lutero en 1520, considerado uno de los escritos fundamentales de la Reforma.[1] Ahí plasma dos de sus columnas espirituales: la justificación por la fe y la libertad.

Son temas tratados una y otra vez por el reformador en diversos contextos. No entraremos en los debates teológicos de la época, en el marco de una filosofía y teología escolásticas.  Hoy estamos en otro contexto intelectual tanto filosófico como teológico. Lo que nos interesa no son estas theologicae disputationes que, sin duda tienen su fondo —el debate por la libertad y la importancia de las acciones en el horizonte de la salvación— pero, también hay que decirlo, un fondo sumamente oscurecido por el afán de contradecir y condenar el pensamiento del monje agustino y de sus seguidores, y por una falta de perspectiva, no doctrinal, sino espiritual y vital.

Sea como sea lo que llega hasta nuestros días de la discusión teológica, lo que ahora nos interesa es abordar el mencionado escrito de Lutero, junto con el también pequeño libro, redactado unos años después por Loyola: Ejercicios Espirituales. Y nos interesa enfocarlos desde un horizonte filosófico y espiritual que, desde luego, abrirá y planteará preguntas teológicas, que dejaremos de lado.

La perspectiva es muy distinta si se miran las cosas, nos dirá Lutero en una de sus obras más polémicas, desde los afectos que desde la fría perspectiva doctrinal y explicativa.

Sin embargo, en sus discusiones aquellos mismos santos se expresaron a veces en otra forma acerca del libre albedrío. Veo que a todos les ocurrió igual: cuando dirigen su atención a palabras y disputaciones, son otras personas que cuando están en juego afectos y obras. Allí, en las disputaciones, sus palabras son otras que las que anteriormente les dictara el afecto; aquí son afectados de manera distinta de lo que revelaba su modo de hablar anterior.[2]

En una tónica semejante, Loyola nos dirá: “Porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente”.[3]

En este sentido, en el presente escrito procuraremos no hablar solamente a la cabeza, sino, ante todo, anunciar una Buena Nueva para el desgarrado hombre actual, al que muy poco le interesan los debates eruditos, y busca una palabra de aliento y esperanza que le posibiliten poder ir dando un sentido más esperanzador a su propia vida, a sus dudas, a sus dolores y a sus culpas.[4]

El escrito mencionado de Lutero, La libertad del cristiano, se abre con dos afirmaciones contundentes: 1) El cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie; 2) El cristiano es un siervo, al servicio de todo, y a todos sometido. La libertad y el servicio. El hombre al mismo tiempo libre y siervo, simul liber et servus. El ser humano liberado y sometido.

Estas dos afirmaciones están basadas en las cartas de san Pablo a los Romanos y a los Gálatas. Y habría que poner en relación con la libertad y el servicio un tercer elemento: el amor. “No contraigan con nadie otra deuda que la del mutuo amor”,[5] dice Pablo a los romanos, y Lutero complementa: “El amor es siervo de aquel a quien ama, y a él se halla sometido”.[6]

El amor es el que vincula la libertad y el servicio. El amor es el fruto de la libertad y es el que nos lleva a convertirnos en siervos de los demás.

Esto lo expone a la luz de la teología paulina del hombre nuevo e interior que vive en el Espíritu, y el hombre viejo y exterior, que vive según la carne. En este punto es donde el reformador empieza a abrir la vía de la interioridad como central en la vida cristiana. La interioridad es justamente la sede de la verdadera libertad y del amor tanto de comunión con Dios (ágape) o agápico, como de fraternidad (filia) o filético, el amor en el que somos, al mismo tiempo, libres y siervos.

El hombre interior y espiritual es el que puede ser libre o esclavo, justo o injusto. Porque nada de esto puede venir del exterior, o del hombre viejo. Este último  es el ser humano que vive volcado hacia afuera; es decir, volcado a sus acciones.

El hombre viejo es, antes que nada, el hombre de acción. Se está convencido de que la transformación del ser humano y del mundo es el fruto de las propias acciones y pende de éstas. Es el hombre fáustico que, cansado y vacío interiormente, busca en la acción la realización de los deseos y, por tanto, la propia realización. “En el principio fue la acción”,[7] se dice a sí mismo Fausto cuando rechaza como fundamento “por el que todo se crea y todo se obra”,[8] tanto la Palabra y el Pensamiento como la Fuerza.

