Tiempos de pandemia: una reflexión filosófica romántica y posthumana sobre el habitar

Francisco Iracheta Fernández[*]

 

Recepción: 24 de marzo de 2022
Aprobación: 29 de abril de 2022

 

Resumen. Iracheta Fernández, Francisco. Tiempos de pandemia: una reflexión filosófica romántica y posthumana sobre el habitar. En este artículo hago una reflexión crítica contra la ideología humanista que se halla en la base de nuestra crisis ecológica y sanitaria. Sigo a algunos autores que han propuesto, por un lado, que al constituirse el humanismo clásico occidental por la conjunción de ideas en torno a la identidad del hombre como “animal racional” y, por otro lado, poseer un estatus ontológico divino que lo saca del mundo natural, este humanismo ha dado un consentimiento tácito para someter y dominar la naturaleza y al otro que es no racional. Argumento a favor de un humanismo distinto, montado sobre el monismo de Baruch Spinoza, y, a partir de él, muestro el vínculo entre el romanticismo de Friedrich Hölderlin y la filosofía posthumanista de Rosi Braidotti. Así, propongo transformar nuestra concepción humanista clásica por la de esta tradición spinoziana, la cual atraviesa, primero, por el monismo estético de Hölderlin, para llegar después a la tarea posthumana de devenir naturaleza y animal. De este modo se hace plena justicia a nuestra vulnerabilidad y finitud esencial.

Palabras clave: crisis, habitar, humanismo clásico, spinozismo, romanticismo, posthumanismo.

 

Abstract. Iracheta Fernández, Francisco. Pandemic Times: A Romantic and Post–human Philosophical Reflection on Inhabiting. In this article I make a critical reflection against the humanistic ideology at the root of our ecological and public health crisis. I follow a number of authors who have proposed that classical Western humanism, by on the one hand constituting itself on the foundation of man’s identity as a “rational animal” and on the other, giving itself a divine ontological status that takes it out of the natural world, has given its tacit consent to the project of submitting and dominating nature and the other that is not rational. I argue in favor of a different kind of humanism, built on Baruch Spinoza’s monism and from there I show the link between Friedrich Hölderlin’s Romanticism and Rosi Braidotti’s posthumanism. Thus, I propose transforming our classical humanistic conception by drawing on the Spinozian tradition, which passes first through Hölderlin’s aesthetic monism, arriving then at the posthuman task of becoming nature and animal. This does full justice to our essential vulnerability and finitude.

Key words: crisis, inhabit, classical humanism, Spinozism, Romanticism, posthumanism.

 

El verdadero suceso no es la movilización entusiasta de la gente, sino un cambio en la vida cotidiana, que se perciba cuando las cosas “vuelvan a la normalidad”.[1]

— Slavoj Žižek

 

Introducción

La pandemia por el virus SARS–CoV–2, una variante del coronavirus causante de la covid–19, notificado por vez primera en diciembre de 2019 en la provincia de Wuhan, China, dentro de un mercado de animales vivos, puso en cuarentena al mundo entero por más de dos años. Hasta el momento en que se redactó este texto hay poco más de 300 millones de personas infectadas y más de 15 millones de muertos alrededor del globo, la mayor parte en Europa y América. Si además de las pérdidas humanas contabilizamos las económicas y el receso provocado en las estructuras sociales y educativas, tenemos datos suficientes para reconocer los altísimos costos humanos de esta pandemia.

En un mundo cada vez más poblado, interconectado y globalizado, en el que, como nunca en la historia de la humanidad, ningún país o comunidad puede hoy proclamarse autosuficiente o independiente de otro u otros en términos económicos, políticos y socioculturales, no es descabellado lanzar la hipótesis de que la aparición de este virus ha generado más contagios que cualquier otra pandemia registrada en la historia de la humanidad. En efecto, es verosímil esperar que, al encontrarnos en la era global (los seres humanos estamos más cerca entre nosotros, en miles de ciudades del mundo con densidades poblacionales desbordadas, en situaciones de necesidad económica que demandan la cercanía de nuestros cuerpos y, por si fuera poco, conviviendo con un virus de transmisión extremadamente fácil), el número de personas infectadas —independientemente de que desarrollen o no la enfermedad de la covid–19— sea mayor que cualquier otro número registrado en un tiempo pretérito de la historia de la humanidad. Ello, empero, no significa con necesidad, ciertamente, que la enfermedad de la covid–19 sea la más letal de todas las enfermedades infecciosas de carácter pandémico sufridas por el ser humano.

Sin embargo, si bien no cabe duda de que la necesidad de movilidad global de millones de seres humanos por razones alineadas al fenómeno de la globalización económica representó un potente acelerador de contagios y un eventual brote de la enfermedad, también es cierto que otras importantes causas obedecieron a situaciones no vinculadas a necesidades económicas y sí a una responsabilidad moral y cívica, como la incredulidad acrítica y la falta de cuidado personal y colectivo. Miles de personas enfermaron y murieron por creer ciegamente en teorías conspirativas que apoyaban la inexistencia o nula peligrosidad del virus, y muchas miles más se contagiaron por incumplir protocolos sanitarios (sana distancia, uso de cubrebocas, lavado frecuente de manos, etcétera), así como por descuidos a la salud personal que generan comorbilidades (las llamadas enfermedades crónicas no transmisibles).

A mi modo de ver, los efectos económicos negativos que este fenómeno trajo consigo reflejan de manera muy precisa no sólo el profundo grado de conectividad económica mundial de la humanidad a la vuelta del siglo XXI —en tiempos de economías globalizadas, la lógica nos dice que una pandemia global deteriora el crecimiento de esas economías—, sino también un deterioro moral global en nuestro modo colectivo de habitar y la forma personal de habitarnos.

Este escrito constituye una reflexión en torno al habitar humano detonado por nuestros actuales tiempos de pandemia y muerte. Interesa señalar que la situación actual de vulnerabilidad humana en relación con la covid–19, que se debió al brote del virus SARS–CoV–2 dentro de un mercado de animales vivos sacados de sus hábitats, obedece a una ideología supresora de una ética material (incluido el cuerpo) sustentada en la autoridad que los seres humanos nos hemos otorgado sobre la Tierra y otras especies no humanas, justificando con ello la instrumentalización de ésta, su sometimiento y dominación hasta la violencia extrema. Como espero mostrar hacia el final del trabajo, y siguiendo las ideas conductoras de mi argumentación, el brote de este particular virus entre la población humana puede explicarse (como pueden explicarse muchas otras enfermedades humanas y devastaciones ecológicas) dentro del marco de una visión de nosotros mismos, de los animales no humanos y de la naturaleza en general que obedece a la definición clásica del ser humano como animal racional, así como a la preponderante filosofía moderna que se ha erigido sobre esta definición y desde la cual se sostienen sus marcas de exclusión.

Considero que el brote reciente del virus SARS–CoV–2 es sólo un ejemplo ilustrativo, pero ciertamente muy dramático, de muchos otros fenómenos que, reales o con alto grado de probabilidad de ocurrir, se pueden analizar desde esta visión humana antropocéntrica.

Sigo la idea de que esta ideología de dominio antropocéntrica se sustenta, por un lado, sobre la base de una concepción religiosa teísta en la que el hombre —un tipo de hombre— se ha asumido amo y señor de lo diferente de sí mismo y, por otro lado, sobre una concepción filosófica antropológica de la racionalidad humana que, bajo un modelo de razón práctica moral que sitúa al ser humano fuera del mundo terrenal (en un ámbito trascendental de pureza), encuentra en la naturaleza y en su propio cuerpo sexuado resistencia y oposición. A raíz de esta concepción, nuestra parte natural, la parte reconocida como animal, debe ser sojuzgada y vencida. Cuando estas dos concepciones se entrelazan, como ha ocurrido en el pensamiento occidental moderno, tenemos por producto una permisividad tácita de tratar a la naturaleza y a los animales no partícipes de un paradigma purificado de racionalidad (lo que incluye, bajo esta visión, todo animal no humano y una inmensa mayoría de animales humanos) de manera autoritativa y dominante.

Sin embargo, en contraposición a esta ideología, existe también en la historia de la filosofía moderna un panteísmo que se sustenta en una ontología monista, tal como el pensamiento de Baruch Spinoza, el cual, interpretado desde un reconocimiento materialista–vitalista —y no mecanicista—, va acompañado de una concepción más armónica del ser humano en relación con la naturaleza, el cuerpo mismo y los animales no humanos. Esta concepción la encontramos, primero, en el planteamiento romántico de Friedrich Hölderlin en la última década del siglo xviii y, posteriormente, ya en el siglo XXI, por lo menos en el pensamiento posthumanista de la filósofa italiana Rosi Braidotti.

Pretendo mostrar en este trabajo de qué modo el continuum entre estas dos corrientes filosóficas, bajo el común denominador que combina el monismo spinoziano con un materialismo vitalista, proporciona las bases teóricas para modificar nuestra concepción de humanidad en relación con la animalidad y la naturaleza en su conjunto. Pienso que el verdadero reconocimiento de nuestra vulnerabilidad humana, recordada por la vivencia global de la pandemia más reciente, nos sitúa en la difícil tarea de transformar nuestro modo de pensar: pasar de un modelo que ha acentuado el privilegio jerárquico, trascendental, que tiene el hombre como ser racional, a uno que prime la importancia del cultivo de ciertas emociones y sentimientos, toda vez que nos hemos hecho plenamente conscientes de nuestra racionalidad encarnada.

El trabajo se divide en tres secciones. En la primera arguyo que la posible relación existente entre el brote del virus SARS–CoV–2 y las acciones humanas que vulneran los hábitats de poblaciones animales responde a una ideología de supremacía y señorío del ser humano, sustentada tanto en una interpretación judeocristiana dominante (razón de índole religiosa teísta) como en una manera ilustrada, con un fuerte arraigo cultural, de entender el estatus racional puro del hombre (razón de índole filosófica). Nos topamos aquí con una ideología defensora del dualismo ontológico naturaleza–cultura, en el que esta última (la cultura) es producto de la libertad racional, como lo pensaban filósofos que a su propio modo defendieron el humanismo clásico (Kant, Fichte y las lecturas conservadoras de Hegel, por ejemplo).

En la segunda parte explico las bases teóricas del pensamiento romántico que nace con Hölderlin y la ideología monista–vitalista que este poeta–filósofo sustenta una vez recuperada y reinterpretada la substantia spinoziana. El interés aquí consiste en señalar de qué modo el pensamiento hölderliniano difiere radicalmente de la visión teórica de la identidad del hombre y su relación con la naturaleza, como se analizó en el punto anterior.

