Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización

Mario Alejandro Montemayor González[*]

 

Recepción: 19 de junio de 2021
Aprobación: 13 de septiembre de 2021

 

Resumen. Montemayor González, Mario Alejandro. Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización. En el presente artículo me enfoco en la época de la posrevolución en México, en la que José Vasconcelos, fundador de la Secretaría de Educación Pública (SEP), inició un conjunto de políticas educativas para afianzar la identidad nacional mexicana. Analizo el modo en el que la alfabetización se volvió la estrategia central para conformar la mexicanidad en las comunidades dispersas del México rural. Asimismo, muestro el papel de la creación artística en movimientos pictóricos como el muralismo, el rescate de la memoria de los pueblos originarios a través de la arqueología, el programa de maestros ambulantes y las misiones culturales, que ayudaron a desplegar el programa narrativo en el territorio nacional. Como conclusión dejo ver cómo el énfasis en la identidad nacional a través de la escolarización dio continuidad al debilitamiento cultural de los diversos pueblos originarios de México.

Palabras clave: identidad nacional, alfabetización, mexicanidad, José Vasconcelos, memoria.

 

Resumen. Montemayor González, Mario Alejandro. Roots of the Mexican Educational System: National Identity, Memory and Literacy. In this article I focus on the period after the Mexican Revolution when José Vasconcelos, founder of the Ministry of Public Education (known by its initials in Spanish, SEP), implemented a series of educational policies aimed at affirming the Mexican national identity. I analyze the way the literacy campaign became the key strategy for shaping Mexicanness in the far–flung communities of rural Mexico. I also point out the role of artistic creation in pictorial movements such as muralism, the recovery of the memory of original peoples through archeology, the itinerant teacher program and the cultural missions, which contributed to the deployment of the narrative program throughout the national territory. As a conclusion I show how the emphasis on national identity through schooling served to further the cultural weakening of Mexico’s different original peoples.

Key words: national identity, literacy, Mexicanness, José Vasconcelos, memory.

 

Introducción

En diferentes momentos de la historia mexicana ha habido esfuerzos por crear y difundir una narrativa coherente sobre la identidad nacional a lo largo y ancho del territorio. Este artículo intenta rastrear, después de la Revolución mexicana, el empeño político por situar el pasado indígena como marca distintiva de la identidad mexicana. A partir de esta época se puede entrever un proyecto de nación que intenta robustecer el andamiaje institucional del Estado mexicano. Para ello se busca reformular y expandir la identidad a través de la escolarización, y así narrar una sola historia a la mayor parte de la población.

El proyecto de la identidad nacional mexicana incluye la génesis y la confección de una narración consistente sobre lo mexicano que pueda ser divulgable por medio del talento de maestros y artistas que se suman a la colaboración en este proyecto. La narración sobre lo mexicano contiene dosis de estrategias vinculadas directamente con la enseñanza de la lectoescritura, habilidad que los individuos adquieren en la escuela; aunque también tal narración se apoya en símbolos, prácticas y artes pictóricas y plásticas que ayudan a crear la atmósfera nacional que envuelve la historia mexicana y la mexicanidad en sí.

Este artículo reflexiona sobre la historia de la educación en México y hace uso de algunas pinceladas filosóficas del autor francés Michel Foucault, a fin de elaborar una crítica de las consecuencias, aparentemente no previstas, sobre la identidad nacional del mexicano y la inhibición de la diversidad cultural de las comunidades que lo habitan. La exaltación del pasado indígena en lo mexicano, paradójicamente, favoreció el camino hacia el desdibujamiento de las culturas indígenas, tal y como se advierte en el México contemporáneo. Este proceso ha sido ampliamente documentado por diversos historiadores, filósofos y antropólogos.[1]

Para entender la confección del relato sobre la mexicanidad y su interrelación con el desarrollo del sistema educativo mexicano, se analiza la política educativa de José Vasconcelos, primer secretario de Educación Pública en México. Principalmente, el análisis se aproxima a la impronta en la orientación de la Secretaría de Educación Pública (SEP), de la cual Vasconcelos fue fundador en 1921, y se complementa con algunos discursos y pensamientos del también filósofo y diplomático.

 

La escuela y el relato sobre lo mexicano

El mestizaje, visto desde la confección de un relato histórico, en este caso el del mexicano, es una síntesis, en apariencia, suficientemente robusta para la adhesión afectiva de las personas a la nación, las cuales se encuentran ligadas en un sentido de pertenencia a este territorio que conocemos como México. La confección del relato mexicano incluye símbolos, historias y circunstancias que nos colocan en un determinado entendimiento de lo que somos y hacia dónde nos dirigimos. La comprensión de lo que implica ser mexicano es también criterio orientador del quehacer de sus pobladores y de los cimientos de la organización y la construcción de la estructura institucional del Estado.

La narración histórica de lo mexicano está compuesta por cientos de episodios eslabonados en la sucesión del tiempo, que juntos desarrollan una trama sobre la historia de un solo pueblo. Numerosos escritos relatan la vivencia de miles de testigos de la mezcla de los pueblos, de la trayectoria de lo múltiple (los muchos pueblos que aquí conviven) a lo unificado (lo mestizo–lo mexicano). Es decir, lo mexicano sirve para amalgamar, en una sola unidad de sentido, lo dicho sobre la variedad de culturas que coexisten en un territorio tan vasto.

