Sobre la dimensión política de las pláticas de Juan Martínez de la Parra, S.J. (ca. 1652–1701)

Ramón Manuel Pérez Martínez [*]

 

Recepción: 2 de julio de 2018
Aprobación: 15 de diciembre de 2020

 

Resumen. Pérez Martínez, Ramón Manuel. Sobre la dimensión política de las pláticas de Juan Martínez de la Parra, S.J. (ca. 1652–1701). Las pláticas doctrinales del jesuita Juan Martínez de la Parra son magníficos exponentes del arte retórico de estilo humilde en la Nueva España del siglo XVII; arte abocado a la reforma de costumbres de la población del virreinato en un momento en el que la estructura social y cultural de las ciudades exigía al predicador la preparación de discursos deliberativos que, fieles a los usos y virtudes del género, sirviesen como propiciadores del orden político y social. Aquí se expondrán las conclusiones de un breve estudio de la dimensión política de estas pláticas a partir de la observación de sus argumentos de carácter inductivo.

Palabras clave: exemplum, argumentación inductiva, retórica política, predicación, Juan Martínez de la Parra.

 

Abstract. Pérez Martínez, Ramón Manuel. On the Political Dimension of the Talks by Juan Martínez de la Parra, S.J. (ca. 1652–1701). The doctrinal talks given by the Jesuit Juan Martínez de la Parra are magnificent examples of the rhetorical art in the humble style in 17th century New Spain art intended to reform the customs of the Viceroyalty’s population at a time when the social and cultural structure of the cities called for the preacher to prepare deliberative orations that, in accordance with the gender’s uses and virtues, would serve to foster political and social order. Here I present the conclusions of a brief study of the political dimension of these talks based on an observation of their inductive arguments.

Key words: exemplum, inductive argumentation, political rhetoric, preaching, Juan Martínez de la Parra

 

 

La argumentatio, como se sabe, es la parte del discurso dedicada a la construcción de pruebas y, por tanto, consiste fundamentalmente en la defensa o sustento de las afirmaciones que constituyen la causa mediante razonamientos o comparaciones, es decir, mediante deducciones o inducciones, como determinó Aristóteles.[1] La prueba deductiva es aquélla de carácter racional, construida a partir de silogismos o entimemas que hacen de la causa del discurso una consecuencia lógica de ciertas proposiciones. Naturalmente, este tipo de prueba se usaba sobre todo en discursos de estilo medio o sublime, pronunciados en auditorios que tuviesen la formación y capacidad suficientes para comprender un argumento de carácter lógico. En cambio, las inducciones o paradigmas, conocidas en la retórica latina como exempla, consistían básicamente en ilustrar una enseñanza o verdad moral con un relato, histórico o ficcional (leyendas, fábulas, parábolas, apólogos, etcétera). Se trataba, sin duda, de las pruebas más adecuadas para un auditorio popular ante el cual era mejor prescindir de argumentaciones deductivas complejas, a fin de transitar hacia una presentación didáctica de la causa del discurso, lo que constituye la base de la robusta tradición retórica y literaria del exemplum desde la Edad Media hasta por lo menos el siglo XVIII.[2]

 

El jesuita Juan Martínez de la Parra (ca. 1652–1701),[3] célebre predicador novohispano de las postrimerías del siglo XVII, muestra no sólo un conocimiento preciso de estas enseñanzas aristotélicas y de un acervo no menor de fuentes ejemplares clásicas, sino también la utilización de tal saber para el cumplimiento de los deberes y obligaciones políticas que solían asumir los miembros de su orden, en particular en momentos tumultuosos y complejos.[4] Ello puede verse en las pláticas que predicó entre 1690 y 1694 en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, en la Ciudad de México, y que llevaría a la imprenta en tres tomos entre 1691 y 1696, con el título Luz de verdades catolicas,[5] particularmente en ciertas concepciones que atraviesan su discurso: la vieja identificación del buen cristiano con el buen súbdito o una concepción avant la lettre de lo que la teología del siglo XX conoció como “pecado social”, entre otras. A partir de ello, el jesuita construyó argumentos inductivos capaces de ilustrar vicios en el ejercicio de la autoridad, el fraude y el robo ejercidos desde el poder, los muchos problemas de la vida familiar novohispana y, en general, todo aquello que a su juicio fortalecía o debilitaba la buena marcha de la sociedad y su adecuado gobierno.

De este modo, las pláticas de Martínez de la Parra desarrollan una dimensión política de la doctrina cristiana que explica la abundante y curiosa presencia en ellas del tema de México; pues aun en las ocasiones en que éste no forma parte del motivo central del argumento, la enseñanza suele transitar hacia la denuncia de vicios que ya considera muy mexicanos. Un ejemplo es una plática en la que, exponiendo los beneficios que se derivan de la piadosa costumbre de persignarse, cuenta un milagro de “San Romanense”.[6] Este santo ofreció de limosna a un pordiosero una bendición con la señal de la cruz, lo que resultó suficiente para que al susodicho le nacieran tales ganas de trabajar que jamás le sería menester pedir limosna de nuevo. El predicador añade: “¡Válgame Dios! Y si hubiera en México quien tuviera esta gracia [de] hacerles la cruz a tantos ociosos que de ellos se remediara. Pero como todos les hagan la cruz echándolos de sus casas, ellos se aplicarían al trabajo”.[7] Como puede verse, para persuadir acerca de los poderosos beneficios de la señal de la cruz no resultaba en absoluto necesario que el predicador hiciera esta extensión hacia el problema de la pobreza en la Ciudad de México. Se trata de un curioso guiño que se vale de la bisemia de la expresión “hacerles la cruz”, que sirve tanto para bendecir como para expulsar seres indeseables.[8]