En este contexto no deja de llamar la atención que el mundo moderno surgido de una vuelta a la interioridad finalmente conduzca a la centralidad de la acción humana. No cualquier acción sino aquella orientada a la transformación del mundo y del ser humano mismo: el trabajo. Éste es el hombre viejo, el hombre que intenta la propia justificación en la acción transformadora. Ni la libertad ni la justicia las tenemos; hemos de conquistar ambas a través de la mediación del trabajo, en el largo proceso de liberación y de justificación que significa la historia humana, sentenciarán dos siglos después Hegel y Marx.

Para Lutero, en cambio, ni la libertad ni la justicia se pueden conquistar. Las acciones humanas, por sí solas, siempre tendrán en lontananza la realización de ambas con la constante decepción de su realización que siempre se aplaza a un futuro que nunca llega. El espejismo de un supuesto progreso que, por más que se camine, siempre permanece inalcanzable. Por ello, aunque la Escritura prescribe constantemente lo que ha de hacerse para ser justos y libres, sin embargo, de eso no se sigue que en verdad todo aquello pueda cumplirse; las Escrituras “enseñan mucho, pero sin prestar ayuda; muestran lo que debe hacerse, pero no confieren fortaleza para realizarlo. Su finalidad es poner de manifiesto la impotencia humana para realizar el bien, y llevarle a una desconfianza de sí mismo”.[9]

En un tiempo en que el hombre posmedieval se debatía por encontrar nuevamente un centro que lo afianzara y lo orientara en medio de la lenta corrosión del mundo medieval, el Renacimiento lo había ido encontrando en la creación del Humanismo, en donde el vacío que había dejado la divinidad lo llenaba, o habría de ser llenado por el ser humano, el Prometeo desencadenado, consciente de su fuerza y de su poder para reconstruir un nuevo mundo a su alrededor; Humanismo que la Iglesia abrazaba gozosa y optimista porque, finalmente, el hombre–centro ya lo tenía en Jesús, el Señor, el Juez implacable, que premiaba y castigaba a los seres humanos por sus acciones y que presidía, majestuoso y dominador, la impresionante Capilla Sixtina. En un tiempo así, Lutero, paradójicamente, hablaba de la “impotencia humana” para realizar ese nuevo mundo soñado.

Pero, con ello, el agustino reformador no rechazaba esta vuelta del ser humano hacia sí mismo, sino que la radicalizaba. La vuelta sobre sí mismo no habría de consistir en la conciencia del propio poder, propia del hombre viejo y exterior, sino la vuelta a la propia interioridad en donde el hombre nuevo y espiritual se encontraba con su propio centro. Un centro, sin embargo, que lo descentraba de sí para abrirse al recóndito misterio de Dios en su propio corazón. Repetía así aquella experiencia de san Agustín: “Porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío”.[10]

Es ahí, en esa intimidad, en donde el corazón se abre y abraza, no la fe intelectual, sino el fundamento de aquélla: la fe experienciada y vivida. “Porque la fe no consiste en la pronunciación de la palabra “creo”, sino en la apertura incondicional al amor que nos identifica con el Hijo, ‘como una esposa se une con su esposo’”.[11] Se trata, por tanto, de la fe como experiencia interior, resultado de la escucha de la Palabra del Evangelio. El ser humano es, así, el “oyente de la Palabra” que revierte sobre sí mismo y, en esa mismidad interior, experimenta asombrado el don de su propia justificación radical y, así justificado, se encuentra liberado absolutamente de la culpa, liberado para el amor. “Lo único que justifica y libera al ser humano es la escucha de la Palabra de Dios, según aquello del Evangelio: ‘Yo soy la vida y la resurrección; quien cree en mí, vivirá para siempre’.[12] Ahí se encuentra el gozo, la paz, la luz, la inteligencia, la justicia, la verdad, la sabiduría, la libertad y todos los bienes en sobreabundancia”.[13]

Por esta experiencia interior el corazón humano queda absuelto de la ley y, por tanto, libre para realizarla de la única forma que es posible hacerlo: en y por amor. La libertad y la justicia están en aceptar amorosamente que todo nos es dado, que las recibimos como un don gratuito de Dios. Aceptación a la que llegamos por la escucha abierta a su Palabra, rindiéndonos a Jesús con “fe firme y confiar en él con alegría”.[14] Por esa fe serás justificado y liberado del pecado. Por eso, Pablo les dice a los romanos: “El cristiano vive sólo de la fe”.[15]

