Una constitución política al servicio de un contrato social:

la situación francesa [1]

Dr. François Böedec.* Presidente del Centro Sévres–Facultades jesuitas de París. Email: francois.boedec@jesuites.com

Resumen. Böedec, François. Una constitución política al servicio de un contrato social: la situación francesa. Con base en el marco de la historia constitucional de la república francesa y en el de las relaciones franco–mexicanas desde el siglo xviii, el autor hace una reflexión de la evolución del proyecto político y social en Francia, resaltando los ejes fundamentales y los cambios que ese proyecto ha experimentado hasta nuestros días. En una segunda parte de su escrito, Boëdec señala los aspectos que en la actualidad cuestionan la estabilidad de un contrato social, como el descrédito de la política, la pluralidad cultural y religiosa, la crisis de la palabra o el surgimiento de una ciudadanía individual en detrimento de la dimensión comunitaria. Al finalizar, el autor sugiere pistas para enfrentar el desafío constitucional en Francia, pistas que pueden ser significativas para el caso mexicano.
Palabras clave: Constitución, contrato social, Francia, México, laicidad, ciudadanía, Estado, política, culturas.

Abstract. Böedec, François. A Political Constitution at the Service of a Social Contract: The French Situation. On the basis of the framework of the constitutional history of the French Republic and French-Mexican relations since the 18th century, the author reflects on the evolution of the political and social project in France, highlighting the key threads that run through it, as well as the changes it has undergone up to the present day. In the second part of the text, Boëdec points out the aspects that today undermine the stability of a social contract, such as the disrepute of politics, cultural and religious plurality, the crisis of the word, or the rise of an individual citizenship at the expense of the community dimension. In his conclusion, the author suggests a number of leads for dealing with the constitutional challenge in France, leads that could prove useful in the case of Mexico.
Key words: Constitution, social contract, France, Mexico, laicity, citizenship, State, politics, cultures.

 

Introducción

Es para mí un gran honor hablar ante ustedes. Habiendo tantos juristas, constitucionalistas, filósofos del derecho y analistas de la sociedad francesa que tienen más conocimientos que yo, agradezco al ITESO por haberme invitado para hablar y dialogar con ustedes acerca de la situación francesa.

Las relaciones entre nuestros dos países son, ciertamente, antiguas. Y quisiera, a manera de introducción, recordarlas brevemente. No solamente para adentrarnos en nuestra historia común, sino para percibir en ella preocupaciones compartidas con respecto a la organización y los retos de la vida en sociedad.

Espero no ser acusado de “franco–centrista”, pero me parece que es posible afirmar que la Revolución francesa fue un momento único y excepcional que influyó no sólo en un buen número de países europeos, sino también en muchos países de América Latina, comenzando por México. Creo que se puede decir que Francia ha estado ligada, de algún modo, a los primeros pasos del México moderno y a sus diferentes periodos constitucionales. Se percibe sin dificultad que las ideas revolucionarias venidas de Francia desempeñaron un papel importante —al lado del ejemplo ofrecido por la independencia de Estados Unidos— en la construcción, a partir de 1810, del México independiente: cuestionamiento de la monarquía absoluta, evolución del lugar de la religión en el Estado y, sobre todo, la emergencia de la noción de libertad política.

México y Francia establecieron relaciones diplomáticas de manera informal desde 1826, cinco años después de la consumación de la independencia. Cuatro años más tarde, en 1830, Francia reconocerá oficialmente a México como Estado soberano. François–Xavier Guerra, un historiador francés que falleció hace algunos años, y —quizás— uno de los mejores conocedores en Francia de la historia de México, no duda en hablar en su obra México: del antiguo régimen a la Revolución (publicado en 1985) de un “modelo francés” para la Constitución mexicana de 1857:

A pesar de las imitaciones de las instituciones norteamericanas, inevitables desde el momento en que el particularismo regional hacía imperativa la forma federal, la influencia de la Ilustración y del pensamiento liberal europeo era la dominante en el Congreso Constituyente (1856–1857). Se cita a Jefferson, pero se cita más a menudo a Voltaire, a Rousseau, a Bentham, a Locke, a Montesquieu, a Constant y a Lamartine. Pero son sobre todo el espíritu y el ejemplo de la Revolución francesa —la primera revolución y la más reciente, la de 1848— los que siguen siendo su inspiración esencial.[2]

La Constitución mexicana de 1857 ciertamente era innovadora. En ella se abolían los privilegios de la Iglesia, se reconocía la libertad de todos los ciudadanos y la propiedad privada, pero sin suprimir las tierras comunitarias de pueblos indígenas: los ejidos. Esta Constitución imponía el sufragio universal y el derecho para todos de ser elegibles. En estas opciones políticas y sociales se observa con facilidad la marca de la Revolución francesa o, más bien, de las revoluciones francesas.

Sabemos que en los años posteriores a esta Constitución se alteraron y complicaron las relaciones entre nuestros dos países, sobre todo con la intervención francesa entre 1861 y 1867: un proyecto y una aventura política cuestionable y arriesgada. En esa época, México salía de una guerra civil después de la aprobación de su Constitución por parte del Congreso mexicano, en febrero de 1857. Pero el nuevo presidente, Benito Juárez, ante la imposibilidad de enfrentar el problema del pago de la deuda externa, suspendió el pago, lo que provocó la ira de Francia, Inglaterra y España, naciones que aplicaron embargos al país, de diciembre de 1861 a abril de 1862.

Aprovechando el debilitamiento de los Estados Unidos a causa de la guerra de secesión, Napoleón III ordenó la intervención de tropas francesas en México. Durante tres años (1864–1867) estas tropas intentarán imponer y sostener a Maximiliano de Habsburgo, proclamado emperador, como autoridad en México. Esta expedición —lo sabemos— tuvo un mal final, un verdadero fracaso del proyecto imperial por la salida de las tropas francesas y la caída de Maximiliano.

