El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica

Pablo Igartua Martínez*

Recepción: 29 de noviembre de 2019
Aprobación: 17 de agosto de 2020

 

Resumen. Igartua Martínez, Pablo. El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica. Es fácil actuar siguiendo ciertos preceptos y normas morales, como también lo es predicar la propia moral; fundamentarla, en cambio, es complicado. Ante semejante tarea, compleja e incluso inacabable, lo que propongo en este artículo es reflexionar sobre el camino abierto e iluminado por tres propuestas específicas que podrían denominarse éticas deontológicas: la fundamentación kantiana, la ética del discurso de Apel y Habermas, y el contractualismo rawlsiano. Arguyo que hay elementos compartidos por las tres posiciones que resultan esenciales para erigir los cimientos de una posible fundamentación de la moral en los tiempos —de relativismo y  desorientación, de subjetivismo y emotivismo— que corren en la actualidad: la exigencia de universalidad de los principios morales y de las máximas de acción, la defensa a ultranza de la libertad y de la autonomía de todos los seres humanos para autogobernarse y autolegislarse, y el interés por alcanzar, finalmente, un consenso que pueda ser aceptado por todos.

Palabras clave: fundamentación de la moral, éticas deontológicas, Kant, Apel–Habermas, Rawls.

 

Abstract. Igartua Martínez, Pablo. The Problem of the Substantiation of Morality: A Deontological Perspective. It is easy to act by following certain moral precepts and norms, just as it is to preach one’s own morality: substantiating it, on the other hand, is complicated. In the face of such a task—complex and even never–ending—what I propose in this article is to reflect on the path that is opened up and illuminated by three specific proposals that could be called deontological ethics: Kantian substantiation, the ethics of Apel and Habermas’s discourse, and Rawlsian contractualism. I argue that there are elements common to the three positions that prove to be essential for laying the foundations for a possible substantiation of morality in the midst of the relativism and disorientation, the subjectivism and emotivism that characterize our present times: the demand for universality of moral principles and maxims for action, the all–out defense of freedom and the autonomy of all human beings to self–govern and self–legislate, and the interest in reaching, eventually, a consensus that everyone can accept.

Key words: substantiation of morality, deontological ethics, Kant, Apel–Habermas, Rawls.

 

Este es un problema cuya excesiva dificultad se atestigua por el hecho de que no sólo los filósofos de todos los tiempos y países han fracasado con él, sino que incluso todos los dioses de Oriente y Occidente le deben a él su existencia.[1]

— Arthur Schopenhauer

 

Como el título indica, el propósito de este escrito es reflexionar acerca del problema de la fundamentación de la moral. Es un problema muy complejo que, al igual que la Tebas de las cien puertas, puede ser abordado desde muchos lados y, a través de todos ellos, unos más unos menos, acceder directamente al centro de la cuestión. He decidido emprender mi marcha por la puerta de las éticas deontológicas porque a mi parecer es la opción más convincente, sobre todo en nuestros tiempos, para intentar fundamentar verdaderamente la moral.

En las tres posiciones deontológicas que abordaré a lo largo de mi argumentación —la fundamentación kantiana de la moral, la ética del discurso de Apel y de Habermas, y el contractualismo rawlsiano— hay algunos elementos compartidos que me parecen de vital importancia: la exigencia de universalidad de los principios morales y de las máximas de acción, el énfasis profundo en la libertad y la autonomía de cada uno de los seres humanos convertidos en legisladores —es decir, una apuesta por la capacidad de autodeterminación y autolegislación humana—, y la propensión a alcanzar (sobre todo en Apel y en Habermas, aunque también en Rawls de manera hipotética), por medio del discurso argumentativo, un consenso acerca de cuáles son las normas que podríamos aceptar como válidas para todos.

Ahora, ¿por qué creo que éstos son elementos que podrían servirnos para intentar fundamentar la moral en nuestra situación actual? O, mejor dicho, ¿cuál es la situación actual en la que nos encontramos? En sus Lecciones de ética, Ernst Tugendhat asumió la necesidad de realizar un diagnóstico de nuestro tiempo:

Nuestra situación se caracteriza por el hecho de que, o bien quedamos atrapados en un relativismo de las convicciones morales, lo que quiere decir, como intenté mostrar antes, que deberíamos abandonar la moral en sentido habitual, o bien debemos buscar una comprensión no trascendente de la justificación de los juicios morales.[2]

