Marx y las mujeres. Una lectura de El capital y otros apuntes

Ducange Médor[*]

Recepción: 15 de diciembre de 2019
Aprobación: 4 de mayo de 2020

 

Resumen. Médor, Ducange. Marx y las mujeres. Una lectura de El capital y otros apuntes. Si bien alguna corriente del feminismo se reivindica de Marx o del marxismo, en la obra de éste las mujeres no ocupan un lugar en tanto mujeres, sino por cuanto son obreras que, al igual que sus contrapartes varones, son víctimas de la explotación capitalista. El que Marx no haya hecho de las mujeres —y de las formas específicas de dominación de que son objeto— un tema de análisis singular en su obra está en el origen de algunos desencuentros entre marxismo y feminismo. El presente artículo ofrece un esbozo de la presencia de las mujeres en la obra de este pensador, con énfasis en El capital, con el objetivo de dar cuenta de estos desencuentros y apuntar hacia posibles terrenos de convergencia entre ambas corrientes de pensamiento y acción.

Palabras clave: marxismo, feminismo, capitalismo, patriarcado.

 

Abstract. Médor, Ducange. Marx and Women: Reading Das Kapital and Other Notes. While a certain current of feminism draws on Marx or Marxism, in Marx’s actual writings women do not figure as women, only as workers who, like their male counterparts, are victims of capitalist exploitation. The fact that Marx never turned his eye on women —and on the specific forms of domination to which they are subjected— as a distinct topic of analysis in his work has led to clashes between Marxism and feminism. This article presents an overview of the presence of women in Marx’s work, with an emphasis on Das Kapital, in order to shed light on these clashes and point to possible common ground between the two schools of thought and action.

Key words: Marxism, feminism, capitalism, patriarchy.

 

Introducción

Tal vez resulte temerario escribir sobre las relaciones entre Marx y el movimiento o los movimientos de liberación de las mujeres cuando hay razones para suponer que prácticamente todo —o, en todo caso, lo poco que puede decirse— ha sido dicho ya al respecto por personas quizás mejor situadas e informadas que yo sobre esta cuestión. Existe una larga tradición de feminismo marxista que va desde los tiempos de la revolución rusa hasta nuestros días. Enfrentado a un reto de esta envergadura, uno parece tener dos opciones: limitarse a repetir monótonamente lo que sobre el tema han dicho las autoridades (desde la academia o el activismo), o jugar a la provocación al afirmar ideas estrafalarias de muy dudosa originalidad y faltas de contenido. Me resisto a ceder a estas sendas tentadoras, por perezosas, y opto por exponer una especie de rastreo que he realizado de las consideraciones de Marx sobre las mujeres o las obreras en El capital. Después resalto algunos encuentros y desencuentros entre marxismo y feminismo en las últimas décadas del siglo XX. Concluyo apuntando hacia posibles y necesarias convergencias entre ambas corrientes de pensamiento y de acción en los tiempos actuales.

 

Marx y las obreras

Comienzo recordando que para Marx el capitalista es un hombre para quien en todo —en absolutamente todo— se rezuma capital; esto es, lo mueve el aprovechamiento de todo, personas, animales y cosas, para generar dinero. Para éste, el trabajador no es más que un instrumento del que, mediante un salario, puede disponer, desde su nacimiento hasta su muerte, para generar capital. El obrero pasa a ser así una propiedad del capitalista, del mismo modo que el esclavo era una propiedad del esclavista, con la única diferencia de que el obrero vive en el engaño de ser dueño de su fuerza de trabajo. Y su problema es tener que elegir entre morir de hambre o vender esa fuerza de trabajo suya (en realidad, toda su persona) al capitalista.

Escribe Marx: “El capitalista sabe muy bien que todas las mercancías, sean cuales sean su apariencia y su olor, son, en la fe y en la verdad, dinero y además instrumentos maravillosos para hacer dinero”.[1] La fuerza de trabajo que el capitalista compra al proletario entra en la categoría de mercancía; por ende es dinero y, más aún, es la mercancía más apta para hacerle generar más y más dinero (mediante la aportación de plusvalía). El capitalista es una persona sin fe ni ley, que poco a poco absorbe todo lo que hubiera de fuerza vital, de energía, en el obrero. La producción capitalista prolonga el periodo productivo del trabajador durante un cierto tiempo abrevando la duración de su vida”.[2] Lo hace empezar a trabajar desde niño (ocho años) y lo somete a un ritmo de trabajo infernal que acorta su vida.

Ahora bien, el capitalista es un conspicuo cristiano protestante o católico. Lleva una vida austera, disciplinada, casi ascética. Cree profundamente que le tocó en suerte poseer los medios de producción y contar con recursos para comprar la fuerza de trabajo del obrero. También cree que es por algún designio (divino) que este último se ve impelido a venderle su fuerza. Su sueño es que cada uno se apegue al designio que le fue impuesto: él como capitalista, comprador de fuerza de trabajo y generador de capital; aquél como vendedor de esa fuerza y trabajador entregado a la generación de riqueza en la producción capitalista.