Finalmente, en el tercer apartado, y a manera de continuum con el precedente, examino algunas bases generales del pensamiento posthumanista de Rosi Braidotti. El objetivo en este punto es explayar aún más las ideas del ser humano y su relación con la naturaleza; ideas que se siguen de una visión monista–vitalista y que, ya interpretadas y discutidas a la luz de nuestra temporalidad contemporánea, actualizan el paradigma teórico–filosófico que hace frente y busca reemplazar a la Weltanschauung antropocéntrica, patriarcal, violenta y responsable, entre otras cosas, de nuestra crisis ecológica y los costos humanos que han resultado de ella.

 

¿Cómo hemos habitado hasta hoy?

Esta primera reflexión analiza una de las características del modo de habitar que nos ha llevado hasta donde hoy estamos mundialmente, bajo un tipo de dominio racional y espiritual occidental: padeciendo los estragos de una crisis ecológica y sanitaria como resultado de las actividades humanas y de un pensamiento que permite la explotación de la naturaleza y de múltiples especies animales (¡incluyendo también la humana!). Creo con firmeza que la economía característica del capitalismo global ha propiciado situaciones críticas ecológicas y humanitarias, en tanto que se ha aprovechado y explotado al máximo por intereses de capital también ese mismo modelo de pensamiento.

Situados en un contexto histórico en el que hemos acuñado la palabra “vieja normalidad” (la vida cotidiana antes de la pandemia), como el resultado dialéctico de imaginar mejores condiciones de vida a la luz del concepto “nueva normalidad” (que nos sirve como hilo conductor), me parece que nos encontramos en un momento de necesaria reflexión en torno a las bases ideológicas de un modo de ser y de existir en relación con nosotros mismos y los demás, humanos y no humanos, naturaleza en su conjunto.

La humanidad ha padecido muchas pandemias a lo largo de su historia, claramente, en tiempos en los que la economía no estaba definida por el modo en que los mercados mundiales se encontraban tan entrelazados como ahora. Esto quiere decir que debemos proceder con cierta cautela antes de precipitarnos a afirmar que la economía de mercado y la globalización económica son los responsables directos de la pandemia por covid–19 y, por tanto, los protagonistas culpables de nuestra situación. También es necesario mirar críticamente nuestra manera de consumir y de comportarnos agresivamente con el medio ambiente en búsqueda
de la propia satisfacción humana (muy a menudo, superflua).

La pandemia no ha representado un obstáculo per se para continuar el proyecto de globalización económica, lo cual quiere decir que la economía de los mercados abiertos puede muy bien impulsarse y hacerse aun cuando nuestras formas de vida, desde el aislamiento y la cuarentena, cambien dramáticamente. En definitiva, estos tiempos de pandemia han dado cabida a mucha creatividad laboral y emprendedora gracias al avance de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) desarrolladas en los últimos veinte años,[2] las cuales también han resultado esenciales para dar respuesta rápida y eficiente a cuestiones económicas, laborales, educativas, políticas y, desde luego, sanitarias frente al escenario y las amenazas de la pandemia mundial.[3]

Más allá, pues, de culpar a la economía o a la globalización en sí, sostengo que la verdadera responsable ideológica de esta situación se halla, si concedemos crédito a la afirmación de que la pandemia fue producto de una enfermedad zoonótica cuya causa potencial se encuentra en un modo humano de construir “cultura” y urbanidad destruyendo hábitats naturales,[4] en el modo en el que hemos hecho “natural”, para nosotros los humanos, una manera de habitar y de establecer relaciones dicotómicas entre el mundo humano, como un mundo cultural o civilizado, y el mundo de las otras especies, que engloba también la naturaleza. Esto se vincula con la dicotomía establecida, desde los inicios del humanismo clásico, entre naturaleza y cultura.

Desde esta perspectiva —y reconociendo como cierta la existencia de una causa humana de esta emergencia sanitaria (y otras posibles) en tanto ejemplo concreto constitutivo de un problema mucho más general (llamado cambio climático)— es pertinente situar al responsable de nuestra crisis ecológica y sanitaria en una visión metafísica distorsionada (equívoca) de nuestra realidad y existencia; algo mucho más profundo que el problema que encaran la economía de mercado y el capitalismo, si bien éstos se han alimentado vorazmente de ella. En todo caso, si el capitalismo y la globalización económica tienen algo que ver en ello es porque algunos aspectos fundamentales de sus modos de producción agresivos e invasivos son consecuencia de esa visión distorsionada de la realidad (algo que recuerda al “mundo invertido” hegeliano), y no porque sean la causa directa de ella.

En seguimiento de Alejandro Herrera,[5] pienso que nuestra occidental miopía ontológica dualista hombre/naturaleza, de la que se ha seguido una instrumentalización del “mundo natural” por parte de los seres humanos —a la cual se debe, ideológicamente hablando, nuestra crisis ambiental, el deterioro de los hábitats naturales y el potencial auge de enfermedades zoonóticas—, se debate entre una interpretación religiosa, principalmente judeocristiana, del puesto del hombre en la Tierra y una visión filosófica de nuestra identidad humana y, en el peor de los casos, considerando sus consecuencias ecológicas y humanitarias, en una mezcla de ambas.

En efecto, la visión dominante de nuestra realidad cultural o civilizada occidental tiene dos influencias enormes. La primera es precristiana, la hallamos en Aristóteles y los filósofos estoicos. Se encuentra en la idea de que el hombre es un “animal racional” y de que la razón no sólo es lo que nos distingue de otros seres animados (que únicamente poseen pneuma, aliento), sino que es aquello por lo cual somos superiores. Esta superioridad sobre todas las demás criaturas y seres nos pone en la cómoda situación de asumir que tenemos sobre ellas un dominio “natural” para utilizarlas en nuestro interés, lo que nos convierte en “déspotas”. Tal es la postura que mantiene de manera convincente John Passmore, para quien, por consiguiente, es en la Antigüedad grecolatina —y, fundamentalmente, en estas figuras y escuelas filosóficas— donde encontramos las bases ideológicas de la irresponsabilidad del hombre hacia la naturaleza.[6]

La segunda proviene de un cierto modo antropocéntrico en el que ha sido entendida y practicada la tradición judeocristiana al remarcar el sitio especial que tenemos los seres humanos en el cosmos al haber sido no sólo creados por Dios, sino también a su imagen y semejanza. Puesto que el judaísmo y el cristianismo comparten, como religiones teístas, la idea de Dios como ser creador del mundo, pero trascendente a él, el hombre, en consecuencia y gracias a su estatus ontológico, se encuentra propiamente en cuanto esencia, fuera del mundo natural. Pues bien, esta visión de nuestra realidad divina, sea o no cierta como adecuada interpretación del teísmo judeocristiano, es también la que se halla a la base de nuestra arrogancia hacia la naturaleza. Es lo que ha argumentado el profesor de Historia Medieval de la Universidad de Princeton, Lynn White Jr., quien en 1967 publicó un artículo en la revista Science titulado “The Historical Roots of Our Ecological Crisis”, en el que puso de manifiesto que “el cristianismo, en contraste absoluto con el paganismo antiguo y las religiones asiáticas (con excepción quizá del zoroastrismo), no sólo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino también insistió en que era la voluntad de Dios que el hombre explotara la naturaleza para su propio beneficio”.[7]

Tanto el dualismo hombre–naturaleza como la justificación de la explotación de aquél sobre ésta —insistiendo en que a la base de la explotación hay un presupuesto metafísico dualista— tienen plena persistencia y actualidad, aun cuando vivimos tiempos en los que la imagen del mundo guarda poca relación con la creencia religiosa. En efecto, White Jr. argumenta que, si bien es cierto que podemos decir que vivimos en la era “postcristiana” (entendiendo por esto una era más bien secular, por lo que atañe a la visión científica del mundo), también lo es que “la revolución psíquica” que el cristianismo trajo consigo en la “historia de nuestra cultura” aún permanece de manera “asombrosamente similar” en nuestra conciencia moderna.[8] Si a esto añadimos, en lo que a la filosofía compete —y como lo expuso en su momento Ludwig Feuerbach[9]—, que el pensamiento moderno ha sido sólo el intento de hacer de la teología judeocristina una antropología filosófica, tenemos entonces que, propiamente hablando, la filosofía moderna es, en esencia aunque con algunas importantes excepciones, religiosa en su forma psíquica. Feuerbach se refiere, de manera concreta, al modo en el que ha sido divinizado el hombre durante la filosofía moderna predominante.[10]

El caso más paradigmático de la filosofía moderna que ejemplifica excelentemente la íntima relación entre esa visión o interpretación religiosa judeocristiana del papel de amo y señor que tiene el hombre sobre la Tierra (trascendencia antropológica) y la racionalidad de la agencia humana (superioridad como especie) lo hallamos en Immanuel Kant, en el terreno de la filosofía práctica.[11] Kant pensaba que la cualidad especial del ser humano en cuanto persona estriba en un valor intrínseco que lo saca del mundo natural y de las leyes físicas, químicas y biológicas que rigen los acontecimientos y fenómenos en esencia ajenos a su humanidad. Es lo que el filósofo de Königsberg no vacila en llamar “dignidad” (Würde), que reúne en su concepto la trascendencia sobre la naturaleza con base en la racionalidad práctica pura.[12] Para este filósofo la característica fundamental de la humanidad está en su persona como capacidad de autonomía, la cual implica actuar en conformidad con la ley moral, que denota una causalidad que sólo puede ser pensada fuera del reino de la naturaleza. Tal es, como bien sabemos, la concepción de Kant en torno al concepto de libertad trascendental.

Así, como ningún otro filósofo moderno, y también como uno de los más influyentes y significativos de la filosofía moral contemporánea, Kant sostenía la moralidad humana sobre la base de una oposición respecto de la naturaleza, y en lo que a la naturaleza del ser humano respecta, con fundamento en una subordinación y opresión de la propia sensibilidad y las inclinaciones. Tal es la razón por la que nuestro filósofo creía que, para los seres humanos y para cualquier otro ser racional que sea, sin embargo, también animal, la moralidad no se puede representar más que a través del concepto “deber” (Pflicht). El poeta Friedrich Hölderlin, conocido como el “padre” del idealismo absoluto postkantiano, parafrasea extraordinariamente bien la ética de Kant cuando sostiene lo siguiente, en su breve ensayo “Sobre la ley de la libertad”:

Pero la ley de la libertad manda, sin ninguna consideración a los recursos de la naturaleza. Sea o no favorable la naturaleza al cumplimiento de ella, ella manda. Más bien presupone una resistencia de la naturaleza; de lo contrario, no mandaría. La primera vez que la ley de la libertad se expresa sobre nosotros, se muestra castigando. El comienzo de toda nuestra virtud acontece a partir del mal. Por lo tanto, la moralidad no puede jamás ser confiada a la naturaleza.[13]

“Resistencia” (contra la libertad), “castigo”, “mal”… son otras formas de concebir la naturaleza en nosotros, nuestra animalidad y, por consiguiente, en la naturaleza en general y en los otros animales.[14] La ética del deber es la antítesis de una ética (como la de Hume o Spinoza) que reconoce tanto el cuerpo como la intencionalidad de las emociones, y, en este sentido, la verdadera moralidad humana, como moralidad racional, se manifiesta cuando el orden natural se halla dominado y sometido al orden de la libertad trascendental, que es esa especie de causalidad absoluta que nos libera de nuestra condición sensible, corpórea y animal.

