La universidad y sus afluentes: el colegio de humanidades

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Alfonso Alfaro Barreto[**]

Recepción: 23 de octubre de 2017
Aprobación: 19 de enero de 2018

 

El ITESO celebra 60 años de su fundación. Son ya 60 años, pero podríamos quizá decir que son apenas 60 años. Es una universidad joven, que ha alcanzado grandes logros pero que se encuentra en un momento de crecimiento vigoroso, lejos todavía de los niveles de consistencia y madurez que adquieren con el tiempo las instituciones de esta naturaleza.

Sin embargo, no son sólo 60 años. Porque el ITESO forma parte del proyecto educativo de la Compañía de Jesús, cuya vida se acerca ya al medio milenio. Por su parte, las universidades son instituciones ya casi milenarias: las seis décadas del ITESO se inscriben en esos dos grandes ciclos.

Quisiera hacer una reflexión muy breve sobre el papel de la educación superior en este largo curso del tiempo y tratar de ubicarnos en él.

Hay en nuestros días un consenso generalizado con respecto a la educación y, en particular, a la educación superior. Se encuentra sumamente extendida la idea de que la educación desempeña un papel fundamental para la resolución de los problemas sociales más profundos. Asistimos a una especie de sacralización de la educación y de la universidad; las sociedades creen en ellas, y esto les confiere una responsabilidad enorme. La universidad ha adquirido un papel de rectora, de generadora de valores, de referencia que legitima a las demás instituciones.

Es necesario recordar que la universidad tal como la conocemos es una institución que surgió en Occidente. No brotó en otras civilizaciones como la islámica o la confuciana, que tienen sus propias tradiciones educativas. En esas regiones se ha ido adoptando cada vez con mayor frecuencia su nombre, aunque no siempre su tradición y su espíritu. Y, aunque la universidad ha ido nutriéndose del flujo de otros espacios civilizatorios, esta institución recoge de manera primordial todo el aluvión de lo que la cultura occidental ha ido construyendo. Un elemento muy importante para tomar en cuenta es que la educación superior de matriz universitaria ha sido absolutamente indispensable para la formulación del modelo social de los países que aspiran a la democracia. No se puede calibrar el nivel del funcionamiento democrático en una sociedad si no se toma en consideración el papel que las universidades desempeñan en ella.

¿Qué es, pues, esa institución que llamamos universidad? ¿Por cuáles caminos ha llegado a sus actuales configuraciones?

Todas las sociedades disponen de una serie de mecanismos que en las culturas tradicionales se llaman ritos de paso, espacios liminares entre una generación y otra, donde los valores de la sociedad se hacen explícitos, y donde los niños y los jóvenes van asumiendo esos valores como dispositivos de pertenencia: esas indispensables funciones de socialización, naturalmente, han formado parte de las tareas de las instituciones universitarias.

Los orígenes de la educación occidental se encuentran sin duda en la paideia griega y la Academia, en el ágora y el foro, pero sus antecedentes inmediatos son el monasterio (morada de los monjes) y la escuela catedralicia (regida por los canónigos).

La Universidad de Cambridge conmemoró hace una década los 800 años de su fundación, y la Universidad de Salamanca celebró la semana pasada un festejo semejante; éste es el periodo que los historiadores llaman primer renacimiento del siglo xiii. La universidad adquiere su fisionomía distintiva en el momento en que se consolida una civilización que se llamó La Cristiandad.