Considero que el diagnóstico es muy certero. El suelo sobre el que estamos parados se presagia —y esto lo digo sin afán de ser melodramático ni de llegar al extremo del patetismo y del recurso hiperbólico— francamente sombrío, difuso, tal vez hasta tortuoso. La situación misma parece ser la que nos empuja y nos obliga a tomar ese primer camino que señala Tugendhat: el camino del subjetivismo moral y del relativismo que, tarde o temprano, desemboca en el abandono de las convicciones morales y, junto con ellas, en el de la posibilidad de toda moral. O, tal vez, más que en el abandono de toda moral, en la exaltación de una moral débil y lastimera, de una moral diletante, arrimadiza, convenenciera; de la moral de la resistencia impávida, pero no por valor ni arrojo, sino más bien por dejadez y cobardía, ante la crueldad y el sinsentido de todo cuanto hay. De aquí al nihilismo radical hay un solo paso, pues la resolución consecuente de una moral de este tipo no podría ser más que una sola: “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.[3]

El otro camino, el de la búsqueda de una fundamentación de la moral o, siquiera, de un esclarecimiento de la cuestión que ofrezca algún sostén sobre el cual apoyar el sentido de nuestra existencia y de toda nuestra experiencia cotidiana de la moralidad, me parece un camino más complicado, pedregoso, hostil y, por supuesto, solitario. Se trata del camino filosófico, el del verdadero pensar que se pregunta por el fundamento; un pensar que cuestiona las posibilidades y la verdad de la cosa misma, aunque siempre teniendo en cuenta, como si tuviéramos todos nosotros un Cerbero furioso y atento asegurándose de nuestra honestidad intelectual y custodiando nuestro caminar justo y recto, que no podemos arrancarnos la propia piel, que no podemos, tramposamente y como quien no quiere la cosa, saltar sobre nuestra propia sombra, esto es, que no podemos pasar por alto la temporalidad, la historicidad, el carácter de apertura e indeterminación. En una palabra: que no podemos eludir la inexorable y radical finitud humana. Pero también, acaso, y sobre todo en estos tiempos de desorientación, podría ser el camino en el que resplandece con más fuerza la tarea señorial de la filosofía.

En mi opinión los pilares fundamentales que comparten las tres filosofías morales ya señaladas bajo la denominación de éticas deontológicas son elementos que nos pueden dar mucha luz y empuje en el intento de dar sentido a la experiencia moral en nuestros días, pues ninguna de ellas dice qué se tiene que hacer en una situación específica; ninguna dice cuál es el contenido de lo moral, sino que, sencillamente, su carácter formal puede lograr orientar la acción humana concreta, pues nos exhorta, por medio de sus exigencias, a emprender la búsqueda por nuestra propia cuenta, a ser nosotros mismos quienes nos gobernemos por medio de normas que, libremente, decidamos, acatemos y respetemos.

Sin embargo, a menudo se suelen escuchar muchas versiones del mismo cuestionamiento que busca desdeñar la idealidad de los argumentos de las éticas deontológicas. Se entiende que estas éticas no son descriptivas, sino normativas, formales o procedimentales, y suelen recurrir a elementos ideales, a constructos contrafácticos, a parámetros que van más allá de lo que podemos constatar a través de nuestra experiencia. Por ello, un argumento común es tratar de desestimarlas apelando a la famosa falacia naturalista acuñada por el filósofo analítico George Edward Moore y que ya había sido ilustrada por Hume en el Libro iii de su Tratado de la naturaleza humana:[4] no se puede dar el paso del ser al deber ser sin desviarse del camino recto. Bien, estoy de acuerdo; pero no creo ser la única persona inconforme con el estado actual en el que se encuentra la moral, pues cedemos poco a poco ante el subjetivismo, el emotivismo y el relativismo, y nos decantamos por renunciar de una vez por todas a justificar y defender la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, en favor de un cosmopolitismo multicultural y de un pluralismo de convicciones que parece engullirnos a todos y dejar la reflexión filosófica sobre la moral en un estado de laxitud y escisión. Por eso me pregunto si tal vez, sólo tal vez, ir más allá del ser al deber ser sea justamente lo que necesitemos.

Vale la pena matizar lo que estoy diciendo. Sé bien de los peligros que implica dejar volar la imaginación en esos vastos cielos del deber ser. No soy ingenuo ni ciego ante la posibilidad de desembocar en fundamentaciones religiosas obsoletas y en fruslerías tanto conservadoras y retrógradas como disparatadas e irrisorias que nunca podrían llegar a darse en la vida real. Pero estoy convencido de que no llegaríamos hasta ese extremo porque las propuestas deontológicas en las que estoy pensando tienen muy bien clavados los pies en la tierra. Si van a ese mundo del deber ser para intentar fundamentar la moral es porque se trata de una moralidad que ya opera, de hecho, en la razón común de las personas, pues siempre compartimos ciertas intuiciones morales. Por ello, fundamentar implica esclarecer y, de ahí, dirigir la acción según ese marco de referencia; no tejer naderías metafísicas y buscar aplicarlas a un mundo ajeno a esas construcciones abstractas.

