Tras la consigna del progreso, la innovación y el cambio: la problematicidad de los proyectos educativos

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Dra. Cristina Cárdenas Castillo. Profesora de la UdeG y del iteso. Email: m4008ccc@hotmail.com

 

Resumen. La innovación postulada como faro y meta de la educación amerita una reflexión crítica que devele y problematice los presupuestos sobre los que se asienta. Será necesario examinar tanto las concepciones de ser humano, de historia, de cambio histórico y de progreso como la orientación de la sociedad actual y las notas constitutivas del sistema educativo mexicano.
Palabras clave: innovación, educación, cambio histórico, progreso, sistema educativo mexicano.

Abstract. Innovation has been postulated as the beacon and goal of education, and this calls for a critical reflection that unveils and questions the underlying premises. It will be necessary to examine the conceptions of the human being, of history, of historical change and of progress, as well as the orientation of today’s society and the constitutive notes of the Mexican educational system.
Key words: assumptions, innovation, education, human being, history, historical change, progress, Mexican educational system.

 

 

PRIMER ACERCAMIENTO

En la difícil coyuntura en que se encuentra México todo parece depender de nuestra capacidad de innovar. Todos los problemas se pueden solucionar innovando, poniendo nuestra voluntad en ello.

La consigna es aparentemente sencilla: decidámonos a innovar.

El ser humano innova constantemente. No hay tradición sin innovación. Ni innovación a partir de la nada. Prácticamente nada puede ser conservado o transmitido sin cambios.

La razón de ello es que

El nuevo comienzo que se da en el mundo con cada nacimiento sólo puede hacerse valer porque el nuevo llegado tiene la capacidad de hacer él mismo un nuevo comienzo, es decir, de actuar.[2]

El hecho de que el ser humano tiene la capacidad de actuar en el sentido de un nuevo comenzar sólo puede [significar] que en este único caso, incluso lo inverosímil aún tiene cierta verosimilitud, y que aquello que de hecho no tiene expectativas puede, sin embargo, ser esperado. Y esta capacidad para lo absolutamente impredecible se basa, a su vez, exclusivamente en la unicidad debido a la cual cada uno está separado de cualquier otro que existió, existe o existirá, pero donde esta unicidad no consiste tanto en determinadas cualidades […] sino más bien en el hecho de la natalidad en la que se funda toda convivencia humana y en virtud de la cual todo ser humano apareció una vez como alguien único y nuevo en el mundo.[3]

Hannah Arendt, autora de las reflexiones anteriores, veía en la natalidad una promesa de esperanza y, a la vez, la génesis del peligro de los asuntos humanos. Para ella

[…] la fragilidad de las instituciones y las leyes con las que siempre intentamos estabilizar medianamente el ámbito de los asuntos humanos no tiene nada que ver con la flaqueza o lo pecaminoso de la naturaleza humana; se debe únicamente al hecho de que en este ámbito siempre entran seres humanos nuevos que deben hacer valer en él su nuevo comienzo por medio de la acción y la palabra.[4]

Y las acciones humanas tienen siempre un potencial perturbador. Desencadenan procesos cuyos resultados no pueden ser previstos ni controlados por sus actores. Son la materia misma de la historia de la humanidad.

Las instituciones humanas intentan ser duraderas para poner límites a la oscuridad del corazón humano, para establecer y preservar actitudes civilizadas y derechos humanos.

El derecho, las constituciones y los Estados son instrumentos para asentar islas de estabilidad humana en medio de las corrientes destructivas de la naturaleza y de la historia.[5] Las leyes tienen como función proteger los derechos y actuar como muros de contención que protegen la estabilidad del mundo humano contra los estragos de las fuerzas naturales y pseudo–naturales.[6]

Los seres humanos somos libres, y el uso de esa libertad de acción encierra un potencial perturbador que explica por qué nuestro mundo y nuestras vidas son fundamentalmente problemáticos, irreductiblemente complejos. Explica también las catástrofes sociales que son parte indisociable de la historia humana.[7] Cada ser humano que nace, que llega al mundo, tiene la posibilidad de actuar, de tomar iniciativas y poner en marcha algo nuevo en el mundo. Es por esta razón que el mundo humano es impredecible y peligroso.

Hannah Arendt afirma que hay tres actividades humanas básicas: trabajar, producir y actuar:

La actividad del trabajo corresponde al proceso biológico del cuerpo humano. La condición básica bajo la cual se encuentra la actividad del trabajar es la vida misma.

En el producir se manifiesta lo antinatural del ser humano. El producir genera un mundo artificial de cosas en el que la vida humana, apátrida en la naturaleza, encuentra su casa.

El actuar es la única actividad que se da directamente entre los seres humanos sin la mediación de materia, materiales y cosas y se caracteriza por la pluralidad.[8]

Detengámonos en el producir, en el mundo artificial de cosas que constituye la casa humana.

Queda claro que la fabricación de instrumentos fue pieza clave de la hominización del hombre, que la capacidad del homínido de prolongar su cuerpo por medio de herramientas y utensilios implicó paralelamente el crecimiento de su cerebro y un mayor control sobre la naturaleza, es decir, mayores posibilidades de sobrevivencia.

El siglo XVIII fue un enclave fundamental en esta actividad humana de producir. La unión de las ciencias y las artes —antes separadas tajantemente— dio inicio a la industrialización y se prolonga hasta nuestros días en una racionalidad tecnológica que a muchos les parece la única racionalidad posible.

Y la novedad es un elemento constitutivo del circuito tecnológico/tecnocrático de esta racionalidad que sigue confiando en que el destino de la humanidad es el progreso, el desarrollo. Este progreso concebido como infinito implica cambios constantes, la omnipresencia del cambio y, por lo tanto,

[…] un ritmo desasosegante y convulso. Las nuevas formas, las nuevas representaciones del mundo, para mantener despierta la idea de novedad, el signo de la innovación en cuanto tal, tienen que ser necesariamente formas precarias, sustituibles y de limitada duración. Cualquier empeño por consolidarlas y perpetuarlas será contrario al espíritu que anima sus conquistas y sus logros. Es opuesto a su realidad íntima y a las fuerzas que impulsaron su nacimiento […]. No es suficiente con que el cambio se produzca. El cambio se ha convertido en la verdadera norma. El cambio en el que nos encontramos, por lo tanto, va siempre más allá de cualquier cambio.[9]

Como afirma Lipovetsky, “el afán y la necesidad de lo nuevo suponen un retroceso hacia el comienzo, una disolución de lo real, una eliminación de la historia”.[10] En el mismo sentido, Manheim ya había predicho:

Cuanto más ha progresado en una sociedad la industrialización, así como la división del trabajo y la organización que van estrechamente unidas a ella, tanto más hay esferas de la actividad humana que se hacen funcionalmente racionales, y con ello, calculables de antemano[11].

 Esta racionalidad funcional,

[…] a medida que se independiza y se la dota de un valor propio, va privando a los individuos singulares de su racionalidad personal. Llevada hasta sus últimas consecuencias, la distinción entre la racionalidad funcional, la racionalidad personal y la autorrealización que aquella supone, deberíamos concluir que la esencia de la racionalidad funcional es eximir al individuo medio del pensamiento, de la inteligencia, de la responsabilidad y traspasar esas facultades a los individuos que dirigen la racionalización.

[…] cuando una sociedad acepta el modelo que implica la racionalidad funcional, la organización se concentra en unos pocos sujetos. Sólo ellos tendrán la plena capacidad de decidir. Cuanto más compleja sea la organización y mayor el grado de especialización, menor será el número de los que ostentan el control y el gobierno de su desenvolvimiento. Los organizadores serán los que desempeñen los puestos clave de la sociedad. Esta situación dará lugar a la aparición de un núcleo poderoso, una élite separada de la gran masa de ciudadanos. La capacidad de juicio y la posibilidad de emitirlos, los gustos y preferencias, sufren un desplazamiento inevitable. El hombre de la calle, el hombre medio, la mayoría de los ciudadanos, verán mermadas sus zonas de influencia, y el cultivo de su propia inteligencia será cada vez menos necesario.[12]

 En estas condiciones el ser humano se escinde. Queda preso de la euforia y del terror. Se instala una esquizofrenia colectiva.[13]

Así pues, el progreso material ha acrecentado los problemas de nuestro estar en el mundo, problemas que no se reducen a tener agua abriendo una llave, a disponer de un automóvil para caminar nuestros caminos, a abrir internet para conseguir información sobre prácticamente cualquier tema.

La esquizofrenia se debe a que el ser humano no es sólo un homo faber ni sólo un homo consumens. La vida humana no se reduce a “habérselas con las cosas”, incluye el habérnoslas con los otros seres humanos y con nosotros mismos, con la historia que nos precede.

La racionalidad funcional asentada en la fe en el progreso encarna una nota característica de la condición humana, la hybris, la desmesura, el empecinamiento en rebasar los límites de la existencia tal cual ha sido dada.

Cuenta la mitología griega que Epimeteo y Prometeo fueron designados por Zeus para repartir entre los seres del mundo las cualidades que les permitirían realizar su existencia. Epimeteo distribuyó los dones de tal forma que cuando llegó al hombre ya los había agotado. El ser humano se encontró descalzo, desnudo y desarmado. Para remediar semejante menesterosidad Prometeo robó a Atenea y a Héfaistos la ciencia, la técnica y el fuego[14] para dotar a los hombres, quienes con ellos han construido el mundo humano y, también, su propia imagen de dueños del universo y de la naturaleza. El ser humano, engreído de sus dones pretende ser semejante a los dioses, más aún, quiere ser dios, aspira a la omnisciencia, a la omnipotencia.[15] Y esto es hybris: insolencia y falta de moderación.

En el mismo diálogo de Platón en el que se relata el mito del robo de los dones humanos, se especifica que cuando Zeus se dio cuenta de que la ciencia, la técnica y el fuego sólo servían para que los hombres se destruyeran entre sí, les envió con Hermes un segundo tipo de dones, las virtudes políticas, la diké: la reverencia hacia los dioses, la justicia y la vergüenza.[16]

Estos tres dones constituyen los límites, los diques de la desmesura humana. La reverencia hacia los dioses ubica de facto al ser humano en su natal y mortal condición.

La justicia abre la posibilidad de ser en común y de buscar el bien común. La vergüenza implica las dos esferas anteriores en íntima relación con el observador interno de cada uno; es la conciencia.

De acuerdo con lo anterior, resalta que la humanidad ha desarrollado principalmente los dones de Prometeo —la ciencia y la técnica, aquellos que siguen el llamado de la hybris— y que las virtudes políticas de la diké —aquellas que ponen freno a las primeras— esperan aún su realización.

Desde este punto de vista se comprende por qué el progreso científico, técnico y material no ha ido a la par del logro de mejores sociedades, de mundos más justos. Y se comprende también por qué las fabricaciones humanas tienen siempre un doble filo, es decir, encierran la posibilidad de ser utilizadas para la destrucción.

 

SEGUNDO ACERCAMIENTO

Si lo mejor del hombre, lo más luminoso, es sentar las condiciones para poder convivir, estaremos de acuerdo en que una de las instituciones humanas imprescindibles es la educación entendida como una actividad fundamentalmente conservadora y protectora.

Educar “es mantener y proteger algo: al niño frente al mundo, al mundo frente al niño, lo nuevo frente a lo viejo y lo viejo frente a lo nuevo”.[17]

O, en otras palabras, educar es entregar a las nuevas generaciones un mundo humano y enseñarlas a sentirse obligadas y vinculadas con él, con la vida común, con los acontecimientos del presente, con la deriva del futuro.

Y esto es imposible si no se les enseña a pensar.

Conocer no es lo mismo que pensar. El conocimiento es fuente para la producción de cosas de uso y es el espacio de la ciencia y de la técnica. “El conocer desempeña un papel relevante en todos los procesos de producción. Lo que tiene en común con el producir es que se trata de un proceso con un comienzo y un final y que si no ha llegado al resultado deseado simplemente ha fallado su finalidad.”[18]

El pensar, por el contrario, es la fuente para la actividad artística, para la filosofía, para enfrentar la irresoluble tragedia de la vida humana.

El pensar busca, encuentra o crea sentido.[19]

[…] si los seres humanos alguna vez perdiesen este apetito por el sentido que llamamos pensar y dejasen de plantear preguntas imposibles de responder perderían también no sólo la capacidad de seguir produciendo estas cosas–pensamientos que llamamos obras de arte, sino también la capacidad de plantear todas aquellas preguntas que tienen respuesta y en las que se basa toda cultura.[20]

 Quien conoce puede permanecer en la cárcel de la mera conciencia y de la mera erudición. Quien piensa se instala en la conciencia de la fragilidad del mundo y en la necesidad de plantear cuestionamientos que rebasan la esfera de los intereses individuales.

El pensamiento es invisible pero alimenta nuestra acción visible y pública en el mundo[21] y en esta inteligencia debería ser la pieza clave de la educación.

Pensar, en el sentido que plantea Arendt, no es esa simple deriva de recuerdos, planes y asociaciones libres que nos inunda constantemente. No es tampoco el pensamiento funcional–racional al que se refería Manheim. Pensar implica cuestionar lo aparentemente a–problemático. Es distinguir lo importante de lo superfluo, es hacer inferencias y examinar implicaciones de lo pensado. Es disciplina, estructura y coherencia lógica al mismo tiempo que apertura a la realidad.

Y el hombre no nace sabiendo pensar, lo va aprendiendo al estar alimentado por el mundo de lo humano. De nuestros esfuerzos depende que los nuevos seres humanos tengan la experiencia del pensar, de encauzar el pensamiento y de sostenerlo. Es la más difícil de las artes humanas pero también la más necesaria, porque sin ella la diké es imposible.

Podemos preguntarnos si la educación mexicana enfrenta y asume esta dificultad como parte central de su labor formativa. Podemos preguntarnos si en los últimos años no se ha evadido esta dificultad confiando en que la tecnología facilitará el aprendizaje, si no se ha intentado hacer pasar por simple lo que no lo es y nunca podrá serlo.

Afirma Arendt que el proceso de modernización

[…] dio una importancia especial a borrar en la mayor medida posible la distinción entre juego y trabajo, a favor del primero. Se consideró que el juego era la forma más vivaz y apropiada de comportamiento para el niño, la única forma de actividad que se desarrolla espontáneamente desde su existencia como niño. Sólo lo que se puede aprender a través del juego hace honor a la vitalidad de los pequeños. La actividad infantil característica, se pensó, está en el juego; el aprendizaje que, tal y como se entendía antiguamente, obligaba a una criatura a una actitud pasiva, le hacía perder su personal iniciativa lúdica.[22]

Por otra parte, el pensar nunca es una actividad aislada del mundo de lo humano. Cada ser humano que llega al mundo necesita aprender que sus acciones siempre se llevarán a cabo con los demás y en relación con los demás.[23] Y esta convicción no puede ser apropiada sin involucrar el pensamiento y la experiencia de cada ser humano. Porque no se trata de moralizar ni de inyectar dogmas sino de que la comprensión del mundo —la cavilación sobre él y sobre nuestro lugar en él— haga patente y viviente el hecho de que nuestra existencia como humanos implica necesariamente el escenario de la comunidad, el convivir en ella y el responsabilizarnos del tono de esa convivencia al mismo tiempo que de las potencialidades destructivas de nuestros actos.

