Poder, fecundidad, comunidad: la cuestión ontológica del poder en Emmanuel Levinas

[*]

Pedro Antonio Reyes Linares, SJ[**]

 

Recepción:  17 de febrero de 2018

Aprobación: 17 de octubre de 2019

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio, sj. Poder, fecundidad, comunidad: la cuestión ontológica del poder en Emmanuel Levinas. El artículo analiza un texto temprano de Emmanuel Levinas que permite criticar, a partir del análisis de la enseñanza y su modo peculiar de establecer el vínculo, las nociones unidimensionales del poder como sujeción y subordinación en el modelo social de una unidad perfecta, para pensar en la creación de comunidad desde la relación fecunda con quienes en el pasado nos acogieron en su unidad no perfecta, sino marcada por el intento de recibir el desbordamiento de la novedad del recién llegado. Es la repetición de ese mismo dinamismo, en nuestro propio problema e intento de recibir a nuestra vez a los propios “nuevos”, lo que se propondrá como un principio de socialidad y como el desafío que, en nuestro tiempo, puede dejarnos esta lectura del novel filósofo que era Levinas.

Palabras clave: Levinas, socialidad, enseñanza, ética, poder, comunidad, fecundidad, ontología, Heidegger, fenomenología.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio, sj. Power, Fecundity, Community: The Ontological Question of Power in Emmanuel Levinas. The article analyzes an early text by Emmanuel Levinas that offers a critique, based on an analysis of teaching and his peculiar way of establishing links, of one–dimensional notions of power as subjection and subordination in the social model of perfect unity, in order the think of the creation of community from the fruitful relationship with those who previously took us into their non–perfect unity, marked by the attempt to receive the overflowing of the newcomer’s novelty. The repetition of this same dynamism, in our own problem and attempt to receive in turn our own “newcomers,” is proposed as a principle of sociality and as the challenge that this reading by the young philosopher Levinas lays down for us.

Key words: Levinas, sociality, teaching, ethics, power, community, fecundity, ontology, Heidegger, phenomenology.

 

A nadie se le oculta en nuestro tiempo la severa crítica que la obra de Emmanuel Levinas ha significado para las concepciones más tradicionales del poder, ya que plantea un modo diferente de concebir la constitución de la subjetividad y pone en primer plano el compromiso ético como una nueva forma de filosofía primera. Es por ello que quiero acudir a este autor para abordar el tema que ahora nos convoca, la cuestión ontológica del poder, porque creo que Levinas puede darnos elementos muy agudos para comprender las claves con las cuales podemos entender nociones diversas al usar el concepto de “poder”, que, al diferenciarlas, nos abrirían horizontes nuevos para ubicar los problemas humanos y sociales, y el modo de plantearlos.

Me voy a centrar especialmente en las conferencias que Levinas pronunció a finales de la década de los años cuarenta y en 1950 en el Colegio Filosófico de Francia, recientemente publicadas en editorial Trotta como Escritos inéditos. Las conferencias, aunque sus títulos podrían desorientarnos (Poderes y origen, Los alimentos y Las enseñanzas), tienen un hilo conductor y se encuentran en medio de la redacción de dos de las obras señeras de Levinas, la colección de ensayos que apareció bajo el título El tiempo y el otro y Totalidad e infinito, en las que desarrolla algunos de los temas fundamentales que en aquellas obras, especialmente en la segunda, recibirán un tratamiento más sistemático, por ejemplo, su crítica del sujeto y del poder.

Para el tratamiento del poder Levinas parte de la conexión, que en la Modernidad se ha hecho “natural” (en el sentido que Husserl daba a esta palabra), entre poder y libertad. Es esta conexión entre poder y libertad lo que ha dado, de acuerdo a nuestro autor, un prestigio excepcional a la segunda, y es también la razón del enorme escándalo, insoportable para los pensadores modernos, que se genera cuando se comprueba que sobre el origen no tenemos poder. “El hecho de que no hayamos escogido nuestro nacimiento parece constituir el gran escándalo de la condición humana”,[1] asegura Levinas, y es esta impotencia la que constituye “la marca del destino sobre cada una de nuestras iniciativas”,[2] de modo que todo ejercicio de poder, como realización de la voluntad que quiere afirmarse libremente en el mundo y en la naturaleza, está sostenido, paradójicamente, en su contrario, una irrenunciable e inevitable impotencia.

