La reivindicación del pensamiento y acción éticos (Kant y Rawls)

Suzanne Islas Azaïs [*]

 

Recepción: 20 de agosto de 2021
Aprobación: 30 de agosto de 2021

 

Resumen. Islas Azaïs, Suzanne. La reivindicación del pensamiento y acción éticos (Kant y Rawls). El presente trabajo se divide en dos secciones: en la primera de ellas busco señalar la influencia de Immanuel Kant en la obra de John Rawls —y, por tanto, en la filosofía contemporánea, como habrá de verse—; mientras que, en la segunda, desarrollo de manera propositiva una concepción de la libertad que, a su vez, me permita destacar algunos aspectos de la filosofía kantiana que considero importantes si hemos de pensar la viabilidad y el futuro de las sociedades democráticas. Así, la reflexión me conduce de Rawls a Kant, y después el propio Kant me llevará más allá de Rawls.

Palabras clave: justicia, autonomía moral, libertad, ética, política.

 

Abstract. Islas Azaïs, Suzanne. The Vindication of Ethical Thought and Action (Kant and Rawls). This article is divided into two sections: in the first I attempt to point out Immanuel Kant’s influence on John Rawls’ work—and therefore, on contemporary philosophy, as will be shown—; while in the second, I use a propositional approach to develop a conception of freedom that, in turn, will allow me to highlight certain aspects of Kantian philosophy that I consider important if we are to think of the viability and future of democratic societies. In this way, the reflection leads me from Rawls to Kant, and then Kant himself will lead me beyond Rawls.

Key words: justice, moral autonomy, freedom, ethics, politics.

 

Rawls y la justicia como imparcialidad

Este 2021 se cumplen 50 años de Teoría de la justicia de John Rawls, obra que ha marcado el curso de la filosofía moral y política contemporánea. Importantes tradiciones filosóficas como el comunitarismo, el muticulturalismo y el propio liberalismo —sólo por mencionar algunas— han abrevado de la teoría rawlsiana, ya sea como continuación de ésta o surgiendo y consolidándose a partir de su crítica. Podría decirse, incluso, que el texto ha tenido un impacto práctico en términos de políticas públicas: gran parte de las políticas de acción afirmativa, de identidad y de no–discriminación han encontrado en ella —y en la filosofía de Rawls en su conjunto— sustento normativo; de modo que no hay forma de subestimar la influencia de esa obra, tanto en la filosofía, en particular, como en la cultura y el debate público–político, en general.

El protagonismo de Teoría de la justicia se sustenta en buenas razones: desplegada con base en un enfoque clásico, aborda temas clásicos, tales como la justicia misma (un tema que ya encontramos, por ejemplo, en la República de Platón); pero también el tema de la manera más adecuada de conciliar libertad e igualdad (sin duda, uno de los problemas centrales para las sociedades modernas). Así, en 1971, nuestro autor dio lugar a una reconsideración de lo que hasta entonces habían sido los temas y las formas de reflexión de la filosofía a lo largo de buena parte del siglo XX, pues, frente a las concepciones positivistas, cientificistas y relativistas predominantes, en Teoría de la justicia ofreció una defensa racional de principios normativos de justicia susceptibles de reconocimiento público como base moral para las democracias contemporáneas y como criterio de evaluación de sus principales instituciones políticas y sociales. Se trataba de una concepción sustantiva de la justicia con la que su autor —como resaltó en su momento Jürgen Habermas— devolvía a las cuestiones morales el estatus de objetos serios de investigación filosófica. En la filosofía del derecho y en la reflexión jurídica debe también señalarse que la consideración moral sobre el problema del derecho (y, en términos generales, la reflexión en torno a los derechos individuales, colectivos, sociales y culturales) devino posible en el marco de una teoría de la justicia que volvía a adquirir significado y de la que podía hablarse con sentido, tal y como sucedió en la tradición filosófica clásica.

Pero la obra presenta otras peculiaridades: se asume como parte de la tradición filosófica kantiana y, además, el fundamento de su argumentación se basa en la idea del contrato social, un concepto central en la filosofía política para pensar el problema de la legitimidad en las sociedades modernas. Si bien, en el caso de Rawls, la idea era empleada en el contexto de una filosofía moral y para sustentar una idea de la justicia, lo cierto es que el recurso al paradigma contractualista y sus consecuencias normativas le proporcionaba a su libro perspectiva y aliento clásicos. Habermas ha señalado que, luego de Teoría de la justicia, “No sólo entre los filósofos y juristas, también entre los economistas se ha hecho habitual un modo de hablar que conecta sin más ceremonias con los teoremas de los siglos XVI y XVII”.[1]

Vayamos a la obra misma. El objetivo que la orienta es desarrollar una concepción de la justicia, como base moral para las sociedades democráticas, capaz de constituirse en un criterio público de evaluación de las principales instituciones que definen derechos, deberes y la distribución de los beneficios y cargas de la cooperación social. Pero su autor precisa en las primeras páginas que una teoría contemporánea de la justicia debe articular racionalmente la idea de la inviolabilidad de la persona, que nada, ni siquiera el bienestar de la sociedad en su conjunto, puede transgredir. Ni el utilitarismo ni el intuicionismo constituyen alternativas al respecto, por lo que Teoría de la justicia representa también una respuesta a las deficiencias teóricas de ambas corrientes éticas. El problema planteado por el filósofo estadounidense tiene su origen y justificación, según lo hizo explícito en una conferencia de 1981, en la necesidad de “corregir ese callejón sin salida que se ha creado en nuestra historia política reciente y que se manifiesta en la falta de acuerdo sobre la manera en que las instituciones básicas han de arreglarse para estar en concordancia con la libertad y la igualdad de los ciudadanos como personas”.[2]

