Escuchando la herida: para una ética atravesada por la complejidad

Pedro Antonio Reyes Linares , S.J.[*]

 

Recepción: 17 de marzo de 2022
Aprobación: 4
 de mayo de 2022

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio. Escuchando la herida: para una ética atravesada por la complejidad. En este artículo doy pistas para la construcción de una ética desde el reconocimiento de la implicación humana personal en el dinamismo complejo en que se constituye la realidad. Defino la implicación desde el concepto de vulnerabilidad, comprendiéndola como la condición de estar atravesada afectivamente por diversos dinamismos, constitutivos de su sentir, y posibilitadores de una acción propia pero nunca desligada, aprovechando para ello el análisis noológico de la afección en Xavier Zubiri, que plantea la congenereidad de la realidad personal y la realidad del mundo. Esto representa un reto a la posición moderna, que pensaba a la subjetividad desde una postura separada del mundo, y la oportunidad de construir una ética de la sintonía que permita una consideración más responsable de la ecología y la vulnerabilidad propia y ajena.

Palabras clave: Zubiri, Arendt, persona, mundo, vulnerabilidad, ética.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio. Hearing the Hurt: For an Ethics Informed by Complexity. In this article I offer points of reference for building an ethics based on recognizing people’s personal involvement in the complex dynamics in which reality is constituted. I define this involvement by referring to the concept of vulnerability, understood as the condition of undergoing different affective dynamics, constitutive of people’s feeling, that enable them to take action that is theirs but not detached; I also draw on Xavier Zubiri’s noological analysis of affection, which proposes the congenereity of personal reality and the reality of the world. This represents a challenge to the modern position, which posited subjectivity as separate from the world, as well as an opportunity to construct an ethics of attunement that could help to give rise to a more responsible consideration of ecology and the vulnerability of oneself and others.

Key words: Zubiri, Arendt, person, world, vulnerability, ethics.

 

La modernidad a la sombra de Arquímedes

“Denme un punto de apoyo y moveré al mundo.” Tal es quizá la traducción más célebre del dicho que se atribuye a Arquímedes de Siracusa (287–212 a. e. c.) (y tal vez, también, su traición, pues en los comentarios de Plutarco aparece de esta manera: “Si hubiera otro mundo y pudiese ir a él, entonces podría mover éste”). El matemático y constructor del periodo alejandrino la habría pronunciado entusiasmado al probar su palanca en el movimiento de los barcos de su ciudad. Sin embargo, a pesar del carácter mítico de la traducción, su interés radica en que fue uno de los lemas inaugurales de la Edad Moderna en la versión que en 1544 ofreció Johann Herwagen, en Basilea, de la obra de Arquímedes en griego y latín. En la frase se concentraba el espíritu de una época que marcaba la distancia infinita que separaba al ser humano como agente libre y dominador respecto del mundo inerte, que oponía su resistencia y peso a la capacidad humana, pero que podía ser vencido si la inteligencia lograba dar con el recurso adecuado para establecer su dominio.

Acorde con ese espíritu, una de las tareas fundamentales de la filosofía de la modernidad fue precisamente exponer y justificar esa distancia. Esto requería un replanteamiento muy radical en diversas concepciones que hasta entonces habían sido claves del pensamiento y la cultura de ese tiempo. Se necesitaba una reforma profunda en la teoría del conocimiento, que tenía ahora que dar ese lugar separado (infinitamente separado) a la inteligencia, dotándola de una fuente de verificación que se liberara de la ambigüedad del acceso a las cosas y de un lenguaje que le permitiera mantener esa misma libertad. A partir de ahí se modificaría también la forma en que se pensaba el modo humano de habitar el mundo, resguardando por lo menos un espacio de sus facultades de cualquier tipo de contaminación que pudiese poner en entredicho su dominio sobre todas las otras cosas (incluido su propio cuerpo) y la justicia de ese modo de dominar. Entre ambas modificaciones, epistemológica y antropológica, surgieron nuevos modos de pensar la política, la ética, la estética y otros ámbitos del quehacer y el vivir humanos. La ambición de “mover el mundo”, desde la inteligencia convertida en punto absoluto, en “separada” e “invulnerable”, inauguró un nuevo modo de convivencia y una ecología.

La fina mirada de Hannah Arendt, en el último capítulo de La condición humana, usó esta sentencia de Arquímedes para la interpretación de este cambio fundamental vivido en la modernidad. Para ella es precisamente este retour à Archimède[1] lo que en el Renacimiento europeo abrió la puerta a los descubrimientos de Galileo y las posteriores teorías de Descartes y Newton, que darían figura al mundo moderno. Este regreso al matemático de Siracusa está marcado, según nuestra filósofa, por el temor al engaño de los sentidos y la esperanza de encontrar un modo de librar esta importante fuente de error en nuestros juicios más elementales, y, por ende, en nuestras relaciones con otros seres naturales y humanos, que se desarrollarán bajo el signo constante de la incertidumbre y la ambigüedad. Lo que de Arquímedes recuperan los modernos es entonces ambición y esperanza de encontrar un punto libre de estos peligros, ajeno a toda contaminación, en algún otro lugar distinto a la realidad: otro mundo desde el que se pueda juzgar y establecer el equilibrio del mundo que habitamos. Parecería, reflexiona Arendt, que la modernidad nace bajo este deseo de liberación de las ambigüedades; pero también estaba convencida de que el cumplimiento de esta esperanza sólo puede hacerse posible cuando se adquieren “poderes supramundanos” que dan garantía de no necesitar la realidad y de poder perderla.