 

La universidad escolástica

La universidad se estructura al mismo tiempo que el ayuntamiento, el gremio, la banca, el convento (monasterio), el parlamento o la dinastía. Esas instituciones están todavía más vivas unas que otras, pero es importante reconocer que la universidad respondió al mismo tipo de necesidades que ellas. En ese momento la función de la universidad es tratar de explicar el cosmos y dotar de cuadros a los incipientes órganos de justicia o de gestión de la vida pública; por eso las cátedras fundamentales son las de teología, vértice de todos los saberes, seguidas de las de filosofía —llamadas “de artes”, que tenían entre sus funciones el escrutinio de la naturaleza—. También es necesario hacer funcionar la vida de la sociedad y, para ello hay que fundar las cátedras de derecho; hay que, por otra parte, manejar de manera sistemática las relaciones con el cuerpo humano a través de los estudios de medicina. Ésa es, básicamente, la estructura fundamental de la universidad medieval, profundamente marcada por la herencia aristotélica, que había llevado a su plenitud un sistema de exploración de la realidad donde reinaba el razonamiento silogístico.

La base fundamental sobre la que se erguía todo el sistema era el principio de la necesaria correspondencia entre el orden de la naturaleza y el de la gracia, que hacía imposible la discrepancia radical entre el conocimiento y la fe. De esta manera, las empresas de la razón inquisitiva poseían la legitimidad y el aliciente para avanzar cada vez más lejos en la búsqueda de una luz que no podría ser distinta de la que irradiaba la revelación.

 

El colegio humanista

Un par de siglos después, hacia los siglos XV y XVI tiene lugar una inflexión importante en esta institución. Hay que hacer frente a un ensanchamiento del espacio sideral (Copérnico) y del orbe (Colón, Magallanes), a una diversificación de las sociedades —es el primer contacto sistemático de los seres humanos con culturas realmente distantes— y surge una serie de instituciones que provocan una implosión del mundo universitario regido hasta entonces por el método escolástico y le aportan un extraordinario dinamismo. Una institución fundamental en este proceso es el colegio de humanidades. A partir de la segunda mitad del siglo xvi, la Compañía de Jesús desempeña en este movimiento cultural un papel sumamente relevante: en el mundo católico el colegio es, de manera emblemática, el colegio jesuita. Si bien los colegios existían ya en la Edad Media, habitualmente en forma de convictorios o residencias estudiantiles, en el siglo xvi se convierten en una institución distinta: un espacio que aspira a ser el polo de florecimiento de la cultura humanista que se encontraba en su momento de plenitud. El colegio renacentista no sólo está vinculado al nacimiento o la consolidación de las naciones, de los observatorios, de las misiones, de la mística como territorio propio —de Lubac y de Certeau han mostrado cómo en esta época la mística se convierte en un espacio específico para enfocar la relación con el cosmos—. El colegio de humanidades está marcado por la centralidad de los procesos de comunicación (que se expresan a través del auge de la retórica y de la figura tutelar de Cicerón), del desarrollo de la imprenta y la formación de los gabinetes de curiosidades, ancestros de los museos, y de las grandes bibliotecas. Tenemos un extraordinario ejemplo de esa atmósfera en el cartel que anuncia este vi Encuentro El Humanismo y las humanidades ilustrado por una imagen de la biblioteca del colegio jesuita de Praga. La biblioteca era con frecuencia el núcleo en torno al cual se articulaba la vida de los colegios.

La cultura del humanismo renacentista, que concedía una gran importancia a la exploración de los misterios del lenguaje, fue naturalmente un espacio privilegiado para el desarrollo del arte como el gran sistema planetario de comunicación.

En el ámbito de la cultura tridentina, en el que está inscrita la Nueva España, el colegio jesuita es un polo fundamental de la vida social: la exploración de los abismos cósmicos a través de la teología, las artes y la experiencia espiritual; la exploración del universo por medio del observatorio astronómico, las matemáticas, la filosofía y la historia natural; la exploración del orbe y sus habitantes gracias a los viajes de los misioneros naturalistas, etnólogos y cartógrafos; los experimentos tecnológicos realizados por los hermanos coadjutores que son arquitectos, ingenieros, agricultores, ganaderos, administradores.