Es la ceguera ante esta impotencia fundamental la que ha hecho aventurarse a la filosofía, como empresa del saber, en una fantasía. Los filósofos se han visto como héroes delante de la tragedia de esa impotencia y han pretendido encontrar, por el saber, un “punto desde donde se domina la existencia”; es decir, plantea Levinas, “un punto absoluto”, “exterior a esa existencia”. Se trata de un intento de justificación que propone un “más allá del origen” que dé fundamento a las verdades sobre la existencia, convirtiendo la empresa en una superposición del plano de lo eterno sobre las circunstancias contingentes de la existencia. Es éste un primer concepto de poder que ha dominado la visión moderna de la vida humana, del saber y de la verdad. Este concepto de poder, como dominio sobre lo contingente porque participa de la eternidad, está marcado por el privilegio concedido a algunos (a los filósofos y a quienes como ellos se vean favorecidos para alcanzar esa eterna verdad y traerla a los mortales), que se convierte en el mito del “iluminado”, quien establece su pretensión de poder como una “dominación por medio de la verdad” sobre un conjunto de desfavorecidos que harían bien en plegarse a la visión de aquel benefactor. Derechos divinos, autoridades carismáticas y magisteriales, líderes empresariales y públicos con visiones únicas, dominación desde la cátedra, etcétera, no están lejos de esta forma de concebir el poder, ni tampoco se esconde a nuestros ojos la suerte que muchas veces sufrieron quienes la proponían, al momento de verse rechazados por los infortunados que no aceptaban la bienaventuranza que se les ofrecía.

No es que esta concepción se haya terminado del todo. Levinas lo sabe porque es testigo vivo de lo que significa la entronización de una personalidad mesiánica que defiende poseer una verdad absoluta. Sin embargo, no pretende quedarse en esta primera concepción porque ya ha sido criticada desde la “filosofía de la existencia”, como la refiere el autor lituano. La filosofía de la existencia —y está pensando en Heidegger y Sartre, pero también en Husserl y su fenomenología— ha “renunciado a este privilegio de elevarse hasta lo eterno”,[3] de modo que —y esto es ya un avance a ojos de Levinas— “concibe una verdad que no domina al objeto sobre el que recae”.[4] Es la “verdad de la descripción”[5] que se caracteriza por su fidelidad, manteniéndose con disciplina “en el mismo nivel en que se encuentra su objeto”.[6] No obstante, la fidelidad en el ejercicio de la descripción no quita a esta filosofía de la existencia su comunión con la convicción que gobernaba en la visión anterior; también aquí hay una irresistible tentación de asimilar el acontecimiento del ser a la comprensión del ser, es decir, como un “poder que se ejerce sobre el ser”.[7] El cumplimiento (Erfüllung) de la intención sigue siendo la idea rectora, aunque, por la exigencia de no “separarse nunca de las cosas”,[8] que completa el lema “a las cosas mismas”, tenga que aceptarse que “las imperfecciones del conocimiento [el carácter inacabado de la vida sensible], en lugar de permitir que se escape el objeto mentado, precisamente lo definen”.[9] La filosofía de la existencia sería una filosofía consciente de su inacabamiento, de la impotencia cuando se trata de acabarse, de su imposibilidad para cumplirse plenamente, pero no renunciaría a la intención que la define desde lo profundo. De hecho, esa intención se convierte en su intrínseco motor.