La supramundanidad de estos poderes es el problema que la modernidad tiene que resolver, dado que, nos recuerda la filósofa alemana, esa época también ha reconocido nuestra fundamental sujeción a la Tierra. La peste negra, que azotó a la Europa inmediatamente premoderna, así como las epidemias que continuaron asolando las ciudades europeas, junto con las frecuentes guerras (sobre todo las religiosas), marcaron con una fundamental convicción a toda la población del continente: cualquier actividad humana está tan profundamente ligada a la Tierra, llena de avatares y desgracias, que no parece haber signo terrenal que pueda relacionarse o medirse con aquella bienaventuranza que la fe (ahora tan cuestionada y diversificada en confesiones) había enseñado a descubrir a los hombres y mujeres medievales en sus preparaciones de herbolaria, sus observaciones de la naturaleza y sus ciclos, la atención a la reproducción animal y vegetal, y en las investigaciones de los movimientos celestes. La bienaventuranza quedaba resignificada como una posibilidad sólo del mundo supramundano, mientras que los valores y criterios de este mundo tendrían que dirimirse en su propia esfera. Así, había que asegurarle a la inteligencia algún modo de librar esa condición (o condena) ligada a esa aparente contingencia y finitud.

Así, mientras el mundo medieval integraba en una sola armonía lo natural, lo humano y lo divino con la inteligencia como eje central, el mundo moderno distinguiría las esferas en un mundo divino, incomprensible y de bondad arbitraria, un mundo natural lleno de peligros, al que había que contener, y un mundo humano, regido por la voluntad de los fuertes que sometían a los demás a los ritmos de sus propias conquistas y empresas. Fue entonces cuando a la inteligencia se la consideró bajo un triple prisma: habría de participar, como don de un Dios bueno (si lo hubiese), de esa claridad preclara de lo divino, que habría de controlar los avatares y las incertidumbres del mundo natural, y habría de exhibir la fortaleza suficiente para que hombres y mujeres no encontraran otro camino que la sumisión a ella, como si se encontraran delante de su soberano o de su Señor. Si frente al mundo divino sólo cabía la confianza en la divina bondad (sin que se pudieran aducir razones para ella), ante los otros dos era necesaria la previsión controladora, con la garantía de no ser una visión desde la Tierra ni sometida a esa perspectiva parcial y engañosa, sino colocada en otro lugar, más allá, separada, dictando el orden que abraza y rige todas las cosas. La inteligencia se convertía en “ojo” sin cuerpo, por tanto, invulnerable.

Es este movimiento al “ojo de la mente”, simbolizado en el telescopio de Galileo, lo que Arendt encuentra más característico de la modernidad. Los lentes de aumento nos colocan no sólo en otro punto, planeta o estrella en el espacio, sino que permiten que ese punto se convierta en la referencia cero desde la cual desplegar mediciones, predicciones, etcétera. Se abandona así la naturalidad del lugar terrestre para colocarse como un punto en cualquier lugar; el espacio se convierte en una colección de puntos en posibles y variadas figuras de correlación[2] capaces de diseñar geométricamente todas las dimensiones, direcciones y movimientos. Esa geometría podía ser un cosmos universal, y la mente humana se convertiría así en la sede de ese dominio de conocimiento que dicta que todas las relaciones “por complicadas que sean” —expresa Arendt recordando a Descartes— “deben ser siempre expresables en fórmulas algebraicas”.[3] La geometría cartesiana, analítica, desemboca en una “ciencia física que para su cumplimiento no requería otros principios que los puramente matemáticos, y en esta ciencia el hombre podía moverse, arriesgarse en el espacio con la seguridad de que no encontraría nada que no fuera él mismo, nada que no pudiera reducirse a modelos presentes en él”.[4]

Difícilmente podríamos encontrar en los siglos recientes una revolución tan significativa, pues, como afirma Arendt, se había descubierto una “fuerza ‘transmundana’, universal”[5] que convierte todo en el “trabajo” del Hacedor (como el que celebra constantemente Kepler en su Armonía del mundo), al que imita el hombre moderno, cuando sus matemáticas le permiten colocarse en la misma posición que su Hacedor. La teología ha cedido su conclusión de la transmundanidad del ser humano a la ciencia, dando la indicación, aplicable en diferentes esferas de la vida (no sólo en la ciencia, sino también en la moral y la política), de que “llegaría un tiempo en que los hombres vivirían bajo las condiciones de la Tierra y a la vez podrían actuar sobre ella desde un punto exterior”.[6] Esta esperanza ha marcado la certeza del progreso moderno; toda salvación habría de venir del hombre o, más precisamente, de la estructura de su mente que lo coloca en esa posición tan privilegiada. Y ahí, sin cuerpo ni diferencia notable, todos los hombres y mujeres son uno.

La comunidad de la modernidad se ha de establecer pues desde esta colocación de la humanidad (o de la mente humana) en el puesto de juez frente a un mundo que se despliega ante sus ojos no sólo como diferente, sino como, en palabras de Arendt, “trastornado”.[7] Su trastorno ha de ser solucionado precisamente prescindiendo de esos ojos y dotándolo de una red de ecuaciones matemáticas que permitan “producir” los fenómenos y objetos que se desean observar. Esa producción dará el orden que falta a los sentidos, probando por la predicción (y por la tecnología que hace posible mostrar su cumplimiento) que es la naturaleza la que “sigue” las ideas humanas, y no a la inversa. Ante este paso mayúsculo, Arendt diagnostica un círculo vicioso: “Los científicos formulan sus hipótesis para disponer sus experimentos y luego usan esos experimentos para comprobar sus hipótesis; durante toda esta actividad está claro que tratan con una naturaleza hipotética”.[8] El círculo de la prueba hipotética va así ampliándose hasta constituirse en mundo, el “mundo del experimento” producido por el hombre, por el que éste ejecuta una auténtica empresa de conquista: el mundo real ha de reducirse al experimental, y las cosas han de acabar mostrando su cierta y segura predictibilidad. Mientras tanto, vivimos en el ajuste constante, la reducción de lo impredecible al modelo, la externalización de lo inesperado, de lo improbable que, sin embargo, nos asalta a cada paso en el mundo real. La invulnerabilidad, característica de ese ojo sin cuerpo e incontaminado, se convierte en el fin al que aspira el mundo moderno; algún día ha de conquistarse y será natural, mientras tanto habrá que producirla: es la invulnerabilidad, técnicamente construida, que separa el mundo que ya se acerca a ese fin ideal y el que todavía se encuentra sometido a la anarquía y la contaminación de la Tierra.