Detrás de esta experiencia espiritual, se abre una nueva mirada sobre el ser humano. Sin salir de mí mismo, sino yendo a lo hondo de mí mismo, ahí, donde parece que me encuentro con la monótona planicie de un interior mudo y amenazante, en lugar de ello me encuentro con un pozo que rezuma silencios sonoros y luminosas oscuridades, que me sosiegan porque en sus ecos y en sus destellos vislumbro mi propia bondad. Ésa que la acción siempre me negaba y que, en su negación, me lanzaba desesperadamente a una autoafirmación reconocida. La autoafirmación es la contrapartida de la bondad negada. No, Fausto se equivoca, el punto de partida humano no es la acción transformadora, el punto de partida es una reconciliación que no necesita de nada. Es volver al misterio escondido en mi propia entraña. Un misterio que no se resuelve en ninguna búsqueda, sino que simplemente se acepta como un don en un arrebatador acto de fe que me colma con una certeza interior de mi propia y radical bondad recibida, de mi propia justificación regalada.

Descartes retomará este peregrinaje, pero ¿qué buscaba? Buscaba seguridad y certezas que pudieran ofrecernos un punto de apoyo firme, como aquél de Arquímedes, para reconstruir el mundo derrumbado. Y, porque buscaba esto, se encuentra con su famoso “cogito, sum”, “pienso, existo”. Y aquí es cuando su duda metódica se detiene. Y así tenía que ser, porque se había topado con la certeza, que era lo que desesperadamente buscaba. Pero, ¿qué, si lo que se persigue en ese camino interior no es la certeza? Agustín, lo recorre también, pero no arriba a ninguna certeza, arriba a algo que está más allá de toda certeza, arriba a la Verdad real, Dios. Heidegger lo recorre, pero no llega a Dios, llega al abismo del Ser, de ese “sum” cartesiano que, sin embargo, quedó olvidado. Zubiri se encuentra con la realidad formal.

Esto nos dice que lo que se encuentre en esta vuelta a la interioridad depende de qué es lo que se busca. Y, si esto es así, entonces la interioridad humana está desfondada. Es un pozo de posibilidades. Se abre, pero ¿hacia qué? Quizá la respuesta a esta pregunta está en la pregunta misma: ¿hay en realidad un qué, que sea lo que me incite a buscar en una posible dirección, como vemos que se ha hecho hasta ahora? Toda búsqueda quiere encontrar. Un encuentro que satisfaga la búsqueda y que permita dirimir los misterios. Pero, ¿qué tal si no hay un qué? Sino simplemente un tentaleo que me va haciendo entrar, así, a tientas, cada vez más hondo, atrapándome, sin acabar nunca de atraparme, sino siempre quedando frente a mi propia hondura y ante mi propio misterio, abrazado y recibido tentativamente en un acto de amor gratuito que, de golpe, me libera. Entonces la experiencia interior se convierte en el descenso hacia mi propia libertad en donde me encuentro con mi propia bondad alumbrada y regalada en aquel acto de amor.

La experiencia espiritual de Ignacio de Loyola lo conducirá en esta dirección; la misma dirección de la del reformador agustino. Pero su punto de partida no será la indignación teológica, sino el amor que busca llegar al amado.

El punto de partida de Loyola es la constatación de que las acciones, por sí mismas, han conducido a la frustración y al encerramiento de la vida humana; la aceptación de la impotencia de nuestras acciones para transformar el corazón y la realidad humanas. Se trata de la misma constatación a la que, como vimos antes, había llegado Lutero. Pero san Ignacio no es un teólogo, como sí lo era el reformador alemán. Y por eso no anuncia una doctrina, sino hace e invita a una experiencia. No se trata de mirar racional y espiritualmente. Se trata, para él, de “sentir internamente”. Es el camino interior en el que sumerge al ejercitante en la primera semana de sus Ejercicios Espirituales: la constatación y aceptación del pecado en el mundo y en mi propio corazón. Es la experiencia de la impotencia de la libertad. Aquella de la que hablaba san Pablo a los romanos: “Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; pues querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”.[16]

A partir de esta experiencia Ignacio quiere llevar al ejercitante no a la realización de nuevas acciones que puedan justificarme ante mí mismo, ante los demás y ante Dios, sino a algo completamente distinto: a tocar ese sin–fondo abismal de mí mismo que se anuncia en el constante e inexorable desear.

El deseo es la voz de la entraña humana. Porque del sin–fondo abismal del interior, del no poder tocar el propio suelo, surgen como torrentes necesidades, carencias, temores, anhelos, esperanzas, quereres. Y, por ello, el ejercicio ignaciano es un ir descubriendo y alumbrando el amplio y confuso campo de mis deseos a fin de irlos “ordenando” alrededor de un eje fundamental. Eje que no es la certeza interior de la propia justificación en un acto de fe, como proponía Lutero, sino que es el desear algo tan fuerte y seductor que como un imán vaya atrayendo y aglutinando, en un tanteo amoroso, el resto de mis deseos.