Sin embargo, parece que la intervención francesa no alteró de manera sostenida las relaciones franco–mexicanas, sobre todo por la caída, al poco tiempo, de Napoleón III. En corto tiempo vemos que el sentimiento francófilo se restaura en los intelectuales liberales, francofilia apoyada sobre un concepto central desarrollado por el político mexicano Justo Sierra durante el discurso que pronunció en la Ciudad de México, en 1899, en el Club francés de la “Unión”:

El hecho abominable de la intervención no fue un acto de la Francia eterna, la de las libertades y de la igualdad, sino de la Francia transitoria y efímera del pequeño Napoleón. Después de eso, se pudo regresar al amor de siempre, ver de nuevo a los franceses como los hijos ilustres de la Revolución, y a ésta como “nuestra madre”, según una metáfora del mismo Justo Sierra.[3]

Desde 1874 se retomaron las relaciones diplomáticas entre México y la República francesa. Por otra parte, algunos soldados franceses permanecieron en México y generaron varias familias. Algunos años más tarde, comenzó la llegada de los “barcelonettes”, franceses de la región baja de los Alpes que se dedicaron a crear industrias y comercios en diversos sectores. En 1886 se firmó un tratado de amistad, de comercio y de navegación entre Francia y el gobierno de Porfirio Díaz. En efecto, durante la larga presidencia de Díaz la voluntad de atenuar la dependencia de México hacia Estados Unidos acercó al país hacia Europa. Francia, en particular, estableció un contacto cultural con México en los campos de la pintura, la literatura y la filosofía, lo cual dio origen a lo que se denominó como “afrancesamiento mexicano”.[4] Más que una simple característica social y cultural de las clases acomodadas, y más que un modo, esta manera de ser expresa un verdadero proyecto de modernización para México. Esta influencia francesa se reflejaría en la prensa escrita. Así, entre los diferentes periódicos de México del siglo xix, dos se publicaron en francés: Le Trait d’Union, fundado en 1849 y que en 1892 se convirtió en el Echo du Mexique. En 1865 apareció otro periódico, l’Indépendant, el cual también tuvo parte activa de la vida política e intelectual del país, y se benefició de una audiencia más allá de la comunidad francesa residente en México.[5]

Posteriormente, las situaciones evolucionaron y la influencia francesa se aminoró poco a poco. Pero, a la medida de nuestros respectivos procesos políticos y de sus riesgos, los lazos no han cesado de permanecer fuertes entre los dos países. Por ejemplo, no olvido que desde 1942 México rompió relaciones diplomáticas con el régimen de Vichy (instaurado por el mariscal Philippe Pétain), y estableció contactos con los representantes de la Francia libre del general Charles de Gaulle.

Hoy, Francia y México son socios privilegiados y presentan una larga convergencia de puntos de vista sobre el escenario internacional a propósito de temas como la regulación financiera, el rechazo del proteccionismo, la lucha contra la evasión fiscal, la seguridad alimentaria e, incluso, el desarrollo. Dentro del dominio del medio ambiente, México y Francia están asociados, y durante la Conferencia de París sobre el clima (COP 21), ambos países trabajaron juntos para que se adoptara un acuerdo universal jurídicamente obligatorio.

En relación con el ámbito bilateral, las relaciones entre los dos países han tenido un gran dinamismo durante los últimos años. Puede decirse que nuestro actual diálogo político está muy vivo, el cual se apoya en una colaboración estratégica impulsada durante las visitas de Estado del presidente francés a México, en 2014, y del presidente mexicano a París, como invitado de honor, a la celebración del 14 de julio en el año 2015.

Me da mucho gusto que en estos días acaba de inaugurarse en París una gran exposición llamada “México de los renacimientos” (Mexique des Renaissances). Tanto los museos nacionales de Francia y el Museo Nacional de Arte de México se han coordinado para organizar esta exposición en la que se muestra un vasto panorama de la modernidad mexicana, desde los inicios de la Revolución hasta la época contemporánea, con obras de artistas célebres como Diego Rivera, Frida Kahlo o Rufino Tamayo.

Ciertamente, el país ha forjado su identidad contemporánea tomando como referencia la pintura, la escultura, la arquitectura, el urbanismo, la música, la literatura y el cine. Pero también, con toda seguridad, con el derecho y con la voluntad de establecer un orden político constitucional moderno.

La actual Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, promulgada el 5 de febrero de 1917, instaura en el país una “República representativa, democrática y federal”. Esta organización social y política es resultado de una larga tradición republicana integrada por costumbres tradicionales y con ciertas imitaciones occidentales que ya habían sido institucionalizadas en las constituciones de 1824 y de 1857. Puede decirse que la Constitución de 1917 refleja, ciertamente, la voluntad de unidad de un pueblo soberano. Un pueblo soberano que, según Jorge Carpizo, “se formó progresivamente a lo largo de la historia y, como nación, se proyecta hacia el futuro, pero sin olvidar su pasado ni, mucho menos, su presente”.[6]

Poder proyectarse en la historia es el deseo de cada nación y también la responsabilidad de sus dirigentes. Para eso es necesario un marco jurídico al servicio de un proyecto político que permita la vida en sociedad. Tal es el objetivo de una Constitución al servicio de un contrato social. En este aspecto, ¿cuál es la situación de Francia? Quisiera evocar la situación francesa señalando, en una primera parte, su proyecto constitucional; posteriormente, en una segunda parte y de manera más personal, compartiré algunas cuestiones que actualmente se plantean al contrato social de mi país.

 

Primera parte: Francia y su proyecto constitucional

La Constitución es un acto de soberanía. En el seno de un Estado democrático, es la regla que un pueblo se da a sí mismo. Desde este punto de vista, Francia ha conocido una rica historia constitucional.

A. Una rica historia constitucional

Bajo el Antiguo Régimen, en el Reino de Francia, si bien había una sociedad política y existía una especie de “constitución consuetudinaria” con las leyes fundamentales del reino, no había un derecho constitucional concebido como un conjunto de normas que rigieran las relaciones entre los gobernados, el Estado y los titulares del poder. Es bajo la Revolución cuando nacen los principios constitucionales que actualmente se aplican, como la separación de poderes, el principio de una declaración de derechos y la primacía de la Constitución.