En otro lugar, con una explicación también vinculada al acto de persignarse, propone el predicador una parábola que ilustra uno de los significados de la palabra “señal” (de la cruz) como identificación del cristiano. Un hombre solicita a un desconocido que acuda con su mujer y le pida una alhaja preciosa para solventar un asunto, pues él se encuentra impedido por el momento para hacerlo. Así, le entrega un objeto que sirva de señal para que su mujer sepa que es cierto lo que reclama aquel desconocido, de modo que éste “Va, entrega la señal, y por aquella señal conocida le da al punto lo que pide”. Luego, sin que tenga mucha relación con la causa a probar, el predicador agrega: “Pero no hay que hacerlo muchas veces, que aquí tienen muchas mañas los ladrones de México”.[9] Curiosa y, hasta cierto punto, forzada manera de incluir los presuntos vicios de los habitantes de la Ciudad de México, aunque comprensible por la asociación que mendicidad y robo sufrían en el discurso burocrático de la época.[10]

Pero la denuncia de los vicios sociales no era por supuesto un fin en sí mismo para el predicador jesuita, pues ella se incardinaba a una intención mayor y más elevada: la enseñanza de virtudes sociales a su auditorio, e incluso la propuesta de una política pública que las consolidara, como puede verse en el siguiente ejemplo:

Como México, debía de estar viciada la república de Atenas, cuando, juntados sus senadores a dar medios para procurar su reforma (menos ya desdichada la república donde así se juntaba consejo, no solo para dar arbitrios de hacienda, sino para buscar mejoras de costumbres), fueron dando sus pareceres. Y uno de ellos, más sesudo, después de estárselos oyendo a todos, arrojó en medio una manzana toda podrida, y luego: “¿Qué remedio os parece —les dijo— podrá haber para que esa manzana que veis tan podrida toda quede otra vez sana, hermosa y dulce?”. Difícil pregunta, una manzana podrida volverla del todo sana, ¿cómo puede ser? Quedáronse suspensos todos, y él prosiguió:
—Pues, mirad, con sacarle las pepitas que tiene en el corazón, sembrarlas, cuidarlas y cultivarlas, dentro de pocos años, de esa manzana tan podrida gozaremos manzanas dulces, frescas, sanas, hermosas.
—Así es —dijeron todos.
—Pues, si así es —añadió—, póngase el cuidado que se debe en la crianza de los hijos y dentro de pocos años gozaremos toda la república mejorada.[11]

Una confianza tan grande en el poder de la educación para solucionar los graves problemas sociales del virreinato no podía ser cultivada en mejor lugar que en el seno de la Compañía de Jesús, cuya labor educadora fue, sin duda, fundamental para la formación de cultura política en la Ciudad de México y, en general, en toda la Nueva España.

Para una mejor exposición de los diferentes propósitos didácticos contenidos en esta dimensión política de las pláticas de nuestro autor, me permito clasificarlos en tres grandes temas: la familia, la propiedad y la autoridad, conjuntando, sobre todo en los dos últimos, la enseñanza y la denuncia.

 

Lecciones sobre la familia

Una parte importante de la reforma de costumbres que Martínez de la Parra pretendió con su predicación se cumplió al persuadir sobre la serie de virtudes necesarias para llevar adelante una buena vida familiar, pues la familia puede ser considerada un pilar de la estructura social novohispana; pilar capaz de sostener muchas de las funciones de asistencia social que hoy corresponden al Estado. Tanto era así que la Corona española había articulado un marco legal con el objetivo de “que la familia sirviese de herramienta de disciplina social en el poblamiento de América”,[12] como escribe Javier Sanchiz, dando forma a una jerarquizada sociedad en donde aquélla era fundamento de la sociabilidad y la perpetuación de la riqueza, de modo que legislación y predicación siguieron de la mano en la intención civilizatoria contenida en la educación cristiana, como queda claro en la siguiente descripción que hace Magdalena Chocano de la relación entre la familia y su marco legal durante el siglo XVI:

La Corona quiso que la formación de familias sirviera de herramienta de disciplina social promoviendo que fueran a establecerse en América familias enteras. La segunda audiencia de México que gobernó en 1530–1535 trató de fomentar el matrimonio de los solteros e instó a los españoles casados que tenían a sus esposas en España a que regresaran allá a reunirse con ellas.[13]