Para Arendt, sin embargo, evidenciar el interés que rige en esta industria técnica de conocimiento, el de este grupo que decide actuar en concierto para garantizar la predictibilidad, es traer la ciencia al espacio de lo político. Es decir, no sólo la política entendida como las confrontaciones entre grupos que buscan el dominio de su interés sobre otros intereses, garantizándose la separación e invulnerabilidad característica del ojo único y sin cuerpo que nos hace a todos lo mismo, sino el espacio que constituye la acción humana, donde se imponen la unicidad y la pluralidad de hombres y mujeres para construir, unos con otras, lo que pueda ser vivido en común. Es esta segunda política la que Arendt reconoce verdadera, precisamente por terrena, corpórea y contaminada: cada persona nace en esta Tierra dada, ya formada por una red inmensa de seres diferentes, en la que cada vida se encuentra entretejida. En este sentido, su perspectiva no es un punto más en una colección o multitud de otros puntos de vista, sino que es la inauguración de un modo único entre otros únicos de habitar la Tierra y quedar intervenida por ella, para así también, a su vez, intervenir ella la Tierra en la que vive, cuidarla, amarla, construirla junto con los seres con los que se encuentra. Su posición en el mundo tiene, ciertamente, un carácter fontanal. De ahí su impredecibilidad, novedad y resistencia a todo intento de uniformidad; pero es una fuente fundada, que viene del entretejido e interviene en él. Es ella la que ha dado lugar verdaderamente a la empresa científica y calculable, pero también es la que puede dar lugar a otras que no pierdan tan fácilmente de vista el carácter terreno en el que se realiza nuestra vida única y nueva.

La modernidad ha puesto ciertamente de relieve ese carácter de novedad, pero al perder su fundamento en el tejido de la Tierra la ha condenado a ser una condición de excepción y separación que la hacen imposible. Lo nuevo y único de cada persona es pasajero y contingente, todo desemboca en la uniformidad de la muerte. Así, todos los intentos de unicidad colapsan rápidamente en argumentos de defensa de la especie, que parece ser lo único verdaderamente superviviente, y frustran la novedad para llevar a la persona a apuntarse en las filas de apoyo para producir esa supervivencia. La vida humana colapsa en labor, argumenta Arendt, y toda marca de unicidad se pierde en este sistema, a riesgo de ser tomada por locura y condenada a la vergüenza o al temor de la represión. El miedo y la vergüenza motivan el deseo de homogeneidad y se convierten, entre otras fuerzas, en importantes anestésicos de la experiencia y la acción personal, pues nos convencen de que éstas solo valdrían la pena si pueden ostentar ese carácter de separación e invulnerabilidad que las creaciones de la mente humana han de poseer.

 

Vulnerabilidad y co–modulación

Pero ¿qué pasaría si suspendemos esa convicción y volvemos a sentir sin anestesia el daño que supone hacernos la vergüenza? Antes de ser motores de adhesión a las políticas de homogeneización, el miedo y la vergüenza son indicadores de lo que nos ha sucedido cuando habitamos el mundo. Hemos sido atravesadas o atravesados por la realidad, por lo que se nos presenta como diferente, como otro por derecho propio, y que, antes de que emprendamos cualquier intento por conquistar la invulnerabilidad, controlando y reduciendo, nos expone en nuestro carácter de marcadas o marcados indeleblemente por su peculiaridad. Nuestra unicidad (nuestro carácter natal) está herida de origen, atravesada por lo extraño, afectada y colocada en el dominio de lo que le afecta, y éste es el contenido de la expresión “vulnerabilidad”. Vulnus, la herida, no sólo reconoce el evento fortuito en el que somos alcanzadas o alcanzados por un proyectil o un arma a lo largo del camino de nuestra vida, sino que indica el carácter afectivo, penetrado, podríamos decir, en que está constituida nuestra sentiente humanidad. Únicos sí, pero afectados, atravesados, interpenetrados, y sólo desde ahí es como podemos constituir lo que nuestra unicidad quiera y pueda dar.

Analicemos un poco este modo de nuestra afección: nuestros sentidos no son sólo ventanas a un mundo exterior, sino que son maneras en las que ese mundo queda acogido en un modo íntimo; somos nosotros quienes hemos quedado marcadas o marcados por cada una de las cosas que han venido a encontrarnos con su dureza o su caricia, su frialdad o calidez, su protección o su riesgo. Cada una de ellas ha dejado su huella y nos ha vuelto a su modo concreto de presentarse para, irremisiblemente, tener que hacernos en un modo de co–presencia (o dejarnos constituir por otras personas que nos constituyen en co–presencia). Nuestra presentación está ya marcada por la de aquello que nos ha herido, aunque pueda ser que, en la repetida tarea de constituir nuestra unicidad en su presencia, lo que nos vulnera se nos haga tan familiar como imperceptible por la pura costumbre de estar afectándonos una y otra vez. Pero eso no quita el carácter originario y fundamental de la herida, a la que siempre estamos respondiendo y que queda siempre resonando en nuestra más íntima constitución. Si podemos aceptar la declaración de Gavio Baso[9] de que el origen de la palabra persona está en el resonar de la máscara teatral, a la que refiere el latín per–sonare, podemos preguntarnos si no sería la herida lo que precisamente resuena ahí.

