La educación superior como bien público

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Roberto Rodríguez–Gómez[**]

Siempre estoy muy complacido de estar aquí con ustedes, pero ahora es más especial porque es el 60 aniversario de una institución de lo más respetable, una de las primeras universidades particulares en México.

Quería comenzar esta presentación, después del espléndido recorrido histórico que nos ha brindado el doctor Alfonso Javier Alfaro Barreto en su exposición, con dos anotaciones preliminares. Primera: la trayectoria histórica universitaria sólo puede calificarse de exitosa; ha sobrevivido prácticamente mil años, y eso no es poca cosa; en buena medida ha sido por su capacidad de adaptarse a los cambios, de anticiparlos, y de formar parte de ellos. Pero no está de más recordar que su origen fue más modesto que glorioso. Las primeras universidades en Italia tuvieron como antecedente las escuelas laicas que desde el siglo xi impartían la enseñanza de las artes liberales y de nociones prácticas de derecho. La Universidad de Bolonia, por ejemplo, se creó 100 años antes que la de París y dos siglos antes que Cambridge y es considerada la típica universitas scholarium, es decir, corporación de estudiantes, que durante los siglos XII y XIII cobijó la llamada “escuela glosadora” o “escuela de Bolonia”, que consistía en un grupo de juristas dedicados, por una parte, a glosar el derecho romano para reformular los principios del arte jurídico que daría pie al derecho moderno y, por otra parte, a instruir a los estudiantes en el “arte notarial” (ars notariae), antecedente directo de las cátedras de derecho. Posteriormente las universidades adquirirían la forma de universitas magistrorum, cuyo mejor ejemplo es París, en el que el gobierno y la gestión institucional recae en el claustro de maestros. Más adelante las universidades se vincularán a la historia de la Iglesia, serán de las órdenes religiosas, pontificias y más tarde reales, luego reales y pontificias. Fue una gran transformación desde ese inicio modesto hasta llegar a ser una institución en toda forma que acompañó al primer proceso de modernización del mundo —de Occidente, desde luego—. Ésta es una primera anotación.

Segunda nota: en el siglo XVII las universidades casi desaparecen; la mayoría de ellas prácticamente estaba en crisis. Cuando Maximiliano cerró aquí la Real y Pontificia Universidad de México no fue una
ocurrencia, eso estaba sucediendo en todo el mundo occidental. Por distintas razones. Primero la secularización del Estado moderno, lo que provocó que dejara de actuar ese canal de movilidad social que eran las universidades, que operaban por la concesión del prerrequisito del grado universitario para aspirar al obispado; en segundo lugar y muy importante, el surgimiento, en los márgenes de la institución universitaria, de algo que tardarían las universidades en acoger: la ciencia. Tendrían que venir tres revoluciones casi simultáneas. Una, la de Napoleón, digamos la idea de la universidad al servicio de la sociedad o al servicio del Estado o al servicio del Imperio, que desde la visión napoleónica era más o menos una sola cosa: fusiona las instituciones y eso era ya un proyecto distinto. La universidad patrocinada por el Estado, pero con la exigencia de que ese subsidio fuera devuelto a través de la formación de cuadros profesionales y de otros dispositivos. Y eso fue una revolución fundamental. Nuestras universidades, las latinoamericanas, son en muy buena medida napoleónicas en el sentido indicado: la universidad al servicio de la sociedad, patrocinada o auspiciada por el Estado. Ésa fue la primera transformación.

La segunda fue la reforma que ocurrió en la universidad de Berlín: Humboldt y Kant de la mano. Al mismo tiempo la Razón pura, la ciencia y la técnica. Y esta institución que le había cerrado la puerta a los físicos porque eran astrónomos y “medio astrólogos”, a los químicos porque eran “medio alquimistas”, antes a los cirujanos, etc., abrió una puerta que es clave: hoy no entendemos a la universidad si no es por el ámbito científico, por lo menos en sus pretensiones, pero no siempre lo fue. Vemos que la ciencia era un asunto más o menos delicado, y más o menos en controversia con el dogma.