Estos dos ejes deberían vertebrar la acción por la cual los nuevos seres humanos se introducen al mundo.

El problema estriba en que nosotros mismos, los adultos de esta generación no conocemos “la política como el espacio plural del mutuo aparecer de los unos ante los otros, como el espacio interactivo del individuo y la comunidad que permite el ser en común”.[24] Nosotros hemos crecido en la pasividad, la no–acción y en el espacio diminuto de la familia.

La preocupación por el bienestar y el acceso a los bienes de consumo de la célula familiar han convertido a los seres humanos en una masa indiferente frente a la maquinaria política profesional, frente al imperialismo y las barbaries de todo tipo (las de la especialización, las del narco…). El individuo común cree que él no tiene nada que ver con los problemas del mundo, que las instituciones deben encargarse de solucionar los problemas.

Una de las instituciones capitales es la educación. Y esta institución, como todas las demás, está en crisis en este mundo posmoderno.

De acuerdo con Arendt hay tres factores principales en esta crisis.

Ante todo, se hizo posible por ese complejo de teorías educativas modernas que nacieron en Europa Central y consisten en una notable mezcolanza de sensatez e insensatez que pretendía lograr, bajo el estandarte de una educación progresista, una revolución radical en todo el sistema educativo.[25]

El primero de ellos tiene relación con la incorporación generalizada de las teorías pedagógicas y psicopedagógicas a la enseñanza, las cuales han instalado un horizonte de infantilización permanente. El segundo tiene que ver con la pérdida de la autoridad de los adultos y de los maestros y profesores. El tercero radica en que la educación ha elegido enseñar conocimientos y habilidades olvidando la formación del pensamiento y de la vocación de ciudadanía.

Estos tres elementos confluyen en una educación deficiente que no lleva a la creación de un espacio público.

Veamos lo relativo a la infantilización. Se ha supuesto “que existen un mundo y una sociedad infantiles […]. Así se rompen las relaciones reales y normales entre niños y adultos, surgidas de la coexistencia de personas de todas las edades”.[26]

Y la autonomización del mundo infantil repercute directamente en la enseñanza:

Bajo la influencia de la psicología moderna y de los dogmas del pragmatismo, la pedagogía se desarrolló, en general, como una ciencia de la enseñanza, de tal manera que llegó a emanciparse por completo de la materia concreta que se va a transmitir. Un maestro, así se pensaba, es una persona que, sin más, puede enseñarlo todo; está preparado para enseñar, y no especializado en una asignatura específica.[27]

 Se trata de la primacía de la didáctica sobre el dominio real de un campo de conocimiento. Se favorece así que se enseñen generalidades, fragmentos inconexos o incluso incoherencias. Y los alumnos captan esta debilidad, esta ignorancia de fondo, lo cual socava profundamente tanto las posibilidades de que tomen en serio el conocimiento como el respeto por el maestro.

Como el profesor no tiene que conocer su propia asignatura, ocurre con no poca frecuencia que apenas si está una hora por delante de sus alumnos en cuanto a conocimientos. A su vez, esto significa no sólo que los alumnos están literalmente abandonados a sus propias posibilidades sino también que ya no existe la fuente más legítima de la autoridad del profesor: ser una persona que, se mire por donde se mire, sabe más y puede hacer más que sus discípulos.[28]

 La innovación pedagógica así concebida deja de lado, precisamente, el núcleo fundamental de la cultura, es decir, la posibilidad de que los jóvenes se apropien del mundo de lo humano, de lo que otros seres humanos han pensado y elaborado para no empezar el camino reducidos a sus propias fuerzas. Y éste es el tercer supuesto básico de la crisis de la educación, es la aplicación lógica del pragmatismo:

 Este supuesto básico sostiene que sólo se puede saber y comprender lo que uno mismo haya hecho, y su aplicación al campo educativo es tan primaria como obvia: en la medida de lo posible, hay que sustituir el aprender por el hacer. La causa de que no se diera importancia a que el profesor conociera su propia asignatura era el deseo de obligarlo a ejercer la actividad continua del aprendizaje, para que no pudiera transmitir el así llamado “conocimiento muerto” y, a cambio, pudiera demostrar cómo se produce cada cosa. La intención consciente no era transmitir conocimiento sino enseñar una habilidad […] Lo que tendría que preparar al niño para el mundo de los adultos, el hábito de trabajar y de no jugar, adquirido poco a poco, se deja a un lado a favor de la autonomía del mundo de la infancia.[29]

 El texto de Arendt en el que nos apoyamos fue publicado por primera vez en 1954. Así, debemos tomar en cuenta que desde esa fecha hasta hoy han tomado carta de naturalización otros dos fenómenos, el individualismo y la generalización de la consigna —la norma— del cambio.

Respecto al individualismo, Lipovetsky afirma que

Ya se trate de la movilización por la escuela privada o contra el proyecto de reforma de la universidad, en todos los casos el motor principal de la reivindicación ha sido la afirmación de los derechos de los individuos a disponer de su vida, de sus orientaciones y de su cotidianeidad, y a poder escoger libremente lo que les conviene […] [Son] movimientos individualistas por excelencia, dado que anteponen sobre todo la supremacía de los derechos individuales al todo colectivo, y dado que erigen la libertad individual en ideal irresistible, más allá de la consideración de los diversos límites de la realidad de la vida social.[30]

 La intervención de la consigna del cambio en la educación es a la vez signo y consecuencia de la crisis. Nos encontramos en la inédita situación de hacer compatibles por un lado el cambio, la innovación, la creatividad, las posiciones críticas, y por el otro la exacerbación de los reglamentos, la planeación y la programación.

Y es que la educación se ha convertido en una gran máquina burocrática. En palabras de Arendt, “la burocracia es el dominio de un complejo sistema de oficinas en donde no cabe hacer responsables a los hombres porque es el dominio de nadie”.[31]

En este dominio de nadie sólo una palabra se escucha, la de la racionalidad funcional.

Es así como los profundos y graves problemas de la educación han sido disecados en términos de un conjunto de actividades y procesos organizados de tal forma que conduzcan mecánicamente al fin previamente establecido, tal como lo explicó Manheim.[32] En nombre de la optimización racional nuestra educación vigila la cobertura, la equidad, la eficiencia terminal, perfiles de ingreso y de egreso y se ha creado incluso una instancia para evaluar los logros educativos… La evaluación es muy importante para esta racionalidad.

Y mientras tanto, mientras crece la fábrica educativa, el mundo humano se nos ha estrechado. Producimos —y subrayo la palabra producción— empleados que competirán con éxito en el mercado de trabajo y que buscarán su felicidad en el consumo.

Pero no formamos personas pensantes, autónomas ni libres. No formamos personas conscientes de la fragilidad del mundo humano, de la necesidad de pensar y de comprender, de plantear cuestionamientos a los acontecimientos de nuestro presente. No formamos la vocación de ciudadano de servir a la vida común tomando distancia de la realización personal.

Los discursos “oficialosos” insisten en que ha habido pérdida de valores y de virtudes como si nos hubieran desterrado de un pasado idílico.

Desde esa óptica resulta fácil afirmar que a la educación le corresponde encontrar la varita mágica para restablecer la virtud. Y esa varita mágica es la de la innovación y el cambio. Con nuevas pedagogías, con más tecnologías de la información y la comunicación (tic), con más técnicas de manejo de información todo debería arreglarse.

Nuestra máquina educativa no alcanza a captar la hondura del problema en el que nos encontramos. Y de esa manera se cierra la posibilidad de cuestionar lo que nos ha llevado a la situación actual. El estar empeñados en la innovación administrativa o pedagógica, así sea mínima, permite seguir cómodamente instalados en la complicidad con respecto a las prácticas gubernamentales e institucionales que nos han dañado como comunidad humana.

Enumero:

  • Un Estado que retrocede ante sus obligaciones, que se concentra en la gestión de los intereses económicos.
  • Políticas educativas sexenales.
  • Una inversión en educación que no sobrepasa 5.2% del pib.[33]
  • Un sindicato que, en palabras de Pablo Latapí, “más que una asociación gremial que defiende los derechos laborales de los maestros es un grupo político que lucha por conservar y ampliar sus territorios y formas de influencia”.[34]
  • Dirigentes de todos los ámbitos nombrados por nepotismo y conveniencias…
  • Un cuerpo docente con preparación mínima …
  • Una enseñanza que se limita a suministrar conocimientos y a preparar para el mundo laboral.

 

TERCER ACERCAMIENTO Y CIERRE

La pregunta que ronda a estas alturas, sin duda, es cómo podemos solucionar lo que parece ser un callejón sin salida. Intentaré acercarme a una respuesta al final de esta reflexión.

Creo que sólo empezaremos a vislumbrar el camino a seguir haciendo el esfuerzo de reflexionar, de librarnos de pre–supuestos y de espejismos innovadores que, como hemos visto, se sustentan en la misma lógica tecnológica.

En términos de Arendt

Una crisis nos obliga a volver a las cuestiones mismas y exige respuestas nuevas o viejas, pero, de todos modos, requiere juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza la crisis y, además, nos impide experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar que esa realidad brinda.[35]

Y forzosamente tendrá que ser una reflexión que analice lo que nos parece más fundamental de la vida humana, que ponga en relación nuestra libertad y nuestra fragilidad y busque el sentido de nuestra realidad más allá de los tecnicismos, más allá de las concepciones simplificadoras que pregonan que el ser humano debe ser feliz.

Arendt asumió una concepción de la vida a la vez trágica y esperanzadora, reconoció que el éxito absoluto de los esfuerzos humanos es imposible, pero que siempre es posible que surja algo grande y valioso de nuestros esfuerzos.

Nos ayudará tomar en cuenta que la escuela es la institución que tiende el puente entre el campo privado (el hogar y la familia) y el campo público (el mundo); que, en tanto puente, es un espacio de tensiones entre lo viejo y lo nuevo.

Y para que el puente siga teniendo razón de ser es necesario que el pasado tenga vida en nuestro presente y que la esfera pública encarne en nuestra existencia individual.

 

Bibliografía

Arendt, Hannah, “La crisis en la educación” en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 1996, pp. 185–208.

Arendt, Hannah, Sobre la violencia, Alianza, Madrid, 1969.

Canovan, Margaret, “Hannah Arendt como pensadora conservadora” en Hannah Arendt, El orgullo de pensar, Fina Birulés (Comp.), Gedisa, Barcelona, 2006, pp. 51–76.

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García Vaca, Juan David, Antropología filosófica contemporánea, Anthropos, Barcelona, 1997.

Jonas, Hans, “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Hannah Arendt” en Hannah Arendt, El orgullo de pensar, Fina Birulés (Comp.), Gedisa, Barcelona, 2006, pp. 23–40.

Latapí Sarre, Pablo, Finale prestissimo. Pensamientos, vivencias y testimonios, Fondo de Cultura Económica, México, 2009.

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“México, el más tacaño de la ocde en inversión educativa” en Expansión, 24 de noviembre de 2015. http://expansion.mx/economia/2015/11/24/mexico-reprueba-en-inversion-educativa-ante-la-ocde

Platón, “Protágoras o de los sofistas” en Diálogos, Porrúa, México, 2003, pp.145–96.

Rodríguez Neira, Teófilo, La cultura contra la escuela. Un ensayo sobre las contradicciones entre cambio social y prácticas educativas, Ariel, Barcelona, 1999.

 

[1] Este trabajo se presentó originalmente como conferencia en el Simposio de Educación del iteso en marzo de 2011.

[2] Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Hannah Arendt” en Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Fina Birulés (Comp.), Gedisa, Barcelona, 2006, p. 28.

[3] Ibidem, p. 29.

[4] Idem.

[5] Margaret Canovan, “Hannah Arendt como pensadora conservadora” en Hannah Arendt. El orgullo de pensar, p. 60.

[6] Ibidem, pp. 58–59.

[7] Ibidem, p. 72.

[8] Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar…”, pp. 27–28.

[9] Teófilo Rodríguez Neira, La cultura contra la escuela. Un ensayo sobre las contradicciones entre cambio social y prácticas educativas, Ariel, Barcelona, 1999, p. 22.

[10] Ibidem, p. 26.

[11] Ibidem, pp. 35–36.

[12] Idem, pp. 35–36; Karl Manheim, El hombre y la sociedad en la época de crisis, La Pléyade, Buenos Aires, 1969, pp. 42–45, principalmente.

[13] Ibidem, p. 36.

[14] Platón, “Protágoras o de los sofistas” en Diálogos, Porrúa, México, 2003, pp. 155–157.

[15] Juan David García Vaca, Antropología filosófica contemporánea, Anthropos, Barcelona, 1997, p. 24–25.

[16] Platón, “Protágoras…”, p. 157.

[17] Hannah Arendt, “La crisis en la educación” en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 1996, p. 204.

[18] Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar…”, p. 33.

[19] Ibidem, p. 34.

[20] Ibidem, p. 35.

[21] Ibidem, p. 39.

[22] Hannah Arendt, “La crisis en la educación”…, p. 195.

[23] Margaret Canovan, “Hannah Arendt como pensadora conservadora”…, p. 66.

[24] Roberto Esposito, “Polis o comunitas” en Hannah Arendt, El orgullo de pensar, p. 117. Es una cita textual de Arendt.

[25] Hannah Arendt, “La crisis en la educación”…, p. 189

[26] Ibidem, pp. 192–193.

[27] Ibidem, p. 193.

[28] Ibidem, p. 194.

[29] Idem. Esta misma crítica de Arendt fue planteada por José Vasconcelos en De Robinson a Odiseo. Pedagogía estructurativa, Constancia, México, 1952.

[30] Teófilo Rodríguez Neira, La cultura contra la escuela…, p. 57.

[31] Hannah Arendt, Sobre la violencia, Alianza, Madrid, 1969, p. 53.

[32] Ibidem, p. 32.

[33] Esta cifra corresponde a datos de 2015. Véase “México, el más ‘tacaño’ de la ocde en inversión educativa” en Expansión, 24 de noviembre de 2015. La unesco recomienda que los países en desarrollo destinen a la educación por lo menos 8% del pib.

