El perdón y el olvido en Hannah Arendt. Posibilidad y problema del comienzo

Enriqueta Benítez López[*]

 

Recepción: 8 de noviembre de 2019
Aprobación: 29 de febrero de 2020

 

Resumen. Benítez López, Enriqueta. El perdón y el olvido en Hannah Arendt. Posibilidad y problema del comienzo. En el presente artículo muestro el perdón y la promesa como las principales formas de redención referidas a la naturaleza de la acción que Hannah Arendt postula en su obra La condición humana. Así, la forma idónea de deshacer lo hecho, por lo menos a manera de descarga, se nos ofrece bajo la forma del perdón; mientras que la promesa aparece en cuanto modo de conjurar al tiempo infinito y evitar caer en la locura de la indeterminación. Finalmente, doy cuenta de las pocas oportunidades que el olvido tiene como una forma sana en la resolución de la inevitable cadena de consecuencias que causan las acciones humanas. Perdón y olvido se vuelven las condicionantes para un comienzo.

Palabras clave:  acción, perdón, promesa, olvido, comienzo.

 

Abstract. Benítez López, Enriqueta. Forgiving and Forgetting in Hannah Arendt. Possibility and Problem of Beginning Over. In this article I show forgiveness and promise as the main forms of redemption when it comes to the nature of action that Hannah Arendt posits in her work The Human Condition. Thus, the ideal way to undo what is done, at least in terms of redress, takes the form of forgiveness, while the promise offers a way to ward off the infinite and avert a fall into the madness of indetermination. Finally, I look at the few circumstances in which forgetting offers a healthy way to resolve the inevitable chain of consequences caused by human actions. Forgiving and forgetting become the conditioning factors of a new beginning.

Key words: action, forgiveness, promise, forgetting, beginning over.

 

Hannah Arendt fue una pensadora sui generis que mantuvo cierta reticencia frente al tema de la mujer.[1] En primer lugar, porque en su obra generalmente se desentiende de ésta, es decir, el feminismo es un tema que podríamos dejar fuera de la temática central del pensamiento de Arendt. En segundo lugar, porque es muy conocido —más ahora que podemos constatarlo en una entrevista que aparece en los medios electrónicos—[2] que ella se resiste a ser llamada filósofa, pero espera que algún día una mujer llegue a serlo. ¿Por qué esta resistencia? Arendt tenía muy claro qué significa dedicarse a la filosofía y qué significa dedicarse a los asuntos humanos, distinción suya que se encuentra directamente relacionada con Heidegger.[3] Él, en sus aseveraciones sobre el tema del pensar (Was heiβt denken?), asegura que la filosofía es una actividad aislada cuyo objeto brilla por su ausencia,[4] es decir, no existe un objeto específico para el filosofar sobre el cual se deba pensar porque, de lo contrario, ya se está pensando en un objeto determinado y, por lo tanto, éste supone un modo especial de abordarlo, es decir, un abordaje preconcebido y hasta técnico. Es en esta lógica que Arendt rechaza ser considerada filósofa, pues el hecho de serlo implica para ella una falta de compromiso con los objetos, y para esta autora la política es el objeto que debe ser pensado desde la teoría política, y no desde un pensar filosófico, ya que éste tiene que considerarse fuera de toda determinación de los objetos. Y en un tercer lugar, como punto de referencia acerca de sus comentarios no académicos, nos cuenta Hans Jonas (uno de sus amigos más cercanos) que

[…] ella era, en efecto, intensamente femenina, y por eso no era “feminista” (en una ocasión me dijo: “No tengo por qué renunciar a mis privilegios”). Le agradaba cuando uno le traía flores, cuando se la acompañaba a actos sociales y se la atendía con modales de caballero.[5]

Sus biógrafos (como Young–Bruehl) nos cuentan que este tipo de comentarios solían ser muy comunes. Por ello afirmamos que a nuestra autora no le interesa hablar estrictamente desde su condición de mujer; no le interesa el tema de lo femenino, sino el de lo humano. Y es precisamente desde ahí que ella postula su interés por comprender, en este caso, el tema de los asuntos humanos que, por consecuencia, la dejan fuera de todo pensar filosófico desde la perspectiva más alta a la que aspira la filosofía al modo heideggeriano.

Como último comentario de contexto, Arendt tampoco se reconocía como filósofa política, sino como teórica de la política, porque desde su punto de vista el solo término de filosofía está cargado de tradición; por otra parte, existe una tensión entre la filosofía y la política, es decir, entre el hombre como ser que filosofa y el hombre como ser que actúa.[6] Y, además, el filósofo frente a la política no tiene una postura neutral como ella misma ha enfatizado. Cabe señalar que, en sus obras de naturaleza política, como Los orígenes del totalitarismo —texto en el que aparecen argumentos de suma importancia que tienen que ver con el tema de este artículo—, ella intenta reflexionar sobre una “especie de nueva forma de gobierno”. Lo pongo en estos términos porque en estricto sentido, desde la teoría y la filosofía política clásicas, el totalitarismo no es una forma de gobierno, pero no abordaré este asunto aquí. Sólo quiero señalar que uno de los aspectos más relevantes al interior de este “régimen” (por así llamarlo) es que comprende una serie de acontecimientos que avasallan la vida humana y que no se habían presentado antes, es decir, estamos ante un acontecimiento en el que la humanidad se subyuga en su forma más radical: el totalitarismo niega la condición más básica en nosotros, nuestra condición de ser humano, y con ella, toda posibilidad de libertad y vida digna.