La sucesión de los regímenes políticos desde 1789 hasta nuestros días, con sus cambios y variantes, hace que Francia haya tenido a lo largo de los últimos 200 años numerosas y diferentes constituciones, de las que cada una presenta sus especificidades.[7] Lo anterior lleva a decir a un constitucionalista francés, Dominique Turpin, que Francia es un país “consumidor de constituciones”, a diferencia de los países anglosajones. Sin embargo, existe una incertidumbre sobre el número de constituciones francesas: dese 1789 a 1958 habría habido 14 constituciones (tres de ellas bajo la época de la Revolución, tres bajo el tiempo del Consulado y del Imperio, dos Cartas más la Constitución de 1815, conocida como la de los Cien Días, así como las constituciones de 1848, 1852, 1875, 1946 y 1958). Esta cifra también toma en cuenta constituciones que no llegaron a implantarse, como la de 1793, o muy poco aplicadas, como la de 1815, o con simples modificaciones de la Constitución inicial, como las de 1802 y de 1804. Además, este número no comprende los periodos que están fuera de toda constitución, como el del tiempo del gobierno revolucionario, de 1793 a 1794, o los periodos de los gobiernos provisionales, de 1848 y el de 1870, ni los cambios consuetudinarios al momento de aplicar un mismo texto, como sucedió con las modificaciones realizadas a favor de un Imperio liberal a partir de 1860, o lo que de manera abusiva se ha llamado la “Constitución Grévy”, a partir de 1879.

Semejante inestabilidad puede parecer extraña, sobre todo en relación con el caso de Estados Unidos que no han tenido más que una sola Constitución, y además porque casi todos estos cambios de textos constitucionales en Francia no se han hecho de manera pacífica o se han realizado sin respetar las formas previstas para su revisión en los documentos anteriores. Con frecuencia se dice que los franceses no saben hacer reformas, que no cambian las cosas más que cuando hay revoluciones. No estoy seguro de que ése sea el signo de una gran madurez política. Pero esta inestabilidad es, quizás, más aparente que real: los seres humanos han podido permanecer en su sitio aun cuando las instituciones cambiaron. Y aquí es necesario subrayar la larga continuidad administrativa detrás de la aparente discontinuidad institucional.

No se trata aquí de estudiar a detalle cada una de estas constituciones. Pero un vistazo rápido permite decir que Francia ha buscado un régimen con separación de poderes, el cual ha pasado por todos los colores y sabores, desde el régimen del asambleísmo hasta el régimen presidencial más sólido. También podemos constatar un movimiento hacia la democracia y el sufragio universal. Y también observamos un Estado de derecho enraizado, aunque frágil, y la constitución de una jerarquía de normas que ha conocido cambios bajo la influencia del derecho comparado y de la construcción europea.

En esta historia constitucional es posible distinguir cuatro etapas:

  • Primero, aquella que algunos llaman de “las revoluciones constitucionales” de 1789 a 1799, las cuales corresponden a los regímenes que se relevan y que han tenido en común los ideales del inicio, pero que buscan interpretarse de manera diferente.
  • Después, tenemos la etapa en la que se habla de un “regreso al orden”, de 1799 a 1815. Esta etapa marca, a la vez, el fin y la consolidación de la Revolución. Se trata de un régimen dominado por el poder de un individuo y la confiscación de los otros poderes. Esto no impide que ciertos principios jurídicos de la Revolución se apliquen en materia de administración y de codificación.
  • Enseguida viene —en una tercera etapa— “la difícil emergencia de un régimen parlamentario”, de 1814 a 1870, en el que se busca un gobierno con el equilibrio de los diferentes poderes. Este periodo está marcado por las dudas en torno a la democracia y a la forma de gobierno: monarquía, república o imperio.
  • Finalmente, la etapa de “la democracia parlamentaria” en la que se consagra la asociación del régimen parlamentario y la democracia, entre 1870 y 1958. Una gran unidad caracteriza este periodo, a pesar de la ruptura institucional de la Segunda Guerra Mundial.

La Constitución francesa actualmente en vigor es la de la 5ª República. Propongo que nos detengamos en ella un momento.

 

B. La Constitución de 1958, un texto…

La Constitución, aprobada por el referéndum del 28 de septiembre de 1958 y promulgada por el presidente de la República el 4 de octubre de 1958, ha sido desde entonces objeto de veinticuatro revisiones parciales. La más importante es la que se llevó cabo por la ley constitucional del 6 de noviembre de 1962 y que instaura la elección del presidente de la República por sufragio universal directo. Los efectos de esta reforma fueron reforzados por la adopción, en el año 2000, del periodo quinquenal presidencial que sustituyó al septenio. Otras revisiones han tenido la finalidad de adaptar la Constitución al proceso de la construcción europea y de transferir a la Unión Europea competencias que hasta entonces estaban sometidas al ejercicio de la soberanía nacional. En 2008, una reforma de gran amplitud tuvo por objeto reequilibrar el funcionamiento de las instituciones en favor del Parlamento y reforzar la protección de los derechos ciudadanos. Estas modificaciones constitucionales parecen dar la razón al general De Gaulle, padre de la Constitución de 1958, cuando declaraba en el Consejo de Ministros, el 26 de septiembre de 1962, que “una Constitución […] es buena para el pueblo y por un tiempo. No hay que momificarla”.[8]

La Constitución de la 5ª República está constituida no sólo por los artículos que contiene, sino también por un cierto número de disposiciones a las que remite. Estos textos conciernen esencialmente a los derechos y libertades fundamentales. Este es el caso, por ejemplo, de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, del Preámbulo de la Constitución de 1946, que remite a los principios de 1789 y enuncia de nuevo “principios políticos, económicos y sociales particularmente necesarios en nuestro tiempo”, y de la Carta del medio ambiente de 2004. Así es como el conjunto del patrimonio republicano relativo a la protección de los derechos y las libertades queda integrado en la Constitución; pero también se integran derechos y deberes que conciernen a problemas nuevos considerados esenciales, como la protección del medio ambiente.

Uno de los mayores problemas que enfrenta el orden jurídico constitucional concierne evidentemente a sus relaciones con los órdenes jurídicos internacionales (Naciones Unidas, Consejo de Europa) y comunitario (Unión Europea). En el orden jurídico nacional, las normas constitucionales prevalecen sobre las normas internacionales y europeas, pero el reconocimiento constitucional que especifica la pertenencia de Francia a la Unión Europea obliga a reconocer prevalencia a ciertas normas comunitarias, a condición de que se respeten las normas y los principios inherentes a la identidad constitucional de Francia.

