Sintomatología de la angustia (Hegel, Kierkegaard, Heidegger

Irving Josaphat Montes Espinoza [*]

Recepción: 24 de febrero de 2018
Aprobación: 2 de abril de 2018

 

Abstract. Montes Espinoza, Irving Josaphat. Symptomology of Anxiety (Hegel, Kierkegaard, Heidegger). If the term “nihilism” appeals to a kind of intellectual shipwreck where Western man suddenly finds himself, the term “anxiety” evokes the existential facet of that shipwreck. Whatever the word “anxiety” meant before the Romantic period makes little difference now. What is being examined here is a particular way of living and thinking anxiety, an approach that gives the concept a new meaning and role as a concept that intervenes—it might be more precise to say that it barges right in—to the practice of philosophical thinking.
Key words: anxiety, Hegel, Kierkegaard, Heidegger.

Resumen. Montes Espinoza, Irving Josaphat. Sintomatología de la angustia (Hegel, Kierkegaard, Heidegger). Si decir “nihilismo” es apelar a una especie de naufragio intelectual en el que de repente el hombre occidental se descubre, decir “angustia” es apelar a esa faceta existencial del naufragio. Sea lo que sea que haya significado la palabra “angustia” antes del periodo romántico, es algo que aquí poco importa. Lo que aquí está puesto en cuestión tiene que ver con una manera específica de vivir la angustia y de pensarla, una manera en donde este concepto se resignifica y es tratado como un concepto que interviene —o quizá irrumpe de manera violenta— en el proceder del pensamiento filosófico.
Palabras clave: angustia, Hegel, Kierkegaard, Heidegger.

 

Como el que intenta desandar la vida
y llega al callejón ciego
que lo obliga a aceptar lo presente.

Hugo Gutiérrez Vega[1]

 

El señor se dio por satisfecho,
se despidió con un paternal Hasta luego,
y se fue a su vida.
Entonces, por primera vez Adán
le dijo a Eva, Vámonos a la cama.

José Saramago[2]

 

El pensamiento parte de la angustia y retorna a ella. Es el hombre angustiado, ávido de sentido, aquel que se pregunta, aquel que emprende el andar urgente en espera de un encuentro nunca prometido. Para Hegel, la angustia se hace presente a manera de desesperación; para Kierkegaard, ésta llega al hombre junto con la conciencia de su condición humana; en cambio, para Heidegger la angustia se da en el caer en cuenta del sentir no–estar–en–casa. En todos ellos el sentimiento de angustia representa el preludio de una libertad por asumir, de una apropiación de la existencia.

En Hegel el sentimiento de la angustia se anticipa al escepticismo. Sólo quien pretende el saber real y lo piensa como necesario está condenado a ser defraudado. La conciencia natural defiende la certeza de su saber; lo que no es todavía capaz de prever es que el camino hacia el saber absoluto será un camino negativo, un camino de continuas pérdidas, de encuentros y desencuentros. Apenas se aferra a un saber, éste se ha ido; todo saber está sentenciado al fracaso, toda determinación, tarde que temprano, encontrará su propia negación. La conciencia natural, ante el continuo arrebato de cada saber logrado, de cada hallazgo realizado, comienza a sospechar; la sospecha ya pronostica la pérdida de lo recién adquirido. Y es en esta sospecha donde comienza a brotar la desesperación; las pérdidas anteriores profetizan la inevitabilidad de la pérdida siguiente. La conciencia natural desespera ante un saber que, aun teniéndolo, se ve perdido, como todos los demás. En el cumplimiento de la profecía la duda toma fuerza, toma un carácter escéptico, se puede estar casi seguro de que la contingencia subyace a toda determinación, se puede apostar a que todo haber que comparece en el mundo es un auténtico condenado a muerte. Para Hegel, es aquí donde la conciencia natural reconoce la nada que tiene frente a sí, pero no una nada en tanto que nada, sino una nada de eso que se niega y que es la condición de aquello que está por realizarse; se trata de una nada determinada. He ahí el fondo del mundo: un ineludible transitar de cosas que devienen en nada, la nada que funciona como mediación entre lo que acaba y lo que comienza, entre lo realizado y lo que está por realizarse. El hombre desesperado es aquel que, a través de la experiencia y la inferencia, anticipa no sólo el fin de cada cosa, sino, también, su propio fin, su inevitable acabamiento. Es el hombre escéptico que reniega de su propio escepticismo y al que le embarga la angustia como ese sentimiento que se da cuando se asiste al fin del mundo y se pretende retornar a su principio, como ese empecinado aferrarse a una determinada forma de estar a sabiendas de su inminente destino. La angustia asalta al hombre de manera violenta, un constante y agresivo arrebato que lo posee. En tal estado, la conciencia natural se siente amenazada, la realidad se le termina imponiendo a manera de despojo. Sin embargo, permanecer en la angustia no es más que permanecer en el miedo a la verdad; quien posee el sentimiento de la angustia ha reconocido ya la verdad pero le cuesta asumirla. La verdad consiste, precisamente, en ese devenir; una vez que se ha hecho abstracción de la negatividad, sólo queda el reconocimiento de la nada que determina al haber, al haber de mundo. La angustia de la conciencia natural es el paso previo a la quietud de la conciencia filosófica, aquella que ha asumido el devenir dialéctico, el acontecer absoluto.

