Del hombre a Dios

Álvaro San Román Gómez[*]

 

Recepción: 14 de diciembre de 2022
Aprobación: 16 de febrero de 2023

 

Resumen. San Román Gómez, Álvaro. Del hombre a Dios. En el presente artículo me centro en revisar sucintamente los conceptos de la obra El hombre y Dios del filósofo Xavier Zubiri. En primer lugar, expondré a qué llamamos “hombre”, para abordar enseguida cómo y dónde se es tal. Seguidamente, dilucidaré qué solemos entender por “Dios”, para concluir poniendo en tela de juicio las caracterizaciones elaboradas por el autor vasco.

Palabras clave: hombre, Dios, deidad, realidad, religación.

 

Abstract. San Román Gómez, Álvaro. From Man to God. In this article I set out to provide a succinct overview of the concepts of the philosopher Xavier Zubiri’s work Man and God. First I will look at what we call “man,” and then how and where one can be a man. Next I will examine what we tend to understand by “God”, and finally conclude by questioning the characterizations formulated by the Basque thinker.

Key words: man, God, deity, reality, religation.

 

Introducción

¿Dónde está Dios? ¿Ha huido como hicieron los dioses paganos de Hölderlin? ¿Ha muerto, como nos lo reveló Zaratustra? Quizás sea mera extravagancia plantear estas preguntas en un mundo en el que el eslogan nietzscheano luce estampado en tazas para capuchinos. Sin embargo, de la mano de Xavier Zubiri, trataremos de responder a la pregunta planteada, trataremos de buscar a Dios, sea éste —o esto— lo que sea.

A primera vista puede resultar sospechoso que un filósofo formado en la corriente fenomenológica, suscrito a su máxima “¡A las cosas mismas!”, vuelque lo mejor de su talento en filosofar acerca de Dios. ¿Acaso se pretende llegar a Dios, sea lo que sea, desde las cosas mismas? ¿Se puede, al hablar de las cosas, hablar al mismo tiempo de Dios? Desde luego, éste es el intento de este filósofo —y el nuestro también—. A lo largo de las próximas páginas trataremos de sintetizarlo y criticarlo. Para ello nos introduciremos en El hombre y Dios, cuyo análisis será el elemento central de este artículo. Desbrozaremos todo aquello que en ese texto resulte accesorio para nuestro propósito y nos enfocaremos en el “Curso de Roma” de 1973. También haremos referencia a la incompleta “Redacción Final” de 1983, de modo que podamos refinar algún punto oscuro o poco desarrollado en las lecciones de 1973. Por otro lado, nos acompañarán otras voces relevantes que ayudarán a apuntalar, matizar, criticar y llevar a buen puerto (nuestro puerto) la reflexión: un compatriota vasco, Miguel de Unamuno; otro fenomenólogo, Karl Jaspers, y, finalmente, el padre de la hermenéutica, Friedrich Schleiermacher.

Una de las bondades del citado libro de Zubiri es que cuenta con un despliegue sintético del núcleo duro de su filosofía (desarrollado en su obra magna, la trilogía sobre la inteligencia),[1] ineludible para aproximarnos al problema de Dios. Por ello atravesaremos resumidamente los puntos más importantes de este núcleo, lo cual nos ayudará a comprender qué tipo de ser es el hombre, para concluir en el otro polo aludido en el título de la obra que nos ocupa, “Dios”. En el trayecto pasaremos a través de la realidad, a la que, como veremos más adelante, estamos constitutivamente religados.

 

El hombre: animal multifacético 

Primero debemos dejar claro que, para Zubiri, en contra de gran parte de la tradición occidental, no existen sustancias. No hay nada detrás o por debajo del conjunto de las propiedades o “notas” que configuran una realidad cualquiera. Un ejemplo del propio Zubiri es que la plata no es algo que posea un “sistema nucleico de protones y neutrones, electrones circulares o periféricos, el espín, etc.”.[2] Efectivamente, “pensamos que la plata es la que tiene estas propiedades. Pero no es así. Estas propiedades son la realidad misma de la plata. Es la realidad argéntea”.[3] Lo que hay son realidades constituidas por un sistema coordinado y coherente de propiedades, esto es, de notas. Esto quiere decir que cada nota está relacionada con el resto de las notas; cada nota es nota–de otras notas. Este carácter de respectividad es lo que otorga esa suficiencia constitucional que nos permite referirnos en todo momento a tal realidad que permanece siendo tal sistema de notas y no otro; nos permite referirnos no a una sustancia, sino a una sustantividad.