Una tercera vertiente de modernización se deriva de las ideas del cardenal John Henry Newman, quien contribuyó decisivamente en la creación de la Universidad Católica de Irlanda después de consumada la emancipación católica irlandesa a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Newman, a su vez converso, fue el primer rector de esa institución y con ese carácter estableció una serie de ideas, pautas y recomendaciones para que la universidad asumiera propósitos de formación integral de la persona mediante la inculcación de valores como la libertad, el sentido de la justicia, la serenidad, la moderación y la sabiduría. Los sermones pronunciados por el cardenal serían integrados en su célebre obra La idea de la Universidad, publicada en 1852. A raíz de los procesos de transformación indicados, la universidad emprendió procesos de transformación y reforma que le darían el perfil, ideológico, organizativo y práctico, que ahora nos es familiar. En conclusión, la universidad puede caracterizarse, ante todo, como una institución histórica y, por lo tanto, como una organización contingente; iba a decir que la universidad no tiene esencias sino circunstancias —como sostenía Ortega y Gasset—, pero sería ésta una afirmación extrema, que amerita toda clase de matices. Ahora, colocada la balanza en la que de un lado estaría esa especie de esencia como la misión universitaria, su papel de tutela y creadora de conocimiento, sus funciones de investigación, docencia y extensión, y en el otro las circunstancias concretas, es decir, la capacidad para que la institución resuelva los retos de su tiempo, yo le apuesto más a la segunda posición, aunque me inclino a pensar que la universidad es las dos cosas, una institución histórica contingente que es muy permeable a los retos y a los cambios y procesos que están ocurriendo en el entorno y no sólo, ni principalmente, en torno a sí misma ni a sus propias fuerzas, aunque ella pueda pensar que así es. Está cambiando a partir de su vector interior, pero si uno examina el entorno, se da cuenta de que éste le abre derroteros que la aceleran y retan para que los adapte.

Dicho lo anterior, la universidad del siglo XXI —que ya no es la universidad del futuro, porque pronto cumplirá dos décadas—, se ha transformado básicamente en varias direcciones. La primera nota característica es el crecimiento. Contra todos los pronósticos, incluso los optimistas, por ahí cuando andaba rondando el año 2000 decían que la universidad probablemente seguiría creciendo pero que había que tomar en cuenta el decrecimiento demográfico de la población de jóvenes y que, en el mejor de los casos, su crecimiento sería modesto; pero eso no ocurrió, ocurrió lo contrario. Ha seguido creciendo y como nunca, a pesar de que hay menos jóvenes en edad de estudiar, hay población que sigue demandando instrucción universitaria por distintas razones, y ya no son sólo los jóvenes. En 2015 se cruzó la barrera de los 200 millones de estudiantes en el mundo universitario. Doscientos millones de estudiantes. Y si agregamos que hay otros 200 millones —números redondos— de jóvenes que ya tienen título universitario pero que todavía no cumplen 40 años, estamos hablando de 400 millones. Es una cifra muy grande de personas que están estudiando o que acaban de recibir en los últimos 10 años un título universitario. Y ello en contra de lo que afirmarían las dinámicas demográficas en el sentido de que, habiendo cada vez menos jóvenes, las universidades tenderían a disminuir su crecimiento, y eso no es lo que ocurre. Lo que sucedió es que se captaron contingentes de jóvenes que antes no se atendían. No hablo solamente de las universidades sino del sistema de la educación superior en su conjunto, lo que otros llaman educación terciaria o lo que sigue del bachillerato, y ese cambio, que primero es cuantitativo, tiene también expresiones cualitativas de gran significado. Es un sistema muy diversificado. Nosotros desde las universidades pensamos que la institución universitaria sigue siendo como el sol de un sistema solar y que todo lo demás son planetas, los tecnológicos, las universidades interculturales, las politécnicas, los programas de dos años; ya no es así. En términos cuantitativos no es así; si se toma el gran conjunto de la educación superior, el segmento universitario ya no es mayoría; la mayoría la constituye el resto de las opciones de formación. Y ese cambio en el balance de las cosas también está implicando transformaciones importantes.