Por ello, para ilustrar tanto vicios como virtudes en la vida familiar el predicador acudió por igual a fábulas, parábolas y ejemplos históricos. Las primeras eran de belleza notable, mientras que entre las segundas hay algunas que participan de un humor tal vez involuntario, como el exemplum de aquella plática en que expone un singular remedio contra las disputas familiares, dedicada a tratar “del amor, y respeto, que entre si se deben los casados”: una mujer tenía un marido intolerable, jugador, bebedor y pendenciero, al punto en que “había todas las noches gran pleito y se alternaban con las voces las manos”. La mujer buscó el consejo de “un hombre prudente” que le dio un agua prodigiosa que debía usar de un modo peculiar: debía tomar un trago y tenerlo en la boca desde que llegara su marido hasta que le sirviera la comida. Ello en verdad resultó buen remedio, pues cesaron los pleitos y las discusiones; así que, cuando el agua se acabó, la mujer tuvo que buscar más en casa del consejero, quien le dijo: “Pues, mujer […], sábete que esa agua no es otra que agua de la tinaja, sino que, como teniéndola en la boca te hace callar y tú no le respondes, por eso tu marido se sosiega y calla”.[14] Curioso remedio que no condena los vicios del marido, sino sólo la insumisión de la esposa.

Justamente, para ilustrar un camino de solución a los pleitos familiares, en particular aquéllos comunes entre esposos, el jesuita acude a una fábula muy bella que comienza del siguiente modo: “Apostaron una vez el viento y el sol a cuál más mañoso salteador le quitaba de los hombros la capa a un pobre caminante que, por lo descubierto de un llano, iba expuesto a sus inclemencias”. El viento desató sus furias y soltó sus huracanes no logrando sino que el caminante se aferrara más a su capa, de modo que “ni bastando porfías ni violencias, después de gran batalla dejó burlado al viento con sus furias”. El sol, en cambio, se limitó a calentar poco a poco, sin violencias, “creciendo sus bochornos: mudo combatiente pero eficaz, sosegado pero más poderoso, sin ruido pero más activo”, de modo que, muy pronto, el caminante no sólo se quitó la capa, sino aún se aflojó la ropa, por ver si así minoraba el calor. Sobre esto, el predicador concluye:

¿Que no está en lo furioso, no en lo violento, la fuerza que llega hasta quitarle a un hombre la capa? ¿No? ¿Pues a quién digo yo esto? A un marido que en lo rústico del genio pone en violentas furias su mando; o a una mujer que en lo terco de un natural voluntarioso piensa con necias porfías atropellar lo justo de su sujeción. A uno y a otro se lo dice con bien moral enseñanza Plutarco, sea la mujer o sea el marido.[15]

En otro ejemplo sobre el mismo tema, que involucra ahora no sólo el buen gobierno de la familia, sino incluso el del reino —muestra inequívoca del vínculo que existía para el predicador entre ambas dimensiones de la autoridad—, narra un episodio en vida del joven Papirio Pretextato, quien cobraría fama justamente por su prudencia.[16] Papirio era hijo de un senador romano que debió engañar a su madre por desear ésta saber qué se había discutido en el Senado en una ocasión que el hijo acompañó allá a su padre. El joven, por no divulgar lo que bien sabía era secreto, dijo a su madre que se discutía el derecho a la poligamia masculina, lo que hizo que la matrona levantara media ciudad en voz de las mujeres para irrumpir en la sesión senatorial del día siguiente, con la propuesta de que sería mejor la poligamia femenina. Los senadores, pasada la sorpresa inicial, comenzaron a burlarse; el engaño se descubre y las matronas quedan avergonzadas.[17] La intención del ejemplo es censurar el vicio del chisme y la curiosidad desmedida, que tanto en el siglo XVII como en la Antigüedad era atribuido casi de manera natural a las mujeres.

Y si la paz en el matrimonio resultaba fundamental para el buen curso de las relaciones familiares y, a la postre, sociales, la reglamentación de las obligaciones filiales era también, por supuesto, considerada importante para la buena marcha de la sociedad. Por ello es que tales obligaciones son tratadas profusamente en las pláticas de nuestro autor. Las relaciones entre padres e hijos estaban normadas por el derecho, pero también estaban subordinadas a una noción de orden natural donde el afecto y el respeto se elevaban al grado de virtud universal. Ello puede observarse tanto en las mandas y legados (que estudia Javier Sanchiz)[18] a favor de los hijos como en el ejemplo que cuenta Martínez de la Parra para ilustrar el modo en que corresponde a éstos socorrer a sus padres:

Aquellos dos prodigiosos hijos, Anapia y Anfinomo, que bajando un río de fuego del monte Etna, cargando el uno a su padre, a su madre el otro. Por más que corren, los vienen alcanzando las llamas; pero a tanta piedad atónitas, dividiéndose a dos alas de fuego, no tocándoles su voracidad, en un cerco de luz dejó a la posteridad eternizada a tanta maravilla la admiración, y coronada así de luces la piedad.[19]

