La violencia del narco en México: el extravío de la racionalidad y la libertad

Luis Alberto Herrera Álvarez[*]

 

Recepción: 20 de marzo de 2020
Aprobación: 2 de mayo de 2022

 

Resumen. Herrera Álvarez, Luis Alberto, La violencia del narco en México: el extravío de la racionalidad y la libertad. En este artículo elaboro una posible respuesta para la siguiente interrogante: ¿hay racionalidad en la violencia que azota a México desde hace más de una década y que suele vincularse con la delincuencia organizada? O dicho de otro modo, los mexicanos que están alimentando esa espiral de muerte y dolor, ¿lo están haciendo guiados por la razón o en ausencia de ella? La elaboración de mi respuesta implicará reconocer que, como sociedad, hemos confiado al léxico de la ciencia (y, específicamente, de la ciencia social) la única interpretación verdadera sobre nuestra violencia; a partir de lo cual argumentaré que, debido a las limitaciones interpretativas propias de este léxico, sus tesis sobre la violencia presentan estas características: 1) ofrecen factores estructurales o sistémicos como explicaciones últimas del fenómeno; 2) la racionalidad humana se identifica con la maximización de intereses, y 3) la única libertad que se le reconoce al hombre —si es que tiene alguna— es una reducida a su función instrumental. Todo ello con la implicación de cancelar la posibilidad de comprender e interpelar moralmente al ser humano.

Palabras clave: violencia, libertad, razón, ciencia.

 

Abstract. Herrera Álvarez, Luis Alberto: Narco Violence in Mexico: Departure from Rationality and Freedom. In this article I work out a possible answer to the question: Is there rationality in the violence that has scourged Mexico for over a decade and that is typically linked to organized crime? In other words, if we think about the Mexicans who are fueling this spiral of death and torment, are they being guided by reason or by a lack of reason? The formulation of my answer will involve recognizing that, as a society, we have resorted to the lexicon of science (specifically social science) for the only true interpretation of our violence; on this basis I will argue that, given the interpretative limitations inherent to this lexicon, its propositions regarding violence exhibit the following characteristics: 1) they put forth structural or systemic factors as the ultimate explanations of the phenomenon; 2) human rationality is identified with the maximization of interests; and 3) the only freedom attributed to human beings —if they have any at all— is one reduced to its instrumental function. All of these characteristics rule out the possibility of understanding and appealing to human beings on a moral basis.

Key words: violence, freedom, reason, science.

 

Introducción: la epidemia de violencia

La pandemia y las millones de muertes que ha causado a escala global, en efecto, nos han confrontado con lo que somos o, mejor dicho, con la descripción de lo que creemos ser; la irrupción de un fenómeno, cuyo carácter definitorio es precisamente la incertidumbre, no podía más que hacer crujir los pilares de un mundo en el que, con altas y bajas, todo lucía bajo un aparente control (tal vez un mero espejismo originado por esa regularidad que compone nuestra cotidianidad).

Quizá muchos de nosotros, en los inicios de la pandemia, tuvimos algún momento de reflexión, en el que, con genuina preocupación, nos interrogamos sobre la posibilidad de que nuestras familias y círculos más cercanos se vieran alcanzados por el virus del que aún poco se sabía. ¿Saldremos completos de ésta… o la pandemia se llevará a alguno de los míos —si no es que a mí mismo? Lamentablemente, hoy miles o cientos de miles de familias en el país quedaron rotas tras el paso del coronavirus.

Lo llamativo, sin embargo, es que ahora que la pandemia comienza a perder su novedad y su efecto disruptivo, y que el acceso a las vacunas ha alcanzado niveles masivos —aunque todavía con grandes pendientes en los países más pobres—, no está claro qué tipo de interpretación será la que elaborará la humanidad sobre este episodio global, tras haber navegado por sus aguas turbulentas, y cómo afectará su autodescripción.

Por ejemplo, podemos cuestionarnos lo siguiente: ¿fue nuestra racionalidad la que nos condujo a esta tragedia pandémica por estar generando un desarrollo económico que arrasa con ecosistemas y con el equilibrio ambiental, como lo ha advertido la Organización de las Naciones Unidas (ONU)?[1] ¿Fue nuestra razón reducida a su carácter “instrumental” la que ocasionó esta pandemia precisamente por estar priorizando los medios y la eficacia, mientras desestima los fines y la dimensión ética de la existencia? O, por el contrario, antes de culparla, ¿habría que agradecer a nuestra potente racionalidad por habernos salvado de la pandemia, pues dotó a la humanidad en un tiempo récord de una vacuna efectiva[2] que, probablemente, salvará millones de vidas en el mundo? ¿Será que fue también nuestra racionalidad la que ha posibilitado un orden mundial que, aun con muchos inconvenientes, pudo reaccionar globalmente para afrontar y, ahora, contener una amenaza para la vida humana, como lo fue esta enfermedad?

¿Qué somos entonces? ¿Somos los seres que, cegados por nuestra voluntad de poder, seguimos consumiendo sin consideración el mundo natural simplemente porque sí, porque podemos, sin mirar más allá de “nuestras narices”? ¿O somos los seres reflexivos que hemos desarrollado por y para sí mismos herramientas efectivas para la dominación de la naturaleza, para la contención de amenazas a nuestra supervivencia y, finalmente, para aumentar y garantizar nuestro bienestar? ¿O acaso ambas o ninguna de estas respuestas resulta correcta?

Decidirse por alguna de esas narrativas con respecto a la pandemia —y, de hecho, por cualquier otra— no es cosa fácil. Ya el filósofo Richard Rorty ha reparado en nuestra capacidad para describir cualquier cosa en el mundo de forma positiva o negativa. Haciendo alusión a la postura que denomina “ironista” expone lo siguiente:

Llamo “ironistas” a las personas de esa especie porque el hecho de que adviertan que es posible hacer que cualquier cosa aparezca como buena o como mala redescribiéndola, y renuncien al intento de formular criterios para elegir entre léxicos últimos, las sitúa en la posición que Sartre llamó “metaestable”: nunca muy capaces de tomarse en serio a sí mismas porque saben siempre que los términos mediante los cuales se describen a sí mismas están sujetos a cambio, porque saben siempre de la contingencia y la fragilidad de sus léxicos últimos y, por tanto de su yo.[3]

En México, sin embargo, desde hace más de una década, hemos enfrentado otra epidemia que, al igual que la del coronavirus, nos ha sumido en una profunda incertidumbre sobre nuestro ser, sobre aquello que somos, sobre aquello en que nos hemos convertido: la epidemia de la violencia que suele atribuirse al crimen organizado. Desde el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa hasta nuestros días hemos atestiguado la manera en que el país se ha envuelto en una vorágine de asesinatos y desapariciones, pero sin que hayamos podido aún alcanzar una comprensión satisfactoria sobre su origen, sus causas y lo que la ha mantenido con tanto vigor a través de todos estos años.

Así pues, y pese a que se trata de epidemias de muy distinta naturaleza, podemos constatar que las preguntas que antes nos hicimos con respecto a la primera de ellas son aplicables por igual a la segunda —a la violencia que corroe nuestro país—. Así, ¿los mexicanos se están asesinando entre sí a una escala industrial motivados por su racionalidad —y qué tipo de racionalidad— o por la ausencia de ella —por su animalidad, quizá—? Nuestra violencia, imparable durante ya tres presidencias, ¿está siendo alimentada y sostenida por individuos racionales o, por el contrario, irracionales? ¿O acaso es que sí ha imperado una racionalidad, pero la que deriva de aquella “razón instrumental”, de la que ya hablábamos, y que obvia —podríamos decir— el peso ético de nuestros propósitos y fines?