[34] Pablo Latapí Sarre, Finale prestissimo. Pensamientos, vivencias y testimonios, Fondo de Cultura Económica, México, 2009, p. 38.

[35] Hanna Arendt, “La crisis en la educación”…, p. 186.

El acontecer histórico y su impronta en las constituciones de México

[1]

Dra. Guadalupe Jiménez Codinach. Fomento Cultural Banamex. Email: rosacodinach@yahoo.com.mx

 

Resumen. A partir de una breve reflexión sobre la relevancia del estudio y el cultivo de la historia, la conferencia aborda dos temas centrales en el contexto político y legislativo del siglo XIX en México. En primer lugar, se presenta un panorama general de los debates fundacionales que sacudieron a la nueva nación durante sus primeros años (1821–1824) y que marcaron su devenir legislativo durante el resto del siglo. En segundo lugar, se describe la centralidad de la relación Iglesia–Estado durante el periodo 1833–1873 en la configuración política del país. Jiménez Codinach argumenta que estos dos procesos son fundamentales para la comprensión del México contemporáneo.
Palabras clave. Historia, siglo XIX, constituciones mexicanas, relación Iglesia–Estado.

Abstract. Starting with a brief reflection on the relevance of studying and cultivating history, the conference looks at two central topics in the political and legislative context of 19th–century Mexico. First, it offers an overview of the fundamental debates that shook the new nation during the first years of its existence (1821–1824) and that marked its legislative trajectory for the rest of the century. Second, it describes the centrality of Church–State relations during the period from 1833 to 1873 in the political configuration of the country. Jiménez Codinach argues that these two processes are fundamental to understanding Mexico today.
Key words: History, 19th century, Mexican constitutions, Church-State relations.

 

Introducción

En primer lugar, estoy en el ITESO —que de alguna manera es una institución hermana de mi Alma Mater, la Ibero, a la que quiero mucho— y dedico esta conferencia a la memoria del padre Rubén Murillo, sj, fallecido en octubre de 2015 y a quien todavía extrañamos mucho todos los que fuimos sus alumnos y que tuvimos la guía de su sabiduría y su santidad. Al oír al padre José Morales, sj, hace unos momentos, pensé que el siglo XIX hubiera sido otro si los legisladores y los proyectistas de nuestras constituciones y leyes hubieran seguido los valores de los él que nos habló, que son los valores de la Compañía de Jesús, entre ellos amar y servir. Lamentablemente no fue así, como veremos hoy. Pero algo quedó de esos valores.

Voy a hablar de todo un siglo, por lo tanto voy a tener que ser muy breve en algunos aspectos y sólo escogeré algunos temas, porque si no esto daría para un curso entero en la universidad y quizá no terminaría. Permítanme, pues, que como historiadora les diga que no soy jurista, no soy abogada, pero quisiera hablarles de lo que creo que es indispensable para todo ser humano y para todo universitario como ustedes. Me refiero al conocimiento de la historia y de su contexto. De las frases que he ido recogiendo en la vida y que me han servido como guía; una que me gusta mucho es una antigua sentencia romana que dice “Primero vivir y luego filosofar”. Eso está dedicado al Departamento de Filosofía. Qué bueno que hagan filosofía, pero no se les olvide la vida. Necesitan de la historia porque la historia es vida. La historia no está en el pasado muerto; tampoco es una ficción como el posmodernismo nos ha dicho. Créanme que no es cierto; historia y ficción no son lo mismo. Creo firmemente en la necesidad de conocer los hechos que han trascendido en la memoria de un pueblo, su significado, la información con que se contó para tomar una decisión, las ideas, usos, costumbres, tradiciones, sistemas de valores, sentimientos, resentimientos, afectos y desafectos que rodean el acontecer de un individuo o de una comunidad y, en el caso que hoy nos ocupa, sus intentos por constituirse como nación independiente y libre. El historiador, me enseñó mi maestro el padre Rubén Murillo, sj, tiene por vocación la búsqueda de la verdad, aunque por nuestras limitaciones sólo alcancemos a atisbar parte de ella.

Hay un libro importante que ha circulado desde hace varios años que se llama The Killing of History[2] (El asesinato de la historia) cuyo autor es Keith Windschuttle. El contenido trata de lo que ha ido sucediendo a los departamentos de Historia en el mundo entero con esta idea de que es lo mismo la ficción que la realidad, de que no es posible conocer el pasado porque es un texto, un meta–texto, y de que no hay pasado real porque es imaginación. Windschuttle habla de cómo se han ido muriendo muchos departamentos de Historia o de Humanidades. Por ejemplo, el director del departamento de Filosofía en la Universidad de Berkeley dijo que era lo mismo estudiar filosofía que estudiar vudú, que no hay diferencia. Ese relativismo ha dañado mucho a las nuevas generaciones de posibles humanistas. Créanme que la Historia sí es real, que sí hay modo de conocer el pasado. Ciertamente el historiador profesional es también un científico que busca afanosamente la verdad; es nuestra obligación buscarla y probar con evidencias todo lo que decimos. No se trata sólo de adjetivos, de opiniones o de teorías. No, tenemos que probar todo lo que decimos, pues cada término y cada palabra que aplicamos al pasado deben remitirse a lo que realmente existió. Hans Küng, en su último libro publicado en 2016,[3] nos dice algo relacionado con esa idea: “Las vivencias personales pueden más que las intelecciones generales, por muy profundas que sean”. Küng insiste en el valor de la experiencia de la vida, ya que para poder fundamentar todos estos ejercicios intelectuales o modelos teóricos tenemos que apreciar la vida y conocerla. Esto se puede aplicar al individuo, pero vale especialmente para los pueblos. Si me cayera un ladrillo en la cabeza y olvidara cómo me llamo, quiénes fueron mis padres, dónde nací, qué estudié, qué he hecho en la vida… imagínense, ¿qué me quedaría? Pues me quedaría una falta de seguridad total, una incertidumbre, una falta de piso. ¿Qué soy?, ¿a dónde voy?, ¿qué sé? No sabría nada. Eso que le puede pasar a un individuo le puede pasar a un pueblo: perder su memoria, su identidad, hacerse vulnerable y debilitarse. Todos ustedes están cursando una carrera. Sé que hoy la orientación en muchas universidades en España y en muchos sitios, y también en México, es quitar la importancia a las disciplinas humanistas.

Cuando estuve en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México los ingenieros estudiaban conmigo historia de Grecia, historia de Roma. Impartí clases a muchos alumnos de comunicación, de ingenierías. Tenía 60 alumnos y al principio me decían los de Comunicación: “Lupita, ¿para qué nos das historia? Ya sabemos todo, todo lo sabemos, y además llevamos 17 materias”. Yo les contesté: “Les voy a hacer una pregunta, si la contestan correctamente ya no vengan a clase: ¿Quién fue Santa Anna?” Todos dijeron: “El que vendió Texas”. Les dije: “¿Sí? Pues tienen una semana para probarme que vendió Texas”. Todos los comunicólogos se iban felices. A la semana siguiente me dijeron con caras largas: “Pues es que no encontramos ninguna prueba… Pero es que me lo dijo mi maestro de secundaria, el de la prepa, me lo dijo…”. Les expliqué que no era cierto, que Santa Anna nunca vendió Texas ni la mitad del territorio de nuestro país, como se afirmaba sin pruebas, y que entonces todos debían quedarse para seguir el curso durante el semestre. Ahora estoy muy orgullosa de mis estudiantes porque ahora son doctores en educación, especialistas en Historia, politólogos, cineastas, etcétera. Les comento esto para que se den cuenta de que la Historia sí es muy importante para cualquier disciplina (ingeniería, medicina, comunicación, derecho…).

Cinco médicos, que eran los directores de los principales hospitales de la Ciudad de México, fueron a la Ibero a decirme: “Necesitamos clases de Historia, porque dirigimos hospitales y no conocemos al pueblo que estamos curando”. Fueron alumnos que nunca me dejaron descansar, nunca tuvieron vacaciones. Todo el año trabajamos sin parar porque querían entender al pueblo al que servían. Les comento esto no para promover el estudio de la Historia, sino porque es la realidad, porque es importante para cualquier disciplina: la historia es vida, la historia no está muerta, está viva en el habla, en la comida, en el vestido, en el trato, en los rituales que sólo los mexicanos entendemos y los extranjeros no, porque tenemos expresiones que nos vienen de muy antiguo. Por ejemplo, nos preguntan cómo nos sentimos y respondemos “bien mal”. Estamos hablando como si fuera náhuatl; son los contrarios que utilizamos para enfatizar. ¿Quién dice “bien mal”? Nosotros. ¿Quién dice ese tipo de cosas? Nosotros los mexicanos, porque tenemos todo un bagaje cultural que nos identifica. Si lo pierden, muchos de ustedes no serán buenos ingenieros, buenos abogados, buenos comunicadores. ¿A qué pueblo le van a comunicar si no lo conocen?

Digo esto como introducción porque vamos a hablar de un siglo muy difícil, terrible, pero fundacional: el siglo XIX. Después de dar una visión general del siglo voy a centrarme en dos temas que son el hilo conductor del contexto en el que surgieron las legislaciones, las constituciones y los elementos fundamentales para construir la nación. El primer tema será el de los cinco años fundacionales de este país, de 1821 a 1825. En ese tiempo se da una serie de problemas que, hasta la actualidad, no hemos podido resolver. El segundo tema, que también está vigente, abarca 40 años del siglo XIX y tampoco lo hemos acabado de comprender: el enfrentamiento Estado–Iglesia y tres periodos de reformas con las cuales el Estado intentó dominar y controlar la influencia que la Iglesia continuaba ejerciendo sobre la mayoría de los mexicanos.

¿Qué problemas presentó el siglo XIX y cómo reaccionaron el pueblo y el grupo gobernante —que siempre fue un grupo pequeño— que no tomaba en cuenta la voluntad popular? Ni liberales ni conservadores, ni nadie de los que legislaban, tomaban mucho en cuenta a la población. No la sentían capaz de participar y creían, como se creyó durante el siglo XVIII, que sólo los que tienen acceso al conocimiento o los que tenían una posición en la sociedad eran los que podían opinar. Por eso, lo que uno ve en el siglo XIX es que ni liberales ni conservadores, por ejemplo, se preocuparon mucho por el indígena. No lo entendían, pues desde sus esquemas inspirados en un liberalismo individualista de propietarios no se entendía la vida comunal. No obstante, la mayoría en México, sobre todo al inicio del siglo XIX, era indígena. De ahí que otra de las ideas que me hacen pensar sobre los intentos de darnos una constitución en el siglo XIX y en el XX es aquella expresada por el presidente del Congreso Constituyente de 1856, el abogado Ponciano Arriaga: “Toda constitución es letra muerta mientras el pueblo tenga hambre”. Ésa es otra realidad: las constituciones que se van a promover son muy bonitas, pero si la realidad es la de un pueblo desigual, con hambre, marginado, que no es escuchado, son letra muerta. Escribe el historiador Miguel Léon Portilla: “A partir de la Constitución de Cádiz (1812) y luego la de Apatzingán (1814) y en la que se expidió en 1824 […] los indígenas fueron perdiendo los derechos en que se fundaba su personalidad jurídica […] la propiedad comunal de las tierras, las formas de gobierno indígena, la salvaguarda de sus lenguas y de sus usos y costumbres quedaron en grave peligro de desaparecer”. Yo añadiría que, sin embargo, la Constitución de Cádiz le dio la ciudadanía a los indios varones en 1812 mientras que en Estados Unidos los indígenas la lograron hasta ya entrado el siglo XX.

 

Polvos de aquellos lodos

Desde finales del siglo XVII se dio una revolución atlántica, una verdadera revolución de las mentes que se plasmó en palabras antiguas pero con nuevos contenidos: por ejemplo, los términos nación, soberanía, independencia, constitución. Todos aparecen ya en el Diccionario de la Lengua Castellana de la Real Academia Española en los años de 1726 a 1739. A este diccionario lo llamamos el Diccionario de Autoridades. Define nación, pero la define, por ejemplo, como el acto de nacer. Viene de natio, nacer, y se refiere al origen de la persona. Veremos el cambio que esta definición sufrirá a finales del XVIII y del XIX. También se habla de constitución, del latín constitutio, que se define como una ordenanza, un estatuto, las reglas que hacen y se forman para el gobierno y dirección de algún pueblo, de alguna república o comunidad. Eso es lo que dice el Diccionario de Autoridades, pero en él no aparece el término “representación”.

Con la independencia de las trece colonias angloamericanas en 1776–1783 cambia y adquiere más importancia la palabra constitución. ¿Por qué? Porque a partir de esta Declaración cada una de estas nuevas colonias va a crear su propia constitución. Hay una constitución de Massachusetts, una de Connecticut, una de Nueva Jersey, una de Pennsylvania, una de Virginia y todas van a ser publicadas en 1808. Esas constituciones van a conocerse en la Nueva España, y las conocieron los que van a ser insurgentes y los que van a ser realistas, quienes también conocieron los textos franceses de la Constitución de 1791 decretada por la Asamblea Constituyente un 3 de septiembre; conocieron el Acta Constitucional decretada en 1793, redactada por Robespierre; conocieron la constitución de la República Francesa, propuesta en 1795. La Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776 fue traducida en España desde agosto de ese mismo año y leída en el mundo hispánico. Vía La Habana y Filadelfia llegaron los textos de los Estados Unidos como la traducción al español del venezolano Manuel García de Sena de la obra de Thomas Paine, Common Sense.[4]

Vemos que en el mundo atlántico la idea de constitución se discute en reuniones, en cafés, en los hogares y empieza a creerse que es la solución para todos los males sociales que existían en el virreinato de la Nueva España. Fíjense que dije virreinato, y no colonia. Cometemos un error garrafal que repetimos constantemente en todos los ámbitos, inclusive colegas míos: los funcionarios de la dinastía Borbón intentaron tratarnos como colonia pero nunca fuimos una colonia. Quien conoce la estructura de la monarquía hispánica sabe que ésta tenía reinos, virreinatos, capitanías generales y provincias. ¿Qué era la Nueva España? Un reino, un virreinato, que pertenecía a la corona de Castilla. Las leyes a las que estaba sometido eran las Siete Partidas castellanas y, por supuesto, la Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias. La Nueva España tenía fueros y privilegios, como el Reino de Granada, que se había incorporado a Castilla en 1492. Nosotros nos incorporamos en 1523. Hoy nosotros hablamos con desprecio de ese mundo “colonial”, sin entender que esa relación no era la que existía. Eso lo entendían los “criollos”, que es otra palabra que usamos mal: la usamos como la usaba el Porfiriato, como si se tratara de hijos de españoles peninsulares. Ése no era el sentido de criollo durante el virreinato; criollo era el nacido, criado y nutrido en tierra americana. Morelos se dice criollo (“es momento que los criollos tomen el mando”). Se dicen españoles americanos: mexicanos todavía no se dicen porque mexicanos para ellos eran los de la Ciudad de México o los antiguos mexicas. Pero todavía no era el que era de Guanajuato, ni el que era de Valladolid, ni el que era de Mérida. Esos se decían españoles americanos; nada más basta consultar todos los interrogatorios, todas las descripciones de presos que tomaron en la guerra de Independencia, para ver cómo se definen. Ninguno se dice a sí mismo mexicano, a excepción de los nacidos en la Ciudad de México o en el extranjero, como lo hace el padre Servando Teresa de Mier, que se presenta como “sacerdote mexicano”. Creo que se lo debemos también a los jesuitas expulsados en 1767, que al estar lejos de su patria y añorarla tanto, le darán contenido a la palabra México y a la palabra mexicano. Ellos se van a presentar en Europa como mexicanos; personas tan valiosas como Francisco Xavier Clavigero, como Campoy, como Alegre. Todos ellos con una gran añoranza van a hablar de ese México. Normalmente no hablan del México virreinal, sino que hablan del México antiguo, de los mexicas, del mundo prehispánico, pero empiezan a usar el nombre México y a decirse a sí mismos mexicanos. Y eso se va a extender hasta que en el 1821, por primera vez en un documento oficial, el Tratado de Córdoba, nombrará oficialmente a esta nación como “Imperio mexicano”, y se va a nombrar la capital de este nuevo imperio a la Ciudad de México; por primera vez se empieza a usar el gentilicio mexicano para todo el territorio de la Nueva España. Pero eso será hasta 1821.