Si lo que resuena es la herida, la máscara (que aquí no esconde nada, sino que muestra) es el cuerpo mismo. Propongo seguir a Xavier Zubiri para comprender en esta perspectiva la realidad del cuerpo. El autor vasco ha pretendido conscientemente alejarse del paradigma moderno descrito y, ayudado por un vigoroso diálogo con la física y la biología contemporáneas, plantea en una clave distinta la posición peculiar de las personas en la realidad natural, resaltando el carácter afectivo y vulnerado, aunque dinámico y creativo, que nos constituye en el mundo. Para Zubiri, entonces, el cuerpo no es una frontera que individualiza una mente que tendría, finalmente, una estructura común a toda la humanidad. Tampoco se trata de una máquina dispuesta a ser utilizada por una mente que la habita. Por el contrario, el cuerpo implica el modo particular en el que las afecciones resonantes se organizan sistemáticamente, quedan establecidas en una complexión con cierta solidez que da continuidad dinámica al sistema y, finalmente, configuran así un modo sistémico de estar presentes en la realidad.[10] Estas afecciones no son meramente datos que llegan a un sujeto diseñado en cierto modo para recibirlas. Las afecciones son notas en el sistema, formas en las que éste da a notar lo que está pasando en él, es decir, la diversidad de modificaciones que lo atraviesan en el decurso de sus acciones. Leamos a Zubiri en este punto:

[…] las notas no son solamente múltiples, sino que cada una posee una actividad que puede ser variable. De ahí que su aportación a la actividad total del sistema no sea sólo la de constituir, en razón de su función, un momento específicamente suyo, sino también la de especificarla en forma distinta según la forma de su actividad […] este cambio depende no sólo del contenido específico de cada nota y de su actividad, sino también de la posición que ocupa en el sistema total […] por razón de la función organizadora del sistema, cada nota constituye el fundamento de la diversidad de acciones de aquél. Las acciones son diversas por sus notas, ante todo “posicionalmente”.[11]

Así, el mundo no es únicamente el territorio en que hemos sido arrojados y que debemos dominar de alguna manera para asegurar nuestra supervivencia. No tenemos ninguna posición separada para desde ahí buscar la forma de controlarlo. Por el contrario, de acuerdo con el pensamiento zubiriano, el mundo resulta de la estructuración sistémica de diferentes configuraciones funcionales que se dan a notar orgánicamente, constituyendo unidades sólidas en respectividad a otras, y donde el dinamismo de cada una queda imbricado con el dinamismo de todas las demás en diversos modos y niveles de profundidad. Esa imbricación define la manera concreta en la que la herida puede presentarse en nuestra propia configuración: devela el modo en que somos conformados en afección y puestos así en posibilidad de responder no asépticamente, sino como afectados, vulnerados, de acuerdo con la manera peculiar en la que se estructura esta configuración. A esa peculiaridad en la manera de constituir la configuración se refiere Zubiri como formalidad. En el caso de los vivientes, tal formalidad constituye la definición básica para la organización funcional del sistema, disponiendo todas sus notas de acuerdo con esa formalidad de su estar en afección, es decir, consolidan una habitud radical.[12] La habitud es “el modo de ‘habérselas’ el sentiente con su sentir”,[13] de modo que la formalidad (término de la habitud) queda modulada en procesos de formalización del sistema. Sentiente y mundo se van dando en ese proceso de formalización como un dinamismo de congenereidad: un mundo que va modulándose de acuerdo con el modo en que el sentiente queda afectado, al tiempo que el sentiente va modulando su propia vida como respuesta a lo que encuentra afectándole en y de ese mundo. El mundo va dándose así como medio de comunicación entre las distintas realidades que se dan en él sin homogeneizar o disminuir la peculiaridad de cada una de ellas, sino en un dinamismo de co–modulación de todas las peculiaridades.

Cuando atendemos la habitud propia del sentir humano, la que constituye nuestro modo peculiar de acción, reconocemos, afirma Zubiri, un modo de alteridad en la afección que nos distingue de otros sentientes. Ese modo de alteridad es el que marca la formalidad que resulta término de nuestra habitud. Zubiri lo llamará reidad (o realidad, para evitar el neologismo).[14] La habitud marcada por el término de la realidad es lo que conocemos como inteligencia. En ella, la alteridad no se define en referencia a las posibilidades ya estructuradas de la configuración del sentiente, sino que mantiene un carácter propio, suyo, que resulta primordialmente sobreabundante respecto de esas posibilidades. Abre así un ámbito en el que pueden situarse las respuestas que el sentiente tiene ya incorporadas como posibilidades de respuesta en su afección, pero en el que también hay más por dar, por posibilitar. Por eso, en la formalidad de realidad, lo otro (lo que vulnera) no se reduce a quedar asimilado en el uno, sino que, por el contrario, impone un dinamismo propio (el que le da su peculiaridad a la herida), que el sentiente humano ha de buscar cómo resolver. Esa resolución no está dictada por lo que vulnera, pero tampoco es independiente de él; se ubica más bien en el exceso de ese dinamismo, en donde no es ya lo que hasta ese momento había sido, sino que abre un espacio para tener que ser lo que el sentiente pueda hacerse ser.

El sentiente humano queda así situado en la excedencia del dinamismo, en el más que queda por dar, de modo que aquello que lo insta a responder es, a la vez, el contenido presente en la afección que nos hiere y la excedencia que impone su carácter de realidad. No es solamente mi herida, sino lo que me ha herido lo que me pide responder. Y la respuesta no es pura reacción al contenido, sino invención y adopción de un modo de estar en la excedencia. Puede ser que únicamente adopte alguna respuesta ya inventada en otro momento, por mí o por otra persona, pero quedaré siempre instado por la excedencia a seguir respondiendo, a dar un modo propio de estar ahí, haciéndome persona, resonar único del contenido y la excedencia que en él me ha herido. La herida de la vulnerabilidad no me resta, sino que, por el contrario, me pone en situación de compenetrarme más, conociendo lo que me ha herido, y convocándome a dar más de mí, de acuerdo con la excedencia. Es esto lo que significa el motivo fundamental de Zubiri, a un tiempo noológico y ético: saber cargar con la realidad, precisamente, con la excedencia que hoy y ahora nos hiere en este concreto contenido.