Este deseo fundamental no es más que el que se encuentra en lo hondo de mi interior desfondado: la plena realización del anhelo incesante e inquieto en el que consiste mi vida, que se asienta en el encuentro con mi radical bondad alumbrada y regalada en una experiencia de ser amado inmerecidamente, en una absoluta gratuidad. Aquel punto de partida radical del que hablaba san Juan: “El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros […] por esto podemos sentirnos seguros delante de Dios, pues si nuestro corazón nos acusa de algo, Dios es más grande que nuestro corazón”.[17] Y para San Ignacio, aquella gratuidad amorosa realizada plena y anticipadamente en el Jesús de Nazaret y que nos abre a nuestra bondad, mueve nuestro desear a la identificación amorosa con ese hombre y a ir realizando esta identificación a lo largo del resto de los Ejercicios. Desde la impotencia de la propia libertad a la experiencia del amor agápico: la paulatina comunión con el amado: “conocimiento interno del Señor para que más le ame y le siga”.[18]

Si Lutero abría toda una nueva antropología centrada en la apertura de la interioridad, en la gratuidad y en la intrínseca debilidad del ser humano, Loyola abre otra, en muchos aspectos similar, pero descubriendo la esencial constitución erótica del ser humano. Constitución que quiere decir que el fondo donde se anuda nuestra fundamental existencia es nuestra capacidad de desear, es decir, nuestra intrínseca inquietud. Aquella que san Agustín descubría al inicio de sus Confesiones: “Porque nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.[19] Y, entonces, el centro no es la razón, sino aquello que dirige a la razón, esto es, la voluntad.

En un tiempo en que la Razón se iba abriendo paso para convertirse en el núcleo del mundo moderno, Ignacio de Loyola y, en muchos aspectos, Martin Lutero, apuntaban a otro centro del que la misma razón dependía: la voluntad. Y ligado a esto, en la antropología ignaciana queda descubierta, asimismo, la plenificación de esa humana constitución erótica en el ágape: el ser humano es radicalmente amor. En esto tocamos la hondura esencial de nuestra interioridad abismal.

Ahora bien, para los dos reformadores, en esta interioridad en donde nos encontramos con la honda vivencia espiritual de haber sido amados gratuitamente y, por ende, transformados, no por nuestras acciones; en este descubrirnos como radicalmente buenos, es en donde se asienta la libertad cristiana. Hemos sido liberados y esto significa que se nos abre la posibilidad de la libertad.

Y ambos confluyen en la experiencia fundamental a la que nos aboca nuestra abierta interioridad. Lutero lo expresa diciendo que “la obra y ejercicio fundamental sea grabar en el corazón la Palabra del Evangelio. Todo actuar se deriva de este fundamento […] porque la fe de corazón es la que justifica y salva”.[20] Este ejercicio fundamental es el

[…] que nos identifica con Jesús, el Hijo. Porque la fe no consiste en la pronunciación de la palabra “creo”, sino en la apertura incondicional al amor que nos identifica con el Hijo, como una esposa se une con su esposo. De este honor se sigue, como dice san Pablo, que Cristo y el alma se identifican en un mismo cuerpo;[21] bienes, felicidad, desgracia y todas las cosas del uno y del otro se hacen comunes. Lo que pertenece a Cristo se hace propiedad del alma creyente; lo que posee el alma se hace pertenencia de Cristo. Como Cristo es dueño de todo bien y felicidad, también el alma es señora de ello, de la misma manera que Cristo se arroga todas las debilidades y pecados que posee el alma.[22]

Loyola, de una manera similar, lleva al ejercitante al ejercicio fundamental del “conocimiento interno del Señor para que más le ame y le siga” que culmina en “dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene y puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si uno tiene sciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro”.[23]

Así pues, tanto para Martin Lutero como para Ignacio de Loyola, la salvación es un don, no una conquista. La invitación de Jesús en el evangelio a ser perfectos como el Padre celestial es perfecto, en el contexto del Sermón del Monte, está poniendo toda la nueva ley, no en las acciones, sino en el amor, porque por más que nos esforcemos la perfección pedida es imposible para nosotros “pero lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios, porque para Él no hay nada imposible”.[24] Lo que nos hace perfectos es el amor con el que somos amados gratuitamente, y que nos posibilita amar de la misma forma.