De hecho, es el conjunto del derecho francés el que está hoy cada vez más influido por la Constitución. La tradición francesa anterior a 1958 daba a la Constitución un significado más político que jurídico. El derecho constitucional trataba del poder público; no era portador efectivo de principios fundamentales válidos más allá de la esfera del derecho público. Hoy, esta situación ha cambiado. No sólo la Constitución está presente en los dominios del derecho público, sino que interviene también en el derecho privado. Muchas decisiones del Consejo constitucional tienen por objetivo controlar la constitucionalidad de leyes que conciernen a las personas privadas en materia civil, comercial, social, etcétera.

Esta “constitucionalización” se relaciona fundamentalmente con la jurisprudencia del Consejo constitucional. Este órgano tiene por misión verificar que la ley respete la voluntad del Constituyente, expresión directa e inicial de la soberanía democrática. Así, como lo ha afirmado el Consejo constitucional en 1985, “la ley no expresa la voluntad general sino en el respeto de la Constitución”.[9] El juez interpreta entonces la Constitución. Con frecuencia debe realizar un control de la conciliación efectuada por el legislador entre dos principios potencialmente contradictorios en su aplicación (por ejemplo, la libertad de información de los periodistas y el respeto a la vida privada). Pero el juez constitucional no crea, propiamente hablando, normas constitucionales. El conjunto de la jurisprudencia del Consejo constitucional enriquece la interpretación pero es inseparable del texto constitucional que aplica.

La constitucionalización de la totalidad de las ramas del derecho y la “apropiación” por parte de los ciudadanos de los derechos que la Constitución les reconoce se ha desarrollado a partir de la instauración, en 2008, de una “excepción de inconstitucionalidad que permite a los ciudadanos promover delante de un juez, durante un litigio, la inconstitucionalidad de la ley que les es aplicada. Es responsabilidad del juez presentar el caso al Consejo de Estado y la Corte de casación que, si lo estiman con fundamento, lo presentarán al Consejo constitucional que podrá, si fuese necesario, abrogar la disposición legislativa.

Algunos juristas, como René Capitant, consideraron que la Constitución francesa de 1958 era “el texto más mal redactado de nuestra historia constitucional”.[10] Se puede juzgar el texto como mal escrito, pero se debe reconocer también que la Constitución de 1958 ha demostrado su solidez y eficacia en configuraciones políticas diversas. Así lo escribía, en 1988, el gran jurista y constitucionalista francés desaparecido en 2002, Georges Vedel, que fue también miembro del Consejo constitucional de 1980 a 1989:

Tal vez la aportación más novedosa de la Constitución de 1958, que garantiza su futuro, es su “presencia” […] La Constitución ya no es más alternativamente, como frecuentemente en el pasado, un majestuoso documento filosófico o un código de acción parlamentario, en los dos casos extraño al ciudadano y a su vida personal y cotidiana. Ha descendido entre los hombres.[11]

Hablando así, el decano Vedel otorga una naturaleza cuasidivina a la Constitución que finalmente se ha encarnado, que “ha descendido entre los hombres”. Más allá de la metáfora religiosa, se toca aquí lo central en toda organización jurídica y política de un país. El objetivo es poner en práctica un contrato social, es permitir la vida en sociedad. Y la calidad de una Constitución puede, sin duda y en gran parte, medirse con esta vara.

Las instituciones de Francia ofrecen hoy un pacto constitucional estable donde grandes cuerpos independientes (Consejo de Estado, Consejo constitucional, Corte de casación, Tribunal de cuentas, Defensor de Derechos, entre otros) velan por el respeto de las libertades o controlan la acción del ejecutivo. Este dispositivo institucional ofrece un marco favorable para la actividad humana o económica, ya que se garantizan la libertad de emprendimiento, la libertad de trabajo, la libertad de expresión y la de información. Aun si la independencia de los poderes es a veces objeto de críticas, tanto como el funcionamiento demasiado presidencialista del poder, y a pesar de que seguramente queda mucho por hacer para acrecentar la integración social, para reforzar el Parlamento, para acrecentar la independencia de los magistrados o para otorgar los medios para superar un horizonte frecuentemente de corto plazo, el régimen establecido en 1958 es todavía uno de los más estables después de la Revolución francesa.

Pero estos elementos estructurantes, que constituyen un ordenamiento de la actividad y la vida en sociedad, deben ponerse en marcha y desarrollarse bajo un cierto espíritu. Más allá del marco institucional, es la puesta en práctica de la acción política la que se cuestiona. Más allá de nuestras potencialidades y oportunidades, es la cohesión social la que se pone en duda. De hecho, la Constitución no es sino un marco jurídico al servicio de un contrato social. Pero el contrato social no puede darse por hecho. Debe ser redefinido sin cesar.

 

Segunda parte: Un contrato social por redefinir

Siempre es útil para una comunidad humana preguntarse qué es lo contario de la política o, más exactamente, qué pasaría si la política, es decir, la gestión de la vida común, no existiera. Para responder esta pregunta, los filósofos —lo sabemos— han inventado un concepto, el de “estado de naturaleza”. El estado de naturaleza es esa situación donde, en la ausencia de leyes para estabilizar y estructurar un espacio de relaciones, reina la guerra de todos contra todos. Cada uno se comporta a su conveniencia, en función de intereses que pretende satisfacer de manera inmediata. Cada uno toma de cualquiera lo que le place o mata al que se le opone. Evidentemente, no es posible vivir mucho tiempo en esta inseguridad.

Los hombres descubren entonces que para asegurar su existencia deben escucharse, porque encuentran ventaja en poner sus fuerzas en común para obtener lo que son incapaces de ganar cuando se oponen. Los hombres entonces se unen en un contrato, el famoso contrato social. Así nace el estado civil, el estado político donde cada uno está obligado a respetar las leyes que obligan de la misma manera a su semejante. Es el interés bien comprendido del hombre —ese hombre que en estado de naturaleza es “un lobo para el hombre”, como afirmaba Thomas Hobbes— con el fin de entenderse con los otros para subsistir.