El capitalista es, en conclusión, un ser desalmado que vive arrebatado por la pasión de generar plusvalía. Para ese propósito emplea tanto a varones como a mujeres y niños. Ahora bien, en su análisis del funcionamiento general de la producción industrial capitalista Marx no hace un tratamiento especial del caso de las mujeres. En el Libro I de El capital no hay apartado alguno que esté reservado para el abordaje del trabajo de las mujeres en las fábricas. Lo que le interesa es analizar el proceso de generación de riqueza y, junto con esto, los mecanismos de transformación de las facultades del trabajador o de la trabajadora en mercancía o propiedad en manos del capitalista. En esto, hombres y mujeres conforman un mismo grupo: ambos son convertidos en propiedad del capitalista. 

Pero las mujeres vivían una situación particular que es la de ser doblemente propiedad privada: en la fábrica y en el hogar. Pertenecían al capitalista a cambio de un salario y pertenecían a un esposo a cambio de protección. Las mujeres trabajaban en las fábricas hasta 18 horas al día (en Inglaterra trabajaban incluso en las minas). Su participación en el trabajo industrial durante el siglo XIX varió entre el 10 y el 38 por ciento, con diferencias importantes según la región y el grado de industrialización, con Inglaterra y Francia como las cabezas de pelotón.[3] Como se consideraba que las mujeres eran menos aptas para esos trabajos, o sencillamente eran vistas como “no trabajadoras”, su salario era muy inferior al de los varones; ganaban la mitad de lo que se pagaba a ellos. En ese sentido, constituían una propiedad que le costaba mucho menos al capitalista, pero que le generaba ganancias de igual valor que las de los varones.[4] Se les pagaba menos porque consideraban que, por un lado, las mujeres no eran tan productivas como los hombres y, por el otro, no tenían tanta necesidad de dinero como ellos. Es posible que los discursos de condena del trabajo asalariado femenino —cuestión que abordo más adelante— que entonces proliferaban hayan servido de justificación para la menor paga por su trabajo.

La vida en la fábrica afectaba inevitablemente la vida en el hogar; y la manera como se daba esa afectación tenía alcances en las luchas cotidianas sobre la vida de los trabajadores. El que las mujeres permanecieran hasta 18 horas (desde las 4 o 5 de la mañana hasta las 9 o 10 de la noche) en las fábricas de vestimenta implicó que en los hogares los niños estuvieran en el abandono sin que alguien se ocupara de ellos ni del trabajo doméstico. Además, dada la dureza de su trabajo, las mujeres obreras sufrían abortos o sus hijos morían a temprana edad por falta de atención y por desnutrición. En otras palabras, la misma reproducción biológica de la fuerza de trabajo estaba amenazada.

Ahora bien, Marx no ve a las mujeres como una categoría aparte porque lo que estudia es la trayectoria entre el hogar y la fábrica, trayectoria que es dialéctica. Por eso, para el autor de El capital no hay por un lado la cuestión de las mujeres y por el otro la cuestión obrera; las mujeres están plenamente insertas en el análisis porque están vivas y trabajan muchísimo. En esto radica un punto ciego en el análisis de Marx sobre la condición de las mujeres obreras, a saber, que las ve principalmente como obreras explotadas. No son una clase aparte; son integrantes de la clase proletaria, aunque la diferencia de sexo y de edad implicó un obstáculo de talla para la conformación de esa clase.

Como hombre de su tiempo, Marx asume como natural la división sexual del trabajo en el hogar. No la pone en cuestión ni llega a preguntarse si podría ser objeto particular de la sociedad industrial capitalista o si en ésta tuviera un cariz particular. Como observador de lo que hacen y viven los hombres de carne y hueso, tal como se autodefine, se da cuenta de que por esta división “natural” las mujeres viven de forma particular y conflictiva la inserción al trabajo asalariado. Eso imposibilita a Marx —el anunciado punto ciego— integrar en su análisis el trabajo procreativo, esto es, la producción de nuevas personas, de nuevas entidades corporales, más allá del trabajo de alimentación, de cuidado.

Es extraño que haya dejado en silencio esta cuestión y no haya analizado lo que implicaba para las mujeres ser no sólo mercancía comprable por el patrón de la fábrica, sino, además —o sobre todo—, las garantes de la provisión de esta especial mercancía —la fuerza de trabajo humana—, al ser ellas las que aseguran la existencia del ejército de reserva. El capitalista puede exprimir al obrero u obrera hasta abreviar su vida porque tiene la seguridad de que afuera de la fábrica hay muchos que esperan su turno para ser explotados, y esto es gracias al trabajo procreativo de las mujeres.

Una posible explicación para tal ceguera sería que Marx tuvo cierta fijación por las relaciones productivas en las que vio la causa de la alienación de hombres y mujeres por igual. Que las mujeres hayan sufrido más por la separación del hogar en la fábrica y por tener que trabajar en el peor de esos dos mundos era una realidad que acabaría con la derrota del sistema de producción capitalista y con la propiedad privada de los medios de producción. Es justo pensar que Marx creía en la igualdad entre hombres y mujeres. Por esta razón, no consideró necesario o simplemente no se le ocurrió prestar una atención diferenciada a la vida de las obreras. Para él, la división sexual del trabajo en el hogar no era la causante de una mayor explotación para las mujeres, sino las relaciones productivas en las que estaban insertas y que las conducían a vender su fuerza de trabajo a lo largo de muchas horas. 