¿Quiénes somos entonces los mexicanos de nuestro tiempo? ¿Los seres que obnubilan su racionalidad para perderse en su animalidad y dar rienda suelta a sus pulsiones asesinas y más cruentas? ¿O los individuos que, guiados por sus dotes racionales, se determinan a matar al otro, a secuestrarlo, a desaparecerlo, a torturarlo, porque así lo recomienda el pleno despliegue de su raciocinio? Quizá la interrogante que aún no hemos podido responder, o a la que ni siquiera hemos prestado atención suficiente, sea al final ésta: ¿hay racionalidad en nuestra actual violencia? Y, en caso de haberla, ¿cuáles son los atributos de esa racionalidad?

Explorar estos cuestionamientos no es una pérdida de tiempo. Después de todo, nuestra herencia ilustrada nos ha enseñado que el hombre es libre, o puede ser libre, justamente porque es racional. Así que no es cosa menor intentar determinar si nuestra violencia está ejercida por individuos racionales o irracionales. Ahora bien, ¿qué pasaría si nuestra conclusión fuera que los individuos violentos son racionales, pero lo son recurriendo a esa razón instrumental —o maximizadora de utilidad— de la que hablábamos? ¿Deberíamos adjudicarle a ese sujeto, aun así, el carácter de ser libre, o la cualidad de su libertad se vería demeritada? La descripción de “hombre” que obtengamos de todo ello, racional o irracional, libre o no libre, ¿tendrá algún vínculo con nuestra tendencia a buscar las verdades de nuestra violencia en el léxico de la ciencia[4] y a generar, desde este léxico, interpretaciones de ese fenómeno de corte estructural? ¿O no hay algo que los relacione?

Estas interrogantes, por lo tanto, delinean los objetivos de este artículo: emprenderemos una búsqueda de la racionalidad que pueda yacer —o no— entre los pliegues de nuestra violencia; repararemos en las implicaciones que estos hallazgos puedan tener sobre la libertad de los hombres; intentaremos colocar ante nuestra mirada un presupuesto que ha venido operando en nuestros abordajes más “rigurosos” sobre la violencia: que sólo el léxico de la ciencia guarda verdades al respecto, y, finalmente, advertiremos sobre los efectos que este primado del léxico científico podría estar teniendo sobre nuestra comprensión de la violencia (la interpretación de sus causas y del ser de los hombres), y sobre la reflexión ética (al parecer, condenada al destierro precisamente por esa supremacía de la verdad científica).

Evidentemente, no podremos ofrecer en este trabajo una respuesta satisfactoria para interrogantes de esa envergadura, aunque sí hay algo que podemos decir al respecto: más allá de esclarecer si nuestra violencia entraña o no verdaderamente racionalidad, lo que resulta constatable es que durante todo este tiempo hemos estado suponiendo que sí la tiene. Creo que, precisamente, la suposición de que aquélla es racional es una de las causas que nos ha llevado a confiar en el léxico de la ciencia como el único abordaje que consideramos “verdadero” para esa problemática. Nuestro razonamiento parece ser el siguiente: puesto que la violencia inusitada que estamos experimentando tiene causas, motivos y mecanismos racionales, requerimos del léxico que es racional por excelencia, el léxico que es guardián de la razón —el de la ciencia— para descubrir y comprender esas causas, motivos y mecanismos que constituyen nuestra violencia.

 

La violencia racional

La creencia de que la violencia en México es producto de nuestra racionalidad —antes que de nuestra animalidad o la ausencia de racionalidad— y de que sólo el léxico de la ciencia puede explicarla y esclarecerla confiablemente, nos ha conducido a seleccionar un gran mosaico de factores de índole estructural que, solemos pensar, estarían detrás de nuestra realidad violenta, pues estarían condicionando a los sujetos racionales a comportarse violentamente. Algunos ejemplos son los siguientes: la pugna a muerte entre las organizaciones criminales que se disputan los mercados y las rutas de tránsito de las drogas y otras  mercancías ilegales, la debilidad persistente del Estado mexicano que no ha logrado ser capaz de imponer su rectoría ni el Estado de derecho sobre todos los rincones de la geografía nacional, la corrupción estatal, la influencia del capital que aprovecha este escenario violento para desplazar comunidades y obtener beneficios, la introducción masiva de armas de alto poder estadounidenses para abastecer a los grupos delictivos, las variaciones de la oferta/demanda de sustancias narcóticas, los altos niveles de pobreza y marginación social, un acceso desigual a las oportunidades de empleo, educación, sustento y vida dignos, etcétera.

En algunos abordajes de la violencia del crimen organizado que se elaboran desde el léxico de la ciencia se hace explícita, inclusive, esta creencia de que los sujetos que reproducen esa violencia actúan bajo la ascendencia de su razón, es decir, son racionales. Un ejemplo paradigmático del tipo de interpretaciones que hoy imperan sobre nuestra violencia, provenientes de ese lenguaje, es el libro Las Bases Sociales del crimen organizado y la violencia en México, publicado por el Centro de Investigación y Estudios en Seguridad (CIES)[5] en 2012. En esta obra se incluyó la investigación titulada “‘Ninis’ y Violencia en México: ¿nada mejor que hacer o nada mejor que esperar?” de Víctor Gómez Ayala y José Merino.[6] En ese estudio, cuando los autores presentan uno de los modelos teóricos en los que se basaron para elaborar su investigación, hacen manifiesta tanto la creencia de que nuestra actual violencia tiene un componente racional como lo que están entendiendo por “racionalidad”, a saber, la búsqueda del mayor provecho personal, pues señalan:

Fajnzylber, Lederman y Loayza realizan un estudio comparado entre países entre 1970 y 1994 utilizando un método generalizado de momentos (GMM) que corrige endogeneidad, multicolinealidad y correlación serial; confirmando que existe una relación positiva entre recesión económica, desempleo y criminalidad, logrando despojar al crecimiento económico del efecto que pueda tener sobre él esta última. Los autores parten de un supuesto central: los individuos actúan racionalmente cuando deciden cometer un crimen o no. Bajo su especificación, el beneficio de cometer un delito está explicado por una ecuación lineal: bn=(1-p)*b-c-w-(p*pena).[7]

Así explica la fórmula:

Donde bn representa el beneficio neto que el individuo recibe por cometer un crimen; (1-p) es la probabilidad de que el individuo no sea capturado; b es el botín que el individuo se apropia; c mide el costo de planear y realizar el crimen; w es el salario del mercado laboral que el individuo recibiría en el mercado laboral legal, y p*pena es la probabilidad de ser castigado por el crimen multiplicado por el castigo. Los autores no asumen que se cometerá un crimen cada vez que bn>0, sino cada vez que sea superior a un umbral monetario individual, que puede ser cero, o puede ser un número positivo u. De modo que un individuo cometería un crimen ahí donde (1-p)*b>u+[c+w+(p*pena)], donde u puede ser mayor o igual a cero y puede ser visto como una medición del umbral mínimo para involucrarse en un crimen, y que sea factiblemente mayor al nivel de ingreso presente, independientemente del efecto persuasivo que tendría a su vez el salario laboral. Por supuesto, ese parámetro u estará posiblemente definido también con base en los niveles de desigualdad observados por el individuo; es decir, por el efecto percibido que tenga el mercado laboral en equidad de ingresos.[8]

