El deber en la ética de Kant y el deber en los derechos humanos

Gerardo Ballesteros de León[*]

 

 

Recepción: 1 de marzo de 2021
Aprobación: 21 de abril de 2021

 

 

Resumen. Ballesteros de León, Gerardo. El deber en la ética de Kant y el deber en los derechos humanos. En un mundo, posible o probable, en el que se cumplen los imperativos categóricos, emblemas de la ética kantiana, nosotros, las personas, somos responsables de ser libres, autónomos y dignos; porque ser éticos exige que los demás sean tan libres, autónomos y dignos como nosotros. Suspender nuestro deber–ser en otros mundos, de futuros imaginados en paraísos sobrenaturales o tecnologías promisorias, y abandonar el deber personal en épicas trascendentales como la gloria divina o la grandeza de la nación, así como buscar el deber en sentimientos como la felicidad, el éxito, la fama, la autorrealización o la riqueza son formas de existir en ilusiones trascendentales que nos desvinculan del presente, nos alejan de la responsabilidad inmediata hacia los otros y con el mundo. Los derechos humanos tienen el sello kantiano en su concepto y fundamento (racionalidad y universalidad); pero también son producto de ilusiones trascendentales (la nación, la identidad, la felicidad) que, particularmente, nos desvinculan del deber–ser. Es decir, los derechos humanos, como cláusulas del contrato social, como instrumentos jurídicos y formas histórico-políticas, no contienen el cemento social del deber–ser.

Palabras clave: deber, derecho, libertad, imputabilidad.

 

Abstract. Ballesteros de León, Gerardo.  Duty in Kant’s Ethics and Duty in Human Rights. In a possible and probable world where those emblems of Kant’s ethics, the categorical imperatives, are fulfilled, we, the people, are responsible for being free, autonomous and worthy, because being ethical demands that others be as free, autonomous and worthy as we are. Suspending our ought in other worlds, of imagined futures in supernatural paradises or promising technologies, and abandoning personal duty in transcendental epics such as divine glory or national greatness, as well as looking for duty in feelings like happiness, success, fame, self–fulfillment or wealth are ways of existing in transcendental illusions that decouple us from the present, distance us from immediate responsibility for others and the world. Human rights have the Kantian imprint on their concept and foundation (rationality and universality), but they are also the product of transcendental illusions (nation, identity, happiness) that, in particular, decouple us from the ought. In other words, human rights, as clauses of the social contract, as legal instruments and historical–political forms, do not contain the social cement of the ought.

Key words: duty, right, freedom, imputability.

 

 

Re–descubriendo a Kant en los derechos humanos

Haciendo un punto de inflexión, aquí se piensa a Kant desde la discusión sobre los derechos humanos. Las personas que estudiamos estos derechos frecuentemente encontramos señales del filósofo de Königsberg entre las ideas y teorías contemporáneas. Tomando la posición de Giovanni Papini acerca del filósofo, “para juzgarlo, para ver bien su cara, es preciso disipar las brumas, trepar a la montaña y prescindir de panegíricos. En una palabra: hay que volver a descubrir a Kant”.[1]

La fuente del redescubrimiento de Kant la encontramos primero en la obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres, como foco de intensidad, y sucesivamente en sus textos Metafísica de las costumbres y La paz perpetua, que tienen una estrecha relación con la teoría del derecho y la filosofía del derecho, y una fuerte asociación conceptual con la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948), que constituye el texto fundacional del derecho internacional de los derechos humanos.[2]

Los elementos más importantes que deben considerarse en la obra de nuestro autor para este ejercicio son el imperativo categórico, las nociones del deber y la autonomía de la voluntad. Éstos se ponen a discusión en tanto que forman una ética deontológica, fundada en nuestra capacidad humana de hacer lo correcto sin depósitos en la divinidad o en la cultura, en la nación o en el egoísmo. La ética kantiana se asienta en los pilares de la racionalidad, la universalidad y el humanismo. Papini expone esta aportación a la ética: “Despojado de todo móvil interesado, despojado de la consideración de las finalidades, establecida la racionalidad y universalidad de la ley, ya tenemos a la moral todo lo autónoma y científica que se puede desear”.[3]

Voluntad, libertad y dignidad son asignados a la persona, y universalidad, racionalidad y humanismo son asignados al mundo. Esta morada de reflexión ética se vuelve un duro examen de Kant que no todas las fórmulas éticas, jurídicas o filosóficas pueden superar. Desde las fórmulas generales del imperativo categórico, el filósofo desarrolla estos principios:[4]

El principio de universalidad establece: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”.[5] El principio de racionalidad, que es a su vez de coherencia con el conocimiento científico del universo, expresa: “obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”.[6] El principio del humanismo, en el que tiene asiento la dignidad humana como límite, dice: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”.[7] El principio de autonomía de la voluntad, que es el precursor necesario de la libertad, enuncia: “obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines”.[8]

 

Kant en el debate de las normas éticas y las normas jurídicas

Un elemento permanente y persistente en Kant es el deber–ser; pero este aspecto no es tomado con la misma seriedad en el derecho que en los imperativos categóricos. Aunque basta sólo con leer de nuevo al filósofo de Königsberg en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres[9] y captar la importancia que le da al deber–ser de todas las personas como requisito mínimo para que sean libres, es curioso ver cómo, en oposición a los científicos del derecho, son filósofos y teólogos quienes re–descubren el deber–ser kantiano como la hipóstasis (aquello que se encuentra debajo) del sentido de nuestra existencia y como la única posibilidad de ser personas dignas, libres y autónomas. En cambio, vemos que en los tratados internacionales, exposiciones de motivos, artículos constitucionales y cuerpos legislativos que versan en forma directa sobre los derechos humanos, difícilmente encontramos nociones del deber–ser anclado a los sujetos. De manera permanente las personas, ciudadanos o individuos, son ignorados como primeros respondientes de la ética pública y la responsabilidad.

En la ciencia jurídica moderna se hace una gran división entre ética y derecho, de modo que no advertimos la permanente convivencia entre ambos. Vale la pena presentar esta dualidad y polaridad desde ahora para encontrar aquellos ámbitos permeables y necesarios entre la primera y el segundo, y para atisbar en los principios kantianos de humanismo, universalidad y racionalidad su vinculación con los derechos humanos.[10]

Tal como afirma Eduardo García Máynez, las normas morales son autónomas y unilaterales porque su cumplimiento depende de la voluntad de la persona, y las normas jurídicas son heterónomas y bilaterales porque hay una autoridad y una fuerza exterior a aquélla que pueden forzar su cumplimiento.[11] A partir de ahí empieza la nebulosa división entre las convicciones personales y las formas de la autoridad, que no siempre se aclaran. Los grandes debates de la teoría y filosofía del derecho, entre el iusnaturalismo y el positivismo, se zanjan desde aquí.[12]

La bondad, la justicia, la templanza y las virtudes que definen la ética pública no se desarrollan desde la “experiencia interior” porque no son objetos empíricos, sino actos sociales. Así pues, sirve abandonar en este momento de la lectura las ideas de superación personal, de cultos al éxito y de liderazgo, que suelen describirse como discursos éticos. El bien, la dignidad, la libertad y la justicia sólo son posibles en el contacto con el mundo, y no desde la introspección psicológica, la experiencia motivacional o religiosa. Este aspecto se vuelve especialmente importante desde la ética kantiana y su posición ante las ilusiones trascendentales.

Los derechos humanos, creados desde la Declaración Universal de 1948, generalmente tienen la característica conceptual de figurar, en palabras de Rafael de Asís, como “pretensiones éticas de validez universal”,[13] que después son inscritas en las constituciones nacionales y en las normas escritas, generando esta dualidad ética y jurídica.

Los derechos humanos son instrumentos jurídicos racionales porque son construidos a partir del conocimiento (y no de alguna ley eterna, falacia naturalista o verdad revelada); son universales porque su validez no es diferente en algún país o comunidad (no es cuestionable ante ninguna profesión religiosa, étnica o cultural), y, como derechos públicos subjetivos, son bilaterales y coercibles porque la norma jurídica los dota de facultad, de autoridad y de sanción.