Para Marx no tenía por qué haber un combate específico que llevar a cabo para la liberación de las mujeres; más bien era necesario salvar tanto a hombres como a mujeres de la organización de las relaciones sociales convertidas en productivas por la organización social capitalista e industrial. Si la producción capitalista no estuviera basada en la extracción de plusvalía mediante el sobretrabajo impuesto a la obrera, ésta podría sin mucha pena dedicarse al trabajo productivo para asegurar su sobrevivencia material y ocuparse de su trabajo doméstico. Así lo hacía en tiempos anteriores a la Revolución Industrial. De lo que se trataba entonces era de luchar por la reducción de la jornada de trabajo mientras advenía la revolución proletaria y, con ella, el fin de la propiedad privada de los medios de producción. De hecho, una de las primeras exigencias de las luchas obreras fue la reducción del tiempo de trabajo, la prohibición del trabajo de las mujeres en las minas y la prohibición del trabajo nocturno para las mujeres adultas madres.

El aclamado documental de Raoul Pech, El Joven Marx, escenifica parte de la convivencia y de las peripecias políticas y financieras de los Marx. Ahí observamos a éste en una relación de igual a igual con su esposa, Jenny Marx, mas en un marco de estricta división de responsabilidades y del trabajo en la pareja: Marx está completamente absorto en el estudio y la escritura, y en el maltrecho papel de único proveedor; mientras que Jenny es la encargada —ayudada por una criada— de la crianza y el cuidado de sus seis hijos. Adoptan un aire de naturalidad, como algo que cae por su peso, en la asunción por cada quien de lo que le toca en la división sexual de papeles en el hogar.

En resumen, así como la producción capitalista, para explotar la fuerza de trabajo, no hace diferencia entre obreros y obreras, Marx tampoco distingue entre lucha obrera y lucha feminista contra el capitalismo. Hombres y mujeres son iguales también en la desgracia de la alienación de su vida; su rescate pasa por una sola revolución, la del proletariado. Según Joan Scott,  

El “problema” de la mujer trabajadora […] estribaba en que constituía una anomalía en un mundo en que el trabajo asalariado y las responsabilidades familiares se habían convertido en empleos a tiempo completo y espacialmente diferenciados. La “causa” del problema era inevitable: un proceso de desarrollo capitalista industrial con una lógica propia.[5]

He aquí lo que era menester combatir y revertir.

En el siglo XIX se escenificó un largo debate en torno a si las mujeres debían trabajar o no. En esta discusión la posición dominante (de hombres, principalmente) era que el trabajo asalariado no era compatible con la feminidad y menos con la maternidad. La expresión más contundente y decisiva de esta posición la encontramos en boca de Michelet: “¡La obrera! ¡Palabra impía, sórdida, que ninguna lengua ha tenido jamás, que ninguna época habría comprendido antes de esta edad de hierro, y que contrarresta por sí sola todos nuestros pretendidos progresos!”[6] Y remata: “La mujer que se convierte en trabajadora ya no es una mujer”.[7] Este debate estuvo motivado por dos cuestiones:

•  La principal, de orden moral, era que causaba horror pensar en una madre–esposa que compartía espacio de trabajo y convivía con “mujeres de dudosa moralidad” y con hombres que pudieran seducirlas.

•  La otra cuestión, de orden político, era que se pensaba que la mujer con un salario podía cuestionar fácilmente la autoridad de su esposo.

Un tal Simon, escritor que hizo de esta cuestión su caballo de batalla, escribió:

La mujer sólo crece con amor, y el amor solo se desarrolla en el santuario de la familia. Si hay algo que la naturaleza nos enseñe suficientemente es que las mujeres están hechas para ser protegidas, para vivir como una joven cercana a su madre, y como esposa bajo la protección y la autoridad de su marido. Podemos escribir libros e inventar teorías sobre los deberes y los sacrificios, pero las auténticas maestras de la moralidad son las mujeres […] Todas las mejoras materiales serán bienvenidas, ¡pero si ustedes quieren mejorar la condición de las mujeres trabajadoras y, al mismo tiempo, garantizar el orden, estimular buenos sentimientos, hacer que se comprendan el país y la justicia, no separen a los niños de sus madres![8]

A este respecto, Scott arguye: “Lo que estaba en juego era la esencia de la femineidad y todo lo que tenía que ver con el amor, la moralidad y la maternidad”.[9] Según esta misma autora, la fuente primigenia de estas críticas provino de los primeros críticos del capitalismo: los románticos católicos y socialistas cristianos, entre otros. “Basándose en la biblia, argumentaban que el destino de la mujer era dar a luz y ser madre, y que el trabajo asalariado era, por consiguiente, una actividad no natural”.[10]

Marx parece no dar importancia a ese debate al que hubiera considerado como típico de la burguesía francesa, superficial y ociosa. Esto puede entenderse porque este autor, como da a entender en La ideología alemana, era poco propenso a detenerse en consideraciones sobre el deber ser, muy propias de la burguesía. Su preocupación era entender lo que pasaba bajo sus ojos, y no era determinante para él si las mujeres debían trabajar o no; el hecho era que trabajaban y mucho, y desde siempre. La cuestión fundamental era cómo transformar las condiciones de trabajo: pasar del capitalismo de acumulación por la explotación a una comunidad de trabajo humanizante.