Esto obliga a reconocer, en cualquier forma de la filosofía de la existencia, en lo que exige ser visto como logrado, las evidencias que le subyacen y que quedan sin cumplirse en plenitud. Convierte, entonces, dice Levinas, el acontecimiento intelectual (el dominio del ser por el saber) en un acontecimiento histórico (el ir sabiendo, dominando el ser para seguir sabiendo sin abandonar nunca el plano de la finitud). No hay aquí —piensa Levinas contraponiendo a Heidegger a la salida que Husserl pretendía con la reducción fenomenológica trascendental— “ningún instrumento que pueda hacer salir al hombre de su condición”;[10] no hay ningún punto absoluto desde el que se defina el dominio, que ya no podría entenderse en Husserl como un salir a la eternidad, pero sí, tal vez, como una coincidencia plena con el origen, coincidencia también imposible. Y Levinas aplaude a quienes así corrigen el planteamiento original de la fenomenología, porque considera que la posición de Heidegger cumple de mejor manera la definición fundamental de lo que la filosofía es y puede ser; no hacer estallar la existencia, sino coincidir con ella, es decir, ser, la propia filosofía, la misma vida concreta: “existencia y acontecimiento”.[11]

Esta posición, piensa Levinas, realiza con mayor congruencia el programa fenomenológico que el intento husserliano y nos encamina a “una nueva concepción de poder”,[12] ya no aferrada a “la idea de lo perfecto”. Es esa nueva concepción de poder la que está en el fondo de la idea de intencionalidad, donde el pensar y el existir se identifican y no se concede al primero ninguna prerrogativa sobre el segundo. La trascendencia de la existencia no le está concedida por su facultad reflexiva, sino que ella misma tiene que pensarse siempre en curso, pues consiste precisamente en trascender. Es la misma existencia la que se define como “poder”, como ir pudiendo conforme puede, pero ahí la filosofía de la existencia parecería entrar en un callejón sin salida. Cuando la existencia se define como poder, ir pudiendo, la definición pide una relación con lo abierto, lo infinito, que sin embargo no puede cumplirse de ninguna manera en la misma existencia. Esa relación es el pensamiento, que Levinas entiende como “situarse detrás” de la existencia y que abre el horizonte del futuro como “actualización” de lo que ya está dado, la propia existencia en su último término, la muerte. Es ésta la última comprensión posible de la existencia impotente respecto del origen: una existencia así sólo puede asumirse en la comprensión de la muerte, y esta comprensión vuelve a ser un dominio del ser por la comprensión, un poder paradójico de una impotencia que siempre se refiere al poder.

Este poder paradójico no es la mera impotencia, el hecho de la impotencia, sino la imposibilidad, el comprenderse en el horizonte de lo imposible que se anuncia en todo lo posible. Es entonces, a la luz de ese desvelamiento de la naturaleza ontológica del pensamiento heideggeriano, que Levinas pregunta “la relación del hombre con el ser ¿es únicamente ontología?”[13] o, “dicho de otra manera, ¿se cumple la existencia en términos de dominación”,[14] es decir, de comprensión? Si ya no es la visión de lo eterno lo que se convierte aquí en garantía de la dominación (comprensión) de la existencia, es esta posibilidad de la imposibilidad la que gobierna y rige, domina y ejerce su poderío sobre la existencia en cada uno de sus posibles. Toda actividad estaría regida por una irremediable pasividad, y el ser humano tendría que entenderse contradictoriamente en uno de los dos extremos: dominado por la actividad siempre posible que le abre lo eterno (por lo menos a algo en el ser humano, su pensamiento), que sería la apuesta del idealismo (que “convierte toda pasividad en actividad”, y en eso consiste su peculiar concepción de poder), o dominado por la pasividad ante la impotencia que se anuncia, en toda actividad, desde su condición original de mortal: poder que ilumina todo no–poder o no–poder que ilumina con su paradójica claridad todo poder.