Fecundada por el colegio, la universidad se convierte en una institución distinta de lo que era en la Edad Media. Ahora la universidad tiene que gestionar la heterogeneidad y la diversidad. Europa está ya escindida —entre el protestantismo y el mundo católico— y la universidad, además de explorar el universo, está obligada a consolidar instituciones como el Estado y a comunicar entre sí a individuos, pueblos y civilizaciones; ha adquirido funciones nuevas: debe aventurarse en los espacios de la vida interior y proponer dispositivos para el manejo de los afectos y de la sensibilidad.

Poco a poco la universidad, tanto en el mundo católico como en el protestante, va siendo desafiada y transformada por la cultura del humanismo y las instituciones que ella ha hecho surgir. El énfasis en las funciones formativas, distintas de las que se orientan a la capacitación para desempeñar un puesto, se hace explícito por el hecho que los colegios jesuitas no solían otorgar títulos, que el estudiante debía obtener presentando exámenes en una universidad externa.

En París, la topografía del barrio latino ilustra esta situación: al lado de La Sorbona medieval donde habían brillado Alberto Magno y Tomás de Aquino, el rey Francisco I fundó en el siglo XVI el Colegio de Francia para hacer contrapeso a la universidad y, en el predio prácticamente contiguo, se consolidó en tiempo de Luis XIV el colegio jesuita llamado en su honor Luis el Grande.

¿Cuáles eran entonces las funciones del colegio? Tenía al mismo tiempo labores muy importantes de docencia, pero sobre todo de creación y sistematización del conocimiento, de formación del carácter y la sensibilidad. Era un lugar donde se procesaba toda la información nueva producida por los observatorios, o aportada por los proto–etnólogos y los viajeros. Bajo la dirección del P. Kircher, por ejemplo, el Colegio Romano —la principal sede educativa de la Compañía de Jesús— publicó la primera enciclopedia de la cultura china y la primera enciclopedia de la cultura egipcia; en los colegios a través del mundo se produjo una cantidad impresionante de trabajos de investigación acerca de las ciencias naturales y las más diversas lenguas y culturas. Es decir, el colegio era un lugar donde no sólo se enseñaba, sino donde el conocimiento disperso por el mundo se recogía, se procesaba, se analizaba y se difundía por medio de los circuitos planetarios más eficaces (no sólo a través de la católica Amberes, sino incluso de Ámsterdam, la reformada); en el colegio se tejieron redes entre los alumnos y los diversos sectores étnicos o culturales para comenzar a edificar las sociedades nacientes, algunas de las cuales, como la nuestra, llegarían a convertirse en naciones. Era con frecuencia (al lado de la corte y de la Iglesia) un foco principal de creación estética.

 

Experiencias de alteridad

En el siglo XVII el Occidente asumió plenamente lo que significa para la humanidad la existencia de China y, como sabemos y acabamos de aludir a ello al mencionar la obra de Kircher, los jesuitas desempeñaron a través de sus misioneros encabezados por Matteo Ricci un papel fundamental en este proceso. En China, los órganos del Estado, y en particular los correspondientes a la administración pública, no estaban en manos de una aristocracia de sangre, sino en las de una burocracia encumbrada por sus méritos: la meritocracia de los mandarines; el descubrimiento de este sistema va a tener un gran influjo en la transformación del sistema político de Occidente, ya que alentará la crítica profunda al sistema de estamentos heredado de la sociedad medieval basado en tres “estados”: aristócratas, clérigos y pueblo. Ese sistema se fragilizó cuando empezó a consolidarse en Europa la nueva clase dirigente meritocrática de los funcionarios que formaban la emergente aristocracia togada que desafiaba a la antigua nobleza “de espada”.

La consolidación de esas nuevas elites de jueces y funcionarios alimentó las tensiones con los antiguos poderes y suscitó conflictos que contribuyeron a precipitar el hundimiento del Antiguo Régimen. El mundo de la educación superior fue un agente fundamental de este proceso: al lado de las universidades y los colegios, las academias, las grandes escuelas para la formación de militares y magistrados fueron creando estamentos distintos, mucho más flexibles que los heredados de la Edad Media, y dieron origen a un nuevo flujo que llegaría a convertirse en un dispositivo esencial de las sociedades modernas: la movilidad social a través del conocimiento.