Pero como bien lo reportaron Max Horkheimer y Theodor Adorno en los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial, la Ilustración, bajo esta idea rectora de dominio al establecer su programa tanto en el “desencantamiento del mundo” como en el “servirse de la naturaleza para dominarla por completo, a ella y a los hombres”, no ha sido sino “totalitaria”,[15] ya que, si esta forma de entender la naturaleza da lugar al imperativo de la moral, que es un principio que no tiene otra finalidad que el deber por el deber, ¡con más razón será permitida contra natura desde los imperativos de la habilidad como imperativos instrumentales!

Sujeta a esta racionalidad instrumental mediática, no es casual que la naturaleza no se mire como lugar para habitar; esto es, como explica Heidegger, para “ser sobre la tierra”.[16] Su uso para la construcción de la cultura del consumo y de la comodidad material humana ha propiciado que, en relación con ella, “el sentido propio del construir, a saber, el habitar, caiga en el olvido”.[17] Observemos que la palabra “habitar” proviene del latín habitare, que significa “vivir”, “morar”. Sin embargo, no se trata de un vivir indistinto, indiferente a cualquier valor o elección. El habitar nos lleva de suyo, en tanto lo implica en su propio seno, a un modo ético de ser y, fundamentalmente, a un modo de cuidar.[18] Lo que ocurre es que “morar” conserva la misma raíz que mores, la palabra latina que introduce Cicerón para referirse al “hábito ético” y que la misma palabra griega “ética” presupone además de “hábito” y “costumbre”. En efecto, la palabra ética preserva la raíz ἦθος, usada por Homero y Heródoto para hablar de “lugar acostumbrado”, “refugio”, “guarida”, “morada”.[19] Si añadimos que, como bien puede verse en Platón y Aristóteles, el término ética —que, en este sentido etimológico, no es distinta, en cuanto significado, de la palabra “moral”— también se refiere a “carácter”, entonces no sólo tenemos que el carácter, como explican conjuntamente Platón y Aristóteles, se forma a través del hábito o la costumbre, sino que, además, el carácter  implica un morar o un lugar acostumbrado de estar. El carácter, pues, se halla en profunda relación etimológica con aquello que uno habita y construye para, de ahí y por consiguiente, habituarse y construirse a sí mismo.

En este orden de ideas tenemos que nuestra ética moderna, sustentada en una visión ontológica dualista, va indefectiblemente acompañada, si seguimos la crítica de Horkheimer y Adorno, de un modo peculiar de vivir sobre la Tierra, que no es de cuidado.[20] Hemos validado una ética que, en su afán de trascendencia y racional pureza, nos ha habituado a una forma de morar y de vivir impuesta al mundo natural, subordinándolo y tratándolo como instrumento para nuestras satisfacciones puramente económicas. En un modo de habitar se hace el hábito, así como la moral se hace patente en un modo de morar. Así, podemos concluir que la filosofía racional moral moderna —si pensamos en Kant como uno de los más importantes e influyentes pensadores de la Ilustración— determinó el morar humano como un habitar que sólo se cumple a través del deshabitar natural. Contra este modo de entender y practicar nuestro habitar común, heredado de una arraigada tradición teísta y secularizado a través del discurso filosófico moral más prominente de la modernidad y la Ilustración, se levanta una segunda reflexión en relación con el modo en que tendríamos que pensar nuestro habitar en la “nueva normalidad”.

 

Habitar desde el monismo estético: la propuesta romántica de Hölderlin

De acuerdo con White Jr., la diferencia entre “la mayor revolución psíquica” que trajo consigo el auge y la expansión continental del cristianismo y otras formas de representaciones simbólicas y cosmovisiones está en una idea interpretativa que justifica “la explotación de la naturaleza con total indiferencia hacia los sentimientos de los objetos naturales”. Como él mismo lo consigna: “Nuestros hábitos cotidianos de acción, por ejemplo, están dominados por una implícita fe en un progreso perpetuo […]. Esto está arraigado en la teleología judeocristiana y no puede separarse de ella”.[21]

No es difícil imaginar la posibilidad —aunque en la práctica sea una tarea titánica— de cambiar nuestra idea de construir y habitar (basada en el especismo antropológico y por la cual abrazamos una categoría de identidad especial, desnaturalizada y trascendental del mundo humano, que nos ha llevado a explotar la naturaleza e invadir constantemente la diversidad de ecosistemas) por una visión distinta, más reconciliadora y amable con la naturaleza, de la que somos parte. Quizá más que cualquier otro cambio de paradigma que implique la transformación de nuestras formas de vivir y, desde luego, de habitar, éste sería el más difícil a causa del gran peso histórico que tiene sobre nosotros esa vieja “revolución psíquica”.[22] Pero si no lo hacemos, como ya nos ha advertido la comunidad científica una y otra vez desde hace más de tres décadas, la supervivencia humana en la Tierra y la vida general del planeta estarán en inminente riesgo.

Así pues, si nuestras crisis ecológicas —y, como consecuencia de ellas, las crisis humanitarias— están provocadas por un modo de habitar humano que deshabita la naturaleza; si  tienen como raíz una forma de mirarnos a nosotros mismos y a esta última de manera dicotómica y excluyente, entonces nada impide reconocer que una visión filosóficamente distinta de nosotros y de la naturaleza, anuladora de esa dicotomía y plenamente incluyente, pueda proporcionarnos el remedio teórico y espiritual para contrarrestar la enfermedad, la muerte y el sufrimiento relacionados con catástrofes naturales que han acompañado a esa visión metafísica dualista de nuestra realidad cultural y natural.

En el subtítulo anterior cité a Hölderlin para dar cuenta de una visión de la libertad y de la ética humana que, haciendo eco de las tesis filosófico–morales de Kant (y también de Fichte), saca al ser humano del reino natural. En este apartado pretendo considerar y relacionar entre sí tres ideas rectoras del pensamiento filosófico–poético de Hölderlin, a saber, 1) el Hen kai pan (“el uno y el todo”), 2) la primacía ontológica de la estética, y 3) el dinamismo vitalista de la naturaleza. Pienso que, tomadas estas tres ideas en conjunto, sirven muy bien de orientación para la realización de esta “nueva” tarea de redefinir nuestra humanidad y transformar nuestra psique —utilizando el lenguaje de White Jr.— en relación más armónica con la naturaleza. En el subtítulo siguiente exploraré algunas formas vivenciales en el seno de la filosofía posthumanista de Rosi Braidotti que revelan, desde una perspectiva más contemporánea, la cosmovisión filosófico–poética hölderliniana. La intención es señalar cómo este acercamiento filosófico común que comparten el romanticismo de Hölderlin, por un lado, y el posthumanismo de Braidotti, por otro, provee de una Weltanschauung antitética a la visión que resumen Passmore y White Jr., esto es, una visión de nosotros mismos y del mundo que teóricamente prevendría los dramáticos efectos de la razón humana padecidos por la naturaleza.

La idea de que “la mitología tiene que hacerse filosófica para hacer racional al pueblo, y la filosofía tiene que hacerse mitológica para hacer sensibles a los filósofos”[23] forma parte esencial del bien conocido texto breve “El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán”, pensado por el genio de Hölderlin, pero en apariencia vertido en papel por la pluma de Friedrich Schelling. Dentro de este mismo proyecto, y fiel a esa noción de mitología, se encuentra la idea de fundar una religión sensible, una “nueva Religión que será la última obra, la más grande, de la humanidad”.[24] No se trata de erradicar la religión, sino de transformarla, de hacerla en efecto sensible.[25]

Por “mitológico” los jóvenes entusiastas del seminario de Tubinga entendieron básicamente una idea estética y es también esta idea, la de belleza, “la que lo une todo”. Lo que es el uno y el todo, Hen kai pan, representa en síntesis la comprensión de lo Absoluto que sirve como concepto central en el desarrollo del idealismo post–kantiano, y es desde la visión temprana de Hölderlin como el Absoluto se intuye, ante todo, a través de la belleza. Por ende, lo Absoluto es, en esencia, una totalidad estética.[26]

Si Johann Fichte privilegió una intuición intelectual con orden práctico–moral en su pensamiento idealista que intenta resolver el problema de la cosa en sí kantiana, fueron Hölderlin y el movimiento romántico los que primaron una intuición estética para resolver, más favorablemente que Fichte, las dicotomías dualistas de la filosofía kantiana: fenómeno/cosa en sí, libertad/determinismo, razón/inclinación, naturaleza/cultura.

Hölderlin expresa esta visión del Hen kai pan estético en su novela Hiperión o el eremita en Grecia: “¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y todo? Su nombre es la belleza”.[27]

Para Hölderlin es sólo bajo este presupuesto del uno y el todo (en el que el todo se halla unido con cada una de sus partes gracias a la realidad ontológica de la belleza, cuyo primer hijo es el arte y su segunda hija, la religión —la “religión es amor de la belleza”—) que es posible que “cambie todo a fondo, que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo”.[28]

Brevemente, y por mor de una comprensión filosófica histórica, hay que señalar que el énfasis que Hölderlin —junto con otros románticos como Georg Novalis o Friedrich Schlegel— pone en la estética y en comprender la belleza como el núcleo de lo Absoluto refleja un claro conocimiento del problema planteado contra la racionalidad (y, sobre todo, la de orden kantiana) por Friedrich Jacobi, el filósofo que cuestiona el proyecto racional de la Ilustración. Es bien conocido el papel esencial que desempeñó Jacobi en la génesis y desarrollo del idealismo alemán. En su trabajo,[29] publicado en 1787, este autor puso en evidencia el “nihilismo” al que llegamos al embarcarnos en el proyecto del idealismo kantiano. Según él, la filosofía kantiana, consistente consigo misma, no prueba otra cosa más que ser “una filosofía de la nada”.[30] Pues bien, el escepticismo al que llega Jacobi con su crítica al dualismo de la filosofía de Kant, acertado a los ojos de los idealistas postkantianos, sólo puede ser resuelto —en conformidad con la posición filosófica que aquí nos interesa defender— desde el sentimiento estético. En efecto, de acuerdo con Hölderlin, el sentimiento estético, es decir, el sentimiento que surge ante la intuición del uno y el todo (Hen kai pan) es inmune al ataque escéptico porque el mismo filósofo escéptico lo presupone, aunque de manera “vaga”. Es lo que el héroe romántico Hiperión comunica a su amada amiga Diótima:

El hombre que no haya sentido en sí al menos una vez en su vida la belleza en toda su plenitud, con las fuerzas de su ser jugueteando entre sí como los colores en el arco iris, el que nunca ha experimentado cómo solo en horas de entusiasmo concuerda todo interiormente, tal hombre no llegará nunca a ser ni un filósofo escéptico […]. Porque, créeme, el escéptico, por serlo, encuentra en todo lo que se piensa contradicción y carencia sólo porque conoce la armonía de la belleza sin tachas, que nunca podrá ser pensada. Si desdeña el seco pan que la razón humana le ofrece con buena intención, es sólo porque en secreto se regala en la mesa de los dioses.[31]

La fuente de las dudas y las objeciones que tiene el escéptico —como Jacobi— sobre la razón se debe, fundamentalmente —así lo razona Hölderlin—, a que posee un vago sentimiento de la totalidad, uno esencialmente estético; pero que, en definitiva, no puede explicar la razón discursiva. Su escepticismo de los alcances de la razón para poner en categorías lo que intuye a través de su sensibilidad no discursiva presupone justamente aquello de lo cual no puede decirse nada de manera discursiva sin caer el entendimiento en contradicción consigo mismo. De ahí que esa totalidad pueda ser accesible sólo a través de lo mítico, esto es, el tipo de lenguaje que caracteriza tanto a la religión como a la poesía. En este sentido, puede afirmarse que la visión alternativa de la relación entre hombre y mundo, sujeto y objeto, que propone el pensamiento de Hölderlin —a diferencia de la visión kantiana o fichteana de esta relación (en la que prevalece la jerarquía del sujeto y su conciencia, teórica y práctica)— es posracional. Así, creo que puede sostenerse que ya en los albores del idealismo absoluto se deja entrever una crítica a la idea clásica definitoria del hombre como animal racional.

Esta incipiente crítica (que se deja entrever desde el sentimiento hölderliniano de la belleza) contra una forma de antropomorfismo en la que el ser concuerda en todo momento con el pensar racional, en la que la totalidad cuadra en la interioridad del sujeto sólo a través del concepto y la categoría de la razón pura, y en la que, siguiendo esta lógica en su forma doctrinaria teleológica, el sujeto asume que él mismo es el fin último de la creación, cobra su más contundente factura en el modo en el que Hölderlin entiende la naturaleza y el lugar que el ser humano ocupa en ella a partir de la influencia monista de Spinoza.

A finales de los años ochenta del siglo XVIII la filosofía de Spinoza revivió de manera explosiva en los círculos filosóficos alemanes, sobre todo en la generación de jóvenes filósofos inmediatos a Fichte. Gracias a las revelaciones de Jacobi en torno al spinozismo de Gotthold Lessing en 1786[32] la filosofía de Spinoza se hizo viral. Por su propia rebeldía contra la ortodoxia teísta (desde la que no sólo se defendía un protestantismo muy poco fiel a la libertad de conciencia y los ideales que inspiraron el movimiento luterano en su origen, como la separación entre el Estado y la Iglesia, así como la interpretación de la Biblia, en lugar de seguir a rajatabla su letra, sino desde la que también partía la filosofía, de Descartes a Kant y poco después de él, para generar en las alturas en que situaba al ser humano trascendentalizado las dicotomías que expresaban su resistencia con la naturaleza, con su propio cuerpo, sentidos e historia) la joven generación de filósofos, precursores y gestores del idealismo absoluto abrazaron con vehemente efervescencia el renacer spinoziano. Así, a partir de una vuelta a Spinoza, los jóvenes futuros idealistas absolutos confrontaron la visión filosófica predominante que se negaba a cuestionar la trascendencia del hombre respecto del mundo y la naturaleza; esa visión filosófica que ha servido de alimento a la “vieja revolución psíquica” a la que se refiere White Jr.

El monismo que sustenta Spinoza y que constituye la tesis central de su Ética demostrada según el orden geométrico (de acuerdo con la cual lo mental y lo físico, el espíritu y la materia, son sólo atributos —de una única sustancia—, en realidad, infinitos; pero de los cuales “el entendimiento percibe” sólo dos de ellos “como constitutivo[s] de la esencia de la misma”[33]) provee la base ontológica para superar el dualismo de mente y cuerpo que el pensamiento moderno arrastra desde el cartesianismo.[34] Es la substantia spinoziana, esto es, “aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa”,[35] lo que básicamente confiere el significado de lo Absoluto, el Hen kai pan de Hölderlin.

Ahora bien, una característica central del pensamiento de Spinoza, decisiva para nuestros propósitos aquí, es la del significado que brinda a la substantia como Dios o, también, como naturaleza (deus sive natura). Con tal concepción de Dios, como muestra en el libro primero de su Ética, Spinoza intenta refutar toda idea antropomorfizadora de la divinidad. Una de estas ideas antropomorfizadoras que más ha persistido en la construcción de la imagen divina es, precisamente, la de racionalidad instrumental. Así, como el mismo Spinoza sostiene con claridad en el “Apéndice”, con esta concepción de Dios pretende suprimir el “prejuicio” instrumentalista con el que los hombres entienden la naturaleza y mediante el cual se relacionan con ella bajo la suposición de que, al ser ellos los fines mismos de la creación, aquélla en su totalidad está a su utilitaria disposición.[36] De modo que, si la identidad entre Dios y naturaleza es la idea ontológica básica que elimina este prejuicio del hombre moderno occidental, entonces podemos decir que representa también la idea básica para reformar la “vieja revolución psíquica” impuesta por el judeocristianismo; reforma que estaría acompañada, en seguimiento de nuestro hilo conductor hasta aquí, de una revolución en la manera que hemos entendido —“perversamente”, si hacemos caso a Heidegger— la relación entre habitar y construir.[37] A su propio modo romántico Hölderlin escapa de eso que Spinoza llama el “asilo de la ignorancia” de los hombres, esto es, que “no cesan de preguntar las causas de las causas” por su empedernido afán de utilidad,[38] cuando en su Hiperión afirma, en boca del héroe homónimo, que “la cima de los pensamientos y las alegrías es volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”.[39]

Con todo, Hölderlin y los jóvenes filósofos de su generación no aceptaron de Spinoza su racionalismo geométrico (por el cual se llega al conocimiento de la única sustancia) ni su concepción mecanicista de las leyes físicas de la naturaleza, pues entendida de este modo, la naturaleza no es enteramente vida. En lugar de ese racionalismo geométrico, como ya vimos, aquél se inclinó por una aproximación estética —una epistemología estética— y, en lugar del mecanicismo natural (centrado en la relación entre los atributos de la substantia y la de ellos con ésta), se decantó por un materialismo vital, el cual ganó aceptación en los desarrollos de la ciencia natural en los últimos años del siglo xviii. Para esos tiempos, y gracias a científicos como Antoine Lavoisier y Luigi Galvani, la concepción vitalista de la materia competía de manera fuerte con el paradigma de la visión extensional de la materia, esto es, la aceptada por Descartes y por Spinoza en su Ética... Como argumenta Frederick Beiser, esta concepción vitalista de la materia tuvo una repercusión enorme para Hölderlin y los filósofos absolutos postkantianos:

Una importante implicación es que proveyó un paradigma completamente nuevo para entender la relación entre lo mental y lo físico. Lo mental y lo físico ya no se piensan como distintos tipos de sustancias, las cuales se hallan, una con la otra, en una misteriosa conexión causal; en lugar de ello, sólo son diferentes en virtud de los grados de organización y desarrollo de una sola fuerza vital […]. El cuerpo y la mente se hallan en una relación expresiva en donde una llega a ser lo que es, o se desarrolla en su carácter determinado, solo a través del otro. Lo mental no es el efecto de lo físico, sino su realización o desarrollo; y conversamente, lo físico no es el efecto de lo mental, sino su corporeización u organización.[40]

Pues bien, Hölderlin es el primer pensador de su generación, previo a Schelling y Hegel, que abrazó esta concepción vitalista, autopoiética, de la naturaleza. A diferencia de Kant y Fichte, aquél defendió una conexión orgánica y armónica entre el objeto y el sujeto, en la que uno y otro son lo que son en virtud de su propia comunicación. En uno de sus poemas de juventud, perteneciente a su época de estudiante de Tubinga, “Himno a la diosa de la armonía”, Hölderlin explaya esta idea rindiendo homenaje a Urania, “reina del mundo”, quien nos invita a amarla dirigiéndonos el canto “mi mundo es espejo de tu alma/mi mundo, hijo, es armonía”.[41] Otro ejemplo lo encontramos en su ensayo de 1800, “Fundamento para el Empédocles”, en el que proclama su visión armónica y unitaria de la naturaleza y el arte, que “en la vida pura sólo están armónicamente contrapuestos entre sí”, y la naturaleza y la humanidad, “originariamente unitarios” desde el seno “aórgico”[42] de la naturaleza y desde el seno “más orgánico, más artístico” del hombre. Por ese origen de unidad y armonía la naturaleza y el ser humano se hacen frente dentro del proceso de su propia dialéctica: “la naturaleza se ha hecho más orgánica por medio del hombre y su arte, el cual cultiva y forma”; mientras que el hombre, a través de “sus impulsos y fuerzas de formación en general, se ha hecho más aórgico, más universal, más infinito”.[43]

Hölderlin no puso en palabras filosóficas su intuición fundamental acerca de la armonía entre ser humano y naturaleza por medio de una comprensión vitalista del monismo de Spinoza. En lugar de ello sus dotes de genialidad literaria lo inclinaron a la expresión artística, fundamentalmente a la palabra poética. Pero no sólo se trató de una inclinación ciega e impulsada por su genio, sino que también fue una elección, pues como ya vimos, gracias a la influencia de Jacobi, Hölderlin se convenció de que la razón no tiene modo de acceder a la verdad del uno y el todo: sólo el lenguaje poético provee la potencia necesaria que se encuentra a la altura de hacer justicia a esa intuición armónica originaria. Así, el pensar de Hölderlin no se manifiesta en un discurso filosófico técnico, ese mismo tipo de discurso que, en los albores de la modernidad, apuntalados por pensadores como Descartes y el mismo Spinoza, pretendió constituirse como ciencia en el mismo sentido que la matemática lo es.

En su Carta sobre el humanismo Heidegger explicita los desvíos fatales de la filosofía por ganar un sitio dentro de las llamadas ciencias, “por temor de perder su prestigio y valor”.[44] Pero al devenir técnica, una “técnica de explicación a partir de las causas supremas”, al procurar edificarse a través del concepto y el silogismo científico, la filosofía renunció a ser ese pensar que más bien debe de estar “a la escucha del ser”. El filósofo alemán propone en ese mismo escrito que debemos renunciar al humanismo tradicional clásico, basado en el concepto de “animal racional”, si queremos que “el hombre vuelva a encontrarse alguna vez en la vecindad del ser”.[45] No está del todo claro que cualquier humano pueda transformar su vida para pastorear al ser y para volver a la unidad con la naturaleza (es lo que propone Heidegger en su Carta). Pero, al menos, sí es más claro que, con la intuición de lo Absoluto desde bases panteístas spinozianas, con la expresión poética que ensalza —desde una epistemología estética— el sentimiento (de amor, amistad, hermandad…) sobre la razón, Hölderlin dio en el clavo para superar la visión distorsionada de un humanismo arrogante y destructivo.