Esta metamorfosis de la conciencia natural en conciencia filosófica corresponde, en Kierkegaard, al acto de asumir la propia condición humana. Para Kierkegaard, el principio de la angustia es también el principio de la historia. La angustia inaugura la especie humana, Adán es el padre, nosotros sus hijos. El pecado original de Adán es, en el fondo, eso: origen; origen que origina la humanidad. Pero la culpa del pecado que Adán comete no sucede al acto de pecar, lo antecede. Adán se sabe primero culpable porque la culpabilidad no es consecuencia de ningún acto, lo que Kierkegaard pretende es mostrar que el pecado tiene que ver más con un proceso de la conciencia que con un mero acto espontáneo. La culpabilidad que Adán siente nada tiene que ver con un sentimiento lascivo, de desbordamiento sexual, antes bien, al sentimiento de culpabilidad subyace un conocimiento o, mejor dicho, un re–conocimiento de una distancia insalvable entre padre e hijo, entre creador y creatura. Lo que Adán reconoce ante la prohibición de Dios de no comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal es la prohibición misma; Adán se ha dado cuenta de que lo que demanda la prohibición es un deber y que lo que constituye a un deber es su posibilidad de desobedecerlo. Es aquí, en la posibilidad, donde a Adán le invade la angustia; de repente se ha concebido como hombre libre, es decir, como hombre, así, a secas. La propia desnudez en la que Adán repara es el descubrimiento del yo, en tanto que yo volitivo. La separación creador–creatura ahora tiene completo sentido, porque el creador ya no es idéntico a su creación, su creación ha tomado vida propia, es decir existencia, en el momento en que se ha asumido como un ser independiente. El saber que angustia a Adán no es el saber del bien y del mal, sino el saber–se libre, el ser testigo de aquella fractura padre–hijo que ha tenido lugar en el Edén.

Ahora bien, al igual que en Hegel, la libertad sólo se puede dar teniendo como condición la nada. A la contemplación de la libertad absoluta le es inherente la contemplación de la nada absoluta. Sólo puede haber una total libertad ahí donde hay un total sinsentido. Lo que angustia propiamente a Adán es, claro está, que sabe de su pérdida de la inocencia, que se ha roto el vínculo con su creador, que en el descubrimiento de la culpa está simultáneamente el descubrimiento de la libertad, pero también que se piensa obligado a actuar ahora que es él quien tiene que hacerse cargo de su propia existencia. Aquí se da la caída, es el comienzo de la historia de la humanidad porque Adán se ha hecho humano. Es la expulsión, el obligado exilio, lo que le exige a Adán elegir, es decir, existir: asumirse en una u otra posibilidad sin conocer bien la posibilidad en la que ha decidido asumirse. Así, la existencia humana se inaugura como una existencia torpe, a tientas, en persistente ensayo y en persistente error. Lo que sigue es inevitable: sólo reconociendo la propia desnudez es posible atenuar la angustia; sólo emprendiendo el éxodo es posible llegar a alguna parte.

En la filosofía de Heidegger se da también una caída, es la caída del Dasein en el Uno. La manera en la que el Dasein está en el mundo es en su condición de eyecto, de arrojado. Pero estar arrojado al mundo implica estar arrojado también a una estructura de significado que amortigua el arrojo. El Dasein está en el Uno, lo que quiere decir que está envuelto en un mundo ya construido, ya edificado, ya dado por el vulgo, por la masa, por lo que Nietzsche llamó, previamente, el último hombre. En este abrigo en el que el Uno envuelve al Dasein, no puede decirse que éste es dueño de sí, al contrario, el Uno le ha despojado de su existencia, el Dasein no se pertenece a sí mismo. Sin embargo, esto no quita que el Dasein siga estando en posesión de su disposición afectiva. Si existe una manera en la que el Dasein pueda llegar a conocerse e ir tras la existencia que le pertenece, ésta se ha de dar en la apertura, se ha de dar transgrediendo el mundo que el Uno le ofrece en la inmediatez.