De ahí que Levinas proponga buscar en una condición que no necesariamente responda a esta disyuntiva de poder y no–poder, así comprendidos, y le parezca encontrarla sacando a la luz lo no pensado, la posición del que piensa la disyuntiva. “No se trata de una conciencia de localización, sino de una localización de la conciencia, de una localización que no se reabsorbe, a su vez, en conciencia”.[15] La posición que todo acto supone, pero que no puede reducirse de ninguna manera al acto, no es pensamiento ni sentimiento; tampoco es el “aquí” que implica al mundo como horizonte, como en el caso del Da heideggeriano. Es simplemente el “aquí” de la conciencia, implicado aun cuando la conciencia no ha venido todavía a sí misma, como en el caso del sueño; “precede a toda comprensión, a todo horizonte, a todo tiempo”.[16] No es una trascendencia, sino un dinamismo sin trascendencia, una insistencia, “intencionalidad original respecto de todas las que ya están instaladas en la posición, que parten de ella”.[17] La posición es el origen que el poder no puede apresar por su carácter originario, más original que todo poder, que ha de venir de ella: es siempre el asiento del poder, su base más original. En la posición se anuncia una alteridad fundamental, no un “obstáculo para el poder, sino su condición, su privilegio y de alguna manera su gloria, que lo eleva por encima del fenómeno […] Tiene dignidad”.[18]

Esta dignidad de la posición que Levinas reconoce es la liberación del sujeto de quedar encerrado en su propia identidad para encontrarse puesto en el suelo, antes de toda relación con un objeto. En la segunda conferencia, Los alimentos, Levinas extiende este análisis al problema del cuerpo, no como el objeto de mi conciencia, como una conciencia corporal, sino como su soporte. “El cuerpo en tanto que posición es el hecho de sostenerse”;[19] y es a partir de este hecho como puede dar toda vuelta sobre sí, toda “comprensión de sí por sí”[20] y “la libertad de gustar la vida”.[21] Es ese pleno gozo que no es comprensión al modo de la visión o proyección, sino simple presa de sí como inmanencia. Es estar en sí mismo y, ser así, condición de gozo primigenio, no con vistas a, sino por el gozo mismo. No es todavía cuidado de sí, sino estancia en un mundo de necesidades que no están precedidas por una carencia mía, sino que me preceden, que se reciben, que se acogen en ese sí al que vuelve el sí en el disfrute o, como indica Levinas, en mi “en casa”. Esta expresión refleja esa condición dual en que se encuentra todo ser humano: por su “en casa” puede recibir al mundo, pero también es ya parte del mundo. El mundo que le adviene no es todavía el mundo de las utilidades, puesto que todo útil implica ya haberse plantado, haber detenido de alguna manera el ritmo para poder asir, como otro que viene, el utensilio. Este otro que viene a la mano no viene preparado para ser asido. No hay una naturalidad del paso del utensilio a la mano; la mano es precisamente la condición de trabajo que el utensilio–otro exige: al utensilio hay que trabajarlo, asirlo, y así me revela su condición trascendente, es decir, como “no consumible”[22] y como algo que hay que trabajar, no sólo con lo que se trabaja.

Ese “tener que” trabajarlo, que marca sobre quien lo recibe la alteridad del utensilio, instaura, según Levinas, “la personalidad de sí”,[23] que se define como quien está exigido de trabajo, de proyectar no su existencia sobre su propio término, sino sobre el término del otro, del objeto que “viene a”, si el trabajo sale bien, servirle. “La estructura del poder —argumenta Levinas— no es la proyección de la existencia hacia un porvenir absolutamente porvenir; es una proyección hacia el porvenir del objeto ya presente en la materia primera. La materia primera preexiste. El poder es esencialmente no creador: domina lo dado, no lo supera: toma, modela”.[24] En este poder no creador en que la materia nos es dada, no estamos como en un presente absoluto, sino que la materia dada, la condición no creadora del poder, denuncia su “venir de”, su pasado, una historia también precedente en la que otros y otras me aportan sus utensilios y su propio trabajo para ser recibido en ellos. Toda persona se encuentra en su poder como colaboradora, laborante con otras; y no sólo con las que actualmente le acompañan en sus labores, sino también con las que la preceden y están haciendo posible que el mundo llegue así, como ahora puedo acogerlo. El poder está viniendo al lugar, a la posición, que no es una posición solitaria, sino que a ella nos viene también una historia, un “alguien” del que puedo llamarme efectivamente “hijo”.