 

La ilustración y sus paradojas

El siglo XVIII es el tiempo de la revolución industrial, de las grandes compañías comerciales, pero también es el tiempo de los salones, de las tertulias; es el tiempo de los laboratorios, de la enciclopedia y del café. Todas estas instituciones suscitan un gran dinamismo en el mundo del conocimiento, un dinamismo que no deja de tener claroscuros. El nuevo poder que la ciencia experimental, la industria y comercio mundial adquieren en la conformación de los nuevos caminos del conocimiento, da a la inteligencia humana la ilusión de ser totalmente autónoma. Es la ilusión de la razón autosuficiente. En ese periodo la razón científica se hace cómplice de la razón de Estado y de esta manera se erigen ambas en las referencias últimas de toda legitimidad posible. Para los más fervorosos creyentes en la cultura ilustrada no es necesaria en el cosmos clave alguna fuera de esas dos razones.

Vista desde nuestro país, esta situación tuvo efectos realmente dramáticos: la ilusión de algunos representantes radicales de una modernidad que creía sin fisuras en una versión escueta y voluntarista de la razón ilustrada propició la expulsión y supresión de la Compañía de Jesús, cuyas consecuencias fueron sumamente graves para nuestra educación superior. La gran universidad que existía desde el siglo xvi, la Real y Pontificia Universidad de México, no pudo sobrevivir una vez desaparecida la veintena de colegios jesuitas que la alimentaban desde todas las comarcas del virreinato y tuvo que cerrar sus puertas en el siglo xix. Esto es importante para entender la relación entre el colegio y la universidad: la universidad mexicana no sobrevivió a la supresión de los colegios jesuitas. Ni los cuatro colegios que el rey fundó —minería, botánica, medicina y artes— ni los seminarios diocesanos fueron capaces de reemplazar a esa red de colegios conectada con el planeta entero que habían nutrido y apuntalado a la universidad. Es un extraño episodio donde podemos asistir al suicidio de un gran sistema político y cultural realizado pretendidamente en aras de la razón científica.

 

La universidad, el Estado, la nación

En los siglos XIX y XX, las nuevas potencias económicas aseguran su hegemonía y se extienden por el globo. La universidad se encuentra sumamente ligada a estos procesos: una parte importantísima del conocimiento nuevo se construye en ella, impulsada por el comercio, por la industria, por los imperativos militares, por las urgencias de la expansión colonial y, más tarde, por las necesidades del consumo de las clases medias que van surgiendo de la mano del crecimiento económico y la movilidad social. La universidad reconfigurada tras las guerras napoleónicas desempeña entonces una función primordial en el ámbito político: por una parte, está sin duda al servicio del Estado (germánico o francés, por ejemplo) pero es también el foco de donde emana la crítica social y es la encrucijada de las grandes confrontaciones ideológicas.

La educación superior sigue siendo un vehículo principal de movilidad y al mismo tiempo un espacio en torno al cual se perpetúan las nuevas desigualdades; es un sitio de gran producción de conocimiento, de transmisión de saberes, pero también de muchísimas tensiones, y uno de los principales instrumentos de la estabilidad y de la riqueza de las sociedades occidentales.

A la universidad se le piden, pues, muchas cosas, frecuentemente dispares: que socialice y que impugne los modelos tradicionales de pertenencia, que capacite y que forme, que mantenga y que innove, que explore, sistematice y difunda el conocimiento, que analice y critique, que preserve los legados del pasado y que prepare el futuro, que ayude a construir la armazón institucional que dará solidez a las instituciones y prosperidad a sus habitantes. Sus tareas fundamentales son de síntesis e integración.