Como puede apreciarse, estas exégesis sostienen que los elementos estructurales resultan determinantes en la generación de nuestra violencia.  De esta manera, cuando el léxico de la ciencia pretende describir las causas por las que el hombre se decide a ejercer una acción violenta, utiliza términos como recesión económica, desempleo o salario disponible en el mercado laboral. Para los exponentes de este lenguaje es importante garantizar que están “descubriendo” una verdad certera, y no arribando a una mera opinión sin sustento científico; y justo por ello es que recurren a modelos matemáticos y a pruebas y análisis estadísticos enmarcados en teorías criminológicas, sociológicas y de otras disciplinas igualmente científicas. Todo para certificar la validez de la verdad enunciada. De ese mismo libro podemos citar también la investigación titulada “Las causas estructurales de la violencia. Evaluación de algunas hipótesis”,[9] de Javier Osorio, para evidenciar nuevamente la tendencia estructural de este tipo de interpretaciones:[10]

El escalamiento de la violencia es explicado por la convergencia de diversas fuerzas que incrementan el número de ejecuciones a pesar del efecto supresor de otros elementos. El argumento central de este estudio sostiene que los principales factores estructurales que aumentan el número de homicidios relacionados con el crimen organizado son el incremento en la desigualdad entre municipios, los estados con nivel de desarrollo económico medio superior, la falta de oportunidades de educación para la población de seis a 14 años de edad, la localización estratégica de algunos municipios en territorios favorables para la distribución y recepción internacional de drogas, y el creciente número de divorcios. En contraste, el incremento en la tasa de retención de alumnos en escuelas primarias y, de manera contraintuitiva, el aumento de delitos contra la salud contribuye a disminuir el número de homicidios relacionados con el crimen organizado. Adicionalmente, el incremento de detenciones y procesos judiciales por delitos del fuero federal y común tienen un leve efecto supresor sobre la violencia.[11]

En 2013 se publicó el libro Historia del narcotráfico en México[12] de Guillermo Valdés Castellanos. Fue otro esfuerzo relevante para comprender los orígenes de la actual violencia en el país, en esta ocasión, emprendido por quien fue el titular del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (cisen) durante el gobierno de Calderón. Las descripciones que se ofrecen en esta obra del fenómeno de la violencia no son muy distintas de las antes expuestas. Luego de hacer un amplio compendio de los factores estructurales que estarían provocando nuestra violencia (reducción del mercado potencial de la cocaína en Estados Unidos, así como de los controles para la obtención de armamento, por ejemplo), el autor afirma:

Este brevísimo y apretado repaso sirve sólo para tener presente los factores que, combinados como la tormenta perfecta, resultaron en la doble tragedia de México de los últimos años: por un lado, un crimen organizado crecientemente fragmentado y confrontado entre sí, pero extremadamente extendido, poderoso y violento. Por el otro, un Estado histórica y estructuralmente omiso y débil en materia de seguridad y justicia, en el que la fragilidad e ineficacia de sus instituciones en esas materias (policías, ministerios públicos, jueces y cárceles) se sumó a la presencia sistemática de la corrupción y, recientemente, a su captura y reconfiguración en el ámbito local, como verdaderos elementos orgánicos de las organizaciones criminales. Es necesario insistir en que el tamaño y el poder desproporcionados de éstas (y, por tanto, también una buena parte de la violencia) sólo se pueden explicar por las características de las instituciones del Estado que, cuando son fuertes y eficaces, operan como mecanismos de contención tanto del poder de las organizaciones como de la violencia que ejercen. Pero en nuestro país acusaban tal fragilidad y complicidad que se convirtieron en el piso firme sobre el cual las organizaciones construyeron sus imperios criminales.[13]

Esta priorización de lo estructural, que está presente en nuestras explicaciones de la violencia, y que abrevan del léxico de la ciencia[14], no la reproducen exclusivamente los especialistas o investigadores científicos; lejos de eso, se ha normalizado como parte de nuestra interpretación “verdadera” de la violencia. Es decir, a la violencia se la comprende por y a través de factores estructurales. Apenas alguien intenta expresar su opinión sobre el origen de nuestra violencia, lo que surge ahí es una explicación estructural. El 5 de julio de 2021 el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, declaró lo siguiente:

Nada más hablemos de un sexenio, el de Calderón. Imaginemos que en ese entonces se toma la decisión absurda e inhumana de declarar la guerra al narco para buscar legitimidad o para quedar bien con el gobierno de Estados Unidos, y eso desata mayor violencia; en el mismo sexenio que el señor García Luna era el hombre poderoso, que protegía a la delincuencia organizada. Llegamos al gobierno y nos encontramos pues a todas estas bandas, todos estos grupos. Y estamos haciendo un esfuerzo para garantizar la paz, no con los métodos de ellos, no con el exterminio, no con masacres, no con la guerra, atendiendo las causas que originaron la violencia en el país. ¿Y qué fue lo que originó la violencia en el país? La corrupción, la desigualdad económica y social, el abandono de los jóvenes.[15]

Es probable, decíamos, que la suposición de que nuestra violencia, en efecto, implica racionalidad, esté jugando a favor de nuestra confianza en el léxico de la ciencia como la única vía disponible para el estudio y descripción “verdaderos” de dicho fenómeno —lo que no significa, por otro lado, que la ciencia esté imposibilitada para abordar ciertos elementos “irracionales” en sus ámbitos de estudio—. Sin embargo, estos presupuestos que estamos intentando explicitar, como se verá, no son inocuos para nuestra comprensión de la violencia, para la forma en que se nos actualiza. Después de todo, como sostiene Hans–Georg Gadamer, la verdad científica demanda, para ser tal, satisfacer su fe en el método; y, por lo tanto, los requisitos de verificabilidad y certeza —atributos que parecen resultar insospechados para un escenario en el que creyésemos percibir absoluta irracionalidad y caos—:

Lo que prevalece ahora es la idea del método. Pero éste en sentido moderno es un concepto unitario, pese a las modalidades que pueda tener en las diversas ciencias. El ideal de conocimiento perfilado por el concepto de método consiste en recorrer una vía de conocimiento tan reflexivamente que siempre sea posible repetirla. Methodos significa ‘camino para ir en busca de algo’. Lo metódico es poder recorrer de nuevo el camino andado, y tal es el modo de proceder de la ciencia.[16]

La creencia de que hay racionalidad en nuestra violencia y, por lo tanto —siguiendo a Gadamer—, la búsqueda en esa violencia de una verdad científica que presupone el atributo cartesiano de la certeza, quizá esté limitando o empobreciendo la comprensión de ese fenómeno; pues, como sugiere el mismo Gadamer, las verdades elaboradas desde el léxico de la ciencia podrían resultar insuficientes o inapropiadas para entender ciertos ámbitos o regiones de la realidad que experimentamos e, incluso, lo que somos. Por ejemplo, para entender la forma en que nos relacionamos con nuestra tradición, o la ascendencia que nuestros condicionamientos hermenéuticos poseen sobre nuestra conciencia; o, en el caso que nos ocupa, el atributo de libertad que reconocemos —o solíamos reconocer— en los hombres racionales —según la herencia ilustrada—. La fe en el método, por ser consustancial a la ciencia, termina por restringir las posibilidades que ésta tiene para describir el mundo. Así lo expresa Gadamer:

Pero eso supone necesariamente una restricción en las pretensiones de alcanzar la verdad. Si la verdad (veritas) supone la verificabilidad —en una u otra forma—, el criterio que mide el conocimiento no es ya su verdad, sino su certeza. Por eso el auténtico ethos de la ciencia moderna es, desde que Descartes formulara la clásica regla de certeza, que ella sólo admite como satisfaciendo las condiciones de la verdad lo que satisface el ideal de certeza. Esta concepción de la ciencia moderna influye en todos los ámbitos de nuestra vida.[17]

 

Racionales, pero ¿subyugados? 