Vale la pena citar aquí la idea de Marx del trabajo liberado y liberador. Es la perspectiva del Marx filósofo y utopista:

Supongamos que producimos como seres humanos: cada uno de nosotros se afirmaría doblemente en su producción, respecto de sí mismo y respecto del otro. 1º) En mi producción, realizaría mi individualidad, mi particularidad; al trabajar experimentaría el goce de una manifestación individual de mi vida y, en la contemplación del objeto, tendría la alegría individual de reconocer mi personalidad como una potencia real, concretamente asible y fuera de toda duda. 2°) En tu gozo o tu uso de mi producto, tendría yo la alegría espiritual de satisfacer con mi trabajo una necesidad humana, de realizar la naturaleza humana y de ofrecer al otro el objeto que satisfaga su necesidad. 3°) Sería consciente de servir de mediador entre tú y el género humano, de ser reconocido y percibido por ti como un complemento de tu propio ser y como una parte necesaria de ti mismo, de ser aceptado en tu espíritu y en tu amor. 4°) En mis manifestaciones individuales, tendría la alegría de crear la manifestación de tu vida, es decir, de realizar y afirmar en mi actividad individual mi verdadera naturaleza, mi sociabilidad humana. Nuestras producciones serían espejos en los que nuestros seres irradiarían uno hacia el otro.[11]

Esto es completamente imposible en la producción capitalista donde el trabajador es desposeído de su fuerza y del objeto de su trabajo. En una sociedad organizada conforme a los principios del capitalismo, esta forma de trabajo sólo podría darse en el “trabajo para el autoconsumo” y, quizás, en el trabajo de crianza y de cuidado de otros.

 

Los movimientos marxistas y las mujeres

Las organizaciones marxistas de las distintas épocas han favorecido la inclusión de las mujeres que apoyan las causas de los movimientos en contra del orden capitalista y de las políticas que han operado a su servicio en diferentes países; pero, al igual que en tiempos de Marx, los hombres han encabezado siempre esas organizaciones y han sido los principales portavoces de sus reivindicaciones. Lidereadas por varones, sus prioridades han llevado el sello del universal masculino. A partir del momento en que las mujeres empezaron a poner sobre la mesa reivindicaciones más propias de ellas, a plantear cuestiones que desbordaban los marcos de esos movimientos; en el momento en que ellas comenzaron a organizarse de manera autónoma, ahí paró la inclusión y el apoyo. La falta de atención a las relaciones de género condujo a contradicciones internas en los procesos de lucha: todos al unísono denunciaban la violencia política del gobierno y de los patrones en contra de los trabajadores; pero cuando se trataba de denunciar la violencia de los compañeros contra las mujeres, éstas se toparon con la resistencia de aquéllos. Estas divisiones y contradicciones menoscabaron la unidad entre los actores de esos movimientos y restaron eficacia a sus acciones de reivindicación.

Es posible que el feminismo negro estadunidense haya sido el que con mayor lucidez mostró, desde el marxismo, tanto las cegueras del análisis marxista como las contradicciones de los movimientos que se reivindicaban o se reivindican de pensamiento marxista. Sobre este segundo punto —y en clara vinculación con lo que acabo de sostener sobre los movimientos marxistas en general— las feministas negras padecieron la crítica, cuando no el ostracismo, principalmente de sus compañeros de lucha negros.

El principal reproche que el feminismo negro hace a Marx es que no introduce la cuestión de la esclavitud por razón de la raza en su análisis del sistema de producción capitalista, cuando era obvio que la notable fortuna que tuvo este modo de acumulación en Estados Unidos descansó en la deshumanización y la reducción a bestias para el trabajo de una masa de humanos de piel negra. En el Libro I de El capital hay varias referencias al comercio de esclavos en Estados Unidos, aunque Marx las hace con fines comparativos, ya que su análisis se centra exclusivamente en los países industrializados de Europa: Inglaterra, Francia y, en menor medida, Alemania. Este dato es curioso porque él estaba muy informado sobre la realidad de Estados Unidos. Sin duda, la integración del trabajo esclavo en el análisis habría modificado completamente su esquema. Como ha mostrado Sydney Mintz, el trabajo esclavo en las Américas alimentaba y transformaba los gustos alimentarios de la burguesía europea.[12] Y, recientemente, el gran historiador estadunidense Sven Beckert[13] ha puesto de manifiesto cómo, a través del algodón, se tejió un vínculo invisible entre esclavos y esclavas de las colonias americanas, y obreros y obreras de las fábricas textiles del otro lado del Atlántico. El mismo tráfico y la venta de esclavos contribuyeron a alimentar el capitalismo en sus inicios,[14] pues la trata negrera aportó una mercancía de gran valor comercial a los países que la practicaban en pleno auge del mercantilismo, justo cuando el trabajo humano se convirtió en el principal generador de riqueza de las naciones. Así, desde sus primeros balbuceos en el siglo xvi, el capitalismo se nutrió de la sangre y el sudor de los esclavos negros, y seguiría haciéndolo en los siguientes dos siglos. En consecuencia, las feministas negras reprochan a Marx el no haber reparado en que el sistema de dominación capitalista era —y aún es— blanco, burgués y patriarcal, y que la división del trabajo es también racial y sexual.