Todos esos impresos de los que les hablé, tanto los de Estados Unidos como los de Francia, se van a conocer y se van a leer en estas tierras. Curiosamente, tenemos una conspiración en la Ciudad de México, en el año de 1793, a raíz de la decapitación de Luis XVI. Una serie de jóvenes —muchos de los que habían estudiado en el Colegio de San Ildefonso— ideaban una república y un congreso. Muy influenciados por el modelo francés, planeaban dividir la Nueva España en doce departamentos. Los aprehenden, pero no les pasa gran cosa. Los mandan a sus respectivas patrias chicas; pero empezamos a ver que este grupo, diríamos de estudiantes y de profesores (la mayoría estudiantes para el sacerdocio), es el que está recibiendo estas influencias. En esa época ¿dónde se estudiaba para ser abogado? Pues se estudiaba en los seminarios. Estudiaban derecho romano, pero también estudiaban derecho civil y derecho canónico. Al grado que, también en el siglo XIX, vamos a tener un profesor de derecho canónico en el Instituto de Arte y Ciencias de Oaxaca que se llamaba Benito Juárez. Es decir, no se nos olvide de qué contexto vienen todos estos dirigentes del siglo XIX: de una educación religiosa, básicamente impartida por sacerdotes y dada en los seminarios. En todo caso, participaban de esta revolución de las mentes, de esta fiebre de constitucionalismo que se da por todo el Atlántico, impulsada por la idea de que se podía construir un Estado por medio de una ley suprema en el que los ciudadanos serían democráticos, iguales, individualistas, identificados con los mismos usos y costumbres. Pero eso era una imagen, una propuesta. La realidad del pueblo novohispano, y más tarde mexicano, rebasaba por mucho a ese Estado teórico. En este territorio que estaba naciendo existían muchas modalidades de habitantes, muchos usos y costumbres, muchas regiones que no podían sintetizarse en una entidad única sino en un Estado múltiple, cuya riqueza estaba basada precisamente en la multiplicidad de etnias, lenguas, costumbres y modos de vida. Estamos en el siglo XXI y todavía seguimos construyendo esta realidad, porque todavía no nos escuchamos, no nos comprendemos y siempre intentamos unificar a todos. No somos así. Somos un pueblo multicultural, y mientras no lo aceptemos no vamos a poder construir realmente una nación fuerte, o elaborar una constitución que se adapte a nuestra realidad.

 

Situación del país después de la independencia y el contexto en el cual nace la primera constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos (1824–1835)

A partir de 1824, ya como nación establecida, vamos a tener, en solamente once años, 16 presidentes, entre enero de 1824 y octubre de 1835. De 1821 a 1888 vamos a tener 77 titulares del Poder Ejecutivo. ¿Qué indica eso? Que no cuajaba ningún sistema de gobierno. En 1824 se intenta hacer una constitución federal, representativa pero que ha sido acusada de estar diseñada según la de Estados Unidos. Pero no, si ese texto se analiza con detenimiento, se ve la huella muy fuerte de la Constitución de 1812 de Cádiz, ya que muchos de los que la redactaron habían sido importantes diputados en las Cortes de Cádiz, como Miguel Guridi y Alcocer, quien fue el presidente de las Cortes, o como Miguel Ramos Arizpe (al que le decían “el Chicharrón con Pelos” o “el Comanche” porque era de Coahuila). Aquí hay que hacer una aclaración que me hizo ver John Elliot, el gran hispanista mundial, quien me decía: “Mira, fíjate, Inglaterra nunca permitió que ninguno de sus colonos —porque ellos sí tenían colonos— participaran en el parlamento inglés”. España invita a los diputados americanos a que sean parte de las Cortes, de las discusiones y de la elaboración de la Constitución de Cádiz. Es cierto que, por miedo, no se les da la representatividad que se merecían, pues eran más los americanos que los españoles en términos de población. Pero están ahí y son autores de la Constitución. Por ejemplo, Guridi de Alcocer propuso que se fuera acabando gradualmente con la esclavitud y defendió profundamente a las castas americanas que tenían algo de sangre negra para que les dieran la ciudadanía, aunque no les fue concedida, por lo que llegó a exclamar: “En vez de que nos recuerden como padres de la patria, nos van a recordar como padrastros de la patria”, porque mucho de lo que se planteó en Cádiz no se logró. No obstante, esta Constitución, que es del año 1812, está en la base de nuestras constituciones de Iberoamérica. Fue la primera gran Constitución que sigue vigente en algunos artículos de las constituciones iberoamericanas. No digo Latinoamérica porque es un término cultural francés que es posterior y no lo podemos usar en estos años todavía; de los años treinta del XIX en adelante empieza a surgir la idea de una América Latina en Francia, y en 1861 va a aparecer ese término en la prensa francesa, pero no lo podemos utilizar para el año 1812 ni en nuestros primeros años como nación porque era un nombre que nadie usaba ni conocía, ni se sabía qué contenido tenía.

Recordemos, pues, que estos cinco primeros años en que nacimos como nación se parecen a lo que los psicólogos consideran los años determinantes en la formación del ser humano. Llevan una impronta tan fuerte que, queramos o no, cargamos siempre con ellos en lo que somos. Si lo aplicamos a los pueblos, pasa lo mismo. De 1821 a 1824, e inclusive hasta 1825, se da una serie de debates que no hemos podido resolver. Les voy a poner el ejemplo. En el año 1821 tenemos dos documentos fundacionales, el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba. ¿Por qué digo que son fundacionales? Gracias a Dios, no sólo lo digo yo, lo dicen los mismos juristas y han aceptado que ahí están las bases de cómo se va a fundar la nación mexicana e independiente. En ellos se habla de ciudadanía, de igualdad ante la ley, de representatividad, de Congreso, de una Constitución a la medida de la realidad nacional, etcétera.

Tenemos una historiografía producto del siglo XIX, y también de la Revolución, muy negativa y muy falseada de lo que fue la consumación de la Independencia. Se los digo porque ahora que se viene 2021 tendríamos que repasar y replantear todo. Repetimos una serie de barbaridades, como decir que el Plan de Iguala era anticonstitucional. Léanlo y van a ver que no tiene nada de anticonstitucional. De hecho, dice que la nueva nación se va a regir con las leyes vigentes que, en el año de 1820 y cuando Iturbide está escribiendo ese plan, son las emanadas de la Constitución de Cádiz. Y si ustedes revisan de 1821 a 1823, la época del Primer Imperio, verán que siempre se utilizó la constitución gaditana como base para cualquier resolución, mientras no se opusiera al Plan de Iguala. Cuando Agustín de Iturbide es coronado, en agosto de 1821, lo corona el Presidente del Congreso, no los obispos. Su nombramiento es de “emperador constitucional” porque el imperio es constitucional. Se usaba la Constitución de Cádiz porque no teníamos una propia, aunque el Plan de Iguala era más generoso con la población de origen africano, asiático o mezclada. Entonces, ¿de dónde hemos sacado que es una contrarrevolución o que los trigarantes no querían la Constitución? Lo hemos sacado de un autor que se llama Vicente Rocafuerte, que era de Guayaquil, Ecuador. A Rocafuerte le encargan una obra que destroce al imperio y a Iturbide, que impida que los Estados Unidos y otras naciones reconozcan al Imperio Mexicano, y lo escribe y lo publica aparentemente en Filadelfia (creemos que realmente lo publicó en La Habana). En un solo párrafo tiene 26 adjetivos negativos contra Iturbide. Dice que en la Profesa, una antigua casa de los jesuitas (los oratorianos llegaron ahí después de la expulsión), había habido unas juntas de serviles (en la época de Cádiz así se designaba a los anticonstitucionalistas, a los retrógradas; no utilizaban la palabra conservador; así se referían a los que se oponían al cambio) y que de ahí salió el Plan de Iguala. En las memorias de Iturbide escritas en Liorna, en 1823 y 1824, él lo refuta: “Señores, quien lea el Plan de Iguala se puede dar cuenta de que no está hecho por serviles”. Pues claro, sencillamente porque es constitucional. Sin embargo, seguimos repitiendo una y otra vez que ese plan era anticonstitucional. ¿Por qué? Pues porque, a veces, como dice Voltaire, “se repite una mentira y la seguimos sin siquiera reflexionar”. Repetimos lo que dicen los historiadores, los cuatro evangelistas de la guerra independentista del siglo XIX: Lucas Alamán, José María Luis Mora, Carlos María de Bustamante y Servando Teresa de Mier, son los primeros que hablan de la junta de la Profesa. ¿Por qué? Porque eran amigos de Rocafuerte y eran enemigos de Iturbide, incluyendo a Alamán. He encontrado documentos en el Archivo de la Basílica de Guadalupe en los que Alamán, como ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, les pide a los miembros del cabildo de la entonces Colegiata: “Quiten el bastón que le ha dejado Iturbide a la Virgen de Guadalupe al salir al exilio”. ¿Por qué? Porque no era bien visto Iturbide por el gobierno republicano de 1824. Por cierto el bastón y la espada de Iturbide estuvieron en el recinto del Congreso Mexicano hasta 1872, fecha en que un incendio destruyó ese recinto en Palacio Nacional. Hoy se resguardan en el Museo Nacional de Historia.

Otra cosa que me llama mucho la atención es que nuestra bandera no es cualquier bandera. Nuestra bandera es tricolor: verde, blanca y roja. ¿Qué significan los colores de las tres garantías? Pues bien, el blanco la religión, el verde la independencia y el rojo la unión. Pero, ¿de dónde sacó Iturbide esta emblemática? Porque él no la inventó. ¿Saben de dónde viene? Quisiera probarlo algún día, pero no he encontrado ningún escrito de Iturbide o de un contemporáneo que lo diga. Creo que los colores proceden de la fe, la esperanza y la caridad. En la emblemática medieval siempre pintaron de blanco la fe, de verde la esperanza y de rojo la caridad. Si ustedes van hoy al Museo Nacional de Historia, en el Castillo de Chapultepec, van a ver un retrato de la coronación de Iturbide, y al lado de Iturbide, en tres tronos, están la fe, la esperanza y la caridad, de verde, de blanco y de rojo. Yo creo que de ahí vienen las tres garantías, de querer fundar la nación en las tres virtudes teologales.

Les quiero recordar que el pueblo de la Nueva España, y del México independiente inicial, era muy religioso. Sus dos bastiones, sus dos polos más importantes, eran, como ellos decían, el altar y el trono. Morelos lo dice: “Los habitantes de la Nueva España son más religiosos que los de la propia España”. Cuando leo los textos de los juristas que analizan nuestras constituciones, todos dicen: “Qué intolerantes eran los constitucionalistas, ¿cómo pueden sostener que en 1824 las bases orgánicas del estado eran las de la religión católica y ninguna otra? Son unos intolerantes”. Pero es que en Nueva España no había más que católicos, no había otras religiones. Por ello en las primeras constituciones la religión católica era central porque no había ninguna otra.

Durante la guerra de Independencia hubo alrededor de 844 batallas, de las cuales la mayoría ocurrió en el Bajío, en Guanajuato, en el obispado de Michoacán, en San Luis Potosí, en la zona de Querétaro. Ahí está el núcleo de la insurrección. De las ochocientas y tantas batallas, 280 ocurrieron ahí. ¿Por qué? Lo he pensado muchas veces. ¿Dónde fue la gran rebelión contra la expulsión de los jesuitas? En Guanajuato, en Michoacán y en San Luis Potosí. Ahí fue donde hubo ahorcados, azotados, exiliados, condenados a presidio permanente; donde quemaron pueblos, sacaron a hombres, mujeres y niños de sus hogares y no les permitieron volver nunca. Fueron castigados por haberse, como decían en la época, “atumultuado” en favor de los jesuitas. El grito que se oyó en esas poblaciones en 1767 fue: “El rey es un hereje, ha tocado el altar y eso no lo vamos a permitir”. ¿No les parece normal que en 1810 una de las personas que se expresa en Querétaro dijera: “Les vamos a hacer a los gachupines lo mismo que ellos les hicieron a los jesuitas: los vamos a expulsar y les vamos a quitar todos sus bienes”? El rescoldo de ese resentimiento estaba vivo en 1810. En Guanajuato se tenía que pagar una multa muy fuerte, año con año desde 1767, porque allí habían defendido a los jesuitas. El 26 de septiembre de 1810, ante el miedo que causaba la llegada de los rebeldes, se eliminó esa obligación. El 28 de septiembre los llamados insurgentes (ellos no se llamaban a sí mismos insurgentes) atacan la Alhóndiga de Granaditas. Uno puede ver el mapa de toda esa indignación contra el abuso real, contra el agravio profundo de llevarse a sus jesuitas (a los que en Guanajuato llamaban “sus querubines jesuanos”). No he encontrado una etapa de la insurgencia o de la trigarancia en el que no se pida el regreso de los jesuitas. Era una herida abierta. En el 1821 vuelve a suceder lo mismo. Creo que si analizamos ahora cómo se logra la consumación de la Independencia veremos que las ciudades que se van entregando sin derramamiento de sangre (Durango, Guadalajara, por supuesto, Querétaro, Valladolid) lo hacen porque las Cortes liberales en Madrid habían anunciado que volverían a suprimir a los jesuitas, a los hipólitos, a los juaninos, a los que se dedicaban a los enfermos. Esto ya no lo va a aceptar la Nueva España y, de pronto, muchos —aun antiguos realistas— están de acuerdo con la Independencia. De hecho, los jesuitas se quedaron después de la supresión decretada por las Cortes en el año 1820. Los jesuitas fueron suprimidos muchas veces durante el siglo XIX. El presidente Antonio López de Santa Anna los restablece en 1853. Pero a los tres años los ganadores de la revolución de Ayutla los vuelven a suprimir. En realidad, los jesuitas ya no se fueron de México después de su restablecimiento en 1816. Aquí se quedaron y aquí estamos. Siguen suprimidos. Ningún gobierno los ha vuelto a establecer y aquí siguen. Eso es México. Se los digo para que vean que ésa es la realidad y otra es la regla o ley. Los modelos teóricos de cómo construir una nación corren paralelamente a la realidad, por muy buenos o malos que sean.