La propuesta rawlsiana parte de la idea del contrato social para sugerir un proceso de elección de principios morales entre personas libres e iguales. No obstante, este proceso de elección debe pensarse, propone el autor, bajo determinadas circunstancias, esto es, desde una posición original caracterizada por un velo de la ignorancia, en virtud del cual las partes ignoran todo dato particular que pueda orientar parcial e interesadamente su elección (su lugar en la sociedad, su posición o clase social, sus capacidades naturales, su concepción del bien y la generación a la que pertenecen); aunque conocen los hechos generales necesarios para hacer posible la decisión (ciertas cuestiones políticas y económicas, las bases de la organización social, las leyes de la psicología humana y una familia de concepciones de la justicia entre las que habrán de elegir). Las partes saben, además, que se encuentran bajo las circunstancias de la justicia, es decir, en condiciones de escasez moderada de recursos y en medio de un conflicto de intereses debido a su legítimo deseo de ver realizados sus respectivos proyectos de vida.

Al caracterizar en los términos anteriores una hipotética posición original, Rawls buscaba definir una situación de elección imparcial o equitativa que permitiera asegurar la justicia del acuerdo alcanzado. De aquí la idea de la justicia como imparcialidad o equidad, que remite, en última instancia, a esta posición original, imparcial y equitativa de la que surgiría una decisión igualmente imparcial y equitativa. Para nuestro autor la posición original representa el punto de vista moral adecuado que define los términos justos de cooperación social. Ahora bien, los principios que las personas acordarían bajo estas condiciones particulares de la posición original con su velo de la ignorancia son los siguientes: 1) “Cada persona ha de tener un derecho igual al más extenso sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos”, y 2) “Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para: a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y b) unidos a los cargos y las funciones asequibles a todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades”.[3] Las partes decidirían, además, la prioridad del primer principio frente al segundo, en virtud de su interés moral en llevar adelante y ver realizados sus proyectos de vida.

Estos dos principios, junto con la prioridad de las libertades, habrán de servir, insisto, como criterio público para la crítica o reforma de las principales instituciones del orden social, por lo que perfilan un marco común de justicia dentro del cual las personas deben considerar sus planes racionales de vida y dirimir sus pretensiones en conflicto. En la segunda parte de Teoría de la justicia, titulada “Instituciones”, el autor ilustra la estructura básica adecuada al contenido de sus principios normativos con el esquema institucional de un orden constitucional de economía de propiedad privada o de economía socialista, pero con mercados libres, abiertos y competitivos.

Con la hipotética aceptación de los dos principios se definen las condiciones para una sociedad bien ordenada, es decir, que cuenta con una concepción pública de la justicia y cuyas instituciones cumplen y reconocen sus miembros, haciendo posible también una cooperación social justa y respetuosa entre personas libres e iguales, y con un cierto proyecto de vida (racionales) y un sentido de la justicia que les permite comprometerse con una colaboración de carácter moral (razonables). En este sentido, Rawls subraya que la teoría de la justicia es

Una teoría de los sentimientos morales (recordando un título del siglo XVIII) que establece los principios que gobiernan nuestros poderes morales o, más específicamente, nuestro sentido de la justicia […]. Deberíamos considerar una teoría de la justicia como un marco orientador diseñado para enfocar nuestra sensibilidad moral y para colocar delante de nuestras facultades intuitivas cuestiones más limitadas y manejables para ser juzgadas.[4]

En el parágrafo 40 de Teoría de la justicia Rawls argumenta en favor de lo que considera una “interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad”. Allí mismo aclara que esta interpretación “no tiene por objeto ser una interpretación de la doctrina real de Kant, sino, más bien, de la justicia como imparcialidad”.[5] Lo que el filósofo estadounidense busca en este punto es defender en qué sentido las condiciones en que se piensa la derivación de los principios de la justicia constituyen una forma de pensamiento ético y una elección autónoma (y, por tanto, moralmente libre en el sentido kantiano), así como también busca justificar que tales principios representan la decisión adecuada de personas morales libres e iguales. Para el profesor de Harvard el velo de la ignorancia aleja todo elemento parcial/particular que pudiera dar lugar a una elección interesada, heterónoma, y, al actuar conforme a esos principios, expresamos de manera adecuada nuestra condición racional y libre, nuestra condición moral. Rawls asume aquí ser congruente con la idea kantiana de autonomía. Y más aún, vincula la justicia como imparcialidad “con el punto culminante de la tradición contractualista en Kant y Rousseau”.[6]