Hay cierto paralelismo entre las funciones de las mujeres proletarias y las mujeres negras esclavas. Aparte del trabajo de servidumbre en ambos casos, también ellas garantizaban la continua disponibilidad de cuerpos o de fuerzas humanas en que se sostenían ambos sistemas de producción (que en el fondo era una sola realidad). La diferencia fundamental radica en que la obrera es una trabajadora “libre” que vende su fuerza de trabajo (y su vida), mientras que a la otra le es arrebatada. Esta afirmación, aun cuando no sea falsa, precisa de una seria matización (pues en realidad, a ambas les era arrebatada su vida). Marx ha mostrado en El capital que la “libertad” de la que goza el trabajador para vender (o no) su fuerza de trabajo al capitalista no es más que un señuelo. Una vez que la acción concertada por el Estado o por grandes latifundistas conduce al despojo a los trabajadores de sus tierras y de otros medios de subsistencia, éstos se reducen a mera fuerza de trabajo disponible para el capitalista.[15] Por lo tanto, de dos opciones queda una: morirse de hambre o vender su capacidad productiva al capitalista (que era otra forma de morir). Así las cosas, en el fondo no había libertad para elegir: de una forma u otra, su suerte estaba echada; por ende, esclava y obrera no se diferenciaban totalmente en lo que respecta a sus opciones de sobrevivencia. Además, una y otra estaban sometidas a la violencia misógina. En pocas palabras, sus cuerpos estaban al servicio del capitalismo y nada más.

Federici muestra que la expropiación de “millones de productores agrarios de su tierra, además de la pauperización masiva y la criminalización de los trabajadores, por medio de políticas de encarcelamiento”,[16] castigó más duramente a las mujeres, a quienes privó del único instrumento (la tierra y algunos animales domésticos) de autonomía del que disponían, y del principal medio para proveer pan a sus hijos. Frente a la desposesión de sus tierras, los varones tenían la “opción” de emplearse como proletarios de algún terrateniente, o bien, dedicarse al vagabundeo o al bandolerismo; pero todas esas actividades estaban fuera del alcance de las mujeres, por el peligro que les implicaba. Volveré sobre esto en el tercer apartado. 

En lo que respecta estrictamente a las mujeres negras, la lucha de clases tenía un cariz especial para ellas, pues sufrían opresión no sólo por su color de piel, sino también por ser mujeres y pobres. Padecían la opresión múltiple de un sistema racista, patriarcal y clasista. A este respecto, el mismo reproche de ceguera hecho a Marx se aplica a las feministas blancas, quienes pensaban en las mujeres como un universal, lo que en la práctica significa que tomaban su experiencia de mujeres blancas de clase media como referencia para la situación de todas las mujeres. Por eso Bell Hooks, en una crítica a Betty Friedan, autora de la influyente obra Mística de la feminidad, escribe:

[Friedan] hizo de su situación, y de la situación de las mujeres blancas como ella, un sinónimo de la condición de todas las mujeres estadounidenses. Al hacerlo, apartó la atención del clasismo, el racismo y el sexismo que evidenciaba su actitud hacia la mayoría de las mujeres estadounidenses. En el contexto de su libro, Friedan deja claro que las mujeres a las que consideraba víctimas del sexismo eran universitarias, mujeres blancas obligadas por condicionamientos sexistas a permanecer en casa […]. Desde sus primeros escritos, queda claro que Friedan nunca se preguntó si la situación de las amas de casa blancas de formación universitaria era un punto de referencia adecuado para combatir el impacto del sexismo o de la opresión sexista en las vidas de las mujeres de la sociedad estadounidense. Tampoco se preocupó de ir más allá de su propia experiencia vital para adquirir una perspectiva ampliada acerca de las vidas de esas mujeres …[17]

Y en una crítica general a las feministas blancas, Hooks afirma:

Las mujeres blancas que dominan el discurso feminista hoy en día rara vez se cuestionan si su perspectiva de la realidad de las mujeres se adecua o no a las experiencias vitales de las mujeres como colectivo. Tampoco son conscientes de hasta qué grado sus puntos de vista reflejan prejuicios de raza y de clase, aunque ha existido una mayor conciencia de estos prejuicios en los últimos años. El racismo abunda en la bibliografía de las feministas blancas, reforzando la supremacía blanca y negando la posibilidad de que las mujeres se vinculen políticamente atravesando las fronteras étnicas y raciales.[18]

El patriarcado blanco violentaba —y aún violenta— a las mujeres negras por ser mujeres, negras y pobres, y las feministas blancas —marxistas o no—, por su ceguera de raza y de clase, fueron cómplices de esa violencia.