Así, entender qué somos y quiénes somos se constituyen como actividades esenciales de la vida humana; pero éstas tienen un poderoso correlato en la acción: pensar lo que hacemos[7] se convierte en la impronta fundamental de la filosofía de Arendt. Pensar desde esta forma peculiar constituye la vida y su trabajo central.

Ahora bien, ¿qué es la naturaleza humana? La autora de La condición humana argumenta que se trata de un asunto que sólo se puede abordar desde la religión; pero a Arendt lo que le interesa entender es algo más básico: dado que estamos aquí en la Tierra, somos seres condicionados; pero estas formas que nos condicionan, al estar en el mundo, son distintas. A esta diversidad de formas de condicionamiento las va a clasificar en dos grandes tipos de actividad o modalidades de la vida: por un lado, la vida del espíritu, un modo de actividad que no nos vincula con otros porque se encuentra asociada con una forma de actividad individual (hay una serie de actividades reflexionantes subsumidas a la voluntad, al pensamiento y al juicio, actividades que por su naturaleza nos reclaman el aislamiento del mundo), y por otro lado, la vida de la acción, una actividad que nos relaciona con la vida, el mundo y los otros; actividad que nos reclama y condiciona nuestro estar en el mundo.

Podríamos afirmar, junto con Hans Jonas, que La vida del espíritu pudo ser la obra más filosófica de Arendt.[8] Desafortunadamente se trata de un trabajo inconcluso. Su autora muere el 4 de diciembre de 1975 en su mesa de trabajo, víctima de un infarto, mientras escribía el apéndice sobre El juicio.

La producción intelectual de Arendt tocará tópicos relacionados con estas dos grandes obras, La vida del espíritu y La condición humana, que constituyen los fundamentos de todas sus aportaciones a la reflexión filosófica y política. De vuelta a lo que ella nombró vida activa, reitero: ésta denota toda forma de actividad; pero las tres formas centrales de actividad de las que se compone la vita activa están bien diferenciadas:

La labor es una actividad que nos vincula con la vida biológica, nos arraiga al mundo en el sentido de que nos condiciona para mantener la vida y, desde esta perspectiva, estamos condenados a cierta forma de actividad para preservar esa vida biológica: “la labor, no sólo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie”.[9]

El trabajo nos condiciona para mantener un conjunto de actividades y relaciones principalmente mediadas bajo la relación medio–fin, y gracias a éstas se arraiga y se reifica el mundo, se crean cosas y se construye la cultura por el homo faber que crea sus propias herramientas para mantener y garantizar la vida de los que vendrán.

Hay una tercera forma de actividad según Arendt, la acción, que es la más relevante para efectos de este artículo. Ésta se refiere al conjunto de actividades que no están condicionadas por la necesidad, como en el caso de la labor, pero tampoco lo están por el trabajo ni por la relación medio–fin, sino que se trata de lo que Arendt denomina la actividad libre. En este punto, estas actividades están condicionadas a su vez por un ámbito especial en el cual ellas se puedan desarrollar. Aquí me refiero a la necesidad de los seres humanos de encontrar un espacio donde la libertad sea posible. No es el área de la necesidad (laborante), por ejemplo, lo que nos arraiga al campo o a la necesidad (reificante) de tener una casa, un techo, etc., sino la necesidad (de la acción) de decir quiénes somos. Y esta última demanda de nosotros un discurso originario que no aparece en otro espacio y que no figura condicionado por ninguna cosa.

Lo anterior es muy interesante y a la vez problemático porque el espacio natural de la actividad libre del hombre (Arendt lo llama espacio público[10] y lo desarrolla en el segundo capítulo de La condición humana) encuentra una natural y clara oposición con la vida antigua de la que refiere sólo el espacio privado y el espacio público. Insisto en que es problemático porque hoy día no podemos hablar del espacio público y del espacio político como si fueran lo mismo. Deberíamos tener más cuidado y abordar el espacio público por lo menos en dos dimensiones fundamentales: lo social y lo político. En la Antigüedad griega, ir del espacio privado al espacio público implicaba ir al mercado, al ágora, a las festividades religiosas, pero también implicaba hablar con los otros y discutir sobre la política. En la actualidad los espacios donde las personas pueden hablar de política se encuentran reservados para unos cuantos, por lo tanto, los espacios para poder hablar acerca del ejercicio de la libertad se ven matizados por una trama de relaciones mucho más complejas de las que suponía la Antigüedad, y para ello se han creado espacios igualmente complejos (lo social, lo urbano, las redes sociales, las actividades congregantes que no son sociales o religiosas, etc.) y difíciles de asir en una comprensión que los diferencie de manera sencilla.