En nuestro caso la sustantividad que interesa describir es la humana, caracterizada por ser, en primer lugar, viviente. En efecto, el hombre es un ser vivo y, como tal, se caracteriza por poseer cierta independencia respecto del medio, así como cierto dominio sobre él. En segundo lugar, es un ser sentiente, poseedor de sentidos; un ser capaz de ser estimulado al estar constituido por un sistema nervioso que le permite acceder a lo que Zubiri llama el “momento de alteridad”, que consiste en “tener ante sí algo que no es el viviente mismo”.[4] Mi estructura sentiente supone en todo momento que yo no soy aquella cosa que siento, que tengo la capacidad de evitar confundir el hambre con la comida. Hasta aquí compartimos las mismas notas que los animales; sin embargo, en tercer y último lugar, somos además inteligentes. Pero no en el sentido de ser capaces de idear o juzgar, sino en el sentido de poder enfrentarnos con todas las cosas como realidades. Para entender esto último debemos definir de manera sencilla qué es realidad en Zubiri. Como el animal, el ser humano comienza estimulado, por ejemplo, por el fuego. Para el gato el fuego se agota en su impresión estimúlica, en su quemarle los pelos de los bigotes, ante lo cual no cabe otra respuesta que la huida. El fuego, para el felino, estimula la respuesta de la huida, se agota en su quemar. Pero en el hombre, al decir que éste tiene además la “impresión de realidad” del fuego, significa que posee la capacidad de separar la propiedad calórica de la sensación inmediata de entrar en calor, es decir, que cuenta con la posibilidad de entender que el fuego, “de suyo”, quema, que está ahí quemando, y no sólo quemándome; el fuego es real, no se agota en su mero quemar. De ahí que el ser humano sea el único animal conocido capaz de dominar el fuego. En conclusión, nuestra especie tiene no sólo impresión estimúlica, sino también, y al mismo tiempo, impresión de realidad. Y esa impresión, “por ser impresión, es un sentir animal y, por otro lado, en tanto que lo sentido es realidad, es un acto intelectivo. Ahora bien, como no son dos impresiones sino una sola, resulta que sentir e inteligir no son dos actos sino uno solo. Y, por consiguiente, ese acto está ejecutado por una sola facultad, lo que llamo inteligencia sentiente”.[5]

He aquí la famosa síntesis monista zubiriana. Contra la tradición dualista occidental el ser humano no posee un cuerpo que se adhiere a una sustancia con alma. No es la suma de su organismo y su psique, sino que es ya una sustantividad psico–orgánica, de tal manera que “la inteligencia misma siente la realidad”; el organismo intelige la realidad, “todo lo psíquico transcurre orgánicamente y todo lo orgánico transcurre psíquicamente”.[6] En el ser humano, como sistema de notas respectivas, su nota orgánica es respectiva de su nota psíquica; el organismo es organismo–de una psique, y esta última es psique–de aquél.

En Miguel de Unamuno ya se atisbaba un esbozo de esta idea hecha sistema en Zubiri. Opuesto a la psicología empirista y a su fórmula “hay en mí un principio que piensa, quiere y siente”,[7] Unamuno sostiene que esto implica una petición de principio y concluye: “Porque no es verdad inmediata, ni mucho menos, el que haya en mí tal principio; la verdad inmediata es que pienso, quiero y siento yo. Yo, el yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo vivo con los estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa, quiere y siente”.[8]

Vida y corporeidad, psique y organismo son, tanto para Unamuno como para Zubiri, dos momentos inseparables. La corporeidad es ella misma expresión de la vida. Por su polo sensitivo siente la realidad, por su polo intelectivo la intelige. Y así podemos concluir que el ser humano es un animal (porque siente) de realidades (porque intelige).