 

El presente y el futuro

En nuestra época, al mismo tiempo que las innovaciones tecnológicas crean flujos que no hubiéramos podido imaginar, asistimos a una cierta conciencia del fin de las ilusiones en una igualdad perfecta, en un crecimiento ilimitado, ¿qué podemos esperar de la educación superior dado que ha sabido, con tanta flexibilidad, acomodarse cada vez a los nuevos tiempos?

Las responsabilidades que la universidad desempeña ahora derivan en parte de la acumulación de las funciones realizadas a través de los siglos. Sigue siendo, como en la Edad Media, un lugar privilegiado para interrogar al cosmos y, por tanto, el lugar natural de la reflexión filosófica; todavía se le exige su colaboración para intentar gestionar la vida social y, por tanto, sigue siendo el lugar donde el derecho se elabora y discute; no ha dejado de ser el sitio idóneo para abordar las relaciones con el cuerpo; sigue siendo el lugar también donde se intenta analizar y comprender la interioridad afectiva. La universidad tiene todavía a su cargo la exploración del universo y de las sociedades humanas. Es todavía un polo capital para el desarrollo tecnológico y la comunicación. En la universidad continúan floreciendo las artes y las letras. En todo este sedimento de los siglos cada una de las etapas ha aportado algo y la institución ha sabido ir asimilando esos legados. Eso la convierte en un espacio donde convergen muchas tensiones puesto que tiene que responder a la necesidad de las sociedades de perpetuarse y reproducirse, pero al mismo tiempo no puede dejar de alentar transformaciones profundas en aras de las adaptaciones exigidas por la historia. Tiene el encargo de procurar la estabilidad, pero también es ella la que gestiona la innovación y la flexibilidad; es la principal garante de una movilidad posible a través del conocimiento.

En compañía de una serie de organismos autónomos que gravitan en su periferia como los laboratorios empresariales de tecnología, las organizaciones ciudadanas, los núcleos de análisis y prospectiva, los talleres de experimentación artística, las instituciones de educación superior son todavía espacios dotados de inmensas responsabilidades.

 

Crear, procesar, difundir

Pensando en la tradición específica de la Compañía de Jesús, uno de los elementos más importantes que es necesario considerar es que la universidad para poder ser docente tiene que crear conocimiento, pero, más específicamente, tiene que aprender de los sitios en donde trabaja. Uno de los factores del extraordinario dinamismo intelectual de los colegios tenía su origen en la labor de los misioneros. Ellos aportaban el conocimiento empírico proveniente de los lugares que exploraban y esa información, procesada por los colegios, era luego difundida a través del mundo. Como saben, en el colegio no había cátedra específica de arte, ni de botánica o de historia, pero todas esas disciplinas eran cultivadas en ellos, frecuentemente de manera brillante, en espacios extracurriculares; toda esta actividad extracurricular es uno de los elementos fundamentales del sistema educativo jesuita.

 

Discernir, decidir

En términos de la formación de los individuos, lo más importante en las tareas del colegio jesuita era ayudar a los sujetos a aprender a tomar decisiones, a discernir. Y la universidad, en la medida que produce información y la convierte en conocimiento útil y lo pone al alcance público, ayuda a la sociedad a ir escogiendo sus rumbos. Desde esta perspectiva, el papel de la universidad sigue siendo, como en el colegio del siglo xvi, ayudar a los sujetos a aprender a decidir, y propiciar que las sociedades, gracias al acceso a una masa crítica y accesible de información útil (ésta es una de las funciones principales de la investigación universitaria), tomen decisiones coherentes, pertinentes para la sociedad entera.

 

Liderazgos o elites

Otra de las reflexiones interesantes que podemos traer a nuestra época a partir de la experiencia de las instituciones educativas es una interrogación acerca del concepto de liderazgo, tan en boga en nuestros días, incluso en el espacio universitario. Como sabemos, ninguna sociedad próspera tiene líderes; las sociedades prósperas tienen elites, y esas elites asumen responsabilidades de integración, no guían a nadie a ninguna parte; ellas conectan al conjunto. Un caso ejemplar de estas elites integradoras lo tenemos en los jesuitas mexicanos expulsos en Italia en el siglo xviii, capaces de conocer profundamente la realidad de la vida de los sectores más vulnerables de la sociedad novohispana y hacer escuchar esas voces utilizando los máximos recursos intelectuales en los espacios que formaban la cúspide cultural de su época.

