La universidad. Ochocientos años, ¿en qué condiciones?

Pedro de Velasco y Rivero, sj  [*]

Recepción: 03 de agosto de 2017
Aprobación: 23 de octubre de 2017

 

Abstract. Velasco y Rivero, Pedro de. The University. After Eight Hundred Years, In What Condition? The university is one of the few institutions that has managed to survive the fall of the medieval world and the crisis of modernity. It seems to have held on —over 800 years— to its functionality, influence and social prestige in the world marked by European culture, and to have extended it to the entire planet. While most of the cultural institutions that emerged in the modern age are in crisis, the university —as an institution— appears to have conserved its role as a source of knowledge, of social and workplace validation, and of prestige in a wide range of cultures and social strata. This odd phenomenon raises suspicion. Does the university really continue to play its role as creator and transmitter of a fundamental portion of the world’s cultural legacy? Is it an institution without conditions, that rises above the current disrepute of modern rationalism? Or might it be that it has simply followed the drift of modern rationality, passing from uni–verso of wisdom to scientific institute, from there to techno–logical institute and finally, to professional certification agency?
Key words: university, western institutions, social prestige, modern rationality, science, techno–science.

 

Resumen. Velasco y Rivero, Pedro de. La universidad. Ochocientos años, ¿en qué condiciones? La universidad es una de las pocas instituciones que ha sobrevivido a la caída del mundo medieval y a la crisis de la Modernidad. Parece haber guardado —a lo largo de 800 años— su funcionalidad, influencia y prestigio social en el mundo influido por la cultura europea, y haberla extendido a todo el planeta. Cuando la mayoría de las instituciones culturales surgidas de la modernidad está en crisis, la universidad —como institución— parece seguir siendo fuente de saber, aceptación social y laboral, de prestigio en las más diversas culturas o estratos sociales. Este extraño fenómeno suscita sospechas. ¿Realmente la universidad sigue conservando su papel como creadora y transmisora de una parte fundamental del patrimonio cultural?, ¿se tratará de una institución sin condiciones, situada por encima del desprestigio actual de la racionalidad moderna?, ¿o será porque —siguiendo la deriva de la racionalidad moderna— ha pasado de uni–verso de la sabiduría a instituto científico, después a tecno–lógico y, por fin, a certificadora profesional?
Palabras clave: universidad, instituciones occidentales, prestigio social, racionalidad moderna, ciencia, tecnociencia.

 

Quiero comenzar esta reflexión con una trivial constatación que me ha sorprendido muchísimo: ¡La universidad no está en crisis!

Desde luego, nadie ignora que todas las universidades tienen crisis, que suelen ser fuente de cuestionamientos, choques, revueltas, conflictos de poder o ideologías, etc., etc. Bueno, casi todas…

Cierto. Sin embargo, la universidad como tal, como institución, como enseña cultural, como aspiración social y símbolo de prestigio, hasta me atrevería a decir como estancia, no está en crisis; al contrario. La prueba es que hay muchos millones de jóvenes que aspiran a ingresar en ellas, que piensan que su formación o capacitación, que su futuro y su vida misma serían mejores si lograran incorporarse al mundo universitario, participar de él y permanecer en él al menos el tiempo necesario para terminar una carrera y, después, un posgrado.

La institución universidad es una de las más añejas de la cultura occidental, más que las naciones, las grandes ideologías, los partidos políticos, las revoluciones, la industrialización, el capitalismo o el sistema bancario; aunque no tanto como las religiones o la familia monogámica, la división social del trabajo o las identidades sexuales. Sin embargo, sigue tan campante en medio de un mundo en el que prácticamente todas estas instituciones tradicionales han ido perdiendo su prestigio y su papel cultural, aun aquellas consideradas fundamentales para la vida humana como la familia, la comunidad, la autoridad, las morales o las religiones, las tradiciones… Paradójicamente, la universidad parece sobrevivir incólume al derrumbe de esos mundos y culturas y, en este momento, incluso a lo que parecería la desaparición de su propia y original razón de ser: el dar razón.

Esta venerable dama —con ya 800 años de existencia— sobrevivió a la caída del mundo medieval en el que fue creada y a la crisis de sus instituciones: monarquías, mecenazgos, filosofía escolástica, poder eclesiástico, etc. Al parecer, sobrevive bien al derrumbe de ese mundo conjurado por la diosa–razón ilustrada y su demiurgo la ciencia, derrumbe concretado en el desprestigio e inefectividad y miseria de sus obras y proclamas más insignes: de las revoluciones o meta–relatos —como los de la libertad, la igualdad y la fraternidad; o del comunismo—, de los Estados y democracias, de los sistemas de producción o protección social, sistemas de pertenencia e identidad; ha sobrevivido a la disolución del mito que proclamó a la ciencia como el instrumento definitivo para acabar con la miseria, la ignorancia y las tiranías; ni siquiera parece afectarle el derrumbe de la fe en la misma diosa–razón.

Y, hoy, parece resistir airosamente a una posmodernidad que se caracteriza no sólo por ese desencanto de la razón y por la pérdida del sentido —vividas ya desde el existencialismo—, sino por la indiferencia hacia esa pérdida, la indiferencia hacia la razón de las razones, hacia eso que muchos filósofos consideran la razón de ser fundamental de la misma universidad.

Y me sorprende casi tanto el que los universitarios no nos hayamos preguntado ¿por qué la universidad no está en crisis?, ¿por qué la universidad no sólo goza de aceptación y prestigio, sino que los confiere?, ¿por qué, de algún modo extraño, al menos en el imaginario social, sigue otorgando los títulos que permiten y acreditan a sus portadores el ingreso y la circulación en los mundos del empleo, del conocimiento, del prestigio y del dinero?

Pudiera ser porque la estructura misma de la universidad la libera de los condicionamientos propios de los diversos mundos por los que ha atravesado. En cuyo caso, el postular la universidad sin condiciones de Derrida sería un mero pleonasmo.

Pudiera ser porque materializa los últimos remanentes de aquellos anhelos de libertad de pensamiento, el último baluarte de intervención humana relativamente independiente de los poderes políticos, religiosos o económicos en el mundo actual.

O, más bien, porque es la única que acredita la posesión de esas ciencias que usurpan —aunque degraden— la figura y las funciones de la misma diosa–razón como dueña y dadora —creadora y garante—
de la vida misma en nuestro mundo. O, más pragmáticamente, porque se le considera el repositorio de la tecnociencia moderna, esa única y gloriosa sobreviviente de las construcciones culturales de la Modernidad tardía, llave maestra del manejo y acaparamiento del mundo —mediante la tecnología y la mercadotecnia—, del empleo y la ganancia, fuente de información/poder y promesa del éxito económico.