Levinas, sin embargo, reclamaría un apresuramiento y una imprecisión en lo que acabamos de afirmar en el párrafo anterior. Y es que, como nos muestra en su tercera conferencia, Las enseñanzas, “nada nos remite menos al pasado que el utensilio”.[25] El “venir de alguien” no se hace evidente en el utensilio, sino que tiene que ser denunciado (a este punto volveremos en un momento). “Las cosas que cogemos, con las que trabajamos, son sin pasado, ofrecidas a nosotros, anónimamente […] presentes igual que la naturaleza”.[26] Este anonimato y condición natural está en el fondo de la actitud ingenua que caracteriza al hombre moderno. Esta última observación de Levinas sobre la ingenuidad de utensilios y naturaleza nos permite una pregunta que el autor deja de lado sobre una dimensión del cuerpo, de nuestro “en casa”: ¿no es verdad que nuestro cuerpo carga también implícitamente una historia, no tanto la cultural de los utensilios, sino, también, la historia de la organización evolutiva de ese cuerpo en que se cruzan los hilos físicoquímicos y biológicos que nos constituyen? La posicionalidad que el cuerpo actualiza es ciertamente fundamental, como Levinas reconoce con agudeza; pero en esa misma posición se dan cita, es decir, vienen a ser acogidos, el dinamismo cultural de nuestro mundo de utensilios y significados y los dinamismos de la naturaleza que no llamamos “nuestros” sino hasta que se presentan con una fuerza que nos domina y estremece (como en el caso del dolor o del disfrute extático), y que permanecen con una exterioridad que marca nuestra forma de habitar el mundo. Ese venir del cuerpo y de la cultura a la vez, nos da pie también para la propuesta con la que terminaremos nuestro argumento con y frente a Levinas.

Es así, pues, como la persona humana se encuentra con el mundo dado y se relaciona con él en presente, como si el único tiempo que viniese, viniese por lo que él pueda hacer con esa naturaleza natural y artificial. Y en ese mundo dado no es en absoluto impropio el encontrarse con los otros como compañeros de taller, de labor, extraños que están trabajando en sociedad, juntos, con unos mismos utensilios. Ese reconocimiento de la colaboración no rompe con la naturalidad ni con su concepción de poder que aquí aparece como red de trabajo de dominio común y desde ideas y comprensiones que rigen en lo común: Estado, Patria, Nación, que hacen de universales sin que aparezca lo privado en su peculiaridad. Para Levinas es necesario algo más: la denuncia del poder que viene de “alguien” implica un acontecimiento de habla; alguien que rompa con esa naturalidad y le haga saber al “yo” que ha sido elegido, creado, y que eso es lo que lo instaura como un “yo”. Es el acontecimiento primerísimo, inmemorial, la posición original que, desde otro, ha venido a dárseme y desde la que puedo, desde entonces, recibir el mundo. En ese acontecimiento se problematiza mi reconocimiento como “hijo” y me descubro, más que hijo, “criatura”, una distinción que aquí Levinas no desarrollará más y que mantendrá en ambigüedad. Tampoco nosotros lo abordaremos, pero conviene dejarlo señalado.

Nuestro autor sostiene que este poder que viene de “alguien” es un no–poder, si es que el poder se ha de definir necesariamente en los cánones modernos que lo identifican con la libertad subjetiva. El poder que viene de “alguien” es otra manera de poder que no se identifica con el poder del disfrute, propio del mundo de los alimentos. Este poder es una fecundidad, un poder–dar que no depende de la carencia previa, sino que se inserta en el mundo de las necesidades como una oferta, un don que me viene y me llega de otro. Ser hijo, afirmará Levinas, es “existir de manera que no se existe enteramente por cuenta propia, sino refiriéndose […] al existir de Otro”.[27] A ese poder de fecundidad, que viene a nosotros como donación gratuita de otro, es al que Levinas llama “enseñanza”, haciendo resonar en esta palabra aquella otra que fue fundacional de la propia fe de Levinas, “Torah”, que aunque se traduce generalmente como “ley”, sería más correcto comprender como “enseñanza”.