Lo anterior es relevante por lo siguiente. Arendt comenta —recupero— que la parte más importante de nuestra condición, la que nos hace reconocernos como hombres y mujeres naturalmente es la posibilidad en la que nosotros podemos expresar quiénes somos. Son dos condiciones que Arendt advierte como facultades inherentes a la acción, actividades de cuño griego, la lexis y la praxis, es decir, la capacidad de tener un discurso que me sea propio, de verme reflejada en él; pero también la facultad de acción, es decir, de responder por mis actos y reclamar al otro por los actos realizados. Estas dos actividades son las que determinan quiénes somos y van configurando lo que ella llama la trama de los asuntos humanos. Es precisamente ahí donde ocurre el acontecimiento que es la parte medular de este artículo.

Nuestra autora afirma que, a diferencia de los animales,[11] en esta actividad cotidiana tenemos una particularidad, a saber, nuestra capacidad de crear ex nihilo. Podemos crear líneas causales que no provienen de ningún otro lado y somos capaces de crear y traer cosas nuevas al mundo por un acto de espontaneidad, por un acto de creación más complejo. Somos estas criaturas que ella denomina iniciantes, en tanto somos capaces de crear algo nuevo. Y este traer genera su propia dinámica y, como señala, genera su propia fatalidad. Al momento de traer nosotros algo al mundo, también generamos sus consecuencias, es decir, desarrollamos esta línea causal, pero también su propia línea consecuencial; y las derivaciones de las acciones pueden ser buenas o pueden ser malas, eso no lo sabemos, tienen un carácter imprevisible e irrepetible, pero más grave aún: no se pueden revertir.

Tenemos en nuestra acción la fatal característica de la irreversibilidad. ¡Cuántos no quisiéramos haber dicho aquello que no proferimos alguna vez! Retractarnos de nuestras palabras, no haber dicho o hecho lo que hicimos. Arendt comenta que el hombre inicia como inicia la naturaleza: la experiencia de lo nuevo que pone en movimiento a todo, tiene un carácter imprevisible en cuanto a sus consecuencias, y lo terrible es este fatal carácter de lo irreversible. Se trata de

[…] “procesos sin retornos”, potencialmente irreversibles e irremediables, es una clara indicación de que, cualquiera que sea la fuerza cerebral necesaria para iniciarlos, la efectiva y fundamental capacidad humana que podría originar este desarrollo no es capacidad “teórica”, ni contemplación, ni razón, sino habilidad para actuar, para comenzar nuevos procesos sin precedente cuyo resultado es incierto, de pronóstico imposible, ya se desencadenen en la esfera humana o en la natural.[12]

El carácter irreversible de las acciones humanas nos ofrece al final una forma de redención:[13] en la labor se trata de la propia satisfacción de la necesidad básica cubierta, la propia natalidad que es la que garantiza que nuevos actuantes aparezcan en el mundo. La autora indica que la forma de la redención del trabajo es la propia construcción de la ciudad o incluso la capacidad que tenemos de escapar de la relación medio–fin que nos subyuga bajo la forma del trabajo. Surge entonces la pregunta acerca de qué nos redime frente a la actividad libre; qué nos redime por el hecho de haber realizado un acto libre, pues aquí no hay un producto externo, no hay una casa, un bebé, una comida en la mesa, en fin, aquí el ejercicio de la libertad encuentra su redención en el perdón y en la promesa. Porque el perdón y la promesa son actividades estrictamente humanas: proceden de la voluntad humana y no pueden proceder de ninguna otra parte (ni de ninguna otra facultad o actividad).

En este momento abriré un breve paréntesis debido a que se nos pudiera objetar la idea del perdón. Quiero enfatizar que el perdón no es un invento de Hannah Arendt. Lo que intenta hacer nuestra pensadora es explicar la forma de la redención para el carácter irreversible de las consecuencias del ejercicio de nuestra libertad.

Cuando abordamos el perdón tratamos con una figura que no aparecía en la Antigüedad (por lo menos no tal como la conocemos), ni en los espacios públicos ni en los espacios jurídicos. Ahora, resarcir el daño no significa perdonar.[14] Por ejemplo, en las grandes tragedias antiguas no existe redención bajo la forma del perdón. Éste se encontraba reservado para las religiones. Respecto a éstas, aun cuando Arendt perteneció al judaísmo admitía que la religión cristiana, la religión de Jesucristo, es la que dará al perdón ese carácter mundano. Arendt lo pensará al margen de la Iglesia y lo colocará en el espacio de los asuntos humanos: el espacio donde somos libres. Es Jesucristo quien nos manda la impronta en el Evangelio, donde nos ofrece esa subrogación de la facultad de perdonar y donde precisa que ya no es sólo Dios quien perdonará los pecados, sino que los perdonará uno mismo también y cuantas veces sean necesarias: “[…] Entonces Pedro, acercándose a él, dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete”.[15]

Con Arendt la condición secular del perdón contiene dimensiones muy interesantes. Desafortunadamente, la autora no las aborda todas. Adquiere, por ejemplo, una dimensión psicológica cuyos puntos serán señalados posteriormente por Julia Kristeva, y bajo los cuales podrían, interpretando a Arendt, darse las condiciones para que el perdón mismo ocurra.