Evidentemente, el estado de naturaleza no ha existido jamás como tal. Igualmente, la transición al estado civil no es el resultado de una asamblea general de seres humanos reunidos en la Place de la Concorde en París o delante de la pirámide del sol en Teotihuacán. Pero este esquema permite comprender lo que amenaza y construye toda sociedad. Contribuye a esclarecer la naturaleza de la política, es decir de toda vida en sociedad.

Francia está comprometida en un año electoral que verá la elección de un presidente de la República el próximo mayo (2017) y la elección de una nueva Asamblea nacional en junio siguiente. Quisiera compartirles algunas reflexiones, que tal vez algunos encontrarán sombrías, sobre el estado del contrato social en nuestro país. Tal vez mis propuestas encontrarán en la vida nacional de México algunas resonancias. El gran desafío para nuestro país es devolverle su nobleza a la política hoy ampliamente desacreditada.

A. El descrédito de la política

En los últimos cincuenta años Francia ha cambiado mucho: económicamente, culturalmente, socialmente, religiosamente… En un tiempo muy corto ha sufrido una mutación profunda que aún no ha terminado. Las evoluciones y transformaciones han creado incertidumbre en la sociedad. Desde hace varios años, la política del país no deja de ver cómo su descrédito crece, provocando —en el mejor de los casos— el desinterés y —en el peor— la cólera. La crisis de la política es ante todo una crisis de confianza en los que están encargados de velar por el bien común y el interés general. Ambiciones personales desmesuradas, maniobras y cálculos electorales, promesas no mantenidas, un personal político alejado de las realidades, la ausencia de visión de largo plazo… se han vuelto insoportables. Y la actitud de algunos lanza el descrédito sobre los que viven el compromiso político como un servicio a su país.

Nuestra sociedad, y más ampliamente toda vida en común, no puede, a pesar de todo, ahorrarse lo político. Lo político precede a la política, no se limita a su mera implementación; afirma la existencia de un “nosotros” que excede las particularidades, define las condiciones de la vida en sociedad, mientras que la política diseña las actividades, las estrategias y los procedimientos concretos que atañen al ejercicio del poder. Pero lo que debe fundar este ejercicio es lo político, la búsqueda del bien común y del interés general que deben encontrar su fundamento en un verdadero debate sobre los valores y orientaciones compartidas.

Una sociedad en tensión

La sociedad francesa es una sociedad bajo tensión. Esto se manifiesta en la expresión de emociones, sentimientos, alegrías y penas. Ese fue el caso, por ejemplo, en el momento de los trágicos atentados terroristas que enlutaron nuestro país y, más extensamente, durante las diferentes marchas, celebraciones memoriales, que permiten soportar los dramas y turbulencias colectivas. Cierto, uno puede preguntarse qué queda un tiempo después, como si a nuestra sociedad, que frecuentemente se encuentra prisionera de la trampa de las imágenes y las apariencias, le faltase interioridad, profundidad y arraigo. Sin embargo, estas manifestaciones son el signo de que los franceses no son indiferentes a lo que afecta a sus compatriotas, que quieren expresar claramente su necesidad de mantenerse unidos a pesar de todo.

Esta sensibilidad exacerbada se manifiesta también durante las crisis sociales y societales. Las tensiones pueden subir rápidamente, la contestación se ha convertido en el modo de funcionamiento habitual y parece prevalecer sobre la cultura del diálogo. Cada uno, cada grupo, se repliega rápidamente sobre sí mismo, mientras que las acusaciones y caricaturas recíprocas están por encima de los intercambios constructivos.

En esta sociedad en tensión, las redes sociales y los medios, sobre todo audiovisuales, ocupan un lugar importante. Estos últimos, cuyo papel es fundamental para la vida democrática, ejercen su poder de influencia por la manera en que presentan las cosas y tienen una responsabilidad en la calidad del debate público cuando prefieren los slogans y las pequeñas frases al análisis serio. Lo mismo se puede decir de las redes sociales. Los progresos tecnológicos de los últimos decenios inciden con fuerza sobre nuestro modo de hacer sociedad. Podemos encontrar lo mejor y lo peor en la red, por lo que cada quien debe preguntarse por la incidencia de esas nuevas tecnologías sobre su grado de libertad y su capacidad de juicio.

Ambivalencias y paradojas

La sociedad francesa es una sociedad rica en potencialidades y diversidades que podrían convertirse en otras tantas oportunidades si no viviera dentro de paradojas que, con frecuencia, la asfixian. Al mismo tiempo que reclama sin cesar protecciones suplementarias en todos los dominios, está pronta a denunciar toda supuesta insuficiencia de las autoridades y, al mismo tiempo, se queja —a veces con justa razón— de las restricciones que limitan la vida de cada uno y desalientan muchas iniciativas. La “juridificación” creciente de nuestra sociedad es un cambio significativo de los últimos años: mientras que por una parte se denuncian legítimamente zonas de no–derecho donde la ley no se aplica, somos un país que no deja de producir normas y reglamentos suplementarios, con frecuencia en la precipitación y contexto de la emoción, que hoy llenan miles de hojas jurídicas muchas veces inoperantes o contradictorias. Esto sucede a pesar de las promesas repetidas de simplificación.

De hecho, Francia tiene un importante potencial de dinamismo, lo que vemos en numerosos dominios, como es el caso de la economía, en la que hay creatividad, inventiva, generosidad. La dificultad para reformar es, empero, una perfecta ilustración de las paradojas de nuestra situación. Todo el mundo concuerda en que nuestro país tiene una necesidad vital de reformas, pero cualquier proyecto con este objetivo es descartado de antemano. Nuestro país reacciona en función del corporativismo y de los intereses particulares, por lo que el potencial dinámico y solidario no alcanza a encontrar un punto firme que le permitiría desarrollarse y fructificar plenamente. Así, el contrato social que permite vivir juntos en el territorio nacional ya no parece una evidencia. ¿Por qué? Porque las promesas del contrato ya no son respetadas.

Las promesas no respetadas

La realidad de la vida en nuestro país ya no corresponde a las expectativas de los individuos. El individuo se ha vuelto la referencia, y no el colectivo, lo que ocasiona un sentimiento de decepción hacia el Estado–providencia que no alcanza a cumplir con esas expectativas.