Asimismo, también me pregunto si, en estos tiempos en los que se miran con mucha sospecha las propuestas que tratan de universalizar las máximas de acción, no sería precisamente esta exigencia de universalidad e imparcialidad lo que, tal vez más que nunca, necesitamos. Así, frente a la reticencia actual al universalismo, por lo que éste puede tener de abstracto, uniformador y negador de la diferencia y de la heterogeneidad de concepciones morales, se trataría más bien de lograr instaurar un universalismo desde el cual se afronten problemas comunes, reales y compartidos por pocos o por muchos, sin negar las diferencias ni las singularidades culturales, resguardando siempre la libertad irrebatible de cada uno. Y eso sería posible por el carácter tanto formal como procedimental de las propuestas de Kant, de Apel–Habermas y de Rawls; pues con esta cuestión del universalismo tiene que ver un elemento fundamental de la propuesta deontológica que a mí me interesa. Me refiero a la exigencia de poder querer universalizar las máximas de acción y los preceptos morales. De hecho, éste es el punto de partida de Kant en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres; el cual, además, es compartido como elemento principal por la ética del discurso y por el contractualismo rawlsiano.

¿Cómo llega Kant a ese punto de partida? Para empezar —y esto es algo que me parece muy relevante— se trata de una exigencia que, en un primer momento, va dirigida específicamente al recinto subjetivo del agente. No a las acciones ni a las consecuencias de éstas, sino a la intención, a la voluntad humana que cada uno pueda tener en cada caso, pues esto es lo único que podría ser bueno en sí mismo, sin importar las contingencias exteriores o las inclinaciones de diversa índole: “No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad”.[5] Semejante voluntad brillaría cual joya inusitada que posee su pleno valor en sí misma. Esta noción de buena voluntad resulta valiosa porque cualquiera la puede comprender y, probablemente, cualquiera podría asumirla como criterio para medir y valorar la moralidad de todas sus acciones. En efecto, si albergamos buenas intenciones, podríamos considerarnos morales.

Ahora, si lo único que hace buena a una buena voluntad es su querer, ¿qué es lo que debe querer la buena voluntad? El debe de la pregunta no es en ningún sentido accidental, pues el buen querer de la buena voluntad es un deber. De hecho, una buena voluntad lo que quiere es el deber por el deber mismo. Es en nuestro interior donde se decide todo: “Precisamente ahí se cifra el valor del carácter, que sin parangón posible representa el supremo valor moral, a saber, que se haga el bien por deber y no por inclinación”.[6] Entonces lo único que debe determinar mi acción es la máxima de dar cumplimiento a una ley. ¿Cuál es esa ley?

Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las acciones en general, que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en ley universal mi máxima.[7]

Para obrar moralmente, lo que debo hacer es limitarme a comprobar si pudiera querer ver convertida mi máxima en una ley con validez universal, es decir, conjeturar si cualquier otra persona, sea quien sea, podría también querer que esa máxima pudiera ser adoptada por cualquiera en todo momento y circunstancia.[8] Se trata de una pregunta que tendríamos que hacernos a nosotros mismos, cada uno y en cada caso, para valorar nuestras acciones. En este sentido, resulta similar a la pretensión de imparcialidad que busca Rawls al plantear las condiciones ideales de la posición original. Si se exige imparcialidad es porque la ley tiene que ser absoluta, tiene que ser válida para cualquier ser humano. El filósofo estadounidense lo que busca es exhortarnos a que, al menos desde el punto de vista ideal, pensemos desde la perspectiva de la imparcialidad. Es un ejercicio mental que cada uno debería hacer, y me parece que el imperativo categórico kantiano funciona de igual manera.