Es decir, porque tanto la vetero–modernidad ilustrada como la neo y posmodernidad tecnologizadas lograron seducir, domesticar y poner a su servicio a la universidad hasta hacerla a su imagen y semejanza.

 

¿Universidad sin razón?, las derivas de un camaleón secular

La universidad nace en el Medioevo, nace como lugar/comunidad que congrega sabios y aspirantes al saber; los supone instruidos, al menos en los rudimentos de la filosofía, en las artes de hablar y argumentar; o los acaba de preparar para ello. Podríamos decir que, desde la sabiduría de sus doctos, intenta conferir saberes, conocimientos y sentidos al legista, al médico o al teólogo y certifica a algunos para enseñar a los legos. Desde luego, en esta universidad ni la sabiduría ni las mismas especialidades son ciencias; aunque las últimas impliquen un corpus de conocimientos organizados. Recordemos que las ciencias que hoy enseñamos todavía no han nacido.

La Modernidad nace relativamente al margen y un poco en contra de la Universitas medieval; en contra de su comprensión del mundo, de su propia misión, de su saber/conocer y de sus metodologías tradicionales. Sin embargo, muy pronto la universidad será la casa–faro de la razón ilustrada, pasará de la sapientia (el saber de la vida, el mundo y la humanidad), al cultivo y culto de la diosa–razón (razonar y dar razón modernos).

A medida que aumentan la especialización y la consecuente fragmentación del conocer en las diversas ciencias, junto con sus éxitos y prestigio, el raciocinar–experimentar científico va sustituyendo a la razón como supuesto, objeto y finalidad del ser y quehacer universitario. Sin embargo, con y por ello, la razón/ethos del pensar científico va perdiendo importancia. Importan las ciencias en y por sí mismas y, así, imponen su lógica —metodología, criterios de verdad/experimentalidad/utilidad— en ese quehacer intelectual y van configurando el enseñar mismo.

En la neomodernidad la exigencia no sólo de poner la ciencia al servicio de la tecnología sino de configurar las ciencias y la educación para ello —y a su imagen y semejanza—, va llevando al sometimiento de la lógica, los métodos y conocimientos científicos a las mecánicas y los intereses de la producción técnica. Se impone la tecnociencia y la universidad va derivando —muy especialmente a partir de mediados del siglo XX— de ser la casa de las ciencias a ser el taller–almacén de las profesiones, proceso que culmina en los tecno–lógicos cuyo mismo nombre encierra su razón, motor, sentido y criterios. Esta deriva permite que la universidad —ahora tecnológica y tecnologizada— siga siendo una institución funcional, buscada y reconocida por quienes quieren integrarse con ciertas ventajas al mundo de la producción industrial y postindustrial (de los servicios y de la información). Como todo lo tecno–lógico, la nueva institución se justifica por el mero hecho de funcionar, por garantizar su propia supervivencia e imagen en el ya denominado mercado educativo. Lo grave de este dinamismo es que tiende a convertir a la universidad en una empresa, especializada en la producción/venta cada vez más masiva de profesionistas, en el fondo, empleadores y empleados, técnicamente competitivos y certificados.

 

¿Universidad sin razón y posmodernidad fatal?

La universidad, originalmente comunidad del saber, parece haber ido perdiendo progresivamente la sabiduría, posteriormente parece haber abdicado de la racionalidad y el ethos que la substituyeron, al menos haber renunciado a ser la fuente de uno y otra, hasta renunciar a dar razón de los porqués de su hacer y su querer ser en aras de una enseñanza tecno–eficaz con algunos adjuntos de tecno–humanidades.

Esta deriva, reflejo de las condiciones socioculturales por las que ha ido atravesando nos plantea varios interrogantes: ¿todavía es posible y deseable, en la posmodernidad vigente, pensar la universidad como lugar de sabiduría, de formación humana, como crisol ético y fuente de inspiración para nuestra sociedad al menos como creadora de pensamiento y crisol de proyectos sociopolíticos? Si, como parece, ni los quehaceres —excepto los hechos desencarnados de tener bibliotecas, dar clases y títulos— ni las razones, ni los sentidos, ni las metodologías son los mismos, ¿estamos hablando de la misma realidad cuando pensamos en la Universidad de Bolonia, en el Massachusetts Institute of Technology o en la Deusto Bussines School? ¿Si de instituciones orientadas en común hacia y por la unidad del saber fuimos pasando a templos de la ciencia, de ahí a tecno–lógicos ideológicamente humanistas y en último término a supermercados de carreras y profesiones, seguimos siendo realmente universidad?

 

La deriva acomodaticia a las condiciones de la tecnociencia del mercado

En las diversas épocas, las universidades se van reconfigurando, reconfiguran su enseñanza y su pedagogía de acuerdo con el diseño social del conocimiento y las técnicas de transformación; pero insensiblemente van asumiendo la forma y los modos de los haceres y conocimientos que las informan. Así, en la posmodernidad, la tendencia —percibida y asumida como inevitable— se dirige al sometimiento progresivo a los criterios, métodos y fines de una tecnociencia cada vez más configurada por las demandas del mercado (más preocupada por vender su imagen, investigaciones y productos a las casas de bolsa y a las grandes transnacionales) que por la verdadera búsqueda de formas de resolver y proyectar una vida más humana hoy.

Consecuentemente, a las universidades se les van imponiendo los objetivos, métodos y criterios empresariales, la necesidad y formas de mercadotecnia, de financiamiento, las acreditaciones; las leyes del competir y derrotar, del crecimiento indefinido y acaparamiento del mercado como mecanismo de supervivencia, etc. Igualmente, se les imponen sistemas y métodos de planeación y evaluación, de control, programación y sistematización administrativo–burocráticos surgidos de la producción empresarial y ahora homogeneizados y procesados automática e impersonalmente por computadoras.

Todo lo anterior las acabará reconfigurando y convirtiendo en instituciones domesticadas, pensadas por y para el sistema, a su imagen y semejanza y para su reproducción conservadora. Hay pensadores que consideran que esta reconfiguración no sólo ya es un hecho sino destino ineludible, dadas las condiciones del mundo actual. Creo que este contexto nos impone el reflexionar y el dar y darnos razón del quehacer y del ser de la universidad y los universitarios y de sus repercusiones sociales.

 

Acriticidad cómplice: ¿promoción y mejora de una tecnociencia destructiva?