 

El monismo vital de la filosofía posthumanista 

Como característica constitutiva de una filosofía posthumanista, la filósofa italiana contemporánea Rosi Braidotti defiende una relación de continuidad entre la naturaleza y la cultura. En efecto, como ella misma sostiene, el “continuum naturaleza–cultura es el punto de partida para mi viaje a la teoría posthumanista”.[46] La pertinencia de traer aquí a colación la teoría posthumanista de esta autora, alumna de Foucault y Deleuze, radica en liberarnos del especismo y el antropocentrismo para situarnos en un reconocimiento de vínculos comunes de vulnerabilidad con la naturaleza y los animales.

La “difícil situación posthumana”, como condición que “suscita entusiasmo y ansiedad” en autores como Jürgen Habermas, no es más que el reflejo de una “seria descentralización del hombre, primera medida de todas las cosas”, que se sitúa en un momento histórico —nuestro momento actual— “después de la condición postmoderna, postcolonial, postindustrial, postcomunista, incluso después de la contestada condición postfeminista”.[47] La llamada condición posthumanista parece ser la consecuencia lógica de una serie de posiciones no sólo teórico–críticas en torno a una idea fijada de lo que significa ser humano (una idea acentuada por la Ilustración, pero que se expande mucho más lejos en términos históricos),[48] sino también producto de los progresos tecno–científicos de la actualidad y, aparejados a éstos pero también alimentados y aprovechados por ellos, los intereses de la economía global neoliberal. Pues bien, el posthumanismo propuesto por Braidotti es un intento de hacer inteligibles las ventajas y oportunidades que ofrecen las tecnologías y el desarrollo de los sistemas vivos gracias a los vertiginosos avances de las tecnociencias, pero denunciando a la par las profundas inequidades y los abusos de la economía neoliberal y su lógica instrumental de la utilidad.[49]

En este último apartado interesa centrarnos en evidenciar cómo la propuesta posthumanista representa una continuación del pensamiento iniciado por Hölderlin en torno a la relación del ser humano con la naturaleza, en tanto forma de un “auténtico habitar” (siguiendo a Heidegger). Esta propuesta, como filosofía a martillazos, denuncia las bases machistas, patriarcales y violentas del humanismo clásico modelado en un tipo de hombre.

Si puede decirse que muchas de las catástrofes ecológicas —y, por consiguiente, humanitarias—, en la medida que afectan indefectiblemente la vida humana, son producidas por el ser humano en su visión narcisista de sí mismo como presunto dueño, amo y señor de todo cuanto lo rodea, cabe entonces la posibilidad de que la teoría posthumanista, en seguimiento de algunas ideas literarias románticas, sea nuestra salvadora ideológica de aquella otra visión de nosotros mismos y nuestra trascendencia respecto de la naturaleza.  Se espera, desde luego, que la ideología posthumanista, como continuadora teórica del romanticismo hölderliniano basado en la ontología deus sive natura de Spinoza, se realice en una filosofía práctica, en una nueva intelección manifiesta en un devenir–en–cuanto–modo–de–vida que nos permita superar la tragedia de muchas enfermedades y muertes provocadas y aceleradas por nosotros mismos en nuestro afán de explotar la vida y los recursos naturales.

En efecto, cuando Braidotti se refiere a la propuesta posthumana en términos de un “continuum naturaleza–cultura”, hace indirectamente al menos una clara alusión a cierta idea proveniente del romanticismo alemán, expuesta primero por Hölderlin, aunque influenciada con ímpetu, como ya vimos en el apartado anterior, por la filosofía monista de Spinoza. En efecto, la perspectiva posthumana se sitúa en contra de una clara “oposición binaria entre lo dado y lo construido”, esto es, opuesta a una visión filosófica dualista que asume brechas ontológicas insuperables entre una realidad en sí misma carente de vida y la forma típica de la vida humana como entregada a la razón y al espíritu.

La filosofía dualista, cuyos orígenes históricos se remontan al pensamiento de Platón, y que en la modernidad encuentra sus más férreos defensores en la tradición empírica cartesiana de la mente, junto con un fuerte resabio de una interpretación de la tradición del pensamiento judeocristiano, es la responsable de desplazar las categorías de lo natural y lo cultural y, con éstas —retomando de nuevo a Heidegger—, las categorías del habitar y del construir.[50] En este sentido anticartesiano la concepción posthumana comparte con el giro lingüístico pragmatista la idea de que el sujeto construido por la modernidad se sustenta básicamente en el mito del solipsismo. Así, en clara oposición a esta visión de la filosofía como ciencia humanística, la postura posthumana suscribe una “teoría no dualista de la interacción entre naturaleza y cultura”, la cual “está ligada y soportada por la tradición filosófica monista, autopoiética de la materia viva”.[51] Por ello, Braidotti, trayendo a colación una metáfora arquitectónica típica de la modernidad, arguye que su edificio teórico está hecho de “ladrillos” spinozianos, aunque su consistencia no tiene mezcla alguna de arcillas mecanicistas:

Estas premisas monistas son, para mí, los ladrillos con que edificar la teoría posthumana de la subjetividad, que no se funda en el humanismo clásico y que se aleja con cautela del antropocentrismo. El clásico énfasis sobre la unidad de la materia, que es central en Spinoza, es reforzado por el actual conocimiento científico sobre la estructura autónoma e inteligente de todo lo vivo […]. Por ejemplo, una aproximación neo–spinozista es sostenida y revigorizada hoy por los nuevos descubrimientos de las neurociencias sobre la interrelación entre mente y cuerpo. Desde mi punto de vista, hay una conexión directa entre monismo, unidad de toda la materia viva, y postantropocentrismo, como contexto general de referencia para la subjetividad contemporánea.[52]

Se trata de una aproximación a la materia enteramente vitalista, idea que ya suscribieron algunos humanistas, Hölderlin y el pensamiento del Absoluto postkantiano.[53] Con todo, el posthumanismo la refuerza señalando la “estructura tecnocientífica” de la forma de vida contemporánea, esto es, subrayando los auges y desarrollos vertiginosos de las tecnologías desde finales del siglo XX hasta la fecha.[54]

Además, la teoría posthumanista es postantropocéntrica, en tanto es recalcitrantemente antihumanista porque el humanismo que rechaza es la milenaria postura que mantiene una visión trascendentalizada y desnaturalizada de la verdadera esencia humana, que es, por cierto, varonil. En efecto, que sea postantropocéntrica por la razón principal de ser antihumanista significa que es incrédula ante la idea de que por humano se entienda “[…] esa criatura que se nos ha vuelto tan familiar a partir de la Ilustración y de su herencia: el sujeto cartesiano del cogito, la kantiana comunidad de los seres racionales, o, en términos más sociológicos, el sujeto–ciudadano, titular de derechos, propietario, etcétera, etcétera”.[55]

En términos derridianos la característica postantropocéntrica del posthumanismo nos invita a deconstruir la supremacía de la especie humana en general y de un tipo de modelo de ser humano en particular. Dando su debido peso revolucionario a la idea miles de veces citada, por buenas razones, de Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”, el posthumanismo es antihumanista en el sentido de que sostiene que no hay nada fijado en el ser humano por lo cual se halle sujeto a una esencialidad incontestable, ahistórica y universal.

Así, Braidotti argumenta que el posthumanismo por el que aboga es en esencia un “antihumanismo filosófico”, pero que “no debe de ser confundido con una misantropía cínica y nihilista”.[56] A mi modo de ver, no es nihilista por dos razones. Primero, porque no suscribe un dualismo entre mente y mundo o naturaleza y espíritu, el tipo de dualismo que se halla a la base de las tesis empiristas cartesianas de la mente —donde se fundan los idealismos de la conciencia, desde Descartes hasta Fichte— y que se manifiestan en términos de lo que Jacobi llamó “filosofías de la nada”, sistemas de pensamiento incapaces de mostrar la realidad del mundo externo desde las bases prioritarias de la conciencia. Y segundo, porque la sobrevaloración de la humanidad —que Nietzsche confrontó y rebatió a través de la idea de la muerte de Dios[57]— no significa una anulación del humanismo, pero sí la invitación a desarrollar un pensamiento crítico con base en una clara comprensión y toma de conciencia, gracias al “filosofar a martillazos” de Nietzsche, de la “incerteza ontológica” de lo humano.[58]

Desde la postura de Braidotti, la teoría posthumanista hace propia una utopía ética y política —como la ha validado por dos milenios el humanismo clásico, quizá hasta antes de que Nietzsche y Heidegger lo denunciaran—, pero sin caer en el discurso de la exclusión y el antropocentrismo. Esto explica su rechazo a cualquier modo dicotómico de pensarnos a través de la imperiosa necesidad metafísica (que arrastramos por herencia antropocéntrica) de colocar límites epistemológicos y metafísicos en la definición de la identidad personal, y por lo cual pone en entredicho la subordinación de lo animal a nuestra racionalidad (que debe ser conquistado y domesticado) y la supremacía de la racionalidad sobre nuestra animalidad (que debe mandar e imponerse).[59]

Ahora bien, la virtud del posthumanismo en relación con el desafío que debemos superar hoy, en lo posible y en consideración de la propia vulnerabilidad humana y los dramáticos efectos del sueño de la razón sobre la naturaleza —sin olvidar que tales efectos, en la medida que sus causas nos increpan, son de modo directo o indirecto consecuencias de la manera de pensarnos como entes cuya racionalidad trascendentaliza nuestro estatus biológico—, se hace patente del siguiente modo en la propuesta de Braidotti:

Una vez desafiada la centralidad del anthropos, un cierto número de confines entre el hombre y los otros de sí comienzan a caer, con un efecto en cascada que abre perspectivas inesperadas. De este modo, si la decadencia del humanismo inaugura lo posthumano exhortando a los humanos sexualizados y racializados a emanciparse de la relación dialéctica esclavo–amo, la crisis del anthropos allana el camino a la irrupción de las fuerzas demoniacas de los otros naturalizados. Animales, insectos, plantas y medio ambiente, incluso planeta y cosmos en su conjunto, son ahora llamados a juego. Esto pone otra carga de responsabilidad sobre nuestra especie, que es la causa principal del desastre ecológico. El hecho de que nuestra era geológica sea conocida como antropocena evidencia, al mismo tiempo, la
potencia tecnológicamente mediada adquirida por anthropos y sus consecuencias potencialmente letales para todos los demás.[60]

En virtud de tomar seriamente las consecuencias del antropocentrismo, la propuesta posthumana reconoce el impacto geológico de los seres humanos y, a la par, insiste en la necesidad de concientizarnos en torno a “una dimensión planetaria geocentrada”.[61] La “dimensión geocentrada” a la que refiere Braidotti implica aceptar la “Tesis Nº 1” de Dipesh Chakrabarty, según la cual “la explicación antropogénica del cambio climático implica el colapso de la antigua distinción humanista entre historia natural e historia humana”.[62]

Para ir cerrando, diré unas cuantas palabras acerca de la pertinencia de la perspectiva posthumana en lo que respecta a lo que Braidotti llama el “devenir tierra” y el “devenir animal” (es decir, el ser humano deviniendo tierra y animal).[63] Tomando estos devenires humanos en conjunto, parece que arribamos a una idea lo suficientemente clara sobre las implicaciones de la propuesta teórica posthumanista en relación con nuestra posición en la Tierra y en atención a nuestras capacidades y vulnerabilidades; una posición, por consiguiente, que arremete contra “la arrogancia del hombre como especie dominante”, cuyo lugar jerárquico y violento contra todo lo que es no–hombre se lo ha dado él mismo a través de su razón y personalidad trascendental.

