Vida nuda, vulnerabilidad y sujetos desechables: feminicidio en México

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Laura Echavarría Canto[**]

 

Resumen. Echavarría Canto, Laura. Vida nuda, vulnerabilidad y sujetos desechables: feminicidio en México. En este artículo presento las nociones de “vida nuda” (Giorgio Agamben), “vulnerabilidad” y “vidas precarias” (Judith Butler), junto con una genealogía de la categoría “sujetos desechables”, expuesta por importantes filósofos políticos (Bertrand Ogilvie, Étienne Balibar, Zygmunt Bauman y Achille Mbembe) que han analizado ese concepto desde diversas aristas. Planteo la posibilidad de reconocer parecidos de familia entre estas nociones con el objetivo de articularlas para explicar un ángulo del feminicidio en México, ejemplo vivo de la vulnerabilidad y de los sujetos desechables.

Palabras clave:  vida nuda, vulnerabilidad, vidas precarias, sujetos desechables, feminicidio, México.

 

Abstract. Echavarría Canto, Laura. Bare Life, Vulnerability and Disposable Subjects: Feminicide in Mexico. In this article I present the notions of “bare life” (Giorgio Agamben), “vulnerability” and “precarious lives” (Judith Butler), together with a genealogy of the category of “disposable subjects,” put forth by important political philosophers (Bertrand Ogilvie, Étienne Balibar, Zygmunt Bauman, and Achille Mbembe) who have analyzed different facets of the concept. I propose the possibility of recognizing family resemblances among these notions for the purpose of linking them in order to explain one angle of feminicide in Mexico, an ongoing example of vulnerability and of disposable subjects.

Key words: bare life, vulnerability, precarious lives, disposable subjects, feminicide, Mexico.

 

Nuda vida, sujetos desechables

Es Giorgio Agamben quien, en su célebre obra Homo Sacer, propone el concepto “nuda vida” como uno de los núcleos del poder soberano, como poder jurídico y violento que marca en tanto vida nuda aquellas vidas que no merecen vivir y que se pueden matar impunemente. Desde su perspectiva el soberano ejerce el derecho y la violencia no como un ejercicio opuesto al ámbito civilizatorio, sino como un estado vacío de derechos, de tal suerte que el estado de excepción se naturaliza y deviene en un estado normal. Agamben plantea:

Si, en todo Estado moderno, hay una línea que marca el punto en el que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte y en que la biopolítica puede, así, transformarse en tanatopolítica, esta línea ya no se presenta hoy como una frontera fija que divide dos zonas claramente separadas; es más bien una línea movediza tras la cual quedan situadas zonas más y más amplias de la vida social […].[1]

En este contexto la nuda vida es ejemplificada por el autor en los muertos vivientes de los campos de concentración del Holocausto cuando nos dice que “[…] ese umbral más allá del cual la vida deja de ser políticamente relevante y no es ya más que vida sagrada y como tal, puede ser eliminada impunemente”.[2] Para él la distinción entre bíos (como vida del ciudadano, como espacio de libertad y de política) y zoé (como nuda vida del anonimato) es cada vez más el paradigma del orden jurídico actual.

La categoría de nuda vida remite al núcleo del poder soberano en su ejercicio tanatopolítico porque este poder puede matar a cualquiera, ya que las vidas no tienen la dignidad de ser ofrendas de sacrificio, en tanto que éste es todavía una figura jurídica y, por ende, la vida nuda conlleva la explosión de la violencia en su forma más profana. Al respecto, Agamben puntualiza:

Si el soberano, en cuanto decide sobre el estado de excepción, ha dispuesto desde siempre del poder de decidir cuál es la vida a la que puede darse muerte sin cometer homicidio, en la época de la biopolítica este poder tiende a emanciparse del estado de excepción y a convertirse en poder de decidir sobre el momento en que la vida deja de ser políticamente relevante.[3]

En este aspecto el filósofo italiano toma distancia de la biopolítica foucaultiana cuando expresa lo siguiente:

La tesis foucaultiana debe ser corregida o, cuando menos, completada en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zoé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto inminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho de que el espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zoé, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación.[4]

Por ello, para Agamben el campo de concentración es el paradigma biopolítico de Occidente y da cuenta de un estado de excepción antropologizado que alude no sólo al soberano y los muertos vivientes, sino también a un espacio de la vida pública que tiende permanentemente a ese estado, cargado de nuda vida. El autor propone: “Son los cuerpos, absolutamente expuestos a recibir la muerte, de los súbditos los que forman el nuevo cuerpo político de Occidente”.[5]

Si bien para nuestro filósofo la nuda vida toma cuerpo en la figura del musulmán (categoría retomada de Primo Levi para referirse a los judíos en los campos de concentración) del Holocausto para definir al zoé sin bíos (al convertirse en un ser a quien la humillación y el miedo privaron de pertenencia), no la concibe ceñida a este proceso histórico porque “[…] el campo de concentración, como puro, absoluto e insuperado espacio político (fundado en cuanto tal exclusivamente en el estado de excepción), aparece como el paradigma oculto del espacio público de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las metamorfosis y los disfraces”.[6] En suma, para el autor de Homo Sacer la nuda vida es una frontera cada vez más diluida respecto al poder soberano tanático del poder estatal, en tanto que éste, a la manera del Estado nazi, ha señalado una gran parte de la humanidad como vidas indignas de ser vividas.