Podemos encontrar la relación entre ética kantiana y derechos humanos en la mayoría de las convenciones y tratados de Naciones Unidas sobre tales derechos, así como en el repertorio de derechos alojado en las constituciones nacionales de los Estados miembros y, subsecuentemente, en el derecho positivo, a través de leyes nacionales, federales, orgánicas, sustantivas, etcétera. Este ADN de los derechos humanos, que observamos en los distintos instrumentos jurídicos, internacionales, nacionales y locales, refleja una impronta conceptual e histórica en la que se busca la racionalidad y la universalidad en la forja de sus conceptos y fundamentos.[14]

 

El sui–juris

En la época de la Ilustración, de la emergencia científica y del descubrimiento de las leyes de la naturaleza, Kant, como Descartes o Pascal, entendieron que la conducta humana no puede estudiarse bajo los mismos supuestos de la naturaleza.[15] Según Kant, esto se debe a que estamos frente a una realidad que se configura entre hechos y conductas forjadas con la voluntad. Y aquí entramos a un portal de enormes despliegues: la voluntad es un terreno filosófico, psicológico, antropológico y jurídico de vastos campos; pero la aportación de Kant a estos dilemas es crucial para las ciencias sociales, el derecho y los derechos humanos.

En esta energía que deriva del racionalismo moderno inicial de la Ilustración —y que Jacques Chevalier nos relata en las mentes de Pascal, Descartes y Kant— es que se intenta explicar el universo a través de las leyes naturales de las matemáticas, de la física y de la geometría hasta encontrar los fundamentos originales, las mónadas, los noúmenos o proles sine matre creata.[16] Pero Kant hace una distinción, relevante para el derecho y los derechos humanos, entre la persona y la existencia humana: el sui iuris.[17] Esta característica singular de Kant nos la describe Xavier Zubiri: mientras que, para Descartes, por ejemplo, la existencia humana es sustancia (res), Kant, en cambio descubre a la persona, al sujeto, al yo, y lo inscribe en una misión ética: es el sui–juris, que tiene un deber fundamental hacia lo justo, lo universal, lo correcto.[18]

El sui–juris es la base para entendernos en una sociedad liberal, de personas libres y dignas, que ejercen su voluntad autónoma para actuar. Al respecto, Kant escribe: “Yo sostengo que a todo ser racional que tiene voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra”.[19]

Al filósofo de Königsberg se acude constantemente en la teoría penal y la teoría del delito, que es una de las disciplinas científicas del derecho más profundas, y con mayores aportaciones a la psicología, la sociología y la filosofía. El imperativo categórico —que reza: “obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines”,[20] y que establece como centro el principio de autonomía de la voluntad—cobra aquí enorme relevancia.

La corriente penalista, que se centra en la teoría de la imputación, es decir, la asignación de responsabilidad a las personas por sus actos, estudia profusamente a Kant. Llega a la conclusión de que la libertad de toda persona y la imputación de sus actos son dos caras de una misma moneda. Sólo es posible hablar de derechos y libertades en sociedades que entienden, persona a persona, tanto el deber de cuidado que tienen sobre los demás, como la responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos.

La fórmula kantiana “si puedes, entonces debes” impone más obligaciones que derechos.[21] Proteger nuestra vida, nuestra integridad física y nuestra dignidad, más allá de las sanciones y juicios penales que pueda establecer un Estado, son imperativos dirigidos a nuestra conducta, y depende de nuestro sentido del deber hacia los demás que esto sea posible o probable. Para Joachim Hruschka, Claus Roxin, Günther Jakobs y otros penalistas de enorme relevancia del siglo xx, sólo es posible el derecho a partir de una sociedad interactuante de Personas (con “P” mayúscula) a las que se les atribuya la protección de la vida, el bienestar y la libertad de los otros miembros de la sociedad.[22]

Jakobs lo pone en perspectiva cuando aduce la imputabilidad en la sociedad liberal. Afirma:

En efecto, incluso sin tener en cuenta que “liberalidad” pura ni siquiera se encuentra en las concepciones del Estado de Locke y Kant, sino tan sólo en el “cada uno a lo suyo” del estado natural de Hobbes, lo cierto es que también el pensamiento clásico comienza con el reconocimiento de la Persona, y por ello nos hallamos ya ante un punto de partida positivo. Se trata, pues, de una liberalidad cimentada positivamente, a saber, centrada en la personalidad del otro, una liberalidad que reconoce al otro como Persona, que presupone el vínculo de la personalidad.[23]

Reiterando, para el derecho penal, para el derecho en general y para los derechos humanos es indispensable una sociedad de Personas libres y, por lo tanto, imputables por sus actos. La relevancia del sui–juris es capital, y no debe perderse su centralidad en ningún momento. Somos legisladores y súbditos en un “reino de los fines”.

 

El deber–ser frente al mal

Lo más opuesto a la ética y a los derechos es el mal. Las catástrofes, las calamidades, el hambre, la enfermedad y la muerte forman parte de nuestro horizonte; pero también, como seres libres y dotados de voluntad, significamos un peligro para nosotros mismos. Por esa razón existe el derecho, desde los diez mandamientos judeocristianos o el código de Hammurabi, el derecho romano, el derecho medieval y colonial, hasta las normas jurídicas actuales. Se prohíbe robar, invadir o matar, y debe, por lo tanto, crearse un poder capaz de enfrentar y neutralizar ese mal intrínsecamente posible en cada miembro de la sociedad (en cada uno de nosotros).

Según Kant, el mal no es un acontecer natural, sino una acción de la libertad, producto de una relación tensa entre naturaleza, impulsos y razón, que da como resultado la sinrazón, el crimen, la violación y el daño. Rüdiger Safranski sigue de cerca a nuestro autor para problematizar el mal. Concluye que éste supone la violación al imperativo categórico y a su principio de humanismo (obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio).[24]

Cuando el amor propio, así como cualquiera de sus variantes perversas y perniciosas, hace que una persona utilice a la otra como medio para sus propios fines (deseos, posesiones, privilegios), y cuando engaña, explota, atormenta o mata, en ese momento, siguiendo a Kant y Safranski, la regla del mal es la autoafirmación egoísta y la negación del otro.[25]  Desde el punto de vista del derecho, cuando esto ocurre se comete un crimen, y, como hemos visto, el derecho penal conoce y castiga a los perpetradores del mal.

Por eso, Max Horkheimer aduce que la libertad social no puede existir sin la coerción, porque no estamos destinados a ser libres y dignos, sino que debemos trabajar contra nosotros mismos y nuestra capacidad de hacer el mal.

La humanidad se ha autoafirmado y ha prevalecido desde siempre en la naturaleza mediante el dominio, la explotación, el asesinato, el sometimiento de las restantes criaturas, en caso necesario incluso del propio género. Es la especie más sangrienta y cruel del mundo conocido. Nada ha sido para ella lo suficientemente sagrado, incluidas la verdad y la religión, como para dejar de utilizarlo como instrumento de poder […]. Cierto es que la libertad social no puede existir sin coerción. No pocas actividades oscuras resultan indispensables para mantener en pie la sociedad […].[26]

Al ser conscientes de que el mal es un producto de la conducta individual y de que forma parte de nuestra cultura —y, en ambos casos, es subproducto de la libertad—, merece la pena contrastar el deber–ser kantiano con la banalidad del mal que nos presenta Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén.[27] El primer aspecto de la banalidad que descubrió Arendt en el juicio a Adolf Eichmann fue que se trataba de un proceso penal que apuntaba a ser un gran momento para la justicia universal, pero terminó por ser vernáculo y pueril, más cercano a las lapidaciones de la Antigüedad o a los ajusticiamientos comunitarios de la Edad Media.