Por otra parte —y esto tiene que ver con el segundo elemento que considero fundamental—, lo interesante es que se trata de una ley que nos imponemos a nosotros mismos como necesaria de suyo. La forma del imperativo es “debes hacer tal y cual cosa, y punto”. No obedece a ninguna autoridad externa, sino que es un mandato que nosotros mismos, como seres racionales, nos damos. Se trata de una idea que estimo loable: cada uno de nosotros es, ineludiblemente, su propia autoridad moral. Por eso Kant habla de autonomía. Los seres humanos, por ser tales, compartimos cierta personalidad, cierta dignidad inherente que nos permite ser capaces de autodeterminarnos y autolegislarnos. Pero para ello, primero hay que ser libres. MacIntyre escribe en su Historia de la ética que “el debes del imperativo categórico sólo puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido, debes implica puedes”.[9] La libertad, pues, es el presupuesto último de toda moralidad.

Del mismo modo, es evidente que, para que funcione, el deber no puede ser una mera coacción, sino que se tiene que querer. Querer el imperativo sería querer el deber de mi autodeterminación y la compatibilidad con la autodeterminación universal de los seres humanos. Es decir, la ley de la autonomía ordena a la voluntad la autodeterminación universal. Por eso el presupuesto de estas éticas es que hay libertad, igualdad y dignidad intrínsecas a todos los seres racionales. Creo que esto funciona bien para nuestra sociedad individualista y liberal, y por eso me convence: permite que los individuos sean moralmente soberanos por sí mismos. Esto implica, además, que no hay autoridad externa que valga como fundamento: sólo la ley moral que sale del interior y que cada uno tiene el deber de respetar.

Rawls también pone mucho énfasis en la autonomía y en la libertad de los individuos. Se trata de que sean los mismos seres humanos quienes decidan bajo cuáles reglas quieren vivir. Por eso la propuesta de Rawls es contractualismo. Pero lo específicamente peculiar de él es cómo configura y plantea la situación contractual, pues propone elementos ideales para confeccionar esa posición necesaria de imparcialidad. No hay que olvidar que la pretensión rawlsiana era elaborar una concepción político–moral aplicable a la organización social y política bajo condiciones modernas, es decir, aplicable a nuestras democracias constitucionales y liberales. Por algo configura así su contractualismo y por algo toma como presupuesto varias cosas. Por ejemplo, Rawls presupone que los principios de justicia serían el resultado al que se llegaría partiendo de la posición original en la que impera el velo de la ignorancia, lo que supone fuertes restricciones al conocimiento poseído por las partes contratantes, a fin de impedir que los principios de justicia sean elegidos en función de la concreta situación que cada uno puede llegar a ocupar en la estructura social. Se presupone que esas personas, libres e iguales, son capaces de actuar tanto racional como razonablemente, es decir, de cooperar con los demás sin renunciar a su propio interés. Sólo así sería posible la convivencia y la cooperación en sociedades modernas en las que reina una pluralidad de concepciones del bien y, por tanto, de máximas de acción.[10]

Ya ha quedado claro el porqué de la exigencia de universalizar las máximas de acción. Sin embargo, seguimos en la mera formalidad: cada uno se tiene que dar su propio contenido a sí mismo. Éste podría ser un punto sumamente problemático desde ciertas perspectivas. El propio Rawls podría objetar que, aunque la ley pueda ser universal, no asegura que por ello sea justa. El problema es que no hay contenido concreto. Otro problema ocurre al intentar justificar mi máxima de acción frente a otras personas. ¿Qué pasa si las máximas que supuestamente universalizamos no son, en efecto, aceptadas por todos? ¿Cómo decidir cuál máxima sí y cuál no?

Ante este cuestionamiento la ética del discurso efectúa una transposición dialógica del imperativo categórico. Apel dejó muy en claro que hay una interacción humana, a la que él denomina racionalidad comunicativa, que apela al entendimiento de quienes participan en esa comunicación y que busca, en última instancia, el consenso. Por tanto, convencer de manera racional al otro de que acepte como válidas las máximas de acción y las normas morales que yo acepto como válidas es posible mediante el discurso argumentativo. ¿Por qué es así? Según Apel, cuando alguien argumenta con sinceridad respecto de una pretensión de validez, está presuponiendo algo: una comunidad ideal de comunicación (o una situación ideal de habla, en términos habermasianos). Éste sería el a priori de la ética. Evidentemente se trata de un ideal: es el presupuesto de que uno está argumentando bajo las mejores condiciones posibles y se asume que si se argumenta con verdadera sinceridad, la argumentación puede trascender el contexto propio.