El relato de la mexicanidad se presenta ante su audiencia como si lo mexicano fuera algo perteneciente a todos los habitantes del territorio. En este esfuerzo se elige al pueblo azteca o mexica, el cual, una vez que ha pasado por la influencia cultural de España en el periodo colonial, y tras sufrir una síntesis entre lo español y las diversas culturas indígenas, resulta en una nueva creación racial, como una fusión entre dos mundos.

En la invención de la identidad mexicana el sentido de pertenencia se consolida en una sola unidad de sentido, la creación de una historia y la elaboración de símbolos que aglutinan un proyecto de gestión de la convivencia social y de la interacción. Éste es el pegamento que hace posible el surgimiento y mantenimiento del Estado–nación como unidad administrativa que ejerce la autoridad sobre la población de un territorio.

 

Época de la posrevolución en México

Al terminar la Revolución mexicana el país era un Estado incipiente y tenía una clase dirigente propia que pretendía diseñar un solo relato comunicable a sus habitantes y fortalecedor de la unidad nacional.

Antes, entre los siglos XIV y XIX, hubo diversos acontecimientos en muchos pueblos que habitaban territorios dispersos, y que no eran una misma cosa; todos ellos pasaron a ser narrados dentro de una historia articulada y entreverada que tiene consistencia. A ese tejido narrativo se le conoce como la trama que da cuenta de la historia nacional de una sola nación. En cierto sentido se hizo comprensible la narración de una historia de lo que en ese tiempo era México (el México posrevolucionario en el que participaron diferentes facciones que buscaban construir un modo de gobierno). Lo que quiero decir es que, desde ese presente posrevolucionario, se seleccionaron acontecimientos, lugares y personajes propicios para el proyecto de nación que se confeccionaba. Fue un intento de organizar el pasado a través de la historia nacional para robustecer la identidad nacional en oposición a la dispersión de comunidades del territorio.

En este proceso fueron de vital importancia los institutos nacionales del Estado. Éstos ayudaron a cohesionar la naciente articulación de comunidades, la dispersión de los relatos, y se encaminaron hacia la unidad de la pluralidad. De este modo, en 1921 nació la SEP bajo el liderazgo de Vasconcelos y, años más tarde, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Tales órganos, relacionados con la autoridad del Estado e intelectuales formados en diversos círculos académicos, fueron los encargados de confeccionar y difundir un solo relato mexicano que dio unidad a la nación.[2]

A principios del siglo XX existió un impulso indigenista que intentaba rescatar la memoria de los pueblos prehispánicos para otorgarles un valor preponderante dentro de la identidad mexicana. Esta tendencia se hizo visible en el estilo pictórico y la trama narrativa del movimiento muralista en el que participaron Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, entre otros. En ese sentido la inercia de la organización de los acontecimientos del pasado buscaba dejar en la imagen de la mexicanidad el legado del pueblo mexica (y algunos otros pueblos originarios) como piedra fundacional. Este proyecto político que pretendía fortalecer la identidad nacional se compagina con el proyecto alfabetizador y educativo coordinado por la SEP desde sus inicios.

 

La escuela y sus maestros

Captar la vinculación entre la escuela moderna y la forma en que se han constituido las identidades nacionales es fundamental para acercarnos a las consecuencias de la unificación del relato nacional. En este caso describo el papel de algunas políticas educativas conectadas con la rectoría que el Estado–nación ejerce sobre la población.

Jean–Pierre Terrail, educador y sociólogo francés, sostiene que la escuela lleva a cabo una separación de la vida práctica cotidiana para tener un espacio y un tiempo de distanciamiento respecto a lo práctico que ocurre en el día a día. Es un ejercicio intelectual en el que se transmite un conjunto de saberes objetivos y concentrados sin necesidad de aparecer en la práctica directa. Esto requiere tiempo y espacio específicos para aprender la técnica de decodificación y generación de la grafía de los signos que demanda la lectura, ejercicio que precisa desconexión de otras actividades. No se puede leer o escribir mientras se realiza otra actividad. Al respecto, afirma: “El manejo de los signos gráficos es una actividad separada de la vida cotidiana”.[3]

Esta emancipación de la escritura y de la escuela respecto a las circunstancias prácticas confiere al centro escolar un sitio estratégico. Se pone entre paréntesis la actividad cotidiana por un tiempo prolongado de la vida, gestionado por un cuerpo administrativo que da una determinada orientación a lo que ahí se enseña. Además, esto ocurre de manera masificada para la población, de modo gradual para los infantes y se convierte en derecho y obligación para todos los ciudadanos. Así, el Estado tiene un sitio exclusivo, por decirlo de alguna manera, sobre el cual recae la responsabilidad formativa de las personas que habitan el territorio en donde éste ejerce su autoridad. En ese sentido, se le confía y se le da legitimidad a la responsabilidad del Estado para educar a sus ciudadanos de un modo concreto.

“La cultura escrita no puede transmitirse más que dentro de la institución escolar porque es el resultado de la actividad intelectual de hombres y mujeres de letras”.[4] Estas personas de letras son los maestros, directos interlocutores y formadores de los niños que asisten al centro escolar. Son los representantes del andamiaje institucional y que dependen directamente del Estado. El maestro enseña a partir de la repetición, puesto que no es él mismo quien deja emerger lo que se revela en un texto que originalmente éste creó, sino que realiza un ejercicio de habilitación al mundo de las letras para los nuevos integrantes de la sociedad, para que ellos puedan comprender lo plasmado en textos escritos por otro autor. Lo que hace el maestro es transmitir el conjunto de conocimientos ya preestablecidos como verdaderos.