No sólo eso. Las mujeres negras sufrían también la violencia sexista de sus propios compañeros negros. Con ellos hacían causa común en la lucha contra el racismo institucionalizado, pero no contaban con ellos cuando se trataba de luchar contra la dimensión patriarcal del sistema racista o de introducir en las reivindicaciones exigencias específicas de las mujeres. Las feministas negras mostraron que existe una matriz de dominación que no se reduce a la de clase y que, al menos en Estados Unidos, clase y raza están íntimamente intrincadas. De ahí la introducción de la noción o perspectiva de la interseccionalidad como recurso epistemológico y analítico para dar cuenta de cómo se entretejen múltiples ejes de dominación: sexista, misógino, racista, clasista, etcétera.

En general, las feministas negras han mostrado que un problema central de las organizaciones marxistas es que han hecho falta entre sus líderes mujeres negras, mujeres proletarias y mujeres empleadas domésticas que pusieran sus reivindicaciones entre las prioridades de lucha.

 

Marx y feminismo: una historia de tensiones

Desde una perspectiva feminista, es posible que la principal ceguera de los análisis de Marx consista en la centralidad —por no llamarla “exclusividad”— del trabajo asalariado en su explicación de la generación de la plusvalía y, por ende, la acumulación y la explotación capitalistas. Durante los años en que escribía Marx el trabajo asalariado de las mujeres estuvo prácticamente prohibido en los países que él observó. Tal prohibición data del siglo xvi; pero en el XIX, en plena Revolución Industrial, pareció recibir un refuerzo por parte de funcionarios, intelectuales, políticos. No obstante, el capitalismo seguía descansando en los trabajos de las mujeres. ¿De qué manera?

Hacia mediados de la década de los setenta del siglo XX, Rubin[19] formuló una crítica contra Marx en el sentido de que, en su análisis de la explotación capitalista mediante la producción de plusvalía, ignoró el papel de las mujeres. Su argumento consistió en señalar que para que el obrero pudiera estar en disposición de vender su fuerza de trabajo al capitalista y trabajar muchas horas más que las necesarias para reponer esa fuerza, era necesario que tuviera en casa a alguien (una mujer) que se hiciera responsable de todas las tareas domésticas indispensables para la manutención del obrero y de sus hijos, la fuerza de trabajo futura. Y, lo más importante, que todo este trabajo doméstico fuera gratis. De este modo, las mujeres cumplían una función invisible pero imprescindible en el funcionamiento de la maquinaria de producción y de acumulación capitalistas. Su contribución no era menos determinante que la de los varones en el éxito del capitalismo. No haber reparado en esto condujo a Marx a observar sólo una parte de la organización del trabajo en este régimen de acumulación.

Años después, Federici[20] partió del argumento de Rubin y, con base en una extensa revisión de trabajos de historiadores, le dio un alcance mucho mayor. Además, aportó algunos elementos novedosos a la lectura feminista de la “acumulación primitiva” y del desarrollo del capitalismo industrial. He aquí, en sus propios términos que cito in extenso, el núcleo de su desencuentro con Marx:

[…] mi descripción de la acumulación primitiva incluye una serie de fenómenos que están ausentes en Marx y que, sin embargo, son extremadamente importantes para la acumulación capitalista. Éstos incluyen: i) el desarrollo de una nueva división sexual del trabajo que somete el trabajo femenino y la función reproductiva de las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo; ii) la construcción de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado y su subordinación a los hombres; iii) la mecanización del cuerpo proletario y su transformación, en el caso de las mujeres, en una máquina de producción de nuevos trabajadores. Y lo que es más importante, he situado en el centro de este análisis de la acumulación primitiva las cacerías de brujas de los siglos xvi y xvii; sostengo aquí que la persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y como la expropiación del campesinado europeo de sus tierras.[21] 

La exclusión de las mujeres pobres del trabajo asalariado, y su reducción a simples cuerpos útiles para la producción y reproducción de fuerza de trabajo, con la consiguiente sumisión a la dominación masculina, no eran ideas nuevas. Lo novedoso en el análisis de Federici —que ya se anuncia desde el mismo título de su obra y que en la cita reconoce como decisivo— es la vinculación que hace, en ambos lados del Atlántico, entre quema de brujas y acumulación primitiva de capital.

Sintetizo su argumento: la peste negra que azotó Europa en el siglo xvi mermó seriamente la población adulta de esos países. Además de esta epidemia, la hambruna que ya antes padecían esas mismas naciones aportó también su cuota de muertes, al igual que condujo a las mujeres a buscar formas de limitar el número de sus hijos, y para eso el papel de las curanderas (brujas para el Estado y la Iglesia) era fundamental. Durante siglos éstas habían acumulado mucho conocimiento sobre métodos anticonceptivos y prácticas abortivas. Justo en esa época, previa al desarrollo de herramientas industriales, el Estado, los capitalistas y los economistas descubrieron que el trabajo humano era el principal instrumento de producción y de generación de riquezas, de ahí que los gobiernos establecieran un conjunto de medidas destinadas a impulsar el crecimiento demográfico. La más espectacular de ellas fue haber declarado una guerra a muerte contra las mujeres sospechosas de contribuir, con sus saberes, a evitar que nacieran más niños, futuros trabajadores. Es por esto que la caza de brujas fue parte integrante de las estrategias estatales de acumulación (primitiva) de capital. Así, “El resultado de estas políticas que duraron dos siglos […] fue la esclavización de las mujeres a la procreación. La procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista”.[22]

Esa atroz práctica fue importada a las Américas después de la abolición de la trata negrera a inicios del siglo XIX. Las esclavas o exesclavas curanderas, acusadas de brujas por presuntamente ayudar a otras a no tener hijos, fueron también asesinadas. Mujeres pobres europeas y esclavas negras americanas tuvieron el mismo destino: poner sus cuerpos al servicio del capitalismo mediante la producción y el cuidado de la mercancía que era más útil: cuerpos humanos como fuerza de trabajo.

