Silencio. Una confesión amorosa de la fe

[*]

Luis García Orso, sj [**]

Recepción: 18 de agosto de 2017
Aprobación: 11 de enero de 2018

 

Silence, la película de Martin Scorsese, de 2016, sobre la novela de 1966 del japonés católico Shusaku Endo, empieza con una pantalla en blanco y sonidos de pájaros, donde de pronto aparece el nombre Silence (Silencio), y los pájaros no se escuchan más. Es el preámbulo de lo que está por venir y que se corresponde con la tierna escena final, cuando aparecen los créditos con el canto de los pájaros de fondo y el sonido del agua que corre. Es la Presencia de quien no cabe en ninguna explicación y que sólo puede ser experimentada, como cuando se contempla el canto del pájaro o el correr de un río, o solo queda que el Creador se comunique con la creatura, “abrazándola en su amor”.[1]

Dos jóvenes sacerdotes jesuitas, Sebastián Rodrigues y Francisco Garupe, logran que su Superior los envíe a la misión del Japón, en 1640, desde Macao. No es tiempo de más misioneros, dada la cruel persecución del imperio japonés contra los católicos, que ha traído la muerte de miles. La persecución comenzó en 1597 con el martirio de 26 cristianos en Nagasaki, y siguió con la estricta prohibición de la fe cristiana, hasta el año de 1865 cuando es aceptada en la nueva legislación japonesa. En aquel entonces, una pequeña comunidad cristiana clandestina y sobreviviente, de apenas unas 15 personas, aparece en una iglesia europea afuera de Nagasaki.

Además de su entusiasmo juvenil apostólico, otra poderosa razón mueve a los dos jóvenes jesuitas a ir al Japón: buscar al padre Cristóbal Ferreira, su antiguo profesor y formador, de quien se cuenta que, siendo misionero, había apostatado por no resistir los terribles tormentos.

El novelista católico Shusaku Endo publicó Silencio (Chinmoku) en 1966, y consiguió prestigiados premios y millones de lectores. El muy reconocido cineasta estadounidense Martin Scorsese recibió la novela de un obispo de Nueva York, en 1988, y quedó prendado de ella. Finalmente, después de larga espera, ha podido llevarla a la pantalla de cine en 2016. No ha sido sólo hacer una película, sino “una experiencia espiritual”, confiesa Scorsese.

 

Una experiencia espiritual

Para todo espectador que la quiera acoger así, en verdad la película es una experiencia espiritual, densa, profunda. Ahí aparecen el llamado de Dios, la misión, el seguimiento de Jesús, la confesión de la fe cristiana, el amor hasta dar la vida por los demás. Suena bien, pero no basta nombrar estas realidades de la fe, sino hacerlas propias, hacerlas carne viva, aun carne adolorida. La historia en la pantalla sigue este proceso espiritual en la persona del padre Rodrigues (excelente interpretación del joven actor Andrew Garfield).

Primero es el joven misionero intrépido, valiente, obstinado y arrogante, deseoso de llevar el Evangelio a un pueblo que sufre. “Los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su Rey eterno y Señor universal, no solamente ofrecerán sus personas al trabajo, mas haciendo contra su propia sensualidad y contra su amor carnal y mundano, harán oblaciones de mayor estima y momento”.[2]

Después, el joven misionero temeroso, fugitivo, hambriento, desconcertado… Y ante Cristo crucificado, una y otra vez ha de preguntarse: “Lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo”.[3]

Luego, la crisis de fe, de seguimiento cristiano, de su misión, del silencio de Dios. ¿Por qué Dios calla ante tanto sufrimiento y muerte de inocentes y de pobres? ¿Por qué Dios no hace algo para detener tanta maldad? ¿Por qué Dios no escucha mis oraciones suplicantes y urgidas?… “Considerar —dice san Ignacio en los EE— cómo la Divinidad se esconde”.[4]

Este proceso del joven jesuita no puede comprenderse y asumirse sino en relación, en contrapunto, con el pueblo pobre y con el guía japonés que Rodrigues encuentra en su peregrinar.

Por una parte, los campesinos pobres, católicos fieles, clandestinos, perseguidos y torturados, que oran desde su hambre, guardan con cariño imágenes cristianas prohibidas, creen en el paraíso, y son capaces de morir antes que renegar de su fe. Por otra, Kichijiro, el guía acompañante, el hombre sucio material y espiritualmente, el hombre débil, el traidor, el perro fiel que siempre regresa.

Para ser verdaderamente humano, cristiano y sacerdote, Rodrigues tendrá que aprender de ambos; tendrá que renunciar a su orgullo, a su propia manera de comprender a Dios, a “su propio amor, querer e interés”;[5] tendrá que dejar de ser el misionero para ser sólo el discípulo; tendrá que rendirse ante el silencio de Dios.