Terrail dice que en Mesopotamia y Egipto, cuando comenzaba el ejercicio de la escritura, había unos pocos hombres letrados que producían textos religiosos, jurídicos o médicos, y existían otros copistas que repetían lo que ya se había escrito en otro papiro y daban difusión a lo escrito. En la escuela moderna el maestro representa, desde este esquema, el heredero del copista, quien forja el camino para que la repetición y la difusión de lo ya creado o producido por otros intelectuales pueda ser apropiado por otros. El maestro no crea contenidos, sino que recibe conjuntos de ellos que transmite y vierte como conocimientos que son guía para la vida de sus estudiantes.

Ahora bien, el ejercicio de enseñanza también es un camino de creatividad. El maestro no realiza un mero ejercicio de repetición a secas, ya que éste se topa con grupos de estudiantes con particularidades propias. Y, a pesar de haberse incorporado a un esquema institucional de generalización, como lo es la escuela (con sus contenidos planeados, técnicas de enseñanza sugeridas y metas de aprendizaje comunes), el ejercicio docente siempre demanda al maestro detenimiento en la particularidad de cada persona, su contexto, su ritmo y modo de aprendizaje.

Entonces, a pesar de que la escuela moderna imponga estructuras generales o de normalización, el maestro, como copista y difusor, también es creador de camino para que otros puedan acceder de algún modo a los conocimientos ya existentes. Este dinamismo siempre está en tensión entre lo general del programa planeado desde la institucionalidad del Estado y lo particular de la situación personal que se enmarca en
el contexto de la localidad en la que está ubicada la escuela. El maestro, por lo tanto, es el mediador entre el sistema educativo nacional y las personas concretas que arriban al aula de una localidad.

 

José Vasconcelos fortalece la identidad mexicana

A principios del siglo XX la vivencia social de la Revolución mexicana impulsa el propósito de difundir el relato sobre la historia nacional y reactiva la aspiración por la nacionalidad mexicana, que se despliega concretamente en el proyecto educativo nacional. Tras esta revolución la tarea de construir la identidad nacional recae, en gran medida, sobre el sistema educativo aún fragmentado, disperso y, sobre todo, desorganizado.

Ernesto Meneses Morales lo consigna de la siguiente manera: “Las declaraciones […] y casi todos coincidían en afirmar que la escuela cumpliría la necesidad suprema de formar el alma nacional, cuya esencia [la identidad nacional] tan ansiosamente buscada, era algo que nadie conocía, pero había la seguridad de que la escuela sería capaz de conformarla”.[5] Octavio Paz, por su parte, escribe que “la Revolución Mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones”.[6]

Vasconcelos es una figura clave en la construcción de la identidad nacional. Él perteneció a una generación de intelectuales que, durante la primera mitad del siglo XX, estuvieron muy presentes en la política educativa y cultural mexicana. Este personaje, entre los años 1920 y 1921, fue rector de la Universidad Nacional de México (UNM), desde donde logró, en ese último año, federalizar la educación con la creación de la sep. Como primer secretario de Educación Pública desarrolló un plan integral de alfabetización acompañado por el apogeo de la creación artística y por el aumento de las bibliotecas instaladas, que ayudaron a difundir el relato de la identidad nacional.

“El 4 de junio de 1920 José Vasconcelos es designado por De la Huerta rector de la Universidad Nacional de México”.[7] Vasconcelos aportó una propuesta organizacional a la educación. Como hombre de letras estaba convencido de que la alfabetización de un país mayoritariamente analfabeta era la táctica que necesitaba México para levantarse de la caída estrepitosa de la guerra y modernizarse. Ahora bien, como ya se señaló, la estrategia del Estado–nación se centra en la escolarización como medio para la creación de la identidad mexicana.

En aquella época las escuelas dependían directamente de los municipios. Según Meneses esto las tenía en un estado de abandono y dependencia de la política localista de cada comunidad. Vasconcelos, por lo tanto, buscó pasar de la municipalización de las escuelas a la federalización de la educación. La centralización del proceso educativo, de alguna manera, permitiría coordinar y articular desde el centro del país el rumbo de la ligera institucionalidad existente hasta ese momento.

En 1920, durante su toma de posesión como rector de la UNM, Vasconcelos reflexionó sobre el palpitar de la nación. Dijo: “Nuestras aulas están abiertas como nuestros espíritus y queremos que el proyecto de ley que de aquí salga sea una representación genuina y completa del sentir nacional”.[8] Meneses explica que el cometido de las letras se entreteje con la identificación de una nación entre sus habitantes; la educación alfabetizadora y las artes se unen para dar forma a una nacionalidad. Para esto el medio será claramente alfabetizador: “La redención del pueblo mediante la educación exigía el esfuerzo coordinado del maestro, del artista y el libro”.[9]

Es un momento de unidad política y de emergencia de lo nacional que permite aglutinar en una sola institución —apéndice directo y vital del Estado mexicano— un órgano que tendrá la facultad de diseñar y difundir un solo relato, el cual viaja a la gran diversidad de localidades rurales y ciudades a través, principalmente, de la lectoescritura.