Sin embargo, al parecer, el buen trato entre padres e hijos no era lo único que podía verse en las relaciones familiares novohispanas del siglo XVII. Hay razones para creer que la autoridad de los padres no siempre llegaba a buen puerto; que los hijos serían en ocasiones los mayores enemigos de sus progenitores —competidores enfrentados por cuestiones económicas—, o bien, que los padres serían obstáculo a los legítimos deseos de sus hijos. El autor, con una divertida parábola, pinta un cuadro que probablemente se pudo ver entre las familias de la Ciudad de México por esos años: es la historia de un hombre muy rico llamado Juan Canaja, que tenía dos hijas a quienes había casado con muy buena dote. Los yernos, por ganarse el favor del viejo, no paraban en regalos y agasajos, hasta que lograron que éste repartiera entre los dos cuanto tenía, después de lo cual cambiaron en desprecio el anterior amor. La ruindad no sólo venía de ellos, sino también de las mismas hijas, quienes ya ricas, maltrataron al viejo, pues ya nada podía darles, excepto un escarmiento. Así, Juan se dio maña para engañar a sus hijas y yernos consiguiendo un préstamo de un amigo. Luego, se encerró con el dinero en su cuarto y comenzó a contarlo con mucho ruido
de monedas hasta que despertó la curiosidad de su familia. A partir de allí, creyéndolo dueño todavía de un tesoro escondido, volvieron los halagos y regalos, y se aumentaron cuando al viejo se le ocurrió decir: “Ahí son veinticinco mil pesos que los tenía apartados para mi vejez, mas ¿ya para qué los quiero? En haciendo mi testamento, los dejaré al que de mis hijos me hubiere asistido mejor. Dijo y quedose serio, y no fue menester más”. De ahí en adelante, sólo buena vida conoció el viejo hasta el final. En el momento de su muerte, Juan reunió a sus hijas y yernos. Señalando una caja donde estaría guardado el tesoro con el testamento, les ordenó abrirla sólo hasta después de su deceso. Así lo cumplieron; pero al abrir la caja “hállanla vacía del todo y en ella solo un palo bien rollizo y un papel en que estaba esto escrito: ‘Yo, Juan Canaia, dejo por testamento que le den con este palo muchos palos al padre que, descuidado de sí, les entrega todo su caudal a sus hijos, fiado en que lo socorrerán ellos’”. [20]

 

Lecciones sobre el respeto a la propiedad

Las constantes referencias al robo o al fraude, algunas de ellas durísimas (como una que dice que es más persuasivo para los ladrones el cadalso que el púlpito), hacen pensar que estos delitos eran una gran preocupación para un predicador jesuita como Martínez de la Parra, y probablemente, en general, para juristas y predicadores de la época, porque se trataba de un vicio bastante difundido entre los habitantes de la Ciudad de México en el siglo XVII, como ilustra Virgilio Fernández.[21] Nuestro autor no sólo censura la apropiación indebida de un bien, como en el caso del robo simple y llano, sino también otras formas de despojo más violentas, como el hurto, o más complejas, como el fraude, la usura o el incumplimiento de deudas de cualquier tipo, incluso en casos donde estos abusos eran practicados desde el poder. Para el predicador no hay diferencia conceptual entre estos delitos, pues todos ellos son considerados pecados contra el séptimo mandamiento, ignorando la vieja distinción jurídica, por ejemplo, entre el robo y el hurto (presente en las partidas castellanas desde finales de la Baja Edad Media), que reconocía en el robo un despojo sin violencia y, en el hurto, uno violento.[22]

Este amplio concepto de robo permitió al jesuita incluir en la reprobación de este vicio la corrupción de las autoridades. Para ilustrarlo, cuenta el siguiente ejemplo en el que busca explicar las diferentes circunstancias en que este pecado (y delito) podía ser cometido: “Una vieja simple [que] oyó decir que para sacar un pleito que traía era menester untar al juez las manos”. La pobre mujer entendió aquello en forma literal y, al aproximarse al juez, le ungió con abundante aceite ambas manos. Éste, tras reír de la simplicidad de la mujer, le dijo que no podía juzgar con las manos llenas de aceite, que le debía traer varias varas de paño para limpiarlas, y así su asunto saldría bien. Esta simulación y robo hacen exclamar al predicador: “Y las que son así, ¿qué importa que se llamen limpias si tienen las uñas aguzadas en la rapiña?”[23]

Nuestro autor, lejos de censurar este vicio del robo como propio de pobres, como era común en la época, transita hacia la peligrosa crítica del poder; aunque también vale decir que aquél practica en este aspecto el equilibrio, pues si bien hay en sus ejemplos jueces corruptos, también los hay salomónicos, capaces de dar una sentencia justa a los robos de otros, como el de la parábola que ilustra otra de las formas del robo, la de los ricos que no pagan a sus sirvientes. Con ingenio muestra la injusticia de tal omisión: un servidor se quejaba ante un juez de su señor por no haber recibido su paga en seis años. El caballero alegaba que nada le debía, pues el acusador no había hecho otra cosa que seguirle durante todo ese tiempo. “Tenéis razón —sentenció el juez con harto juicio—, no le paguéis; pero, pues ha sido nada andar tras de vos seis años, mando que hagáis vos eso que os parece nada: que andéis otros seis años tras de vuestro criado”. Por supuesto, el caballero pagó al punto. El predicador concluye: “¡Ah, poderosos!, vuelvo a decir, ¡ah, alcaldes mayores! ¡Ah, jueces! ¡Oh, y que no sea que por una eternidad andes tras de un indio cuya paga ahora os parece nada!”[24]