Devenir tierra. Desde las bases del “continuum naturaleza–cultura” que, para Braidotti, representa la síntesis que caracteriza su propuesta posthumanista, la convicción de una filosofía monista–vitalista, spinoziana pero no mecanicista, no podría lógicamente dejar de insistir en la tesis de que todo cuanto existe es parte de la naturaleza. Esta tesis ontológica monista no es particularmente nueva, pero plantea un reto enorme para una teoría crítica, como ella sostiene, porque exige “visualizar el sujeto como entidad transversal que comprende a lo humano, a nuestros vecinos genéticos animales y a la tierra en su conjunto, y tenemos que hacerlo en un lenguaje comprensible”.[64] Este modo de entender el monismo, dando clara continuidad al romanticismo alemán hölderliniano en su apropiación de Spinoza, es formulado de otra manera por la propia Braidotti al señalar que se trata de un “pacifismo ontológico”.[65]

Puesto que en la teoría postantropocéntrica hemos llegado al reconocimiento de la igualdad de las especies, el pacifismo ontológico es resultado de dejar de dar por descontada la cuestión “de la arrogancia humana y la hipótesis del excepcionalismo trascendental humano”.[66] Se trata de reconocer la vida como zoe, en lugar de limitarla al bios fundamentalmente humano (la vida en sentido humano), esto es, una vida incluyente al máximo y que no se reduce a la humana, en tanto se resume en una fuerza dinámica capaz de autoorganización y vitalidad generativa. El devenir tierra es un “igualitarismo zoe–centrado” que exige al ser humano “desfamiliarizarse” de ese pensamiento tan arraigado, en su propia conciencia, sobre su posición dominante en el mundo. Consiste en un proceso continuo, una tarea personal de “desidentificación” con un número amplio de “valores familiares y normativos” propios de instituciones políticas, educativas y religiosas dominantes que han fijado lo que deben ser los papeles entre géneros.[67] En este sentido, resulta interesante constatar que la tarea que nos pide el posthumanismo coincide a la perfección con los ejercicios espirituales recomendados por aquella escuela helenista que, a juzgar por su procedencia dentro de su contexto histórico originario humanista, resulta ser la escuela más humanísticamente contradictoria: la escuela cínica.[68]

Devenir animal. De nuevo, en la medida en que el posthumanismo, como postantropocentrismo, “destituye el concepto de jerarquía” entre las diferentes especies y pone de cabeza la idea de “hombre como medida de todas las cosas”, es claro que el posthumanismo plantea en su horizonte de realización antihumanista la cuestión en torno al devenir animal. En mi opinión, es en este aspecto de la propuesta posthumanista de Braidotti donde cabe hacer una más amplia crítica a la concepción filosófica antropológica clásica del animal racional.

Al tratarse de un “continuum entre naturaleza y cultura”, tienen entonces que palidecer de modo brutal las líneas fronterizas que distinguen no sólo lo humano de lo no humano desde la propia condición animal, sino también lo racional de lo no racional desde la condición humana como condición natural. Lo racional como característico de una forma de vida es, ante todo, vida; y no algo fuera de la materia vital, pues como tal se autoorganiza, se reprograma y, por tanto, no está exenta de inteligencia. En este sentido, en el que la propia idea de lo que significa racional no deja de ser contestable y se torna extraordinariamente resbaladiza para ser usada como predicado distintivo, se invierte el modo deseable por el cual se justifican las relaciones normativas intersubjetivas: allí donde el espacio de las razones tenía amplio privilegio sobre el espacio de las emociones y los sentimientos, ahora es al revés, ya que son los vínculos comunes de vulnerabilidad, experiencia del dolor y sufrimiento lo que genera formas nuevas de empatía y compasión entre seres humanos y seres humanos y animales no humanos.

Dada la temática del presente texto, suscrita a la reflexión a partir de nuestra situación pandémica global más reciente y lo que parece ser su potencial causa, definida por la oms como enfermedad zoonótica, el aspecto que considero más relevante del devenir animal posthumanista se refiere a la contradicción entre este particular devenir posthumano —“destituir el concepto de jerarquía entre las diferentes especies”— y el modo en que los animales (en este particular caso, no humanos) son tratados en la economía de mercado.[69] En efecto, en el capitalismo avanzado global de la segunda década del siglo XXI cualquier animal de cualquier especie se convierte en objeto de mercado; son “transformados en cuerpos disponibles y comercializables”.[70] Esta relación negativa y perversa entre los animales humanos y los no humanos es claramente un resabio doloroso de esa “revolución psíquica” que, de manera penosa y vergonzosa, aún arrastramos como humanidad. Es un aspecto muy relevante para discutir aquí en cuanto recordamos que fue en un mercado húmedo, un mercado de animales vivos en la provincia de Wuhan, donde surgió el SARS–CoV–2 a finales de 2019. En oposición a esta relación negativa que llevamos siglos normalizando contra los animales no humanos, resurge otra vez una filosofía moral en clave spinoziana, constitutiva de la ética posthumanista:

Una etología de las fuerzas basada en la ética spinozista emerge como principal punto de referencia para cambiar la relación humano–animal. Ésta traza un nuevo contexto político, que yo interpreto como un proyecto afirmativo en respuesta a la mercantilización de la vida en todas sus formas, que representa la lógica oportunista del capitalismo avanzado.[71]

Así, el devenir animal de la perspectiva utópica posthumana nos liga éticamente con todos los animales no humanos. Por supuesto, considerado en conjunto con el devenir tierra, tenemos aquí la propuesta de una nueva forma —aunque, en el decir de Heidegger, vieja en su propia etimología— de morar y habitar que, lejos de deshabitar con la Tierra y las otras especies animales, nos invita a coexistir genuinamente con aquélla y con éstas.

 

Conclusión

En este trabajo he querido presentar una alternativa al modo en que hemos hecho habitual un modo de vivir y de habitar que, siguiendo las ideas de algunos teóricos de la ética ecológica y de la responsabilidad humana sobre la naturaleza, tiene como base ideológica la supremacía del hombre sobre otras especies argumentando su dote racional y su supuesto estatus trascendente —no inmanente— al mundo terrenal y animal. En conformidad con autores como Passmore y White Jr., se trata de una ideología que toma la trascendencia del ser humano respecto del mundo natural del judeocristianismo y, a la vez, sustenta, en la antropología filosófica clásica aristotélica y estoica, la identidad exclusiva del hombre como animal racional. He señalado cómo esta ideología se revela en la ética de Kant como uno de los ejemplos paradigmáticos de la concepción ética del ser humano moderno y occidentalmente ilustrado.

La realidad pandémica ha dado el motivo para intentar articular la alternativa que aquí presenté. Nadie puede subestimar el alcance trágico de la enfermedad, la soledad, el confinamiento y la muerte que, como humanidad, hemos vivido en los últimos dos años. Y hay razones para creer que la transmisión entre seres humanos del virus SARS–CoV–2 se debe a la degradación de ecosistemas, los cuales, entre sus múltiples funciones, sirven de barrera de protección humana ante este virus zoonótico. En este sentido, es razonable pensar que la covid–19, causada por tal microorganismo, es un indicio más del declive ecológico que vive nuestro planeta desde hace un siglo, por lo menos. En todo caso, y aun desmintiendo lo anterior, no son pocos los datos científicos publicados en los últimos cincuenta años que demuestran el declive de una gran variedad de ecosistemas que sustentan la vida de cientos de especies y organismos —incluyendo, desde luego, la vida del ser humano— a causa del cambio climático, y tampoco son pocos los datos que revelan la magnitud del impacto de las acciones humanas a favor del calentamiento global. Nuestras actividades responsables de este fenómeno se circunscriben sobre todo al uso de energías fósiles no renovables extraídas de la tierra. Por esta práctica de expropiación y explotación de recursos para el propio “beneficio” de nuestra especie, estos actos responden a una lógica instrumentalista afianzada en esa “revolución psíquica” que postula Lynn White Jr.; es decir, responden a la creencia de que el ser humano (y, en particular, el hombre blanco heterosexual) es amo y señor de todo lo que se encuentra sobre y debajo de la Tierra. He querido sostener que, dominada por esta ideología antropocéntrica, la humanidad occidental ha olvidado, en palabras de Heidegger, la íntima relación del construir (cultura, civilización) con el habitar.

Contra la ideología antropocéntrica, especista y excluyente de todo lo otro que no participa de la razón (principalmente, nuestra propia animalidad, la de otras y otros, la otra animalidad no humana y la naturaleza), busqué proponer, en apoyo de una vuelta al monismo de Spinoza, una alternativa a partir de las visiones humanista–romántica de Hölderlin y posthumanista de Braidotti. He argumentado que estas posturas ofrecen una valiosa alternativa para la comprensión de nuestro habitar humano dentro —y no fuera— de la naturaleza, y desde esta comprensión incluyente propone las bases de una ética del cuidado de todo lo humano y lo otro no humano (precisamente, es desde esa ética que debemos cimentar nuestra “nueva normalidad”). Creo que al poner de manifiesto la herencia hölderliniana del posthumanismo a través de la noción spinoziana deus sive natura (interpretada no de manera mecanicista, sino autopoiética), la teoría de Braidotti se fortalece en el seno de una discusión filosófica con la tradición. Por ello, el posthumanismo no representa una postura ajena a una historia de la filosofía en la que no hundiría sus propias raíces propositivas, a pesar de denunciar algunas aberraciones antropocéntricas (milenariamente arraigadas) del humanismo clásico. En este sentido, pienso que, por un lado, difiere con claridad de la teoría postmoderna (como la pérdida de credibilidad en cualquier metarrelato) y, por otro lado, al establecer el vínculo con Hölderlin (el continuum naturaleza–cultura braidottiniano es el consecuente de un continuum romántico), he procurado revitalizar la pertinencia de un pensamiento anclado en el sentido poético del mundo y, por consiguiente, resaltar las cualidades estéticas y literario–filosóficas del posthumanismo.