Por su parte, y ya en relación con la desechabilidad de los sujetos, Étienne Balibar pone en el centro del debate la categoría de “lo siniestro”; pero no en términos freudianos, sino en el papel del Estado en la biopolítica, a partir de lo cual considera dos formas de violencia extrema: una estructural, sustentada en el capitalismo, con la característica específica de que sucede de manera invisible, marcando a un sector de la población como hombres desechables, y otra violencia subjetiva, que se construye en la vida cotidiana. Si bien es la primera la que fundamenta la operación de la segunda. Balibar defiende que “El hombre desechable es, ciertamente, un fenómeno social, pero que se muestra casi natural o como la manifestación de una violencia en la cual los límites de lo que es humano y de lo que es natural tienden siempre a enmarañarse. Es lo que por mi parte llamaría una forma ultra–objetiva de violencia o incluso una crueldad sin rostro”.[7]

De acuerdo con este autor, el hombre desechable es objeto de un exterminio indirecto y silencioso, en tanto que el Estado abandona a esta población excedente del mercado mundial capitalista, de modo tal que se vuelve invisible. El filósofo francés propone que la categoría de hombre desechable es distinta a la de “ejército industrial de reserva” de Marx, quien “[…] no preveía una situación en que millones de hombres superfluos son a la vez excluidos de la actividad y mantenidos dentro de los límites del mercado”.[8]

Desde la sociología es Zygmunt Bauman, al coincidir parcialmente con Balibar, quien profundiza en la figura de “clase marginada” o “subclase” (underclass) —que retoma de Gunnar Myrdal— para referirse a aquella población excedente y desechable que no sólo no se inserta en los mercados laborales con la consecuente pérdida de reconocimiento simbólico, sino que tampoco tiene acceso al consumo y, por ello, se encuentra fuera de los circuitos de producción económica, de objetos y de prestigios. Al respecto, Bauman declara que “[…] esos ‘excluidos’ dejan de tener exigencias o proyectos, no valoran sus derechos […]. Así como dejaron de existir para los demás, poco a poco, dejan de existir para sí mismos”.[9] Esta subclase estaría marcada con la huella de la peligrosidad y de la criminalidad, porque “la norma que violan los pobres de hoy, la norma cuyo quebrantamiento los hace ‘anormales’ es la que obliga a estar capacitado para consumir, no la que impone tener un empleo”;[10] y es esta construcción social de un incesante consumo lo que llevaría a esta subclase, sin acceso a él, a una situación de criminalidad.

Desde esta perspectiva el consumo capitalista, con su mandato de deseo constante e inalcanzable, construye sujetos deseosos y dispuestos a la violación de cualquier límite con tal de acceder al goce, generando poblaciones criminales como los grupos narcotraficantes o los niños sicarios.

Por su parte, Achille Mbembe sitúa el estado de excepción desde la esclavitud africana en su manifestación más cruenta: la plantación, ahí donde la raza cobra centralidad en la marca de los seres como sujetos desechables, en tanto existe una clasificación social de razas inferiores, esclavizadas y desposeídas de su historia, su memoria y sus saberes. No obstante, considero que el esclavo y el musulmán, si bien comparten condiciones execrables de vida, difieren en que el primero todavía posee y ejerce el derecho a la rebelión, como el mismo Mbembe reconoce: “[…] el esclavo es capaz de demostrar capacidades proteicas de la relación humana a través de la música y del cuerpo que otro supuestamente poseía”.[11] De esta manera, la concepción poscolonial de Mbembe imbrica clase y raza como tecnologías de segregación racista que dan cuenta de un sistema complejo de estratificación diferenciada de la explotación de la fuerza de trabajo, de tal suerte que los trabajadores racialmente identificados y geopolíticamente ubicados en la periferia de Occidente son los principales portadores de la posibilidad de exterminio y desechabilidad.

Es, empero, Bertrand Ogilvie quien ha realizado la más importante aproximación a la constitución de los sujetos desechables al ubicarlos como objeto de la violencia económica estructural (en la producción y en el consumo) y en su carácter de irrepresentabilidad. En seguimiento de Hegel y su término “populacho”, que describe a la masa de hombres por debajo de cierto nivel de subsistencia tanto económica como de representación, Ogilvie sostiene:

La conclusión se impone por sí misma: el problema de la producción del populacho no es solamente el de la pobreza, sino de lo que revela de las causas estructurales de la pobreza […]. Puede decirse que la lógica contemporánea del mercado (otro nombre del capitalismo) es una lógica de exterminio indirecto y delegada […], por la cual los países capitalistas pueden permitirse abandonar a su suerte a las poblaciones excedentarias tanto en el interior de sus fronteras (homosexuales, drogadictos) como en el exterior (África, Asia, etc.). En América Latina se designa a esas poblaciones que no entran en los planes nacionales e internacionales de producción e intercambio con el nombre evocador de población chatarra, desecho, residuo; no otra cosa que el populacho.[12]

A través de Hegel nuestro autor asume como válida la dialéctica del amo y el esclavo, en la que estos hombres desechables han perdido también su autorreconocimiento, su deseo de reconocimiento y prestigio, en tanto el deseo alude a un movimiento por medio del cual la conciencia se lanza sobre el otro, en su intento de reconocerse a sí misma, dado que ésta no puede existir sin verse reflejada; es decir, han perdido también su representabilidad.