Por ello, no es posible decir que Martínez de la Parra tuvo por objeto enfrentar con sus pláticas a la autoridad civil asociándola con pecados contra el séptimo mandamiento; pues así como sugiere que todo despojo, por autorizado que sea, no deja de ser un robo, también tiene buen cuidado en ilustrar la justicia que un buen rey sabe impartir sobre funcionarios y gobernadores (como en la lopesca Fuente Ovejuna). La figura real encarnaría la esperanza de justicia de los menesterosos y del pueblo en general, aun cuando en niveles inferiores la autoridad se hubiese corrompido. De este modo, en una plática titulada “Universidad del hurto en varias clases, facultades y sutileza para hacer daño al prójimo” incluye muchos ejemplos breves en los que gobernantes castigan (ahorcan o matan) a jueces y letrados que traicionaron la ley a favor de los ricos. En esa misma plática, también cuenta el ejemplo de un gobernador que trataba a cualquier precio que un hombre pobre le vendiese una viña, que era todo su sustento. El gobernador supo esperar a que el hombre muriera para así, cohechando a dos testigos, ir al sepulcro de aquel pobre, desenterrarlo y, poniéndole una talega de dinero en las manos, pedir: “Sedme testigos —les dijo— que fulano ha recibido de mí el precio de su viña, y que poniéndole en su mano no contradijo”. Con tales testigos logran que ciertos jueces den una sentencia favorable a su causa; pero la viuda acude al rey quien, conmovido por los ruegos, acoge el caso en sus manos y logra descubrir la verdad tomando declaración por separado a los testigos, después de lo cual aplica un castigo terrible: “el rey hizo que [a] aquel impío gobernador lo enterraran vivo”.[25]

En general, de casi todos los ejemplos que tratan las formas del robo resulta un castigo doloroso, aunque no siempre: en alguno, el correctivo es sólo la risa. Así sucedió en uno muy gracioso y pretendidamente histórico sobre los que retienen injustamente lo ajeno. Comienza del modo siguiente: “¡Ah, conciencias de gamuza! Y con qué serenidad y qué sin escrúpulo se confiesan, pero estas retenciones injustas las callan. ¡Oh, qué confesiones!” El breve relato cuenta cómo Julio César se presentó a la subasta de los bienes de un conocido estafador de Roma para comprarle la cama: “¿La cama, señor —le dicen—, para qué? Porque cama en que un hombre cargado de tantas deudas podía dormir, sin duda tiene alguna virtud de infundir sueño. Yo la he de comprar”.[26]

Así pues, con humor y rigor en sus relatos trata el predicador acerca de la restitución de la hacienda ajena, del fraude, de la usura y de muchos otros tipos de robo. Incluso, sobre esto último, hace aquél una breve clasificación y llama “arbitristas del infierno”[27] a quienes aconsejan a los gobernantes la rapiña fiscal como política estatal. Con ello, sin duda, se adelantó a criticar lo que Enrique Semo nombró “el despotismo tributario”, bajo la deducción de que el indio y su producción eran indispensables para la economía virreinal, ya que “hasta los frailes mejor intencionados llegaron a considerar que sin algún tipo de coerción sobre los trabajadores indios, la economía de la república de los españoles se vendría abajo”.[28]

 

Lecciones sobre la autoridad

La crítica de los vicios asociados a la autoridad, que expuso alegóricamente Martínez de la Parra en su pláticas, pudo ser causa de más de un problema para el predicador, porque su discurso era hasta cierto punto osado, y no dudo que a algunos incomodara: “Ya sabrán el apólogo de la zorra”, dice antes de contar cómo ésta acude a ver al león, su rey, enfermo y en cama; pero no se atreve a entrar al cuarto a saludarlo como es debido. “Entra acá —le dice el león—, que no es ese modo de visitar a un enfermo”, e insiste en saber las razones de su proceder, a lo que responde la zorra: “Mira, yo te lo diré ya que porfías: porque desde aquí estoy viendo que las huellas de los que han entrado todas van hacia allá, y no veo ninguna huella de que hayan salido. Y así no quiero entrar”. Por eso, el autor dice a los señores: “¡Ah, leonazos tragadores! ¡Ah, tigres golosos! Si están viendo las huellas, ¿quién ha de querer serviros?”[29]

Para este jesuita del siglo XVII las jerarquías tenían un fin político–moral, de manera que, si los servidores tenían obligaciones rigurosas, no por ello los amos eran libres de explotarlos al grado de llevarlos a la muerte por hambre o cansancio. Esto era para el predicador un mal social en al menos dos sentidos: en primer lugar, por la evidente falta de justicia que la explotación implicaba, y, en segundo lugar, porque a la postre ésta resultaba perjudicial para la buena marcha del reino, pues los servidores podían, atentos a los riesgos del sometimiento al poderoso, preferir cumplir sólo en lo mínimo, como había hecho la zorra al ir a ver a su rey.