Hasta aquí hemos visto qué es el ser humano desde el punto de vista de sus notas. Pero sigamos avanzando y veamos qué es aquél como forma de realidad. El animal de realidades, como cualquier otra realidad, es formalmente de suyo; está ahí en la realidad como sustantividad sustentada por sí misma y en sí misma. Pero, además, cuenta con la característica de ser suya. El ser humano es de suyo suyo. “Tengo una realidad”, dirá Zubiri, “que es mía, cosa que no acontece a una piedra”.[9] En efecto, podríamos decir que a una piedra se la vive, pero un humano sólo puede vivirse a través de sí mismo poseyéndose. A esta forma del humano de ser–suyo la llamará Zubiri “suidad”. La suidad es una forma de realidad que “es real ‘frente a’ toda otra realidad que no sea la suya”. Es una realidad, por tanto, que “está ‘suelta’ de toda otra realidad”,[10] es decir, una realidad ab–soluta. Y es este carácter de suyo lo que constituye para Zubiri el ser persona.

Por tanto, como forma de realidad, el ser humano es un animal personal, dotado de suidad, que aun en el más insignificante de sus actos va perfilando “su personalidad”. Porque, en efecto, ser persona consiste en desplegar una personalidad con cada acto ejecutado. Y es que aquél —y he aquí la vertiente existencialista de Zubiri— no nace sino que se hace. Pero se va haciendo porque lo característico de la temporalidad humana es su dimensión de desplegabilidad. El tiempo humano no es un eterno presente en el que simplemente se es “ahora esto, y ahora esto, y ahora esto”, sino que es un gerundio mayúsculo por el cual no soy, sino que estoy siendo. ¿Ser qué? Una persona que se hace a sí misma, expresada en su personalidad porque es persona; una realidad que cuenta con lo que Zubiri denomina “carácter sehaciente”.[11]

El animal de realidades resulta ser un animal personal, una realidad con personalidad que va construyéndose construyéndola. ¿Cómo? Desde una tridimensionalidad. En primer lugar, desde su dimensión individual. En ella descubrimos que todo individuo es igual a otro en un aspecto, pero lo suficientemente disímil como para diferenciarse entre sí. Zubiri diría que “los demás no son simplemente diferentes, sino ‘diversos’”; mientras que los diversos “son diferentes dentro de la misma versión: son di–versos”.[12] Por ello el ser humano, en su dimensión de individuo perteneciente a la versión humana, es diferente en ella y, por tanto, es animal diverso. En segundo lugar, esta realidad personal individual se hace además en una dimensión social. El individuo no sólo vive volcado en una temporalidad gerundia, sino que está simultáneamente vertido hacia otros individuos entre los cuales es diverso y con los cuales se hace. El ser humano es en sí mismo “una estructura de convivencia”, un “ser común”, un animal social que con–vive en la gerundialidad con los demás, es decir, que todos los animales sociales existentes lo hacen en el tiempo “a la vez”. Ésta es la tercera y última dimensión del animal personal, lo que Zubiri nombra dimensión histórica o etánea. Somos co–etáneos los unos respecto de los otros y, a la vez, estamos vertidos hacia el futuro, es decir, somos una especie prospectiva. Y lo somos en dos momentos: el primero, biogenéticamente, pues generamos el futuro de la humanidad en la progenie; el segundo, transmitiendo no sólo vida, sino modos de vida. Transmitimos cómo vivir la vida en la forma de tradición traída de la historia y entregada al futuro en las manos de los que nos sobreviven. Así pues, el ser humano es también animal histórico.