Entonces, para que sea válida, toda norma debe satisfacer la condición de que sea aceptada sin coacción alguna por todos los afectados; y no sólo la norma, sino también las consecuencias y los efectos secundarios que se puedan derivar de ella. Éste sería el principio U de Habermas, aquél que refiere a la exigencia de universalización del principio discursivo:

Que una norma es válida únicamente cuando las consecuencias y efectos laterales que se desprenderían previsiblemente de su seguimiento general para las constelaciones de intereses y orientaciones valorativas de cada cual podrían ser aceptadas sin coacción conjuntamente por todos los interesados.[11]

Pero esa aceptación general debe darse realmente; es decir, los conflictos reales respecto de nuestras convicciones morales pueden ser resueltos de manera discursiva ahí donde las pretensiones puedan ser sometidas a una argumentación real entre varios participantes reales. Habermas también cree que, en principio, en tal situación y siempre que los participantes se ajusten a las condiciones de la situación ideal de habla, el argumento que ganaría sería el mejor argumento. Lo que me parece importante es esa anticipación, ese a priori del que hablaba Apel. No se trata de un mero constructo teórico, pues por más contrafáctico que sea, opera en el proceso de la comunicación como una suposición inevitable que podemos anticipar. El presupuesto que tenemos en tal situación es que realmente existe la posibilidad de entender al otro y de llegar a un acuerdo. Por ello, ya se puede entender la necesidad de la ética del discurso de ir más allá de la posición kantiana. La transposición dialógica que realiza la ética del discurso es necesaria para que, en palabras de Thomas McCarthy:

[…] más que atribuir como válida a todos los demás cualquier máxima que yo pueda querer que se convierta en ley universal, tengo que someter mi máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su pretensión de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual puede querer sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo que todos pueden acordar que se convierta en una norma universal.[12]

Se trata de un constante y, tal vez, interminable proceso en el que la libertad, la autonomía y la capacidad de autodeterminación y autolegislación se concitan como elementos fundamentales en la exigencia de ir perfeccionando, poco a poco, las máximas de acción, no sólo por medio del ejercicio ideal y mental que yo pueda hacer por mi propia cuenta, sino por medio del diálogo y de la discusión argumentativa que pueda tener con otras personas interesadas en valorar y fundamentar sus máximas de acción y sus juicios morales. Es decir, más allá de las divergencias que puedan existir entre los distintos puntos de vista, a pesar de los choques entre subjetividades ocasionados por la pluralidad de convicciones morales al buscar un punto en común, la posibilidad de alcanzar un acuerdo es real. Y la plausibilidad del consenso reviste de fortaleza nuestras tentativas de fundamentación. De esta manera nos guarecemos de caer en esa posición tan perjudicial para la moral que es la resignación apocada ante el relativismo, el subjetivismo y el emotivismo tan en boga en nuestras sociedades actuales.

En una sociedad caótica como la nuestra, en la que rige una suerte de anarquía moral, en la que parece imposible presuponer concepciones morales comunes, aventurarnos a emprender la búsqueda de una fundamentación no es otra cosa que abrazar osadamente la esperanza en la recuperación de un espíritu común, de alguna forma de sostén que nos vincule y nos acerque a los demás. Y como ya señalé al comienzo de este escrito, la tarea de intentar fundamentar la moral puede tener muchos caminos diversos que, en su mayoría, podrían considerarse correctos. Yo elegí éste porque a mí me parece el más convincente y consistente para nuestros tiempos. En primer lugar, se privilegia la autonomía de la voluntad humana, lo cual consigue, desde un comienzo, que nos alejemos de las implicaciones del relativismo que engullen como arenas movedizas todo movimiento que busque apearse de ellas. Y también, lo importante es que esa apuesta por la autonomía es conjunta a la de la libertad: los seres humanos podemos llegar a ser morales sólo porque, en menor o mayor medida, somos libres. Por tanto, depende enteramente de nosotros decidir si queremos hacerlo o no.

En segundo lugar, se parte de cierta intuición moral común que tenemos todos (por eso se apela a la propia comprensión y aceptación moral). Lo que logra Kant con la Fundamentación para una metafísica de las costumbres no es, de ninguna manera, un principio desde el cual se puedan deducir normas de contenido generales; sino que, como confirma Hans–Georg Gadamer, consigue “una aclaración conceptual de algo que en su evidencia no requiere una justificación filosófica”.[13] El deber hacia nosotros mismos no nos constriñe a adoptar contenidos de cualquier tipo, solamente nos impacta en el cómo debemos comportarnos frente a nosotros mismos. Por esta razón se pone de relieve la validez del formalismo kantiano, incluso —o sobre todo— en estos tiempos.