Por supuesto, las universidades se han descentralizado. Digamos que la opción federal o federalista ha acompañado las transformaciones políticas de los países después de un cierto umbral de crecimiento y ello ha implicado, a su vez, que las universidades sigan una pauta federalista. Es decir, han dejado de ser como lo eran en el siglo XX: universidades nacionales, universidades centrales, siempre en la capital de la república o el estado correspondiente y empiezan a tener otra geografía. Como la que uno puede ver, porque ocurrió muchos años antes, en Estados Unidos, en donde en toda ciudad y en todo estado hay prácticamente una universidad relevante. En América Latina eso no ha pasado. Comienza a ocurrir. Y en México está ocurriendo, conservando todavía esa aura dorada de las grandes instituciones nacionales o federales. Sin embargo, bajo cualquier parámetro, los sistemas de educación superior de los estados resultan competitivos; no siempre en calidad, pero sin duda alguna en términos de cantidad y, sobre todo, en términos del efecto que tienen en el contexto o en el plano local.

Han cambiado también los modos y modelos de gestión al calor de las transformaciones de la política. Hoy estamos en el escenario de la transparencia, de la rendición de cuentas, la gobernanza pública, la fiscalización y auditoría a las instituciones para que no hagan mal uso de los recursos, entre otras pautas, y ésa es también una tendencia mundial: la evaluación lo es, con formas ya muy sofisticadas tanto de evaluación como de acreditación. La tendencia es, desde luego, mundial, propuestas de cambio curricular que han sido desarrolladas en distintos escenarios. El Espacio Europeo de Educación Superior ha significado, en ese sentido, un momento muy revolucionario para pensar la formación superior desde otro ángulo, por ejemplo, desde las competencias profesionales.

Los procesos descritos hablan también de convergencia. Hay un primer momento, la primera década del siglo XX, en el que la diversificación genera muchas propuestas tanto curriculares como programáticas, ahora hay una pauta de convergencia, en el sentido de que tengan un lenguaje común para que signifique más o menos lo mismo en todas partes el título de licenciatura, el grado de maestría y el doctorado. Estamos también en una era muy curiosa, espero que ésa sí sea pasajera, en una especie de competencia internacional: los rankings entre los diferentes sistemas universitarios para ver cuáles son los más sólidos.

Además, hay debates relativamente nuevos pero que son centrales, trascendentes y que, dependiendo de cómo se resuelvan, nos darán una pista de para dónde o por dónde va la universidad en el futuro discernible. Uno es el debate del bien público y de la responsabilidad social. Decimos que las universidades tienen una responsabilidad social, pero ¿en qué consiste? ¿Cómo se opera? ¿Cómo se manifiesta? ¿Qué tipos de proyectos hay que hacer para llevar a cabo esa responsabilidad social? Es muy conocida la discusión conceptual pero también práctica sobre el tema de la empleabilidad. Se ha logrado después de mucho tiempo, después de mucha presión, que la mayoría de los que cumplen los requisitos tengan acceso a una forma de educación superior, ahora el problema ya no está en la puerta de entrada sino en la puerta de salida, ¿qué haces con el título y dónde lo colocas? En un empleo, si se asume la ruta de la universidad como promotora de la movilidad social que es el relato del siglo XX, pero ése ya no puede ser el relato de la universidad del siglo XXI. He ahí una discusión muy importante, un gran tema. Otro debate crucial es cómo resolver, al mismo tiempo, los retos de la inclusión y la calidad. Y ése es, como trataré de sostener en los próximos minutos, el dilema del bien público, de la universidad como un bien público, conceptualización que está muy de moda, o que se declara y se acepta en todas partes.