 

Intelectuales, arte e identidad nacional

En 1908, años antes de la emergencia de este epicentro de creación cultural, Vasconcelos, junto a otros intelectuales de la época, participó en el Ateneo de la Juventud (grupo que duraría pocos años, hasta 1914). Este colectivo intentaba forjar un pensamiento propio de los pueblos latinoamericanos. Algunos estudiosos, como Carlos Beorlegui Rodríguez, han denominado al grupo como parte de la generación de 1915. Como sostiene este mismo autor: “Toma conciencia de su misión bajo la tensión y crisis de la cultura y de los valores europeos, con motivo de la Primera Guerra Mundial, desarrollada durante esos años”.[10] A este círculo de intelectuales pertenecen también otros pensadores y escritores destacados que tendrán influencia en la política cultural y  educativa de las siguientes décadas: Antonio Caso, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Pedro Henríquez Ureña, entre otros.

El Ateneo influyó en el pensamiento vasconcelista por su enfoque en la vuelta a los orígenes: “Un rasgo que va a caracterizar a esta generación es la emergencia del valor del mestizaje y la reivindicación de lo indígena”.[11] Como afirma Beorlegui, “[esta generación] tratará de recoger fundamentalmente los ingredientes de lo propio, incluido lo indígena, para construir una cultura mestiza, una raza cósmica, como dirá Vasconcelos [en su obra[12] publicada en 1925]”.[13]

Además, este colectivo desarrolló una crítica al positivismo impulsado en México principalmente por Gabino Barreda[14] (antiguo director de la Escuela Nacional Preparatoria, ENP) en el siglo XIX. Como expresa Guillermo de la Peña Topete, “fue la crítica del grupo generacional reunido en 1910 en el Ateneo de la Juventud […] la que anunciaría los cambios educativos de las siguientes décadas, hizo del ataque al positivismo la premisa para una renovación cultural”.[15] Este grupo contó con el apoyo financiero de Justo Sierra, quien, además de forjar el pensamiento educativo en las décadas anteriores cuando fue secretario de Instrucción Pública (nombre anterior de la SEP), era conocido por insistir en la difusión del positivismo a través de la escolarización.

Además de la férrea oposición del Ateneo al positivismo, sus miembros también intentaron regresar a modos de filosofar que, en ciertos círculos académicos, ya eran marginales. En sus conferencias, talleres y difusión de ideas en la capital del país “reivindicaban la metafísica y la espiritualidad […], exaltaba[n] la creación artística, la capacidad del ser humano de elevarse al contacto con la belleza transmitida por los clásicos, pero también por las manifestaciones artísticas populares”.[16] Así, es posible afirmar que el Ateneo influenció al futuro ministro, sobre todo en lo que se relaciona con la exaltación de las artes en sus diferentes expresiones.

Vasconcelos valoraba el arte y la creación; tuvo una sensibilidad afinada por la belleza y sabía que lo bello conecta más con las emociones que con la razón, algo fundamental para la identidad. Su propuesta de la SEP fue acompañada con la creación de un relato acerca de la identidad nacional que partía directamente de los artistas mexicanos; identidad que no solamente necesitaba de la confección de una historia que apuntara hacia la mexicanidad, sino que también demandaba la creación de un medio propicio para dejarse afectar por lo bello. Así pues, la narración va acompañada de música e iconografía que conforman la perspectiva del México de aquella época.

De este modo, la regeneración de la identidad nacional desde la escuela se acompaña de una oportunidad para que el arte refleje el alma nacional, exprese lo que yace en nuestra historia y en nuestro interior, y para que el ejercicio de creación emprendido por algunos artistas ayude a conformar un medio o una atmósfera en la que el mexicano pueda verse reflejado.

Vasconcelos cree que el artista, poseído por la inspiración, capta en el flujo de los acontecimientos un modo de plasmar una verdad propia que no le es particular, sino que pertenece a los otros que lo circundan, a su pueblo. Así, este personaje solía promover al artista con ahínco, y su actividad sería de vital relevancia para el plan que deseaba desarrollar en la sep.

La inspiración del artista es de gran importancia para señalar y reflejar los elementos propios del alma nacional. Para este cometido, artistas como Diego Rivera (quien se encontraba en Europa durante aquella época) fueron contratados por Vasconcelos. Asimismo, el artista, piensa el secretario de Educación, debe estar ligado a su medio para que pueda expresar aquello oculto a la mirada de todos, lo cual requiere de su genio para ser descubierto. De esta manera, la identidad a través del arte se descubre para ser pintada en murales o compuesta en melodías que acompañan el flujo de la historia en la que el individuo va descubriéndose por medio de la composición del relato nacional de la mexicanidad.

Vasconcelos generó políticas y andamiajes institucionales que ofrecían a los artistas superficies para ser pintadas. Como relata Daniel Cosío Villegas: “La acción de Vasconcelos que, por primera vez en el México moderno, ofrece a los artistas ‘superficies para pintar’ y les da la oportunidad de expresarse… [generó] el regreso al país de pintores que habían adquirido en Europa una sólida experiencia: Rivera, Montenegro, Best Maugard”.[17] De hecho, el primer mural de Diego Rivera fue llamado “La creación” —nombre sugerente para la circunstancia nacional—, realizado entre 1921 y 1922 en la enp (en el Antiguo Colegio San Idelfonso). Para 1927, según Meneses, Rivera habrá terminado 124 murales, incluidos los que pintó en el edificio de la sep.