Ante esta deriva del quehacer universitario hacia el primado de la tecnociencia y la formación de profesionistas, tendríamos que preguntarnos qué razón da la universidad respecto de lo que implica y significa no sólo la enseñanza sino el entusiasmo y el compromiso de las universidades con las ciencias y tecnologías actuales; porque si bien la universidad no las creó —al menos no fundamentalmente— sí las está reproduciendo e incluso impulsando y justificando.

Dar razón de su quehacer tendría que aclararnos si la universidad en su dedicación a la enseñanza/producción de esta ciencia y a la certificación de su uso profesional no está contribuyendo a perfeccionar, justificar y transmitir unas tecnociencias que, por su concepción y diseño, son fundamentalmente destructivas; aunque tengan efectos colaterales positivos, generalmente sólo para unos cuantos. Si no está ayudando a imponer un proyecto de mundo y un tratamiento de éste, fundamentalmente injustos; es decir, no sólo desajustados sino productores de desajuste.

¿Hemos pensado si la técnica, la política o la economía que promovemos son generadoras de violencia por su misma configuración estructural? ¿Podemos seguir creyendo que la violencia que padecemos en el mundo actual y la violencia contra el mundo son independientes del modelo de desarrollo tecnocientífico/económico que hemos adoptado y, sobre todo, del dinamismo propio de la razón instrumental que está detrás de ello?

Paradójicamente, ponemos nuestra confianza, nuestro esfuerzo y aun nuestra misma vida en manos de una tecnociencia que, en el conjunto de su acción y productos, se revela como gravemente depredadora y ecocida: asumimos una economía hambreadora cuyo diseño implica que la producción de bienes —incluso fundamentales para todos— sea acaparada por las instituciones financieras y sus detentores. Padecemos una política divisora que sigue provocando nacionalismos, exclusiones, migraciones, guerras o corrupción interna y absolutización del poder estatal…, una comunicación y una informática cada vez más orientadas a ocuparnos en distraernos, en encajonarnos en el instante presente, en el mundo virtual, en el consumo instantáneo y compulsivo… ¿todos estos efectos se solucionarán simplemente haciendo mejor lo mismo que hemos hecho, o tratando de paliar estos efectos no deseados con correctivos puntuales?

Decir que la (diosa) tecnociencia puede ser buena o mala por su mismo diseño e intencionalidad, que mucha de la ciencia y tecnología actual es, en sí misma, perversa —por ser mayoritariamente destructiva—, resulta una blasfemia y más en sus santuarios universitarios. Blasfemia que se descalifica aduciendo que la ciencia no tiene moral, no puede ser en sí misma buena o mala, que todo depende del uso que de ella se haga. Blasfemia que se exorciza con las alabanzas de sus éxitos y productos en muy diversos campos, aunque se reconozca que puede tener usos malos.

Pero, como universitarios ¿podemos asumir, sin una crítica fundamental, el supuesto de unas tecnociencias puras, absolutizadas/abstractas, teóricamente neutras y desprendidas de una determinada comprensión y de un proyecto de mundo y humanidad, que sólo por la maldad de algunos individuos o instituciones son usadas —colateralmente— para dañar? ¿Se puede éticamente dar por supuesto que el diseño mismo de la tecnocientificidad moderna es ajeno a estos efectos?

En este punto creo fundamental tener en cuenta una observación de Patxi Lanceros: “El debate que desde hace cuatro décadas intenta distinguir entre la estructura neutral de la técnica y su posible uso ideológico olvida que la estructura de la técnica es pura función, puro uso. No hay esencia de la técnica sino utilidad”.[1]

La prueba más evidente y masiva de la destructividad estructural del conjunto de nuestra tecnociencia es la depredación que de hecho está causando en el planeta y que de muy diversas maneras pone en riesgo o, incluso, destruye directamente el planeta y con él la vida humana. Destrucción que por su magnitud y constancia no se explica como un mero efecto colateral o mal uso, sino como resultado del mismo diseño–uso de una tecnociencia pensada cada vez más en función del mercado y las finanzas. Podemos pensar miles de ejemplos puntuales como los pesticidas, los desastrosos efectos de la agroindustria, la contaminación ambiental, el cambio climático, el uso desenfrenado de energía, el armamentismo, etcétera.

Porque desde otro punto de vista, más social, la tecnociencia está cada vez más constituida para el uso–servicio de un proyecto de sociedad fundada y orientada al negocio–ganancia y la acumulación de la riqueza en manos de unos cuantos países o grupos sociales y empresas, siempre a costa de los recursos, del trabajo y del medio ambiente de los países o regiones más pobres; y cada vez está más rediseñada, orientada y empujada a ello a través de las exigencias y controles del mercado y del financiamiento.

Es destructiva por diseño, ya que por diseño funciona en servicio de las minorías, con perjuicio de las mayorías, amparada en la justificación de que la riqueza y la innovación producida para algunos algún día rebalsará hacia los que están abajo.[2] El creciente despojo de los bienes de las naciones pobres —incluido su medio ambiente— y la creciente brecha entre pobres y ricos en todo el mundo muestra que, de hecho, la tecnociencia está siendo diseñada–utilizada para la ganancia–acumulación monetaria de unos cuantos y va siendo cada vez más simbiótica con la mercadotecnia y la financierización.

Más fundamentalmente, como ha denunciado ya la Escuela de Frankfurt, la razón última de la destructividad de la tecnocientificidad es precisamente el estar fundada y sustentada en la razón instrumental, que consiste en que los instrumentos se absolutizan y se constituyen en fines y criterio absoluto de toda la actividad humana, del pensamiento y de la moral, incluso de los seres humanos.

¿Podemos aceptar y asumir que las tecnociencias se constituyan en sabiduría y sentido, en razón de ser de la universidad y de la sociedad? Tenemos que preguntarnos si queremos hacer/enseñar unas ciencias orientadas y justificadas por su éxito tecnológico lo que, en realidad, puede encubrir sus consecuencias negativas para la humanidad y el mundo o, más sencillamente, el proyecto de quienes compran, financian, proponen o bloquean la ciencia y, desde luego, el quehacer de la universidad.

A pesar de que, evidentemente, podemos aducir que este proyecto ha producido un conjunto de beneficios para mucha gente, tendríamos que preguntarnos críticamente por qué, si pensamos en la inmensa mayoría de la humanidad, esos beneficios siguen siendo escasos, colaterales y marginales, al tiempo que los daños son generales, globales, fundamentales e irreversibles.