Banalidad, de hecho, es un término que proviene de ban, instrumento jurídico vernáculo de las comunidades políticas medievales (ducados, condados, reinos), en el que destacan las medidas penales para castigar a los enemigos externos e internos. El juicio a Eichmann fue jurídicamente medieval, en tanto que fue la exposición de un enemigo de guerra y el espectáculo de su ajusticiamiento. Israel era un Estado–nación muy reciente, con apenas meses de emerger después del fin del mandato británico, y carecía de tradición jurídica penal para entender lo que estaba juzgando.

El otro lado de la banalidad se encuentra detrás de Eichmann y sus encargos públicos en el Tercer Reich. Es acusado y narrado como un gran monstruo perpetrador del Holocausto; pero, conforme avanzan y profundizan en los crímenes del acusado, encontramos una espeluznante rutinización de la crueldad, una asociación de la maldad con la vida cotidiana, a tal grado que su significación es agotada en procedimientos burocráticos o en venganzas banales, todas ellas posibles y probables en la cotidianidad.[28]

Es aquí donde la ética kantiana y el pilar de la racionalidad se vuelven más necesarios para comprender el origen y el desarrollo del mal. Nunca debemos perder de vista que los humanos somos seres pasionales, proclives al ajusticiamiento, y que el mal no siempre es producto de grandes villanos o monstruos humanos, sino que también emerge de la terrible normalidad que habita en nuestros hogares, nuestras parroquias y comunidades, y de la que formamos parte todo el tiempo.

En el traspaso de las sociedades primitivas a las modernas, las amenazas y los depredadores cambian lentamente de forma. La ecuación de la violencia cambia con nuestra relación frente a la naturaleza y respecto a la manera de vincularnos entre nosotros como miembros de la misma especie. Las amenazas se revelan en la realidad en forma de violencia, pero, simultáneamente, abandonamos la capacidad individual y organizada de ser conscientes de ella, porque los miedos habitan el mundo de los símbolos inconscientes y aumentan su pulso en la negación de la realidad, en la infantilización del carácter y en la transferencia de la responsabilidad hacia la figura del Estado.[29]

Esto último es la expresión del mal en nuestra época, y ayuda leer la ética de Kant para reconocer que estas amenazas son realizadas por otras personas, comunes y corrientes, que actúan de manera negligente, irresponsable, indiferente, o de forma concreta como depredadores de nuestra vida y dignidad. Regresando a los penalistas de la teoría de la imputación, nuestras grandes amenazas son perpetradas por personas libres y autónomas que se encuentran muy alejadas de un comportamiento digno, pero muy cerca del mundo–de–la–vida.[30] El mal habita en nosotros y tenemos un problema cuando no se reconoce. Se muestra desde la conducta humana próxima, íntima, comunitaria, dentro de los hogares, familias, escuelas, centros de trabajo y redes sociales. Pero aprendemos a desprenderla de nuestra conciencia de la realidad y a transferirla a los umbrales simbólicos del Estado.

Los derechos humanos se inclinan permanentemente al papel del Estado, y no a la responsabilidad de la gente común. Esta tara semántica se convierte en una disfunción de proporciones masivas. Las actividades represivas de Estados autoritarios, que son legítimamente señaladas desde los derechos humanos y la democracia, hasta ahora sólo se abordan como límites al poder. Esto es, que la violencia legítima del Estado, a la que se refería Max Weber y que se desarrolla en la política criminal, se detiene y se regula desde los derechos humanos. En lo que no se reflexiona acertadamente es en que las medidas autoritarias y represivas, que son generalmente aprobadas y solicitadas por las mayorías, son producto de una ausencia del deber–ser en nuestras vidas cotidianas; un deber–ser que no encontramos en las cláusulas positivas de los derechos humanos.

Kant se resistió a llevar el deber–ser al derecho. Se “judicializaría la moral” con el derecho, diría él,[31] y lo ubicaría siempre en la última–ratio: cuando se trata de proteger a la sociedad de quienes trasgreden la dignidad de manera grave. A este respecto, Hans Kelsen, principal referente del iuspositivismo, comenta: “Se está moralmente, no jurídicamente, obligado a no robar, lo jurídico es tan sólo el deber de castigar el robo. Quien roba debe ser castigado jurídicamente. Esta opinión significa únicamente que se renuncia a la construcción auxiliar de las normas jurídicas secundarias. Mas no por eso se destruye el deber jurídico”.[32] Jürgen Habermas, en su obra Facticidad y validez, aborda este problema describiéndolo como el “principio de marginalidad” de las normas, es decir, que las normas jurídicas no pueden legislar todos los aspectos del mundo–de–la–vida, sino que regulan desde principios rectores que ayudan a resolver situaciones y casos concretos.[33] 

Qué es derecho y qué es “únicamente” moral, reflexiona Jakobs, no es una cuestión inmutable, “sino que depende de qué configuración de la sociedad se entienda que ha de ser garantizada formalmente y cuál, en cambio, informal y sin garantía”.[34]

“La voluntad de preferir la vida a la muerte” —sostiene Michel Foucault— va a fundar la soberanía, “una soberanía que es tan jurídica y legítima como la constituida según el modelo de la institución y el acuerdo mutuo”.[35] Pero ¿cómo vamos a labrar un deber en torno a la vida, contra la violencia, si no somos capaces de hacernos responsables de ella? Retomando a Fromm: “Desde un punto de vista puramente biológico, el temor a la muerte es quizá el más profundo; desde un punto de vista específicamente humano, el miedo más grande es el miedo a la locura”.[36] El miedo al delito nos conduce a la negación como mecanismo de protección y certidumbre, pero se convierte en una maquinaria silenciosa de enajenación.[37]

La enajenación de nuestra sociedad se refleja en el desprendimiento de su asiento ético, formando personas que son distantes de sus propias amenazas, distantes del mal que habitan y que eventualmente practican, en una locura que consiste en desvincularse de las causas del mal y donde sólo encuentran refugio y justificación en el castigo realizado por el Estado.

En esta alienación, en la que no se distinguen los depredadores ni se comprende el mal, y donde no hay un deber inscrito en la vida cotidiana, el derecho se parece más a una guerra cuya única racionalidad posible es la represión y donde la justicia se resuelve con aclamaciones sentimentales y un batiburrillo de venganzas justificadas.

 

Colectivismo, felicidad y escatología. El deber–ser inscrito en futuros promisorios

¡Apresúrate, oh posteridad, a traernos la hora
de la igualdad y la justicia, de la felicidad!

—Erich Fromm, Las cadenas de la ilusión[38]

 

En palabras de Papini, Kant, como persona civilizada y maestro de filosofía, tenía la necesidad de una moral, y como cristiano y estudioso de la mecánica, necesitaba que la moral estuviese de acuerdo con el Evangelio y que fuese compatible con las leyes de la ciencia. Lo que encuentra es la necesidad de que la ética humana sea como el imperativo categórico: autónomo, racional y universal. Y, principalmente, lo que hace este filósofo es desprender la moral de lo divino y hacerla humana. “Resulta un gesto hermoso el devolver al hombre lo que el hombre ha dado a Dios, y Kant hizo eso”.[39] De este modo emerge la ética deóntica frente a la ética teológica. En ese amanecer de la modernidad liberal, el deber–ser no se orienta al reino de los cielos, sino a la humanidad libre, responsable y autónoma.

Como bien apunta Lipovetsky en El crepúsculo del deber, en la modernidad no parecen existir dudas en cuanto a las libertades públicas o los derechos del hombre y del ciudadano; pero en el área de los deberes se inscriben distintos caminos, muy diversos unos de otros. El rompimiento con el deber teológico es el único punto de partida común: “[…] la afirmación de deberes obligatorios ajenos a los dogmas de cualquier religión revelada, la difusión social de una moral liberada de cualquier divinidad tutelar”.[40]

Para comparar la ética moderna con la ética teológica medieval, Ernst Cassirer describe a los operadores de la ética en la Edad Media: no son las personas comunes, sino los jerarcas de la Iglesia quienes describen un imaginario social religioso en el paraíso y el infierno. Así, el sentido de las vidas personales y sociales se integra a un imaginario de sometimiento: se desarrolla la industria de la salvación, y su Dios habla a través de información sagrada e irrebatible con la Biblia.[41]

Cassirer explica entonces el mensaje original y central de los operadores medievales: “La vida es en sí misma algo cambiante y fluyente, pero su verdadero valor hay que buscarlo en un orden eterno que no admite cambios”.[42] Gregorio Peces–Barba Martínez denomina agustinismo político a este imaginario colectivo que organiza personas y sociedades desde la ética teológica.[43] Desde el punto de vista histórico, tal agustinismo político sufre severas escisiones con los cismas del protestantismo.