El interés de Arendt estriba en lograr que el perdón figure en el ámbito privado, es decir, entre las personas, en una relación moral, ética, y que aparezca en lo público, una vez fuera del ámbito religioso. Pero lo público es problemático porque reclama otros elementos que no se dan entre personas sino entre instituciones, quitándole con ello el carácter interpersonal al perdón.

Por otro lado, la segunda forma de la redención, referida a la promesa, es emplazada no para deshacer lo hecho, sino para tolerar. Una suerte de bola de nieve que se nos viene encima, cada vez más grande, en la esfera de los asuntos humanos, en su carácter imprevisible, y que no nos permite proyectar lo que acontecerá, una vez fuera del ámbito de nuestro actuar. Tal vez —me atrevería a jurarlo— ni siquiera nosotros mismos somos capaces de prever cuáles son las consecuencias de nuestras acciones a futuro.

Para efectos de ilustrar lo antedicho citaré el caso, a manera de ejemplo, de una profesora cuya conducta solía ser muy cuestionable (autoritaria y negativa) respecto de sus alumnos. En una ocasión, la profesora estaba formada en las cajas de las oficinas de una dependencia de gobierno. Había unas filas terribles. Entonces se dio cuenta de que una de las personas que cobraba en las cajas había sido su alumna. La profesora se aproximó hacia ella y le dijo: “¡Qué bueno que estás aquí!, fíjate que tengo que pagar este impuesto y me urge hacerlo, pero no dispongo de mucho tiempo”, a lo que su exalumna le contesta: “Claro que sí, maestra. Por favor, ¡fórmese!” De este ejemplo podemos sacar algunas conclusiones: quizá esta profesora no fue una buena persona con aquella alumna y ahora ésta no sentía deseos de ayudarla, o tal vez había algo que la profesora hizo y que provocó que la alumna no sintiera deseos de favorecerla. En fin, podemos decir que una conducta previa suya le pasó la factura en el presente. Y, por otro lado, es curioso pensar que la maestra jamás sospechó ni se imaginó que ella sería un ejemplo para este artículo. Con ello quiero insinuar que, una vez hecho algo por parte nuestra, lo impredecible cobra una fuerza que nos rebasa y que nunca podemos detener. Un día alguien toma una foto, la sube a internet y no sabemos qué pasará con ella; otro día alguien dice algo y no se sabe del efecto que producirán sus palabras en los otros y qué acciones desencadenarán.

Arendt considera que una manera de detener los acontecimientos y de emplazar el tiempo es a través de las promesas, ese famoso pacta sunt servanda de los romanos antiguos según el cual todo pacto debe ser observado, debe cumplirse al trascender a la vida de las personas; es lo que permite construir (emplazar) ese famoso tiempo humano.

Ilustraré esto último con el ejemplo siguiente. Una persona está en una conferencia desde las 7:30 p.m. Se fijó un tiempo para el inicio, pero este individuo no sabe a qué hora finalizará. ¿Cómo se sentiría? En un estado de incertidumbre, se preguntaría qué hacer, si cerrarán el estacionamiento para cuando termine, si al final el conferenciante hará un examen… entre otras especulaciones a consecuencia de no poder determinar la temporalidad del evento al que asistió.

De acuerdo con Arendt, esta imposibilidad de saber qué sucederá en el simple modo de transcurrir el tiempo tiene por lo menos un contrapeso en la promesa, ya que ésta nos permite establecer plazos, generar un futuro que nos concede la forma de la certeza para ubicarnos y poner límites a los asuntos humanos. Si bien la religión nos reivindica esta posibilidad de cancelar el tiempo infinito con la promesa de otra vida, es en el derecho romano donde se puede cristalizar este punto de referencia que necesitamos fijar en el mundo terrenal para no perdernos en la indeterminación.

La posible redención del predicamento de irreversibilidad (de ser incapaz de deshacer lo hecho, aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo) es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas.[16]

Si seguimos esta lógica notaremos que la redención da dos grandes regalos. Por un lado, esta ficción nos permite borrar lo que hicimos, y por otro, también nos permite iniciar. Asimismo, la promesa posibilita suspender el futuro incierto para darnos seguridad. Ahora hay que imaginar, ¿qué sucede cuando el perdón no llega?, o, ¿qué pasa con la forma del perdón?, es decir, ¿cómo debe darse el perdón? Es aquí donde aparece la parte problemática. Por lo pronto, la religión es clara al respecto: aquel que se arrepienta será perdonado. En una relación moral, ética, entre personas, si una persona ofende y ofrece disculpas por ello, el ofendido otorga un perdón (acepta las disculpas); luego, aquélla se siente aliviada y puede seguir adelante. Ahora pensemos, ¿qué ocurre si hemos cometido una falta y la persona a quien ofendimos no nos perdona? ¿Se podrá seguir adelante? Se tiene que, pero con una especie de mácula en la memoria, una suerte de anclaje en lo cotidiano que no nos permite seguir. Hay una situación no resuelta del pasado que se arrastra (surge aquí una dimensión psicológica que abordará Julia Kristeva,[17] quien propondrá que esta dimensión hace que nuestros actos futuros porten esa mácula, una densidad en ellos que hará que nos aparezcan manchados en su espontaneidad).