Por lo mismo, no basta estar a la cabeza en la enseñanza y la innovación científica, en la capacitación de profesionales, si éstas no hacen más que generar productos —conocimientos, tecnologías, gadgets o profesionistas— más eficientes y sofisticados de y para lo mismo.

 

Todo se hace tecnociencia, hasta la pedagogía, el deporte, la filosofía

Tenemos que enfrentar el hecho de que la asunción acrítica del primado absoluto de la tecnociencia —de sus finalidades y métodos—, no es una mera opción coyuntural, realista, que nos permitiría adecuarnos y sobrevivir a las fatales condiciones del presente, pero que en el fondo no afectaría ni el quehacer ni el ser y el ethos de las universidades y de sus miembros. El asumir y aplicar criterios, fines o formas empresariales de proyectar, administrar, financiar, evaluar no es inocuo, tiende a convertirlas en tecno–empresas; porque nuestro hacer nos configura humanamente, el hacer universitario y el modo de hacerlo realmente re–configuran a la universidad y a los universitarios.

Síntoma inmediato de esa asunción acrítica es la tendencia a proyectar, controlar y evaluar la enseñanza y la misma pedagogía con criterios propios de la tecnociencia o las empresas y, desde luego, nacidos de ellas.

En la medida en que tanto la conducta privada como la pública se orientan a la consecución del éxito o se miden por criterios de eficacia, es necesario buscar un patrón objetivo desde el [cual] establecer diferencias y jerarquías… Por otra parte, un ineludible positivismo ambiental que reduce la realidad a dato, la atomiza y la presenta como conjunto de elementos, se convierte en el soporte necesario de la cuantificación y la medida…
No sólo los bancos miden el éxito en beneficios y las empresas en eficacia con base en la relación producción–consumo. La calidad se aliena en cifras, el bienestar en cuentas, la capacidad en baremo…[3]

 Desde el punto de vista de la razón/sabiduría, debemos preguntarnos si detrás de la aceptación acrítica del primado de la tecnociencia no está la convicción de que la formación de la persona y el aprendizaje o ejercicio de la ciencia o de la tecnología son dos campos distintos e independientes —aunque compatibles y hasta complementarios—. No caemos en la cuenta de que la tecnología —elevada a criterio, método y objeto fundamentales de nuestra acción— nos va haciendo a su imagen y semejanza y acaba siendo efectivamente nuestro fundamento y razón de ser, como personas o como instituciones. Porque lo que configura nuestra humanidad —y nuestras instituciones— no son directa ni primariamente las convicciones, menos los valores o ideales que proclamamos, sino los quehaceres/obras a los que nos dedicamos, los instrumentos que usamos y su estilo, diseño, productos…; nuestro hacer humano o inhumano —lo que hacemos y las formas en las que lo hacemos— nos hace humanos o inhumanos y, por supuesto, in–forman, recrean la universidad. La informática no sólo nos informa, sino que nos formatea.

Igual que el enseñar y la pedagogía dependen de lo enseñado y sus objetivos, el quehacer tecnocientífico y su enseñanza marcan y condicionan, informan esa misma enseñanza, sus métodos y sentidos, como informan la misma humanidad de nuestra época. El tecnocientismo hecho objeto y razón de la universidad va haciendo que la enseñanza misma, la pedagogía, y su administración se transformen en tecno–procesos, homogéneos, preprogramados, repetitivos y evaluables numéricamente, en lugar de crear tecnologías y ciencias realmente pedagógicas y formativas, humanas y humanizadoras.

Un síntoma claro de lo anterior es que tengamos que añadir clases de humanismo y de moral a nuestros currículos científicos… porque estamos convencidos de que éstos ni los tienen ni los pueden tener en sí mismos, ya que son neutros, a–morales; en el fondo ajenos a nosotros, in–humanos.

Esto mismo aparece en el hecho de que tengamos facultades de filosofía, de humanidades o incluso de teología, paralelas pero similares a las de ingeniería, medicina, informática, administración o leyes. Señal de que una y otra han pasado de ser la sabiduría que daba forma y sentido a las personas y a la universidad misma, a ser meras disciplinas/ciencias. Las hemos convertido en conjuntos de conocimientos, teorías o normas que pretenden aportar criticidad y orientación frente a las ciencias, sin percatarnos de que al hacerse disciplinas han asumido ya la estructura y metodología, la racionalidad interna y, por lo mismo, los criterios y sentidos o finalidades de la ciencia positivista. Por eso sus aportaciones son meros datos o insumos que las ciencias pueden integrar en su sistema a modo de correctivos externos y puntuales; pero que no pueden poner en cuestión el fundamento mismo, el proyecto, la estructura o el hacer de la ciencia porque de alguna manera ya lo han asumido. Con diversos matices, esto vale también para el conjunto de las “humanidades”, el arte, la historia y hasta el deporte, convertidos progresivamente en tecnodisciplinas.

 

Pérdida del ethos universitario

Una universidad que va abdicando a favor de otras instancias la razón de su actuar renuncia, por ese mismo hecho, a su ethos fundamental. Una universidad cuya razón va siendo progresivamente cooptada por los sistemas empresariales ¿puede dar sentido a su quehacer intentando introyectar valores, idearios, acciones o enseñanzas humanistas?

Una universidad ajustada a un mundo injusto es incapaz de reajustarlo, con más razón es incapaz de ajustarse a sí misma o de ajustar la ciencia y la educación; más aún, es causa de injusticia. Obviamente ya no puede ser el lugar desde donde se propone y se acrisola la moral, donde se establecen los criterios de veracidad, factibilidad y pertinencia
de las propuestas y realizaciones científicas, económicas o políticas, no puede ser el lugar donde se acrisola la autenticidad de las realizaciones humanas.

Abandonar la tarea de dar razón del pensar/hacer/vivir humano —y razón de su propio ser y quehacer— va llevando a la universidad a abdicar de las responsabilidades sociales que deberían serle propias y darle razón de ser puesto que, en este momento, pareciera que sólo ella, o mucho más naturalmente ella, puede realizar.

 

Fatalismo desmoralizador

Otra consecuencia grave de la pérdida de su razón de ser o, más profundamente, de su ethos, sería el fatalismo: la interpretación fatalista de las condiciones actuales y la resignación a esa esclavitud, al presente dado.

Nos sentimos irremediablemente atrapados en las condiciones y exigencias del mercado, de las instancias rectoras o certificadoras de la educación, de los sistemas administrativos; en el juego de la competencia, del empleo, de la efectividad rentable… De hecho, estamos sometidos a relaciones laborales contractuales–empresariales y a sus graves consecuencias.