Las ilusiones trascendentales (como el alma, Dios el mundo o, en cierto sentido, la libertad), desde la perspectiva kantiana se explican en tanto que no son elementos que encontramos en el ámbito de la experiencia material, sino ideas regulativas que, eventualmente, pueden adquirir realidad. Es en ese entendimiento que figuran también los derechos. Pero hay ilusiones trascendentales que son incompatibles con la ética kantiana.[44] Lo que importa distinguir aquí, desde esa ética, es el presente y nuestra responsabilidad como legisladores y súbditos de la realidad, frente a las ilusiones trascendentales de la vida eterna, el paraíso y el progreso que están en función de un mundo sobrenatural, promisorio o utópico y que nos sustraen del presente y de nuestro deber.

Desde este páramo de la ética teológica medieval, que Peces–Barba describe en el agustinismo político, las personas somos irresponsables de nuestra condición actual, de la condición de nuestros semejantes, de nuestras familias, comunidades y naciones, porque al ser de “este mundo” nuestras acciones carecen de valor trascendental. Así, toda ética que tenga como propósito la “salvación” prescinde de libertad, autonomía y responsabilidad.

La ética moderna se inscribe en este proceso de des–sacralización del mundo, de sustitución de la Providencia como guía de la humanidad, para incorporar lo que Josetxo Beriain explica en la modernización–sin–fin, o bien, en el progreso como gran orientador de las conductas individuales y sociales, la ciencia y la técnica.[45]

Dentro de la cultura occidental y moderna, con el nacimiento y desarrollo de los Estados–nación, emergen diversas formas de ética pública ligada al derecho, al poder y a la identidad. Observamos que los nacionalismos emergen con fuerza, a manera de cemento social, identidad, cultura y horizonte teleológico. El positivismo al estilo de Auguste Comte, que despliega una idea de futuro sublime a través de la ciencia y la tecnología, nos inscribe en un porvenir promisorio, desprendido del presente, no muy distinto del agustinismo político.[46]  Una fórmula diametralmente opuesta al sujeto de la ética kantiana, la cual parte de la persona para proyectar la universalidad.

Lipovetsky describe brillantemente en El crepúsculo del deber cómo la escisión de Dios y la religión en la ética pública, en lugar de desembocar en libertad, se asoma con invocaciones al sacrificio individual, a las metáforas colectivistas en relación con la guerra, los mártires, las batallas, la sangre y la muerte características del nacionalismo de los siglos XIX y XX. La persona, en esta ética nacionalista, es un instrumento de la grandeza de su país (el que le tocó por nacimiento o familia), y las formas de sacrificio individual hacia el colectivo se erigen desde la guerra, la ciencia, la técnica, el desarrollo y la peculiar modernidad que le toca. Esta construcción moral de la persona sigue siendo muy intensa, a veces compitiendo y a veces fusionándose con la identidad religiosa, étnica y cultural.[47]

Ciertamente, la orientación moral de las personas hacia la grandeza o la victoria de su nación carece de las notas de autonomía kantiana, pues en lugar de figurar personas con dignidad y derecho propio, son medios de una gran empresa colectiva. En las mentes de Comte o Thomas Carlyle se erige una ciudadanía secular como empresa colectiva; en Joseph Arthur de Gobineau o Rosemberg, como destino de la sangre o la raza, y en el marxismo como la universalidad del “hombre nuevo”.[48] Es muy claro aquí el efecto pernicioso del colectivismo y su alejamiento de los principios de autonomía y libertad kantianos. Desde la mirada de los derechos humanos podemos constatar conflictos permanentes en los colectivismos modernos con respecto a los derechos de las mujeres, las niñas, niños y adolescentes, los derechos de los pueblos indígenas, los derechos de la diversidad sexual, de los migrantes, que claramente rozan con la idea de ciudadanía y con su papel en la conservación de la cultura nacional. Es un tema que en la filosofía del derecho se zanja entre el pluralismo, el multiculturalismo y la sociedad liberal.

La ética pública que subyace en los derechos humanos tiene notas similares a la ética kantiana que descubrimos en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Lo que Peces–Barba denomina antropocentrismo laico, Kant lo encuentra en la racionalidad, la universalidad y la forja del sui–juris como elemento nodal para la construcción de la ética. Así emergen y se entienden los valores superiores de una sociedad liberal —que Peces–Barba recoge como núcleo de la moralidad de la modernidad—, los cuales se incorporan al Estado social y democrático de derecho, y eventualmente se convierten en valores jurídicos: la libertad, la igualdad, la solidaridad y la seguridad jurídica. Algunos autores, incluyendo a Peces–Barba, incorporan la dignidad como uno más de los valores superiores.[49] Se podrían añadir otros de nueva forja, tales como la inclusión y la sororidad–fraternidad.

La universalidad kantiana se asoma desde la ética subyacente de los derechos humanos y permite pensar, como especie humana, que existen apartados fundamentales del mundo, de la vida, de la humanidad, del bien, de la virtud, de lo correcto y lo verdadero, que pueden compartirse con cualquier persona en el mundo. Esta ética pública de los derechos humanos se sostiene con los principios de racionalidad y universalidad kantianos. Si bien los derechos humanos podrían ser conocidos también como ilusiones trascendentales (por no existir como cosas en sí), guardan una sustancial diferencia frente a otras ilusiones trascendentales (como la salvación o el progreso), pues su cumplimiento es éticamente sostenible con los imperativos categóricos kantianos, que hacen a las personas responsables de sus actos y cuya realización, además, se da en el aquí y ahora, a diferencia de las ilusiones trascendentales de asiento sobrenatural o de futuros sociales utópicos.

El problema de esta ética pública —o moral moderna—, que se asienta en valores superiores, consiste en que presenta una débil concreción del deber en sus practicantes. No hay ese sentimiento de cohesión que ofrecen el colectivismo nacional o el religioso. No hay asiento místico, miliciano o visceral en torno a los valores de la libertad, la igualdad o la solidaridad, sino algunos espejismos que advertimos en éticas de corte utilitarista o posmoderno.

En la ética utilitarista, las conductas humanas se calibran para llegar a un estado en el que la felicidad sería probable para todos. Rodolfo Vázquez lo expone así: “Para el utilitarismo, la pena no se justifica moralmente por el hecho de que quien la recibe haya hecho algo malo en el pasado, sino para promover la felicidad general de cara al futuro”.[50] Desde la visión kantiana, la felicidad no es un ámbito de la ética; no es un fin moral de nuestras acciones, sino una probable consecuencia. Apunta el filósofo de Königsberg: “[…] el precepto de la felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad”.[51]

Aquí vuelve Lipovetsky en El crepúsculo del deber para darnos otra pista sobre la ceguera moral y la impostura de lo efímero de nuestro tiempo. El “derecho a la felicidad” evoluciona desde la cultura individualista y tiene su principal palanca en la ética utilitarista. Los derechos soberanos del individuo colonizan todos los aspectos de la vida y desvanecen la moral religiosa, estatal, comunitaria y familiar. Hay una emancipación de los regímenes colectivistas y controles de la identidad que nos ha traído una sociedad abierta y plural; pero, como nos encontramos en democracias capitalistas, el consumo es un poderoso vehículo de construcción de la identidad; el deber se diluye en culturas del éxito, del liderazgo, de la meditación, del fisiculturismo o de la sociabilidad. Como ciudadanos y votantes, coincide Félix Ovejero, las personas se comportan como consumidores groseros que no tienen más interés que la satisfacción de sus necesidades y caprichos inmediatos. Sus necesidades se encuentran en constante crecimiento hacia el ocio y el desperdicio.[52]