La sensación de seguridad y progreso social que se conoció en nuestra sociedad desde el fin de la Segunda Guerra Mundial es menos fuerte hoy. Podría decirse que hay una inseguridad social en los franceses, que temen, más que cualquier otra población de Europa, tener que sufrir una pérdida de su calidad de vida. En este sentido, el trabajo ya no es tan protector como lo fue en el pasado, y no es inusual encontrar familias en las cuales se conoce el desempleo desde hace dos o tres generaciones, con todas las consecuencias que se pueden imaginar. Los sistemas de protección, de seguridad social y de indemnización demuestran todos sus límites, y hasta los puntos sencillos de referencia de la vida en sociedad son trastornados. Señalemos, por ejemplo, la desaparición en los pueblos pequeños de servicios de proximidad como tiendas de la esquina, oficina de correos, médicos, curas, por mencionar algunos.

La violencia bajo todas sus formas, que van desde la falta de civilidad a la agresión, y cuya importancia es magnificada por la caja de resonancia mediática, se presta a esta inseguridad social. Obviamente, la situación mundial no contribuye al apaciguamiento. Las preguntas levantadas por el islam, su presencia en nuestro país, el temor al terrorismo, los flujos migratorios, así como las interrogaciones que se deben a las transformaciones climáticas y ecológicas contribuyen a desestabilizar y angustiar.

La situación es aún más grave para aquellos que de una forma u otra ya no se identifican con el contrato. Se trata de los excluidos del sistema: desempleados a punto de dejar de recibir ayuda, personas que viven precariamente. Reintegrar a la comunidad nacional y ciudadana a aquellos que, en silencio y lejos de las miradas, han sido descartados poco a poco de ella, es el combate de muchas asociaciones que se empeñan por salir de una lógica de pura asistencia, pasando del “hacer por” hacia el “hacer junto con”.

Seguramente a un grado menor, y sin embargo preocupante, también existe la gran dificultad para los jóvenes cuando quieren entrar al mercado laboral. Muchos de ellos tienen la sensación de que esta sociedad no los necesita, excepto como fuente de financiamiento del retiro de personas mayores. Finalmente, dentro de las categorías de aquellos que con dificultad se sienten parte integral del contrato social, se encuentran las personas de origen extranjero, llegadas recientemente a Francia o presentes desde hace varios años, pero que no alcanzan a instalarse plenamente. Los problemas migratorios, que sobrepasan por mucho el cuadro meramente francés dada la llegada de nuevas poblaciones que buscan empleo, seguridad y una tierra más idónea para la vida que la que dejaron atrás, sólo acentúan esta realidad: ¿cómo conciliar generosidad y realismo?, ¿cómo conciliar la acogida de personas en situaciones de gran sufrimiento, y la preocupación por no fomentar situaciones imposibles de manejar, portadoras de tensiones en el futuro? Para revalorizar el contrato social en Francia es, por lo tanto, indispensable mirar de frente ciertos asuntos de interés social.

B. Algunas preocupaciones ineludibles

El desafío de la diferencia cultural

Entre las dificultades que atraviesa actualmente nuestro país se encuentra la que levanta la diferencia cultural. Aunque la mundialización creó un nuevo espacio económico y una nueva relación con el tiempo y el espacio, también hizo aparecer una realidad compleja donde la interpenetración de las sociedades ha permitido mezclas enriquecedoras al mismo tiempo que contribuyó a una inseguridad cultural y malestares identitarios.

Durante mucho tiempo Francia tuvo una concepción muy precisa de lo que es la identidad nacional, que presuponía esculpir la ciudadanía francesa en el molde republicano en el cual el ciudadano se apropiaba de la idea de un país con referencias históricas y culturales compartidas. Esta idea de una nación homogénea se vio trastocada por la mundialización. Hoy en día, este molde nacional no solamente ya no integra, o no con la celeridad necesaria, sino que además la idea misma de una narrativa nacional unificadora es ampliamente cuestionada. Las identidades y diferencias son abiertamente exhibidas y la reivindicación comunitaria hace vacilar la idea de una nación homogénea. De esta manera, algunos se quedan fuera del modelo francés, mientras que otros viven con dificultad la percepción de pérdida de la identidad francesa.

El mundo árabe–musulmán es percibido cada vez más como una fuente de peligros por mucha gente: terrorismo, proselitismo, tensiones internacionales, así como el debilitamiento del estatuto de las mujeres o las agresiones a cristianos (como en algunos países de Oriente), etcétera. Y el riesgo aquí es acercarse a cuestiones legítimas de seguridad sólo a través del prisma cultural.

¿Cómo gestionar la diversidad en nuestra sociedad? ¿De qué se nutre una identidad nacional? ¿Cómo podrá perdurar la identidad nacional en medio de reivindicaciones plurales y de identidades particulares? Pero también, ¿qué sentido tiene el vivir juntos? Son preguntas importantes porque sabemos que la identidad confiere raíces, inscribe dentro de una historia, y al mismo tiempo permite la pertenencia a un grupo.

La cuestión del sentido

Desde hace aproximadamente cincuenta años, poco a poco, la cuestión del sentido ha abandonado el debate político. La política se ha hecho “gestionaria”, más proveedora y garante de derechos individuales y personales que de proyectos colectivos. Muchos discursos gestionarios han acompañado el progreso, el crecimiento, el desarrollo en Francia, pero sin que importe el para qué. La riqueza económica y la sociedad de consumo han facilitado este distanciamiento con la cuestión del sentido. Desde la mitad de los años setenta la crisis económica, la disminución de la prosperidad, el aumento del desempleo y las incertidumbres debidas a la mundialización han vuelto que el papel del Estado de mero gestionario y árbitro sea cada vez más difícil, puesto que no puede responder a las cuestiones fundamentales de la vida en común.

A esto se sumó otra evolución: poco a poco, la modernidad ha hecho aparecer un nuevo modo de ser en el cual cada persona construye su propio mecanismo de sentido independientemente de autoridades tradicionalmente proveedoras de referencias. Las redes han adquirido una importancia considerable. El orden normativo ya no proviene de arriba, verticalmente, sino de una “mutualización” de los enlaces horizontales. Detrás de una pantalla, todos creen poder formar su propia opinión sobre cualquier tema e intervenir como lo desean en los nuevos foros de vida en sociedad. Pero esto no basta para elaborar un proyecto y otorgar un objetivo.