La enseñanza da un vínculo desde el que se pueda pensar, acto creador que no puede ser asumido por la criatura como su posesión, pero que sí puede aprender, seguir sin asumir, ni quedar meramente asumido en ella. Al ser escucha, la enseñanza no se hace inmanente a la trascendencia, pues implica una relación con otro, donde ni el yo ni el otro pierden lo que, de suyo, les es propio. En la enseñanza se da la “ruptura del mundo de los alimentos: situación en la que hay alguien detrás de mi libertad; comienzo de la comunidad”.[28] ¿Pero qué tipo de palabra es la enseñanza? En esta última frase el autor no se refiere a la enseñanza que se recibe en audición, sino a la que se recibe en caricia, ésa en la que la otra persona “se retira a su misterio”[29] dejando mi cuerpo tocado por otro, en herida abierta a otro que no puede ser reducido meramente a disfrute, sino que, en el disfrute, hay una “sensación bicéfala”[30] donde dos seres están unidos en una misma sensación que resulta única; un solo presente vivido de multiplicidad. En la caricia, en la voluptuosidad de la relación erótica, como en la palabra que se escucha, se hace manifiesta una alteridad que está generando, a la vez, dos yoes irreductibles. Es propiamente esa alteridad la que hace a la palabra huella de aquella alteridad que se hizo presente, inaprehensible, inasumible y que me dejó herido, abierto, elegido para ser yo desde esa visita. En la herida de la alteridad se ha dado esa parada del ritmo, necesaria para que aparezca lo humano en el “yo”, en donde el “yo” muestra su “envés”, el haber venido de otro a ser yo, haber sido elegido, ser “hijo”, como dice Levinas.

Enseñanza es la palabra que viene de afuera y en ese modo se da para ser recibida. No es una petición a la libertad, sino una irrupción del otro en mi “en casa”, pues es él quien me ha elegido como escucha o como el hueco de los abrazos en que se entrega como piel, seno o cavidad que puede acogerle en su enseñanza. El otro no se pierde en su elección, no se funde con su elegido, sino que se mantiene como palabra inasumible, insobornable, que mantiene la distancia insuperable del donante respecto de su donatario, del padre respecto a su hijo. La elección que implica la enseñanza, entonces, inviste al “en casa” de una dignidad: la persona es un interlocutor confiable, no por sus méritos, sino por el don de la palabra que el otro le dirige. Con esa confianza la persona es distinguida, elevada a individualidad plena, como respeto y reverencia al “en casa” que le es propio. La palabra de la enseñanza se dirige con plena gratuidad, pues no depende de que la persona se muestre primero digna de ella, sino que es la palabra (la elección) la que la dignifica, la abre a la alteridad que ha querido reconocerla como digna de recibir su mensaje, y es llamada a responder libremente, justificando con su respuesta, acto nuevo y también innovador, la elección con que el otro le ha confiado su caricia o su palabra. Y, por esa dignidad que ahí se instaura, es como Levinas considera a la enseñanza un acto creador, fecundidad, a diferencia del poder no–creador de la manipulación.
La fecundidad es obrar un existir pluralista, de yo y otro, al mismo tiempo, en un acto que precede toda libertad. Este “precede”, aclara Levinas, “debe tomarse aquí en un sentido extremadamente fuerte: indica un pasado absoluto, un pasado del que precisamente no cabe tener recuerdo, ni reminiscencia, ni asunción, ni repetición, como en el pasado heideggeriano”.[31] Es a este pasado absoluto al que llama enseñanza. La enseñanza me crea en cuanto me instaura en un nuevo espacio donde mi libertad queda situada en la confianza libre y primera del otro, como su condición absoluta y fundamental.