Los individuos des–articulados, vale decir, privados de una mediación que los vincule con lo universal, que da un sentido a su particularidad (como lo desarrolla admirablemente Brecht en La Vida de Galileo Galilei), supuestamente tendrían necesidad de recuperar ese anclaje en la creencia en valores, es decir, en algo que figure, que represente para ellos su estar–juntos en su existencia y legitimidad.[13]

En suma, la categoría de sujeto desechable alude a la creciente parte de la población que es objeto de violencia tanto estructural como subjetiva, en cuanto sus integrantes son marginados del sistema capitalista en dos ámbitos, empleo y consumo, a la vez que son marcados como carentes de representación tanto para ellos mismos como para los demás y, en casos extremos, llevados a la vida nuda que propone Agamben, en la que los sujetos pierden su calidad de bíos, con la consecuente carencia de derechos jurídicos y representación política, y, por ende, quedan reducidos a zoé.

 

Vulnerabilidad y vida nuda

Judith Butler cuestiona la noción de nuda vida a partir de dos críticas. La primera se centra en considerar que “Aunque Agamben utiliza a Foucault para articular una noción de la biopolítica, la tesis de la nuda vida se mantiene al margen de esta concepción”.[14] Es decir, en Foucault el ejercicio del poder es historizado a partir del tránsito del biopoder a la biopolítica; esta última como dispositivo de seguridad y regularización social en el que el “hacer vivir y el dejar morir” dan cuenta de tecnologías de gobierno que intervienen en una economía política del poder que decide el “hacer vivir”. De ahí que Butler critique la noción de nuda vida, en tanto lo que tenemos es una esencialización ahistórica y determinista como un cierto pase de la biopolítica a la nuda vida, que conlleva el estado de excepción como estructura política ineludible.

La segunda crítica de Butler alude a la resistencia, porque “[…] la vida despojada de derechos se encuentra dentro de la esfera de lo político y no está reducida a lo tangible, sino que la mayoría de las veces es indignante, iracunda, se levanta y resiste”.[15]

Para la filósofa estadounidense el cuerpo posee un valor político intrínseco. Este cuerpo no es el individual, sino el colectivo; aquél que se establece en la alianza de los cuerpos. De ahí su llamado a una política de la calle que recupere a esta última (la calle) como espacio de la política: “La libertad sólo puede ejercerse en condiciones que la hagan posible, la movilidad del cuerpo en las calles es un ejercicio de su derecho a la movilidad, lo que lo convierte en un cuerpo–agente de los movimientos políticos”.[16]

A este respecto, en su crítica a Agamben, Butler se olvida de que es precisamente el cuerpo concentracionario[17] el que ya no tiene la posibilidad de una alianza con los otros cuerpos en la medida en que existe una absoluta indefensión del mismo; éste se encuentra privado de derechos jurídicos y se pretende que sólo sea zoé, aun y cuando su bíos se resiste, como han demostrado los actos de solidaridad referidos en testimonios importantes de presos concentracionarios en actos de resistencia individual.[18] Los sujetos concentracionarios no alcanzan a construir movimientos sociales colectivos en el sentido de Butler.

Sin embargo, a partir de su postura anterior, nuestra filósofa también pone en el centro del debate la exclusión de los sujetos marginales mediante dos conceptos importantes: “vidas precarias” y “vulnerabilidad”. El primero parte de sus reflexiones en torno a la constitución identitaria del pueblo estadounidense tras la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 y su posterior política bélica. Desde la perspectiva de esta autora, en este caso el superyó, como fuente de la pulsión de muerte, no se vuelca contra sí mismo, sino contra los otros, como violencia legitimada que marca a los otros (los terroristas, el pueblo afgano) como sujetos cuyas vidas son precarias y se les niega la representación, por lo cual tanto su vida como su muerte no son dignas de ser lloradas.