Por ello, la ilustración de los vicios de autoridad va más allá del señalamiento del mal social que podía ocasionar la comisión de un abuso individual, pues era capaz de alcanzar las formas mismas en que la autoridad se constituía. Así sucedió en una parábola dedicada a mostrar la vanidad de las honras derivadas del ejercicio de la autoridad. En ella, Martínez de la Parra juzga de necios a quienes buscan el poder por el poder: “Un poderoso, estando a la muerte, hizo su testamento con una cláusula extraña y rara; porque dijo que instituía por heredero de su hacienda toda, que era mucha, al hombre que se hallara más necio, y para esto les tomó juramento a sus albaceas de que lo cumplirían así”. Los albaceas recorrieron el mundo buscando al hombre más necio y lo encontraron en una ciudad en la que se tenía la extraña costumbre de ahorcar a los gobernantes al término de su mandato, que era siempre de un año. “Y así no tendréis ya quien sea vuestro gobernador”, dijo uno de los albaceas equivocándose por completo, pues luego encontraron una enorme fila de candidatos para el cargo, ya que otra de las condiciones de la costumbre consistía en que el gobernador era libre, durante ese año, de hacer lo que le viniese en gana. Después “vieron a uno que, con grandes ansias, diligencias, regalos y dineros, pretendía el gobierno”.[30] Tal era, sin duda, el hombre más necio que encontraron. Aunque se trate de una alegoría (el hombre que busca ser gobernador representa a todo hombre que persigue cualquier honra, la cual, a la postre, significa siempre una horca “que infamemente ahoga y que vilmente mata”), el cuento implica también una crítica a las formas en que puede conseguirse el poder, así como a la posible libertad que un gobernante pueda tener durante su mandato para ejercer su autoridad con capricho.

En algunos ejemplos, incluso, el autor se movió muy cerca de la crítica a la autoridad más alta (quizá ignorando el corriente cuidado de la investidura real por parte de los predicadores). Tal es el caso del siguiente, que podría contener sugerencias peligrosas para la Corona:

Muy colérico, Alejandro Magno mandaba colgar de una antena a un pirata que, en un navichuelo, andaba robando las costas, y díjole él: “¿De modo que a mí, porque en un solo navío ando haciendo una u otra presa, me tienes tú y me condenas por ladrón, y a ti, porque con una armada numerosa andas robando todo el mundo te apellidan emperador?” No tuvo que responder Alejandro.[31]

Riesgosa aunque sincera forma de asociar el robo individual e ilegal con el despojo legal de un estado sobre territorios en principio ajenos.

Ilustrar vicios morales relacionados con la justicia social (la denuncia de los señores que explotan a sus vasallos o la complicidad de los predicadores con estos vicios) constituye señalamientos sin duda valientes que recuerdan los cuidados del obispo Terrones del Caño cuando lamentaba: “Si reñimos a los viciosos o poderosos, apedréanos, cobramos enemigos, no medramos y aun suelen desterrarnos”,[32] como sucedió a fray Antonio de Montesinos, a fray Bartolomé de las Casas, al padre Antonio Vieyra y, posteriormente, a la propia Compañía de Jesús en su conjunto. Sin embargo, son pocos los casos en los que el jesuita se atrevió a tanto y con un ejemplo histórico, aunque ello no deja de ser una muestra del talante crítico que podía tener un sermón, es decir, una muestra del uso político de la predicación religiosa del siglo XVII novohispano.

 

Conclusión

Las pláticas del jesuita Juan Martínez de la Parra son ricas en argumentos inductivos o exempla traídos al discurso con propósitos políticos. La formación clásica del predicador, así como su pericia oratoria, le permitieron proponer argumentos inductivos que significaron un efectivo aprovechamiento de la vieja tradición ejemplar, a partir de lo cual ha sido posible determinar aquí tres temas principales en la reforma de costumbres que pretendía: la familia, la propiedad privada y la autoridad.

En cuanto a la familia, pilar de la estructura social novohispana bajo protección de un marco legal y, como se ha visto, ideológico, nuestro autor se permitió moralizar sobre la buena convivencia entre esposos o entre padres e hijos, abogando siempre por un orden patriarcal, tanto al interior de ella como en la sociedad en su conjunto; es decir, trató del gobierno del reino como equivalente al de la familia, como dos dimensiones de una misma autoridad.

El respeto a la propiedad privada constituyó, por supuesto, una gran preocupación para el jesuita (como lo era para juristas y predicadores de la época), por lo que se permitió incluir un abanico florido de pruebas inductivas que tratan de la restitución de la hacienda ajena, del fraude, de la usura y de muchos otros tipos de robo; aunque reprobaba, más que los vicios del pobre, la corrupción de las autoridades y el despojo institucionalizado. Ello —y el hecho de que la noción de autoridad atraviesa tanto el tema familiar como el de la propiedad privada— produce una apología y una censura de la jerarquía, pues propone su respeto irrestricto, aunque sólo si ejerce con justicia su función político–moral, como garante del orden. Y es que una autoridad viciosa era capaz de causar males en varios sentidos; pero, sobre todo, podía afectar la gobernabilidad del reino, en tanto que dañaba severamente el ethos de la autoridad en su conjunto, lo que quizá llevaría a los servidores a la apatía y, en el peor de los casos, a la rebeldía. Martínez de la Parra, pues, enseñaba con cuentos la buena conducción de la república, pero, a diferencia de los “espejos de príncipes” medievales, hablaba y escribía para el pueblo llano.