El contrato aparece como la única figura capaz de respetar la subjetividad emancipada (de los poderes trascendentes) y a la vez garantizar la cohesión y asegurar el funcionamiento del conjunto social… Paralelamente al proceso descrito de cuantificación, la extensión paulatina del modelo contractual […] conduce a la formalización (y a la normalización) de todo el entramado de relaciones: una concepción de los vínculos que no implica la totalidad del individuo o del grupo sino a su mera reducción administrativa… y que va acompañada de una tipificación de las actividades y actitudes (producción de tipos abstractos de comportamiento) y una normalización de las conductas.[4]

Los argumentos pseudo–realistas sobran: Estamos en este mundo y tenemos que adaptarnos… éstos son nuestros alumnos… nuestras instalaciones requieren… la imagen es la realidad… el mercado demanda… resignados a educar y certificar élites porque la educación privada es cara… Tendríamos que pensar si esta resignación no es señal de que no nos tenemos confianza a nosotros mismos, o de que nos coarta el miedo a perder las seguridades que tenemos. El fatalismo nos desmoraliza.

¿No toca a las universidades hacer propuestas o determinar quién decide y cómo los destinos de la investigación, de la enseñanza? ¿No podemos imaginar una universidad y, por ende, una formación universitaria no absorta en su supervivencia e imagen, no centrada en el alumno (¿cliente?) sino en las realidades y necesidades sociales, centrada en la producción de bienes para la vida de todos y no de valores de mercado? Lo cual, por cierto, redundaría el beneficio de sus mismos alumnos.

 

El compromiso social de la universidad es ser universidad (ni ONG, ni empresa socialmente responsable)

Por ello, la inspiración humanista —en su caso cristiana— no consiste en ponerle exigencias ideológicas, complementos culturales, virtudes, acentos religiosos o actividades de compromiso social a la enseñanza de por sí neutra de las ciencias. No consiste primariamente en añadir materias de formación humana… sino en hacer humanas y humanizadoras su actividad, su enseñanza y lo que enseña.

No se trata de establecer cuáles valores proclama la universidad sino qué bienes produce, cómo los produce, para quiénes los produce; es decir, si son realmente bienes universalizables: realidades y realizaciones humanas y humanizadoras.

El compromiso social no es ni el servicio social, ni las becas, ni el acompañamiento de grupos vulnerables; aunque en este momento todas ellas sean indispensables no sólo para esos grupos sino para la vida y el quehacer de la misma universidad. No podemos quedarnos en hacer carreras técnicas para quienes no pueden pagar o acreditar sus estudios; necesitamos inventar ciencias y técnicas, profesiones diseñadas para integrar a los diversos grupos en la resolución de las necesidades sociales comunes básicas y urgentes; lo cual —de paso— daría conocimientos y trabajo a más personas. No quedarnos en hacer tecnología adaptada a las mayorías sino pasar a una diseñada por y para ellas. Como un caso paradigmático, me parece muy interesante la imaginación y el dinamismo que hay detrás de la propuesta de una economía alternativa de Amartya Sen.

El compromiso social es ser verdaderamente universitas. Por ello, antes que nada, la universidad tendría que preguntarse por su propia razón de ser y por las condiciones reales para hacer real esa razón en el mundo actual.

 

Compromiso social de la universidad: Ajustar el mundo, ajustarse en el mundo

 Universidad: razón y justicia

Aclaración de presupuestos: tenemos que pasar de una comprensión de la justicia como amenaza legal e imperativo ideológico a la justicia como la forma humana de estar en el mundo, de ajustar–nos.

Al menos en el discurso pedagógico, es evidente —aunque luego no lo aceptemos— que hacer justicia no es ajusticiar, es decir no es castigar o premiar. Ya es un poco más complicado aceptar que hacer justicia no es igualar,[5] ni tampoco dar a cada uno lo suyo, ni es la mera redistribución de la riqueza, del saber o del poder; mucho menos es el establecimiento de ideologías o sistemas morales o legales, tribunales que dirijan, organicen, evalúen y establezcan penas. Hacer justicia no es cuestión ni de enseñar/proclamar ideales, ni de encarnar valores, ni de añadirle humanismo a la enseñanza, a las ciencias o a las empresas.

Propongo otra comprensión, más antigua, de hacer justicia; algo mucho más simple y cotidiano, aunque más radical y necesario: es el proceso de ir ajustando o re–ajustando constantemente, por invención/decisión/actuación, la realidad/mundo para que ésta no destruya a los seres humanos, y viceversa, a los seres humanos para que ellos no destruyan su mundo. Hacer justicia es ajustar/reajustar la realidad humano–mundana que por diversos factores naturales o humanos —si es que en el mundo actual vale todavía la distinción entre natural y humano— se está desajustando continuamente, en la que se rompen los procesos de interdependencia–interacción armónica, mutuo sostenimiento y ajuste de los seres humanos entre sí y con su mundo ambiente, o de éste con aquellos, amenazando así la vida–convivencia humana y el equilibrio ecológico.

Hacer justicia empieza por ser un trabajo manual: es construir o reajustar materialmente el mundo y al ser humano para que sean humanos–humanizadores. Ambas construcciones se dan simultáneamente y en un mismo proceso. Construcción material que en buena parte consiste —es decir se basa en y se realiza por— el diseño y la creación de los instrumentos adecuados para esa labor; labor que no puede darse sin una experiencia común, recibida de otros, sin un proyecto–diseño y, por lo mismo, sin una auto–comprensión y un sentido, conocidos y asumidos en vez de ocultos y manipuladores. Es decir, sólo es posible si nuestra acción–creación humana —incluidas la ciencia y la tecnología— está en función de esta experiencia compartida, esa razón/sentido/querer. Pero hacer justicia es también re–ajustar constantemente nuestros proyectos de humanidad a las condiciones, posibilidades, realizaciones y realidades benéficas de nuestro mundo–humanidad. Hacer justicia, reajustar nuestro estar–actuar en el mundo, implicará re–descubrir
o reinventar la razón–sentido de las ciencias y de la tecnología, reinventar las ciencias y tecnologías; igualmente con la pedagogía, la música y el deporte, la filosofía y la teología hoy.