Una vez esclarecida la intuición moral común —la evidencia del deber, la cual sería ostensible para todos en la práctica misma de la moralidad—, se puede dar el paso a una normatividad y a una exigencia de introspección y de examen constante sobre nuestros propios móviles y máximas de acción. ¿Cómo hacer esto? Examinando si podemos querer universalizar una máxima, pues un verdadero precepto moral es aquél que tiene la posibilidad de ser universalizado de forma consistente. Y esto, el anhelado fundamento universal, aunque tal vez pueda parecer desmedido por la pluralidad de concepciones que pululan en nuestro mundo globalizado, es posible por la voluntad y por la razón que es común a todos los seres humanos. Pero todavía no resolvemos nada, pues una vez que lo logramos, nunca van a faltar los momentos en los que nos veamos enfrentados a personas que nieguen la validez de nuestras pretensiones, porque la pesquisa por la fundamentación no se puede hacer de manera subjetiva, sino en contextos intersubjetivos, en la compañía de otros que tienen el mismo interés que nosotros.

Compartir tal interés en la fundamentación es clave, pero eso no impide que muchas veces, o casi siempre, estos otros esgriman concepciones divergentes a las nuestras acerca de lo que podría ser ese fundamento. Para ello sería necesario poner sobre la mesa y discutir racionalmente, argumentativamente, todas nuestras convicciones morales; lo cual es posible, pues ya vimos que Habermas y Apel mostraron la existencia de un saber previo, compartido por todo ser humano, relativo a las reglas que hacen plausible lograr un consenso.[14] Son reglas presupuestas en todo juego del lenguaje intersubjetivo —como podría ser que, una vez acordado algo, hemos de respetar lo convenido— que, de forma apriorística, regulan la intersubjetividad en general y, por tanto, presuponen la existencia y validez de normas éticas universales —como no mentir o no negarse a escuchar el desarrollo de un argumento racional— sin las cuales es imposible la comunidad de argumentación y, con ella, toda fundamentación intersubjetiva. Por eso se trata de una ética discursiva, la cual invita a la disposición y a la apertura al diálogo y a la alteridad; componentes que me parecen laudables en cualquier intento de salir de nuestro recinto subjetivo y alcanzar acuerdos con los otros, ya que tejen puentes entre las distintas convicciones morales que pueda haber y permiten apuntar nuestras flechas a una instancia común, mucho más estable y universal. He ahí su riqueza: crean espacios y puntos de encuentro en los que podríamos, con voluntad y con mucho trabajo de por medio, habitar y llegar a sentirnos en casa, con independencia de las particularidades que nos diferencian o que incluso podrían enemistarnos.

Nuestras pretensiones de validez, tanto la verdad de los enunciados como la rectitud de las normas que defendemos, se tienen que poner sobre la mesa para ser discutidas, y quedan sujetas a la argumentación y al posible consenso que pueda ser resultado de ella. Se trata de una situación discursiva en la que se supone que ganaría el mejor argumento y, así, se propiciaría el consenso. Y lo importante aquí es que la anticipación de la situación ideal de habla nos libra de quedar maniatados por una verdad relativa, limitada al contexto histórico y social particular en el que acaece la situación discursiva de las argumentaciones, y se puede defender —al menos idealmente, al menos contrafácticamente— un concepto absoluto de la verdad, en el sentido de que, quien argumenta que algo es verdadero, presupone que lo es para todos los seres humanos de todos los tiempos; que al propugnar la verdad de algo se está dirigiendo, necesariamente, a toda la humanidad.[15]

Esta suposición contrafáctica opera, de hecho, en el proceso de argumentación, pues no es sino la condición de posibilidad para comprender el habla en general, y sirve de norma crítica para sopesar los discursos de facto. En ese sentido, es una especie de principio trascendental que está presente en todo ser racional. Lo sepamos o no, los seres humanos asumimos esto en nuestra vida diaria, especialmente cuando tenemos una pretensión de validez respecto de la verdad de un enunciado o de la corrección de una convicción moral; pues hablar, intentar argumentar y explicar una convicción, esperar ser escuchados, tomados en serio, comprendidos, es darlas por sentado.[16] Por esta razón se trata de una transformación lingüística de la filosofía kantiana, en la que el hecho principal es que nos encontramos insertos en medio de una comunidad estructurada lingüísticamente. Las reglas son trascendentales porque son el presupuesto de toda ética y de todo conocimiento. No podemos no aceptarlas, sencillamente, porque somos seres racionales. Y quien dice que no las acepta, quien osa renegar de ellas, en realidad lo que está haciendo es intentar excluirse a sí mismo, vanamente, de la razón humana.