No entraré a detalle en la discusión en torno a si, en efecto, la reflexión rawlsiana en Teoría de la justicia es estrictamente consecuente con Kant; pues, más que el contenido mismo de la idea de la justicia como imparcialidad, lo que me interesa es su forma y sus propósitos, es decir, su sustento filosófico clásico y su reivindicación del pensamiento y la acción éticos. Desde luego, esta propuesta de combinar un aliento clásico con las condiciones y formas de vida del mundo del siglo XX conlleva tensiones. Así, por ejemplo, combina la perspectiva contractualista con una teoría de la elección racional detrás de un velo de la ignorancia. En ello, lo que en realidad queda dibujado, nos parece, son personas privadas con intereses individuales. Aquí bien puede argumentarse que la idea de la justicia como imparcialidad se aleja de su sustrato kantiano. Rawls, además, deja explícitamente de lado el criterio de universalidad que es central en Kant. Y las consecuencias de esta decisión terminaron por cristalizarse en su Liberalismo político, libro que escribió como reformulación de su teoría en respuesta a sus críticos.

En este sentido, en Teoría de la justicia, la concepción de la justicia como imparcialidad tenía el propósito principal de delinear racionalmente las condiciones para la realización moral de las personas, es decir, las condiciones que les permitirían construir un modo de vida adecuado a su naturaleza moral, libre e igual. De acuerdo con su autor lo anterior sería posible preservando en el orden social el núcleo normativo que representan ambos principios con la prioridad de las libertades. No obstante, las críticas que recibió la obra, sobre todo a partir de Michael Sandel y su libro El liberalismo y los límites de la justicia,[7] llevaron a Rawls a emprender una reformulación de la teoría en la que parece haberse perdido la originaria capacidad crítica de la misma. En Liberalismo político —texto en el que condensó esta reformulación de la que hablamos— aquél ubicó de manera explícita la legitimidad liberal en tanto contenido de su idea de justicia como imparcialidad, con lo que dejó de lado importantes consecuencias normativas del enfoque kantiano, en el que pretendía estar inspirada inicialmente.

La idea de la justicia como imparcialidad, con sus dos principios —nos advierte el profesor de Harvard al reconsiderarla—, debe más bien interpretarse a partir de esta tradición y asumirse como el contenido más adecuado para alcanzar un “consenso traslapado” entre personas que sostienen una pluralidad de concepciones del mundo y de la vida, muchas veces, incluso, contrapuestas entre sí. Se trata —acota— de una concepción política de la justicia, no de una doctrina moral comprensiva de mayor significado. En esta reformulación Rawls limitó además el alcance de sus conceptos centrales, mismos que —especificó— deben asumirse como circunscritos a la esfera de lo político: la idea de la persona es, aclara, una concepción política, no “metafísica”. Estos acotamientos tienen el propósito de solventar las críticas que se le habían hecho y que cuestionaban la viabilidad y estabilidad de la justicia como imparcialidad, dado el pluralismo contemporáneo. El resultado de lo anterior, desde mi perspectiva, fue que Rawls terminó por suscribir el punto liberal clásico con sus presupuestos y sus consecuencias, es decir, asumió como contenido principal de una posible teoría de la justicia el tipo de libertades civiles que, sobre todo, buscan proteger y garantizar la integridad de la vida privada de la persona moral.

No es que no hubiera elementos de este tipo en la derivación de la justicia como imparcialidad de 1971. Desde luego que los había; pero, en esta segunda obra, la reformulación de la teoría se ocupa, como prioridad, de las condiciones de aceptación de su propuesta para asegurar su estabilidad, lo cual consigue reconduciendo al límite sus contenidos normativos. Hay en Rawls el recurso a una tradición política que él asume exitosa y, por tanto, debe suscribirse. Pero esto no pasa por una valoración de la esfera pública, de la implicación ciudadana en los procesos de formación de la voluntad política, a partir de los cuales, ciertamente, podría pensarse un ámbito de regulación moral de la cooperación social democrática. Me parece que la obra rawlsiana ha sido siempre ambigua en cuanto a la distinción y el vínculo entre filosofía moral (el enfoque que el autor adscribe a Teoría de la justicia) y filosofía política (de Liberalismo político). Lo mismo puede decirse con respecto al problema de la democracia, un tema tan ausente en Rawls que, más bien, parece asumir el orden democrático como una realidad consolidada con un pendiente (prácticamente) único por resolver: “¿cómo es posible que pueda existir a través del tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales, profundamente dividida por doctrinas religiosas, filosóficas y morales, razonables, aunque incompatibles entre sí?”.[8] Al reformular en estos términos el problema filosófico a enfrentar, nuestro autor parece haber reconducido el tema de la justicia a uno de tolerancia.