Parecería entonces que estamos describiendo un escenario de violencia en el que los individuos se actualizan, por un lado, ejerciendo su racionalidad y, por otro y al mismo tiempo, sometidos cuasi–absolutamente a condiciones estructurales en las que están embebidos y que los orillan precisamente a ser violentos. Si, en efecto, tal es nuestra exégesis preponderante sobre la situación actual en el país, y si lo que estamos intentando aquí es indagar la interrelación entre el individuo, sus dotes racionales y la violencia, cabe interrogarnos entonces lo siguiente: ¿esa idea de sujeto racional que estamos proyectando es aún compatible con la que nos heredó el pensamiento ilustrado o hemos abdicado de ella?

Kant aseveró que la libertad emana de la facultad de la razón:

Esta libertad de la razón no puede considerarse sólo negativamente, como independencia de las condiciones empíricas (pues, de esta forma, la facultad de la razón dejaría de ser la causa de los fenómenos), sino que ha de ser presentada también desde un punto de vista positivo, como capacidad de iniciar por sí misma una serie de acontecimientos, de suerte que nada comience en la razón misma sino que ella, como condición incondicionada de todo acto voluntario, no admita ninguna condición anterior en el tiempo. Su efecto comienza no obstante en la serie de los fenómenos, aunque nunca pueda ser primero en términos absolutos dentro de la serie.[18]

Ante esto podríamos preguntarnos: si en nuestra exégesis hegemónica de la violencia el individuo violento se supone racional, ¿no debería ser capaz esa “condición incondicionada” de liberarlo de la cadena de violencia que, hasta hoy, lo retiene apresado en este país, aun cuando sus efectos se objetivan “en la serie de los fenómenos”? ¿Es esa racionalidad suficiente o no para romper la secuencia de agresiones y hechos violentos que continúa imparable en México? Cuando pensamos en un sicario mexicano que mata, tortura, desmiembra y desaparece incontables víctimas, ¿lo percibimos como el individuo racional que describe Kant, dotado de esa potente “condición incondicionada”, o, más bien, como una especie de autómata, desprovisto de la posibilidad de la libertad, que hace simplemente aquello para lo cual fue programado por el entorno? En otros términos, en nuestra actual descripción del fenómeno de la violencia del crimen organizado, informada por el léxico de la ciencia, ¿hay, en efecto, algo parecido a esa “condición incondicionada” de la que hablaba Kant?, ¿o la hemos dejado de lado?

Una posible respuesta es que, aun cuando en nuestra comprensión de la violencia identifiquemos en ella un atributo de racionalidad, la noción que tenemos de lo racional no prioriza la libertad como un derivado necesario del ejercicio racional, antes bien, nuestra idea de racionalidad parece estar circunscrita a lo que Martha Nussbaum denomina la “versión económica de la teoría utilitarista de la elección racional”; esto es, una racionalidad de corte instrumental que se entiende esencialmente como la búsqueda de la maximización de los intereses propios, pero que puede diseccionarse en los siguientes modelos utilitaristas a los que da lugar: la conmensurabilidad, la adición, la maximización y las preferencias exógenas. Así lo expone la propia Nussbaum:

Conmensurabilidad significa que la elección racional, en estos modelos, supone que los objetos valiosos que sometemos a nuestra consideración son mensurables en una sola escala, que sólo expone diferencias cuantitativas, no cualitativas. […] Con adición quiero decir que se obtiene un resultado social juntando datos a partir de vidas individuales, sin considerar los límites que dividen dichas vidas como de especial importancia para los propósitos de la elección. Con compromiso con la maximización me refiero al empeño en considerar la racionalidad tanto individual como social como dirigida a obtener la mayor cantidad posible de algo, trátese de la riqueza, la satisfacción de preferencias y deseos, del placer o de ese elusivo ítem que es la utilidad. Por último, la teoría supone que las preferencias de las personas son exógenas; en otras palabras, que para propósitos económicos se pueden suponer como algo dado. Con frecuencia, aunque no siempre, ello se asocia con la perspectiva de que las preferencias son simplemente materia prima para la opción personal o social, y no son en sí mismas producto de opciones sociales.[19]

Nussbaum ha explicitado así varios de los presupuestos que operan en nuestras exégesis hegemónicas sobre la violencia, elaboradas desde el léxico de la ciencia: no sólo el de esa racionalidad “dirigida a obtener la mayor cantidad posible de algo”, sino otros no menos importantes, como la creencia de que se “obtiene un resultado social juntando datos a partir de vidas individuales”, subestimando la inefable hondura existencial que posee cada persona. Es probable que éste sea uno de los cimientos que explican que estas exégesis tienden a ser de corte estructural, es decir, fijan su objetivo en “descubrir” los factores estructurales que —suponen— producen la violencia, minusvalorando la existencia específica de cada individuo.

Igualmente probable es que Nussbaum también nos esté señalando la causa de que estas exégesis sean proclives a dar cabida a una idea de libertad acotada a su función instrumental, sin los alcances que otros filósofos llegaron a encontrar en ella. La misma autora nos subraya que en esta concepción utilitarista las preferencias de las personas “se pueden suponer como algo dado”, es decir, que “son simplemente materia prima para la opción personal o social, y no son en sí mismas producto de opciones sociales”. En efecto, si no hay mucho que el hombre pueda hacer con las preferencias que guían su vida, al haber sido impuestas por la estructura, deberá bastarle con una razón instrumental que le ayude a determinar la preferencia que más le convenga y el medio más eficaz para su consecución.

De esta forma, cuando nuestra descripción preponderante de la violencia se refiere a un individuo racional, aunque determinado en buena medida en su ser y su conducta por el entorno estructural, quizá a lo que nos referimos sea simplemente a un sujeto que, siguiendo a Nussbaum, persigue la maximización de sus intereses y ganancias; pero no nos referimos, por lo que podemos ver, a un sujeto dotado de una facultad cuyo uso podría conferirle libertad, esto es, uno libre y capaz de cortar la cadena de acciones violentas en la que está inserto, aun cuando ello fuera en contra de su posición en el sistema o la estructura.

La libertad entonces se nos vuelve todo un misterio. Si proyectamos a un sicario que renuncia repentinamente a agredir a su rival de otro grupo criminal para terminar así abruptamente con la secuencia de actos violentos que lo sujeta, aun yendo en contra de sus propios “intereses materiales”, ¿está ejerciendo su libertad, pero a costa de ser irracional (puesto que se ha olvidado de la maximización de sus ganancias)? ¿O es que la práctica de su libertad es, en efecto, la expresión más diáfana de su racionalidad, más allá de lo que suceda con sus deseos y prioridades? Si nuestras decisiones dejaran de priorizar la satisfacción de nuestros intereses más propios e inmediatos para anteponer a los otros, ¿seríamos, aun así, racionales o, más bien, irracionales?