 

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[*] Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y Doctor en Filología Española por la Universidad de Zaragoza. Investigador en el Instituto de Investigaciones Humanísticas de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. ramon.perez@uaslp.mx

 

[1].    Para el estagirita, la demostración retórica podía darse tanto por deducción racional, sobre la base de la necesidad lógica de las afirmaciones, como mediante la inducción por semejanza o comparación con cosas externas a la causa del discurso. Véase Aristóteles, Retórica, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2002, 1357b.

[2].    Tengo evidencia de uso del exemplum, incluso en el siglo XIX, en un ejemplar de la edición de 1724 de la obra que aquí se estudia: Luz De Verdades Catolicas, Y Explicacion De La Doctrina Christiana, Que Siguiendo La Costumbre De La Casa Professa De La Compañia De Jesus De Mexico, todos los Jueves del año, ha explicado en su Iglesia el Padre Juan Martinez de la Parra, Professo de la misma Compañia. Tal ejemplar se conserva en la John Carter Brown Library (Brown University) y tiene marcas en tinta roja sobre buena parte de los inicios de ejemplos, así como apostillas en tinta café que indican correspondencias de estos. También con tinta café, en la portada interior, lleva anotada la fecha en que se hicieron tales apostillas: “4 Febo 1837”. Ello demuestra que esta obra no sólo fue usada como fuente de sermones modélicos, sino también como fuente de relatos ejemplares sueltos y, como se ve, en fechas muy tardías.

[3].    Cuya predicación forma con toda autoridad parte de lo que Pilar Gonzalbo ha llamado “época dorada” de la oratoria sagrada jesuítica mexicana, en la que incluye también al confesor de sor Juana, Antonio Núñez de Miranda, a José Vidal, a Bartolomé Castaño y a Juan de San Miguel. Gonzalbo propone el nacimiento de esa época a mediados del siglo xvii cuando “el tono de la predicación cambió, incluyó relatos de acontecimientos cotidianos y llegó a comprometerse en la defensa de los novohispanos”. Pilar Gonzalbo Aizpuru, La educación popular de los jesuitas, Universidad Iberoamericana, México, 1989, p. xvi. Para más información biográfica véase mi libro Los cuentos del predicador en Manuel Pérez, Los cuentos del predicador. Historias y ficciones para la reforma de costumbres en la Nueva España, Iberoamericana Vervuert, Madrid/Frankfurt, 2011 (Biblioteca Indiana, Nº 29), pp. 23–28, y, sobre todo, Francisco Javier Cárdenas Ramírez, “Datos biográficos del predicador novohispano Juan Martínez de la Parra” en Revista Destiempos, Grupo Editorial Destiempos, México, Nº 36, 2013, pp. 22–31.

[4].    Justo el 8 de junio de 1692 estalló un motín en la Ciudad de México donde se incendiaron el palacio virreinal y el ayuntamiento, se saquearon comercios y se alteró gravemente el orden público. A la postre, los responsables fueron ejecutados, pero ello dejó una honda huella en la vida de la capital del virreinato. Véase Josefina Muriel, “Una nueva versión del motín del 8 de junio de 1692” en Estudios de Historia Novohispana, Universidad Nacional Autónoma de México, México, Nº 18, 1998, pp. 107–115; Natalia Silva Prada, La política de una rebelión. Los indígenas frente al tumulto de 1692 en la Ciudad de México, El Colegio de México, México, 2007; Pilar Gonzalbo Aizpuru, “El nacimiento del miedo, 1692. Indios y españoles en la Ciudad de México” en Revista de Indias, Instituto de Historia/Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, vol. LXVIII, Nº 244, 2008, pp. 9–34.

[5].    Se trata de uno de los libros novohispanos con mayor número de ediciones. Incluso los editores de la Historia de la Provincia…, de Francisco Javier Alegre, llegaron a considerar que “Luz de verdades catolicas, ha tenido más ediciones que ningún otro libro mexicano”. Véase Francisco Javier Alegre, Historia de la Provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, E.J. Burrus y F. Zubillaga, Roma, 1960, p. 22. Marie–Cécile Benassy–Berling afirma, por su parte, que “los eruditos mexicanos hablan de 45 ediciones en total” de Luz de verdades catolicas…, y señala que la obra fue traducida al náhuatl, portugués e italiano en 1713, y al latín en 1736. Marie–Cécile Benassy–Berling, “Un prédicateur à Mexico au temps de Sor Juana Inés de la Cruz: le Père Juan Martínez de la Parra S.J. et son livre Luz de verdades catolicas y exposicion [sic] de la Doctrina Christiana”, Caravelle, Institut Pluridisciplinaire pour les Etudes de l’Amérique Latine à Toulouse/Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, Francia, Nº 76–77, 2001, pp. 401–409, p. 404. Seguramente toma tal información de Mariano Beristáin, quien consigna la traducción del jesuita italiano Antonio Ardia, el cual cambió el título y, al parecer, intentó hacerse pasar por autor de la obra (Tromba cathequistica, 1713), de la que, a su vez, el cisterciense alemán Roberto Lenga haría una traducción latina (Tuba catechetica, 1736), sin mencionar ya el nombre del autor mexicano. Véase Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional, Fuente Cultural, México, 1947, pp. 108–109. O’Neill y Domínguez nombran otras obras impresas de este jesuita; sobre todo panegíricos como el Elogio sacro de San Eligio, abogado y patrón de los plateros de México (México, 1686), Elogio de San Francisco Xavier (México, 1690), Elogio fúnebre de los militares españoles y La nada y las cosas… (México, 1698). Charles O’Neill y Joaquín Domínguez, Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, Institutum Historicum, S.I./Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 2001, p.2525.