 

La máscara de la narrativa mexicana

Ahora bien, a pesar de que el esfuerzo narrativo de los artistas es encomiable, la identidad nacional resulta un problema para la identidad personal. La identidad nacional se ve relatada, creada y embellecida por un grupo de personas que, con su talento y mejor intención, quieren dirigir la subjetividad de otros tantos mexicanos hacia un mismo horizonte. Hay una pretensión de que su identidad les sea develada con el apoyo de las obras elaboradas por los artistas. El problema es que al receptor se le demanda imitación y adscripción, se le solicita lealtad y confianza a lo mexicano sobre cualquier otro relato.

En sentido educativo la identidad mexicana que se configura es “dictada” a los nuevos pupilos que reciben una creación hecha y, en cierto modo, terminada. La adscripción de los mexicanos a la mexicanidad se presenta a través de la escolarización básica como concluida (durante los primeros años de vida). Se dicta la mexicanidad como un código identitario para imitar, que se ajusta a la obra realizada por los artistas bajo un proyecto político. Artistas y políticos, en esta perspectiva, se convierten en una aristocracia que define lo que en verdad es mexicano, cuando realmente la identidad de sus estudiantes apenas está en construcción y se mantiene abierta. Los maestros, si quieren participar en la práctica educativa, están obligados a adscribirse a la mexicanidad y difundir lo aprendido en sus centros de formación, en la gran diversidad de comunidades.

Como ya lo hemos consignado, para el relato de la mexicanidad es vital la categoría del mestizaje en cuanto suceso que ha configurado al pueblo mexicano. Vasconcelos, ante un país mayoritariamente analfabeta y rural, realiza una tarea titánica para incorporar a más personas a la docencia en la naciente sep. Así, propuso diversos programas para aumentar el número de profesionales de la educación. Uno de ellos fue el de los maestros ambulantes, también conocidos como misioneros culturales, quienes colaboraron en el desarrollo de la educación en las comunidades rurales (muchas de ellas no hispanohablantes) y tuvieron la encomienda de reclutar maestros de las mismas comunidades a las que arribaban apoyándose en estructuras regionales denominadas misiones culturales.[18] De este modo, el contingente de maestros normalistas de la capital del país tuvo por cometido principal la alfabetización en lengua castellana de la población, acompañada de la adhesión a la mexicanidad.

A pesar de los años turbulentos de la Revolución mexicana, entre 1910 y 1923 hubo un aumento significativo en la construcción de escuelas y, obviamente, en la incorporación de nuevos docentes. “En México había, en 1910, 9,752 escuelas primarias, donde enseñaban 16,370 maestros y maestras y a las que asistían 695,449 alumnos; en diciembre de 1923 el país contaba con 12,814 escuelas, 24,109 profesores y 986,946 alumnos. O sea que hubo un aumento de 3,062 escuelas primarias”.[19]

En pocos años Vasconcelos logró articular una estrategia de Estado que aglutinaba la colaboración de múltiples actores en el México rural e implementaba una estructura organizacional de carácter institucional que puso en marcha con relativa velocidad. Como hemos visto, al frente de la UNM creó la SEP y, de ahí, empezó una labor generativa: aumentó el reclutamiento de maestros (ambulantes y rurales), de lo cual surgió la necesidad de incrementar la formación de docentes, por lo cual creó la Escuela Normal Rural (ENR). Meneses apunta que la primera ENR se estableció en Tacámbaro, Michoacán, en 1922.[20] Tal ampliación de la capacidad instalada de los docentes se acompañó del esfuerzo editorial de impresión de libros distribuidos en la pequeña red de bibliotecas que empezaba a germinar.

El secretario de Educación envió maestros a las comunidades. Al respecto, De la Peña escribe: “Vasconcelos redactó un programa de acción de los misioneros [maestros] […]: pedía a los misioneros recopilar sistemáticamente información de la región […], su geografía, historia de los grupos indígenas locales, condiciones económicas y sociales; formación de juntas de educación, diagnóstico y planificación de edificios escolares […]”.[21]

Es decir, los maestros que fungían como misioneros culturales no sólo eran maestros dedicados a la enseñanza, sino que eran enviados del Estado que recopilaban información y tenían ciertas interpretaciones de la realidad sobre las comunidades a las que arribaban. Ayudaban a la coordinación central de la capital del país a formular planes y estrategias educativas conforme a la situación de las comunidades en las que se encontraban.

En ese sentido, es interesante cómo, desde un proyecto de nación que se fraguó con mirada y énfasis puestos en el mestizaje, se pretendió integrar a los no hispanohablantes (millones de indígenas que hablaban otra lengua) a una sola unidad cultural construida, en este caso, la mexicana. Así, el origen de lo mexicano que se enfatizó en aquella época fue el pasado indígena precolombino, que coincidía con el alza de movimientos indigenistas (como el movimiento artístico del muralismo mexicano que Vasconcelos mismo impulsó).

Ahora bien, lo contradictorio de esta mexicanidad es que, mientras se recuperaba la figura del indígena antes de 1492, se pretendía que los indígenas que continuaban vivos fueran “desindigenizados”, integrados y civilizados en el México moderno. Lo que importaba era la máscara del pasado que se diseñaba en el mundo intelectual. Así, era verosímil explicar quiénes éramos en los albores del siglo xx. México era un pueblo de mestizos —la raza cósmica—; pero los pueblos nativos, que seguían existiendo, eran irrelevantes. Más bien, con la alfabetización solamente en lengua castellana en sus comunidades, se buscó terminar de sepultar el origen viviente para integrarlos a un nuevo orden de las cosas: lo mexicano.