Por eso Lutero es insistente en que las obras, por más buenas que sean, no son las que nos justifican, porque nuestras obras jamás alcanzarán la perfección a la que somos invitados. Y san Ignacio retrasa la acción hasta que brote de una respuesta amorosa a “tanto amor recibido”. Porque, finalmente, para ambos, esta experiencia interior de gratuidad amorosa es la que libera nuestra libertad para amar. Porque el amor y la libertad van juntas. Es el “dilige, et quod vis fac” (ama y haz lo que quieras) de san Agustín.[25]

Pero no sólo en esto se ve la libertad que nos es dada. Lutero completa su idea diciendo que en Cristo somos primogénitos de la creación y, por tanto, con señorío sobre ella. Pero es un señorío que no consiste en dominio, como se hace entre los seres humanos, sino que consiste en el amor y que, a través de éste, libera toda la creación porque la va encaminando a su finalidad: manifestar el amor incondicional de Dios a todo. El cristiano no está sometido a nada, es libre para amar. Es justamente la indiferencia para actuar en todo conforme los dictados del amor. Esa indiferencia que Ignacio de Loyola pone como programática al inicio de sus Ejercicios: “Por lo que es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas […] solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados”.[26] Indiferencia amorosa que se va calibrando al cabo de la segunda semana y que cristaliza en la decisión sobre el proyecto de la propia vida.

Entre laicos y eclesiásticos —dice Lutero— ninguna distinción establece la sagrada Escritura, a no ser que a los iniciados y a los ordenados los llama ministros, siervos, ecónomos, es decir, ministros, siervos, dispensadores que tienen la obligación de predicar a Cristo, la fe y la libertad cristiana a los demás. Ahora bien, aunque todos seamos igualmente sacerdotes, no todos podemos servir, dispensar y predicar. Por eso dice san Pablo: “Queremos que se nos considere sólo como siervos de Cristo y dispensadores del Evangelio”.[27]

Lo que san Ignacio hizo fue no hablar sobre ello y quedar expuesto a los debates y calumnias, sino hacerlo. Propuso sus Ejercicios Espirituales como experiencia para todos e hizo la Compañía de Jesús. Y, en un acto totalmente en contra de los tiempos reformadores, la puso al servicio del Papa. Ésta fue su grandeza derivada de un discernimiento guiado más por el amor que por el orgullo y el debate, a lo que sí se fue orillando Lutero ante la tempestad que provocó su inicial y honda experiencia espiritual.

Ahora bien, ¿cómo se concilia la experiencia de fe interior —que nos ha llevado a experimentar el amor incondicional de Dios que nos libera gratuitamente— y la acción?

Martín Lutero es muy explícito sobre esto.

Quisiera adelantar una respuesta a los que se escandalizan de lo que he dicho y objetan: “muy bien, si la fe lo es todo y ella sola basta para la justificación, ¿a qué viene el precepto de obrar bien? Abandonémonos a algo tan estupendo y no hagamos nada”. No, amigo mío, que no se trata de eso. Estaría muy bien si fueses sólo hombre interior, si te hubieses transformado en un ser puramente espiritual e interno […] Aquí abajo se comienza, se adelanta lo que sólo en la otra vida se consumará. Por eso el apóstol lo llama “primicias del espíritu”,[28] es decir, los primeros frutos del espíritu.[29]

Y así, inmediatamente el reformador nos dice: “El cristiano es un siervo al servicio de todo y a todos sometido. O sea, que en la medida en que es libre, el cristiano no tiene precisión de las obras; en cuanto siervo, está obligado a hacer todo lo posible”.[30]

En un modo semejante, san Ignacio de Loyola, en el proemio de las Constituciones dice:

Aunque la Suma Sapiencia y Bondad de Dios […] [es  la] que ha de conservar y regir y llevar adelante en su santo servicio esta mínima Compañía de Jesús […] y de nuestra parte, más que ninguna exterior constitución, la interior ley de la caridad y amor que el Spíritu Sancto escribe y imprime en los corazones ha de ayudar para ello; todavía porque la suave disposición de la divina Providencia pide cooperación de sus criaturas […] tenemos por necesario se escriban Constituciones.[31]

Para Lutero el ser humano en cuanto hombre interior es libre y señor de todo; en cuanto hombre carnal ha de luchar y esforzarse por adecuar su carne a su espíritu. Y éste es el terreno de las acciones; ésta es su finalidad. Nunca su justificación o su salvación. “Porque el hombre interior está unido a Dios, alegre y gozoso gracias a Cristo que ha obrado cosas tan estupendas en él, y su mayor contento estribaría en servir a Dios gratuitamente y en la libertad del amor. Ahora bien, en su carne se encuentra con una voluntad rebelde que aspira a servir al mundo y a seguir sus apetitos”.[32] El ser humano es “simul iustus et peccator”, es justo y pecador a la vez.