El objetivo rawlsiano de definir una concepción de la justicia como criterio de evaluación de las principales instituciones democráticas que definen derechos, deberes y la distribución de los beneficios y cargas de la cooperación social tiene que ser reconocido por sí mismo, dado el esfuerzo que representa esta propuesta moral en el contexto de la asepsia conceptual exigida desde importantes tradiciones de pensamiento del siglo XX. La fertilidad de la teoría y su crítica debe también tenerse presente en la medida que volvió a colocarnos frente a una reflexión de carácter normativo. Pueden destacarse entonces como legado de la obra de Rawls los siguientes temas y perspectivas: la cuestión de la justicia como un problema moral–filosófico, la reconsideración de ideas y autores clásicos para la reflexión filosófica contemporánea, la condición fundamentalmente moral de la persona, la filosofía como defensa razonable de un orden constitucional democrático y justo, la idea de la prioridad de las libertades, el pluralismo de formas de vida y su necesidad de conciliación, así como el carácter prioritario de la justicia en la cooperación social. Cabe recordar al respecto las primeras líneas de Teoría de la justicia: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales […]; no importa que las leyes y las instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”.[9]

 

Kant y la autonomía como libertad positiva

La relación entre la filosofía moral y la filosofía política al interior de la obra de Kant es aún objeto de polémica entre sus estudiosos. Y los alcances de la idea kantiana de autonomía moral forman parte de esta disputa.[10] Incluso, en términos generales tiende a imponerse la idea de un Kant defensor, por un lado, de la autonomía moral de la persona; pero, por el otro, de la heteronomía en términos de la obediencia obligada al derecho. Aceptar esta interpretación supondría aceptar al mismo tiempo una profunda inconsistencia dentro de su sistema filosófico. Mi perspectiva, por el contrario, es que una lectura más cercana al espíritu kantiano es aquélla que asume la filosofía moral y sus consecuencias como sustento de su filosofía del derecho y de la política.

El punto de partida de la lectura que aquí propongo asume, en este sentido, que el principio de autonomía como principio de la moral conlleva para el autor prusiano un concepto positivo de libertad (frente al negativo). Autonomía es para él libertad positiva, y en varias de sus obras se pronuncia claramente en este sentido. En la Crítica de la razón práctica, por ejemplo, especifica la autonomía de la voluntad como único principio de las leyes morales y de sus respectivos deberes. Por el contrario, la heteronomía no genera obligación alguna y se opone a la moralidad de la voluntad:

El único principio de la moralidad consiste en independizar a la ley de toda materia (cualquier objeto deseado) y en determinar al albedrío mediante la simple forma legisladora universal que una máxima ha de poder adoptar. Sin embargo, aquella independencia equivale a la libertad tomada en su sentido negativo, mientras que esta propia legislación de la razón pura y, en cuanto tal, práctica supone un sentido positivo de la libertad. Por lo tanto, la ley moral no expresa sino la autonomía de la razón pura práctica, o sea: la libertad.[11]

En la “Introducción” a la Metafísica de las costumbres, por otra parte, afirma: “La libertad del arbitrio es la independencia de su determinación por impulsos sensibles; éste es el concepto negativo de la misma. El positivo es: la facultad de la razón pura de ser por sí misma práctica. Ahora bien, esto no es posible más que sometiendo la máxima de cada acción a las condiciones de aptitud para convertirse en ley universal”.[12] Así, la autonomía de la voluntad supone —y esto debe tenerse presente siempre en la interpretación de la filosofía kantiana— el uso o ejercicio positivo de la razón, es decir, darse una ley propia. Ahora bien, esta facultad autolegisladora, en tanto capacidad racional, nos permite pensar un “reino de los fines” como comunidad de seres racionales libres (esto es, autolegisladores), tal y como se indica en la tercera formulación del imperativo categórico: todo ser racional tiene que obrar como si fuera por sus máximas siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de estas máximas es el siguiente: obra como si tu máxima fuese a servir a la vez de ley universal (de todos los seres racionales).

De esta manera, hacia el final de la segunda parte de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, el filósofo de Königsberg sintetiza su concepción de la moralidad al señalar que consiste en referir la acción a aquella legislación por la cual es posible un “reino de los fines”. Parágrafos más adelante insiste en que la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional se considera “fin en sí mismo”, porque sólo en ella puede ser un miembro legislador en el reino de los fines. La humanidad —añade— es lo único que tiene dignidad, ya que consiste, precisamente, en esta capacidad autolegisladora universal. La autonomía, afirma Kant, es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. Puede concluirse, en este sentido, que la ética kantiana busca conceptualizar como contenido central de la moral moderna la dignidad de la persona en tanto fin en sí misma.

Con la idea de un reino de los fines se abre, desde la perspectiva de la razón práctica, la posibilidad de pensar una unión de voluntades libres autolegisladoras, todas ellas consideradas fines en sí mismas y con fines por realizar. El autor de la Crítica de la razón pura establece un contraste significativo con la idea de la dignidad desde la perspectiva de un posible reino de los fines:

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser puesta otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto no admite nada equivalente, tiene una dignidad […]. Lo que se refiere a las universales inclinaciones y necesidades humanas tiene un precio de mercado; lo que, también sin presuponer necesidades, es conforme a cierto gusto, esto es, a una complacencia en el mero juego, sin fin alguno, de nuestras facultades anímicas tiene un precio afectivo; pero aquello que constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor interior, esto es dignidad.[13]

La conclusión del argumento es particularmente importante: “Ahora bien, la moralidad es la condición únicamente bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo, porque sólo por ella es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines. Así pues, la moralidad, y la humanidad en tanto que ésta es capaz de la misma, es lo único que tiene dignidad”.[14] Bien puede decirse que, con la idea misma de un reino de los fines y lo que ella supone, culmina este aspecto “positivo” de la libertad como razón práctica desde la ley moral universal. Somos así legisladores para un posible reino de los fines, legisladores para la humanidad.