 

El presente revelado y el presente racional

Para Kant tenemos, antes que nada, un deber en el que todos somos legisladores y súbditos de nuestra propia realidad (“obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines”).[53] Importa resaltar este aspecto de la ética kantiana porque hay otras construcciones éticas, desde la religiosidad, que no se dirigen al paraíso o la salvación sino al aquí y ahora. No todas las éticas religiosas se orientan a la ilusión trascendental del mismo modo. Para algunos religiosos, el Reino de Dios, más que un futuro inconmensurable de las almas, es un presente. Y no sólo es la orientación al presente y al mundo, sino a la dignidad de las personas que lo habitan. Javier Ballesteros Ybarra lo estima en su estudio sobre la cláusula “venga tu reino” en la oración más relevante del cristianismo, el padrenuestro. “El advenimiento del reino corresponde a la llegada de Cristo, porque Cristo es el reino. Lo trae él, no como quien trae una noticia, sino como quien abre las manos o señala el corazón”.[54]

Esta aproximación religiosa, entendida desde el término griego parusía, es una forma de “estar presente”, y revierte el horizonte de la trascendencia cristiana porque ya no se orienta a un reino preternatural a donde las almas van después de la muerte, sino a vivir un Reino de Dios como exigencia ética y religiosa. Desde la metáfora de la “restauración de Israel” se construye la escatología de un pueblo, que se acerca al Reino de Dios, como ideal y como refugio final de las almas, pero desde la realidad política y cultural de su presente. El presente se vuelve una manera de construir un deber–ser en los miembros de la comunidad, que los hace responsables de sus actos y del destino de su pueblo.[55]

Encontramos en Hans Küng, en su obra Ser cristiano, la descripción de una teología de las realidades terrenas, una teología de la liberación orientada hacia la ética; porque para los pobres, los desposeídos, los “postergados”, como cita Küng, es imposible el libre ejercicio de la cristiandad en condiciones de hambre, miseria, epidemias, violencia, analfabetismo y marginación. Esa condición no es una necesidad natural, sino un producto de un despiadado sistema social. Así, en la teología de la liberación se propone “una teología capaz de elaborar un proyecto histórico de liberación política, económica, cultural y sexual, que sea el signo real de anticipación del proyecto definitivo, escatológico, de plena libertad del Reino de Dios”.[56]

En estas posiciones del pensamiento religioso y la ética teológica encontramos más vínculo con los valores superiores de igualdad y solidaridad, una noción del deber–ser más concreta, una posición más decidida a la construcción de un reino de fines.

Otro descubrimiento para el deber–ser kantiano lo encontramos en Simone Weil y su obra titulada Echar raíces.[57] Éste es un tratado de reconstrucción de la sociedad antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Ciudades destruidas, pueblos fantasma, fábricas abandonadas, heridos, cuerpos humanos en descomposición, millones de muertos (soldados y civiles), familias desmembradas y el exilio. Todo aquello es el presente de Simone Weil, y con él, ella lucha contra el desarraigo de las almas a las que incita a subir el pulso para la recuperación de la civilización extraviada por la crueldad y el genocidio.

Para echar raíces, merece la pena citar sus primeras palabras en el apartado “Necesidades del alma”:

La noción de obligación prima sobre la del derecho, que está subordinado a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde. El cumplimiento efectivo de un derecho no depende de quien lo posee, sino de los demás hombres, que se sienten obligados a algo hacia él. La obligación es eficaz desde el momento en que queda establecida. Pero una obligación no reconocida por nadie no pierde un ápice de la plenitud de su ser. Un derecho no reconocido por nadie no es gran cosa.[58]

En este apartado, Weil desarrolla sus nociones sobre la libertad, la obediencia, la responsabilidad, el honor, el castigo, la propiedad privada y la propiedad colectiva mediante una proyección constitutiva de la ética, en lenguaje deóntico, anclado en la realidad humana, con el fin de habitar una sociedad de personas dignas, porque es la forma en la que las almas humanas pueden prosperar en el mundo.

De vuelta al terreno secular y la deontología, en Hans Jonas encontramos una de las construcciones más brillantes de la ética kantiana. Jonas expone una variación de los imperativos categóricos: “Actúa de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica”. “No pongas en peligro la continuidad de la humanidad en la tierra”.[59] El espectro de acción contemplado en Kant se incorpora en una perspectiva de futuro y se extiende, en términos de responsabilidad humana, a la naturaleza entera. En la ética deóntica de Jonas, el sui–juris trasciende hacia el entorno planetario porque vivimos en una consanguinidad de ambientes naturales y técnicos que afectan directamente la condición humana y su capacidad de acción. Esto es, el espectro de afectación de nuestra conducta tiene efectos simultáneos en otras regiones del mundo. La cadena de consecuencias de nuestros actos es mucho mayor que el que captura nuestra conciencia de nuestro mundo–de–la–vida.

Con Jonas el problema tecnológico se entiende como uno de tipo ambiental. La tecnología es parte sustancial de nuestro medioambiente, aunque puede desempeñarse como un agente depredador. Aquí descubrimos las variantes del mal, entre el descuido, la irresponsabilidad y la cosificación de los seres humanos como medios al servicio de la tecnología y la economía, hasta el uso de la técnica para el aniquilamiento.[60] Jonas reflexiona en torno a las formas de intervención humana sobre la naturaleza y sobre la sociedad. El desarrollo tecnológico ha conseguido involucrarse en fronteras humanas que antes habían sido infranqueables. La ética entonces debe diseñarse en la misma magnitud de las dimensiones del poder creado con las nuevas tecnologías y sistemas.[61]

De aquí que Jonas ofrezca la regla profética con la cual nos invita a imaginar los escenarios más distópicos del mundo y la sociedad, y al imaginar los daños eventualmente ocurridos en estos mundos distópicos construye el deber como una trazabilidad del futuro distópico hacia el presente real. Desde la ética deóntica trae el futuro al presente, porque todas nuestras acciones y conductas presentes son imputables a los humanos en el futuro. Describe un apocalipsis gradual que resulta del imperativo tecnológico y la conducta depredadora de los seres humanos.

Así somos testigos del presente como un cernidor de diversas ilusiones trascendentales que nos evaden de la realidad y del deber–ser. El presente revelado ya no sólo es el de la parusía (o la fusión de los reinos humano y divino en las comunidades cristianas primitivas), también es una revelación mística que busca la dignidad de las almas en el aquí y ahora, como en los casos de Weil y Küng, quienes descubren el presente como una revelación de la verdad, del bien y del mal, y la conciencia del presente revelado como una forma de ser conscientes y libres. Tenemos también, en un ejercicio literario de la distopía, la revelación de una profecía que forja la ética de nuestro presente en esta aguda evolución de la ética kantiana emprendida por Jonas.

La libertad y la autonomía de los individuos se forja en el presente y con el deber de cada una de las personas que hemos de ejercer el sui iuris en un proyecto social y cultural.

 

Adiaforización o la ética indolora de nuestro tiempo

Desde la perspectiva de este artículo, el desprendimiento del deber–ser en la construcción de los derechos humanos genera el mismo efecto de las ilusiones trascendentales que critica Kant. Tal desprendimiento también se propicia por desinterés o insensibilidad. Este fenómeno es conocido por Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis como adiaphoron, que significa etimológicamente “algo sin importancia”. Pero añade lo siguiente: “un adiaphoron es una retirada temporal de la propia zona de sensibilidad; la capacidad de no reaccionar o de reaccionar como si algo les ocurriera no a personas, sino a objetos físicos, a cosas, a no humanos”.[62]

En la ética kantiana no es difícil encontrar el deber de todas las personas, tanto en el ámbito de su vida privada como social, de no contaminar ciudades, ríos, lagunas, bosques o mares. No es complicado hallar el deber de las personas de cuidar a sus propios hijos e hijas, no abandonarlos en la calle, no explotarlos laboral ni sexualmente, no golpearlos, etcétera. Y tampoco es difícil comprender que no se debe abusar física o emocionalmente de las mujeres por su condición de ser tales.