Así es que se actúa, primero, por la debilidad del ser humano, y aquí las acciones tienen la finalidad de “purificarle de sus deseos desordenados y para que dirija su atención a las tendencias malas y exclusivamente a su eliminación”.[33] Pero estas acciones no son las que lo justifican ante Dios, sino que “las ejecuta libremente, con amor desinteresado, para agradarle. No busca ni mira más que el agradar a Dios, cuya voluntad desearía cumplir de la mejor forma posible”.[34]

En una tónica semejante Ignacio nos dirá, en la primera anotación a sus Ejercicios, lo que ha de entenderse por ellos: “de la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las affecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman exercicios spirituales”.[35]

Desde este horizonte accional es desde donde puede comprenderse para Lutero,

[…] la exactitud de estas dos sentencias: No hacen bueno y justo a un hombre las obras buenas y justas, sino que es el hombre bueno y justo el que hace obras buenas y justas; malas acciones no hacen nunca malo a un hombre, es el hombre malvado el que realiza obras malas […] No hace bueno o malo al carpintero una cosa buena o mala; es el carpintero, bueno o malo, el que ejecuta una obra buena o mala. No es la obra la que conforma al maestro, sino que la obra será cual sea el maestro. Así sucede con las acciones del hombre: su bondad o malicia depende de que las realice con fe o sin ella, pero no al revés: su justificación y su fe no dependen de cómo sean sus obras. Éstas no justifican, de igual manera que no confieren la fe. Pero la fe, de la misma forma que justifica, es la que hace buenas obras. […] En eso consiste la gloria de Dios: en salvarnos graciosamente por su palabra de gracia, por su pura misericordia y no por obras nuestras.[36]

Esto no quita que sea y siga siendo cierto que ante los ojos humanos son las acciones las que hacen a alguien bueno o malo; es decir, las acciones manifiestan públicamente al que es bueno o malo, como dice Cristo en el Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis”.[37] Pero, por lo mismo, se abre la posibilidad de que las acciones, en sí mismas, puedan engañar. Parecen buenas, pero no lo son, porque persiguen solapadamente el dominio, el poder, o el deseo de la propia autoafirmación y satisfacción.

Pero, en segundo lugar, se actúa, porque el amor recibido gratuitamente al liberarme me libera posibilitándome la capacidad de amar de la misma forma. “Fíjate bien en la claridad con que programa aquí Pablo la vida cristiana: todas las obras tienen que orientarse al beneficio de los demás, por la sencilla razón de que a uno mismo le basta y le sobra con su fe. De esta forma, todas las obras restantes, toda la vida, le quedan para servir, con la libertad del amor al prójimo”.[38] Por ello,

[…] aunque el cristiano sea un hombre libre del todo, es necesario, sin embargo, que se convierta en siervo del prójimo; que le trate y se comporte con él como lo ha hecho Dios por medio de Cristo. Y hacerlo todo gratuitamente, sin buscar otra cosa que el agrado divino”.[39] Sentirse tan amado gratuitamente por Dios, nos llevará a amar de la misma forma a los demás.
Ahí tienes cómo la fe es la fuente de la que brota la alegría y el amor hacia Dios, y del amor esa vida entregada, libre, ansiosa y gozosamente al servicio incondicional del prójimo. Nuestro prójimo está en la indigencia y necesitado de lo que nosotros tenemos en abundancia, de la misma forma que nosotros hemos sido unos indigentes ante Dios y hemos necesitado su gracia. […] De todo lo dicho se concluye que un cristiano no vive en sí mismo; vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe se eleva sobre sí mismo hacia Dios, por el amor desciende por debajo de él mismo, pero permaneciendo siempre en Dios y en el amor divino.[40]

La experiencia espiritual de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola culmina justamente en esta liberación a la que nos ha conducido la identificación amorosa con Jesús. Es el clímax espiritual que Loyola titula Contemplación para alcanzar Amor. Aquí el deseo que se quiere suscitar y recibir es el del “conoscimiento interno de tanto bien recibido para que yo enteramente reconosciendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad”.[41]