[6].    Probablemente san Romano, santo primitivo que, a pesar de su nombre, curiosamente pertenece a la Iglesia griega.

[7].    Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas, Y Explicacion De La Doctrina Christiana, Que Siguiendo La Costumbre De La Casa Professa De La Compañia De Jesus De Mexico, todos los Jueves del año, ha explicado en su Iglesia el Padre Juan Martinez de la Parra, Professo de la misma Compañía, Francisco del Hierro/Francisco Laso, Madrid, 1722, p. 106. Nota del editor: el autor actualizó la ortografía original de las citas de esta obra de Martínez de la Parra. Manuel Pérez, Exempla novohispanos del siglo XVII, Iberoamericana Vervuert, Madrid/Frankfurt, 2018 (Parecos y australes, Nº 23), p. 111.

[8].    Al parecer, la mendicidad fue un problema temprano en la capital de la Nueva España, pues, como dice Norman Martin, “no es de extrañar que muy pocos años después de la conquista, la Corona se manifestara enemiga decidida de la ociosidad y la vagancia” (Norman Martin, Los vagabundos en la Nueva España, Jus, México, 1957, p. 37). Tal situación quizá nunca fue solucionada; pues todavía para la segunda mitad del siglo xviii, unos dos y medio millones de personas padecían alguna forma de indigencia, según lo confirma el mismo Martin en un artículo publicado posteriormente. Véase Norman Martin, “Pobres, mendigos y vagabundos en la Nueva España, 1702–1766” en Estudios de Historia Novohispana, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. VIII, Nº 8, 1985, pp. 99–126.

[9].    Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 95. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 301.

[10].  Norman Martin, Los vagabundos en la Nueva España, p.108. Citando el legajo 484 del AGI, sección México, Norman Martin sostiene que “El virrey duque de Linares informa al rey, 31 de octubre de 1713, que la mayor parte de la población de la Ciudad de México se componía de gente miserable y pobres. Muchos vivían de limosnas, del hurto o del petardo”.

[11].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 201. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 279. Nota del editor: el autor actualizó tanto la ortografía original como la estructura por párrafos de la cita.

[12].  Javier Eusebio Sanchiz Ruiz, “La nobleza y sus vínculos familiares” en Pilar Gonzalbo Aizpuru (Ed.), Historia de la vida cotidiana en México, II. La ciudad barroca, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, México, 2003, pp. 335–370, p. 346.

[13].  Magdalena Chocano, La América Colonial (1492–1763). Cultura y vida cotidiana, Síntesis, Madrid, 2000, p. 95.

[14].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 225. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 317.

[15].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 464. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 339. La última frase del párrafo podría reformularse así: “Plutarco se lo dice a uno y a otro con bien moral enseñanza”.

[16].  Según cuenta Aulo Gelio en sus Noches áticas. Aulo Gelio, Noches áticas I, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000, p. 95.

[17].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 343. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 256.

[18].  Javier Eusebio Sanchiz Ruiz, “La nobleza y sus vínculos…”, p. 338. “Las mandas y legados a favor de los hijos, acompañados o no de declaraciones de afecto, nos remiten al amor de los padres hacia sus hijos como parte de un ‘orden natural’ en las relaciones familiares”.

[19].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 188. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 337.

[20].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 189. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, pp. 315–316.

[21].  Virgilio Fernández Bulete, “Aproximación a la delincuencia en el México del siglo XVII a la luz de algunos documentos del Archivo General de Indias” en Hespérides. Anuario de Investigaciones, Asociación de Profesores de Geografía e Historia de Bachillerato de Andalucía “Hespérides”, Andalucía, Nº 1, 1993, pp. 579–586.

[22].  Ello tal vez se explica por el hecho de que esa diferencia conceptual, de raigambre románica, desaparecería de las concepciones jurídicas a partir del siglo XVI. Véase José Sánchez–Arcilla Bernal, “Robo y hurto en la ciudad de México a fines del siglo XVIII” en Cuadernos de Historia del Derecho, Departamento de Historia del Derecho/Universidad Complutense de Madrid, Madrid, Nº 8, 2001, pp. 43–109.

[23].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, pp. 286–287. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 327.

[24].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 290. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 328.

[25].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 305. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 330.

[26].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 293. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 273.

[27].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 310.

[28].  Enrique Semo, Historia del capitalismo en México: los orígenes / 1521–1763, Era, México, 1977, p. 55.

[29].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 232. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 343.

[30].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 115. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 302.

[31].  Juan Martínez de la Parra, Luz De Verdades Catolicas…, p. 285. Manuel Pérez, Exempla novohispanos…, p. 270.

[32].  Francisco Terrones del Caño, Instrucción de predicadores, Espasa–Calpe, Madrid, 1946, p. 36.