A mi manera de entender las cosas, la cuestión tiene tres perspectivas. Una es jurídica. La educación superior es un bien público porque es un derecho de los ciudadanos y no debería ser un derecho que se limite o se restrinja a la educación fundamental, sino que es una manera de concebir a la educación superior como la educación básica, si se quiere, del siglo XXI y, por lo tanto, tiene que ser también un derecho de todo ciudadano el poder tener acceso a la educación superior porque, al contrario, si no se tiene acceso a ella, repercute en fenómenos de exclusión de todo tipo: laborales, sociales, culturales, etc. Así, hay una discusión jurídica si se declara en qué nivel y cómo la educación superior actúa como parte del derecho educativo; en muchos países hay esa discusión y se va resolviendo de diversas maneras. Nosotros tenemos una manera salvaje de hacerlo: poniendo normas. La educación, sin más, es un derecho fundamental que el Estado debería impulsar, incluida la educación superior, pero no se encarga de impartirla.

Aparte de la visión jurídica, de la educación como un derecho y como bien público, está la discusión política. Es algo contingente como lo es la política. Y ya no se trata de la cuestión de que sea un derecho, sino de qué políticas públicas y, sobre todo, qué presupuesto público se coloca en las instituciones para hacer realidad ese derecho; porque una cosa es que esté en una norma y que de alguna manera sea exigible y, otra cosa que en efecto sea fortalecida, sostenida, etc., con cargo a la sociedad. Ésa es otra discusión.

Y está, por último, la discusión de los economistas. Ellos, desde Samuelson en los años cincuenta del siglo pasado hallaron una definición de bien público en la que no me detendré y que más bien es de orden técnico. Es este asunto de bienes que no son rivales y que cualquiera puede acceder a ellos sin quitar, por ese acceso, el que otra persona también pueda hacerlo, es decir, que son prácticamente accesibles para cualquiera.

A mi juicio hay cuatro condiciones ideales de la universidad como bien público. Las que aquí presentaré se refieren a sistemas y no a instituciones. Uno: existe una amplia cobertura. En principio, nadie se queda afuera si cumple los requisitos: si cursó el bachillerato y quiere cursar la educación superior hay un lugar para él, quizá no el lugar que prefiere, pero sí lo habrá y eso lo garantiza el Estado. Ése es un sistema de alta cobertura. Segundo: hay una baja discriminación económica, lo que llaman asequibilidad, o en inglés affordability. No quiere decir que los estudios son gratuitos, sino que son costeables, sea porque el costo directo es pagable o sea porque existen sistemas financieros, becas, etc., que permiten que la cuestión económica no sea un límite. Hasta ahí las dos primeras condiciones económicas del bien público, pero hay otras dos más. El sistema de educación superior debe generar externalidades positivas, es decir, calidad académica. Y de ahí derivar en un segundo nivel de externalidades positivas, que es que la oferta sea coherente con el sector laboral; es decir, que haya empleabilidad de los egresados.

Para mí ésas son las cuatro condiciones necesarias para el bien público. Porque uno puede pensar en sistemas masivos de educación superior, pero hay sistemas masivos que no son de buena calidad y no proyectan a los estudiantes al mundo del trabajo. Entonces la masividad no es una garantía del bien público. Lo es si está acompañada de estas dos cuestiones: les sirve a los jóvenes para su proyecto de vida, para su realización personal sea o no económica, les sirve porque ellos van a una universidad para algo y no sólo a pasar el tiempo, seguramente, aunque lo pasen muy bien, creo que tienen un proyecto, un sueño, una esperanza, un para qué y la universidad debe de responder a esa expectativa. Y la segunda, también tiene que servirle al país. Tener universidades de alta calidad tiene que generar un bien social más allá de los beneficios individuales. Sostengo que, si estas cuatro condiciones se cumplen, ahí hay un bien público.

Lo que lleva a una primera conclusión: que el bien público no es esencial. No es un punto de partida, es un punto de llegada, es algo que se construye y se puede construir. Además, no es absoluto, es relativo. Tiene un más y un menos. Hay sistemas que cumplen alguna de estas condiciones, hay sistemas que cumplen más de ellas y es muy difícil encontrar algún sistema en que todas estas condiciones se cumplan todo el tiempo. Entonces es un gradiente el bien público. Repito, un punto de llegada y no un punto de partida, más que un postulado jurídico es una aspiración y no una declaración, es una construcción que cuesta trabajo, que cuesta dinero, etc. Ésa es mi tesis.