Ahora bien, la sinceridad se constituye como la condición para que se dé el perdón. En efecto, se perdona y se libera a quien cometió una falta, pero también se libera quien perdona. Mas en esta doble liberación hay un problema: si Dios nos ha facultado para liberar a quien comete una falta a través del perdón, ¿qué pasa con el perdón colectivo? Aparece aquí un punto más complejo del que Arendt no pudo librarnos y que guarda relación con la sinceridad como condición necesaria para el perdón. ¿Cuál sería el equivalente de la “sinceridad colectiva”? Aquí sólo podríamos hablar de consenso, y éste nada tiene que ver con la exigencia que se postula. No podemos aseverar que la forma del perdón que se otorga en un ámbito privado entre dos, que nos libera del pasado, sea igual o análogo a la forma del perdón colectivo. Y no lo es por lo que sostengo a continuación con el apoyo de Arendt y Kristeva, principalmente.

¿Desde dónde podemos pensar el perdón? 1) desde su carácter privado, en una dimensión moral o ética; o bien, 2) desde su carácter público (colectivo), desde una dimensión social, política o jurídica. El ámbito jurídico no lo trataremos aquí porque puede abarcar a una persona o a un grupo; además, al ser una figura jurídica, se encuentra regulada bajo condiciones de la convencionalidad de su estructura legal, y éste no es el espacio para este tipo de análisis en donde la sinceridad podría tener poco o nada que ver. Sin embargo, queremos poner sobre la mesa el carácter problemático que entraña el ámbito social, que es distinto del ámbito político, y señalar que hoy día estos dos ámbitos no se pueden subsumir como si fueran espacios homogéneos. Hay una crítica muy fuerte que realiza nuestra pensadora en su obra Responsabilidad y Juicio, donde enfatiza su distinción. Sostiene que la sociedad es algo amorfo que nos enajena y que no tiene un carácter de responsabilidad.[18] En otras palabras, el colectivo social es irresponsable a menos que adquiera una forma jurídica (bajo la idea de una ong, por ejemplo), y entonces se vuelve responsable al mismo tiempo que sectario y, por lo tanto, ya no puede representar lo social, por su nueva naturaleza excluyente.

En el capítulo que en Responsabilidad y Juicio Arendt dedica a The Little rock,[19] la autora analiza el caso de una niña de color que intenta ir a una escuela para blancos. A la entrada de la escuela están los medios de comunicación y las autoridades. Aquello se vuelve un espectáculo, pues los adultos blancos le impiden el acceso. Arendt argumenta que no debieron dejarla entrar a una escuela de blancos. Al preguntársele sobre el motivo, señala: porque es negra.

La respuesta nos dejaría estupefactos si aquí detuviéramos el relato. Incluso nos preguntaríamos si Arendt es racista, pero no es así. La autora nos aclara que el espacio de la educación es uno cuyo proceso de socialización tiene un tiempo distinto al del proceso de la política. Lo que está criticando es que politicen los espacios de los niños sin haber generado el tiempo natural para poder crear ese ambiente de cambio. Es decir, estamos politizando a los niños, politizando la educación, y cuando esta última se coloca en tal circunstancia se pervierte, porque no le es connatural ese proceso.

El tema The Little rock ha generado numerosas reflexiones que sería imposible abordar en este artículo; no obstante, nos parece importante señalar por lo menos un par de aspectos, con el propósito de abrir un breve paréntesis e invitar a la búsqueda en este amplio espacio de discusión con los especialistas que se han dedicado a la investigación del tema de la segregación. Aunque lo único que queríamos señalar es que Arendt no es racista y que lo que le preocupaba es la politización de los niños, cabe decir que, en el artículo nombrado, pone además el acento en serios problemas que la sociedad norteamericana aún no había superado en los años cincuenta y sesenta, y no lo había hecho porque, desde su origen, la segregación de negros y de indígenas fue algo manifiesto. La filósofa considera esto una especie de afrenta para una nación originada a partir de un Pacto social que, en términos de Hobbes, compromete al Estado a asegurar la vida de sus ciudadanos; y que, por el contrario, ha hecho de la sociedad norteamericana un conjunto de ciudadanos que muy pronto mostraron de manera notable su postura excluyente. Arendt llamará a esto Delito Original (Original Crime), y Alfonso Ballesteros dará cuenta clara de ello en su artículo dedicado a este tema.[20]

Este delito original se ha convertido en un acicate permanente para la historia de Estados Unidos. De él, la autora de La condición humana dejará un vestigio contundente:

Hace casi ciento cincuenta años Tocqueville predijo que “el más temible de todos los males que amenazan al futuro de los Estados Unidos” no era la esclavitud, cuya abolición previó, sino que estaba determinado por la “presencia de los negros en su suelo”. Y la razón por la que pudo predecir el futuro de los negros y de los indios con más de un siglo de adelanto se basa en el simple y aterrador hecho de que estos pueblos jamás fueron incluidos en el consensus universalis original de la República americana.[21]