Las palabras resaltadas en la última cita sintetizan la experiencia espiritual a la que se ha llegado. Se trata en primer lugar de una vivencia y no de un propósito racional: conocimiento interno. Y es que las palabras, “conocimiento” y “reconociendo” pueden llevarnos a pensar que se trata de terminar los Ejercicios con un gran propósito, que será el que nos llevaremos a la vida cotidiana. Muchas veces se ha visto esta contemplación como una especie de “puente” hacia aquella vida; nada más alejado de que ésta sea esa meditación conectiva. Se trata de una contemplación, no de un ejercicio de reflexión pensante. Por tanto, el conocer y el reconocer no se mueven en el plano de las proposiciones racionales, sino en el de una experiencia de amor tenida que ha llegado a su plenitud. Es precisamente lo que está detrás del “recibido”. Y, por eso, el “poder en todo amar y servir” no está conectado con un propósito para la vida, sino que es el “poder” de posibilitarme. Ese “tanto bien recibido” realmente ha abierto para mi vida posibilidades que antes no tenía: la de “en todo amar y servir”. El ágape libera el amor filético al realmente posibilitarlo.

La teología de los Padres griegos usa a menudo la metáfora de la fuente. Dios crea porque da de sí, de su propia riqueza y amor incontenibles, como una fuente que se desborda.

Ponderando —dice Ignacio— quánto me ha dado Dios de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina […] y mirar como todos los bienes y dones, descienden de arriba, así como mi potencia […] y así justicia, bondad, piedad, etc., así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas.[42]

Por eso, finalmente, toda acción es contemplativa y toda contemplación es activa, toda acción brota de mí, igual que brota de Dios, porque me desbordo de tanto amor recibido, como la fuente; no por ningún deber, ni precepto, ni ley. No es cuestión de fuerza de voluntad, es cuestión de una voluntad enamorada.

Más allá de los rumbos que siguió Martin Lutero, más allá de los debates, las mutuas condenaciones, los mutuos insultos y diatribas, su punto de partida fue esa experiencia espiritual, cristiana, hondamente evangélica y humana, que expresó como justificación gratuita y libertad. Abrió, con ello, una nueva manera de mirar a Dios, pero también de mirar al ser humano. Esta nueva mirada antropológica es la que se consolidará en ese nuevo inicio que se estaba avizorando: el mundo moderno. Lutero fue un teólogo, y quiso traducir esa experiencia en nuevas formulaciones y conceptos; con ello abrió nuevos caminos fecundos para la reflexión teológica posterior. Pero, como sucede con toda conceptualización, es ambigua, puede comprenderse de distintas formas y puede equivocar, o al menos ser borrosa, en su dirección. Esto lo abrió a debates con los teólogos del momento, en los que uno y otros se fueron desoyendo y radicalizando a caminos sin retorno.

Ignacio de Loyola, con la Compañía de Jesús, fue una de las cabezas de la Reforma Católica, pero con una enorme afinidad espiritual con Lutero, como hemos intentado esbozar. No es de sorprender, por tanto, viendo las cosas desde aquí, que Descartes, el padre de la Modernidad, haya sido educado en un colegio de la Compañía y que la exploración que se irá haciendo de sus aportes en los colegios y universidades haya terminado, no con la condenación del intento, sino con la supresión de la institución jesuita de la Iglesia católica. Los mismos jesuitas, y no podía ser de otra manera, continuaron el debate teológico con los luteranos, sin percatarse de la cercanía espiritual y dejando sin explorar lo que esta afinidad podía acercarlos. Los tiempos no estaban para eso. Tendría que esperar todo hasta la segunda mitad del siglo XX.

Con ambos, Lutero y Loyola, quedaba dibujado el marco desde el cual comprender la libertad cristiana. Libertad como liberación radical; esto es, no como algo tenido simplemente, sino como posibilitación de “esperar contra toda esperanza”, de poder fundadamente vislumbrar y realizar un mundo humano en la medida en que todo esfuerzo, todo trabajo, se sustentara en la experiencia de la radical bondad del ser humano que abre todo un hori filético en el ágape y las arrastra a sintonizar al mundo de acuerdo a esto; no al dominio, no al poder, no a la insaciable sed de autoafirmación. Finalmente, “en el reconocerse pecadores —como Agustín— descubrían en sí mismos el milagro de que Dios llena las manos del hombre y deja que su corazón rebose de amor y gracia”.[43]

 

Bibliografía

Agustín, San, “Confesiones” en Obras Completas ii, B.A.C., Madrid, 1946.