Tal como dice Rodrigues, el martirio puede acercarte a Dios o alejarte de él hasta perderlo. “¿Será el martirio un instrumento que glorifique a Dios o será mi vergüenza?”, se pregunta Rodrigues mientras piensa en el sufrimiento aceptado estoicamente por los campesinos y pescadores japoneses. Rodrigues pasará de una visión romántica de la experiencia religiosa a una más real y que, finalmente, pudiera ser el instrumento de una paz y no de la constante angustia de quien desea probar que su fe es verdadera.

En la vida hay seres humanos fuertes y débiles, valientes y temerosos. Uno creería que, ante el martirio, los fuertes sufren más pero finalmente entregan su vida, y que los débiles, simplemente se rinden y ya no aman más. Pero ¿no será que los débiles sufren más en su miedo y humildemente entregan el pobre amor que les queda, pero amor al fin? El padre Rodrigues será llevado a asumir no su fortaleza, sino su debilidad; a renunciar a sí mismo: a sus ilusiones, sus afanes, sus pensamientos, sus oraciones, incluso su modo de creer, y a abrazar su propia debilidad para recibir sólo la fuerza de Dios, la fuerza de la misericordia, y poder confesar su amor a Cristo. No como él hubiera querido, sino como Dios quiere.

Es el rostro de Cristo mismo, de la tablita que le piden que pise, el que invita al padre Rodrigues a confiar, a no tener miedo, mientras le promete cargar sobre sí todo el dolor del misionero fracasado. “¡Pisa! ¡Pisa! Yo sé mejor que nadie cuán lleno de dolor está tu pie. ¡Pisa! Para ser pisoteado por los hombres yo vine a este mundo. Para compartir el dolor de los hombres cargué la cruz”.

Cuando Rodrigues apoya su pie sobre la imagen del Hijo de Dios, justamente ese gesto considerado sacrílego se convierte, en realidad, en una inigualable confesión de fe. Él se ha despojado de todo, incluso de la expresión formal de su fe, para abandonarse todo a Dios y entregarse todo a la salvación de sus hermanos martirizados.

La apostasía, renunciar públicamente a la fe católica, con el gesto de pisar una imagen de Cristo, es algo que nos lleva a cuestionamientos profundos, y a buscar la fuente de nuestra incomodidad. En las Tres maneras de humildad (de amor) en los Ejercicios Espirituales,[6] la tercera manera presenta el amor perfectísimo, que trasciende el no hacer pecados veniales y mortales, y lleva a unirnos con el deseo de Dios: “Por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo.[7] El padre Rodrigues llega a este estado espiritual, a esta “tercera manera de humildad”, no de manera sencilla, sino sólo cuando ha tocado fondo, cuando ha dejado de lado sus expectativas y las imágenes de Dios que se ha hecho, cuando ha tocado la vida y el dolor de él mismo y de los otros; cuando ante un Jesús vivo, opta por Él, y se vuelve un hombre despreciado y humillado, un “loco por Cristo”.

“Para mí”, declaró Martin Scorsese en la entrevista que concedió al padre Antonio Spadaro y publicada en La Civiltà Cattolica (diciembre de 2016), “todo se reduce a la cuestión de la gracia. La gracia se da a lo largo de la vida. Viene cuando menos te lo esperas”. La película de Scorsese tiene las connotaciones de un don inesperado, justamente en su vertiginosa intuición de los rasgos esenciales de la experiencia cristiana: el seguimiento de Jesús pobre, humilde y humillado; la entrega de la vida para la salvación de los otros; el desprendimiento del propio querer para asumir con amor que Dios sea quien tome mi vida y la lleve a donde Él quiera.

El padre Rodrigues es llamado a entregarle a Dios su voluntad, sus planes, su orgullo (“Tu arrogancia es un insulto”, le dicen las autoridades japonesas); es llamado a encontrar la humildad a través de la humillación, ha dicho Scorsese en el Congreso Católico en Quebec (21 de junio de 2017), a ir más allá de lo exterior para entrar en el corazón de la fe.

La gran película de Scorsese es un don inesperado, incluso porque deja ver justamente la fuente verdadera que siempre ha alimentado el auténtico dinamismo misionero de la Iglesia. “En cualquier forma de evangelización, el primado es siempre de Dios… En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que ‘Él nos amó primero’, y que es Dios quien hace crecer”.[8]

La Iglesia se siente discípula y misionera de este Amor: misionera sólo en cuanto discípula, es decir, capaz de dejarse atraer siempre, con renovado asombro, por Dios que nos amó y nos ama primero.[9] La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae a todos a sí’ con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.[10]

Como escribía Joseph Ratzinger, cuando participó como perito teólogo en la redacción del texto conciliar De missionibus durante el Concilio II Vaticano, para la Iglesia, la misión “no es una batalla para capturar a los demás o llevarlos al propio grupo”. No puede ser concebida como una conquista de almas operada por la Iglesia por fuerza propia, más obsesionada por preservarse a sí misma o defender una doctrina. La misión de anunciar la salvación de Cristo, explicó el futuro Benedicto XVI, sólo puede surgir como reflejo del atractivo de la gracia amorosa que vive en los testigos. Por eso el Judas japonés vuelve una y otra vez —hasta al final— al débil Rodrigues, porque cree que más allá de sus traiciones, de su pecado, de su debilidad (de ambos), más allá de todo, está Dios con su amor y su perdón inconmensurables.