Entonces, la ética universal se basaría en el discurso, en la propia racionalidad. De esta manera, lo que se logra es colocar en las manos del ser humano, en su propia decisión, la posibilidad de construir un mundo ético mediante la voluntad y la razón, a través del diálogo con los otros. La primera formulación del imperativo categórico se ha dialogizado, y todos los seres humanos, en conjunto, son detentores de una suerte de responsabilidad solidaria que implica a los otros; se necesita de la colaboración, por medio del diálogo, del discurso argumentativo, de los otros. Por eso escribe Habermas que “la ética discursiva justifica el contenido de una moral del igual respeto y la responsabilidad solidaria para con todos”.[17] Se trata de la situación de fundamentación compartida, intersubjetiva, a la que todo ser racional querría sumarse, pues el fondo de todo esto es la búsqueda de un principio universal de imparcialidad —como el que exigía Rawls— que pueda ser aceptado y validado por todos.

Los elementos del diálogo y la alteridad crean un mundo de sentido compartido en donde es posible el fundamento. Por eso, no se trata de la búsqueda de una mera ilusión, sino de “una forma aceptable de precepto moral para la emergente sociedad individualista y liberal”.[18] Y me parece que la apelación a la alteridad, a una posible conquista de la universalidad por medio del diálogo con los otros, instaura sobre nosotros un deber, un cierto escozor en el pecho que nos empuja a buscar conjuntamente ese fundamento. Y esa búsqueda, la propia del insondable camino filosófico, no se puede hacer en solitario, como aseguraba al principio, sino en compañía; pues si algo nos ha enseñado la hermenéutica es que está en el carácter de la razón que hasta el pensamiento más solitario sea siempre, de alguna manera, dialógico y comunicativo. Por tanto, el imperativo, compartido por todo ser racional, es un imperativo intersubjetivo, dialógico; razón por la cual siempre es posible alcanzar el consenso y, por otra parte, la fundamentación universal se presiente asequible.

Lo que así se logra es entonar una especie de canto, un peán en honor a la finitud humana. Como depende sólo de nosotros y de nadie más, se trata de una apuesta, una defensa encarnizada de nuestra finitud, en cuyo fondo radicaría el fundamento mismo. Por tanto, esta forma de fundamentación, que esbocé a partir de las tres éticas deontológicas, logra compaginar una existencia, que es al mismo tiempo finita y autónoma, con una forma de fundamento moral, que es intersubjetiva, compartida, común. ¡Y qué pretensión, qué arrojo más desmedido y digno de admiración que ése puede haber! ¡Qué proceder más honesto es el asumirnos como seres que experimentan su propia facticidad, su propia contingencia en el mundo, y que por eso mismo aspiran a asir de alguna manera un fundamento que sea coherente con la inexcusable situación finita que viven! ¡Y qué grandes son las posibilidades de que nuestras flechas yerren, de que se pierdan en el vasto cielo, precisamente por nuestra más radical e insoslayable finitud!

Por eso digo que se trata de un intento de fundamentación que me parece consistente y que podría funcionar en los tiempos que vivimos. Pero tal vez no, tal vez no sea así; pues asumir la propia finitud implica muchas veces abrir la puerta a la incertidumbre y lanzar los dados al azar, tal como escribía Foucault en Las palabras y las cosas: “La finitud del hombre, anunciada en la positividad, se perfila en la forma paradójica de lo indefinido; indica, más que el rigor del límite, la monotonía de un camino que, sin duda, no tiene frontera, pero que quizá no tenga esperanza”.[19] Siempre existe el riesgo de que no funcione y de que todos nuestros esfuerzos estén abocados al fracaso. Sin embargo, creo que el camino, la búsqueda, por momentos tormentosa pero también por momentos iluminada por una cálida y rutilante luz solar, vale la pena. Es la única búsqueda que podemos hacer como los seres finitos, accidentales y falibles que somos; una que es propia, que nosotros hacemos sólo si queremos y podemos. El criterio de la moralidad nos lo debemos imponer nosotros a nosotros mismos, pues cada uno es, ineludiblemente, su propia autoridad moral (por eso la defensa exacerbada de la autonomía y la libertad). Las máximas de acción que elijamos como válidas deberán doblegar y dirigir nuestro querer porque, por una parte, dada la exigencia de universalidad, tienen valor absoluto y, por otra parte, somos nosotros mismos quienes nos animamos a imponernos esas reglas y a autogobernarnos.