En la descripción que Kant elaboró sobre el hombre hay una distinción, por un lado, entre algo parecido a un uso “instrumental” de la razón, y, por otro, un despliegue de la misma facultad, pero de índole distinta, de una cualidad más elevada, si se quiere. Cuando la razón se ejercita por el individuo con fines meramente “instrumentales”, entonces se ocupa solamente de la resolución de sus entuertos y problemáticas más inmediatos, y con miras a alcanzar su bienestar. La otra posibilidad, en cambio, entraña un horizonte más amplio, pues su objetivo es nada menos que la consecución del bien:

El hombre es un ser que tiene necesidades en cuanto pertenece al mundo de los sentidos, y en esto su razón tiene, ciertamente, una tarea que no puede declinar ante la sensibilidad, la de ocuparse de los intereses de ésta y darse máximas prácticas, dirigidas también a la felicidad de esta vida y, si es posible, de una vida futura también. Pero el hombre no es tan totalmente animal como para ser indiferente a lo que la razón por sí misma dice y para usarla sólo como instrumento de satisfacción de sus necesidades en cuanto ser sensible, pues la razón no lo eleva en valor sobre la mera animalidad si ésta sólo le sirve para aquello que el instinto lleva a cabo en los animales; en tal caso la razón sería sólo una manera especial de la cual se ha servido la naturaleza para dirigir al hombre al mismo fin al que ha destinado a los animales, sin determinarlo a un fin superior. Así pues, el hombre necesita, según la disposición que la naturaleza ha puesto en él, de la razón para tener en cuenta siempre su bienestar (Wohl) y su malestar (Weh), pero además tiene la razón para un fin superior, a saber, no sólo para reflexionar sobre lo que en sí es bueno (gut) o malo (böse) —de lo cual sólo puede juzgar la razón pura, para nada interesada en lo sensible— sino para distinguir totalmente este juicio de aquel otro y hacerlo su condición suprema.[20]

Desde esta perspectiva podríamos decir que, en efecto, en nuestra violencia está operando una racionalidad: aquélla restringida a la satisfacción de los intereses de cada uno de los individuos que la reproducen y sostienen con sus actos violentos; una volcada en la obtención del bienestar y la elusión del malestar propios, sin que importen mucho los medios elegidos para lograrlo (son testimonio de ello los más de 300 mil asesinatos cometidos en el país desde 2007).[21] Y, por lo tanto, estaría claro que lo que estamos presenciando es la ausencia de esas otras posibilidades que pueden emanar de la razón: la búsqueda de lo que es bueno, refiere Kant, allende nuestras prerrogativas más personales; y, sobre todo, el acceso a la libertad, una capaz de subvertir los medios y fines que, al parecer, impone la sociedad.

Así, la reflexión nos conduce a sugerir que en nuestra descripción de la violencia en México se suponen individuos racionales, pero que lo son desde esta peculiar noción de racionalidad–utilitarista advertida por Nussbaum, en la que la libertad no tiene un lugar privilegiado —si acaso tiene alguno—; una racionalidad como la que también había sido expuesta por Kant, que luce acotada en su función instrumental, tras haber extraviado todo su potencial libertario. Si esto es correcto, es probable que tal desestimación de la libertad esté causando que en nuestra comprensión del fenómeno de la violencia los individuos aparezcan con los rasgos contradictorios que señalamos antes: los tomamos por seres racionales, sí, y a la vez, por seres subyugados, sometidos y avasallados completamente por las condiciones estructurales de su entorno.

Con un hombre descrito de esta manera, como si hubiera sido despojado de esa facultad de la razón que era tanto “condición incondicionada de todo acto voluntario” como un medio de búsqueda y dilucidación “sobre lo que en sí es bueno”, ¿cómo sería posible sugerir siquiera una reflexión ética o moral sobre nuestra violencia? ¿Cómo exigirle cuentas por sus actos a un individuo que se ha vuelto un ser genérico, con una existencia disuelta entre fuerzas estructurales que determinan su comportamiento? Sin ese basamento de la posibilidad de la libertad, ¿qué reflexión ética o moral podría sobrevivir?

Lo importante es enfatizar, no obstante, que no es obra de la casualidad que en estos momentos imperen las exégesis de la violencia desde el léxico científico, mientras constatamos la ausencia de reflexiones ético–morales sobre el mismo fenómeno. Lejos de eso, lo que aquí se afirma es que es precisamente la vigencia monopólica de la verdad científica,[22] junto con la creencia de que sólo las descripciones científicas representan fielmente el “mundo en sí”, lo que ha hecho que se considere innecesario, y peor aún, inútil, una interpretación ético–moral de nuestra violencia desde un lenguaje que carece de la validez que sí tiene el de la ciencia: el filosófico.

 

Verdad científica: su primado

La hegemonía de la verdad científica nos ha llevado a “naturalizar” las interpretaciones de la violencia que derivan de este léxico y que suelen mostrarnos escenarios en los que hay factores estructurales causantes de las dinámicas violentas, con hombres lo suficientemente capaces de elegir entre medios y fines que les arroja el entorno —maximizando sus intereses—, pero sin oportunidad alguna para hacer algo más que eso; para rebelarse, por ejemplo, a las alternativas que les ofrece el sistema y optar entonces por otras posibilidades quizá más auténticas, como las que pueden obtenerse de un ejercicio deliberativo, de acuerdo con algunos planteamientos filosóficos.

Muy lejos de estas exégesis emanadas de la ciencia, en el léxico de la filosofía podemos encontrar descripciones del hombre de muy distinta índole, en las cuales está presente la posibilidad de la libertad. Por ejemplo, la que elaboró Martin Heidegger sobre el ser ahí:

En cuanto esencialmente determinado por el encontrarse, es el “ser ahí” en cada caso ya sumido en determinadas posibilidades; en cuanto es el “poder ser” que él es, ha dejado pasar de largo otras; constantemente se da a las posibilidades de su ser, las ase y las marra. Pero esto quiere decir: el “ser ahí” es “ser posible” entregado a la responsabilidad de sí mismo, es posibilidad yecta de un cabo a otro. El “ser ahí” es la posibilidad del ser libre para el más peculiar “poder ser”.[23]

Además de que permite evidenciar que aún sería posible (re)interpretar nuestra violencia sin tener que recurrir necesariamente a las descripciones de la ciencia, la cita resulta importante por dos motivos. Primero, porque observamos que Heidegger, en específico, identifica la libertad con el modo de ser auténtico del ser ahí (“el más peculiar ‘poder ser’”), es decir, con el ser ahí que ha logrado escapar, al menos transitoriamente, de la ambigüedad existencial implícita en la “caída”, donde lo que gobierna son los otros, un estado cotidiano que Heidegger llama “el uno”, que podríamos identificar con la estructura social:

Ahora bien, en esta distanciación inherente al “ser con” entra esto: en cuanto cotidiano “ser uno con otro” está el “ser ahí” bajo el señorío de los otros. No es él mismo, los otros le han arrebatado el ser. El arbitrio de los otros dispone de las cotidianas posibilidades de ser del “ser ahí”. Mas estos otros no son otros determinados. Por lo contrario, puede representarlos cualquier otro. Lo decisivo es sólo el dominio de los otros, que no es “sorprendente”, sino que es desde un principio aceptado, sin verlo así, por el “ser ahí” en cuanto “ser con”. Uno mismo pertenece a los otros y consolida su poder. “Los otros”, a los que uno llama así para encubrir la peculiar y esencial pertenencia a ellos, son los que en el cotidiano “ser uno con otro” “son ahí” inmediata y regularmente. El “quién” no es este ni aquel; no uno mismo, ni algunos, ni la suma de otros. El “quién” es cualquiera, es “uno”.[24]

El segundo motivo por el cual destacamos la cita es que evidencia que Heidegger asumía que el “uno”, pese a todo, no es imbatible —pues lo contrario habría implicado la cancelación de toda posibilidad de la libertad para el ser ahí—. Es decir, que el ser ahí podía, de vez en vez, romper las cadenas de ese “señorío de los otros” para asumir su existencia peculiar y alcanzar así su “estado de resuelto”. El ser ahí es capaz, por ende, de abandonar momentáneamente al “uno”, en el que no es más que un ser genérico, para empuñar sus posibilidades más propias: un poder ser–libre, todo lo fugaz que se quiera, pero que se echa de menos en las exégesis del léxico científico.

