Sobre la (im)posibilidad de justificar racionalmente la fe cristiana

José Miguel Tomasena[*]

 

Recepción: 13 de mayo de 2024

 

Comienza Emmanuel Carrère confesando el pasmo que le produce la creencia de los cristianos en que Jesús resucitó realmente. ¿Por qué hay gente respetable y racional que jamás creería que Zeus realmente se convirtió en un toro blanco para raptar a Europa o que Santa Claus en verdad tiene una fábrica de juguetes en el Polo Norte, pero que sí cree que Jesús realmente resucitó tres días después de ser crucificado, que es hijo de una virgen o que la hostia consagrada es realmente el cuerpo de Cristo?

Aunque este inicio pueda parecer una diatriba anti–cristiana más, en realidad El Reino[1] es una indagación personal sobre la fe y sus contradicciones a través de la reconstrucción de la historia de los primeros años del cristianismo.

Carrère es un autor que se caracteriza por usar la primera persona como punto de partida de su escritura. Siempre es transparente en las condiciones subjetivas desde las que narra. Esto se puede ver en El adversario,[2] una novela que reconstruye el crimen real de un hombre que asesinó a su esposa, a sus hijos y a sus padres cuando se descubrió que había vivido una vida de mentira. A diferencia de Truman Capote en A sangre fría,[3] Carrère hace transparente cuál es su implicación personal en el caso, puesto que él se cartea con el asesino, lo visita en la cárcel y establece una relación con él, lo que tiene profundas implicaciones éticas en el relato. En otros casos, como De vidas ajenas,[4] ejerce de escriba para narrar las historias que amigos suyos le pidieron contar: la muerte de un hijo, la agonía de una mujer con cáncer. Las biografías que ha escrito también tienen esta capa de narración personal, como en Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos,[5] la biografía de Philip K. Dick, su escritor favorito, con quien comparte la obsesión por las borrosas fronteras entre lo real y lo ficticio, o en Limónov,[6] la biografía novelada del escritor y agitador político Eduard Limónov, quien tuvo una vida más agitada que una novela.

No es de extrañar que en El Reino el procedimiento se repita: en la primera parte leemos la narración en primera persona de un intelectual maduro, felizmente casado por segunda vez, que recuerda con escepticismo sarcástico un periodo de su propia vida caracterizado por un fuerte fervor católico. Este hombre ha dejado de creer. Y su pasado le parece extraño, incluso extravagante e irracional. En un tono que a veces recuerda a Voltaire o a Nietzsche, críticos del cristianismo, Carrère parece cuestionar todos esos dogmas de la fe, a su juicio irracionales, incluso infantiles: patrañas.

La parte más fascinante de esta novela es cómo esa voz cede paso al Carrère que examina la historia de las primeras comunidades cristianas. Específicamente, la historia de Lucas, un médico macedonio que se hace discípulo de un tal Pablo, judío que predica la resurrección de un profeta al que los romanos crucificaron y que supuestamente se le apareció en forma de luz en su camino a Damasco. Y más específicamente, todas las peripecias que llevaron a Lucas a escribir los Hechos de los Apóstoles y, posteriormente, tras viajar a Jerusalén, a escribir su propio Evangelio.

Para la gente que está familiarizada con los estudios bíblicos la narración quizá no ofrezca datos muy novedosos. Pero el gran atractivo es la manera como Carrère lo cuenta: a veces parece un thriller de espías, cuando se relatan las condiciones de clandestinidad y persecución de las primeras comunidades; a veces parece una crónica política de los encuentros y desencuentros entre las distintas facciones religiosas: los de Pablo, los de Pedro, los de Santiago, y en otras ocasiones parece una novela de aventuras en la que abundan naufragios, malentendidos, papeles perdidos.

La narración de estos episodios se mezcla con disquisiciones sobre su vida matrimonial y sexual, sobre su trabajo como guionista, sobre sus lecturas de Philip K. Dick, sobre su conocimiento de la historia política de Rusia o su interés en el budismo zen. Todos estos referentes personalísimos hacen que los hechos históricos adquieran una luz especial para la mentalidad contemporánea. Aquí Carrère se identifica explícitamente con Lucas, en tanto escritor y —otra vez, el tema obsesivo en su obra— en tanto encargado de fijar a través de la escritura un relato canónico sobre lo real.

Conforme uno se acerca al final el escepticismo volteriano de las primeras páginas se diluye en favor de la fascinación de un escritor que se interesa apasionadamente por la forma en que se escribe la realidad, y en cómo ésta puede convertirse en una ficción capaz de seducir y crear comunidad. Esta transformación culmina en la narración de la experiencia del autor en la comunidad de El Arca, dedicada al cuidado de personas con discapacidad. Más que una respuesta completamente racional, parece concluir el autor, el cristianismo es una vivencia emocional que tiene su núcleo en pequeños destellos narrativos, como lavar los pies a los pequeños, a los indefensos y a los impotentes. Ahí, El Reino es otra cosa, que escapa a las palabras y a la lógica.

 

[*]. Escritor, periodista y profesor universitario. Es autor de las siguientes novelas: El rastro de los cuerpos, Grijalbo, México, 2019; ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?, Paraíso Perdido, México, 2018 y La caída de Cobra, Tusquets, México, 2016. www.jmtomasena.com

 

[1].     Emmanuel Carrère, El Reino, Anagrama, Barcelona, 2024.

[2].    Emmanuel Carrère, El adversario, Anagrama, Barcelona, 2000.

[3].    Truman Capote, A sangre fría, Anagrama, Barcelona, 1987.

[4].    Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, Anagrama, Barcelona, 2011.

[5].    Emmanuel Carrère, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Anagrama, Barcelona, 2018.

[6].    Emmanuel Carrère, Limónov, Anagrama, Barcelona, 2012.