Por esto también podemos repensar lo que significa el mundo. La co–modulación que se organiza en mundo no se reducirá a los contenidos de éste, sino que cada contenido nos abrirá a la excedencia. Ella alberga, entonces, al mundo y le abre un por–venir, un por dar. Contenido y porvenir en la co–modulación resuenan en el sentiente humano que ha de entregar su propia realidad en un modo suyo de estar en el contenido y también en el porvenir. La constitución de esa entrega es lo que, según Zubiri, define el modo de ser personal, empujado por la excedencia hacia un porvenir que no es solamente despliegue de lo que hay y al que ella habrá de entregar su propia forma de estar en ese empuje, firmemente apoyada en el contenido presente. No es un apoyo como separación, sino como compenetración en la herida, contenido y exceso, modo nunca definitivo, sino siempre situado en alguna posición concreta y su excedencia. Ahí es que el mundo surge, ampliando todavía más la co–modulación de diferentes maneras de habitud sentiente y la compenetración de diversos modos únicos de sentir y hacerse cargo de la realidad.

La herida a la que nos hemos referido expresaría entonces ese dinamismo de co–modulación y compenetración en la concreción de mi propia experiencia como apoyo, determinación, posibilitación y empuje en la excedencia. Daría cuenta de la posición en la que somos colocados, una colocación que no depende de nuestra voluntad, sino que es la concreta afección de cosas reales en el mundo, que conforman el apoyo fundamental para cualquier respuesta posible, precisamente atravesándonos con su alteridad y abriéndonos a la excedencia de un mundo que todavía está por dar. Entre esas cosas entran otros vivientes humanos, pero también vivientes con otras habitudes de formalización (como animales o vegetales) e, incluso, las distintas maneras en las que dinámicamente se están constituyendo formas de realidad material no viva, es decir, toda la complejidad de contenidos que conforma el mundo. Esa excedencia que alberga la complejidad que afecta concretamente la realidad humana se expresa en lo que hemos llamado aquí herida, y, lejos de develarnos un carácter debilitante, se nos presenta como el suelo y ambiente posibilitante en el que nuestra vida ha quedado colocada.

Podríamos decir que la inteligencia, como apertura a sentir la realidad en cuanto tal, es precisamente otro nombre de la herida, y es por ella que todas nuestras notas constitutivas participan de ese mismo carácter vulnerable que se expresa en el cuerpo. Un cuerpo herido es uno llamado a dar de sí un modo de cargar su herida, y en ella al mundo como sistema dinámico; ese modo será la entrega de su propia realidad como aportación a la co–modulación, inaugurando en ella modos nuevos y únicos de diseñarla, impulsarla, recrearla: los que su cuerpo herido pueda hacer posibles. No hay, por ello, un afuera en el cual situarse como apoyo para hacer el mundo, sino una fértil imbricación de diversos modos de habitudes, en la que el modo humano está precisamente en elegir (no mera selección, sino consideración reflexiva de lo que pueda ser más conveniente) e, incluso, excogitar sus respuestas en función de la co–modulación en que consiste la realidad.[15]

Con lo dicho podemos ahora concluir que no se trata de que la herida sea un momento de puro impulso hacia adelante. Ésta pide ser comprendida en su complejidad dinámica, que sorprende constantemente al sentiente humano y lo obliga a recrear una y otra vez su propia entrega en la co–modulación. Mientras que los vivientes con otras formalidades quedan entregados a ella en la repetición de su acción vital específica y biológicamente determinada (es decir, dentro del rango de modulaciones posibles que les permite esa determinación), el viviente humano ha de buscar y darse una modulación en la inespecificidad del término de su habitud radical. Así, el estado fundamental en que el ser humano se encuentra en la co–modulación es el de la inquiescencia que puede modularse en sorpresa, asombro, inquietud, angustia, etcétera. Cada una de estas modulaciones enriquece el tono vital con que resuena en la herida el dinamismo de la realidad. Sin embargo, todas ellas quedan albergadas en el ámbito primordial de ese tono que podríamos calificar de gratificante. Y es que el tono vital siempre remite, en todas sus modulaciones, a la realidad de estar ya apoyado y sostenido por el dinamismo de la co–modulación, e impelido por él a buscar y encontrar una manera propia de seguir estando. Esa remisión constituye un tono de serena gratitud, que ratifica el don de ese apoyo, sostén e impelencia, que no podría ser lograda o conquistada de ninguna otra manera.

La gratitud es el modo más primordial y propio de quedar en la gratuidad del don que se recibe y que se consolida en impulso para dar más de sí. Si pudimos decir que la inteligencia es un nombre de la herida, ahora podríamos reconocer que ella está siempre remitiendo al hecho primordial de estar colocados en la realidad dinámica de la co–modulación, en su gratuidad originaria, e impulsados a realizar cualquiera de nuestras modulaciones afectivas en el suelo de una primordial gratitud. Entre más pueda esa primordial gratitud expresarse en las modulaciones afectivas (por dolorosas o indignantes que pudiesen ser), actualizando el don que las enraíza en la co–modulación que es nuestra Tierra y las dota de fuerza de realidad, puede también abrirse un ámbito de discernimiento afectivo en el que el sentiente humano no resulta arrastrado por la pura fuerza de las modulaciones, sino que éstas se distancian, se distinguen y se remodulan respecto de esa modulación primordial. De ahí que el discernimiento ético, el que puede llevar a una persona a realizar libremente y en sí misma su propia respuesta, deba contar siempre con este tipo de discernimiento afectivo para cumplirse plenamente.[16]

 