Otra definición de Kant sobre la moralidad en esta sección la considera como “la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, esto es, con la posible legislación universal por las máximas de la misma”.[15] En consecuencia, somos auténticamente libres —de acuerdo con el filósofo— cuando nos damos nuestras propias leyes de manera racional, no por inclinaciones o intereses, sino cuando, por esta autolegislación, es posible el respeto a la dignidad de la persona. La libertad se manifiesta a través del respeto y ejercicio de la ley moral. De esta manera, cuando nuestro autor reflexiona el tema de la moralidad, se ocupa no sólo de la coacción moral o autocoacción —que, aun cuando sea autoimpuesta, sigue siendo coercitiva o puede, de cualquier modo, pensarse como una especie de camisa de fuerza—, sino también, y sobre todo, de las condiciones de posibilidad de un mundo común de voluntades libres.

Luego de la redacción de la segunda Crítica, Kant creyó haber alcanzado un punto culminante en su proyecto ético–filosófico. Y dio testimonio elocuente de ello en su célebre conclusión en la que declaró la admiración nueva y creciente con que llenaron su ánimo el cielo estrellado y “la ley moral dentro de mí”. El filósofo de Königsberg asumió entonces tener claridad sobre los elementos necesarios que le permitían comprender, que le volvían inteligible tanto el mundo natural como el mundo moral, así como el lugar que guarda el ser humano en cada uno de ellos. Pero ¿qué más es lo que ha alcanzado hasta aquí en términos de una posible metafísica de las costumbres, de la comprensión de la moralidad como característica humana? Ha desarrollado ya, desde su punto de vista, los fundamentos que permiten comprender la racionalidad práctica. La realidad del concepto de libertad se ha demostrado positivamente con el desarrollo de la ley moral, y la razón, entonces, ha reconocido su capacidad práctica autolegisladora en términos universalistas.

Por esta capacidad práctica, además, es posible pensar un reino moral ordenado desde y para seres racionales autolegisladores. Consiste en una idea con realidad práctica, es decir, inteligible y obligatoria para seres cuya determinación fundamental es la libertad, para voluntades morales libres. Nuestro autor creyó, en consecuencia, haber restituido los derechos de la razón en las cuestiones morales y haber preservado, frente al empirismo en particular, la realidad objetiva de ideas como la de libertad. Por último, una vez que Kant asumió haber sentado las bases de la racionalidad práctica con la capacidad autolegisladora de la razón en términos universalistas, el problema de la libertad moderna lo llevó a considerar la necesidad de un orden legal para la libertad. La vida social no responde a un mecanismo natural causal, sino que se trata más bien de un orden que debe ser configurado moralmente, desde y para la libertad del ser humano mismo.[16] Y sólo por una voluntad pública unida en un Estado civil es posible la libertad misma.

Desde el análisis kantiano el estado sin ley (lo que puede pensarse como un estado de naturaleza) ha sido superado, pues los seres humanos se encuentran ya bajo alguna forma de relación jurídica. No obstante, esta situación resulta insuficiente desde la perspectiva de la libertad y el derecho de la humanidad, por lo que el ser humano tiene como tarea principal esforzarse en el logro de una sociedad civil como estado moral, según lo expresa en su “Idea de una historia universal con propósito cosmopolita”:

Así se dan los primeros pasos reales de la rudeza a la cultura, que consiste propiamente en el valor social del hombre; ahí se desarrollan paulatinamente todos los talentos, se forma el gusto y, mediante una continua ilustración, el comienzo se convierte en una fundación de la manera de pensar, que puede transformar, con el tiempo, la ruda disposición natural para la discriminación ética en principios prácticos determinados y, por fin, de este modo,  [lograr] una concordancia en sociedad, patológicamente provocada, en un todo moral.[17]

El ser humano debe pasar entonces de una situación de sociedad originada en la necesidad (patológicamente provocada) a una situación conforme a la razón y, en consecuencia, conforme a la libertad a través del derecho. Para el filósofo de Königsberg es posible lo anterior en su época, dado el espíritu ilustrado que la inspira y el ejemplo de su orientación moral que representa la revolución francesa.[18] Transformar la sociedad en un todo moral sólo puede significar para Kant lo siguiente: dar lugar a un Estado constitucional republicano, esto es, reformar el orden jurídico–político de forma tal que quienes obedezcan sean a su vez los autores de sus ordenamientos, es decir, que el súbdito sea ciudadano. Puede decirse, además, que la republicanización del Estado con base en la idea del contrato originario[19] sintetiza la propuesta política kantiana a la luz de la capacidad práctico–moral del ser humano y, con ella, de su condición moral.