El filósofo Ernst Tugendhat ha reflexionado sobre las implicaciones de la libertad y sobre este ser auténtico de Heidegger, así como sobre la vinculación que tendrían con la capacidad de deliberar. “Enfrentado con la muerte, el ser humano se confronta con la vida, toma conciencia de su libertad, se aparta de las opiniones convencionales y escoge de manera autónoma cómo va a vivir, y con esto, tal como Heidegger lo dice, vive su ser–propio [Eigentlichkeit]”.[25] Y continúa:

De todos modos creo que lo que Heidegger quiere decir con el “uno” sólo se puede entender como una actitud de evitar la deliberación y la confrontación con la necesidad de preguntar por razones. […] no entendió que la libertad está siempre conectada con la pregunta por razones. Heidegger vio con razón que la tendencia a hacer lo que uno hace es la manera de eludir la situación de la libertad, pero ¿por qué ahuyentamos la libertad? En Heidegger parece que esto se debe a una intimidación metafísica, mientras que ahora aparece que lo que esquivamos es el esfuerzo de entrar en la deliberación.[26]

Así pues, estas descripciones del hombre, como las que aportan Kant y el mismo Heidegger, acuñadas desde el lenguaje filosófico, nos confrontan con la siguiente interrogante: ¿qué sucedería si las asumiéramos como parte de nuestra actual exégesis de la violencia? ¿Aún sería nuestra comprensión de ésta compatible con los presupuestos del léxico de la ciencia? ¿O este lenguaje empezaría a mostrarse rebasado o insuficiente para describir nuestra realidad violenta —dotada ahora de seres libres? ¿La posibilidad de la libertad es compatible con la certeza y el orden que parece demandar —y requerir— la verdad científica? ¿O aquélla carga entreverados el rompimiento, el desorden y la incertidumbre? ¿Y qué si comenzáramos a pensar, para variar, que no hay modelo matemático ni análisis estadístico capaz de sondear las profundidades —quizá— indescifrables del ser libre?

¿Puede realmente el léxico de la ciencia hacerse cargo de la posibilidad de la libertad que postula Heidegger o, incluso, de la “condición incondicionada” que observa Kant? ¿O requerimos para ello y de modo necesario un lenguaje distinto? ¿Puede el léxico de la ciencia, que obligatoriamente identifica la verdad con la certeza, comenzar a ofrecernos interpretaciones de la violencia que prescindan de los factores estructurales y, por lo tanto, que no empobrezcan la libertad a su rostro utilitarista–instrumental? ¿Será justamente por eso que el componente de la libertad ha quedado fuera de nuestra interpretación imperante de la violencia: porque su reconocimiento nos arrojaría de lleno a un mundo en el cual se vuelve inviable la principal tesis que hoy sostenemos sobre nuestras acciones violentas, a saber, que son causadas y alimentadas por las condiciones estructurales de nuestro entorno?

En un mundo poblado por individuos racionales, pero en el que la razón volviera a ser sinónimo de la posibilidad de la libertad, ¿tendría aún sentido el objetivo que hoy persigue mayormente el léxico científico, esto es, determinar las reglas y los factores estructurales que originan nuestros actos violentos? ¿O nos obligaría a replantear drásticamente nuestra narrativa sobre la situación que vive el país? ¿Qué diría de nosotros ese mundo hipotético, con individuos que se han re–descrito como un poder–ser libre, pero en el que siguiera extendida la violencia que hoy presenciamos? ¿En qué nos habríamos convertido? Imaginemos que hemos asumido que somos extremadamente violentos porque así lo hemos decidido, porque así lo hemos querido, y no por fuerza de unas condiciones estructurales que nos han orillado a comportarnos de esa manera. En un escenario así, ¿cómo habríamos de llamarnos?, ¿cómo tendría que nombrarse lo que somos?

Por lo pronto, empero, es muy poco probable que transitemos hacia tal re–descripción del fenómeno de la violencia y de nuestra existencia. El léxico de la ciencia, pese a todo, domina con paso firme en nuestro tiempo. ¿A qué se debe que sigamos confiando con los ojos cerrados en el léxico científico para abordar nuestra violencia esparcida por todo el país? ¿Será acaso que ese lenguaje ha cumplido con su encomienda de descubrir las causas últimas del problema que enfrentamos? ¿O será que gracias a él hemos dado con los medios y las soluciones que nos conducirán necesariamente a pacificar la nación?

Hasta ahora, no obstante, tendríamos que responder que el léxico de la ciencia no ha sido capaz durante todos estos años de aportar una explicación suficientemente convincente sobre lo que está ocurriendo en México. Es decir, es cierto que compartimos un racimo de planteamientos de índole estructural sobre lo que pudiera estar detrás del fenómeno de la violencia —como los que poco antes compendiamos—, pero es constatable que sigue sin haber un consenso acerca de cuál o cuáles de todos ellos es o son los detonantes definitivos de nuestra violencia y, se sigue, una verdad ampliamente reconocida.

Entre la clase política, los líderes de opinión, los “especialistas”, la sociedad civil y la sociedad no organizada no hay una versión medianamente unificada sobre el factor estructural específico que suscitó y persiste alimentando esta prolongada ola violenta. Así, algunos optan por culpar principalmente a la “guerra del narcotráfico” que emprendió Calderón; otros dirán que en el fondo hay una complicidad Estado–crimen organizado que mantiene las cosas tal como están actualmente, y otros tantos señalarán la ausencia del Estado de derecho o la impunidad; otros harán énfasis en la pobreza, etcétera.

Esta misma falta de consenso se repite con respecto a las medidas que se consideran necesarias para poner fin a la espiral de muerte y dolor que nos envuelve. Habrá quien enfatice la urgencia de fortalecer las capacidades del Estado mexicano; habrá quien resalte que lo que se requiere es abatir la pobreza y asegurar el bienestar de todas las personas; habrá quien hable de acabar con la corrupción estatal y quien esté interesado en legalizar los estupefacientes o reformar el sistema educativo. La evidencia más fiel de esta falta de respuestas es que, después de tres gobiernos distintos, ninguno ha podido acabar con esta problemática (al ser un asunto de naturaleza estructural, la solución debe provenir de la esfera gubernamental, suponemos).

Es por ello que, ante tal escenario en el que, después de tantos años, continúan primando el desconcierto y la perplejidad por toda esta saña, sufrimiento y muerte, nos atrevemos a afirmar que el léxico de la ciencia ha fallado en su misión de descubrir la “verdad última” de nuestra violencia, así como su solución definitiva. De hecho, en ocasiones es posible encontrar una especie de mea culpa en los portadores de ese lenguaje:

Ahora lo menos obvio, este incremento nos ha obligado a tratar de explicar, nuevamente, las razones de la violencia en México. ¿Qué explica la ocurrencia de homicidios en nuestro país? ¿Por qué la violencia se ha incrementado dramáticamente en algunas entidades mientras en otras, respecto a los noventa, se ha reducido? Son preguntas permanentes que no encuentran aún respuestas contundentes. A pesar de tratarse del tema mediático y de política pública más importante del sexenio de Calderón, son sorprendentemente pocos los estudios académicos que se dirigen a explicar las causas de la violencia en nuestro país.[27]

En la cita, empero, podemos constatar que, si bien se reconoce que aún carecemos de “respuestas contundentes” sobre las causas de nuestra violencia, se asume que éstas son posibles. ¿Por qué entonces —regresando a nuestra interrogante— el léxico de la ciencia sigue teniendo el monopolio del abordaje “verdadero” de nuestra violencia si no ha arrojado los resultados esperados? ¿Por qué aún hoy nadie se atrevería a cuestionar o poner en duda que el entendimiento verdadero de la violencia únicamente puede provenir de ese abordaje? ¿Por qué no se piensa que quizá sería buena idea recurrir al lenguaje filosófico para enriquecer la comprensión de lo que estamos viviendo, o, si se quiere, recurrir a otras alternativas como el lenguaje que es propio de la religión? ¿Qué nos hace dar por supuesto que la única opción que tenemos para desentrañar con claridad este problema es el pensamiento científico?