Estamos ante un acontecimiento vergonzoso para una nación que se precia de defender y, más aún, de nacer bajo los principios de libertad e igualdad, y en este terrible episodio, en una escuela de blancos, sus ciudadanos evidenciaron que difícilmente estarían dispuestos a extender esos principios a quienes no tuvieran su mismo color de piel:

Sabemos que este delito original no pudo ser remediado por las Enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta; por el contrario, la exclusión tácita del asentimiento tácito resultó aún más evidente por la incapacidad o repugnancia del Gobierno federal a obligar al cumplimiento de sus propias leyes, y cuando pasó el tiempo y ola tras ola de inmigrantes llegaron al país, resultó aún más obvio que los negros, ya libres, nacidos y crecidos en el país, eran los únicos para quienes no era cierto, en palabras de Bancroft, que “la bienvenida de la Comunidad (Commonwealth) era tan amplia como su disgusto”.[22]

Así, el silencio de casi dos siglos, puesto de manifiesto en pequeñas acciones civiles e incidentes (como el referido en The Little rock), nos hace regresar a nuestro tema: ¿qué pasa con la responsabilidad? Por todo lo que implicó el incidente, ¿quién debe responder y disculparse por cada una de las ofensas y resistencias que dispensaron violencia en diferentes aspectos? ¿Podemos hablar de una sociedad responsable?

Cuando Arendt acusa a la sociedad de ser irresponsable lo hace porque no hay un ente concreto que responda por las acciones. Si esto es así, deberíamos preguntarnos con franqueza si la sociedad está legitimada para perdonar; y de ser así, ¿qué características debería tener este perdón? ¿A quién perdonará? ¿Cuáles son las condiciones de la forma del perdón? Arendt deja abierto el tema y sólo nos queda formular nuestras propias interpretaciones.

Quisiera traer a colación un ejemplo que no es propio. Lo tomo porque su conocimiento es de orden público y es señalado en el trabajo de tesis de un estudiante del Instituto de Filosofía.[23] Hace poco tuvo lugar un plebiscito en el pueblo de Colombia, exhortándolo a perdonar los efectos de la guerra (las farc). El pueblo no perdonó. ¿Acaso es rencoroso el pueblo colombiano? Arendt respondería que no; pero sí es irresponsable. Lo es porque no puede responder. Y ni siquiera puede hacerlo de manera homogénea porque la sociedad colombiana no es la misma en la ciudad que en el campo. Sorprendentemente las personas del campo fueron las que optaron por el perdón, mientras que las personas de la ciudad dijeron que no. Bajo la forma del orgullo o lo que se quiera pensar, podemos decir que su condición de citadinos y de personas que no sufrieron la guerra —al menos no tan directamente como ocurrió en el campo— los posicionaba en un lugar distinto del que compartían las personas que vieron a sus hijos muertos. Un testimonio de una de las personas del campo relataba que prefería ver al asesino de su hijo pasar por enfrente, pues —a propósito del perdón— sabía que el maleante ya no iba a atentar en contra de los que quedaron vivos. Es terrible leer esos relatos, pero uno entiende que quienes han sufrido están dispuestos a mucho, con tal de que la vida sea aún posible.

No fue debido a la manera en que la gente del campo se representó la tragedia de la guerra que la vivió de modo más directo que la gente de la ciudad. Ingenuamente queremos adjudicar a la ciudad y al campo el mismo poder de perdonar, lo cual resulta inadmisible, no por una falacia emotiva sino porque no se encuentran bajo las mismas condiciones en su carácter legítimo de ofendidos.

En interpretación de Arendt, si vamos a configurar la forma del perdón en lo colectivo, debemos ser cuidadosos en señalar de qué manera se puede expresar el perdón, si queremos que de manera legítima represente a un colectivo. Por lo pronto, nuestra pensadora no cree mucho en los colectivos, lo que se refleja en la reseña que hizo de un libro de una de sus amistades, la psicóloga Alice Rühle–Gerstel, sobre El problema de la mujer en el mundo contemporáneo. Balance psicológico.[24] Arendt le señala que el problema cuando las mujeres forman un grupo es que se preocupan por reivindicar sus intereses particulares, cuando la reivindicación debería ser para todos. La sociedad tiene sus sectores, sus grupos, sus partes, pero la política no. Todo ser humano debería aspirar a la forma de verdad más amplia. Se debe, pues, perseguir una reivindicación general y no sectaria. Es en esta lógica que podría inscribirse un reproche para el perdón colectivo intentado por los pueblos, en este caso, el colombiano.

Parece difícil sostener la posibilidad del perdón colectivo a menos que se construya una manera analógica del perdón mismo, pues de lo contrario, corremos el riesgo de particularizar y hasta privatizar intereses que realmente nos pertenecen a todos, y a todos nos involucran. Desde Arendt tendríamos que resolver si lo general se puede personificar para que sea posible lo subsecuente.

Insisto en que tendríamos que construir una ficción fuera del perdón como lo concibe Arendt, y construirlo desde otro ámbito que podría ser el espacio jurídico (por tratarse del más cercano al político y por ser el más concreto y específico, donde sí es posible mensurar causas y resultados), pero no el espacio social. Éste, bajo tales circunstancias, no parece construir algo, pues sirve de marco de expresión, y eso es muy sano, pero si no se decanta en un espacio político, las soluciones no garantizan ninguna forma concreta de realización.