Discernimiento, voz de la conciencia y ética de la sintonía

A esa remisión se refiere Zubiri cuando, en páginas decisivas de su obra póstuma, El hombre y Dios, explica que la voz de la conciencia “es la remisión notificante a la forma de realidad. Y aquello de que es noticia es la realidad […], no es sino el clamor de la realidad camino de lo absoluto”.[17] Es voz porque la remisión es sentida en la afección bajo el modo de la noticia, que es el propio de la audición.[18] La realidad clama, reclama, ser reconocida en su gratuidad posibilitante y dicta de esta manera la condición fundamental y originaria en la que se sostiene cualquier modulación para ser verdadera, para ser ciertamente realización de esta realidad en tanto persona humana. No se trata de un puro quedar suelto para actuar, sino que hay que actuar de manera que dé efectiva soltura, en la co–modulación y compenetración, a la forma de la entrega. Se trata de que pueda ofrecer lo que mejor dé cuenta de la realización de las propias notas personales en lo concreto de las cosas que me afectan y en la excedencia del porvenir que se abre en ellas: lo mejor de mi dinamismo fisicoquímico, de mi inteligencia, sentimiento y voluntad; lo mejor que corpóreamente pueda constituir para vivirlo en co–modulación y compenetración.

Jesús Conill reconoce, en este clamor que llama a la entrega mejor, un fundamento para construir una ética; no de imperativos, porque no se trata de un dictado categórico objetivo, sino de una voz que nos exige crear con lo que hay una realidad para nosotros, en la que podamos estar como personas, convirtiéndonos en verdadero resonar propio, herido por las cosas que nos afectan y por la excedencia que se nos abre en ellas, pero cantándolas con su propia voz.[19]

Así, diríamos que la herida adquiere un carácter particular cuando se expresa en esta voz de la conciencia: remite a mi propia realidad afectada y excedida, a mi herida, y me insta desde ahí a crear mi propia voz. No se trata únicamente de una remisión a la realidad de las cosas que me afectan, o sólo a la excedencia de lo real que constantemente descoloca todas las realizaciones, sino que remite a mi propia responsabilidad[20] en cada una de mis acciones.

Cada acción es un canto con voz propia en el que se han de notar, transparentemente, las cosas que me afectan, la excedencia que en ellas se me impone (que es raíz de la esperanza de mi canto, aunque pudiese encerrarse en angustia),[21] así como el carácter propio, responsable, de la voz que canta. Si las dos primeras guardan relación con el contenido y la formalidad en que ese contenido se me impone, la última tiene que ver con reconocer que, en cada acción, la persona está dando cuenta de sí, de su responsabilidad con su propia vulnerabilidad (que está remitiendo a la fragilidad de las cosas que encuentra, al igual que a la vulnerabilidad de otras criaturas sentientes y de otras personas), señalando que hay en la co–modulación y compenetración (no fuera de ellas, sino en ellas) alguien buscando que su entrega sea la mejor posible. Esa persona queda en situación de responder por ese intento y puede, al darse cuenta de que no ha atinado a ese mayor bien, solicitar el perdón a quienes ha tratado con irreverencia y acoger ese perdón, si le es concedido, que le habilita para corregirse y buscar de nuevo.

Me parece que este estilo de propuesta ética es la que Nick Montgomery y Carla Bergman llaman “ética de la sintonía” (ethics of attunement),[22] que sugieren como una alternativa capacitante a la moralidad. En el glosario que recoge su idea, presentan la ética como

[…] un espacio que está más allá de la moralidad y [de] un relativismo todo–se–vale […]. Más que un conjunto establecido de principios, la ética significa llegar a sintonizar con la complejidad del mundo y nuestra inmersión en él. Significa trabajar activamente en hacer y rehacer las relaciones, cultivando algunos lazos y rompiendo otros, y tratando de ver cómo haremos sin las reglas fijas de la ideología y la moralidad. Implica la capacidad para la responsabilidad, no como un deber establecido, sino como respons–habilidad [response–ability] —la capacidad de estar abierto a responder a la relación y los encuentros—. Comparada con la moralidad, la ética implica más fidelidad a nuestras relaciones en su inmediatez —a todas las fuerzas que nos componen y afectan— y no menos.[23]

Así, la ética es un ámbito que, podríamos decir con Zubiri, se abre precisamente en la remisión notificante a la propia realidad y su excedencia, y en el que se ensayan diferentes propuestas de entregar nuestra persona a los encuentros y relaciones que ya nos afectan y que nos imponen también su propia complejidad y excedencia. Este ámbito de ensayo desconfía del carácter fijo con que algunas sociedades proponen los mandatos y principios reguladores, y los devuelve a su verdadera posición: ser propuestas situadas en la excedencia de lo real que los hace provisionales; es decir, nos proveen de determinada visión, enfoque y perspectiva de la situación en que nos encontramos y que puede ser útil para el colectivo en el que interactuamos (personas y otros seres), al tiempo que nos sugieren un cierto modo de constituir nuestra propia voz, nuestra propia persona como entrega en respuesta a esa situación, susceptibles de ser criticados y discernidos en relación con la esperanza que ofrecen para que la co–modulación siga dándose de la mejor manera, es decir, respetando tanto lo que toca al carácter propio que imponen las otras cosas en la complejidad de lo real como al que imponen las otras personas y mi propia realidad personal.

A este modo de considerar los principios que surgen de esa reflexión y discernimiento se les ha llamado en diversas corrientes nociones comunes, como recuperan Montgomery y Bergman en la obra referida.[24] Se trata de estar siempre conscientes del difícil equilibrio que implica responder en esa co–modulación, pero sin renunciar al intento refugiándose en la fuga al rigorismo o al relativismo.