Hoy, ¿qué constatamos? Que nuestra sociedad tiene cada vez más dificultades para articular el “yo” y el “nosotros”. La visión de lo colectivo parece más ardua. El “yo” parece ser tomado en cuenta, pero le cuesta encontrar su lugar en un “nosotros” sin verdadero proyecto y horizonte. ¿Cómo hacer surgir un “nosotros” que no elimine el “yo”, sino que le dé todo su lugar? En otras palabras, no se puede hacer vivir juntos a individuos basándose sólo en discursos gestionarios.

Esto se constata, por ejemplo, con el proyecto europeo. En el momento de su creación, y durante mucho tiempo, este proyecto fue movilizador, a pesar de las opiniones divergentes que suscitó. Se construyó gracias a algunos cuantos políticos realistas y a la vez visionarios, gracias a muchas discusiones, negociaciones y, además, respeto del otro. Hoy este proyecto político parece haberse perdido en un funcionamiento gestionario, mercantil y normativo. El riesgo es olvidar lo que la construcción europea ha permitido, no sólo la paz en una región durante tanto tiempo devastada por guerras recurrentes, sino también una apertura y un enriquecimiento mutuo gracias al libre tránsito de personas e ideas. Hay que retomar el proyecto europeo, volver a darle su aliento político y democrático. De hecho, no puede haber futuro para nuestro país más que dentro de una Europa fuerte, consciente de su historia y de sus responsabilidades en el mundo.

Una crisis de la palabra

¿Acaso no es esta crisis de lo político principalmente una crisis de la palabra? Sabemos que es la confianza en la palabra dada lo que permite que se construya una vida en sociedad. La palabra permite a los seres humanos decirse los unos a los otros lo que tiene importancia para ellos. No hay que olvidar que cuando los conflictos no se explicitan y la verdad es modificada o escondida, la violencia es susceptible de aparecer en las sociedades. Sólo hay proyecto duradero si se elabora en una relación de diálogo, y el debate es un lugar privilegiado donde declaraciones distintas, a veces opuestas, son trabajadas las unas por las otras. Entonces las posiciones se transforman y adquieren conciencia de sí mismas. A partir de ahí, todo aquello que pervierta la palabra —mentiras, corrupción, promesas no cumplidas— tiene consecuencias muy serias.

¿Cómo manejar la oposición, la violencia inherente a cualquier combate político? La palabra intercambiada requiere una flexibilidad infinita mientras que predomina la tentación de avanzar por la fuerza y del atrincheramiento detrás de sus posiciones. Ya no vivimos en una época en la cual los debates, ni siquiera los enfrentamientos, se hacían sobre un bloque de referencias comunes. Hoy en día —como lo demuestra el debate en Francia sobre matrimonio y adopción para personas del mismo sexo, así como todas las preguntas relacionadas con principio y fin de la vida— hay cada vez menos una visión antropológica común. Nada parece incontrovertible, todo parece sujeto a discusión. Todas las posiciones quieren ser escuchadas, respetadas, como si fueran legítimas y en posición de igualdad. Una de las dificultades es alcanzar a hablar y ser entendido en una democracia de opinión en la cual todo, hasta la antropología, es sometido al voto. Se emplean las mismas nociones de un lado como del otro (por ejemplo, la palabra dignidad), pero sin otorgarles los mismos contenidos, las mismas realidades, las mismas implicaciones.

El aporte de las religiones a la vida en sociedad

Francia se ha vuelto plural, y el cristianismo ya no es su única fuente de inspiración. De ahí que el hecho religioso tiene dificultades para encontrar su lugar en la cultura ciudadana contemporánea. Este tema se ha vuelto motivo de tensión, en gran parte por el movimiento de reafirmación religiosa en nuestra sociedad, particularmente del islam, agravado además por la violencia terrorista que se hace en su nombre, y la interpretación de lo que debe ser la laicidad. Francia comparte con México una larga tradición en cuanto a la laicidad, que se encuentra de hecho inscrita en nuestras constituciones respectivas. En Francia, la laicidad permanece en el centro de los debates, debido a que cada quién atribuye conceptos diferentes a esta noción. En el sentido estricto y primero del término, la laicidad francesa significa la separación de la institución política y de la institución religiosa. La Iglesia no le ordena al Estado, el Estado no le ordena a la Iglesia, y la escuela pública, abierta a todos, es independiente de toda influencia religiosa.

Hoy, el debate enfrenta a los partidarios de una laicidad estrecha que ve en toda religión un enemigo potencial de la República y de la libertad, y a los partidarios de una laicidad abierta que consideran la República como garante del lugar de las religiones —de la expresión de las convicciones y creencias— y del aporte benéfico que pueden tener para la vida de nuestro país. La laicidad del Estado es un marco jurídico que debe permitir a todos, creyentes de cualquier religión como no creyentes, vivir juntos. No debe rebasar su objetivo convirtiéndose en un proyecto de sociedad que busque una especie de neutralización religiosa de esta sociedad, expulsando lo religioso de la esfera pública hacia el área privada únicamente. Esta concepción no respeta a las personas y genera frustraciones que fortalecen los comunitarismos, y priva a la vida pública de un recurso fértil.

Tengo perfectamente conciencia de haber hecho una presentación un poco sombría de lo que ataca el contrato social en Francia. Tal vez soy característicamente francés en esto, demasiado crítico, olvidándome de la suerte que tengo al vivir en un país bello, rico en muchos aspectos. Además, esta crisis de lo político que acabo de evocar no debe reducirse a su lado más oscuro, pues como todas las crisis, revela esperanzas y recursos.