 

Jesuitas, pecadores y llamados, evangelizadores para ser evangelizados

Entre tantas capas de una película compleja, densa y ambiciosa, Silencio es también una historia que habla de los jesuitas: de su misión, de su espiritualidad, de su realidad humana.

La historia de los jesuitas es la historia de hombres consagrados a la misión de compartir el Evangelio de Jesús. Hombres con sus luces y sombras; con ambigüedades e inconsistencias, pero también con pasión. Hombres humildes y soberbios, y a veces las dos cosas. “Pecadores llamados”. Con un fuego dentro, encendido en la hoguera de los Ejercicios Espirituales. Un fuego que a veces es llama y otras, rescoldo, pero ahí está.

Una historia de fe hecha misión, proyecto, servicio, acciones, y vertida en diversos idiomas y culturas. Así desde los inicios mismos de la orden, desde que Francisco Javier marchara de Portugal rumbo a las Indias, y después a Japón. Y, como él, otros muchos, primero cientos, luego miles, cruzando fronteras, tratando de llegar hasta los confines del mundo para compartir un mensaje, una mirada a la realidad, y un nombre, el de Jesús, como amigo y maestro.

La historia de los jesuitas es también una historia de fe; de una fe recibida, interiorizada, compartida, peleada en una batalla contra el mundo, contra la duda, contra la propia inseguridad, en escenarios que a veces la alientan, pero otras la intentan apagar. Es, además, una historia de búsqueda, la búsqueda de la voluntad de Dios en muy diversas circunstancias. ¿Qué ha de hacerse cuando no ves un camino claro? ¿Qué es lo mejor, lo más justo, lo más digno, lo más necesario? ¿Qué quiere Dios, el martirio de Garupe o la rendición de Rodrigues?

Silencio es una historia sobre jesuitas, que permite entender mucho de ese espíritu misionero, de esa historia evangelizadora y de las batallas existenciales de hombres que quieren ser héroes, pero también se saben con los pies de barro. Y es, al mismo tiempo, una historia que los trasciende, o los coloca donde deben estar, en el mismo espacio de tantas personas de todas las épocas que pelean y se entregan, cada día, por buscar y encontrar a Dios y por vivir de acuerdo con lo que creen que debe ser el mundo que Dios quiere. Hombres que buscan la mayor gloria de Dios desde nuestra pobre y débil realidad humana, personal y social.

 

Conclusión

Silencio es la historia de unos misioneros que salen a buscar a otro y a llevar a Dios a un pueblo, cuando en realidad es Otro el que los busca y el que los quiere llevar. Es la historia del silencio donde Dios habla y redime, más allá de todas nuestras palabras y ruidos, de nuestra maldad o bondad; del silencio donde Dios sufre con los que sufren y no tienen voz.

En los últimos segundos de la película no es el silencio, sino el suave y discreto canto de los pájaros: Dios ha estado siempre ahí, identificado con el dolor del mundo, abrazando mi debilidad y mi amor. Dios está ahí para que lo busquemos y lo encontremos.

En la novela hay una confesión, expresada en la película con una contundente imagen al final: a aquel hombre, Jesús, “le seguía queriendo, de manera muy distinta que hasta ahora. Para llegar a ese amor, todo lo sucedido había sido necesario… Aun suponiendo que él hubiera callado, toda mi vida hasta hoy estaría hablando de él”. Silencio es una confesión amorosa de la fe.

 

Fuentes documentales

Benedicto XVI, Papa, Homilía en la inauguración de la v Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Santuario de Aparecida, Brasil, 13 de mayo de 2007. Consultado 27/vii/2017. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2007/documents/hf_ben-xvi_hom_20070513_conference-brazil.html

Francisco, Papa, Evangelii Gaudium, Exhortación Apostólica. Consultado 27/vii/2017 http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html

Loyola, Ignacio de, Ejercicios Espirituales, Sal Terrae, Santander, 1987, núm. 15. La edición cuenta con introducción, texto, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases, sj.

 

[*] En el número 101 de esta revista el autor publicó una breve reseña sobre esta extraordinaria obra de Martin Scorsese, lo que ahora publica incluye una reflexión.

[**] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México, miembro de SIGNIS (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

 

[1].     Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, Sal Terrae, Santander, 1987, núm. 15. La edición cuenta con introducción, texto, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases, sj.

[2].    Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales…, p. 97.

[3].    Ibidem, p. 53.

[4].    Ibidem, p. 196.

[5].    Ibidem, p. 189.

[6].    Ibidem, pp. 164–168.

[7].    Ibidem, p. 167.

[8].    Papa Francisco, Evangelii Gaudium, número 12.

[9].    1 Jn 4, 10.

[10].    Benedicto XVI, Homilía en la inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Santuario de Aparecida, Brasil, 13 de mayo de 2007.