Durante gran parte del siglo XIX el número de muertos fue mayor que el de nacimientos. Es decir, fue un siglo muy duro, muy difícil. Al principio del siglo XIX, en 1821, teníamos cerca de cinco millones de habitantes, porque habíamos perdido casi un millón con la guerra de Independencia. Para mitad del siglo XIX éramos ocho millones. No había crecido casi el país. ¿Por qué? Por los motines, levantamientos, guerras. Recuerden las guerras e invasiones que sufrimos. En 1829 España intenta recobrar la Nueva España con la invasión de Isidro Barradas, que ha sido la única invasión que hemos ganado (porque en la otra de 1863–1866, la de los franceses, éstos se fueron porque les ordenaron que se fueran, no porque les ganáramos). En cambio, la del 1829 sí les ganamos. En el 1838 y 1839 tuvimos aquí a la armada francesa dirigida por el príncipe de Joinville, el hijo del rey, un muchacho muy joven (tío de Carlota de Bélgica, nacida en 1839).

Durante todo el siglo XIX tuvimos una historia muy dura. Tuvimos, casi de visitantes perennes, a los cuatro jinetes del Apocalipsis: guerras, hambre, pestes, muerte. Así fue la realidad del XIX. Cuando doy clases sobre ese siglo siempre pienso: ¿cómo logramos sobrevivir como país? Guerras, invasiones, perdimos la mitad del territorio de una manera terrible. Estuve en el Álamo revisando todos los documentos sobre la guerra de Texas y le pregunté al curador: “¿Por qué siguen diciendo que fue una lucha de texanos por la libertad de Texas debido al “centralismo” en México? ¿Dónde estaban los texanos defendiendo el Álamo, si de 189 defensores seis eran de Texas? Los demás vinieron de 22 estados de los Estados Unidos, eran filibusteros que estaban siendo pagados y a los que les iban a dar tierras por defender algo que no era suyo. Entonces, ¿cuáles texanos? Y finalmente los Estados Unidos en 1845 se quedaron con Texas, y después, con la mitad del territorio mexicano en 1848.

Tampoco hemos resuelto bien en este país la cuestión del Estado y la Iglesia. Lo que sucedió con las reformas de 1833 fue que al secularizar las misiones de la Alta California (que eran franciscanas), así como las de Texas, esos territorios se debilitaron y quedaron muy vulnerables. No nos extrañe que en 1845 la marina de Estados Unidos ya esté ocupando la Alta California aunque no haya empezado la guerra (la guerra va a empezar en mayo de 1846). En 1845 el ejército de Estados Unidos ya está en Nuevo México y no se va a salir. Texas ya la habíamos perdido, así, a la mala. Entonces, ¿qué pasa? Esas heridas tuvieron también consecuencias muy graves para el país, y las siguen teniendo. Ahora los que se apoderaron de más de dos millones de kilómetros de tierras mexicanas llaman “delincuentes” ¡a los descendientes de los verdaderos dueños de ellas!

 

Tres etapas de la reforma Iglesia y Estado, 1833–1873

Ahora quiero hablar de lo que fue un hilo conductor durante cuarenta años, entre 1833 y 1873. El intento profundo de un grupo (no eran muchos) de secularizar esta nación, que era muy religiosa. Había que cambiarla. Creían que eso tenía que hacer el Estado mexicano para ser fuerte, soberano, liberal, sin trabas para la propiedad privada. En ese periodo de cuarenta años va a haber un primer intento de reforma, que es la del 1833. Ocurrió durante la vicepresidencia del doctor Valentín Gómez Farías. Valga mencionar que también tenemos otra idea muy falsa relacionada con Santa Anna. No es que lo defienda, pero tampoco es el bandido o traidor que nos han pintado; por ejemplo, no tuvo once presidencias, tuvo cuatro; entraba y salía porque no le gustaba vivir en la Ciudad de México, y cuando salía dejaba a su vicepresidente, que era un liberal muy conocido y de los más radicales de esa época, un médico: Valentín Gómez Farías, que venía de Guadalajara. Gómez Farías va a hacer ese primer intento de reforma. Quiere llevar a cabo el plan de un sacerdote y doctor en Teología que se llamaba José María Luis Mora, originario de Chamacuero (hoy Comonfort), Guanajuato.

Este plan pedía la libertad absoluta de opiniones y supresión de las leyes represivas de la prensa, con la cual todos podemos estar de acuerdo. También pedía la abolición de los privilegios. ¿De quién? De la milicia y del clero. Además la supresión de las órdenes monásticas y de todas las leyes que atribuían al clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato matrimonial. Quería quitarle al clero la facultad de registrar los principales actos de la vida del mexicano: el nacimiento, el matrimonio, la muerte. Sólo las parroquias tenían esos registros y había que quitarle al clero el control de la vida de los ciudadanos. La reforma también buscaba reconocer y clasificar la consolidación de la deuda pública ya que estábamos endeudados de una manera espantosa. Al llegar el ejército trigarante a la Ciudad de México en 1821, cuando se consuma la Independencia, teníamos en la tesorería unos 48 pesos y debíamos 76 millones. Así nacimos. En casi todo el siglo XIX no tuvimos superávit. Fue hasta los últimos años del XIX, durante el Porfiriato, cuando llegamos a equilibrar el presupuesto. Pero durante todo ese siglo estuvimos en bancarrota. Mora también contemplaba medidas para que la propiedad territorial se dividiera y se fomentara la circulación de esa propiedad para mejorar el estado moral de las clases populares, para la destrucción del monopolio del clero en la educación pública y para abolir la pena capital por delitos políticos.

Así era el plan de Mora que Gómez Farías intentaba realizar. Pero él no lo decreta, sino que pide al Congreso que lo haga. Busca que el Patronato, que antes era Real, resida radicalmente en la nación. Sólo que había un pequeño problema: el Patronato lo daba la Santa Sede y aquí deciden que ellos se lo darán a sí mismos. Y entonces dicen a los obispos y a los cabildos que si no aceptan las leyes expedidas hasta el 1834 se va a ordenar el destierro de todos ellos y se va a ordenar la confiscación de sus bienes. Con respecto a la educación, se intenta establecer una educación laica y por eso se ordena la expulsión de la Compañía de Jesús, el cierre del colegio de Todos Santos y el cierre de la Universidad Pontificia de México, para crear la Dirección General de Instrucción Pública para el Distrito Federal y los territorios federales. ¿Saben cómo le puso el pueblo a Gómez Farías? Le puso “Gómez Furias”. Se comprende el rechazo popular, porque eran medidas totalmente a contrapelo de los sentimientos del pueblo. Entonces llega Santa Anna y le dice: “¿Sabe qué?, hágase un lado”, y quita todas las medidas de esta reforma menos la del pago de diezmos. Pero dos años más tarde, en 1847, en plena guerra con Estados Unidos, vuelve Gómez Farías a la vicepresidencia e intenta hacer lo mismo, sólo que ahora va a querer que todos los bienes de manos muertas —léase: no solamente de la Iglesia, sino también de comunidades indígenas, hermandades, cofradías, corporaciones— se vendieran para conseguir 15 millones de pesos y apoyar la guerra contra Estados Unidos. Va a venir una rebelión, la famosa rebelión de “Los Polkos” (no sabemos si se llamaban así por James Polk, el presidente de Estados Unidos, o por la polka, que estaba de moda).

Santa Anna vuelve a destituir a Gómez Farías y uno se pregunta: si Santa Anna era un ultra conservador, como nos han dicho, ¿por qué tiene al más radical de los liberales de la época como vicepresidente? Y en 1853, ¿saben a quién va a nombrar como su ministro de Fomento? A Miguel Lerdo de Tejada, otro liberal radical, por cierto, sobrino del padre Ignacio Lerdo de Tejada, sj, también tío de Sebastián Lerdo de Tejada, quien luego va a prohibir y a sacar a todas las órdenes religiosas, menos a las Hermanas de la Caridad. Para que vean que, como dirían los romanos, “la familia de Claudio tiene frutos dulces y frutos amargos”. A mí me llama la atención que sea Santa Anna quien vuelva a restablecer la Compañía de Jesús en 1853 y que su bisnieto, que también se llamaba Antonio López de Santa Anna, fuese un jesuita importante en la República Dominicana y en Puerto Rico. Les cuento esto para que vean lo intrincada que es la historia, incluso entre las familias. Unas son de un grupo, otras son de otro e incluso hay divisiones dentro de la misma familia.

La reforma moderada, que es la segunda etapa, se va a dar durante la revolución de Ayutla, entre 1854 y la Constitución Federal de 1857. Esta revolución es moderada, no es tan radical como la que vendrá después. El famoso Plan de Ayutla es un plan contra Santa Anna. Ya están cansados de él, llevaba ya cuatro presidencias y no era precisamente un gran estadista. Santa Anna tenía muchos defectos, pero no era tan malo como nos lo han pintado. Les recomiendo, si quieren saber más sobre esa época, la obra del profesor Will Fowler, historiador de la Universidad de Saint Andrews, quien estudió durante 17 años varios archivos sobre Santa Anna y ha escrito una excelente biografía que ya se publicó en español.[5] Podrán encontrar en esta obra la diferencia entre lo que es la Historia con mayúscula y lo que son rumores, chismes y opiniones sin sustento sobre Santa Anna.

La segunda etapa de la reforma se inicia después del triunfo del Plan de Ayutla contra el gobierno de Santa Anna. Llega a dirigir la nación una generación de jóvenes liberales —la mayoría abogados—, convencidos de la necesidad de transformar la vida nacional, entre ellos Benito Juárez, Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, José María Lafragua, Ignacio Comonfort y otros más.

Una de las promesas del Plan de Ayutla era convocar a un Congreso Constituyente para dar una nueva constitución al país. Ya habían experimentado con la Constitución de 1824, las Siete Leyes de 1836, las Bases Orgánicas de 1843, pero la nación no acababa de integrarse ni de progresar.

¿Qué querían los revolucionarios de Ayutla? Ninguna participación del clero en asuntos políticos. Quieren la secularización de todos los actos del estado civil y prohibir la intervención eclesiástica en cualquiera de estos asuntos que, según ellos, sólo le competen a la autoridad civil. También quieren nacionalizar los bienes de la Iglesia; la gratuidad de la participación del párroco en los matrimonios, bautizos y entierros, sobre todo para los pobres, y una ley agraria para la división y adquisición de propiedad. Y ¿qué van a pedir? Que se haga una serie de leyes. Fíjense que las primeras leyes no son emitidas por el Congreso, ya que no hay Congreso todavía, sino que son del Poder Ejecutivo (la Ley Lafragua, la Ley Juárez). Por ejemplo, nos han dicho que la Ley Juárez acabó con los fueros militares y eclesiásticos, pero no es así. No acabó con ellos. La ley sólo establece que los tribunales militares y religiosos no tratarían asuntos civiles. Eso es todo lo que dice la ley, no les quita todo el fuero. La Ley Lafragua reconoce la libertad de expresión y la libertad de imprenta; la Ley Lerdo de 1856 es la de desamortización de corporaciones civiles y religiosas, y quizá fue la que más impacto tuvo. ¿Por qué? Se ha enfatizado que desamortiza los bienes del clero, no los templos, pero sí los conventos y todas las propiedades que tuvo la Iglesia para sostener sus actividades. Pero se nos olvida que la Ley Lerdo incluye a todas las corporaciones: comunidades indígenas, cofradías, hermandades, todo lo que fuera de un grupo; inclusive perjudica a los ayuntamientos que van a perder los bienes que poseían en común. Como señalé antes, durante el siglo XIX la gran mayoría de la población era indígena. Es triste, porque los indígenas estaban acostumbrados a tener bienes en común. Era un modo completo de vida y, no sólo en términos económicos, pues daba coherencia a la comunidad y eso no lo entendían los liberales, y les irán destruyendo su modo de vida. No es que tuvieran malas intenciones. El propósito era que los indios se convirtieran en propietarios individuales. ¿Saben qué va a pasar? Lo que a veces pasa con medidas como la ley Lerdo: el que logra quedarse con los bienes es el que tiene dinero y el conocimiento de qué bienes se van a vender. Por ejemplo, en San Luis Potosí hubo un ex gobernador que se compró más de 40 propiedades que se pusieron en venta. Por lo tanto, la ley no sirvió para lo que se pretendía. Esa ley generó un profundo conflicto social. Otras medidas también lastimaron los sentimientos de una población que no era tomada en cuenta para nada. Por decreto del Congreso federal del 5 de junio de 1856 se aprobó la expulsión de los jesuitas, dando como argumento que la “Orden de San Ignacio” era “viciosa en su constitución misma, peligrosísima en su espíritu, de fatales trascendencias su desarrollo, enemiga de los gobiernos, provocadora de la guerra civil y religiosa, tenaz en sus proyectos, temible por sus inacabables recursos, maldecida por la historia”. Quizás un jurista nos pudiera aclarar si era válido este decreto que no conocía ni el nombre oficial de los jesuitas, Compañía de Jesús.

Cuando se promulga la Constitución política de 1857 no se incorporan estas leyes del Ejecutivo. Sabían y se daban cuenta de que el pueblo no estaba listo para ellas. Lo interesante de la Constitución del 57 es que fue formulada por un grupo muy brillante de personas, abogados y juristas, todos ex alumnos de seminarios, porque ahí se preparaba a los abogados. Recuerden que Porfirio Díaz estuvo en el seminario siete años. Después estudió en el Instituto de Artes y Ciencias de Oaxaca, igual que Juárez. No era un soldado inculto, estaba preparado para ser abogado. Todos ellos tenían formación religiosa. Octavio Paz, en alguna de sus obras, considera qué duro sería para estos liberales enfrentarse a la Iglesia, porque todos eran católicos, todos eran religiosos a su modo, incluso el propio Juárez. Yo estudié en un colegio de monjas donde lo único que supe de Juárez ¡es que alguien había visto caer su alma al infierno!