Así, el modelo de sociedad política que puede encontrarse en la filosofía de Kant es el de un Estado republicano, representativo y con división de poderes. La democracia, según lo que aquél entiende por ésta, supone una concentración indebida de poderes en el pueblo que da lugar al despotismo. No obstante, su concepción de un Estado republicano desde la idea del contrato originario corresponde a lo que nosotros en la actualidad conocemos como la legitimidad democrática (Habermas, por ejemplo, sostiene este punto de vista).[20] Una constitución republicana, señala el autor prusiano, tiene como principios normativos la libertad legal de no obedecer sino sólo aquellas leyes a las que se ha dado consentimiento, así como la igualdad civil entre los miembros del Estado y la independencia en cuanto a la propia existencia. Una constitución republicana configura así un Estado de ciudadanos en el que, como tales, deben siempre ser considerados como colegisladores, “[…] (no simplemente como medio[s], sino también al mismo tiempo como fin[es] en sí mismo[s]) y que, por tanto, ha[n] de dar su libre aprobación por medio de sus representantes”.[21] El derecho de legislación de la comunidad no es para Kant un derecho alienable, sino que, por el contrario, se trata del más personal de los derechos.[22]

A lo que el autor se refiere aquí, con este derecho a la legislación que corresponde a la comunidad, se deriva también del principio de “contrato originario” y remite, de manera clara, a la libertad política. Cabe recordar que en Sobre la paz perpetua insiste en este concepto de la libertad como autolegislación. La libertad exterior (jurídica) no debe entenderse, aclara en una nota al pie, como la facultad de hacer todo lo que se quiera siempre y cuando no se perjudique a nadie. Debe explicarse, más bien, como la facultad de no obedecer ninguna ley exterior “sino en tanto en cuanto he podido darle mi consentimiento”.[23]

Wolfgang Kersting ha destacado al respecto que, así como el principio político–constitucional de libertad implica el derecho a obedecer sólo aquellas leyes universalmente aceptables (es decir, sólo las que la voluntad unida de la razón contractual pudiera haber aprobado), del mismo modo implica, desde la perspectiva de la razón legal, el derecho a una participación igual en la legislación. Kersting concluye que el Estado kantiano de la razón o Estado racional de derecho es un Estado democrático de legislación. El derecho a la libertad de todo miembro de la sociedad civil no es el derecho privado (anterior al Estado o límite de éste del liberalismo de John Locke o de Robert Nozick —por citar a un autor más cercano en el tiempo—), sino el derecho de participación constitutivo de la comunidad política, que se realiza como condición de un proceso que da lugar a la justicia y a la libertad política. En tanto que el Estado histórico está sujeto a la norma del contrato, también está comprometido con la radicalidad democrática de la ley constitucional de la razón, lo cual significa que el respeto a la libertad demanda el establecimiento y desarrollo de procesos democráticos de toma de decisiones. Kersting afirma finalmente, páginas más adelante, que la concepción kantiana de la república constituye la contraparte social y política de la completa individualidad moral humanamente posible. La institucionalización de la justicia de la república se corresponde con la moralidad realizada de la persona; el Estado republicano y la individualidad moral son fenómenos diferentes de la misma y única razón autónoma.[24]

Tal y como hemos visto, Kant asevera que el ciudadano en el Estado ha de considerarse siempre como colegislador, es decir, con un derecho inalienable a participar en la configuración de la voluntad pública y, por tanto, en las leyes y decisiones del orden civil, incluso en lo que respecta a una posible guerra. Sólo en tanto colegislador el ser humano es fin en sí, no medio. El arbitrio puede así ser considerado libre cuando, en lo que se refiere a cuestiones de derecho, legisla desde la misma razón práctica conformando una voluntad pública omnilateral. Y el mismo arbitrio puede ser también considerado libre cuando obedece a una voluntad pública decidida conforme a la idea del “contrato originario”. Bajo estas condiciones las máximas del arbitrio coinciden con la autonomía de la voluntad.

Puede decirse entonces que, con la idea del contrato originario, la libertad natural se convierte en una libertad civil (por la constitución del orden de derecho público) y en una libertad política (por el derecho a la autolegislación que corresponde a los miembros de la asociación). No se trata de tres aspectos de la libertad ni de tres libertades distintas, sino de una y única verdadera libertad: la del libre ejercicio de la razón práctica en la sociedad. El contrato originario supone el ejercicio práctico, público y positivo de la razón, por lo que su idea como fundamento del derecho en general y de un determinado orden jurídico se corresponde con el concepto de libertad positiva que podemos encontrar, como hemos visto, en la Crítica de la razón práctica y también en la Metafísica de las costumbres.

No omito decir que, en Facticidad y validez, el propio Habermas se enfrasca en una discusión con la filosofía política moderna (Locke, Rousseau, el mismo Kant), tratando de solventar el problema de la relación/conciliación entre la autonomía moral (privada) y la autonomía política (pública) —y ésta es una forma más de abordar el problema de los límites y alcances de la libertad—. No es mi intención abundar en esta reflexión; sólo diré que su propuesta, basada en la ética del discurso, representa un peculiar compromiso con lo público a través de la comunicación y el lenguaje. Habermas es escéptico con respecto a las capacidades e implicaciones del ciudadano como tal en la esfera de la política. Rawls, por su parte, en su Liberalismo político, buscó delimitar mínimamente esta esfera con el propósito de salvar las libertades liberales.