Por el contrario, pretender que el deber de las personas se inscriba sólo en su libertad religiosa, en su superación personal y en su búsqueda de la felicidad individual, y, al mismo tiempo, suponer que hay una cúpula estatal y jurídica que tiene la obligación de cuidarnos y que está desvinculada de nuestras conductas individuales, genera el efecto que nos explica Bauman al decir que se nos desprende de la posibilidad de tener opciones: nos hace irresponsables.

De acuerdo con Bauman, suponer nuestra salvación a partir de eventos sobrenaturales hace a las personas irresponsables de sus actos, pues su intervención poco importa. El efecto que causa es un desprendimiento de la realidad, y lo mismo pasa en una sociedad que construye derechos sin deberes.[63] Así nos inscribimos en una carrera demencial cuando sólo fija el deber hacia “el derecho inalienable a la felicidad”. Es la misma ética indolora que consigna Lipovetsky en el Crepúsculo del deber.

Si este efecto lo exponemos en la existencia del mal y de los perpetradores o depredadores de la dignidad humana, entonces la separación de nuestro deber ético frente a los derechos humanos se hace más grave. Porque se sabe que muchas de las grandes violaciones de los derechos humanos son producto de la banalidad, y que los depredadores de la dignidad humana están entre nosotros: en el hogar, el barrio, el espacio público, el entorno laboral y las redes sociales, y generalmente no realizan sus actos violentos o criminales por orden de una organización estatal, sino en el ejercicio de su propia libertad individual y cotidiana.

El Estado es una personificación, igual que Dios, pues sólo se lo imagina en formas humanizadas. Pero no seguimos aquí a Kelsen cuando sostiene que aquél es una personificación del derecho, porque el reino de los fines que caracteriza al Estado se construye más bien desde la cultura.[64] El lenguaje del deber se forja desde la ética.[65] Los derechos humanos, siguiendo a los penalistas de la teoría de la imputación, son personificaciones del derecho en el Estado —y no en las personas—, al que se asigna una expectativa de vida, una voluntad autónoma y libertad para actuar. Y es aquí donde comienza la transferencia colectiva en los derechos, la pérdida del deber–ser: es la responsabilidad abstracta del Estado, y no el deber de las personas que lo habitamos.

Un Estado sin el deber–ser de quienes lo componen es una gestalt infantil, una fórmula perpetua de auto–discriminación en los binomios del victimario y la víctima, entre el opresor y el oprimido. En el mismo sentido, un derecho humano sin el deber–ser de quienes lo reconocen es una fórmula perpetua de incriminación del otro como responsable y, eventualmente, del otro como el enemigo, el victimario y opresor. Estas posiciones iniciales son lejanas a las de la ética kantiana, pues se oponen a las nociones de autonomía de la voluntad, de dignidad y de libertad. Pero lo más grave es el síntoma de ceguera moral hacia la realidad: esa incapacidad autoafirmada de hacernos responsables de nosotros mismos, esa banalidad del mal que se desarrolla impunemente dentro de hogares, escuelas, centros de trabajo, espacios públicos y redes sociales. Cuando se construyen los derechos con la némesis del opresor y el victimario, se diluye la racionalidad y se construye la hipóstasis del Estado sentimental, resultado de invocaciones pueriles de la autoridad.  De este modo, los derechos humanos se tematizan desde formas de lenguaje impulsivas que evidencian una sociedad poco responsable de sí misma y de sus miembros. Desde esta conclusión, es plausible exigir que los derechos humanos de nuestro tiempo se forjen con el deber–ser de todas las personas, como personas responsables, libres e imputables.

 

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[*] Doctor en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid. Profesor en el Programa de Doctorado en Derecho por la Universidad de Guadalajara. gerardo.ballesteros.de.leon@gmail.com

 

[1].    Giovanni Papini, “El Ocaso de los Filósofos” en Giovanni Papini, Obras. Tomo iv. Religión/filosofía, Aguilar, Madrid, 1968, pp. 1069–1089, p. 1069.

[2].    Víctor Alvarado Dávila, “Ética y filosofía del derecho en Kant y su influencia en la Declaración Universal de Derechos Humanos” en Revista de Ciencias Jurídicas, Universidad de Costa Rica/Colegio de Abogados de Costa Rica, San José, Nº 110, mayo/agosto de 2006, pp. 200–217.

[3].    Giovanni Papini, “El Ocaso de los Filósofos”, p. 1075.

[4].    Universidad Nacional Autónoma de México, Los imperativos kantianos: el categórico y el hipotético, http://www.revista.unam.mx/vol.5/num11/art81/art81-1.htm  Documento electrónico sin paginación.

[5].    Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Pedro M. Rosario Barbosa, San Juan, Puerto Rico, 2007, p. 47.

[6].    Idem.

[7].    Ibidem, p. 54.

[8].    Ibidem, p. 63.

[9].    Destaco las siguientes afirmaciones en torno al deber en Kant a lo largo de toda la obra: ser bondadoso y ser moral es un deber antes que una inclinación (ibidem, p. 18); “una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta” (ibidem, p. 25. Las cursivas se encuentran en el original); “el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley” (ibidem, p, 14. Las cursivas se encuentran en el original); “[…] que
no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso” (ibidem, p. 29); “porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón, que determina la voluntad por fundamentos a priori” (ibidem, p. 35); “cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar al interés en el objeto, sino meramente en la acción misma y su principio en la razón (la ley)” (ibidem, p. 40); “que si el deber es un concepto que debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos” (ibidem, p. 50); “el deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida” (ibidem, p. 59), “aun cuando bajo el concepto de deber pensamos una sumisión a la ley, sin embargo, nos representamos cierta sublimidad y dignidad en aquella persona que cumple todos sus deberes” (ibidem, p. 64).

[10].  Para este aparato crítico, como parte del homenaje a Kant, merece la pena compartir este breve artículo, que resulta una contribución trabajada con sencillez y que siempre se agradece: Faviola Rivera Castro, “El imperativo categórico en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” en Revista Digital Universitaria, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 5, Nº 11, diciembre de 2004, pp. 2–6.

[11].  Eduardo García Máynez, “Capítulo ii: Moral y Derecho” en Eduardo García Máynez, Introducción al Estudio del Derecho, Porrúa, México, 2002, pp. 15–24.

[12].  Ver los debates, hasta Hart, explicados por Rodolfo Vázquez: “a) La pretensión de que no existe conexión necesaria entre el derecho y la moral. b) La pretensión de que el análisis (o estudio del significado) de los conceptos jurídicos es algo que vale la pena hacer y algo que debe ser diferenciado de las indagaciones históricas sobre las causas u orígenes de las normas, de las indagaciones sobre la relación entre el derecho y otros fenómenos sociales, y de la crítica o evaluación del derecho, ya sea en términos de moral, objetivos sociales u otros. c) La pretensión de que las leyes son órdenes de seres humanos (teoría imperativa de las normas). d) La pretensión de que un sistema jurídico es un ‘sistema lógicamente cerrado’ en el que las decisiones jurídicas correctas pueden ser deducidas de normas jurídicas predeterminadas por medios lógicos, sin referencia a propósitos sociales, estándares morales o líneas de orientación. e) La pretensión de que los juicios morales no pueden ser establecidos o defendidos, como lo son los juicios de hecho, por argumentos, pruebas o demostraciones racionales (teorías no cognoscitivistas)”. Rodolfo Vázquez, Teorías contemporáneas de la justicia. Introducción y notas críticas, Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad de Querétaro/Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, 2019, p. 8.

[13].  Rafael de Asís Roig, Sobre el concepto y el fundamento de los derechos: una aproximación dualista, Dykinson, Madrid, 2001.