Nunca nos explicaron mis maestros quién era Juárez. En 2006 me tocó hacer la exposición en el Castillo de Chapultepec sobre los 200 años del nacimiento de Juárez. Fui a Oaxaca a revisar su vida, y por primera vez —fíjense qué triste— me di cuenta de que lo que yo decía de Juárez estaba equivocado. Yo siempre decía: “Este señor, que es un indígena, no tuvo sensibilidad para ver lo que los liberales le estaban haciendo a las comunidades indígenas, destruyendo su modo de vida y dejándolos en una situación tan precaria”. Aprendí que Juárez nunca vivió en una comunidad indígena. Sus padres mueren cuando él tenía tres años. Padre y madre se le mueren, sus abuelos se le mueren, y va a dar a Oaxaca. El tipo de vida en donde lo mandan a estudiar era individualista. Su padrino era un lego carmelita que lo envía a estudiar al seminario, pero él no quiere ser sacerdote. El padrino acepta y lo manda al Instituto de Artes y Ciencias. Se va a hacer abogado, profesor de derecho canónico y de derecho civil, rector del Instituto y, después, gobernador de Oaxaca. No era antirreligioso, pero sí anticlerical, por lo que le había tocado ver. Yo creo que muchos de nosotros actuaríamos igual si viéramos esos abusos. Fíjense qué curioso, el tutor de su hijo Benito era el arzobispo de México. Cuando uno investiga las vidas de esas personas, se pregunta: ¿por qué los hemos encasillado en adjetivos que no les corresponden? Cuando Juárez regresa a la Ciudad de México en el 1867 como presidente, ya después de la muerte de Maximiliano (fusilado el 19 de junio de 1867), lo primero que hace es tratar de reformar la Constitución del 57. Una de las reformas que se proponía era darles derechos cívicos a los sacerdotes otra vez y que pudieran ser elegidos como diputados. El Congreso se pone furioso con él, porque no está de acuerdo con eso y con las medidas que él proponía. Por poco lo quitan de presidente (por un voto). Las vidas de estas personas son más complejas que como nos las han pintado. Otro ejemplo interesante es la preocupación del emperador Maximiliano de México por la situación de los indígenas. A diferencia de liberales y conservadores, el emperador expidió el 26 de junio de 1866 y el 16 de septiembre del mismo año dos decretos, uno sobre terrenos de la comunidad y repartimientos y otro sobre el fundo legal de pueblos indígenas, en los cuales las comunidades recuperaban sus tierras.

 

Epílogo

 Este proceso reformador no ha terminado. Seguimos en esta lucha entre dos fuerzas muy reales. Se trata de dos autoridades muy importantes para el pueblo mexicano que se han querido disputar el alma de este pueblo. Era natural que esto sucediera, porque el Estado mexicano nació muy débil, sin autoridad de ningún tipo y tenía enfrente a un coloso ante el que todo mundo se rendía, la Iglesia. La Iglesia en parte fue muy cerrada. Algunos de los obispos, por ejemplo, consideraban divino el derecho de la Iglesia a tener bienes. ¿Quién les dijo que era derecho divino?

Ciertamente también la Iglesia se encontró con la intolerancia y con ataques a su papel en la sociedad: el artículo 5º de la Constitución de 1857, reformado en 1873 y en 1898, establecía la supresión y cierre total de todos los monasterios y conventos de la República Mexicana y prohibía establecer nuevos, a todas luces una medida que violaba el principio de libre asociación reconocida por la misma Constitución.

Otra situación muy triste es la que resulta de la obligación impuesta a los empleados del gobierno de jurar la Constitución del 57 para mantener su empleo. La Iglesia les dice que todo el que la jure será excomulgado. ¿Saben lo que es para un ser humano estar entre dos fuerzas y no tener libre albedrío? Una autoridad le quita el trabajo si no jura y la otra lo excomulga. Los obispos observaron el desgarramiento de la población en México ante esa situación de dos autoridades que se estaban disputando el control sobre el individuo. Entonces los obispos escriben —yo vi esas cartas en el Archivo Secreto del Vaticano— y preguntan a la Santa Sede: “¿Qué hacemos? Por un lado el gobierno está quitando su empleo a la gente si no jura la Constitución, y nosotros la estamos excomulgando si lo hace”. La Santa Sede contesta: “Díganles que juren la Constitución, pero que en su interior no la acepten”. Y así lo hacen. Que la juren pero que no crean lo que juren para que mantengan su trabajo. Qué curioso. Esto sucede con la Constitución de 1857. Después surgirán como 30 levantamientos contra la Constitución. Enrique Krauze y otros autores nos dicen que fue la época más democrática de México. Olvídense, democrática nunca fue, ni ésa ni ninguna. Ni tampoco la de 1917. Porque la del 17, como ustedes saben, es producto de un movimiento revolucionario. Podría decirse que tiene la parte benéfica de que recoge una serie de preocupaciones sociales que se habían dejado de lado: las de los campesinos (la situación del campo y el ataque a la vida comunal), las de los obreros, las de las mujeres y las de muchos otros marginados de las constituciones anteriores. La Constitución del 17 las recoge, pero tiene también otros problemas porque la facción que va a ganar en la Revolución impone su visión y una serie de medidas que van a contrapelo de la vida del pueblo mexicano. Me parece que fue una reforma radical que no corresponde a la realidad de los sentimientos de la gente y vuelvo a mi insistencia primera: la Historia no solamente debe tratar de batallas, estadísticas, modelos teóricos, políticos, etc., sino que hay una historia de sentimientos y resentimientos que son más profundos que las ideologías y creencias para los pueblos. Si no tomamos en cuenta esta historia no vamos a entender nunca a este país, y por más Constituciones que proclamemos no lograremos vivir como hermanos, con justicia y respeto por las diferencias.

Hoy estamos viviendo una época difícil en México; crece la violencia, la corrupción, el fraude electoral, la falta de credibilidad de prácticamente todas las instituciones, la desigualdad social y la pobreza extrema. Y todo ello, a pesar de la Constitución que nos rige, que sin ética, justicia y honestidad es letra muerta.

Quisiera invitarlos a que nos escuchemos con respeto, y como dijo el padre Morales hoy, que respetemos la dignidad y las diferencias de las otras personas. Tenemos un Papa jesuita y latinoamericano que nos está dando ejemplo para ser abiertos, tolerantes, respetuosos. Que nos señala que no estriba la felicidad en tener bienes, vivir en el lujo, sino en compartir, en servir a los demás. No sé si sea cierto, pero hace unos días me enteré de que el Papa Francisco había colocado una estatua de Martín Lutero en los jardines del Vaticano. Si fue así, me alegro. Muchas gracias.

 

 

Bibliografía

Fowler, Will, Santa Anna, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, 2010.

Küng, Hans, Una muerte feliz, Trotta, Madrid, 2016.

Paine, Thomas, Common Sense, Filadelfia, R. Bell, 1776. La traducción de Manuel García de Sena se publicó también en Filadelfia en 1811 en la imprenta de T. y J. Palmer.

Windschuttle, Keith, The Killing of History. How a Discipline is Being Murdered by Literary Critics and Social Theorists, Mcleay Press, Sydney, 1994.

 

[1] Recibido: 24 de octubre de 2016; aceptado para publicación: 8 de mayo de 2017.

[2] Keith Windschuttle, The Killing of History. How a Discipline is Being Murdered by Literary Critics and Social Theorists, Mcleay Press, Sydney, 1994.

[3] Hans Küng, Una muerte feliz, Trotta, Madrid, 2016.

[4] Thomas Paine, Common Sense, R. Bell, Filadelfia, 1776. La traducción al español de Manuel García de Sena se publicó también en Filadelfia en 1811 en la imprenta de T. y J. Palmer.

[5] Will Fowler, Santa Anna, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, 2010.

Capítulo séptimo: el movimiento sin móvil

[1]

 

Dr. Jorge Manzano Vargas, sj ()

Resumen. Este capítulo está dedicado a examinar una arista más de la concepción bergsoniana de la duración. Para ello Manzano la pone en relación con lo desarrollado anteriormente sobre las duraciones múltiples y el método empirista de Bergson. El aumento en la comprensión de estas dimensiones se logra en buena medida confrontando las afirmaciones de Bergson con la lectura sesgada de sus contemporáneos, en este caso concreto con la lectura que de Bergson hicieron Maritain y Tonquédec. Así, en primer lugar se abordan los problemas de la continuidad y la discontinuidad tanto en la duración como en el movimiento y, en segundo lugar, se analiza la relación entre el movimiento y la sustancia que inevitablemente remite al problema del cambio.
Palabras clave: duración, método empirista, movimiento, cambio, continuidad, discontinuidad.

 

Abstract. This chapter looks at one more angle of Bergson’s conception of duration. Manzano relates it to the ideas he developed earlier about multiple durations and Bergson’s empiricist method. Greater understanding of these dimensions is achieved primarily by comparing Bergson’s statements with the biased reading of his contemporaries, in this specific case, with Maritain and Tonquédec’s interpretation of Bergson. In this way, problems of continuity and discontinuity are first addressed, in terms of both duration and movement, and then the relationship between movement and substance is analyzed, which inevitably leads to the problem of change.
Key words: duration, empiricist method, movement, change, continuity, discontinuity.

 

CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD

El tema de este capítulo está íntimamente ligado con el del segundo, en el que tratamos de la duración. Pero para poder apreciar todo su alcance era menester primero haber dicho algo sobre el método empirista de Bergson y sobre las duraciones múltiples. Además, conviene señalar que la continuidad bergsoniana no elimina toda discontinuidad. Ante todo, en el orden de la distinción de seres muy diversos como Dios, hombre y materia. Entre ellos vimos que se había presentido, casi afirmado, una continuidad; pero esto no quiere decir que se trate de una continuidad que sea continuidad bajo todos los aspectos. Lo que en este momento interesa es considerar la duración misma, el movimiento mismo, que se ha descubierto empíricamente y preguntarnos si ahí no hay rupturas o interrupciones. Bergson decía que todo el pasado se conservaba, que nuestra vida era como una melodía ininterrumpida, y en La perception du changement se representará todo cambio y todo movimiento como cambio y movimiento del todo indivisible.[2]

Pero queda claro que esto no quiere decir que sólo sea posible un movimiento en todo el universo; hay muchos movimientos en el bergsonismo; serán hasta cierto punto solidarios, pero eso no quita nada a su propia individualidad. El que un movimiento sea del todo indivisible no quiere decir que un hombre” que corre tenga siempre que correr, o que no pueda detenerse. Esta consideración es muy sencilla y, sin embargo, hubo quien no la hizo, como veremos en el capítulo doce.

“Discontinua es la acción, como toda pulsación de vida”, dice Bergson.[3] Propongo un ejemplo trivial que después nos ayudará bastante: El hecho de que respiremos supone una cierta discontinuidad, un ritmo. Esto lo sabe el bergsonismo: no porque todo movimiento sea continuo e indivisible afirma Bergson que tengamos que inspirar siempre; tiene que haber un ritmo, un descanso, en el que se deje tiempo también para expirar.

Es cierto que nuestro pasado se conserva todo y que esto es una manera de afirmar la indivisibilidad del cambio,[4] y que nuestra vida es como una melodía ininterrumpida. Pero también es como una frase única —ya desde el primer despertar de la conciencia— en la que no hay puntos, pero hay muchas comas.[5]

Cuando Bergson mueve la mano del punto A al punto B, dice que este movimiento es algo simple. Es verdad que la mano pudo detenerse en uno o varios puntos intermedios y llegar, así, por etapas al término final. Sólo que entonces ya no se trataría del mismo caso, se trataría de diversos movimientos, tantos, cuantas etapas se hicieron y cada uno de esos movimientos sería algo simple, indivisible. Y a la objeción de que el movimiento es indefinidamente divisible, pues en la trayectoria por la cual pasa el móvil se pueden distinguir todos los puntos que uno quiera, responde que en verdad el movimiento no podría aplicarse sobre la trayectoria. Lo que se mueve no está nunca en un punto de la trayectoria: pasa por, o podría estar en, en caso que se detuviera. La trayectoria espacial sí es indefinidamente divisible; de ahí el espejismo mental por el cual creemos que el movimiento mismo tiene la misma divisibilidad. Indudablemente un espacio dado podrá ser recorrido en etapas sucesivas, pero cada etapa, por pequeña que sea, será recorrida por un indivisible movimiento. Bergson quiere que le preguntemos a Aquiles cómo se las arregla para alcanzar a la tortuga; Aquiles respondería que primero da un paso, luego otro, y así sucesivamente hasta alcanzarla, que cada uno de sus pasos es indivisible y que el conjunto de sus pasos constituye su carrera. ¿Cuántas partes tiene esta carrera?, cuantos pasos dio Aquiles, pero esto no da derecho a Zenón a desarticular en otra forma los movimientos de Aquiles, como si el movimiento mismo se aplicara sobre la trayectoria, como si movimiento e inmovilidad no fueran sino una sola cosa.[6] De ahí las diversas aporías de Zenón. Y es que Zenón retiene del movimiento lo que no se mueve.[7]

Lo que dice Bergson del movimiento lo aplica a todo cambio. De modo que todo cambio es indivisible, todo cambio “dura”, todo cambio es irreductible a una suma de estados que no cambian, como todo movimiento es irreductible a una serie de puntos inmóviles.[8]

De modo que podrá haber una infinidad de movimientos, elementales o no, pero cada uno simple e indivisible; podrá haber vaivenes o ritmos, pero “nunca podrá haber verdadera inmovilidad, si con ello entendemos una ausencia de movimiento”.[9] Este pasaje es muy importante. Redescubrimos aquí cómo la crítica de la idea de la nada reaparece siempre en todas las concepciones bergsonianas. No dice Bergson que este movimiento concreto tenga que existir, que él mismo sea la razón de su existencia, etc., dice que nunca hay ausencia de movimiento. Que este movimiento concreto pueda cesar, interrumpirse, es claro, como Aquiles terminaba el primer paso antes de dar el segundo, pero en nuestra duración considerada en toda su riqueza no hay nunca ausencia total de movimiento, “Dejar de transformarse sería dejar de vivir”.[10] Podrá interrumpirse un movimiento para comenzar otra vez, o para cesar definitivamente, pero esa interrupción no deja simplemente su propio vacío o ausencia, sino que queda sustituida por otro movimiento, por la realidad en general. Suponer una ausencia total, una nada de movimiento, supondría, en la vida psicológica, que morimos y renacemos a cada instante.[11]