 

El tiempo y la memoria

Hay una demanda que las sociedades formulan a la educación superior, aunque rara vez de manera explícita. Hay una serie de cosas que las sociedades no saben que ignoran. Pienso en el caso de Ricci cuando llegó a China. China era la sociedad más rica, opulenta, próspera, no tenía nada que envidiar a las europeas, salvo tres o cuatro cosas que tenían que ver con la astronomía, las matemáticas, la relojería, la cartografía o el arte pictórico de la perspectiva; pero en verdad no las echaban explícitamente de menos. Cuando vieron que había sociedades que disponían de esos recursos fueron capaces de preguntarse por ellos, de asimilarlos, de utilizarlos. La universidad posee tesoros cuya existencia misma es frecuentemente ignorada por las sociedades. Uno de esos tesoros es la noción del tiempo: la universidad puede colaborar a articular la memoria, el itinerario a través del cual se han construido las sociedades. Con frecuencia, muchos individuos, incluso aquellos cuyas decisiones tienen un peso abrumador, lo ignoran. La mayoría de las sociedades, si las consideramos como conjuntos, realmente no tienen conciencia de la razón por la cual han llegado a donde están. Y ésa es una de las mayores aportaciones que la universidad puede hacer a la sociedad: permitirle descubrir cosas que no tiene conciencia de ignorar, aunque su carencia sea causa de profunda desazón. En la capacidad de manejar la conciencia social del tiempo tiene la universidad uno de sus principales recursos y, por tanto, una de sus mayores responsabilidades.

 

Universidades jóvenes y todavía frágiles

En esta misma línea, no siempre somos conscientes de lo que ha significado para nuestro país la ausencia de un verdadero sistema universitario durante alrededor de un siglo. Las universidades no empezaron a funcionar de manera efectiva prácticamente hasta las décadas de 1920 y 1930, y lo hicieron apremiadas por la urgencia de responder a la necesidad de cuadros para la vida pública y la empresa. Por eso adoptaron un modelo excesivamente orientado hacia la capacitación de profesionistas, dejando de lado la indispensable formación que se adquiere a través del cultivo de las disciplinas que dieron lustre a la cultura de las humanidades. Además, el sistema educativo mexicano desdeñó de manera flagrante la preparación de su fuerza de trabajo para los oficios técnicos capaces de generar alto valor agregado. Una tarea indispensable para la universidad es analizar esta situación y comenzar a proponer alternativas. Esta tarea es tanto más urgente cuanto que en el ámbito planetario uno de los mayores desafíos de nuestras generaciones será sin duda el destino de una fuerza de trabajo en abierta competencia con nuevas tecnologías que la obligarán a reconvertirse.

 

La construcción de instituciones

En las discusiones cotidianas en nuestro país, uno de los consensos habituales es que la corrupción es la causa y raíz de todos los males (o casi). Tal vez convendría aplicar a esa idea una mirada crítica, como la que es necesaria para la noción de liderazgo. Lo contrario de los sistemas y comportamientos personalizados de carácter clientelar a los que está asociada habitualmente la imagen de la corrupción son los sistemas y comportamientos impersonales de carácter institucional, tanto en la gestión de los órganos de Estado como en la impartición de la justicia. Corrupción implica podredumbre, degradación, descomposición de algo que ya existía. No puede degenerar algo que todavía no ha visto la luz. Y nuestras instituciones en el ámbito de la vida pública se encuentran en una situación tan frágil e incipiente que más que ser regeneradas, corregidas o enderezadas necesitan simplemente ser construidas. Ahora bien, construir instancias de esa naturaleza no puede ser la tarea de un gobierno, un equipo o un grupo por brillante que sea, requiere esfuerzos generalizados y plurales y sobre todo necesita tiempo, tiempo medido en décadas y siglos. Por esa razón quise aludir al impacto que tuvo en la cultura política de Occidente el descubrimiento de la meritocracia china. La Fonction publique francesa o el Civil service británico llevaban ya siglos de esfuerzos de integración cuando recibieron ese aliciente espectacular en el siglo xvii.