Así como Adán se angustia en el reconocimiento de la prohibición, así también se puede decir que algo ha angustiado al Dasein cuando éste reconoce su mundo como un mundo que, de repente, se le presenta distante y distinto. Y es por esta disposición afectiva que le es constitutiva por lo que el Dasein ha previsto algo que le es angustiante. Pero esta formulación es, de entrada, equívoca; para Heidegger la angustia no se puede dar ante una determinación, ante un mero algo intramundano, la angustia ante la que el hombre se angustia tiene que ver con aquello que rebasa a cualquier ente. Si lo que experimenta el Dasein fuera temor, se diría entonces que, efectivamente, hay algo que atemoriza al Dasein, pero el sentimiento del Dasein, en este caso, no es de temor, es de angustia; lo que el Dasein, de repente, ha divisado no es algo temible, sino un no–algo angustiante. Ante tal visión el Dasein emprende la estampida, la huida hacia el Uno, ahí donde se siente seguro, cómodo, como–en–casa.

Eso ante lo que el Dasein ha huido no puede ser, pues, algo porque es, precisamente, la nada misma. “El ante–qué de la angustia es el estar–en–el–mundo en cuanto tal”,[3] es decir, saberse en el mundo, pero no en el mundo del Uno, ahí donde todo, o casi todo, tiene sentido; el mundo ante el cual el Dasein se angustia es el mundo en cuanto tal, el mundo en tanto desprovisto de toda significatividad. Es ese mundo en el que la conciencia natural de Hegel desespera, ese mundo en el que Adán tiene que emprender el éxodo, ese mundo donde el Dasein se vuelve a sí mismo y se descubre en la misma desnudez que el primer hombre, es decir, se descubre como pura posibilidad.

A partir de aquí la consecuencia es anunciada: si el mundo como tal carece de todo significado que pretenda determinarlo, la angustia no es sólo angustia ante, es también angustia por; angustia por sí mismo puesto que ha comprendido que si el mundo no significa nada, entonces su sí–mismo no podrá ser comprendido a partir del mundo. El Dasein, en tanto que estar–en–el–mundo, está, en el fondo, suspendido en la nada: en esto consiste su libertad.

Cualquier gesto del Dasein ante la libertad puede entenderse como una reacción ante el sentimiento de la angustia. El Dasein que ha asumido la libertad condicionada por la nada se ha apropiado de su existencia, de la misma forma en que la conciencia natural de Hegel deviene conciencia filosófica o la manera en que Adán se hace hombre. En todos los casos, la libertad como posibilidad es consecuencia de una nada que se deja entrever como resultado de esa duda que va hacia el saber y, en lugar de éste, se encuentra de nuevo consigo misma. Pero la libertad, que es necesaria para la apropiación de la existencia, no se da así sin más, sin ninguna exaltación; a la libertad antecede siempre un sentimiento ineludible de orfandad, de una soledad apenas soportable: para la conciencia natural, este sentimiento consiste en el constante arrebato de lo conseguido, para Adán, en el abandono de Dios, para el Dasein, en el desapego del Uno. Cualquiera que sea el modo en el que esto se represente, se trata de la pérdida del sentido como condición de la autoapropiación; es la escena de Edipo asesinando a su padre, para luego ser condenado al destierro, arrepentido, ciego; con la misma ceguera con la que el hombre libre enfrenta al mundo. Es, también, el suicidio de Príamo y Tisbe; los Adán y Eva adolescentes que no supieron soportar la angustia de la pérdida del otro al que la bestia amenaza. Es la historia de todos los pueblos presurosos de fundar un sentido, de moldear esculturas y erigir templos. Es la odisea del pensamiento filosófico que parte de la angustia para retornar a ella.

 

Fuentes bibliográficas

Colomer, Eusebi, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, Herder, Barcelona, 1990.

Gutiérrez Vega, Hugo, Peregrinaciones. Poesía 1965–2001, Fondo de Cultura Económica, México, 2002.

Hegel, Friedrich, Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 2015.

Heidegger, Martin, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2014.

Kierkegaard, Søren, El concepto de la angustia, Espasa–Calpe, México, 1989.

Saramago, José, Caín, Punto de lectura, Madrid, 2013.

 

[*] Estudiante de la Licenciatura en Filosofía y Ciencias Sociales, ITESO. irvingjosaphat13@gmail.com

 

[1].     Hugo Gutiérrez Vega, “Poemas para el perro de la carnicería” en Peregrinaciones. Poesía 1965–2001, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 220.

[2].    José Saramago, Caín, Punto de Lectura, Madrid, 2013, p. 12.

[3].    Martin Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2014, p. 204.