Entonces queda claro que en el bergsonismo hay discontinuidad, pero no absoluta; no hay discontinuidad que equivalga a una “nada” de movimiento. Ahí están los pasos de Aquiles, y también los de la tortuga; ahí están los momentos más importantes, más intensos y dramáticos de una vida, que se presentan discontinuamente, pero sobre un fondo de continuidad, fondo que hace posible los intervalos mismos: “son los golpes del timbal que estallan de vez en cuando en la sinfonía”.[12]

 

MOVIMIENTO Y SUSTANCIA

La concepción bergsoniana de la duración y del devenir parece oponerse a la concepción tradicional de la sustancia. Al menos así lo creyeron algunos críticos. “Hay cambios, pero no hay, bajo el cambio, cosas que cambien; el movimiento no tiene necesidad de soporte. Hay movimientos, pero no hay objeto inerte, invariable, que se mueva; el movimiento no implica un móvil”.[13]

Todo esto lo decía Bergson en especial de los actos de conciencia. Y si por una parte arremetía contra quienes explicaban todo sólo con la suma de esos actos separados, arremetía también contra quienes postulaban una forma, a modo de hilo que reuniera esas perlas separadas, o a modo de receptáculo en que se fueran acomodando los diversos estados. Ambos sistemas pretendían explicar la unidad y la multiplicidad del yo. Los primeros se fijaban más en la multiplicidad y desvanecían la duración en una polvareda de momentos, mientras que los segundos se fijaban más en la unidad, y para eso necesitaban una forma “permanente”. Bergson rehusó esta alternativa. Él prefería situarse en el fieri[14] mismo para verlo en sí mismo. Ver el fieri y no dejarlo evaporar por la preocupación de hacer destacar los términos a quo y ad quem. [15]

Vamos a ver cuál fue ese hilo, o ese receptáculo, que tanto se obstinaron en defender Tonquédec y Maritain.[16] Dejando de lado la cuestión de si Bergson conocía bien, o no, la concepción escolástica tomista de sustancia —y todo parece indicar que no—, lo cierto es que sus críticas no se referían a ella. Sus críticas van contra una falsificación de la sustancia escolástica. No que él haya querido defenderla, pues hemos supuesto que no la conocía. Estudiando con atención sus textos, aparece con claridad meridiana que la sustancia escolástica no tiene nada que temer, al contrario, se ve apoyada y defendida (seguramente sin que Bergson lo supiera) y si hablara diría lo mismo que la inteligencia: que Bergson no quiso sino su bien; más aún, tal vez, se ve explicada bajo una luz nueva. Seguramente algunos no estarán de acuerdo con estas líneas, sobre todo entre los no escolásticos que no conocen bien la noción escolástica de sustancia y que al oír “sustancia” entienden lo que entendió Bergson. Ellos no ven con buenos ojos que se haga de Bergson un escolástico u otra cosa diferente de él mismo. Y hacen bien. En esta línea ha habido muchos abusos, explicables además muchas veces por la simpatía con que ciertos críticos se acercaron a Bergson, lo cual es muy de loarse. Pero lo que ya no se puede alabar es que transformen a Bergson en otra cosa. Se podrá prolongarlo, y esto es muy bergsoniano, pues Bergson no quiso fundar una escuela a base del Magister dixit;[17] y él mismo “prolongó”, por ejemplo a Ravaisson.[18] Pero si se prolonga a Bergson, hay que decirlo y no prolongarlo libremente diciendo al mismo tiempo que eso es Bergson. Se le atribuye, por ejemplo, la paternidad de la filosofía anarco–sindicalista.[19] Y entre los simpatizantes, Sertillanges exagera, no obstante que matiza algo su frase, cuando dice que la teoría de la presciencia tomista in decreto podría muy bien ser común a Bergson.[20] No pretendo ninguna asimilación de este género, indudablemente bergsonismo y escolástica difieren, ni tampoco ver hasta dónde difieren y hasta dónde no. Pero sí me parece importante señalar algunos puntos clave a través de los cuales se quiso presentar una irreductibilidad cuando no la había, sobre todo para llegar a una idea más exacta del bergsonismo.

El hilo, receptáculo o forma que no puede aceptar Bergson puede caracterizarse así: es una forma que no dura, una forma sin devenir; una forma en sí misma estable e inerte, un mero receptáculo donde los actos se van acomodando; una forma en sí misma invariable. ¿De dónde había tomado Bergson esta concepción de la sustancia? Wolff causó cierto desprestigio a la escolástica, pues la falseó un tanto. Y Wolff consideraba la sustancia como un sujeto permanente modificable por los accidentes. Kant dirá que la sustancia es una categoría subjetiva: lo que permanece en la sucesión del tiempo. Spinoza, que la sustancia es lo que existe en sí y se concibe por sí, es anterior a sus afecciones. Paulsen y Wundt considerarán que la inmutabilidad más completa pertenece a la razón formal de la sustancia.

Dentro de la escolástica, la corriente ortodoxa rechaza todas estas concepciones. Contra estas concepciones va dirigida igualmente la crítica de Bergson, aunque de otro modo; en una palabra, contra la concepción de una sustancia cuya “razón formal” es la permanencia, pero la permanencia de una cosa que en sí misma no deviene, que es inmutable; o que se quiere hacer devenir por unos estados que en realidad tampoco devienen, pues se consideran estados independientes, no mutuamente compenetrados. Para la escolástica, la razón formal de la sustancia es la perseidad, esto es, la propiedad de subsistir por sí misma, y no en otro como en sujeto de inhesión.[21] A los no escolásticos les puede parecer esta concepción demasiado abstracta, seguramente porque no suelen tener en cuenta otro elemento muy importante: el efato,[22] aquel “omnis substantia propter operationem[23] de rancio abolengo escolástico que sugiere una sustancia operante. Tal efato no proviene de ninguna manipulación de conceptos, sino que es profundamente empírico; porque a pesar de todas las apariencias, esta escolástica está profunda e íntimamente enraizada en lo empírico. Podrá haberse dado el caso, en algunos momentos de su historia, en los que la especulación dialéctica haya tomado un impulso tan fuerte que los datos empíricos parecían evaporarse, pero sus raíces han sido profundamente empíricas. Precisamente su prueba de la sustancia parte de la atenta reflexión sobre los actos de conciencia; también sus pruebas del espíritu, de la libertad; y lo mismo en el caso de Dios, que pone a prueba por la contingencia de los seres finitos, contingencia que les es dada no por un mero razonamiento lógico sino por la más cruda de las experiencias.

Pero volviendo al efato aquél sobre la sustancia, efato empírico y no principio analítico, vemos que la escolástica no concibe una sustancia inerte, inmóvil, inoperante, sino todo lo contrario, en acción. Tal efato expresa simplemente la inquietud de cambio que estremece todo lo contingente, la angustia de la propia flaqueza metafísica. Pero también el acto divino que entendiéndose, amándose y comunicándose maravillosamente no se inmuta, porque inalienablemente posee toda perfección que pudieran las criaturas alcanzar por el cambio.

Es verdad que tampoco aquí establece Bergson una teoría de la analogía. Y que sus afirmaciones indistintas sobre el devenir y el cambio “pudieran” aplicarse indebidamente a Dios y a la criatura, y decir no sólo que Dios es actividad, sino que Dios cambia. Hay que tener en cuenta que fue en 1911 cuando Bergson escribió La perception du changement, todavía lejos de las luces de Deux sources. Pero igualmente hay que tener en cuenta que la analogía es una perla preciosa que en la escolástica viene después. Por la analogía no se prueba la existencia de Dios. La analogía no prueba nada. La analogía explica, aclara, pone en orden todas las conclusiones, pero esto supone que ya están las conclusiones; que se ha llegado (o que se llega al mismo tiempo) no sólo a la afirmación de los contingentes, sino también a la afirmación de Dios.

Pusimos entre comillas aquel “pudieran” para retomarlo después, y decir que sí, que pudieran aplicarse indebidamente a Dios tales expresiones bergsonianas, pero el error sería entonces no de Bergson, sino de quien lo hiciera con una lógica particular, Bergson no lo hizo. Y precisamente aquí podemos notar su cuidado al referirse a Dios, antes de Deux sources, sobre cuya naturaleza no le había aportado aún datos su método filosófico. Bergson dirá que Dios no es algo como un todo–hecho, dirá que Dios no es una cosa entendida como algo inerte, sino vida incesante, acción, libertad.[24] Pero nunca dijo que Dios cambia, ni que Dios se perfecciona, ni que Dios deviene. Se lo hacen decir, pero no tan justamente, como una lógica conclusión de sus principios, de sus afirmaciones; y es que están entendiendo los términos en sí mismos, no la terminología bergsoniana. Para pretender hacer decir una cosa a Bergson habría que simpatizar interiormente con él, ver como él, seguir paso a paso su trayectoria, todas las “sinuosidades” de su pensamiento; en una palabra, identificarse con él; empresa imposible, porque esto equivaldría a ser Bergson mismo, pero entonces hay que atenerse a lo que dijo.

Sí, hay una lógica poderosa en los razonamientos de los críticos de Bergson, pero su falla fundamental fue no haber percibido la duración; y entonces usarán los mismos términos materiales, pero con un contenido diverso. Por ejemplo, comentaba Maritain que en la filosofía “bergsoniana ya no importaba el principio de contradicción: las cosas, por lo que son, y en cuanto son, dejan de ser lo que son —puesto que el cambio es la sustancia misma de las cosas”.[25] El cambio que está entendiendo Maritain no es el mismo cambio que entendía Bergson. Maritain distingue netamente un principio a quo, otro ad quem y al “paso” de uno a otro lo llama cambio. Para Bergson no hay netos principios a quo ni ad quem, sino una duración espesa y en movimiento, como hemos visto; de tal modo que en el principio ad quem está incluido el principio a quo, es más todo el pasado. Nada deja de ser lo que es, sino que toda la historia está presente, henchida más y más del presente, pues el pasado es como una bola de nieve que va recogiendo el presente que se encuentra en su camino. No que este presente sea pura pasividad, pues pensar así sería volver a distinguir estados netos, presente y pasado, sino que el presente va dando su novedad; y en virtud de ella es irrepetible cualquier momento de nuestra vida.

Tampoco niega Bergson que haga falta un devenir para llegar a la consumación, como decía Tonquédec.[26] La maduración es una imagen muy bergsoniana. Pero el problema no era éste. Lo que quiere decir Bergson es que la plenitud no está en la inercia, sino en la actividad; no en la estabilización, sino en el movimiento. Y esto lo ve también la escolástica, que considera la plenitud del movimiento divino (acto purísimo), plenitud que realiza maravillosamente una operación no inmutadora.

Evidentemente ni Tonquédec ni Maritain quisieron defender a Wolff, pero tampoco captaron la comprensiva mirada de Bergson. Una penetración formalista —lo decimos en el mejor sentido de la palabra— distingue la sustancia y la operación de la sustancia. Pero Bergson ve las cosas comprensivamente, y así ve una realidad simple en la sustancia–operante; y como la palabra “sustancia” le decía “cosa invariable”, es muy natural que hablara más bien de “movimiento”, pero cuando él decía “movimiento” estaba entendiendo ahí mismo, incluido en una sola realidad, lo que la escolástica llama sustancia. Claro que no usaba terminología escolástica, y aun parecía oponerse a ella, pero lo que estaba negando era un residuo absurdo, físicamente interior, que fuera sujeto de inhesión de la “sustancia”.

Teniendo en cuenta esa mirada comprensiva, no hay por qué escandalizarse de expresiones tales como “movimiento sin móvil” o “devenir sustancial”.[27] Precisamente esas expresiones nos dan la clave de su pensamiento. Rehúsa ver unos accidentes–estados como entidades que recubren su caparazón. Es verdad que ésta es una caricatura que se suele hacer de la sustancia escolástica, y por desgracia una caricatura muy extendida que ha falseado no poco las cosas.

Está bien, se dirá; está bien que Bergson haya criticado esta concepción de la sustancia–caparazón–receptáculo; está bien que rechace una sustancia que permanece invariable, y que la permanencia no sea la razón formal de la sustancia. Pero si todo se reduce a cambio y movimiento, ¿no pasa que se desvanece toda permanencia, y que alguna permanencia hay que salvar, pues de otro modo no se explica la unidad psicológica y moral de la persona? Si todo es movimiento, todo se pierde, todo se desvanece, nada permanece. A estos objetores Bergson recomendaba ante todo tranquilidad.[28] Incluso los invitaría primero, quizás, a que tomaran asiento, como Napoleón a la reina de Prusia.[29] Que no tenía por qué venirles un vértigo ante el movimiento universal. Porque, y aunque pudiera parecer paradójico, la permanencia la salvaba él mejor. Bergson decía precisamente que una explicación a base de forma invariable y de estados bien separados dejaba escapar los intervalos realmente vividos, dejaba escapar el movimiento y la vida, y se quedaba con las manos vacías. En el bergsonismo todo se conserva y, precisamente, porque todo es movimiento, pero movimiento verdadero. Se conserva todo el pasado, se conserva la personalidad entera, pues en cada momento, aunque sólo se presenten a la conciencia los recuerdos útiles, actúo con mi personalidad entera, con todo mi pasado. De modo que para Bergson “en ninguna parte la sustancialidad del cambio es tan palpable como en la vida interior”,[30] y “el cambio es lo que puede haber de más sustancial y durable”.[31] En estos pasajes está entendiendo Bergson la perseidad y la permanencia bajo el nombre de “sustancialidad”, como es fácil colegir por el contexto inmediato.

En una palabra, las dificultades contra este movimiento sin móvil obedecen a que los críticos no consideran la duración real. Bergson pretende resolver con ello nada menos que los problemas de los modernos —pues la sustancia es movimiento y es cambio—, y las dificultades de los antiguos —porque el movimiento y el cambio son sustanciales.[32]

No pretendo identificar las concepciones bergsoniana y escolástica, pero considero que no hay oposición fundamental. Por ejemplo, la escolástica establece una distinción real entre los actos y la persona, dada su separabilidad. Pero hay que entender bien esta concepción. Es verdad que cada acto, considerado aisladamente, es contingente —somos libres—, pero esto no quiere decir que se pueda dar un yo absolutamente desligado de todos los actos, precisamente porque la acción es característica de la sustancia. Ningún escolástico aceptaría que aquel omnis substantia propter operationem destruya la libertad ni la contingencia. Pero todo esto se atribuyó tranquilamente a Bergson cuando expresó el mismo efato en otro lenguaje. Por motivos muy legítimos atiende la escolástica a la distinción real. Bergson no tiene la misma problemática y, dada su visión comprensiva de la realidad, es muy natural que no precise este punto de la distinción real, pero ciertamente no pretendió identificar “este acto” con el “yo”. Y falsearíamos igualmente su pensamiento si dijéramos que identifica la suma de esos actos con el yo, como no faltó quien lo hiciera.[33]

Se podrá decir que precisamente esta forma de planteamiento y, sobre todo, esa mirada comprensiva son las que falsean todo y que esa manera de ver es exclusiva de Bergson. Hemos notado ya, sin embargo, que Bergson consideraba muy natural la forma precisiva de ver la realidad; tan natural que para poder situarse en la duración hacía falta un esfuerzo doloroso, una renuncia. Pero por otro lado supone Bergson que todos tenemos esa mirada comprensiva, de derecho, o que podemos alcanzarla por filosóficos ejercicios, aunque de hecho, por las necesidades vitales, usemos más bien una mirada dicotómica. Casualmente encontré el siguiente pasaje que José María Bover dedica nada menos que a san Pablo. Al presentar este texto, no es que debamos estar de acuerdo con Bover en todos los puntos referentes a la escolástica, pero podemos ver cómo se ilustra muy bien el caso de una mirada comprensiva. Lo que él dice de Pablo es lo que hemos venido diciendo de Bergson.