El hacer justicia en/de la universidad empezaría por poner en cuestión y rediseñar/reajustar precisamente las formas actuales de manejar o manipular el mundo, las preconizadas y producidas por esas mismas ciencias que estamos enseñando y sus subproductos: los procesos de diseño y producción, de investigación y evaluación, los procesos tecnológicos y la comprensión misma de la tecnología, los procesos de información y comunicación, las formas y los sentidos de la producción industrial o de servicios. Y, desde luego, poner en cuestión nuestras formas actuales de asumir y transmitir todo lo anterior.

 

Utilitas, Iustitia, Humanitas, Fides

Desde este contexto, el discurso que separa unas de otras y considera distintas —aunque complementarias— la Utilitas, la Humanitas, la Iustitia y la Fides, me parece paradigmático de nuestra comprensión dicotómica del sentido de la ciencia y de la justicia y de la misma humanidad.

Pudiera entenderse como el intento de distinguir cuatro facetas de la misma realidad, pero parece que no es así. En él más bien se revelan una Utilitas que no tiene en su misma raíz y constitución la Iustitia, ni la Humanitas, ni la Fides y que, por tanto, necesita y espera su complemento, o una Iustitia que tiene que venir a corregir y orientar la Utilitas…, o una Humanitas que endulza la Iustitia y ornamenta la Utilitas… y, por fin, una Fides que de alguna manera viene a santificar todo el conjunto.

La justicia de cualquier acción/creación humana —de la ciencia, de la enseñanza, de la empresa o la religión— consiste precisamente en su utilidad para a–justar el mundo y los seres humanos, en sus diversos niveles y dimensiones, para que sean más humanos y humanizadores. Sólo es justa si sirve a la realización de nuestros proyectos de humanidad–humanización. Todo hacer realmente útil, productor de bienes para la humanidad–mundo (no para unos cuantos) es justo por ese sólo hecho. La Utilitas no necesita “volverse justa”, simplemente necesita ser realmente útil.

Igualmente, la Humanitas consiste —se crea y se da— en la realización de la Utilitas y la Iustitia; es decir, en ese saber–actuar que ajusta el mundo y los seres humanos para que vayan siendo más humanos y humanizadores. Porque nuestra humanidad no sólo está presente sino que se va creando y configurando en y por nuestro saber–hacer justo/útil. De alguna manera nuestro ser es creación–apropiación de nuestros saberes, quereres y haceres (simbólicos, cognitivos, laborales, políticos, recreativos), y los resultados de esos quehaceres generan y manifiestan la humanidad que somos o no somos. En contrapartida, también es cierto que esos saberes, quereres, realizaciones son diseño y producto, manifestación de esta concreta humanidad y de los proyectos que tenemos de ella. Por eso una utilidad (ciencia, técnica, objeto, institución…) que por su mismo diseño no ajusta el mundo, ni es justa, ni es humana, ni es realmente útil.

Por último la Utilitas, la Humanitas y la Iustitia consisten[6] en la Fides, la suponen, expresan y se co–producen en ella; porque toda actividad y proyecto humanos se basan en la confianza/entrega en/a el mundo, en/a los seres humanos; suponen y producen su bondad respecto de la humanidad y hacen que podamos confiarnos a ellos. Todo nuestro saber–actuar humano nace y se funda en la Fides, en la confianza que tenemos en esa bondad radical y constante de la realidad. Bondad radical en la que con–sisten —se co–sustentan— la Fides, la Utilitas, la Iustitia y la Humanitas.

 

Saber y acrisolar

¿Cuál es el proyecto de mundo para el que trabaja —genera saberes y razones— realmente la universidad? ¿Las universidades pueden seguir siendo hoy espacios de libertad y sentido? ¿Pueden escapar a su destino de empresa? ¿Con cuáles condiciones y a qué costo? Más concretamente, ¿hay modos de que la universidad incida —significativamente— en la dilucidación de los sentidos del mundo, de nuestro manejo del mismo: en nuestra tecnociencia, sus métodos, criterios, acciones o productos, en su ser mismo? Antes que nada, la universidad tendría que preguntarse por su propia razón de ser y por las condiciones reales de hacer real esa razón en el mundo actual. Y para ello, ¿cómo se posibilita una reflexión seria sobre el sentido de la universidad hoy?

Desde lo visto antes, podemos plantear como tarea fundamental de la universidad el hacer justicia. Para ello, tiene que saber el sentido del quehacer y del ser humano, de sus proyectos; descubrir y proponer las posibilidades, supuestos y exigencias para ello. Se trataría de dar sabiduría, sentido y razón a ese quehacer mundano/humano y, en él, al ser y quehacer profesional. Consecuentemente, dar razón/sabiduría humana a las ciencias mismas, re–crearlas de tal modo que estén diseñadas estructuralmente en función de la producción de realidad y realización humana. Es decir, en función de bienes concretos, saberes, dinamismos, trabajos que ajusten —cuiden y cultiven— realmente el mundo y no sólo produzcan acumulación, comodidad, seguridad, información, valores o empleos para algunos. Pero también se trataría de dar razón/sabiduría a la universidad y a los universitarios.

Concretamente, a modo de ejemplo, no alcanza con tener ingenieros competentes (la competencia ha servido muy bien para destruir y oprimir), lo que urge son ingenieros —o médicos, o administradores, o políticos— sabios. Personas que sepan del sentido de la ciencia —no sólo manejarla o manipular el mundo—, del hacer conocer profesional, del discernir el bien de la efectividad… lo cual haría de esas profesiones y ciencias algo radicalmente distinto.

Según los pensadores de la posmodernidad, a esta cultura y a sus miembros no les interesan los sentidos. Lo que implicaría que ofertar (sic) sentidos no sería mercable en el mundo educativo. Sin embargo, si abandonamos este encargo ¿no hay quienes están de hecho imponiendo pragmáticamente sus intereses como sentidos a la vida humana y que, por lo mismo, la hacen inhumana? Porque junto con sus productos, la tecnociencia nos vende–impone sus sentidos y nos conduce a la instrumentalización de todo en función de ella misma o, peor aún, de los grupos que la controlan financiera y políticamente.

La universidad tendría que instituirse como una instancia crítica, como la que escruta y saca a la luz el fondo, los supuestos, los dinamismos y sentidos ocultos, los resultados y consecuencias de la acción humana en el mundo. No sólo crítica teórica sino crítica práctica, mediante la invención física, material, social, intelectual de alternativas.

Como instancia crítica tendríamos que empezar por mirar la mirada con la que vemos[7] y nos vemos. Saber también mirar lo que miran las ciencias y la mirada de las ciencias condicionada por ese mirar. Ensayar otras miradas, muy fundamentalmente las miradas de los totalmente otros, de los no–universidad.