Es este imaginario, blanco, protestante, el que justifica las múltiples guerras que Estados Unidos ha llevado a cabo (no sólo las justificadas contra los pueblos árabes a partir del 11 de septiembre, sino las de larga data, como el robo del territorio mexicano o su apoyo e implicación con las dictaduras latinoamericanas, entre muchas otras). Y es este imaginario el que Butler pone en cuestión al argumentar a favor de la necesidad imperiosa de un duelo que asuma la vulnerabilidad de uno mismo y de los demás, de tal suerte que todas las vidas tengan el estatuto de dignas de ser lloradas. Por ello, la filósofa postula que

Tal vez exista otra forma de vida en la que uno no quede convertido emocionalmente en un muerto ni miméticamente en un violento, un modo de salir completamente del círculo de la violencia. Esa posibilidad se relaciona con la exigencia de un mundo donde la vulnerabilidad corporal esté protegida sin ser erradicada, subrayando la línea que separa una de la otra.[19]

Y con respecto a la noción de vulnerabilidad señala:

En la medida en que caemos en la violencia actuamos sobre otro, poniendo al otro como peligro, causándole daño, amenazando con eliminarlo. De algún modo, todos vivimos con esa particular vulnerabilidad, una vulnerabilidad ante el otro que es parte de la vida corporal, una vulnerabilidad ante esos súbitos accesos venidos de otra parte que no podemos prevenir. Sin embargo, esa vulnerabilidad se exacerba bajo ciertas condiciones sociales y políticas, especialmente cuando la violencia es una forma de vida y los medios de autodefensa son limitados.[20]

Esta vulnerabilidad —concepto político central en la obra de Butler— es asimismo un acto de resistencia en la medida en que la exposición deliberada ante el poder constituye un acto que se funda como derecho a pensar y se transforma en un agenciamiento, dando lugar a la soberanía del sujeto. Y añade lo siguiente: “hay formas de distribución de la vulnerabilidad, formas diferenciales de reparto que hacen algunas poblaciones más expuestas que otras a una violencia arbitraria”;[21] es decir, Butler apunta a una vulnerabilidad diferenciada en el mundo y… ¿quién es más vulnerable, si no la mujer, la negra del mundo?

Si bien los conceptos “vida nuda” (referido principalmente a los campos de concentración),  “hombre desechables” (que alude a una parte de la población marcada como no necesaria para el desarrollo del capitalismo) y “vidas vulnerables” (centrado en el ataque a las Torres Gemelas en 2001) dan cuenta de diferencias históricas, políticas y sociales, no por ello dejan de poner en el centro a la otredad (los musulmanes, en el análisis de Agamben; la desechabilidad de los sujetos, en el capitalismo de Balibar o Bauman; la vulnerabilidad, como vidas no dignas de ser lloradas, en el caso del pueblo afgano de Butler), en el sentido de aquéllos marcados o estigmatizados como el otro, ése que no cumple con los requisitos simbólicamente establecidos para su acceso conveniente al mundo occidental (judío, underclass, musulmán, etcétera), en tanto que sus diferentes códigos sociales, políticos, económicos o culturales agreden el orden simbólico mismo.

 

Vulnerabilidad y sujetos desechables: el feminicidio en México

En los conceptos teóricos antes consignados (nuda vida, sujetos desechables y vulnerabilidad) se pone en el centro la otredad, aquellas vidas que no son dignas de vivir, y es a partir de esta articulación como podemos proponer un ángulo de análisis sobre el feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua. El primer caso de feminicidio documentado fue el de Alma Chavira Farel, de 13 años de edad, cuyo cuerpo fue hallado el 23 de enero de 1993 con huellas de haber sido atacada sexualmente y estrangulada. Con ella comenzó el horror llamado feminicidio. De 1985 a 2016 se han registrado en el país 52 mil 210 homicidios violentos de mujeres con presunción de feminicidio. Para 2017 se calculaba que existían mil 779 mujeres asesinadas en Ciudad Juárez.[22] Todas ellas fueron cruelmente torturadas, violadas, estranguladas o degolladas.

Existen tres argumentaciones importantes que sostienen diversas hipótesis en torno al feminicidio en Ciudad Juárez, las cuales me parecen plausibles, complejas y verosímiles, aunque insuficientes para explicar por qué somos hoy las mujeres las principales víctimas de violación y trata. La primera, muy cercana al sentido común, lo asocia con una violencia sexual (México tiene el primer lugar en violación infantil) y social de hombres solos o de grupos de pandillas. Esto es producto tanto de la violencia doméstica como de la responsabilidad de la sociedad y del Estado, pero situados en ámbitos tan abstractos que ambos actores se difuminan en el machismo y la complicidad de las autoridades en recurso de la impunidad.[23]

Según datos de María de la Luz Estrada, “El 70% de los feminicidas tiene el estatus de desconocidos y 30% de los agresores están ubicados como personas conocidas por las víctimas. Solo en el 20% de los casos quien comete el crimen es la pareja, o expareja”. Las autoridades, explica Estrada, están negando la existencia de grupos delictivos que operan en diversos estados del país: “Sabemos que da miedo saber y reconocer que hay grupos criminales operando así en diversos territorios, pero si los invisibilizan o hay involucradas autoridades, están poniendo en mayor riesgo la vida y la integridad física de las niñas, adolescentes y mujeres”.[24]