 

Conclusión: Un país en la expectativa, rico en posibilidades

El desamor de los franceses por la forma en la cual se ejerce la política no significa un desinterés por lo que se juega en la vida en sociedad, sino más precisamente la aspiración hacia otras formas de compromiso ciudadano. Nuestro país es generoso, pero está a la espera. Francia, por ejemplo, es uno de los países europeos donde la vida asociativa es más desarrollada, con capacidades y energías que desearían poder liberarse y ponerse al servicio del interés general. Por todos lados florecen iniciativas ciudadanas, deseos de expresarse. Estas iniciativas son a veces torpes o mal entendidas, pero todas manifiestan un deseo de vivir y ser escuchado. En el terreno del diálogo de las culturas también son muchos los grupos que trabajan para impedir bloqueos culturales y que creen que el encuentro es no sólo posible, sino fecundo para todos. Sentimos hasta qué punto los desafíos medioambientales están transformando nuestras concepciones de la vida en sociedad y nos orientan hacia actitudes más simples, sobrias y compartidoras. Esto es exactamente lo que quiso decir el papa Francisco en su encíclica Laudato si’, que tuvo mucha difusión en Francia. En ese documento el pontífice establece la relación entre crisis social, crisis ecológica y crisis espiritual, llamando a una reflexión sobre nuestros modos de vida en sociedad.

Por lo tanto, ya sea en Francia o en México, las nuevas preguntas contemporáneas nos obligan a reflexionar y actuar, y así puede revelarse una oportunidad para decirnos a nosotros mismos qué sociedad queremos. Respecto de todos estos temas, necesitamos, en todos los niveles, el tiempo de la palabra y de la escucha para evitar que la última palabra la tenga el enfrentamiento o la desesperanza. En otros términos —y es un papa jesuita el que lo ha dicho— las verdaderas soluciones a los problemas profundos de nuestra época no vendrán en primer lugar de la economía y la finanza, a pesar de su importancia, ni de las gesticulaciones y los posicionamientos de algunos. Vendrán de esta escucha personal y colectiva de las necesidades profundas del ser humano, y del compromiso de todos. Esto siempre exigirá valentía y audacia, cualidades que jamás han desertado del corazón de Francia. Ni el de México.

Les agradezco su atención paciente y bien intencionada.

 

Fuentes documentales

Alberro, Solange, Hernández Chávez, Alicia y Trabulse, Elías, La Révolution française au Mexique, Centre d’études mexicaines et centraméricaines Amérique centrale, El Colegio de México, México, 1992.

Bodineau, Pierre y Verpeaux, Michel, Histoire constitutionnelle de la France, Presses Universitaires de France, París, 2004, Colección Que sais–je?

Burdeau, Georges, “La conception du pouvoir selon la Constitution française du 4 octobre 1958” en Revue française de Science politique, Presses Universitaires de France, París, No. 1, Vol. 9, 1959, pp. 87–100.

Conseil constitutionnel, Qu’est ce que la Constitution ? La constitution de 1958 en 20 questions, París, 2008. En : www.conseil-constitutionnel.fr/conseil-constitutionnel/francais/la-constitution/la-constitution-de-1958-en-20-questions/qu-est-ce-que-la-constitution.16617.html

Conseil Constitutionnel, Decisión 85–197 dc, París, agosto 1985.

Domergue, Lucienne y Lamoine, Georges (eds), “Après 89, la Révolution, modèle ou repoussoir” en Actes du colloque international (14–16 mars 1990), Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1992.

Guerra, François–Xavier, Le Mexique, de l’Ancien Régime à la Révolution, T. 1, París, Publications de la Sorbonne–L’Harmattan, 1985.

Paredes, Armando, “L’intégration des étrangers dans la république métissée: le Mexique” en revue Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers alhim, París, Publicado el 21 de septiembre 2007. En: http://alhim.revues.org/1292

Peyrefitte, Alain, C’était de Gaulle, Gallimard, París, 2002, Colección Quarto (primera edición de Fayard en 1994).

 

[1] Este trabajo fue originalmente presentado el 20 de octubre del 2016 como conferencia en el V Encuentro El Humanismo y las Humanidades en la Tradición Educativa de la Compañía de Jesús. Hacia el centenario de la Constitución: reflexiones históricas, jurídicas, sociales, éticas, políticas, realizado en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, ITESO.

Título original: Une Constitution politique au service d’un contrat social: la situation française. Traducción de Arturo Reynoso Bolaños sj, Marta Petersen y Cristina Cárdenas.

Recibido: 06 de octubre de 2016; aceptado para publicación: 10 de enero de 2017.

[2] François–Xavier Guerra, Le Mexique, de l’Ancien Régime à la Révolution. T. 1, París, Publications de la Sorbonne–L’Harmattan, 1985, pp. 29–30.

[3] Lucienne Domergue y Georges Lamoine (eds), «Après 89, la Révolution, modèle ou repoussoir» en Actes du colloque international (14–16 mars 1990), Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1992, p. 220.

[4] Este término surge en España durante el siglo xviii para designar de manera peyorativa el comportamiento de una elite ilustrada que seguía los modos políticos y culturales franceses. El término “afrancesamiento” se retomó un siglo más tarde en el México porfiriano (1877–1910) para referirse esta vez de manera positiva al poner en práctica un nuevo arte de vivir “a la francesa”, adoptado con entusiasmo por las elites mexicanas de la época.

[5] Solange Alberro, Alicia Hernández Chávez, Elías Trabulse, La Révolution française au Mexique, Centre d’études mexicaines et centraméricaines Amérique Centrale, El Colegio de México, México, 1992.

[6] Armando Paredes, “L’intégration des étrangers dans la république métissée: le Mexique” en revue Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers alhim, París, 21 septiembre 2007. Consultado el 12 de septiembre de 2016.

[7] Pierre Bodineau y Michel Verpeaux, Histoire constitutionnelle de la France, Presses Universitaires de France, París, 2004, Colección Que sais–je?, p. 3.

[8] Citado por Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, Gallimard, París, 2002, Colección Quarto (primera edición en Fayard, 1994), p. 250.

[9] Conseil Constitutionnel, Decisión 85–197 dc, París, agosto 1985.

[10] Georges Burdeau, “La conception du pouvoir selon la Constitution française du 4 octobre 1958” en Revue française de Science politique, 1959, vol. 9, p.88. Es una cita de René Capitant (De Gaulle dans la République, 1948).

[11] Conseil constitutionnel, Qu’est ce que la Constitution ? La constitution de 1958 en 20 questions, París, 2008.