[14].  Gregorio Peces–Barba Martínez, Ética, Poder y Derecho, Fontamara, México, 1994; Eusebio Fernández, Estudios de Ética jurídica, Debate, Madrid, 1990.

[15].  Víctor Manuel Rojas Amandi, “La Filosofía del Derecho de Immanuel Kant” en Revista de la Facultad de Derecho de México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 54, Nº 242, 2004, pp. 165–198.

[16].  Cfr. Jacques Chevalier, “Descartes tal como fue” en Jacques Chevalier, Historia del Pensamiento. Tomo III. El Pensamiento Moderno de Descartes a Kant, Aguilar, Valencia, 1969, pp. 109–145.

[17].  “Los términos originarius, derivatus, aplicados por Kant a la intuición, fueron tomados por él de la lengua del derecho, lo mismo que tomó de los jurisconsultos […] la distinción de la cuestión de derecho (quid juris) y de la cuestión de hecho (quid facti), y el término ‘deducción’, por el cual designa
la primera, la que debe demostrar el derecho o la legitimidad de la tesis, y de la que se sirve Kant, en la ‘deducción’ trascendental de las categorías, para explicar cómo los conceptos a priori pueden referirse a objetos. De  manera análoga […] el intuitus originarius es el que no supone nada antes que él y el que crea su objeto, lo mismo que la ‘acquisitio originaria’ no supone ningún ‘ser jurídico’ y hace que ‘alguna cosa sea mía’, es decir, crea un derecho, en tanto que el intuitus derivatus supone antes que él un objeto del que procede, de la misma manera que la ‘acquisitio derivata’ procede de lo que ‘otro ha hecho ya suyo’, es decir, supone un derecho anterior preexistente. Así, en su caso, el objeto es dado por el espíritu, que lo crea enteramente —lo que no podría convenir más que a Dios—, en el otro, el objeto es dado al espíritu, que lo recibe y se siente afectado por él —por los sentidos, dirá Kant—, cual es el caso de un ser finito como es el hombre”. Jacques Chevalier, Historia del Pensamiento…, p. 559. Las cursivas se encuentran en el original.

[18].  Xavier Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Editorial Nacional, Madrid, 1981, p. 369.

[19].  Immanuel Kant, Fundamentación…, p. 61.

[20].  Ibidem, p. 63.

[21].  Claus Roxin, Günther Jakobs, Bernd Schünemann et al., Sobre el estado de la teoría del delito, Civitas, Madrid, 2000, p. 113.

[22].  Nicolás Santiago Cordini, “La teoría de la imputación en Hruschka y sus implicancias en la teoría del delito” en Papeles del Centro de Investigaciones, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina, año 2, No. 11, 2013, pp. 1–29.

[23].  Günther Jakobs, “La omisión: estado de la cuestión” en Claus Roxin, Günther Jakobs, Bernd Schünemann et al., Sobre el estado…, pp. 129–154, p. 146. Las comillas aplicadas al término “liberalidad” son mías. Ello con el propósito de facilitar la lectura de un concepto que Jakobs emplea de forma ordinaria, pero que significa una condición social necesaria para hacer proclive una teoría
de la imputación penal de las conductas: suponemos que somos libres y responsables de antemano.

[24].  Cfr. Rüdiger Safranski, El mal o El drama de la libertad, Tusquets, México, 2016, p. 168.

[25].  Idem.

[26].  Max Horkheimer, Sociedad, razón y libertad, Trotta, Madrid, 2005.

[27].  Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem. A report on the banality of evil, The Viking Press, Nueva York, 1964.

[28].  Idem.

[29].  Eric Fromm, Las cadenas de la ilusión, Paidós, México, 2016.

[30].  El concepto “mundo–de–la–vida” lo he tomado de la obra clásica La construcción social de la realidad de Peter Berger y Thomas Luckmann, quienes se apoyan en Alfred Schütz y la importancia que éste otorga tanto al sentido común de las personas en la construcción de su vida cotidiana como a la vinculación de la cotidianidad con las maquinarias simbólicas que dan horizonte a comunidades, instituciones, sociedades y civilizaciones. Ver Peter Berger y Thomas Luckmann, The Social Construction of Reality. A Treatise in the Sociology of Knowledge, Penguin Books, Londres, 1991.

[31].  Günther Jakobs, “La omisión…”, p. 145.

[32].  Hans Kelsen, Teoría General del Estado, Universidad Nacional Autónoma de México/Ediciones Coyoacán, México, 2004, p. 80.

[33].  A lo largo de su obra Facticidad y Validez, y particularmente en su capítulo denominado “Derecho y Moral (Tanner lectures, 1986)”, Habermas sostiene que los fundamentos morales de los sistemas jurídicos generalmente los encontramos en las normas primarias que moderan comportamientos humanos concretos. Pero aquellas conductas derivadas de las primarias, que se desenvuelven en instituciones, comunidades, ámbitos culturales y regímenes políticos no pueden ser reguladas con la misma concreción y exhaustividad respecto de las conductas primarias. El derecho, así, encauza conductas, procesos e instituciones desde el principio de marginalidad (por su distancia normativa respecto de los asientos morales básicos), pero lo hace empleando la axiología como método para resolver conforme a los fundamentos éticos de los sistemas jurídicos vigentes. Cfr. Jürgen Habermas, Facticidad y Validez, Trotta, Madrid, 1998, pp. 535–587.

[34].  Günther Jakobs, “La omisión…”, p. 145.

[35].  Michel Foucault, Hay que defender la sociedad, Akal, Madrid, 2003, p. 55.

[36].  Erich Fromm, “Conciencia y Sociedad Industrial” en Erich Fromm, Irving Horowitz, André Gorz et al., La sociedad industrial contemporánea, Siglo XXI, México, 1980, p. 13.

[37].  Cfr. Eric Fromm, “El individuo enfermo y la sociedad enferma” en Eric Fromm, Las cadenas de la ilusión, pp. 69–98.

[38].  Ibidem, p. 86. Eric Fromm cita a Robespierre.

[39].  Giovanni Papini, “El Ocaso de los Filósofos”, pp. 1070–1075.

[40].  Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 1944, p. 28.

[41].  Zygmunt Bauman hace aquí una reflexión que conecta con la ética posmoderna. En la ética religiosa medieval no hay una responsabilidad porque el nacimiento y la salvación tienen asiento en actos sobrenaturales, atribuidos a Dios. Cfr. Zygmunt Bauman, Postmodern ethics, Blackwell, Reino Unido/Estados Unidos, 1993, p. 77.

[42].  Ernst Cassirer, Antropología filosófica, Fondo de Cultura Económica, México, 1974, p. 25. Cassirer conduce estas ideas enclavadas desde el estoicismo helénico hasta la Edad Media. Ese orden eterno también está oculto a la evidencia. Cito: “El Dios de que nos habla es un Deus absconditus, un Dios oculto; por eso, tampoco su imagen, el hombre, puede ser otra cosa que misterio. El hombre es también un homo absconditus (ibidem, p. 31).

[43].  “Por otra parte el llamado agustinismo político producirá el mismo efecto al negar la autonomía del individuo en el uso de su razón y en la búsqueda de la verdad. La luz del ser humano no será propia, sino solo derivada de la luz de Dios. Sin ella no cabe nada, ni tampoco la dignidad. La modernidad producirá como reacción el proceso de liberación de esas ataduras, como humanización y racionalización, que tendrán como objeto principal la devolución de la autonomía de la dignidad humana”. Gregorio Peces–Barba Martínez, Curso general de derechos fundamentales. Teoría general, Dikinson, Madrid, 1998, p. 82.