En la instauración la persona que acontece en el “yo” queda colocada en un verdadero común: el lugar en donde ha quedado susceptible a esa llamada a responder desde su elección. Es ahí en donde encuentra a los otros que acuden a él con su palabra y su caricia, y le remiten a otro misterio de elección. Ninguno de ellos es padre en sentido absoluto, pues ninguno posee el origen como propiedad: todos hermanos y hermanas, otros que “se retiran a su misterio”.[32] El hijo reconoce ahora también a los hermanos y hermanas que vienen a él (o a ella) también del padre, también de una elección que los inviste de misterio y libertad, de respuesta pedida, insobornable e insustituible. En cada hermano, en cada hermana, el “yo” descubre no a uno con el que pueda identificarse, sino a un único, imposible de aprehender en su elección. Cada uno en su misterio, cada uno en lo común, en el mundo que recibe en su “en casa”, que es reconocido, elegido en unicidad. Y ahí es donde plantea Levinas el problema de la justificación de la libertad. No le basta al “yo” comprenderse o comprender el mundo en el que vive, ni desde la eternidad ni desde una posibilidad que se realiza en su vida, ni desde el hecho que le da terminación a su vida finita, para justificar esa libertad que se experimenta en lo común, en el “entre”, en los hermanos, en el espacio abierto entre ellas y ellos. La justificación tendrá que ser ahora un problema irresoluble para un “yo” solitario que se encuentra así en la impotencia de darse a sí mismo una razón que baste a la existencia. Rota irremediablemente la unidad parmenídea; la unidad de los hermanos y hermanas se ha vuelto un problema: el problema de convertir la fraternidad en una socialidad, en un espacio de relaciones donde los hermanos puedan convivir. He ahí la pregunta por la justicia que resuena en el origen y fundamento de la cuestión del poder.

La fraternidad no es la solución —señala Levinas—, como han pensado los socialismos utópicos, sino que es lo que inicia el problema. Lo inicia, como la elección, en ese pasado absoluto en el que todos nos encontramos sin poder dominarlo porque no se tiene poder sobre el origen. De origen, existencia múltiple, “no soy sino una parte”,[33] instaurado en un todo que no puede reducirse a la comprensión. Y es ahí donde la elección se torna llamada; el todo llama a repetir la enseñanza para “fundar una sociedad de hermanos”.[34] No se trata de elegirme a mí mismo ni de elegir al otro que ya ha sido elegido, sino de elegir el riesgo de “intentar permanecer juntos”[35] para crear una sociedad, un todo, a partir de los inconciliables e irreductibles elegidos, cada uno en su elección, es decir, a partir de la fraternidad. Es este intento al que Levinas llama “justicia”, pero no como un modelo o fin comprendido de lo que serían las relaciones adecuadas en la comunidad, sino como siempre intento de hacer nacer un mundo para todos y donde la elección de cada uno, de cada una, sea reverenciada, tal como reverenció el padre o el Creador, en su elección primigenia, el “en casa”, el cuerpo, la existencia de cada elegido.

Con este intento Levinas pretende una universalidad que, a diferencia de los teóricos del Estado y con Kierkegaard, no abandone nunca el ámbito de lo privado. No se trata de diluir las individualidades, sino, por el contrario, de reconocer una universalidad por venir, por darse en el intento de las individualidades por reconocer y reverenciar las otras individualidades. La enseñanza aquí no es todavía el mandato del “no matarás”, que caracterizará el planteamiento posterior de este autor, sino que Levinas se queda en otro tiempo, anterior, intermedio, el tiempo de la oportunidad: podría matar al otro o, también, intentar otra cosa, “permanecer juntos”. Parece haber aquí otra libertad distinta a la del dominio, distinta a la del disfrute; una que se justifica no para sí misma, sino sólo en el tomar la oportunidad de intentar, de equivocarse, de pedir perdón y perdonar, de permanecer en fidelidad junto a sus hermanos y hermanas, sabiendo que también ellos, elegidos como ella, pueden decidir matar o, a su vez, intentar la permanencia. ¿No habrá que reconocer, pues, también aquí otro poder, el poder fecundo del intento, de la convivencia, de buscar ser fieles a seguir intentando permanecer en convivencia de persona a persona? ¿No latiría en este intento la consideración posible de la tradición aristotélica cristiana de la amistad, la caridad y la benevolencia como elementos esenciales del problema de la justicia? ¿No serían entonces también definitorios estos elementos en ese no–poder o poder otro que Levinas llama fecundidad?