Centenares de nuevos maestros dispersos por la geografía mexicana emprendieron el camino para cumplir su misión. Las comunidades rurales recibieron personas que llegaron con unos cuantos libros al hombro y con la promesa de instruir a las nuevas generaciones para un mejor futuro. La figura del maestro en sus múltiples modalidades fue central para la difusión de la narración mexicana.

De este modo, los indígenas no hispanohablantes fueron absorbidos por el naciente sistema educativo mexicano diseñado en el centro del país. La educación alfabetizadora en el México rural que emprendieron misioneros culturales se acompañó de estrategias concretas: incluyó instalación de nuevas bibliotecas y programas de lectura, así como desincentivar el uso de lenguas locales y, sobre todo, contó con la legitimidad de los ciudadanos mexicanos, lo cual quiere decir que tuvo la aprobación pública para incorporar a todos los mexicanos al circuito hispanohablante.

Lo anterior provocó que cientos de comunidades se desprendieran paulatinamente de la lengua que utilizaban en lo cotidiano para adoptar una nueva: la mexicana (el castellano).

En ese mismo sentido, además de la estrategia de maestros ambulantes, se gestó un proyecto de memoria nacional vinculado con la búsqueda de vestigios arqueológicos, como las pirámides del periodo prehispánico. De manera simultánea a la labor educativa, el arqueólogo Manuel Gamio[22] impulsó este proyecto arqueológico que pretendía develar las ruinas de construcciones antiguas de pueblos indígenas que yacían por debajo de los edificios del momento en la Ciudad de México.

Quiero incorporar algunos elementos del análisis que el filósofo Michel Foucault plasma en su ensayo Nietzsche, la genealogía, la historia,[23] para vincularlos con algunas de las condiciones de posibilidad que permitieron que la educación del Estado mexicano se construyera solamente desde el idioma español, mientras que los otros idiomas del territorio quedaron al margen del proceso educativo y de la identidad nacional.

Según Foucault, en la Europa del siglo XIX, bajo el influjo del historicismo, hubo una intensificación en la búsqueda del pasado, su documentación y la interpretación de las reminiscencias de lo ocurrido. El filósofo francés ubica este cuadrante historicista como parte de un proyecto antropológico que buscaba construir la memoria de los pueblos. Lo describe como el arte de representar un teatro: es una amalgama de decorados del pasado que escenifican y concuerdan con el presente en un disfraz de continuidad.[24]

Foucault adoptó la distinción que Nietzsche comenzó a establecer entre el Ursprung (origen) y el Herkunft (procedencia). El historiador crítico parte del supuesto de que los acontecimientos son azarosos; son circunstancias dentro de la arena en la que forcejean diversas legitimidades tratando de aseverar una determinada verdad sobre otras en juego. En este sentido, Foucault critica duramente la búsqueda del origen entendido como un lugar de pureza o verdad primera. Remarca que la avidez por comprender el origen responde más bien a una pretensión según la cual la historia tiene una direccionalidad escondida que el historiador debe captar con la debida precisión y astucia. Así, parecería que el flujo de los acontecimientos o el ocurrir de la realidad —que son narrados después por los historiadores— tienen una continuidad o sentido propios que reclaman ser encontrados por quienes buscan la verdad (en este caso, los historiadores).

Foucault alienta a “ocuparse de las meticulosidades y los azares de los comienzos […] donde se están revolviendo los bajos fondos […] donde ocurren las derrotas mal digeridas, las sacudidas, las sorpresas”.[25] Por ende, incita a los historiadores a detenerse en medio de los millares de sucesos antes ocurridos y a escudriñar con paciencia el forcejeo de las luchas, las victorias populares y los detalles no consignados por la oficialidad de los órganos narradores de la historia. De esta manera,
la independencia del historiador le demanda enfocarse en lo que quiere de acuerdo con sus intereses y sin revestirse de una fraudulenta neutralidad u objetividad; toma partido por hilos de sucesos aparentemente inconexos, pero que dan cuenta de las circunstancias desde donde se mira. De cierto modo, en las prácticas discursivas se entreteje el binomio verdad–poder, tal como lo hemos analizado en la producción narrativa de los medios universitarios y educativos, y lo que se afirmaba sobre la verdadera identidad mexicana.

La narrativa sobre el origen del mexicano, que viene construyéndose desde la creación de la SEP y difundiéndose por los maestros, se complementa con un proyecto de memoria nacional al que se le da continuidad con el surgimiento del INAH en 1938 y con la construcción, en 1964, del actual Museo Nacional de Antropología (MNA) bajo la supervisión de Jaime Torres Bodet,[26] secretario de Educación en aquella época. Se trata, en todos estos casos, de crear instalaciones e instancias que consoliden una narrativa de la identidad mexicana desde el pasado de los habitantes de este territorio.