No existe maestro ni autoridad externa, ni siquiera divina, que sea tomada como válida y nos proporcione un criterio para la moralidad, sino que éste debe provenir del fondo de nuestra cabeza y del interior de nuestro pecho. De nada sirve poner los ojos en blanco y mirar al cielo en busca de apoyo y orientación. Lo único que funciona aquí es, por medio de la razón y la voluntad, esforzarnos por modificarnos a nosotros mismos, a disponernos a la propia comprensión moral de la mano de los otros, en diálogo con los otros. Tal es, me parece, la mayor legitimidad de este intento concreto de fundamentación de la moral. Somos nosotros y nadie más quienes decidimos tomar en serio la exigencia socrática de preguntarnos por el bien, por la justicia y por la verdad; sólo nosotros podemos interesarnos en saber si hacemos cosas justas o injustas, actos propios de personas buenas o de personas malas;[20] y sólo nosotros, definitivamente, sólo los seres humanos, unidos en nuestra honda y a veces terrible finitud, podemos iniciar la larga búsqueda del fundamento y optar por ocuparnos de la virtud de una buena vez por todas.

 

Fuentes documentales

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

Gadamer, Hans–Georg, “Ethos y Ética” en Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2017, pp. 201–228.

Habermas, Jürgen, “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral” en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 70–78.

Kant, Immanuel, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002.

MacIntyre, Alasdair, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 2006.

McCarthy, Thomas, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1987.

Platón, “Apología de Sócrates” en Diálogos I, Gredos, Madrid, 1981, pp. 137–186.

Tugendhat, Ernst, Lecciones de ética, Gedisa, Barcelona, 2001.

 

[*] Estudiante de la Licenciatura en Filosofía y Ciencias Sociales en el ITESO. pablo95_07@hotmail.com

 

[1].    Arthur Schopenhauer, “Escrito concursante sobre el fundamento de la moral” en Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo xxi, Madrid, 2009, pp. 146–147.

[2].    Ernst Tugendhat, Lecciones de ética, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 23. Me parece pertinente constatar que el diagnóstico de Tugendhat es muy similar al realizado por otros dos grandes filósofos morales contemporáneos, Bernard Williams y Alasdair MacIntyre.

[3].    1 Co 15, 32; Is 22, 13.

[4].    Véase David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Tecnos, Madrid, 2011, pp. 633–634.

[5].    Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002, p. 79. Las cursivas se encuentran en el original.

[6].    Ibidem, p. 89.

[7].    Ibidem, p. 94. Las cursivas se encuentran en el original.

[8].    El célebre ejemplo kantiano de la promesa resulta ser muy esclarecedor en este sentido.

[9].    Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 2006, p. 213.

[10].  Aunque esto ya sería, ciertamente, ir un poco más allá de las bases de la propuesta rawlsiana, pues forma parte del velo de la ignorancia la restricción de no conocer la propia concepción del bien.

[11].  Jürgen Habermas, “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral” en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999, p. 75. Las cursivas se encuentran en el original.

[12].  Thomas McCarthy, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1987, p. 377.

[13].  Hans–Georg Gadamer, “Ethos y Ética” en Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2017, p. 209.

[14].  Vale la pena precisar que no se trata de un saber previo en el sentido heideggeriano o gadameriano, pues esto implicaría contenidos específicos que radican más allá de la pura forma trascendental de las reglas compartidas por todo ser racional. Lo que se comparte más bien es una cierta infraestructura formal de racionalidad, reconocible en las acciones comunicativas y en los procesos de argumentación.

[15].  Véase Jürgen Habermas, Verdad y justificación: ensayos filosóficos, Trotta, Madrid, 2002, pp. 248–250. La situación ideal de habla es un presupuesto regulativo de la argumentación. Es el presupuesto de que se está argumentando bajo condiciones ideales, las cuales, en cuanto tales, nunca se cumplirán del todo en los discursos reales y, por tanto, no se trata de una situación fáctica, sino más bien contrafáctica.

[16].  Pensemos, por ejemplo, en las cuatro suposiciones que, según Habermas, hacemos en los discursos con la finalidad de que el mejor argumento pueda salir a la luz y consigamos alcanzar un consenso: “a) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; b) a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportaciones; c) los participantes tienen que decir lo que opinan; d) la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como externas, de modo que las tomas de posición con un sí o un no ante las pretensiones de validez susceptibles de crítica únicamente sean motivadas por la fuerza de la convicción de los mejores argumentos”. Jürgen Habermas, “Una consideración genealógica…”, p. 219.

[17]Ibidem, p. 211.

[18].  Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, p. 214.

[19].  Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo xxi, México, 2010, p. 327.

[20].  Platón, “Apología de Sócrates”  en Diálogos i, Gredos, Madrid, 1981, pp. 137-186.