Arendt precisa que el carácter del perdón no sólo debe ser sincero, sino también eficaz, debe tener efectos. Debe haber un factum en ello, lo cual es importante, pues abre a una pregunta que se plantean tanto ella como Julia Kristeva: ¿Todo es perdonable? La respuesta de ambas es la misma: no.

La gente se siente legitimada a perdonar y eso es correcto. La historia, la política, los ámbitos jurídicos, etc., señalan quiénes están legitimados. Pero, ¿por qué Arendt diría que no todo es perdonable? La respuesta la da en una entrevista que se le hace en alusión al tema en su obra Eichmann en Jerusalén. Es ahí donde responde que no; no todo es perdonable. Hay acciones que son radicalmente malas y que, por lo mismo, no se pueden perdonar. Así, en La condición humana expone que de estas acciones se conoce muy poco, pues todo lo que sabemos es que no podemos castigar tales ofensas y que, en consecuencia, trascienden el dominio de los asuntos humanos y el potencial humano; destruido por igual ahí, donde éstas hacen su aparición.[25]

La alternativa del perdón, aunque en modo alguno lo opuesto, es el castigo, y ambos tienen en común que intentan finalizar algo que sin interferencia proseguiría inacabablemente. Por lo tanto, es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable. Ésta es la verdadera marca de contraste de esas ofensas que, desde Kant, llamamos “mal radical” y sobre cuya naturaleza se sabe tan poco.[26]

Debemos entender que hay espacios en los que la radicalidad de las ofensas no puede ser pasada por alto. Lo anterior implicaría pasar por alto también el estado de cosas que la permitió. Sería muy interesante plantear esta impronta en la circunstancia del pueblo colombiano, del pueblo judío y, por supuesto, hoy día, del pueblo sirio; es decir, si el escenario que permite estas atrocidades que ahora vemos y que también vimos en el pasado, realmente es uno que se pueda pasar por alto. No podríamos decir que se trata de un borrón y cuenta nueva. Desde la respuesta de Arendt, parece que debemos pensar todavía un poco más, dado que es muy claro su señalamiento: los actos se perdonan porque se perdona a las personas, y en este doble juego no podemos perdonar a Eichmann. Kristeva comenta: “no, sólo se perdona a las personas, no a los enajenados”.[27] Y si lo llevamos más allá, al preguntarnos si se puede perdonar en colectivo, ¿qué se perdona?, ¿las acciones?, ¿el escenario que hace posible todo esto?, ¿o los actos atroces? Me parece que, si intentamos dar respuesta desde nuestra autora, sería sólo una interpretación de su obra, porque de manera directa no encontraremos una respuesta contundente.

Arendt sostiene que el crimen y la voluntad en este sentido son cada vez más raros, porque los crímenes que padecemos en nuestra vida cotidiana no llegan a ser tan fuertes, tan radicales. Lo que tenemos hoy son, ante todo, faltas, transgresiones debidas a la naturaleza misma de la acción, la cual establece continuamente relaciones nuevas en las redes vinculares y, en consecuencia, se nos impone este perdonar cotidiano, este dejar pasar para que la vida sea aún posible (desligando no solamente a los hombres, porque al final se les perdona y se les disculpa en virtud de que una falta cotidiana se comete más por ignorancia que por maldad, es decir, “perdónalos porque no saben lo que hacen”[28]). Pero si se trata de faltas sobre la vida cotidiana, habría que gradarlas, y ni la más grave se puede equiparar a los grandes crímenes. Éstos deben ser analizados con una lupa distinta.

Entonces, si el perdón se nos revela como esta facultad de perdonar, de permitir al otro seguir adelante y de que uno no sea el obstáculo para ello, ¿qué se supone que debemos hacer para perdonar? Arendt no da la respuesta que sí ofrece Kristeva: para perdonar hay que ser sinceros y estar dispuestos a seguir adelante y dispuestos a olvidar el pasado.[29]

Respecto del olvido —piensa Arendt—, incluso los engaños en los que se incurre pueden ser eficaces; pero tanto el olvido y el engaño como las acciones que uno utiliza para que el olvido ocurra, tienen un carácter temporal —diríamos latente—. Se almacenará en la forma de la conciencia o donde sea que ésta se encuentre, pero en lo venidero, una simple palabra, un guiño o la presencia de algo se vuelven suficientes para actualizar nuestro recuerdo y, con ello, se actualizará la forma de la falta. El olvido no es la solución —ni es eficaz— si por éste entendemos una estrategia de almacenar o de enterrar recuerdos, que siempre son temporales porque este tipo de eficacia evita que nos volvamos locos. Arendt no hace alusión a lo que nombramos el olvido de la historia ni genera una ficción que se le parezca. El perdón no trae como consecuencia el olvido, trae una resolución para reivindicar la fuerza de la acción (ese seguir adelante). Cuando alguien es perdonado, no lo olvida; sólo le da fuerza y confianza para seguir actuando.