Este poder de la fecundidad no resulta evidente para sujeto alguno; no está incluido en ninguna actividad ni pasividad como un elemento más de la inmanencia; y no es acción ni contemplación, no es un des–velamiento, sino que es trascendencia, un llamado, una invitación (no un mandato que, por su posible coerción, apunta a un orden que, por ya dado, debería ser obedecido), algo que se puede acoger, aprender, recibir como enseñanza y que pide reverencia a quien lo enseña. En el intento de esta convivencia ha de encontrar también su lugar esta enseñanza de la reverencia que acompaña al aprendizaje de la enseñanza misma. Tal vez sea la enseñanza de la reverencia lo que en verdad podemos enseñar de la enseñanza. No podemos hacer presente el pasado absoluto ni se puede conjurar su distancia repitiendo alusiones y palabras; pero esas alusiones, esas palabras, y el contexto que inventamos para recoger su brillo pueden enseñarnos reverencia a ese pasado y apuntarnos a ese “vínculo con un punto que el alumno no puede encontrar, pero a partir del cual puede pensar”.[36] Tal vez de eso, de enseñar reverencia, de hacer vínculo desde nuestros intentos hacia ese pasado, de modo que nada pretenda ser dominación y último término que comprenda a los elegidos en convivencia, es en lo que consiste el poder fecundo que nos llama a hacer sociedad.

Tal vez ahí es que conviene recuperar el trabajo constante y el método de los humanistas como Antonio Gómez Robledo, para movernos a la reverencia y a la gratitud con quienes nos precedieron. No porque sean ellos nuestros padres en sentido absoluto, pero sí porque al reconocer su respeto por la humanidad y sus enseñanzas en el tiempo, su atención a resaltar lo que encontraron mejor en nuestra convivencia, en su defensa por los desheredados, los ignorados o los privados de las condiciones mínimas necesarias para la humanidad, incluso del mismo reconocimiento de seres humanos, en su piedad religiosa, filial, fraternal y fidelidad en la amistad, en su gratitud a quien ha dado tanto bien recibido y a quien ha defendido la humanidad en todo ser humano, pueda estar el mejor contexto para ejercitarnos en ese poder otro que se llama, según Levinas, fecundidad.

 

Fuente documental

Levinas, Emmanuel, Escritos inéditos 2. Palabra y silencio y otros escritos, Trotta, Madrid, 2015.

 

[*] Conferencia dictada en el V Congreso Jalisciense de Filosofía. De leviatanes y sujetos en vilo: Filosofía, Ética y Política en Antonio Gómez Robledo, homenaje a Antonio Gómez Robledo, el 16 de febrero de 2018.

[**] Doctor en Filosofía por la Universidad de Comillas. Profesor del ITESO. parl@iteso.mx

 

[1].     Emmanuel Levinas, Escritos inéditos 2. Palabra y silencio y otros escritos, Trotta, Madrid, 2015, p. 80.

[2].    Idem.

[3].    Idem.

[4].    Idem. Las cursivas son del autor.

[5].    Idem.

[6].    Idem.

[7].    Ibidem, p. 81.

[8].    Idem.

[9].    Ibidem, p. 82.

[10].    Ibidem, p. 85.

[11].    Idem.

[12].    Idem.

[13].    Ibidem, p. 95.

[14].    Idem.

[15].    Ibidem, p. 96.

[16].    Ibidem, p. 98.

[17].    Idem.

[18].    Idem.

[19].    Ibidem, p. 115.

[20].   Idem.

[21].    Idem.

[22].   Ibidem, p. 117.

[23].   Idem.

[24].   Ibidem, p. 118.

[25].   Ibidem, p. 124.

[26].   Idem. Las cursivas son del autor.

[27].   Ibidem, p. 101.

[28].   Ibidem, p. 133.

[29].   Idem.

[30].   Idem.

[31].    Ibidem, p. 128.

[32].   Ibidem, p. 133.

[33].   Ibidem, p. 137.

[34].   Idem.

[35].   Idem.

[36].   Ibidem, p. 128.