En el centro del MNA es colocado de forma estratégica (desde este proyecto de la memoria) el sol azteca como símbolo de la pervivencia de los antiguos pueblos mexicas en lo que ahora son los mexicanos. Todo el museo está conformado por salas que contienen objetos recopilados en las excursiones arqueológicas y que son propios de las culturas precolombinas. Es la exaltación de un pasado que es origen de nuestra civilización, tal como dice De la Peña: “[la inauguración del Museo de Antropología] parecía simbolizar el triunfo histórico del nacionalismo revolucionario, el triunfo de una cultura mestiza, consolidada al amparo de un Estado a la vez […] moderno y consciente de sus raíces milenarias”.[27]

Ahora bien, si el proyecto de la memoria mexicana ha forjado instancias institucionales que ayudaron a pulir la narración de la historia, a conservar los monumentos y los restos arqueológicos localizados en diversos lugares de la geografía mexicana; y si, además, este proyecto pretendía que ese pasado fuese valorado al enaltecer a esta raza cósmica, mestiza, que proviene de un pasado insigne, entonces cabe preguntarse por qué ese mismo pasado, que sigue vivo y habita en miles de pequeñas comunidades indígenas, se quedó al margen del plan.[28] Por el contrario, se buscaron mecanismos para que los pueblos indígenas fuesen absorbidos en esta nueva mexicanidad. En ese sentido, era importante para el proyecto mexicano dejar de ser indígena y olvidar su propio idioma, por ejemplo, el náhuatl (la lengua indígena con más hablantes actualmente).

En síntesis, hubo múltiples circunstancias que influyeron en el proyecto de la mexicanidad. Tales circunstancias partieron del Ateneo de la Juventud, en 1908 (conformado por un grupo de intelectuales opuestos al positivismo y con deseos de reivindicación de lo indígena en la identidad mexicana, pero que remarcaban la centralidad del mestizaje en su composición), pasando por la creación de la SEP, en 1921, y las misiones culturales y educativas en castellano impulsadas por Vasconcelos en el medio rural, hasta llegar finalmente, años después, a la edificación del MNA, que aglutina la memoria de un pueblo con miras a encontrar “las raíces” de nuestra identidad.

Foucault sostiene que existe el “riesgo de evitar toda [nueva] creación en nombre de la ley de la fidelidad”.[29] Así, el querer seguir siendo fieles a lo que se fue en el pasado impide recrearse ante las nuevas circunstancias que se presentan. Desde esa perspectiva, el peligro para los pueblos indígenas frente al proyecto de la memoria es que el Estado los conduzca a su folclorización. Es decir, en esta lógica, lo importante es el pasado precolombino que nos hace ser lo que somos, nuestra raíz, que implica una tradición que incluye vestimenta, danza, gastronomía y rituales que nos recuerdan eso que aún somos. No obstante, el asunto central del proyecto de identidad nacional es que eso tiene que continuar como una fotografía del pasado. Este proyecto antropológico criticado por Foucault[30] —que ocurrió no solamente en México, sino en muchos otros Estados–nación entre los siglos XIX y XX— incluye la conservación de las culturas, de sus modos de colocarse frente al mundo antiguo, sus artesanías, sus colores y elementos decorativos que nos embellecen el paisaje desde el que opera lo mexicano.

La conservación del proyecto de memoria nacional bloquea la posibilidad de recreación de las culturas indígenas ante el surgimiento de nuevos acontecimientos en el nuevo orden que gestiona la aparición política del Estado. Dicho en otras palabras, la conservación inhabilita las culturas no mexicanas a dinamizar su propio modo de situarse ante el nuevo mundo al mantenerlas en las vitrinas y el folclor de un aparador turístico. Este proyecto de la memoria requiere construir enormes aparadores llenos de objetos antiquísimos, como un anticuario, y sobre esta memoria viva edificar los monumentos de la gloria de los inicios de la mexicanidad.

 

Reflexiones finales

Tras este recorrido, que va desde la identidad nacional en cuanto modo de fraguar la pertenencia y la localización de los seres humanos en el nuevo orden social, que es el Estado–nación, hasta la confección del relato de la identidad mexicana, forjado en la posrevolución, quisiera expresar algunas reflexiones.

La creación de la leyenda mexicana es el modo en el que la coordinación institucional del Estado teje la textura de un relato desde el mundo que ha sido instalado y que continúa fortaleciéndose. Lo hemos visto en el caso de los intelectuales mexicanos (en particular, de Vasconcelos), la creación de la SEP, el muralismo y el proyecto de la memoria mexicana encabezado por el INAH.

Vasconcelos, político ilustrado que participó en la disputa revolucionaria y en los centros de pensamiento de la época, y cosmopolita que confluyó en los cruces de varias culturas, ayudó a conformar la leyenda mexicana en las nacientes instituciones educativas: la identidad nacional.

La creación de la SEP, en 1921 y en alianza con la UNM, es respaldada por artistas que regresan de estadías en el extranjero, maestros que comienzan su labor de alfabetización, así como el tiraje de múltiples ediciones de libros en estantes de nuevas bibliotecas. De esta manera, emerge una estrategia de confección y difusión del relato de la leyenda mexicana a través de la naciente organización de la escolarización.