Esta conciencia de la dificultad del equilibrio da a la verdad de la voz de la conciencia su carácter ostensivo: muestra la autenticidad de la complejidad en la que nos encontramos y nos requiere su reconocimiento. Cualquier simplificación (por rigorismo o por desatención relativista) iría en contra de la verdad manifiesta de la situación. Pero la verdad real de la voz de la conciencia requiere también fidelidad. Precisa en cada una de las notas, en cada una de las cosas, fidelidad a lo que son en la co–modulación y compenetración, a su modo propio de darse en ellas y abrir en ellas a la excedencia desde el contenido concreto de la situación. Esta fidelidad que se impone en las cosas (también en las que constituyen nuestro propio cuerpo y el cuerpo de otras personas) demanda, como verdad de la voz de la conciencia, que nos detengamos con reverencia y discernimiento ante cualquier intento de violación de esa fidelidad, que propone una comprensión de las cosas y la alteración buscada del sistema que constituye las cosas actualmente. El discernimiento habrá de asegurar la oportunidad y justificación de esa alteración con vistas a una co–modulación que sea la mejor posible para los seres que la constituyen, evitando prácticas y comprensiones que deformen la inteligencia de lo mejor por intereses que empequeñezcan esta última a una sola perspectiva y la blinden contra su examen crítico, pretendiendo cancelar la vulnerabilidad.[25]

Finalmente, la verdad que nos requiere la voz de la conciencia pide asimismo, como toda verdad real, efectividad. Es decir, no se queda en fantasmagorías, sino que cada realidad, con su propia manera, está efectivamente participando en la co–modulación, y esto exige a la persona, en efecto, participar creando su respuesta para también co–modularse y estar. Así, el carácter de responsabilidad solicitado a las personas se impone con fuerza en la co–modulación y en su entrega a la compenetración, y abandonarlo trae por igual consecuencias efectivas. Sea porque se huya por rigorismo o por un relativismo desatento, la huida traerá consecuencias que no recaen solamente sobre la misma persona que huye, sino que afecta al sistema completo, a cada una de las personas y cosas que toman parte en él según su propio modo de participación.

Por otro lado, ignorar la responsabilidad de la propia herida, afectante, vinculante y posibilitante, modifica también las acciones personales, inhibiendo o destruyendo permanentemente la disposición para actuar con más plenitud. En vez de establecerse modos mejores de inteligir, de atemperamiento con las cosas reales, de responder con más decisión y pertinencia, se promueven formas debilitadas y debilitantes en la personalidad. Poco a poco la persona se torna más incapaz de hacerse cargo de su herida, de su propia realidad afectada y, con ella, de la verdad de las cosas, de las otras personas y de la excedencia que se impone en ellas, desembocando, como sostiene Zubiri, en el “hundimiento”[26] de la realidad personal que, como hemos visto, tiene también consecuencias desastrosas para el resto del sistema. Por el contrario, el ejercicio de acciones humanas que reconocen la complejidad del sistema que se expresa en su herida, que se mantienen con fidelidad en ella y que buscan responder con reverencia y examen crítico traen al sistema una efectiva oportunidad de recreación que redunda en un bien más general y queda como un sistema de capacidades[27] que posibilita nuevas acciones y sugiere criterios de discernimiento para orientarlas hacia ese bien.

Es a este bien, buscado, intentado, corregido y recreado, al que apuntaría esa ética de la sintonía. Sería una ética que no temería a los errores (aunque sí estaría dispuesta a hacerse cargo de ellos, corregir su camino y evitarlos siempre que se puedan prever), sino que confiaría en la capacidad de cada persona para escuchar la voz de su propia realidad en co–modulación y responder con fidelidad a ella, compenetrándose profundamente con las otras personas y sus afecciones. Sería así también una ética del gozo de la obra compartida, porque se sabe y experimenta también la herida compartida. Y una ética no sometida a la dictadura del logro y la evaluación según parámetros fijos, sino que celebra gozosamente cada uno de sus pasos y el examen que todos ellos piden hacer. Esta ética recupera el gozo socrático por el examen y la purificación, por el diálogo y la conversación filosóficos, y alcanza con ello la gracia que proponen, en su conclusión, los ejercicios ignacianos: reconocimiento de tanto bien recibido para, agradeciendo todo, en todo amar y servir.[28]

 

Fuentes documentales

Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.

Conill, Jesús, “La ‘voz de la conciencia’. La conexión noológica de moralidad y religiosidad en Zubiri” en Isegoría. Revista de Filosofía
Moral y Política
, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Ministerio de Ciencia e Innovación, Madrid, Nº 40, enero/junio de 2009, pp. 115–134.

Marcos Casquero, Manuel Antonio y Domínguez García, Avelino (Eds.), Noches áticas, Universidad de León/Secretariado de Publicaciones, León, España, 2006.

Hanna Meissner, “Politics as encounter and response–ability. Learning to converse with enigmatic others” en Beatriz Revelles Benavente, Ana Ma. González Ramos, Krizia Nardini (coords.), “New feminist materialism: engendering and ethic–onto–epistemological methodology” en Artnodes, Universitat Oberta de Catalunya, Barcelona, Nº 14, 2014, pp. 35–41. http://journals.uoc.edu/ojs/index.php/artnodes/article/view/n14-meissner/n14-meissner-en   Consultado 06/v/2022.

Montgomery, Nick y Bergman, Carla, Joyful Militancy. Building Thriving Resistance in Toxic Times, AK Press, Chico, California, 2017.

San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales. Autobiografía, Mensajero, Bilbao, s/a.

Steinbock, Anthony, Moral Emotions. Reclaiming the Evidence of the Heart, Studies in Phenomenology and Existential Philosophy/Northwestern University, Evanston, Illinois, 2014.

Zubiri, Xavier, El hombre y Dios, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2012.

—— El hombre y la verdad, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2001.

—— Inteligencia sentiente: inteligencia y realidad, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1981.

—— Sobre el hombre, Alianza/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986.

—— Sobre el sentimiento y la volición, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1993.

—— Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2006.