En esta primera explicación no se toma en cuenta el hecho de que la versión dominante de la identidad masculina no constituye una posición natural o derivada de su condición biológica, sino una ideología de poder y de opresión que se ejerce no sólo contra las mujeres, sino también contra el hombre mismo. La educación de los hombres está caracterizada porque a los varones se les niega no únicamente el derecho a la afectividad, sino también a manifestar el dolor, como lo muestran diversas investigaciones.[25]

De esta manera, el ejercicio de la heteronormatividad, en tanto construcción social de género, involucra tanto la aceptación del orden simbólico asociado al sistema patriarcal hegemónico como la construcción de la masculinidad en cuanto montaje de un rol en el que la afectividad y la manifestación del dolor son negados; ya que, de acuerdo con Elizabeth Badinter, “[…] el dolor es un asunto de mujeres, el hombre debe despreciarlo so pena de verse desvirilizado y rebajarse al nivel de la condición femenina”.[26] La prohibición de manifestar dolor, afecto o debilidad, asociados a lo femenino, está significando una construcción de la hombría acorde a modelos normativos cuyo costo es significativo para el hombre, en tanto estas expectativas falsas sobre su género pueden originar que el dolor asuma las formas de enojo, ira o frustración que se traducen en violación y violencia sobre un género considerado inferior. Por su parte, María Teresa Priego, sobre la figura de la Malinche de Octavio Paz, señala:

Lo femenino pierde. En la repetición interminable. Erguirse después todopoderoso ante lo femenino vencido, maltratado, cogido, se convierte en una ominosa cuestión de supervivencia. Denigrar a una mujer para diferenciarse de la madre ultrajada. Identificarse —hasta el último extremo— con lo masculino entendido como violencia.[27]

En este sentido, ya desde la infancia, la construcción ideológica de la masculinidad dominante involucra múltiples dimensiones, entre las que destacan los símbolos del éxito (laboral y social) y la independencia (económica y afectiva). Si bien ambas dimensiones operaron tradicionalmente como dispositivos para eliminar la manifestación económica y política de las mujeres, también pueden ser entendidas como mecanismos de control sobre los hombres (más aún, sobre la clase trabajadora masculina)  bajo dos ejes: primero, con el acceso al trabajo como símbolo de estatus y jerarquía, lo que a su vez tiene correspondencia con un hombre–máquina que inhibe sus sentimientos; y, segundo, como  principal responsable de sostener mujeres y niños, y, por ende, con la posibilidad de hacer uso de ellos vía maltrato o violación.

En este contexto, de acuerdo con Carlos Lomas,

[…] los dividendos patriarcales de la dominación masculina no son el efecto natural de las diferencias sexuales entre hombres y mujeres sino el efecto cultural de un determinado modo de entender y construir a lo largo del tiempo las relaciones entre los hombres y las mujeres que se sustenta en una doble falacia: una presunta naturaleza superior de los hombres que justifican en nombre de la razón y del orden natural de las cosas  y una mirada heterosexuada del mundo a través de la cual se evalúan como normales y como naturales las relaciones heterosexuales.[28]

De este modo, la sociedad patriarcal se ha construido en nuestras sociedades como un proceso de diferenciación y subordinación de las mujeres junto con la negación de los otros (principalmente, los homosexuales y las lesbianas), en tanto la homofobia da cuenta del desprecio a lo femenino encarnado en una figura masculina. En esta línea Mario Pecheny sostiene:

La similitud de argumentos para discriminar a las mujeres y a los homosexuales es notable: la naturaleza biológica, la moral, el interés de los niños, la educación de la juventud, la preservación del orden social. En los dos casos, lo que cuenta no es la diferencia en sí misma, sino el juicio efectuado sobre ella en nombre de lo que la sociedad juzga deseable o aceptable en un momento dado, según alguna concepción determinada de la normalidad.[29]

Así, se ejerce una violencia sedimentada sobre el otro, el diferente, las mujeres, los homosexuales, que les niega su identidad a través de dispositivos que estructuran al otro y que van desde el intento de borrarlos hasta las relaciones de poder en las que este otro puede ser objeto de vejaciones legitimadas por ser portador de marcas corporales o de género.

Una segunda explicación plausible en torno al feminicidio en Ciudad Juárez se refiere a la articulación entre la industria maquiladora y el feminicidio, dado que una importante parte de las mujeres asesinadas son trabajadoras en esa industria, como demuestra el informe presentado por el relator especial de Naciones Unidas sobre el caso de mujeres asesinadas en aquella ciudad. Ahí se documenta que “Las víctimas de esos crímenes eran preponderantemente mujeres jóvenes, de 15 a 25 años de edad. Algunas eran estudiantes y muchas trabajadoras de maquilas o tiendas u otras empresas locales”.[30] Ciertamente, las huellas de género de la industria maquiladora aluden a cuerpos marcados por el trabajo en serie; cuerpos vejados laboral y socialmente, cuerpos asesinados por la violencia estructural del poder patriarcal, lo que dio origen a concebir ese feminicidio como resultado de la invasión de espacios masculinos. Por ejemplo, Griselda Gutiérrez considera que una de las claves para la comprensión de esta violencia consiste en