Una posible respuesta es que, como señala Rorty, solemos identificar el léxico de la ciencia con el acceso a la “realidad”, esto es, con la revelación de “las cosas tal como son”, más allá de lenguajes, más allá de interpretaciones, de nuestra historicidad y de cualquier otra condición hermenéutica; es decir, suponemos que la objetividad, entendida como una representación neutral, pura y a–histórica de esa “realidad”, le concierne únicamente al discurso de la ciencia y a ningún otro. Rorty, incluso, considera que el ámbito científico se ha erigido como una especie de modelo de lo que debe ser lo racional:

Los críticos de Kuhn han contribuido a perpetuar el dogma de que sólo donde hay correspondencia con la realidad hay posibilidad de acuerdo racional, en un sentido especial de “racional” cuyo paradigma es la ciencia. Esta confusión se ve fomentada por nuestro uso de “objetivo” en sentido de “que caracteriza la concepción en que estaríamos de acuerdo como consecuencia de un argumento no perturbado por consideraciones irrelevantes” y de “que representa las cosas tal como son”.[28]

Por lo tanto, si, en efecto, en el pensamiento de nuestro tiempo opera un encadenamiento de las nociones de “ciencia”, “realidad”, “racionalidad” y “objetividad”, parece muy improbable que encontremos alguna motivación para alejarnos al menos un poco del léxico de la ciencia, pretendiendo enriquecer o, cuando menos, ampliar nuestra interpretación del fenómeno de la violencia del crimen organizado. El veredicto que lanza nuestro momento histórico, aunque anclado en nuestra situación hermenéutica, parece ser el siguiente: si lo que queremos no es una mera exégesis de la violencia, sino su verdad definitiva, está claro que no hay más opción que el lenguaje científico. La mirada filosófica, sin embargo, cuestiona esa certidumbre.

 

Conclusión

Recurriendo al léxico filosófico, en este artículo hemos intentado simplemente poner en evidencia algunos de los elementos que se han vuelto moneda corriente en nuestra exégesis preponderante sobre la violencia que afronta el país. Hemos apuntado, antes que nada, que esa interpretación, que cuenta con el privilegio de ser considerada verdadera, deriva del léxico de la ciencia, y que justo por ello y por las posibilidades de apertura del mundo que ofrece ese discurso, nuestra “verdad” sobre la violencia acusa estos presupuestos.

El hombre reproductor de esta violencia está actuando, en efecto, guiado por su razón, dado que la racionalidad se identifica principalmente con la búsqueda del mayor beneficio personal que le resulte alcanzable. El hombre que se describe desde esa exégesis aparece sometido por las condiciones sistémicas de su entorno, pues la razón que se le atribuye le resulta útil para elegir entre las opciones que le ofrece la estructura social (razón instrumental); mas no así para emanciparse (“condición incondicionada”) empuñando otras posibilidades de ser, quizá más auténticas, allende las que —se afirma— coloca a sus pies el sistema.

Intentamos hacer evidente también que las exégesis predominantes de la violencia que genera el léxico de la ciencia tienden a presentar las condiciones y los factores estructurales como causantes últimos de esa violencia. Nuestra descripción hegemónica de lo que está ocurriendo en el país habla de elementos estructurales que determinan o, al menos, conducen a las personas a reproducir esa violencia, pero omite incorporar sujetos dotados de una razón que puede fungir como “condición incondicionada” de su actuar; sujetos capaces de deliberar para optar por un derrotero existencial más auténtico.

Bajo el dominio de la ciencia, observando a través de su mirilla, los esfuerzos por comprender nuestra violencia se han traducido, hasta ahora, en intentos por “descubrir” los factores estructurales responsables de los actos violentos. En el mundo que proyectamos desde ese léxico, para entender por qué una persona asesina a otra, por qué la tortura causándole dolores inimaginables, por qué le cercena sus extremidades estando aún con vida, por qué la desaparece hundiendo en incertidumbre a sus familiares…; para entender todo eso, hay que hablar, por ejemplo, de niveles de pobreza, baja escolaridad, policías infiltrados, salario mínimo, impunidad judicial, tasa de desempleo, crecimiento del pib, demanda de narcóticos, disputa del territorio entre cárteles.

A través de tal mirilla, mediante esa particular forma de describir el mundo, nuestra violencia no es un asunto de individuos dotados de una razón emancipadora, de individuos con acceso a la posibilidad de la libertad, de individuos que, pudiendo decirle “no” a la violencia, ejercen su voluntad y libertad, una y otra vez, para proyectarse en un poder–ser violento. En este abismo existencial, que se vislumbra cuando comenzamos a describir a las personas como algo más que engranajes sometidos a una gran maquinaria, no parece haber lugar para la certeza que demanda la verdad científica y, por ende, para tasas ni modelos matemáticos; pero sí, en cambio, para la noción de un hombre que, pese a todo, es responsable de su vida; es la terra ignota que pretende recorrer el léxico filosófico, por ejemplo, y en la que vuelve a tener sentido la reflexión ética.

No obstante, también precisamos que no parece haber incentivos para restarle autoridad a la exégesis de la violencia que nos aporta la ciencia. Podríamos decir que el léxico de ésta satisface nuestras pretensiones “metafísicas”, en recurso de la noción de “metafísico” que usa Rorty; es decir, esa suposición de que nos encontramos en un mundo constituido por esencias a–históricas cuyo descubrimiento nos resulta posible. Tal léxico complace nuestra búsqueda de certidumbre; algo que no necesariamente encontraríamos en una descripción distinta de la “realidad” como la que ofrecen Heidegger o Gadamer. Estos filósofos, por el contrario, nos invitan a reparar en una apertura del mundo que es en sí misma hermenéutica; un mundo que se experimenta hermenéuticamente y que es producto de nuestra facultad interpretativo–comprensora.

Heidegger destaca, por ejemplo, que la posibilidad de cada ente que proyectamos en nuestra existencia deriva de ese plexo de relaciones —la “significatividad”— que nos antecede, al que estamos referidos siempre ya, y que puede ser todo menos definitivo; una mera trama significativa, vigente en un determinado momento histórico, pero de la que deriva —y, finalmente, es— nuestro mundo entero:

En el proyectar del comprender es abierta la posibilidad de los entes. El carácter de posibilidad responde en todos los casos a la forma de ser de los entes comprendidos. Los entes intramundanos son proyectados sin excepción sobre el fondo del mundo, es decir, sobre un todo de significatividad a cuyas relaciones de referencia se ha fijado por anticipado el “curarse de” en cuanto “ser en el mundo”.[29]

Los apuntes de Gadamer sobre nuestro comprender no son menos elocuentes: “El comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación”.[30] Más adelante, en referencia al círculo hermenéutico abordado por Heidegger, enfatiza que “El círculo no es, pues, de naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo, sino que describe la comprensión como la interpenetración del movimiento de la tradición y del movimiento del intérprete”.[31] La comprensión ya no como una súper–herramienta encargada de descubrir los mecanismos y esencias más recónditos del universo, su naturaleza eterna, sino como algo mucho más modesto: apenas el resultado de esa danza inevitable, de ese ir y venir entre el intérprete y la tradición en la que azarosamente se halla arrojado.