Recordemos, para comprender la endeble realidad de muchos de nuestros organismos públicos, la destrucción sistemática a que han sido sometidas nuestras balbuceantes instituciones en cada una de las desapariciones del Estado causadas por los terremotos sociales que hemos padecido.

 

Conocimiento y sabiduría

Quizá la vocación realmente esencial del trabajo universitario sea ayudar a los individuos y a las sociedades a distinguir entre el conocimiento (que hay que impulsar sin descanso) y la sabiduría, que nos permitiría sortear las trampas de la arrogancia y la autosuficiencia. En la tradición jesuítica esta diferencia se llama aceptar la condición de creatura: asumir los márgenes infinitos de duda e indeterminación que rebasan siempre a los más refinados modelos analíticos y teóricos, reconocer el vértigo que implican los abismos inherentes a la condición humana y a los inmarcesibles horizontes del orden cósmico y de la historia.

 

Dentro de sesenta años

Finalmente, si es verdad que, tratándose de la construcción de las sociedades, los primeros quinientos años suelen ser los más difíciles, podemos decir que no es poco el camino que llevamos adelantado. El ITESO, esta institución que se inscribe en corrientes de siglos y de milenios, tiene que celebrar por lo mucho que ha enriquecido a tantos individuos y a la sociedad en los sesenta años que han transcurrido desde su fundación, y a partir de ahora continuará sin duda, en compañía de sus congéneres universitarios, realizando aportaciones significativas para ayudar a ir construyendo con tenacidad y paciencia los ámbitos idóneos para que florezca una sociedad que no necesite líderes porque tendrá elites responsables que sepan integrar y reconciliar, e instituciones sólidas que puedan dar a cada persona un trato más justo y eficaz. ¿Quién hubiera imaginado hace apenas sesenta años en un país con un sistema universitario que estaba apenas en ciernes, en una sociedad crispada por los antagonismos ideológicos, el dinamismo y el vigor que iba a alcanzar hoy esta institución (para no hablar de sus espléndidas arboledas)?

¿Qué estarán celebrando dentro de sólo 60 años los herederos de los colegios tapatíos de Santo Tomás (1591), San Juan Bautista (1696), San José (1906) o del Instituto de Ciencias (1920) y del ITESO (1957)? Tal vez la fortaleza, aunque sea incipiente, de una economía más solidaria, de una sociedad cuyas instituciones comiencen a garantizar un verdadero Estado de derecho, de un país dotado de verdaderos órganos profesionales de administración pública (servicio civil de carrera) y de sistemas de participación ciudadana más activos e integradores que los actuales. Sería simplemente continuar el legado de la generación de los jesuitas expulsos que desde Bolonia se empeñaron en construir en torno al nombre de México la matriz mestiza que tanto ha hecho por acercarnos y reconciliarnos.

 

[*] Conferencia presentada en el VI Encuentro El Humanismo y las Humanidades en la tradición educativa de la Compañía de Jesús. Primera mesa: La universidad en el mundo, realizado en el ITESO, Tlaquepaque, Jalisco, 23 de octubre de 2017.

[**] Doctor honoris causa por el Sistema Universitario Jesuita de la Provincia Mexicana. Doctor en Etnología y diplomado de Estudios Avanzados por la Universidad de París VII. Diplomado por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Profesor del ITESO y director del Instituto de Investigaciones Artes de México.