Dicho de otra manera: se trataría de no conformarnos con la enseñanza de la filosofía kantiana o del psicoanálisis freudiano, sino incorporar en nuestro vernos y decidirnos, en nuestro hacer pedagógico y científico, la criticidad radical de esos maestros de la sospecha, la búsqueda de las razones últimas, de las estructuras que condicionan y dirigen nuestro pensamiento y acciones institucionales y personales.

Por ejemplo, se postula como tarea académica, sin matices, el priorizar el uso de las tecnologías informáticas. Esto es algo sumamente ambiguo; como dice Derrida, la informática nos in–forma, nos comunica–impone una forma subrepticiamente… en realidad, toda tecnología nos va confiriendo una forma, es un demiurgo que si no controlamos nos hace a su imagen y semejanza. ¿Pueden los profesionales de las tecnociencias eludir la reflexión sobre esa propuesta? Serían ellos los más indicados para enfrentarla, desde su conocimiento de la estructura interna de la ciencia, como también de su uso y los efectos que —por diseño— tiene sobre sus usuarios; porque, como veíamos, la razón de la tecnología está precisamente en ese uso. Igualmente ellos tendrían que plantear una segunda y fundamental cuestión universitaria ¿la informática actual —o las diversas formas de tecnociencia— son destino y futuro fatal? Pero no lo podrán hacer desde la visión —canteada y absolutizada— de esas mismas tecnociencias.

La ciencia y la tecnología son elementos indispensables de nuestra realidad y realización humana. No sólo las necesitamos para ajustar el mundo, sino para configurar nuestra propia humanidad. Pero ni son los únicos elementos ni cualquier ciencia o tecnología es automáticamente factor de humanización. Por eso el quehacer de la universidad no puede reducirse a la transmisión y mejora de la tecnociencia que hay. Su razón de ser y su eticidad, su quehacer, tienen que ir hasta la sabiduría, la razón/sentido, la concepción, diseño, articulación intrínseca y el uso de las ciencias y tecnologías, así como del arte, del deporte o de la religión, porque esa razón —siempre presente aunque implícita— las configura y, correspondientemente, configura nuestra humanidad y mundanidad o inhumanidad.

No es sólo cuestión de enseñar arte o filosofía, sino de imaginar e inventar el modo de poner el arte y filosofía en los mismos instrumentos que usamos, en la ciencia, en la vida y para ello hay que imaginar otras ciencias, otras pedagogías, otra universidad.[8]

 Realistamente, la Universidad no puede pretender ser el lugar de la sabiduría. La sabiduría excede con muchísimo a la universidad; ésta no la puede acaparar, menos agotar. Pero sí puede y debe, tiene como razón de ser, dar sabiduría —razón y sentido— a su ser y quehacer, a quienes la constituyen y, consecuentemente, a la misma sociedad. La universidad puede y tiene que saber del mundo —no un mero saber manipulador—, saber de los sentidos, proyectos, realizaciones del mundo y de los supuestos para poder realizarlo–ajustarlo. Sabiendo esto, el amor a la sabiduría —la filosofía y, en su caso, la teología— tendría que ser la universitas del quehacer universitario.

 

La imaginación a la universidad

¿A pesar de su antigüedad, de sus adaptaciones o sometimientos, la universidad puede todavía representar una novedad y una esperanza en este mundo? ¿Su quehacer puede anunciar e iniciar en sí mismo los caminos hacia un mundo más justo, más ajustado a la vida humana?

Para ello, para ser ética, a la universidad ya no le alcanza con ser el lugar del Saber/Memoria; tiene que arriesgarse a ser el lugar de la Imaginación/Proyecto/Creación.

Si hay alguna posibilidad de una Universidad sin condiciones —al menos en el sentido de no sometida a exigencias extrañas—, ésta supone poner imaginación a la universidad, para zafarnos del imperio del presente determinado y absolutizado de las tecnociencias, y de la econo–política que lo condiciona y dirige, del fin de la historia —un más de lo mismo— propuesto como filosofía. Imaginación para evitar que éstas sean las diosas creadoras y dadoras de sentido, para rediseñarlas en función del servicio, del saber–querer de los seres humanos, de sus proyectos de humanidad y de sus esfuerzos de humanización.

Quizá nuestra primera y más urgente tarea ética sea imaginar la universidad más allá de la tecnociencia actual, sus métodos y exigencias. Pero todo eso presupone inventar y establecer otras condiciones.

Por eso se requiere de la imaginación; ella nos remite a lo no previsible, lo no comprobable y menos medible/contabilizable, incluso a lo no pensable en y desde los sistemas de conocimiento y acción de nuestro mundo actual.[9] Porque la imaginación nos da la posibilidad de ir más allá del mero desarrollo o perfeccionamiento lógico y necesario del presente dado; más allá de lo dado/necesario/legal/rentable, de la mera reproducción del sistema que criticamos y sufrimos. Nos posibilita el evadirnos de la necesidad y repetitividad del racionalismo tecnocientífico, para el cual sólo vale lo que se deduce lógicamente de las condiciones y actuaciones presentes, lo que se somete a la legalidad de los sistemas y fórmulas, lo que se repite y por lo mismo se puede prever, controlar, medir, pesar, contar, hoy de preferencia mediante computadoras. Gracias a la imaginación podemos ir más allá de las políticas, metodologías y controles “científicos”, funcionalistas, burocráticos; pasar de la tiranía de la estadística y la imagen (publicitaria–mercable) a la incondicionalidad de lo imaginado.

En el mundo actual es impensable una universidad que fuera más lugar del juego que del rendimiento deportivo, más universitas del saber que de las hiper–especializaciones fragmentadoras; de la tertulia sabia (o por lo menos ilustrada) que de las publicaciones auditadas; del gusto por enseñar y aprender que de la preocupación por los reconocimientos y evaluaciones; y de tantos otros magis (más) no sólo impensables, sino improgramables e inevaluables y, desde luego, invendibles; pero que ciertamente podemos imaginar, crear y regalar.

En último caso, se trataría de imaginar una universidad creadora de verdaderas comunidades del saber/imaginar/confiar, en donde estas facultades realmente se pongan en común y no sean privilegio de los excelentes, educados o certificados, ni botín exclusivo y patentado para conseguir reconocimientos y dinero.