Para 2020 uno de cada dos profesionistas será o de China o de Malasia o de la India o de Japón. Uno de cada dos, para 2020, que no es “cuando el futuro nos alcance”. Y eso no es una cosa hipotética porque el mercado de las profesiones se está volviendo ya global, a los egresados les va a tocar competir con esa fuerza que está teniendo un crecimiento monumental, está aumentando al doble de lo que está creciendo América Latina y casi al triple de lo que está creciendo en Europa. Y esto crea la universidad del siglo XXI, Estados Unidos y Europa se reducen a ser 25% nada más, América Latina 10%. Hay que ir pensando también en términos de una condición de competitividad en un mundo económicamente nuevo. No es necesariamente una visión pesimista. Es lo que es.

Hay una relación entre el nivel económico de los países y su cobertura de educación superior. Hay países que tienen una cobertura alta y un producto interno bruto bajo, Ucrania es el ejemplo. Y el resto de los países que conformaron a la Unión Soviética, con niveles de producto interno bruto y niveles de cobertura altísimos. El caso más frecuente es el de cobertura baja porque son pobres, son todos los del segmento III, los grandes, pero también toda la “chiquillada” está metida ahí; pero también hay estos otros casos que son más curiosos, tienen cobertura alta y un PIB alto, países como Venezuela, Irán, Turquía, Argentina, Canadá, Estados Unidos, prácticamente toda la Europa occidental, Oceanía y Chile, etc. Ahora bien, en ese segmento, el II, unos son sistemas con alto coeficiente de gasto público y otros, más bien son sostenidos por gasto privado: Estados Unidos o Inglaterra, y desde luego también el caso de Chile.

México está en el nivel más desalentador, porque tenemos cobertura baja a pesar de tener un PIB alto. Como nación somos como la undécima o duodécima economía del mundo, y de cobertura estamos en el lugar 80 de 200. En cuanto a la proporción de jóvenes entre 25 y 34 años que están desempleados y tienen título profesional, la estadística indica 7.7% de desempleo de jóvenes con título de educación superior. Lo más grave es que México tiene uno de los ritmos de crecimiento de desempleo de jóvenes con título profesional más grandes en el mundo. Está creciendo el fenómeno. Empezamos en 2010, la tasa de crecimiento era más o menos de 2% y ahora la tasa de desempleo de los jóvenes con título está en 6% anual. Y crecer a 6% anual es una velocidad muy alta, porque estos egresados titulados pasan de 7% a 10%, a 15%, a 20%, como están en España, a 30% como han estado en Inglaterra, a casi 40% como están en Grecia.

El reto de la empleabilidad resulta fundamental y sólo se resuelve a través de políticas públicas que toman en cuenta al mismo tiempo la generación de empleos y la generación de plazas en las instituciones. Oficialmente crece mucho más la matrícula que el empleo. En México está creciendo a una tasa de 2%, ya no se puede saber porque hay un maquillaje de cifras: prefieren corregir los indicadores que corregir los problemas. De verdad: cambian los criterios, cambian la pobreza, cambian el desempleo.

Finalmente, los invito a regresar a la idea de que el bien público es algo que se tiene que construir de manera intencional, no es algo que llega y sucede, no es una declaración, es un trabajo por hacer y tiene que verse de esa manera.

 

[*] Conferencia presentada en el VI Encuentro El Humanismo y las Humanidades en la Tradición Educativa de la Compañía de Jesús. Primera mesa: La universidad y el mundo, realizada en el ITESO, Tlaquepaque, Jalisco, 23 de octubre de 2017.

[**] Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, miembro del Seminario de Educación Superior de la UNAM, director de la Revista Mexicana de Investigación Educativa. roberto@unam.mx