A mi modo de ver, reivindicar nuestra relación ético–estética con la naturaleza y la animalidad proporciona una mejor comprensión de nuestra propia vulnerabilidad naturalizada y, a través de ella, la forma más humana de habitar, cohabitando, nuestro planeta.

 

Fuentes documentales

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——  David Hume: über den Glauben, oder Idealismus und Realismus: ein Gespräch, Meiner, Hamburgo, 2005.

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[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesor–investigador en el Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana, campus Puebla. francisco. iracheta@iberopuebla.mx

 

[1] Slavoj Žižek, El coraje de la desesperanza: crónicas del año en que actuamos peligrosamente, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 130.

[2] En efecto, de acuerdo con el reporte anual del Artificial Intelligence Index de la Universidad de Stanford, la inversión de startups en inteligencia artificial se ha incrementado de 1.3 billones de dólares en 2010 a más de 37 billones a finales de noviembre de 2019, esto es, un mes antes del estallido del brote del virus. Raymond Perrault (Coord.), Artificial Intelligence Index Report 2019, AI Index Steering Committee/Human–Centered AI Institute/Stanford University, Stanford, 2019. https://hai.stanford.edu/sites/default/files/ai_index_2019_report.pdf

[3] No quiero decir que las tic, como parte de las tecnologías que dominan la inversión de capital actualmente, estén libres de manipulación capitalista. Por otro lado, si bien es cierto que el acceso a Internet y el desarrollo de plataformas tecnológicas ha permitido cierta continuidad de labores económicas y educativas durante la pandemia, esto no implica que haya habido un beneficio universal.  Por ejemplo, sabemos ya que cientos de miles de niños y jóvenes dejaron de atender su educación por falta de acceso a Internet y dispositivos electrónicos. Con todo, es cierto que los avances tecnológicos tienen muchos aspectos positivos que pueden ser aprovechados más allá de que estén específicamente dominados por el profit. Este punto es central en la propuesta de Braidotti, en su modo de relacionar el posthumanismo con la tecnología.

[4] La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la zoonosis como cualquier “enfermedad o infección que se transmite de forma natural de los animales vertebrados a los humanos”. Esta misma institución afirma que “la urbanización y la destrucción de los hábitats naturales aumentan el riesgo de enfermedades zoonóticas al incrementar el contacto entre los seres humanos y los animales”. Organización Mundial de la Salud, Zoonosis, 29 de junio de 2020, https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/zoonoses  Cursivas del autor. Con todo, aun rechazando esta razonable suposición, ello no niega el problema más general del cambio climático por acciones humanas. Este problema es producto de esa ideología.

[5] Alejandro Herrera Ibáñez, “Ética y ecología” en Luis Villoro (Coord.), Los linderos de la ética, Siglo XXI, México, 2000, pp. 134-151.

[6] John Passmore, Man’s Responsibility for Nature. Ecological Problems and Western Traditions, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1974.

[7] El artículo se encuentra publicado en español: Lynn White Jr., “Raíces históricas de nuestra crisis ecológica” en Revista Ambiente y Desarrollo de CIPMA, Centro de Investigación y Planificación del Medio Ambiente, Santiago de Chile, vol. 23, Nº 1, enero/marzo de 2007, pp. 78–86, p. 83. Cursivas del autor.

[8] Ibidem, p. 82.

[9] Ludwig Feuerbach, The Essence of Christianity, Prometheus Books, Nueva York, 1989.

[10] Si bien es cierto que Feuerbach busca demoler a la teología mostrando que el cristianismo es en esencia antropología y, por tanto, la teología tiene que ser sustituida por la antropología, también lo es que este autor concibe su propio trabajo (en La esencia del cristianismo y en La filosofía del futuro) como plenamente consecuente con esa idea, que sirve de hilo conductor a la filosofía moderna, de divinizar al hombre bajo un paradigma, claro está, teísta.

[11] Téngase presente la dilucidación de la tercera y cuarta antinomias dentro de la Crítica de la razón pura, en las que Kant trata la existencia de una causa del mundo (Dios) y la libertad trascendental (fundamento de la libertad práctica) en términos de la misma idea incondicionada de la razón pura allende el mundo natural. Más aún, este mismo autor sostiene que, si uno no admite la validez de estas ideas, no queda sino un profundo escepticismo sobre la religión y la ética. Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Fondo de Cultura Económica/Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2011.

[12] No obstante, hay que admitir que el concepto de dignidad en Kant poco tiene que ver con la dignidad o valor intrínseco que la tradición judeocristiana reconoce en los seres humanos. En sentido estricto, para el filósofo de Königsberg la dignidad del hombre se encuentra en su persona —no en su naturaleza antropológica—, por lo que no es necesariamente un valor que todo ser humano tenga por el solo hecho de ser tal.

[13] Friedrich Hölderlin, Ensayos, Hiperión, Madrid, 1997, p. 22. Cursivas del autor.

[14] Tómese en cuenta que Hölderlin también se apoya en Fichte para hablar así de la naturaleza. En efecto, para este último aquélla representa sólo algo negativo, una resistencia u obstáculo del actuar libre del yo. Para Fichte, simplificando las cosas, si la naturaleza posee para nosotros alguna realidad, ello se debe fundamentalmente a la propia conciencia personal del deber moral.

[15] Esta aseveración se ha hecho más verdadera aún en nuestra época de modernidad globalizada. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2001, pp. 59–62.

[16] Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar” en Teoría, Departamento de Filosofía, Universidad de Chile, Santiago de Chile, Nº 5–6, 1975, pp. 150–162, p. 152.

[17] Idem.

[18] Como nos recuerda nuevamente Heidegger, “el rasgo fundamental del habitar es proteger”. Ibidem, p. 153. Cursivas del autor.

[19] Gustavo Ortiz Millán, “Sobre la distinción entre ética y moral” en Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, Nº 45, octubre de 2016, pp. 113–139.

[20] Más recientemente Eric S. Nelson ha trazado esta misma línea de argumentación crítica; pero, de manera positiva, nos muestra de qué modo las filosofías de Lévinas y Adorno abren la puerta a una posibilidad de hospitalidad moral con el otro material y con la vida sensible. En este sentido su trabajo se inserta dentro de lo que, como veremos más adelante, podría ser una comprensión posthumana. Eric S. Nelson, Levinas, Adorno and the Ethics of the Material Other, suny Press, Nueva York, 2020.

[21] Ibidem, pp. 82–83. De nuevo, no estoy afirmando que ésta sea la interpretación correcta de lo que el Génesis quiere decir, pero sí que es una que prevalece en la visión de la cultura occidental, alimentada quizá exageradamente por lo que este mismo libro dice sobre la tarea del hombre en la Tierra.

[22] Esto no significa de ninguna manera tener que renunciar a la religión cristiana, pero sí significa aprender a pensarla y vivirla de otra manera. El mismo White Jr., por ejemplo, nos recuerda que existe una “visión cristiana alternativa” a la del progreso ilimitado a expensas de la explotación y la invasión de la naturaleza (la encontramos en el caso de Francisco de Asís).

[23] Ibidem, p. 31.

[24] Idem.

[25] La religión sensible sustituiría a la religión racional, de acuerdo con el proyecto del idealismo alemán. El paradigma de esta interpretación racional de la religión lo encontramos, desde luego, en Kant. Es sabido que al leer Hölderlin la obra kantiana La religión dentro de los límites de la mera razón, nuestro joven poeta se encontró “con un ‘amargo descubrimiento’ de una ‘salvaje naturaleza [humana]’ que fue acabando con la creencia en la posibilidad de una Revolución radical del género humano”. Carlos Duran y Daniel Innerarity, “Mitología de la revolución: los himnos de Tubinga” en Friedrich Hölderlin, Los himnos de Tubinga, Hiperión, Madrid, 1997, p. 32. Esto se debió a lo que Kant sostiene en esa obra sobre la “propensión al mal en la naturaleza humana”, una propensión que sólo puede transformarse con un cambio radical en el modo de actuar, fundado, por supuesto, en la razón pura práctica.

[26] El Hen kai pan, el uno y el todo, aparece primeramente en la filosofía alemana gracias a Lessing, quien lo hace propio como credo filosófico personal a través de su “conversión” al spinozismo.

[27] Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Hiperión, Madrid, 2001, p. 80. Cursivas del autor.

[28] Ibidem, p. 125.

[29] Friedrich Jacobi, David Hume: über den Glauben, oder Idealismus und Realismus: ein Gespräch, Meiner, Hamburgo, 2005.

[30] Jacobi fue el primer filósofo contemporáneo de Kant que puso seriamente en cuestión el sistema del idealismo trascendental respaldado en la distinción fenómeno–cosa en sí; un dualismo que resulta ser ni más ni menos que el fundamento de la dicotomía causalidad por libertadcausalidad natural. Jacobi es quien sostiene, en el trabajo citado, que necesitamos la presuposición de las cosas en sí mismas para entrar al sistema kantiano (pues, ciertamente, Kant sostiene en la “Estética trascendental” de la primera Crítica que, sin lo dado a la sensibilidad pasiva, el conocimiento no puede surgir); pero con esta suposición y una vez adentro, no podemos permanecer en él, ya que la deducción trascendental de las categorías muestra que éstas no pueden ser aplicadas a las cosas en sí mismas.

[31] Friedrich Hölderlin, Hiperión…, pp. 115–116. Cursivas del autor.

[32] Heinrich Friedrich Jacobi, Briefe über die Lehre von Spinoza, Meiner, Hamburgo, 2007.

[33] Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Alianza, Madrid, 2009, p. 46.

[34] En sentido más estricto puede decirse que se trata del dualismo que la filosofía occidental arrastra desde el pensamiento de Platón. Desde luego, no todas las filosofías desde entonces han sido dualistas, pero sí han sido éstas las más influyentes. La característica común de tales filosofías, si hacemos caso a Rorty, radica en que comparten “el modelo de la metáfora de la visión”, esto es, la visión del alma contemplándose a sí misma, a diferencia de la visión del cuerpo que observa cuerpos y materia. De esa idea de la visión del alma surge la suposición de “nuestra esencia de vidrio”, una esencia que denota una hechura “de una sustancia que es más pura, de grano más fino, más sutil y delicada que la mayoría”. Se trata justamente de aquello que, al parecer de estos filósofos, “tenemos en común con los ángeles”. Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 2010, p. 48. La idea de una filosofía pura viene de esta tradición.

[35] Baruch Spinoza, Ética, p. 46.