—— “Exposición a la epístola de San Juan a los Partos” en Obras Completas XVIII, B.A.C., Madrid, 1959.

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Goethe, Johann Wolfgang von, Fausto Biblioteca Virtual Universal, www.biblioteca.org.ar/libros/8141.pdf

Loyola, San Ignacio de, Obras Completas, B.A.C., Madrid. 1963.

Lutero, Martín, Obras, Sígueme, Salamanca, 2001. Edición de Teófanes Egido.

—— Obras de Martín Lutero iv, Paidós, Buenos Aires, 1976. Traducción de Erich Sexauer.

Rahner, Karl, “Simul Iustus et Peccator”. Documento electrónico, 
http://www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol8/29/029_rahner.pdf. Traducción de Antonio Pascual Nadal.

 

[*] Profesor del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO. hgarza@iteso.mx

 

[1]. Martín Lutero, Obras, Sígueme, Salamanca, 2001. La edición es de Teófanes Egido.

[2]. Martín Lutero, “De Servo Arbitrio” en Obras de Martín Lutero IV, Paidós, Buenos Aires, 1976, p. 82.

[3]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, B.A.C., Madrid 1963, p. 197.

[4]. En un sentido semejante proponía el teólogo jesuita Karl Rahner mirar hoy el asunto de la justificación: “Por un lado, es necesario encontrar la manera adecuada de predicarlo al mundo de hoy, que ya no es la manera de la Reforma y Contrarreforma, y por otro, queda la pregunta sobre la esencia misma de la justificación cristiana; aunque en realidad ambas cosas están íntimamente relacionadas. En efecto: sólo si los cristianos pueden hacer comprensible a los ‘paganos’ de hoy que el problema no es cómo Dios se justifica ante el hombre, sino cómo el hombre se justifica ante Dios por la sola acción de Dios, se podrán entender católicos y protestantes en el problema de la esencia de la justificación. Y viceversa: solamente si se ponen de acuerdo en esta cuestión, encontrarán la manera de dar un testimonio convincente de la experiencia justificadora ante el espíritu de nuestro tiempo. Así pues, nos interesa lo que la fórmula protestante Simul iustus et peccator pueda decirnos sobre la experiencia de la justificación, no sólo como una cuestión teológica, sino sobre todo como un genuino problema de nuestra vida espiritual”. Karl Rahner, “Simul Iustus et peccator” (Justo y pecador). Documento electrónico. Traducción de Antonio Pascual Nadal.

[5]. Rom 13, 8.

[6]. Martín Lutero, Obras…, p. 157.

[7]. Johann Wolfgang von Goethe, Fausto. Documento electrónico.

[8]. Idem.

[9]. Martín Lutero, Obras, p. 159.

[10]. San Agustín, “Confesiones en Obras Completas II, B.A.C., Madrid, 1946, 6, 11.

[11]. Martín Lutero, Obras, p. 161.

[12]. Jn 11, 25.

[13]. Martín Lutero, Obras, p. 158.

[14]. Idem.

[15]. Rom 1, 17.

[16]. Rom, 7, 18–19.

[17]. 1 Jn 4, 10; 3, 19–20.

[18]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, p.  221.

[19]. San Agustín, “Confesiones” I, 1.

[20]. Rom 10, 10.

[21]. Ef 5, 30.

[22]. Martín Lutero, Obras, p. 158.

[23]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, p. 243.

[24]. Mc 10, 27.

[25]. San Agustín, “Exposición a la epístola de San Juan a los Partos” en Obras Completas XVIII, B.A.C., Madrid, 1959, 7º Tratado, 8.

[26]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, p. 203.

[27]. Martín Lutero, Obras, p. 163. Lutero cita la carta de san Pablo a los Corintios (Cor 4, 1).

[28]. Rom 13, 23.

[29]. Martín Lutero, Obras, p. 164.

[30]. Idem.

[31]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, p. 445.

[32]. Martín Lutero, Obras, p. 164.

[33]. Idem.

[34]. Ibidem, p. 165.

[35]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, p. 196.

[36]. Martín Lutero, Obras, pp. 164–165.

[37]. Mt 7, 16.

[38]. Martín Lutero, Obras, p. 168.

[39]. Ibidem, p. 166.

[40]. Ibidem, pp. 166 y 170.

[41]. San Ignacio de Loyola, Obras Completas, p. 243.

[42]. Ibidem, p. 244.

[43]. Karl Rahner, “Simul Iustus et Peccator”.