Al mirar nuestra violencia desde la ciencia quizá creemos estar obteniendo ese “poder” que Rorty identifica con la postura “metafísica”, es decir, las descripciones de índole “metafísica” hacen creer a sus partidarios que están haciéndose de un poder peculiar:

La redescripción que se presenta como redescripción que pone al descubierto el verdadero yo del interlocutor o la naturaleza real de un mundo público común que el hablante y el interlocutor comparten, sugiere que la persona a la que se redescribe está recibiendo un poder, y no que su poder ha sido recortado. Esa sugerencia se ve fortalecida si se une a la sugerencia de que esa descripción de sí mismo anterior, falsa, le ha sido impuesta por el mundo, por la carne, por el diablo, por sus maestros o por la represiva sociedad en la que vive. […] En pocas palabras: el metafísico piensa que hay una relación entre la redescripción y el poder, y que la redescripción correcta puede hacernos libres.[32]

La antítesis de la mirada “metafísica” que plantea Rorty es lo que llama la postura “ironista”, ésa que intenta asumir la contingencia de su léxico y de su conciencia —y en la que se cancela la creencia en un universo constituido por esencias a–históricas y allende los lenguajes—. Tal es quizá el tipo de incertidumbre del que rehuimos cuando ignoramos otros léxicos a nuestra disposición, con los que también podríamos explorar una comprensión de nuestra violencia, como el de la filosofía. Una exégesis “ironista”, por lo tanto, no promete ese poder del que sí hablan los “metafísicos”:

El ironista no ofrece una seguridad semejante. Tiene que decir que nuestras posibilidades de ser libres dependen de contingencias históricas en las cuales nuestras redescripciones sólo ocasionalmente ejercen una influencia. No sabe de ningún poder de la misma magnitud que aquel con el que el metafísico afirma tener una relación. Cuando sostiene que su redescripción es mejor, no puede dar al término “mejor” el tranquilizador peso que el metafísico le da al aclarar que quiere decir “en una mejor relación de correspondencia con la realidad”.[33]

Quizá todo lo que se ha intentado decir en este artículo esté contenido en la siguiente advertencia de Gadamer: “La verdad que nos cuenta la ciencia es a su vez relativa a un determinado comportamiento frente al mundo, y no puede tampoco pretender serlo todo”.[34] ¿Dejaremos resonar algún día estas palabras en nuestros esfuerzos por interpretar nuestra violencia? ¿Llegará el momento en que nos atrevamos a re–describirla desde otros léxicos y, junto con ella, lo que somos?

 

Fuentes documentales

Gadamer, Hans–Georg, Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 1998.

—— Verdad y método i, Sígueme, Salamanca, 2003.

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——  La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1989.

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Tugendhat, Ernst, Problemas, Gedisa, Barcelona, 2002.

Valdés Castellanos, Guillermo, Historia del narcotráfico en México, Aguilar, México, 2014.

 

[*] Maestro en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente. Profesor en el Departamento de Filosofía y Humanidades de esta misma institución y periodista en Reporte Índigo. luisalbertoherrera@iteso.mx

 

[1] Noticias ONU, Unos 850.000 virus desconocidos podrían causar pandemias si no dejamos de explotar la naturaleza, 29 de octubre de 2020. https://news.un.org/es/story/2020/10/1483222

[2] Organización Mundial de la Salud, Debate sobre el informe relativo a las consideraciones éticas, jurídicas y prácticas de las vacunas contra la covid–19, 27 de enero de 2021. https://www.who.int/es/director-general/speeches/detail/debate-on-the-report-covid-19-vaccines-ethical-legal-and-practical-considerations Consultado 24/II/2022.

[3] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 91–92.

[4] Usaré el término “léxico” como lo hace el filósofo Richard Rorty en su libro Contingencia, ironía y solidaridad, es decir, para referirme a un tipo de discurso. Por lo tanto, con “léxico de la ciencia” o “léxico científico” me referiré a las interpretaciones de la violencia que se elaboran desde un abordaje científico, particularmente de la ciencia social.

[5] El CIES era un órgano desconcentrado de la Secretaría de Seguridad Pública Federal, hoy extinta. Por lo tanto, este libro constituye uno de los pocos intentos del gobierno de México por desentrañar las causas de la violencia que afecta al país. En la publicación se señala que el CIES “fomenta la generación de conocimiento y de nuevas propuestas de política pública en el tema de la seguridad, con el fin de apoyar la construcción de una visión nacional, tanto del comportamiento de la actividad delictiva como de las respuestas institucionales a este fenómeno”.

[6] Víctor Gómez Ayala y José Merino, “‘Ninis’ y violencia en México: ¿nada mejor que hacer o nada mejor que esperar?” en José Antonio Aguilar (Coord.), Las Bases Sociales del crimen organizado y la violencia en México, Centro de Investigación y Estudios en Seguridad, México, 2012, pp. 133–185.

[7] Ibidem, p. 143.

[8] Ibidem, p. 142.

[9]  Javier Osorio, “Las causas estructurales de la violencia. Evaluación de algunas hipótesis” en José Antonio Aguilar (Coord.), Las Bases Sociales…, pp. 73–130.

[10] En la tesis La violencia del crimen organizado en México. Una interpretación desde la filosofía puede encontrarse, en el tercer capítulo, un compendio de interpretaciones paradigmáticas sobre nuestra violencia desde el léxico de la ciencia. Ahí mismo se evidencian más profusamente los presupuestos que aquí apenas se enuncian. Luis Alberto Herrera Álvarez, La violencia del crimen organizado en México. Una interpretación desde la filosofía, tesis de Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales, ITESO, Tlaquepaque, Jalisco, 2021.

[11] Javier Osorio, “Las causas estructurales de la violencia…”, p. 74.

[12] Guillermo Valdés Castellanos, Historia del narcotráfico en México, Aguilar, México, 2014.

[13] Ibidem, pp. 466–467.

[14] No se quiere afirmar aquí que toda la ciencia social presuponga modelos de comportamiento racionalistas, ni que toda ella sea estructuralista, pero sí que la que ha predominado en el abordaje de la violencia del crimen organizado suele presentar esos atributos.

[15] Presidencia de la República, Versión estenográfica. Conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López Obrador del 5 de julio de 2021, https://www.gob.mx/presidencia/articulos/version-estenografica-version-estenografica-conferencia-de-prensa-del-presidente-andres-manuel-lopez-obrador-del-5-de-julio-de-2021 Consultado 17/II/2022.

[16] Hans–Georg Gadamer, Verdad y método ii, Sígueme, Salamanca, 1998, p. 54.

[17] Idem.

[18] Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Taurus, México, 2006, p. 476.

[19] Martha C. Nussbaum, Justicia Poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1997, pp. 40–41.

[20] Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Fondo de Cultura Económica, México, 2011, pp. 72–73.

[21] Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Incidencia delictiva, 20 de marzo de 2022. https://www.gob.mx/sesnsp/acciones-y-programas/incidencia-delictiva-87005 Consultado 20/II/2022.

[22] Gadamer afirma justamente que “la ciencia es, por mucho que se la censure, el alfa y omega de nuestra civilización”. Hans–Georg Gadamer, Verdad y método II…, Sígueme, Salamanca, 1998, p. 55.

[23] Martin Heidegger, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 2012, p. 161.

[24] Ibidem, p. 143.

[25] Ernst Tugendhat, Problemas, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 183.

[26] Ibidem, p. 189.

[27] Víctor Gómez Ayala y José Merino, “‘Ninis’ y violencia en México…”, p. 136.

[28] Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1989, p. 303.

[29] Martin Heidegger, El ser y el tiempo, p. 169.

[30] Hans–Georg Gadamer, Verdad y método I, Sígueme, Salamanca, 2003, p. 360.

[31] Ibidem, p. 363.

[32] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, p. 108.

[33] Ibidem, pp. 108–109.

[34] Hans–Georg Gadamer, Verdad y método I, p. 538.