La ceguera de Marx ante esta palmaria realidad lo llevó a contribuir a la histórica invisibilización de los trabajos de las mujeres y de las múltiples formas de dominación de las que han sido (y siguen siendo) objeto por parte del capitalismo, de la Iglesia, del Estado y de todo el entramado social basado y nutrido de la “valencia diferencia de los sexos”.[23] Las feministas reconocen a Marx el haber contribuido a revelar los hilos de la trama de la explotación capitalista, mas le reprochan su descuido del destino de las mujeres en ese arreglo. 

Otra tensión que ha marcado la relación entre marxismo y feminismo desde la década de los setenta se refiere a si la lucha debe focalizarse primordialmente en el reclamo y defensa de derechos o si debe priorizar el combate a la explotación capitalista. Me parece que la mayoría de las feministas se inclina por la primera, sin descartar la segunda; mientras que los marxistas ponen el acento primordialmente en la lucha anticapitalista. Éstos reprocharían a aquéllas cierta focalización exagerada en la dimensión simbólica, cultural y superestructural de las reivindicaciones, en detrimento de la dimensión material o infraestructural.

Algunas autoras (Federici, Dalla Costa y James,[24] entre otras) disienten del optimismo de Marx acerca de que el capitalismo contenía el germen de su superación. Él confiaba en que llegaría el momento en el que los trabajadores, por consecuencia de su propia mecanización, se liberarían del yugo de las horas extenuantes de trabajo y ganarían horas libres para actividades lúdicas o de ocio. Nuestro filósofo no vivió tanto como para constatar que ha ocurrido justo lo contrario. Las feministas de las últimas décadas han sido observadoras de la globalización de la explotación capitalista, antes que de su retracción. Esto condujo a feministas materialistas como Weeks[25] a ver la raíz del problema en el trabajo asalariado y en toda la ideología (o la ética) que se ha generado en torno al capitalismo. Como hombre de su tiempo, Marx (al menos el de El capital) aportó a la diseminación de la creencia en el trabajo, y de ahí que, para esta autora, la superación de la explotación capitalista pase por repudiar el evangelio del trabajo y por renegar de cierto marxismo.

La sociedad industrial, piedra angular del capitalismo, ha llevado el patriarcado a sus límites. Así, capitalismo y patriarcado hacen mancuerna, por lo que combatir uno sin tocar al otro no lleva a gran cosa. Luego, feminismo y marxismo (del tipo reivindicado por Weeks y que corresponde a los Manuscritos) se encontrarían en la búsqueda de hacer de esta sociedad una de libertades: cuerpos libres, trabajos liberados, personas dueñas de sí mismas y de su tiempo.

 

Conclusión

¿Sirve de algo Marx para pensar, atacar, resolver las cuestiones que más importan al feminismo actualmente? Evito la arrogancia de indicar cuáles son los beneficios que Marx, o cierta versión de éste, prestaría al feminismo hoy en día. Soy un simple y atento lector de textos feministas y marxistas. Sólo atisbo algunas líneas que, desde o contra Marx, el feminismo podría tomar en cuenta en aras de continuar ganando en eficacia analítica y política.

Una de las exigencias fuertes de un sector relativamente amplio del feminismo concierne a la demanda de políticas robustas de conciliación familia–trabajo para mujeres y hombres. Esta exigencia hace eco en la demanda de reducción de la jornada de trabajo para las mujeres en el siglo XIX, lo que denota una práctica perpetua del capitalismo: ve como un obstáculo el que en la vida de los trabajadores existan otras cuestiones que atender, además de trabajar. A este respecto, un planteamiento más radical —de alguna corriente de la economía feminista— va en el sentido de invertir el orden de nuestras prioridades. Es decir, mientras que la conciliación en su formulación más común reconoce, velis nolis, la prioridad del trabajo para el mercado (capitalista) sobre las otras dimensiones de la vida, ese otro planteamiento propone subordinar el trabajo asalariado a las otras necesidades, otras dimensiones de la vida; sobre todo las consideradas como de “sostenibilidad, de cuidado de la vida”. Habría que reorganizar la sociedad en este sentido, lo que implicaría “un nuevo comienzo”[26] que pasaría por desbaratar la división sexual del trabajo fundante del Estado moderno, del capitalismo industrial y de la organización social que le es concomitante.

Esta utopía es fácilmente vinculable con otras dos que circulan actualmente por el mundo: la reducción de la jornada laboral y la renta básica universal. Reducir la jornada de trabajo a 15 horas, como proponen algunos,[27] y establecer una renta básica universal significaría sustraer la vida de las personas de la esfera de la producción capitalista y asegurar a hombres y mujeres de medios básicos para subsistir. Poner la vida de las personas, el cuidado de su vida, en el centro de la organización social contribuiría al deterioro del capitalismo y del patriarcado. El feminismo, en alianza o a distancia de Marx, sigue necesitando producir, para hablar como Olin Wright,[28] “utopías reales” que sirvan para pensar y hacer posible otro mundo.