 

El desde dónde de la imaginación

Sin embargo, la imaginación incondicionada tiene también sus condiciones. Una de ellas sería no sólo saber ver la mirada con la que vemos sino saber también qué ve nuestra mirada, incluso físicamente, poner en cuestión nuestros miradores. En el mismo artículo ya citado, Derrida en su deconstrucción sobre el ser de la universidad se asoma al paisaje que la Universidad de Cornell contempla y que de alguna manera la inspira: un abismo y un puente, párpado/puerta. Sería muy útil e interesante preguntarnos ¿cuáles paisajes ven las universidades desde su ubicación física? ¿Qué pueden ver/pensar del mundo desde ahí?

Nos puede dar pistas el saber que las formas más reconocidas de experiencias de concientización y creatividad entre los alumnos se suelen dar en el trabajo social que hacen entre grupos de personas desposeídas… y me pregunto si no sería posible una universidad que, asumiendo para ella misma esa experiencia, se ubique, se arraigue en ese mundo. Y creo que esa ubicación le permitiría ampliar sus horizontes y actividades; es decir, una mayor criticidad, creatividad y libertad, en el fondo mayor humanidad. Al parecer, buena parte del éxito pedagógico, de la riqueza de conocimientos y de la capacidad de innovación y libertad de los colegios de la antigua Compañía de Jesús podría atribuirse al intercambio constante entre éstos y las misiones en tierras lejanas y culturas diferentes. Intercambio de información sobre los bienes, la ecología, las necesidades, formas de pensar, instrumentos y productos, costumbres, sentidos y el deseo/propósito de encontrar respuestas alternativas a las necesidades de aquellas misiones.[10]

 Esta pregunta por la ubicación tiene otra razón: Si de ajustar el mundo se trata, lo lógico es tratar de salirnos de los sistemas, dinamismos y los intereses que lo están desajustando y ponernos en los lugares donde es más evidente y urgente la necesidad de reajustarlo, pero, sobre todo, porque precisamente estos lugares —aunque probablemente son los más afectados—, son los menos condicionados por los presupuestos y criterios de la tecnociencia o tecno–economía. Lugares donde, por lo mismo, no sólo es necesaria sino más fácil la creatividad, porque hay libertad respecto de sus condicionamientos, porque hay necesidad y porque hay gratuidad.

Una universidad preocupada por ajustar el mundo no sólo tendría que mirar/atender a los desajustes sino, de alguna manera, enraizarse estructural y sapiencialmente en esos lugares desajustados.

Pero, ¿cómo se re–diseña, se financia, se gestiona y evalúa, se hace creíble y aceptable una universidad centrada en la generación de los saberes y bienes necesarios y urgentes para las grandes mayorías del país?

 

Establecer nuevas condiciones; para ello inventar nuevas ciencias y viceversa

 La evidencia dice que, hoy en día, no hay condiciones para la universidad sin condiciones; pero ¿por qué?, ¿no será porque nos falta imaginación y nos sobra resignación?

Una de las primeras cosas que la universidad tendría que investigar, diseñar e ir realizando sería cómo darse condiciones/posibilidad para no tener las condiciones/ataduras, los condicionamientos que la han ido degradando.

¿No habrá alguna universidad cuyos departamentos de administración y economía puedan imaginar cuáles condiciones se requieren para que no esté condicionada por y en función del mercado, del empleo y salario, de la venta y la ganancia, ni dentro de sí ni ante la sociedad? ¿O crear una administración no concebida para hacer más eficiente la empresa, sino para generar otras formas de co–laboración en función de una producción de bienes que sean al mismo tiempo producción de relaciones humanas y de ajustes en el medio ambiente? ¿No habrá un departamento de pedagogía que pueda inventar e instrumentar procesos y criterios alternativos a los impuestos por los mecanismos regulatorios/controladores, o un departamento de ingeniería que pueda mostrar que la tecnología del automóvil, en el mundo actual, es inmoral por los daños de todo tipo que produce, pero que al mismo tiempo pueda imaginar ciencias alternativas de movilidad? ¿Sería posible una colaboración entre los departamentos de salud, diseño y bioquímica que permita no sólo seguir pensando cómo reciclamos la basura, sino en procesos industriales y hábitos de consumo que dejen de producirla, o un conjunto de ingeniería, antropología y sociología que permita no sólo producir energías alternativas sino tecnologías y ciencias y procesos técnicos diseñados para consumirla de formas más racionales?

Esto implica reajustarnos o, más probablemente, reinventarnos como universidades y como universitarios. No sólo innovar nuestras tareas, nuestra pedagogía, economía o relaciones humanas, sino nuestra misma autocomprensión, razón de ser y ethos. Hacernos capaces de imaginar, inventar y compartir no sólo una razón —obviamente no instrumental—, sino, en último término, un nuevo Espíritu —ethos/passio— para la ciencia, para la universidad y la cultura actual.

 

Bibliografía

Castoriadis, Cornelius, Los dominios del hombre, las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988.

Derrida, Jacques, “Las pupilas de la Universidad” en Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A, Barcelona, 1997. Edición digital Derrida en Castellano. https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/como_no_hablar.htm

Lanceros, Patxi, La modernidad cansada y otras fatigas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006.

 

[*] Doctor en Teología por el Instituto Católico de París. Doctor en Ciencias de la Religión con especialidad en Antropología por la Universidad de París–Sorbona. Profesor del ITESO. pvelasco@iteso.mx

[1].     Patxi Lanceros, La modernidad cansada y otras fatigas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, p. 55. El autor   cita a un conjunto de pensadores, especialmente algunos pertenecientes a la Escuela de Frankfurt.

[2].    Teoría asumida en la práctica por las mismas universidades privadas que esperan que los bienes
—conocimientos o valores— que confieren a los grupos a los que sirven puedan rebalsar después hacia los que no tienen acceso directo a estos bienes.

[3].    Patxi Lanceros, La modernidad…, p. 53.

[4].    Ibidem, p. 54.

[5].    Basta pensar que igualar a todos en los niveles de consumo del llamado primer mundo sería la injusticia más radical que podríamos cometer, puesto que acarrearía la devastación total del planeta en menos de 30 años.

[6].    Cum–sistere significa estar de pie (ser real) con (otros).

[7].    Cfr. Jacques Derrida, “Las pupilas de la Universidad” en Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A, Barcelona, 1997. Edición digital Derrida en castellano.

[8].    Significativamente, en un seminario con profesionistas, un ingeniero manifestaba que si bien su profesión trabajaba esencialmente en el manejo y medición de tiempos y espacios, nunca le habían llevado a preguntarse por la esencia o realidad de ninguno de los dos, menos por su significado humano.

[9].    Cfr. Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre, las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988, pp. 149 y ss.

[10].    Consideración aportada por el maestro José Luis Bermeo en una conversación.