Los avances y reposicionamientos de las mujeres en aquellos espacios otrora exclusivos de los hombres: el mercado laboral y los bares, con todo lo que ello supone: […] otro manejo del tiempo, independencia, permisividad, y con lo que simbólicamente representan a manera de sostén del poder masculino, lo que como marco explica el problema; es, pues, la “invasión” de espacios y prácticas que no les pertenecen lo que permitiría comprender la violencia en su forma más extrema, la violencia sexista que remata en homicidio.[31]

En este contexto coincido con Gutiérrez en que, bajo las condiciones actuales de desempleo y precarización laboral producto de la globalización neoliberal, es claro el impacto en la subjetividad masculina de la pérdida de su rol dominante (en tanto principal proveedor) que las nuevas condiciones laborales perfilan y que han generado quiebres simbólicos en la construcción de la masculinidad. Estos quiebres sustentados en su rol laboral pueden observarse en diversas investigaciones de todo el mundo.[32]

Las transformaciones en los atributos asignados a cada género, exacerbados en la organización del capitalismo, se expresan en estas formas de violencia extrema. Es una explicación plausible del feminicidio de Ciudad Juárez, donde el incremento del empleo femenino en la industria maquiladora es notable. Si bien es cierto que el reposicionamiento de las mujeres en aquellos espacios (el mercado laboral y los bares, que, para la masculinidad dominante, son exclusivos de los hombres —con lo cual, simbólicamente, representan el sostén del poder masculino—) contribuye a revelar parcialmente el problema y esclarecer la violencia sexista que concluye en feminicidio, no constituye explicación suficiente para entender la dinámica perversa de estos asesinatos.

Y una tercera explicación es la de Rita Segato, quien cuestiona la ampliamente difundida versión estatal de que los asesinatos son perpetrados por grupos gansteriles con móviles sexuales. La autora señala, a partir de su investigación de la mentalidad de los condenados por violación y presos en una penitenciaría de Brasilia, que existe un doble discurso en los violadores, atravesado por un eje jerárquico vertical que se enclava en el poder soberano y el patriarcado (en el que la mujer asume la figura de la alteridad), y por un eje horizontal, en el que la construcción de la masculinidad es vista como lo similar (similitud que se construye a partir de pactos de terror).

Concuerdo en que ha sido la heteronormatividad, con su construcción de una masculinidad patriarcal y machista, la que sustenta el feminicidio, pero creo que resulta importante considerar los mandatos simbólicos de la vulnerabilidad y la otredad, que también contribuyen a explicar el asesinato y la desaparición forzada —que hoy atraviesan cerca de seis estados del país— de las mujeres.[33] Segato propone lo siguiente:

Si en el genocidio la construcción retórica del odio al otro conduce la acción de su eliminación, en el feminicidio la misoginia por detrás del acto es un sentimiento más próximo al de los cazadores por su trofeo: se parece al desprecio por su vida o la convicción de que el único valor de esa vida radica en su disponibilidad para la apropiación.[34]

En el caso de los feminicidas es evidente que consideran como emblema de su masculinidad la violación y el sufrimiento de la otra, la mujer vulnerable que puede volverse nuda vida, en tanto el hombre se erige como tótem y la mujer como tabú (y, como tal, objeto del goce sádico y narcisista del violador feminicida; por ende, objeto de su vulnerabilidad representada en el falo misógino).

Hay, no obstante, dos aspectos no abordados por las tres anteriores explicaciones. El primero alude a que la construcción identitaria en México se edificó sobre bases profundamente racistas y sexistas, y aunque la violencia contra las mujeres ha sido una constante histórica, los tintes que hoy adquiere con las asesinadas de Ciudad Juárez dan cuenta de una diferenciación sexo–raza: mujeres jóvenes, pobres, de piel morena que personifican un circuito de exclusión sexual y racial del orden simbólico dominante europeo. De este modo, si no se cumple con los requisitos sexo–raciales de este orden, la violencia está no sólo permitida, sino también legitimada. Ogilvie expresa, en relación con esto, que:

La víctima debe ser, o más bien representar, muy precisamente aquello cuya sola presencia impide al verdugo ser lo que cree y quiere ser. Es en verdad el caso en que las víctimas son muertas únicamente por lo que son, vale decir, por el hecho de haber nacido lo que son. Pero lo que son no es la última palabra de la motivación que los elige como objeto de exterminio, porque su ser, en este caso no es más que un ser imaginario. Su ser no es aquí su ser sino su ser para el verdugo: aquello por lo cual representan un obstáculo fantasmático a lo que este quiere ser.[35]

En este sentido, en el imaginario[36] del verdugo, la mujer opera como aquélla que niega a éste su posibilidad de ser; por lo tanto, debe desaparecer para que el verdugo pueda ser eso que se le ordena ser: hombre que no llora, sino que hace llorar. Butler lo interpreta de la manera siguiente:

Esto significa que en parte cada uno de nosotros se constituye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos —como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición—, la pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición.[37]

Sólo así podemos explicarnos el goce del violador, el triunfo del instinto de muerte en el que la otra es el espejo alienado a su objeto de deseo[38] y de goce perverso a través del cuerpo femenino como territorio a destruir, previo al goce sádico que proporciona, en suma, vida nuda.