 

Conclusiones

Los dos principios de la justicia, con la prioridad de las libertades, constituyen el contenido normativo que Rawls nos propone como base moral y pública de justificación. Ambos principios representan la decisión adecuada de personas morales, libres e iguales. Y bajo ese marco común la convivencia no sólo es respetuosa de su condición moral, sino expresión de ésta. Tal es la respuesta que el profesor de Harvard ofrece al reto planteado —por él mismo— de pensar una teoría de la justicia para las democracias actuales. No obstante y como señalé, la prioridad de las libertades se resuelve en Rawls en una reivindicación de las libertades liberales que privilegian el espacio de autonomía privada de las personas. El hecho del pluralismo de formas de vida propio de las sociedades democráticas termina por inclinarlo en este sentido.

Desde mi punto de vista, empero, el consenso alcanzado al respecto puede tornarse frágil por la complejidad que supone tal pluralismo. De ahí que en este trabajo mi propósito haya sido hacer dialogar a esta justicia como imparcialidad, de inspiración kantiana, con el propio Kant, lo que a su vez me llevó a la idea de autonomía como libertad positiva, para plantear una concepción más amplia de la libertad misma. En este sentido, la pluralidad de formas de vida propia de una democracia reclama que la definición de las condiciones justas de convivencia sea procesada desde una vida pública en manos de ciudadanos (y no solamente de personas privadas). Es a partir de la activa participación ciudadana en la formación de una voluntad público–política como hoy puede pensarse un ámbito de regulación moral de la convivencia democrática. Y es en este marco como los proyectos de vida autoasumidos pueden desarrollarse en condiciones de vida libremente elegidas: así puede preservarse y expresarse nuestra naturaleza moral libre. La idea de autonomía como libertad positiva conlleva autodeterminación pública, esto es, implica darse una ley común y, con ello, definir las condiciones de la convivencia social. Kant, como anuncié al inicio, va más allá de Rawls una vez que vinculamos y asumimos como un todo su filosofía moral y política (su idea de autonomía de la voluntad y su concepto de contrato originario, para decirlo con más precisión).

De esta manera, ha sido mi propósito destacar aquí que en la misma obra kantiana podemos encontrar los elementos para desarrollar una concepción íntegra de la idea de libertad que nos permitiría ejercer y preservar la libertad misma. El propio Rawls, en el citado parágrafo 40 de su obra, señala que el objetivo principal de Kant es “profundizar y justificar la idea de Rousseau de que la libertad consiste en actuar de acuerdo con una ley que nos damos a nosotros mismos”.[25] Y este planteamiento de Rousseau —conviene no olvidarlo— se encuentra en el contexto de su obra política, El contrato social, en la que sostiene la voluntad general como única fuente legítima del Estado civil. En el desarrollo de su filosofía práctica, el autor de la Crítica de la razón pura transita de la fundamentación de la libertad como autonomía o autodeterminación a la derivación de los principales conceptos del orden jurídico–político moderno; por lo que, luego de otorgar validez práctica al concepto de libertad, puede también considerar normativamente conceptos como Estado civil, derecho, voluntad pública, propiedad
y contrato originario, tal y como he intentado mostrar.

Desde mi punto de vista la propuesta de un contrato originario como idea de la razón con realidad práctica abre la posibilidad de pensarlo no sólo como el hipotético origen legítimo del orden político, sino, y sobre todo, como una idea a partir de la cual es posible examinar, de manera permanente, la legitimidad de las leyes, como principio de un poder constituyente. Al reconsiderar Kant la tradición contractualista desde la perspectiva de la razón práctica, la legitimidad del contrato de asociación no está vinculada a una condición histórica ni se circunscribe a la pregunta sobre sus fundamentos, sino que remite, a su vez, al cumplimiento de principios morales resultado de una voluntad autolegisladora. La idea del contrato originario se convierte así en un principio normativo como instrumento de evaluación pública. Esta idea, incluso, es la que se sostiene en las llamadas “Reflexiones” de Kant, en las que destaca que el contrato social representa no el origen del Estado civil, sino el ideal de la legislación, el gobierno y la justicia; no cómo es el Estado civil, sino cómo debería ser.[26] Con ello el orden legal no supone un “fin de la historia”, sino su reforma permanente. La idea de un “contrato originario” es, en este sentido, una idea abierta, y desde la autolegislación pública es posible pensar la regulación moral del orden democrático. Ésta es una consecuencia más del vínculo que establece Kant entre su crítica de la razón práctica, su ética y su filosofía política. Así, en la filosofía kantiana el sentido y el ejercicio práctico de la libertad nos llevan no a un consenso político en torno a mínimos que preserve las libertades civiles individuales, sino a la posibilidad del desarrollo moral de la persona en el contexto de la vida social como un todo moral.