En el campo de realidad que nos abre nuestra inteligencia sentiente, el ser humano se instala como persona que ejecuta los actos que definirán su personalidad de manera individual, comunal e histórica según tres aspectos. Primero ejecutará actos determinado por su naturaleza, esto es, según las potencias y facultades que posee sólo por ser tal. Yo pongo en acto mis facultades y actualizo mis potencias según mis necesidades: yo respiro, yo ando, yo como… Yo ejecuto estos actos en tanto agente de ellos. En un segundo momento realizará actos determinado por la contextualidad sociohistórica que le haya tocado vivir. Soy hijo, soy filósofo, soy varón… y actúo lo mejor que puedo el papel asignado, soy el actor de mi vida. Y en un tercer y más importante momento emprenderá actos en una dimensión estrecha pero fundamental, la libertad. En ella yo decido actuar de una manera u otra en mi contexto, elijo el modo en que ejecuto mi persona y soy así autor de mis actos.[13] Zubiri explica que todo esto lo hacemos desde una experiencia muy concreta: la de ser lanzados hacia la “realidad–fundamento” que sentientemente inteligimos. A esta experiencia ya hemos aludido líneas atrás y no es otra que la “gerundialidad”, la cual poseemos gracias a un dinamismo tensional entre la inteligencia sentiente y la realidad inteligida. El ser humano, mientras sea, no puede dejar de sentir la realidad. Estamos constitutivamente abiertos al mundo en derredor de modo tal que no podemos dejar de mirar, palpar, escuchar, respirar… No es que yo vea aquel árbol, es que el árbol, si hacia él miro, me fuerza a que lo vea. Pero no sólo eso: no podemos además dejar de optar en la ejecución de nuestros actos. En efecto, la figura de este lanzamiento inevitable hacia la elección es lo que nombramos “voluntad”. No es que yo esté escribiendo este artículo gratuitamente ni es sólo que el artículo se esté escribiendo, sino que este artículo fuerza a que sea escrito o a que lo deje en blanco. Hay una forzosidad en las cosas, lo que Zubiri llama “el poder de lo real”. Y la voluntad es un indicio de esa fuerza. “El hombre no puede dejar de querer, por estar lanzado a la realidad–fundamento”, que “consiste en una apropiación de posibilidades”.[14] Por la voluntad se toma continuamente una decisión de cómo deben ser las cosas y acerca de cómo uno es respecto de la realidad, pero también respecto de los demás. Porque, como examinamos líneas antes, “ninguna realidad es real sino respecto de otras”.[15]

Lo antedicho nos lleva un paso más allá en el esbozo de la realidad humana. Ésta se va configurando en modos de ser, es decir, la nuda realidad, la realidad en bruto, está siempre re–actualizada de maneras concretas; la realidad está siempre siendo tal realidad, una realidad así. Y el modo en que la realidad humana se reactualiza concretamente es en el ser un yo. La personalidad es poseída por un yo que, en ejercicio de su voluntad, opta por un modo u otro de ser ese yo. “La personalidad es un modo de ser yo”.[16] Más aún, “la vida del hombre tomada en su totalidad, no consiste sino en configurar su yo. Por eso, es un error decir, a mi modo de ver, que yo soy mi vida, sino que es justamente al revés”.[17] Mi vida es configurar el yo, por eso la vida es siempre algo más. Mi vida es también todo aquello que queda fuera del yo. Es mis transmisiones sinápticas, es mi cuerpo, del que nadie sabe realmente lo que puede, pero, sobre todo, es el yo que aún no soy. La vida humana, concluye Zubiri, es la “‘yoización’ de todos sus procesos”.[18]

 

Realidad y religación

Realidad

Hasta aquí hemos expuesto lo más sucintamente posible qué es el ser humano (animal multifacético) y cómo se es humano (siendo un yo).  Ahora bien, uno no yoiza todos sus procesos en el vacío, sino que lo hace en respectividad con las demás realidades. La computadora no puede estar de suyo ahí delante si no es respecto de la taza, que está de suyo a su derecha y, al final, respecto de mí, que de suyo estoy escribiendo, construyendo mi yo. “Se trata de que efectivamente, cada realidad físicamente está unida a todas las demás realidades en tanto que realidades y, por consiguiente, el ‘de suyo’ nunca es formalmente posible más que respectivamente a otras realidades”.[19]