[36] Leemos, en efecto, en el “Apéndice” lo siguiente: “Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto”. Justamente porque se trata del prejuicio que origina muchos otros sobre la divinidad y la naturaleza, no es casual que Spinoza insista en este mismo motivo prejuicioso en las páginas del “Apéndice”. Así, asegura que, de modo común, los hombres “consideran todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil”, y también sentencia que los hombres alaban a Dios para que “Dios los amara más que a los otros, y dirigiese la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e insaciable avaricia”. Ibidem, pp. 96–99. Cursivas del autor.

[37] En su misma conferencia, “Construir, habitar, pensar”, Heidegger sostiene que el “señorío” que el hombre se ha dado a sí mismo “empuja a la esencia humana hacia lo desolador”. El “desenfreno” que ha motivado esta sensación de señorío no sólo conlleva que “el hombre se comporte como si él fuera el formador y patrón del habla”, sino también que, paralelamente, “la significación propia del verbo construir, o sea, habitar, se nos haya extraviado”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 151. Cursivas del autor.

[38] Baruch Spinoza, Ética, p. 101.

[39] Friedrich Hölderlin, Hiperión…, p. 25. Cursivas del autor.

[40] Frederik Beiser, German Idealism: The Struggle against Subjectivism, 1781–1801, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 2002, pp. 367–368.

[41] Friedrich Hölderlin, Los himnos de Tubinga, p. 71.

[42] La palabra “aórgico” (neologismo aparente que Hölderlin acuña del griego) es lo distinto de lo orgánico, pero sin ser lo inorgánico. Lo orgánico tiene aquí más el sentido de una organización mediada por la formación y la cultura que aquello que, según el discurso humanista clásico, es naturaleza a secas. Lo inorgánico es la falta de organización en este sentido y que denota, siguiendo el mismo discurso clásico humanista, ausencia de organización con correspondencia civilizatoria. Lo aórgico, en cambio, es una forma de creatividad inconsciente, característica del poeta y del artista, que no ha sufrido los embistes de una cultura que lo asfixia o que anula su creatividad eliminando su furia natural. Es una forma de impulso de formación (Bildungstrieb). Al referirse al seno aórgico de la naturaleza, Hölderlin busca señalar tanto las fuerzas productivas y creadoras de la naturaleza como su inconmensurabilidad, su infinitud. El ser humano requiere devenir aórgico, esto es, dejar desarrollar y manifestar sus fuerzas creativas originales como ser mismo natural. Es una palabra que revela, por decir lo menos, el entusiasmo de Hölderlin por la substantia de Spinoza y su crítica a toda forma de pensar la cultura como solamente reveladora de formas de vida no inconscientes.

[43] Friedrich Hölderlin, Ensayos, p. 116.

[44] Martin Heidegger, “Carta sobre el humanismo” en Martin Heidegger, Hitos, Alianza, Madrid, 2007, p. 260.

[45] Ibidem, p. 263. De nuevo, en su conferencia “Construir, habitar, pensar”, Heidegger explica que la palabra “vecino” (Nachbar, en alemán) “es el ‘Nachgebur’, el ‘Nachgebauer’, aquél que habita en las cercanías”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 151. En este sentido, queda claro que hallarse en la vecindad del ser, ser vecino del ser, es para Heidegger el verdadero habitar del hombre.

[46] Rosi Braidotti, Lo posthumano, Gedisa, Barcelona, 2015, p. 12.

[47] Ibidem, pp. 11–12.

[48] Sloterdijk, por ejemplo, se refiere a los “fundamentos nuevos” de las sociedades actuales como sociedades “decididamente post–literarias, post–epistolográficas, y en consecuencia post–humanísticas”. Lo posthumanístico representa el conjunto de las “ciencias humanas” en la era posthumana. Para este autor se trata de una “era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo que ya ha pasado porque ya no se puede sostener por más tiempo la ilusión de que las macroestructuras políticas y económicas se podrían organizar de acuerdo con el modelo amable de las sociedades literarias”. Peter Sloterdijk, Reglas para el parque humano, Siruela, Madrid, 2006, pp. 10–11. El mismo autor sitúa el origen de estas sociedades de conocimiento literarias en el origen del humanismo clásico, esto es, en Cicerón.

[49] Como comenta Braidotti, “el saber posthumano —y los sujetos que lo sostienen— se caracterizan por una básica aspiración a los principios que mantienen unida a la comunidad, e intentan evitar, por tanto, las trampas de la nostalgia conservadora y de la euforia neoliberal”. Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 22. La autora se refiere a una “forma perversa de lo posthumano”, generada por las tecnologías biogenéticas del capitalismo avanzado.

[50] Señala Heidegger que “el cuidar y el edificar es el construir en sentido estricto […], y el construir un habitar”. Pero, a la vez, el “pensar también pertenece al habitar”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 162. Cursivas del autor. Mas recordemos que, como suscribe el mismo autor en su Carta al humanismo, no todo filosofar es pensar, y mucho menos el filosofar que ha devenido técnica por su celo de la ciencia matemática. En este orden de ideas es posible decir que la filosofía moderna que ha desplazado lo natural de lo cultural es la misma filosofía que, por haber dejado de pensar, también ha desplazado el habitar del construir.

[51] Ibidem, p. 13.

[52] Ibidem, p. 73.

[53] En efecto, no sólo Herder y Hölderlin, sino también Schelling, desde luego, en plena sincronía con Hölderlin, ya suscribía en su Naturphilosophie la idea de que “la naturaleza tiene que ser espíritu visible, y el espíritu tiene que ser naturaleza invisible”. Frederik Beiser, German Idealism…, p. 368.

[54] Braidotti considera aquí las biotecnologías, nanotecnologías, tecnologías de la información y ciencias cognitivas.

[55] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 11. Las cursivas se encuentran en el original. No hay que olvidar que éste es el problema que encarna el propio Hölderlin y del cual quiere afanosamente zafarse. Así, en su Hiperión el héroe romántico exclama ante Belarmino: “¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo”. Friedrich Hölderlin, Hiperión…, p. 26. Lo mismo encontramos en su “Fundamento para el Empédocles”. Empédocles, “un hijo de su cielo y de su periodo, de su patria, un hijo de las violentas contraposiciones de naturaleza y arte”, tiene un destino, sin embargo, que se le presenta “como una instantánea unificación”. Friedrich Hölderlin, Ensayos, pp. 118–119.

[56] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p 17.

[57] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Tecnos, Barcelona, 2007.

[58] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 17.

[59] A mi modo particular de ver, el posthumanismo —y, desde luego también, los estudios posthumanísticos (como claramente lo deja ver la reflexión de Sloterdijk)— implica la crítica de Heidegger al humanismo clásico, sustentado en la idea definitoria del ser humano como animal racional. Con todo, el posthumanismo de Braidotti (al menos) no comparte con Heidegger, por supuesto, la idea de que el ser humano está más cerca de la divinidad que de la animalidad, ni la fobia heideggeriana por la tecnología. En este sentido, el debate entre el posthumanismo de Braidotti —y de otros con quienes ella misma comulga (como el de Donna Haraway o Max Moore)— y el posthumanismo de Heidegger se abre en torno a si es posible o no incluir la tecnología en el habitar, el construir y el pensar. Sin querer llevar las cosas demasiado lejos (por razones de espacio) sospecho que la posición de Sloterdijk, al menos, representa un punto medio en este debate.

[60] Ibidem, p. 83. Las cursivas se encuentran en el original. En este párrafo tenemos nuevamente la toma de posición no antropocéntrica y antihumanista de Braidotti en contraposición con lo que podríamos decir que es la postura de “la economía política del capitalismo biogenético” (ibidem, p. 82), que es no antropocéntrico (se trata de un capitalismo postantropocéntrico) y, al mismo tiempo, sin embargo, no posthumanista, pues sigue adscribiendo la idea de que el ser humano —pero un tipo de ser humano, a saber, hombre blanco, heterosexual, profesional, ciudadano…— es el verdadero amo y señor de la naturaleza. El capitalismo global ha relajado la tendencia centrista del hombre (para favorecer también máquinas, robots y animales no humanos); no obstante, por razones de capital sigue insistiendo con violencia en que un tipo de hombre es el que, desde las periferias, mantiene su dominio y jerarquía sobre todo lo otro.

[61] Ibidem, p. 101.

[62] Dipesh Chakrabarty, “El clima de la historia: cuatro tesis” en Utopía y Praxis Latinoamericana, Universidad del Zulia, Venezuela, vol. 24, Nº 84, 2019, pp. 90–109, p. 93.

[63] Braidotti, siguiendo claramente la idea de Donna Haraway sobre la condición posthumana identificada en el modelo del ciborg, hace referencia al devenir máquina. Con todo, dejaré para otro trabajo el análisis de la relación que puede existir entre el ciborg y la naturaleza, por un lado, dentro del contexto de un monismo vitalista spinoziano y, por otro lado, en la manera en que este devenir se inserta en la discusión planteada en lo que ya he dicho al final de la nota 59.

[64] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 100. Cursivas del autor. Nótese que este “lenguaje comprensible” no es, desde luego, el lenguaje de las escuelas, sino el literario, poético, mitológico…; en suma, aquello que Hölderlin —junto con sus amigos del seminario de Tubinga— reconoce como el lenguaje mismo de la religión sensible (véase la nota 25). Por otro lado, para echar más leña al fuego del debate posthumanista en torno al habitar, no olvidemos que es el mismo Heidegger quien sostiene que “el ser–hombre descansa en el habitar y, ciertamente, en el sentido de la morada de los mortales sobre la Tierra”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 153.

[65] Ibidem, p. 104.

[66] Idem.

[67] Ibidem, p. 107.

[68] En su ensayo “Ciudadanos del mundo” Martha Nussbaum examina la idea de que, al atribuir a Diógenes de Sinope, cínico autoexiliado, la frase “soy un ciudadano del mundo” (cuando se le preguntó de dónde venía), podemos tomar como una fundamental idea cínica la importante cuestión de “transformarnos, hasta cierto punto, en exiliados filosóficos de nuestras formas de vida”. Martha Nussbaum, “Ciudadanos del mundo” en Martha Nussbaum, El cultivo de la humanidad, Paidós, Madrid, 2016, p. 84.

[69] Braidotti señala que, desde el momento en que todos los animales “están inscritos en una economía de mercado de intercambios globales que los mercantiliza con el mismo grado de intensidad y los hace disponibles del mismo modo”, existe una igualdad entre animales humanos y no humanos. Con todo, en lo que a cantidad respecta, la autora insiste en que el tráfico de animales no humanos es el tercer más amplio mercado ilegal del mundo, después de las drogas y las armas, pero antes que el tráfico humano (principalmente de mujeres y niñas) y de órganos. Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 88.

[70] Idem., p. 88.

[71] Ibidem, p. 90.