En conclusión, podemos decir que el olvido no sería la solución para los problemas colectivos. Tenemos que pensar cuál es la forma del perdón idónea en la que las faltas puedan ser perdonadas, en la que los escenarios puedan ser perdonados (puedan pasarse por alto) para que el perdón o el olvido, si es que llegaran a darse, ocurran de la manera más sana para la vida social, si es que existe algo así. Todo esto para no permitir que el olvido se constituya en una estrategia eficaz o pseudoeficaz, por lo menos temporalmente, para evitar que se reclamen las faltas al verdadero responsable que ha causado una tragedia tanto en la vida cotidiana como en la vida política.

Arendt nos deja con la trama de los asuntos humanos abierta en tanto no resuelve el punto de la forma del perdón en sus últimas consecuencias. Además, emplazó la tarea de la impronta del perdón y de las promesas en tanto formas de redención. Esto no es algo acabado; por el contrario, nos obliga a seguir pensando qué tanto queremos vivir en esta forma de espacio donde el ejercicio de la libertad es aún lo único que vale la pena preservar si queremos vivir como verdaderos seres humanos.

 

Fuentes documentales

Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2003.

——  Responsabilidad y Juicio, Paidós, Barcelona, 1995.

——   Crisis de la República, Trotta, Madrid, 2015.

Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1988.

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Gaus, Gunther, Hannah Arendt, ¿Qué queda? Queda la lengua materna (1964), 29/V/2019, YouTube, https://youtu.be/WDovm3A1wI4  Consultado 20/V/2017.

Jonas, Hans, “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Hannah Arendt” en Birulés, Fina, Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona, 2000.

Kristeva, Julia, El genio femenino. 1 Hannah Arendt, Paidós, Buenos Aires, 2000.

 

[*] Doctora en Derecho por la Universidad de Guadalajara. Profesora–investigadora en esta misma institución. ketafilosofia@mail.com

 

[1].      Cuando señalo el tema de la mujer me refiero particularmente al feminismo, en el que no estaba interesada en tanto tema exclusivo y, por lo tanto, excluyente de los asuntos humanos que abarcan a todos.

[2].      Gunther Gaus, Hannah Arendt, ¿Qué queda? Queda la lengua materna (1964), 29/V/2019, YouTube, https://youtu.be/WDovm3A1wI4  Consultado 20/V/2017.

[3].      Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?, Trotta, Madrid, 2005.

[4].      Ibidem, p. 20.

[5].      Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Hannah Arendt” en Fina Birulés, Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 23–40.

[6].      Gunther Gaus, Hannah Arendt…

[7].      Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 18.

[8].      Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar…”, p. 27.

[9].      Hannah Arendt, La condición humana, p. 22.

[10].    Me refiero al espacio público y a la esfera de lo político, que apuntan inicialmente al mundo griego, al periodo clásico (en particular al llamado siglo de oro de Pericles).

[11].    Ya Aristóteles sostenía que los animales también se comunican y dan cuenta de felicidad o pena, pero no pueden hablar de lo justo o lo injusto. Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1988, 1253ª 11–12.

[12].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 251.

[13].    Por redención entiéndase aquí, con un carácter secular, la estricta reivindicación que pone remedio a algo.

[14].    El lector conocedor sabrá que el perdón no es una figura antigua, sino una ficción construida por el derecho. Quiero decir que el perdón jurídico no equivale al perdón moral o, menos aún, al perdón religioso.

[15].    Mt 18, 21-22.

[16].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 256

[17].    Éste no es el espacio para analizar el trabajo de Julia Kristeva, pero si es del interés del lector, puede revisar dos de sus obras: El genio femenino. I Hannah Arendt, Paidós, Buenos Aires, 2000 y Los poderes de la perversión, Siglo XXI, México, 2004.

[18].    Hannah Arendt, Responsabilidad y Juicio, Paidós, Barcelona, 1995, pp. 151–159.

[19].    Ibidem, pp. 187–202.

[20].    Alfonso Ballesteros, “Hannah Arendt: el delito original de los Estados Unidos” en Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, Universidade da Coruña, La Coruña, Nº 33, junio de 2016, pp. 27–41.

[21].    Hannah Arendt, Crisis de la República, Trotta, Madrid, 2015, p. 70.

[22].    Ibidem, pp. 70–71.

[23].    El ejemplo que citaré a continuación forma parte de uno de los ejercicios de la tesis de investigación de Juan Camilo Raguá, alumno del Instituto de Filosofía, quien al momento de esta publicación ya había presentado su tesis Hannah Arendt y el concepto de Perdón; pero lo que yo señalo como problema no forma parte de su tesis ni de su investigación.

[24].    Gloria Comesaña Santalices, “Lectura feminista de algunos textos de Hannah Arendt” en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad de Zulia, Zulia, Venezuela, Nº 18, 2001, pp. 125–142.

[25].    Gunther Gaus, Hannah Arendt

[26].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 260.

[27].    Julia Kristeva, El genio femenino. 1. Hannah Arendt, pp. 32–38.

[28].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 261.

[29].    Véase Julia Kristeva, El genio femenino, pp. 72–74.