Es notable que, desde la capital del país, Vasconcelos tejió una trama con características particulares que partían de una precomprensión moderna del mundo, que plasmó en su acción político–cultural, influido por corrientes de pensamiento de la época y con la convicción de que la verdad debía saberse donde todavía se desconocía; una verdad que va siendo develada por la interacción entre el genio del artista, el trabajo del maestro y la receptividad del lector. El mexicano se encuentra en un momento en el que está siendo mexicanizado. En este recorrido son elementos clave a considerar el proyecto lingüístico de castellanización de las comunidades rurales y el fortalecimiento de la memoria mexicana. Finalmente, se puede decir que la mexicanidad es una leyenda confeccionada, centrada en el mestizaje y con orígenes indígenas e iberoamericanos, que se configura como unidad de sentido para la población.

 

Fuentes documentales

Arnaut Salgado, Alberto, “Los maestros de educación primaria en el siglo XX” en Latapí Sarre, Pablo (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo i, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 195–230.

Beorlegui Rodríguez, Carlos, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano: una búsqueda incesante de la identidad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2010.

Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo: Una civilización negada, Fondo de Cultura Económica, México, 2019.

De la Peña Topete, Guillermo, “Educación y cultura en México del siglo XX” en Latapí Sarre, Pablo (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 43–83.

Fell, Claude, José Vasconcelos: los años del águila, 19201925: educación, cultura e iberoamericanismo en el México posrevolucionario, Instituto de Investigaciones Históricas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

——  Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre–textos, Madrid, 1988.

Korsbaek, Leif y Sámano Rentería, Miguel Ángel, “El indigenismo en México: Antecedentes y actualidad” en Ra Ximhai, Universidad Autónoma Indígena de México, México, vol. 3, Nº 1, enero/abril de 2007, pp. 195–224.

Meneses Morales, Ernesto, Tendencias educativas oficiales en México: 19111934, Centro de Estudios Educativos, México, 1986.

Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.

Terrail, Jean–Pierre, École, l’enjeu démocratique, La Dispute, París, 2004.

Vázquez Zoraida, Josefina, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México, 1970.

Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

Zea Aguilar, Leopoldo, El positivismo en México, El Colegio de México, México, 1943.

 

[*] Maestro en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Profesor de la Universidad Iberoamericana León. mario.montemayor@iberoleon.mx

 

[1].    Véase Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996; Guillermo Bonfil Batalla, México profundo: Una civilización negada, Fondo de Cultura Económica, México, 2019; Leif Korsbaek y Miguel Ángel Sámano Rentería, “El indigenismo en México: Antecedentes y actualidad” en Ra Ximhai, Universidad Autónoma Indígena de México, México, vol. 3, Nº 1, enero/abril de 2007, pp. 195–224.

[2].    Cfr. Josefina Vázquez Zoraida, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México, 1970.

[3].    Jean–Pierre Terrail, École, l’enjeu démocratique, La Dispute, París, 2004, p. 5.

[4].    Idem.

[5].    Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas oficiales en México: 19111934, Centro de Estudios Educativos, México, 1986, p. 303.

[6].    Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 187.

[7].    Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas…, p. 275.

[8].    Ibidem, p. 290.

[9].    Ibidem, p. 280.

[10].  Carlos Beorlegui Rodríguez, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano: una búsqueda incesante de la identidad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2010, p. 401.

[11]Ibidem, p. 360.

[12].  En 1925 Vasconcelos publicó su importante obra La raza cósmica, en la cual exalta el mestizaje como elemento fundamental de la identidad latinoamericana.

[13].  Carlos Beorlegui Rodríguez, Historia del pensamiento…, p. 403.

[14].  Gabino Barreda cursó en París lecciones con Augusto Comte entre 1848 y 1851, y, a su regreso, influyó en la comisión creada por el presidente Benito Juárez para reformar la educación del país. Comte, filósofo y sociólogo francés, se considera el principal pensador del positivismo con su Cours de philosophie positive entre 1830 y 1842. Véase Leopoldo Zea, El positivismo en México, El Colegio de México, México, 1943.

[15].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura en México del siglo XX” en Pablo Latapí Sarre (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 43–83, p. 49.

[16]Idem.

[17].  Claude Fell, José Vasconcelos: los años del águila, 19201925: educación, cultura e iberoamericanismo en el México posrevolucionario, Instituto de Investigaciones Históricas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989, p. 365.

[18].  Véase Alberto Arnaut Salgado, “Los maestros de educación primaria en el siglo XX” en Pablo Latapí Sarre (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 195–230.

[19]Ibidem, p. 109.

[20].  Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas…, p. 326.

[21].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura…”, p. 56.

[22].  Manuel Gamio se había cultivado en la naciente antropología con Franz Boas, fundador del Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia (Nueva York). Además, Gamio formó parte del grupo que fundó en 1911 la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología (con sede en la Ciudad de México).

[23].  Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre–textos, Madrid, 1988.

[24].  Ibidem, p. 8.

[25].  Ibidem, p. 3.

[26].  Jaime Torres Bodet, secretario particular de José Vasconcelos y figura intelectual relevante en la política educativa mexicana, años después, de 1958 a 1964, fue secretario de Educación durante el sexenio de Adolfo López Mateos.

[27].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura…”, p. 64.

[28].  Sobre la dispersión de comunidades indígenas en ecosistemas selváticos, desérticos o montañosos considera que estas regiones se convirtieron en refugios para la pervivencia del mundo indígena frente a la colonización española y la posterior “nacionalización” de las diversas culturas. Gonzalo Aguirre Beltrán, citado en Leif Korsbaek y Miguel Ángel Sámano Rentería, “El indigenismo en México…”, p. 204.

[29].  Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía…, p. 10.

[30].  Véase Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.