 

[*] Doctorado en filosofía por la Universidad de Comillas, profesor-investigador del ITESO. parl@iteso.mx

 

[1] Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 287.

[2] “Bajo esta condición de lejanía, todo agrupamiento de cosas se transforma en simple multitud, y toda multitud, por desordenada, incoherente y confusa que sea, cae en ciertos modelos y configuraciones que poseen la misma validez y no mayor significado que la curva matemática que, según observa Leibniz, siempre puede encontrarse entre puntos colocados al azar en un trozo de papel”. Ibidem, p. 295.

[3] Ibidem, p. 294.

[4] Ibidem, pp. 294–295.

[5] Ibidem, p. 297.

[6] Ibidem, p. 298.

[7] Ibidem, p. 310.

[8] Ibidem, p. 313.

[9] Así lo refiere Aulo Gelio en Manuel Antonio Marcos Casquero y Avelino Domínguez García (Eds.), Noches Áticas, Universidad de León/Secretariado de Publicaciones, León, España, 2006, libro 5, vii, pp. 238–239.

[10] Xavier Zubiri, Sobre el hombre, Alianza/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986, pp. 61–62.

[11] Ibidem, p. 77.

[12] Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente: inteligencia y realidad, Alianza/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1981, p. 36.

[13] Idem.

[14] A diferencia de formalidades de estimulidad, que responderían en su afección sólo según un carácter específico genéticamente determinado. Para consultar el tratamiento amplio que Zubiri ofrece para distinguir ambas formalidades, ver especialmente las páginas 35–71 de la misma obra.

[15] Ibidem, p. 72

[16] Interesante e inspirador resulta para considerar este punto el libro de Anthony Steinbock, Moral Emotions. Reclaiming the Evidence of the Heart, Studies in Phenomenology and Existential Philosophy/Northwestern University, Evanston, Illinois, 2014.

[17] Xavier Zubiri, El hombre y Dios, Alianza/Fundación Xavier Zubiri Madrid, 2012, p. 109.

[18] Este carácter sentiente (no meramente metafórico) de la voz de la conciencia lleva a Jesús Conill a considerar esta pieza de la arquitectura zubiriana como “clave de su analítica noológica de la facticidad”. Jesús Conill, “La ‘voz de la conciencia’. La conexión noológica de moralidad y religiosidad en Zubiri” en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Ministerio de Ciencia e Innovación, Madrid, Nº 40, enero/junio de 2009, pp. 115–134, p. 115.

[19] Ibidem, p. 127.

[20] Como “capacidad de respuesta”, en una dirección semejante a la del neologismo acuñado por Viktor Frankl y retomado con fruto en el feminismo materialista por autoras como Donna Haraway y Karen Barad. Para un acercamiento a las ventajas de su uso para el tratamiento ético y político, ver Hanna Meissner, “Politics as encounter and response–ability. Learning to converse with enigmatic others” en Beatriz Revelles Benavente, Ana Ma. González Ramos y Krizia Nardini (Coords.), “New feminist materialism: engendering and ethic–onto–epistemological methodology” en Artnodes, Universitat Oberta de Catalunya, Barcelona, Nº 14, 2014, pp. 35–41. http://journals.uoc.edu/ojs/index.php/artnodes/article/view/n14-meissner/n14-meissner-en  Consultado 06/v/2022.

[21] La angustia es una modificación desmoralizante de la esperanza, como reconoce Zubiri en su artículo “Las fuentes espirituales de la angustia y la esperanza”, que se recogió posteriormente en el apéndice del volumen Sobre el sentimiento y la volición, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1993, pp. 396–405.

[22] Nick Montgomery y Carla Bergman, Joyful Militancy. Building Thriving Resistance in Toxic Times, AK Press, Chico, California, 2017.

[23] Ibidem, p. 281. Traducción propia.

[24] “Las nociones comunes no son ideas fijas sino pensamientos–sentires–acciones compartidas que sostienen la transformación gozosa. Como tal, requieren incertidumbre, experimentación y flexibilidad en circunstancias cambiantes, y existen en tensión con sistemas fijos de moralidad e ideología. Las nociones comunes son procesos a través de los cuales las personas imaginan soluciones juntas y se vuelven activas en el desarrollo del gozo, aprendiendo a participar en y sostener nuevas capacidades”. Ibidem, p. 279. Traducción propia.

[25] Me parece que ese empequeñecimiento es el que Zubiri denuncia como “propaganda” en El hombre y la verdad: un intento de “aplastar la verdad” que “sería en el fondo un intento —teórico y práctico— de aplastar al hombre”. La gravedad que el filósofo vasco diagnostica es radical: “Estos intentos son un homicidio, que a la larga o a la corta se cobran la vida del propio hombre”. Xavier Zubiri, El hombre y la verdad, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2001, p. 12 (referencia a la propaganda) y p. 164 (cita). De ahí que toda la reflexión zubiriana queda enmarcada por estos motivos. Esos intentos convertidos en sistema y catástrofe son lo que Montgomery y Bergman llaman “Imperio” (véase Nick Montgomery y Carla Bergman, Joyful Militancy…, p. 280).

[26] Xavier Zubiri, El hombre y la verdad, p. 12.

[27] Conviene recordar aquí el análisis de Zubiri sobre la dimensión histórica del ser humano, en el que ahora no tenemos oportunidad de profundizar, pero que resulta una pieza fundamental en la construcción de esta ética de la sintonía que proponemos, en tanto se reconocen con reverencia, junto con y como elemento en la co–modulación, los modos de vida personales que se nos han transmitido. Véase Xavier Zubiri, Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza/Fudación Xavier Zubiri, Madrid, 2006.

[28] Véase el Nº 233 en la “Contemplación para Alcanzar Amor” de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola. Se puede consultar en San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales. Autobiografía, Ediciones Mensajero, Bilbao, s/a, p. 97.