 

Fuentes documentales

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—— Le capital. Critique de l’économie politique. Livre I, Quadrige/Presses Universitaires de France, París, 1993.

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Pech, Raoul, Der Junge Karl Marx (documental), Blanc, Nicolas, Grellety, Rémi y Guédiguian, Robert (productores), Diaphana Films, Francia/Alemania/Bélgica, 2017.

Ravelli, Quentin, “Le capitalisme a–t–il une date de naissance?” en Tracés. Revue de Sciences Humaines, ens Éditions, París, vol. 36, Nº 1, 2019, pp. 29–57.

Rubin, Gayle, “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo” en Navarro, Marysa y Stimpson, Catharine (Comps.), ¿Quéson los estudios de mujeres?, Siglo XXI, Buenos Aires, 1998, pp. 15–74.

Wallach Scott, Joan, “‘¡Obrera!, palabra sórdida, impía…’ Las mujeres obreras en el discurso de la política económica francesa (1840–1860)” en Wallach Scott, Joan, Género e historia, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, pp. 178-206.

—— “La mujer trabajadora en el siglo XIX” en Duby, Georges y Perrot, Michelle (Coords.), Historia de las mujeres en Occidente. Vol. 4,Taurus/Minor/Santillana, Madrid, 1993, pp. 405–436.

Weeks, Kathi, The problem with work. Feminism, marxism, antiwork politics, and postwork imaginaries, Duke University Press, Durham, 2011.

 


[*]  Profesor–investigador del CUCEA, Universidad de Guadalajara, y profesor del ITESO. leduc.medor@gmail.com

 

[1].     Karl Marx, Le capital. Critique de l’économie politique. Livre I, Quadrige/Presses Universitaires de France, París, 1993, p. 174.

[2].    Ibidem, p. 297.

[3].    Joan Wallach Scott, “La mujer trabajadora en el siglo XIX” en Georges Duby y Michelle Perrot (Coords.), Historia de las mujeres en Occidente. Vol. 4,Taurus/Minor/Santillana, Madrid, 1993, pp. 405–436.

[4].    Véase Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.

[5].    Joan Wallach Scott, “La mujer…”, p. 406.

[6].    Joan Wallach Scott, “‘¡Obrera!, palabra sórdida, impía…’ Las mujeres obreras en el discurso de la política económica francesa (1840–1860)” en Joan Wallach Scott, Género e historia, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, pp. 178–206, p. 196.

[7].    Idem.

[8].    Ibidem, p. 198.

[9].    Idem.

[10].    Ibidem, pp. 199–200.

[11].    Karl Marx, “Economie et philosophie (Manuscrits parisiens, 1944)” en Oeuvres: Economie. Vol. II,Gallimard, París, 1963 (La Pléiade), p. 33.

[12].    Véase Sidney Wilfred Mintz, Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna, Siglo XXI, México, 1996.

[13].    Véase Sven Beckert, El imperio del algodón. El rostro oculto de la civilización industrial, Crítica, Barcelona, 2016.

[14].    Véase Quentin Ravelli, “Le capitalisme a–t–il une date de naissance?” en Tracés. Revue de Sciences Humaines, ens Éditions, París, vol. 36, Nº 1, 2019, pp. 29–57.

[15].    Véase Silvia Federici, Calibán y la bruja…

[16].    Ibidem, p. 22.

[17].    Bell Hooks, “Mujeres Negras: Dar forma a la teoría feminista” en Bell Hooks, Avtar Brah, Chela Sandoval et al., Otras inapropiables: feminismos desde las fronteras, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004, pp. 35–50, p. 34.

[18].    Ibidem, p. 35.

[19].    Véase Gayle Rubin, “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo” en Marysa Navarro y Catharine Stimpson (Comps.),¿Quéson los estudios de mujeres?, Siglo XXI, Buenos Aires, 1998, pp. 15–74.

[20].   Véase Silvia Federici, Calibán y la bruja …

[21].    Ibidem, p. 23.

[22].   Ibidem, pp. 138–139.

[23].   Françoise Hériter, Masculin/Féminin. La pensée de la différence, Odile Jacob, París, 1996.

[24].   Véase Mariarosa Dalla Costa y Selma James, The Power of Women and the Subversion of the Community, Falling Wall Press, Bristol, 1975.

[25].   Véase Kathi Weeks, The problem with work. Feminism, marxism, antiwork politics, and postwork imaginaries, Duke University Press, Durham, 2011.

[26].   Véase Cristina Carrasco Bengoa, “Mujeres, sostenibilidad y deuda social” en Revista de Educación, Ministerio de Educación Cultura y Deporte, Madrid,Nº extraordinario, 2009, pp. 169–191.

[27].   Véase Rutger Bregman, Utopia for Realists: How We Can Build the Ideal World,Little Brown and Company, Nueva York, 2017.

[28].   Véase Erik Olin Wright, Construyendo utopías reales, Akal, Madrid, 2014.