Las malas:

[*] reivindicación de la alegría travesti

 

José Miguel Tomasena[**]

 

La historia comienza así: un grupo de travestis que se prostituye en el parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, Argentina, escucha una noche el llanto de un niño. La Tía Encarna, matriarca del grupo, cruza la noche siguiendo el rastro hasta que encuentra un bebé abandonado en una zanja, entre arbustos de espinas. Encarna se mete entre los matorrales, aunque los espinos la hagan sangrar, y rescata al niño, envuelto en una chamarra. Llora de frío y se ha hecho caca. Las travestis esconden al niño en una de sus bolsas, lo llevan a la pensión de la Tía Encarna, lo limpian, lo abrigan, le compran pañales. Lo llaman El Brillo de los Ojos. La Tía Encarna lo amamanta con sus pechos inyectados con aceite de avión.

¿Qué haces, Encarna?”, le dicen. “¿No ves que tú no tienes leche?” Y la Tía Encarna responde que es un gesto nada más.

“Un gesto como el de Rómulo y Remo con Luperca”, escribe Camila Sosa Villada.

Y yo añado: un gesto como el de Moisés rescatado de los remolinos del Nilo por la hija del faraón; como el de algunas de las madonnas renacentistas dando el pecho al niño en un pesebre, un gesto que simboliza la fuerza explosiva de esta novela: ahí donde la sociedad ha representado lo más abyecto, ahí se manifiesta la vida.

La novela de Camila Sosa Villada, que en diciembre de 2020 recibió el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuenta la historia de esta comunidad de travestis, orillada por la pobreza, la violencia y la discriminación, que tiene en casa de la Tía Encarna un refugio para la solidaridad y la fiesta.

Hay en sus páginas escenas muy dolorosas. Un padre que dice en la mesa familiar que si tuviera un hijo puto o drogadicto lo mataría, mientras la madre dice que sí, por supuesto. Policías que extorsionan, persiguen, encierran, golpean, y de quienes las travestis huyen como animales en peligro en cuanto se aparecen por el parque. Vecinos y vecinas que no las quieren en sus barrios, que pintarrajean la fachada de su casa, que les avientan basura. Hombres que las drogan, violan, golpean en sus coches o en sus departamentos de lujo. Sin embargo, el otro ingrediente fundamental de esta novela, el que consigue que sea a la vez una historia conmovedora y tierna, es la alegría. Porque entre las travestis hay una reivindicación de la fiesta como rebeldía contra la violencia, hay solidaridad para acompañarse y defenderse, hay mucho humor.

Otro aspecto destacable de la novela es que la autora evita hacer un retrato edificante de estas travestis. Por el contrario, el título de Las malas alude también a aspectos oscuros relacionados con su condición marginal. Las malas esculcan las carteras de sus clientes para robarles un extra de lo que habían acordado, consumen grandes cantidades de alcohol y cocaína, expulsan de su vida a aquéllos que las aman, son argüenderas y envidiosas, esconden cuchillas de afeitar en compartimentos secretos del bolso.

Aunque a primera vista parezca una novela autobiográfica —la contraportada del libro asegura que la autora también se prostituyó durante un tiempo en el parque Sarmiento de Córdoba, mientras estudiaba la carrera de Comunicación Social, antes de dedicarse a la actuación en teatro y cine—, en realidad va mucho más allá del retrato realista y con pretensiones de denuncia social. La prosa de Camila Sosa está llena de referentes poéticos a los animales y a las plantas, formas sugerentes de nombrar —El Brillo de los Ojos, Los Hombres Sin Cabeza—, y de registros en su forma de narrar que emparientan la historia con los cuentos de hadas o el realismo mágico, como mujeres que se convierten en lobas durante las noches de luna llena.

Es una novela que no puede dejar indiferente a nadie, y que a mí me ha suscitado lo que ya anunciaba el escritor Juan Forn en el prólogo: “Las malas es esa clase de libro que, en cuanto terminamos de leer, queremos que lo lea el mundo entero”.