[44].  De acuerdo con Pedro Chacón Fuentes (“Razón e ilusión trascendental en Kant: Miseria y grandeza de la finitud humana” en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, vol. II, 1981, pp. 159–170), Kant se refiere a la ilusión trascendental en la dialéctica trascendental,  particularmente cuando “se suprime el saber, para dar sitio a la fe”, porque la metafísica desea alcanzar principios supremos que no son comprobados en la experiencia (ideas trascendentales: alma, Dios, mundo). Por su parte, Jacques Chevalier aborda el punto de las ilusiones trascendentales relacionadas con la ética a partir de la tercera antinomia de la razón pura, que reza: a) la causalidad natural no es la única de la que pueden derivar los fenómenos del mundo; es necesario admitir también, para explicarlos, una causalidad libre, y b) no hay libertad, y todo en el mundo sucede únicamente según las leyes naturales. Añade: “La clave de ello se encuentra en el idealismo trascendental que nos enseña que los objetos de la experiencia, tanto interna como externa, únicos accesibles a nuestra facultad de intuición sensible, no nos son nunca dados en sí, sino solamente en la experiencia y que no tienen existencia alguna fuera de ella. Desde este momento, es evidente que la razón comete un abuso cuando pretende culminar la síntesis de las condiciones en un objeto trascendental fuera del espacio y del tiempo […]. La libertad es, en ese sentido, una idea trascendental pura, en la que nada fue tomado de la experiencia” (Jacques Chevalier, Historia del Pensamiento…, pp. 566 y 568). Luego cita directamente de la “Dialéctica trascendental” lo siguiente: “Yo no podría pues, admitir a Dios, la libertad y la inmortalidad según la necesidad que tiene de ello mi razón en su uso práctico necesario, sin rechazar al mismo tiempo las pretensiones de la razón pura a puntos de vista trascendentales, porque para alcanzar estos puntos de vista, le es preciso servirse de principios que no se extienden en la realidad más que a objetos de la experiencia posible y que si se los aplica a una cosa que no puede ser objeto de una experiencia, la transforman realmente y siempre en fenómeno, y declaran así imposible toda extensión práctica de la razón pura. He tenido, pues, que suprimir el saber para sustituirlo por la creencia” (ibidem, p. 571).

[45].  Josetxo Beriain, Estado de Bienestar. Planificación e Ideología, Editorial Popular, Madrid, 1990.

[46].  Cassirer apunta sobre Comte: “Si designamos este sujeto con el término ‘humanidad’ tendremos que afirmar entonces que no es la humanidad la que debe ser explicada por el hombre sino el hombre por la humanidad”. Ernst Cassirer, Antropología filosófica, p. 102.

[47].  Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 2000.

[48].  El planteamiento inicial que tomamos de Cassirer en su obra Antropología filosófica adquiere concreción en su libro El mito del Estado. A Gobineau y Rosemberg los encontramos en el capítulo xvi, “Del culto a los héroes al culto a la raza” (pp. 264–292); a Carlyle, en el capítulo xv, “Las lecciones de Carlyle sobre el culto al héroe” (pp. 222–262), y a Comte, en el capítulo xxviii, “La Técnica de los mitos políticos modernos” (pp. 327–351). Cfr. Ernst Cassirer, El mito del Estado, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.

[49].  Ésta es una de las principales tesis y aportaciones de Gregorio Peces–Barba Martínez en Ética, Poder y Derecho y en Gregorio Peces–Barba Martínez, “Los Deberes Fundamentales” en Doxa, Universidad de Alicante, Alicante, Nº 4, noviembre de 1987, pp. 329–341.

[50].  Rodolfo Vázquez, Teorías contemporáneas de la justicia…, p. 17.

[51].  Immanuel Kant, Fundamentación…, p. 13.

[52].  Félix Ovejero, La libertad inhóspita: modelos humanos y democracia, Paidós, Barcelona, 2002.

[53].  Ibidem, p. 63.

[54].  Javier Ballesteros Ybarra, Venga a nosotros tu Reino. Comentarios sobre la segunda petición del Padrenuestro, México, 2021. En https://editor.reedsy.com/book/262255/r/YCltoF6WZTa57Hc1/copyright

[55].  “Comunidades enteras aguardaban la parusía como un acontecimiento próximo, que regeneraría el universo y transformaría radicalmente sus propias existencias. Tal es el caso de las hermandades judeocristianas de Siria y Palestina, como los ebionitas (del hebreo ebion, pobre), que si bien negaban la naturaleza divina de Jesús, creían en su resurrección e inminente retorno. La Didaché, un compendio de enseñanzas litúrgicas y morales, compuesto hacia el año 110, para el buen gobierno de una de estas comunidades judeocristianas sirias, concluye con una exhortación final a la perseverancia, en la que se refleja la actitud expectante del grupo ante la venida del Señor”. Pablo Fuentes Hinojo, “La Caída de Roma: Imaginación apocalíptica e ideologías de poder en la tradición cristiana antigua (siglos ii al v)” en Studia Histórica: Historia Antigua, Universidad de Salamanca, Salamanca, Nº 27, 2009, pp. 73–102, p. 79.

[56].  Hans Küng, Ser cristiano, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1977, pp. 712–713.

[57].  Después de la muerte de la autora, Albert Camus ayudó a compilar y publicar esta obra en su calidad de editor de la colección Espoir de Gallimard. Pero Camus quedó particularmente fascinado por la vida de esa mujer, sus escritos, anotaciones y composiciones filosóficas que realizó mientras era portavoz de los desempleados en la Confederación General del Trabajo (cgt); cuando escribía artículos en las revistas La Révolution prolétarienne, L’École émancipée y Libres propos; mientras trabajaba como obrera en las fábricas de Alsthom, de J. J. Carnaud et Forges y en la Renault para conocer más a fondo la condición obrera; cuando viajaba a España durante la guerra civil con el fin de unirse al campo anarquista; mientras laboraba como obrera agrícola en Saint–Marcel–d’Ardèche, y cuando se inscribió como enfermera de primera línea de la resistencia en la guerra contra la invasión nazi.

[58].  Simone Weil, Echar raíces, Trotta, Madrid, 1996.

[59].  Un buen texto de introducción y exposición de Jonas lo encontramos en José Eduardo de Siqueira, “El principio de responsabilidad en Hans Jonas” en Acta Bioethica, Universidad de Chile, Santiago de Chile, vol. vii, Nº 2, 2001, pp. 277–285. La presente cita se localiza dentro de este mismo texto, p. 279.

[60].  Véase Hans Jonas, The Imperative of Responsibility: In Search of Ethics of the Technological Age, University of Chicago Press, Chicago, 1979.

[61].  “De lo que la técnica produce no sólo son característicos el equipo técnico, los aparatos, la maquinaria, los medios de intervención en el mundo, sino también los objetos del poder; es decir, aquello a lo que el poder se puede extender o aquello que el poder puede producir: esto ha añadido a la acción humana provincias enteramente nuevas, que antes ni siquiera en el círculo del poder humano y en gran parte ni siquiera dentro del círculo de los deseos humanos”. Hans Jonas, Técnica, medicina, ética. Sobre la práctica del principio de responsabilidad, Paidós, Barcelona, 1997, p. 176. Véase también Gerardo Ballesteros de León, Rendición de Cuentas y Derechos Humanos, Esbozo de un modelo teórico, tesis de Doctorado en Estudios Avanzados en Derechos Humanos, Instituto Bartolomé de las Casas/Universidad Carlos III de Madrid, Madrid, 2014.

[62].  Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, Ceguera moral, Paidós, Barcelona, 2015, p. 53.

[63].  Gert Biesta y Geert–Jan Stams, “Towards Postmodern Theory of Moral Education. Part ii: Mapping the Terrain (Zigmunt Bauman’s Postmodern Ethics)” en eric – Institute of Education Sciences, pp. 2–33. 01/iv/2001, en https://files.eric.ed.gov/fulltext/ED453133.pdf  Consultado 30/v/2021.

[64].  Erich Fromm, Las cadenas de la ilusión.

[65].  “La función esencial del Derecho es el deber jurídico. Sea cualquiera el concepto que se tenga de la facultad, lo cierto es que la facultad de uno presupone el deber de otro. La protección de mi interés consiste en que hay alguien que está jurídicamente obligado a aquella conducta en la cual yo tengo interés […]. El derecho de uno no es sino la consecuencia del deber de otro”. Hans Kelsen, Teoría General del Estado, pp. 78–79.