Quiero recordar aquí, por último, que el autor de la Crítica de la razón pura rechaza la idea del hábito como fuente de la moralidad. Y lo hace, me parece, para acentuar la centralidad del ejercicio de la libertad y, por tanto, del juicio reflexivo de la razón práctica en el que se sustenta la libertad misma. La reflexividad que supone la fórmula del imperativo categórico hace posible el juicio crítico y universalista. Es justo este carácter reflexivo lo que subyace a la kantiana metafísica de las costumbres. Esto resulta importante en particular en un tiempo como el nuestro, que a veces parece conducirse con la misma celeridad con que lo hacen los avances tecnológicos, ajenos en su mayoría a la consideración pausada de sus propósitos, alcance y sentido, considerando el cambio en sí mismo como sinónimo de progreso e innovación. Pero la observación del filósofo de Königsberg acerca del carácter fundamentalmente reflexivo de la razón hoy adquiere relevancia, sobre todo, desde el punto de vista social y político: el ciudadano es —o, por lo menos, tendría que ser— el último bastión de sociedades aparentemente en constante transformación. En la actualidad corresponde al ciudadano velar por la preservación de sociedades propiamente humanas, y más ahora que —bien lo sabemos, es ésta una de las lecciones más importantes que nos ha dejado el siglo XX— no hay orden institucional por sí mismo virtuoso. Para nosotros, ciudadanos —o aspirantes a ciudadanos— del siglo XXI, la reflexión en términos universalistas hace posible la crítica de nuestras propias costumbres, la participación en y la construcción de una voluntad general, así como, en suma, una forma de vida social y políticamente libre.

 

Fuentes documentales

Habermas, Jürgen, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998 (Estructuras y Procesos).

Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Alianza, Madrid, 2000 (Humanidades, 4411).

——  En defensa de la Ilustración, Alba, Barcelona, 1999.

——  Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1994 (Colección Popular, 147).

——  Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1999.

——  La Metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid, 1989 (Clásicos del Pensamiento, 59).

——  Reflexiones sobre filosofía moral, Sígueme, Madrid, 2008.

——  Sobre la paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1998 (Clásicos del Pensamiento, 7).

——  Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1993 (Clásicos del Pensamiento, 24).

Kersting, Wolfgang, “Kant’s concept of the state” en Howard Lloyd Williams (Ed.), Essays on Kant’s political philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 1992, pp. 143-166.

Rawls, John, Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995 (Obras de Política y Derecho).

——  Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1995 (Obras de Filosofía).

Sandel, Michael, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, Nueva York, 1982.

Williams, Howard Lloyd (Ed.), Essays on Kant’s Political Philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 2000.

 

[*] Doctora en Filosofía Política por la Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa. Editora en Contraste Editorial. Autora de Estados Unidos, la experiencia de la libertad. Una reflexión filosóficopolítica, Fontamara, México, 2009. islasazais@hotmail.com

 

[1].    Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998, p. 121. Este libro debe mucho a Teoría de la justicia, tanto en su concepción como en su desarrollo.

[2].    John Rawls, “Las libertades básicas y su prioridad” en John Rawls Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 336–337. Conferencia Tanner, posteriormente editada, corregida y aumentada en esa última sección de su libro.

[3].    John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 280.

[4].    Ibidem, pp. 59–61.

[5].    Ibidem, p. 241.

[6].    Ibidem, p. 237.

[7].    Véase Michael Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, Nueva York, 1982.

[8].    John Rawls, “Introducción” en Liberalismo político, p. 13.

[9].    John Rawls, Teoría de la justicia, p. 17.

[10].   De alguna manera Rawls mismo parece quedar atrapado en esta disputa si atendemos al tipo de reformulación conceptual que llevó a cabo en Liberalismo político.

[11].  Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Alianza, Madrid, 2000, pp. 101–102. Las cursivas se encuentran en el original.

[12].  Immanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, p. 17. Las cursivas se encuentran en el original.

[13].  Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 199–201. Las cursivas se encuentran en el original.

[14]Idem.

[15]Ibidem, p. 209.

[16].  Frente a Hume, Kant reivindicará la libertad como causa eficiente: la capacidad de la voluntad libre de iniciar una serie de acciones.

[17].  Immanuel Kant, “Idea de una historia universal con propósito cosmopolita” en En defensa de la ilustración, Alba, 1999, pp. 78–79. Las cursivas se encuentran en el original.

[18].  Véase Immanuel Kant, “Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor” en Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.

[19].  La idea del “contrato originario” en Kant remite a la autolegislación pública como fuente de legitimidad y se refiere a “obligar a todo legislador a que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo y a que considere a cada súbdito, en la medida en que éste quiera ser ciudadano, como si hubiera expresado su acuerdo con una voluntad tal”. Immanuel Kant, “De la relación entre teoría y práctica en el derecho político. (Contra Hobbes)” en Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1993, p. 37.

[20].  Habermas sostiene la existencia de tres principios en la filosofía de Kant: el principio moral, el principio del derecho y el principio democrático. Sobre este último aclara: “si es que se me permite llamar principio democrático aquello por lo que Kant ve caracterizada la forma republicana de gobierno”. Jürgen Habermas, Facticidad y validez, p. 155. Para Habermas, no obstante, no queda clara en la filosofía kantiana la relación entre estos tres principios.

[21].  Immanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, p. 184.

[22]Ibidem, p. 180.

[23].  Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1998, pp. 15–16 (nota a pie de página 4).

[24].  Wolfgang Kersting, “Kant’s concept of the state” en Howard Lloyd Williams (Ed.), Essays on Kant’s political philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 1992, pp. 152 y 161.

[25].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 240.

[26].  Véase Immanuel Kant, Reflexiones sobre filosofía moral, Sígueme, Madrid, 2008, p. 95 (reflexiones 7734, 7737 y 7740).