[…] educados por la escolástica, que tan profundas huellas ha dejado en nuestra manera de pensar y de hablar, espontáneamente concebimos los objetos y hablamos de ellos precisivamente. Nuestros conceptos, más bien que realidades al natural, expresan formalidades, aspectos particulares […] y prescindimos fácilmente de las otras, que en la realidad objetiva son inseparables […], como si no existiesen. Nuestro lenguaje, como nuestro modo de concebir, es precisivo y formal, no comprensivo y global. Lejos de abarcar o englobar la realidad integral, aísla uno de sus aspectos […] Es latinidad escolástica […].

San Pablo

[…] no concibe precisivamente formalidades aisladas, sino más bien comprensivamente realidades vivientes y complejas. Proyecta la luz de su visión mental no sobre una sola cara del objeto, sino más bien sobre el objeto entero […] Y no es esto vaguedad, es complejidad, integralismo o totalitarismo de conceptos y palabras. Asirá el jarro si se quiere, por una sola asa, mas en realidad cogerá el jarro todo entero […]. De ahí ciertas incoherencias aparentes, que podrán semejar contradicciones, pero que no serán sino enfoques opuestos o divergentes de un mismo objeto.[34]

Viendo las cosas bajo otro aspecto, todo es cuestión de simplicidad; o si se quiere, de economía. Para Bergson, la filosofía era simplicidad, como lo dice en su conferencia L’intuition philosophique.[35] Para él era una complicación artificial eso de explicar la persona a base de fenómenos y de sustancia.[36] Nótese de paso que está usando aquí la terminología kantiana. Así que basta la simplicidad del cambio mismo, basta “un solo y mismo cambio que se va siempre prolongando, como en una melodía en que todo es devenir, pero donde el devenir, siendo sustancial, no tiene necesidad de soporte”.[37] Las palabras han sido bien pesadas, todas son importantes. De modo que todo es devenir, pero un devenir que en otra terminología quiere decir perseidad, permanencia y novedad. Todo nuevo “soporte” (idea vulgar y falsa de la sustancia) es inútil. Así se explica todo por la movilidad, y no por “estados inertes” ni por “cosas muertas”.[38] Toda la crítica de Bergson va ahí, contra una forma inerte, contra unos fenómenos que no duran. Que su crítica sea dirigida sobre todo al kantismo se ve claro en esa conferencia. Precisamente en este punto añade que la intuición filosófica se logrará instalándose en la duración verdadera. Y contrapone su camino al seguido por Kant, quien habiendo probado que una metafísica eficaz tendría que ser intuitiva y no dialéctica, añadió que no teníamos esa intuición, que la metafísica era imposible. Todo el punto está, concluye Bergson, en saber si hay otro tiempo y otro cambio que los vistos por Kant.[39]

Siguiendo libremente una palabra que Bergson decía de Berkeley,[40] para Bergson todo es claro y simple en la plenitud de la duración, pero entramos a hacer la disección con las categorías de fenómeno y sustancia (en el sentido indicado), dividimos la realidad en polvareda de estados y todo se complica y oscurece, entonces sobrevienen problemas insolubles, y nacen mil sistemas. Platón y Plotino buscarán y pondrán la realidad fuera de este mundo; Kant hablará de una incognoscible realidad en sí. Y aquellos mil sistemas comenzarán una partida inacabable; lo peor es que nosotros mismos levantamos la polvareda, y luego nos quejamos de que ya no se ve, como decía Berkeley; o hemos abierto abismos sin fondo, y luego nos quejamos de que ya no se puede pasar. Y a ese abismo de nada tan imponente, así artificialmente creado, aun se le dará la primacía; se pondrá lógicamente primero el abismo y, luego se harán salir del abismo las vertientes.

 

Bibliografía

Bergson, Henri, Oeuvres complètes, Presses Universitaires de France, París, 1963, 2a. edición. En esta colección se encuentran los siguientes escritos:

___“Essai sur les données inmédiates de la conscience”, pp. 3–157.

___“Introduction à la métapshysique”, pp. 1392–1432.

___“Introductions à La pensée et le mouvant”, pp. 1249–1482.

___“L’évolution créatrice”, pp. 487–809.

___“L’énergie spirituelle”, pp. 811–977.

___“L’intuition philosophique”, pp. 1345–1365.

___“La perception du changement”, pp. 1365–1392.

___“Les deux sources de la morale et de la religion”, pp. 979–1247.

___“Matière et mémoire”, pp. 160–379.

___“La pensée et le mouvant”, pp.1249–1482

___“Le rire”, pp. 381–485

Bover, José María, Teología de san Pablo, bac, Madrid, 1952.

Finance, Joseph, Connaissance de l’être, Desclée, París–Brujas, 1966.

Maritain, Jacques, De Bergson à Thomas d’Aquin, emf, Nueva York, 1944.

—— La philosophie borgsonienne, Téqui, París, 3a. edición, 1948.

Mathieu, Vittorio, Bergson: Il profondo e la sua espressione, Edizioni di filosofía, Torino, 1954.

Martins, Diamantino, Bergson, Bolaños y Aguilar, Madrid, 1943.

Luis Quintanilla, Bergsonismo y política, Fondo de Cultura Económica, México, 1953.

Sertillanges, Antonin–Dalmace, “Le réalisme spiritualiste d’Henri Bergson”, en Le christianisme et les philosophies, II, Aubier, París, 1941, pp. 375–401.

Joseph de Tonquédec, La Clef des Deux Sources en Études religieuses, historiques et littéraires, par des pères de la Compagnie de Jésus, París, No. 213, diciembre, 1932, pp. 514–544.

 

[1] Recibido: 14 de diciembre de 2015; aceptado para publicación: 8 de enero de 2016.

[2] Henri Bergson, “La perception du changement” en Oeuvres complètes, Presses Universitaires de France, París, 1963, 2a. edición, p. 1179; “Introductions à la pensée et le mouvant”, p. 1377. En adelante, Oeuvres complètes se cita como oc.

[3] Henri Bergson, “L’évolution créatrice» en oc, pp. 753–754.

[4] Henri Bergson, “La perception…”, p. 1115.

[5] Henri Bergson, “L’énergie spirituelle” en oc, pp. 857–858.

[6] Henri Bergson, “La perception…”, pp. 1102–1103.

[7] Ibidem, p. 1102; Vittorio Mathieu afirma, curiosamente, que para Bergson el movimiento es pura síntesis mental (!). Vittorio Mathieu, Bergson. Il profondo e la sua espressione, Edizioni di filosofía, Torino, 1954, p. 56.

[8] Ibidem, p. 162.

[9] “… il n’y a jamais d’inmobilité véritable, si nous entendons par là une absence de mouvement”. Ibidem, p. 159.

[10] Henri Bergson, “Le rire” en oc, p. 401.

[11] Henri Bergson, “L’énergie…”, p. 18.

[12] “… ce sont les coups de timbale qui éclatent de loin en loin dans la symphonie”. Henri Bergson, “L’évolution…”, p. 496.

[13] “Il y a des changements, mais il n’y a pas, sous le changement, de choses qui changent; le changement n’a pas besoin d’un support. Il y a des mouvements, mais il n’y a pas d’objet inerte, invariable, qui se meuve: le mouvement n’implique pas un mobile”. Henri Bergson. “La perception…”, pp. 1377–1380.

[14] Nota del editor: fieri es el gerundio del verbo facio, hacer, en latín. Se puede traducir como “irse haciendo”.

[15] A quo, desde el cual, lo que marca el principio de algo. Ad quem, hasta el cual, lo que marca el término de algo.

[16] Joseph de Tonquédec, La Clef des ‘Deux Sources’, en Études religieuses, historiques et littéraires, par des pères de la Compagnie de Jésus, París, No. 213, diciembre, 1932, pp. 535, 539–543. Jacques Maritain, De Bergson à Thomas d’Aquin, emf, Nueva York, 1944, pp. 38–42; Jacques Maritain, La philosophie borgsonienne, Téqui, París, 3a. edición, 1948, pp. 246–258.

[17] El maestro lo dijo.

[18] Henri Bergson, “La pensée et le mouvant” en oc, nota de la p. 1450.

[19] Por ejemplo, Luis Quintanilla, Bergsonismo y política, Fondo de Cultura Económica, México, 1953.

[20] Antonin–Dalmace Sertillanges, “Le réalisme spiritualiste d’Henri Bergson” en Le christianisme et les philosophies, II. Aubier, París, 1941, p. 390.

[21] Cfr. Joseph de Finance, Connaissance de l’être, Desclée, París–Brujas, 1966, pp. 277–279.

[22] El dicho.

[23] Toda sustancia está causada por operación.

[24] Henri Bergson, “L’évolution…”, p. 249.

[25] Jacques Maritain, De Bergson…, pp. 29, 38.

[26] Joseph Tonquédec, La clef…, pp. 539–543.

[27] Henri Bergson, “L’intuition philosophique” en oc, p. 1364.

[28] Henri Bergson, “La perception …”, pp. 1384–1385.

[29] Henri Bergson, “Le rire”, p. 411.

[30] “… nulle part la substantialité du changement n’est aussi visible, aussi palpable, que dans le domaine de la vie intérieure”. Henri Bergson, “La perception…”, p. 1383. El subrayado es de Bergson.

[31] Ibidem, pp. 1384–1385. Como dice el P. Joseph de Finance, el devenir en Bergson no es abstracto, ni vacío, pues el pasado se conserva. Joseph de Finance, Connaissance de…, pp. 216–217.

[32] Ibidem, p. 174; Cfr. Henri Bergson, “Introductions à La pensée et le mouvant” en oc, p. 1258.

[33] Por ejemplo, Diamantino Martins, Bergson, Bolaños y Aguilar, Madrid, 1943, p. 237.

[34] José María Bover, Teología de san Pablo, bac, Madrid, 1952, pp. 191–192.

[35] Henri Bergson, «L’intuition…”, p. 1362.

[36] Ibidem, p. 1363.

[37] “… un seul et même changement qui va toujours s’allongeant, comme dans une mélodie, où tout est devenir mais où le devenir, étant substantiel, n’a pas besoin de support”. Ibidem, pp. 1363–1364.

[38] “Plus d’états inertes, plus de choses mortes…”. Ibidem, p. 1364.

[39] Idem.

[40] Ibidem, p. 1356.

Presentación

En esta edición 102 de Xipe totek continuamos con la presentación del estudio que el fundador de esta revista hace del pensamiento de Henri Bergson. Toca ahora el turno del capítulo VII de la investigación doctoral de Jorge Manzano, en el que aborda nuevas aristas del concepto de duración. Para el filósofo francés la duración implica un movimiento sin móvil, “un devenir sustancial”, por lo que “nada deja de ser lo que es, sino que toda la historia está presente, henchida más y más del presente [de las cosas, del ser humano], pues el pasado es como una bola de nieve que va recogiendo el presente que se encuentra en su camino”. De ahí que en ese movimiento “todo se conserva”, y todo se conserva precisamente porque todo es movimiento, formulación pertinente —y que algunos de sus críticos parecen no haber comprendido del todo— en la comprensión de la realidad, del ser humano y, sobre todo, de la historia y del porvenir.

En relación con aquello que recibimos de los otros, como la educación, Cristina Cárdenas Castillo presenta un texto en el que, sobre la base de la propuesta filosófica de Hanna Arendt, advierte sobre las tendencias pedagógicas y psicopedagógicas que en los últimos años promueven la cultura de las tecnologías de la información, las habilidades y la innovación. La autora señala que con base en esos parámetros “la educación ha elegido enseñar conocimientos y habilidades olvidando la formación del pensamiento y de la vocación de ciudadanía”. La innovación pedagógica —el progreso y la vanguardia educativa— así concebida, señala Cárdenas Castillo, deja de lado “el núcleo fundamental de la cultura, es decir, la posibilidad de que los jóvenes se apropien del mundo de lo humano, de lo que otros seres humanos han pensado y elaborado para no empezar el camino reducidos a sus propias fuerzas”.

Por su parte, Jorge Ordóñez expone un comentario crítico a la concepción del mundo y de los saberes helénicos en Martin Heidegger. Para Ordóñez, el filósofo alemán no tomó en cuenta, como tampoco lo han hecho varios historiadores de la filosofía, aportes valiosos del pensamiento griego, tanto antes como después de Aristóteles: “cuando se observa el recuento histórico del pensamiento que hacen algunos reputados filósofos del Occidente, encontramos con frecuencia una tendencia a simplificar el pasado”. En el caso del pensamiento heideggeriano, el autor advierte que la propia “economía ontológica no tiene la fuerza suficiente para convencernos de que la filosofía se resume en ontología”, y “dado que este primer paso no se consigue, tampoco es posible seguir sin más con esta caracterización tan raquítica de la [filosofía] Antigüedad”. Si bien Aristóteles es una figura central en el pensamiento del mundo antiguo, tampoco puede sostenerse que inmediatamente después de él vino “la decadencia”.

En la sección que desde el número anterior hemos dedicado al centenario de la Constitución de 1917, presentamos la ponencia que Guadalupe Jiménez Codinach expuso en el V Encuentro del Humanismo y las Humanidades. La autora presenta los antecedentes y los contextos históricos en torno a las constituciones que se establecen durante el siglo xix en el México independiente. En su exposición, la autora va mostrando cómo varios datos y acontecimientos que se nos han presentado como históricos en realidad no lo son, sino que han sido elaboraciones que han servido a varios regímenes de poder en México para exaltar héroes o vilipendiar villanos en la narración de nuestro pasado.

Concluimos este número con el escrito coordinado por David Velasco, en el que ahora desarrolla el examen que el Comité del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales hizo a México en 2006.

Como siempre, esperamos que los textos de este número sean del interés de nuestros lectores, a quienes volvemos a agradecer su constancia en la lectura de nuestra revista.