Como segundo aspecto no estudiado a fondo, en el caso específico de Ciudad Juárez existe el llamado “pacto narcisista”,[39] entendido como una asignación grupal en la que cada miembro es reflejo del narcisismo de los otros, principalmente en una identificación con el líder. De esta manera, en ese pacto los feminicidas coinciden en su narcisismo; el ingreso de la mujer al mercado laboral y a los espacios masculinos (tesis sostenida por Gutiérrez[40]) les genera una profunda herida narcisista.

Desde esta perspectiva, de acuerdo con René Kaës existen también las alianzas perversas “que se patentizan en la desmentida común, por el secreto compartido y por el dominio que el perverso ejerce sobre sus compañeros, con la complicidad consciente o inconsciente de éstos. Se sostiene siempre que la relación del fetichista con su fetiche sólo toma este valor del poder que tiene el fetiche de fascinar al otro”.[41] En este aspecto se considera la existencia del otro, la corporalidad del otro, como objeto para servir los fines de los deseos del hombre blanco —ya desde la Conquista—, y, bajo tal óptica, este “hombre blanco” se define no sólo por el color de la piel, sino también por simbolizar una masculinidad hegemónica patriarcal.

La masculinidad hegemónica es introyectada por la masculinidad subordinada de nuestro país. Ésta última pretende imitar a aquélla al mirar a la mujer —esa otra— como cuerpo inferior sobre el cual se puede ejercer la violencia y —a través de ésta y del ejercicio de la discriminación— olvidar el estigma del propio color de piel, de la propia clase social, de la propia marginación del sistema; de tal suerte que su construcción identitaria pareciera requerir de la devaluación del otro como forma de reevaluación de la propia identidad.

Por ello, a la firma masculina inscrita en el desecho de las mujeres en los basureros o lotes baldíos (como fetiches) subyace la fratría; firma masculina como firma sobre la vulnerabilidad y precariedad femenina; firma masculina en la que el basurero es recipiente, como máximo símbolo de que las mujeres vulneradas son vidas precarias y sujetos desechables. En palabras de Butler, “la desrealización de la pérdida —la insensibilidad frente al sufrimiento humano y a la muerte— se convierten en el mecanismo por medio del cual la deshumanización se lleva a cabo”.[42] Y, evidentemente, existe una deshumanización de los otros no sólo como sujetos vulnerables, sino también como vidas no dignas de ser lloradas.

 

Fuentes documentales

Agamben, Giorgio, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre–Textos, Valencia, 2003.

Badinter, Elizabeth, XY. La identidad masculina, Alianza, Madrid, 1993.

Balibar, Étienne, Violencia, identidades y civilidad, Gedisa, Barcelona, 2005.

Bauman, Zygmunt, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, Barcelona, 2005.

Butler, Judith, “Conferencia La alianza de los cuerpos y la política de la calle” en El Estado de las Cosas, Oficina de Arte Contemporáneo de Noruega, Valencia, 2011, pp. 91–113.

—— “Vulnerabilidad y Resistencia Re-visitadas” Conferencia en la Universidad Nacional Autónoma de México, México, 23 de marzo de 2015.

—— Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.

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[*] A Eduardo Weiss. Con admiración, gratitud y respeto.

[**] Doctora en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Histórico–Sociales de la Universidad Veracruzana. lechavarria@hotmail.com

 

[1] Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre–Textos, Valencia, 2003, p. 155.

[2] Ibidem, p. 176.

[3] Ibidem, p. 180.

[4] Ibidem, p. 19.

[5] Ibidem, p. 159.

[6] Ibidem, p. 156.

[7] Étienne Balibar, Violencia, identidades y civilidad, Gedisa, Barcelona, 2005, p. 117.

[8] Ibidem, p. 116. Las cursivas se encuentran en el original. Difiero de esta postura. En tanto que no hay sujetos al margen ni de la actividad ni del mercado, la economía informal, aun la ilegal (como el narcotráfico) es actividad y da lugar a diversas figuras del ejército de reserva.

[9] Zygmund Bauman, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, Barcelona, 2005, p. 143.

[10] Ibidem, p. 140.

[11] Achille Mbembe, Necropolítica, Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 2011, p. 34.

[12] Bernard Ogilvie, El hombre desechable. Ensayos sobre las formas de exterminio y la violencia extrema, Nueva Visión, Buenos Aires, 2013, p. 73.

[13] Ibidem, p. 83.

[14] Judith Butler, “Conferencia La alianza de los cuerpos y la política de la calle” en El Estado de las Cosas, Oficina de Arte Contemporáneo de Noruega, Valencia, 2011, pp. 91–113, p. 97.

[15] Ibidem, p. 97.

[16] Idem.

[17] Por “cuerpo concentracionario” se entiende aquél que, en circunstancias de extrema crueldad, habita un campo de concentración.

[18] Por ejemplo, durante la dictadura argentina, Pilar Calveiro, presa política en la Escuela Superior de la Armada Argentina (ESMA), narra: “Un aspecto importante dentro de los campos fue lo que Todorov llama virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones individuales que rechazan el orden concentracionario en beneficio de una o varias personas, pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abstractas”. Ejemplo radical es la fuga de Horacio Maggio y Jaime Dri de la esma; así como ejemplo irónico es la alusión de Calveiro a su risa cuando, en medio de la tortura, sus carceleros hablaban del hecho de que el voto es secreto. De ahí que ella plantea “a la risa como una de las formas más eficientes de la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un medio en el que se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a la muerte”. Pilar Calveiro, Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina, Colihue, Buenos Aires, 2004, p. 108.

[19] Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 70.

[20] Ibidem, p. 55.

[21] Ibidem, p. 14.

[22] María de la Paz López Barajas (Coord.), La violencia feminicida en México, aproximaciones y tendencias 1985–2016, Secretaría de Gobernación/Instituto Nacional de las Mujeres/Entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de las Mujeres, México, 2017, p. 17.

[23] Víctor Ronquillo, Las muertas de Juárez, Planeta, México, 1999.

[24] Andrea Vega, “Estado oculta feminicidios cometidos por crimen organizado y no investiga, acusan activistas de 23 entidades” en Animal Político, 6 de febrero de 2019. https://www.animalpolitico.com/2019/02/estado-feminicidios-crimen-organizado-mexico   Consultado 16/i/2022.

[25] Carlos Lomas, “Los chicos no lloran” en Carlos Lomas (Comp.), Los chicos también lloran. Identidades masculinas, igualdad entre los sexos y coeducación, Paidós, Barcelona, 2004, pp. 9–32, y Enrique Pescador, “Masculinidades y adolescencia” en el mismo libro, pp. 113–145.

[26] Elizabeth Badinter, XY. La identidad masculina, Alianza, Madrid, 1993, p. 92.

[27] María Teresa Priego, “¿Por qué mata el que mata?” en María Isabel Belausteguigoitia Rius (Coord.), Fronteras y cruces: cartografía de escenarios culturales latinoamericanos, Programa Universitario de Estudios de Género/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2005, p. 301.

[28] Carlos Lomas, “Los chicos no lloran”, p. 15.

[29] Mario Pecheny, “Identidades discretas” en Leonor Arfuch (Coord.), Pensar este tiempo. Espacios, afectos, pertenencias, Prometeo, Buenos Aires, 2005, p. 142.

[30] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Violencia contra la mujer en Ciudad Juárez: exposición general del problema, 2002, https://www.cidh.org  Consultado 6/i/2002.

[31] Griselda Gutiérrez Castañeda, “Poder, violencia, empoderamiento” en Griselda Gutiérrez Castañeda (Coord.), Violencia sexista. Algunas claves para la comprensión del feminicidio en Ciudad Juárez, Facultad de Filosofía y Letras/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2004, pp. 131–157, p. 153.

[32] Otro caso en México puede verse en la investigación de Florencia Peña sobre las mujeres mayas bordadoras del sector informal de la industria textil. Florencia Peña Saint Martin, “Bordando en la ciudad. Mujeres mayas en el sector informal de la industria del vestido en Yucatán” en Florencia Peña Saint Martin (Coord.), Estrategias femeninas ante la pobreza. El trabajo domiciliario en la elaboración de prendas de vestir, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1998, pp. 173–188.

[33] Rita Segato, “Territorio, soberanía y crímenes de segundo Estado: la escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez” en Isabel Vericat, Ciudad Juárez: De este lado del puente, Epikeia A.C., México, 2005, pp. 75–96; Rita Segato, Contra–pedagogías de la crueldad, Prometeo, Buenos aires, 2018.

[34] Rita Segato, Contra–pedagogías…, p. 89.

[35] Ibidem, p. 104.

[36] En Lacan lo imaginario alude al yo ideal del sujeto, a la proyección de su ideal de llegar a ser, y normalmente estará actuado para la mirada del otro y de los otros. Jacques Lacan, “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos 1, Siglo XXI, México, 1990, pp. 86–93.

[37] Ibidem, p. 46.

[38] El llamado “pequeño objeto” que alude a la fantasía del sujeto es definido por Žižek como “[…] el objeto a, el objeto causa de deseo, un objeto que, en cierto sentido, es puesto por el deseo mismo […] él no existe, ya que no es nada más que la encarnación, la materialización de esta distorsión, de este excedente de confusión y perturbación introducido por el deseo en la denominada ‘realidad objetiva’”. Slavoj Žižek, Mirando el sesgo, Paidós, Buenos Aires, 2000, p. 29.

[39] René Kaës, El aparato psíquico grupal, Gedisa, Madrid, 1997.

[40] Griselda Gutiérrez Castañeda, “Poder, violencia, empoderamiento”, p. 154.

[41]  René Kaës, El aparato psíquico grupal, p. 123.

[42] Judith Butler, Vida precaria…, p. 184.