Hemos llegado a un núcleo duro en la exposición. Si bien yo puedo estar referido a las cosas reales en cuanto tales gracias a mi facultad sentiente–intelectiva (lo que llamamos “el momento de impresión de realidad”), de modo tal que puedo enumerar y especificar cada realidad que me estimula (esta computadora, esta taza), no tengo la posibilidad en ningún momento de señalar su carácter de realidad, ya que éste es constitutivamente inespecífico. “Es tan inespecífico que cuando las realidades cambian, lo que cambia es precisamente las realidades en sus caracteres y contenidos, pero el momento de realidad es el mismo”.[20] Así como diríamos que “hay siempre oscuridad” o “siempre es de noche” durante las noches polares del Ártico, en todo momento y lugar podríamos decir “hay siempre realidad” o “siempre es realidad”. Esta aprehensión de lo real que se ejecuta gerundialmente en la inteligencia sentiente abre lo que Zubiri nombra “el campo de la realidad”, que jamás se confundirá con las cosas en él. La realidad, como suma de respectividades que otorgan realidad a las cosas pero que las excede, es, de acuerdo con Zubiri, aquello en lo que nos apoyamos y posee tres características. Por un lado, la realidad es algo último, pues siempre está sosteniéndome. Yo me apoyo en la realidad para poder ser yo. Pero, además, esta ultimidad que es la realidad tiene un carácter posibilitante, que no es más que el reverso de mi voluntad. Esto es, yo no tendría experiencia de mi voluntad, de mi lanzamiento y vuelco a la realidad si ésta no abriera las posibilidades entre las cuales opto. Por ello la realidad no es una posibilidad entre otras, sino que es “la posibilidad de todas las posibilidades”,[21] una reserva ilimitada de formas por las cuales optar y adoptar una forma de realidad, una personalidad, un yo. Luego entonces, aquélla es un apoyo de posibilidades, lo cual supone, como reverso de mi lanzamiento hacia ella, que se me impone irremediablemente la tarea de elegir. Así como no puedo dejar de inteligir la realidad porque siempre es tal, tampoco puedo dejar de optar con mi voluntad porque las posibilidades me impelen a que las haga efectivas. Por ello, la realidad es impelente. Tenemos ya una realidad última, posibilitante e impelente, y que es, a un tiempo, actualizada, inteligida sentientemente, como una patencia, una manifestación continua, gerundial de sí misma. Por esa manifestación ininterrumpida sentimos, de modo opuesto a lo que afirma Descartes, que podemos fiarnos de ella, pues permanece firme en su manifestación; manifiesta firmemente, esto es, efectivamente. La realidad es patente, firme y efectiva en su ultimidad, posibilitación e impelencia.

Pero no sólo eso. Demos un paso más. Si hendimos las apariencias hacia su inespecificidad vemos que la realidad supone una inmensa paradoja. “Por un lado”, explica Zubiri, “es lo más otro que yo, puesto que es lo que me hace ser […]. Por otro lado, es lo más mío, porque lo que me hace es mi realidad siendo, mi yo siendo”.[22] Esto es lo mismo de lo que hablaba san Agustín respecto de su experiencia de Dios cuando aquél expresaba interior intimo meo, superior summo meo. La realidad parece ser lo más íntimo en mí, pero también, y por lo mismo, lo que me supera en todas direcciones. A esto nos referíamos al exponer que, aun cuando podemos, no deberíamos confundir las cosas reales con la realidad en que se dan. Y podemos confundirlas porque, en efecto, esta realidad que hemos descrito se nos puede hacer presente simplemente en tanto realidad–objeto. Podemos, porque inmediatamente así se nos presenta, reducir la realidad a las realidades que aparecen. Ante la realidad–objeto “yo puedo pasar de largo delante de ella, o bien dedicarme a investigarla, a averiguar lo que sea”.[23] No obstante, si nos atenemos a la llamada de atención sobre la inespecificidad del momento de realidad, esta realidad se manifestará como realidad–fundamento, como el ser fundante por el cual las cosas no sólo son reales, sino por el cual hay cosas. En síntesis, “todas las cosas son reales, pero ninguna es ‘la’ realidad”.[24] Esta computadora, esa taza, aquel árbol… son cosas reales, pero ninguna de ellas agota la realidad, sino que ésta palpita en cada una de ellas y es más que su mera suma. La realidad posee así un carácter al que daremos por nombre “transcendental”.

Tal concepción fue elaborada de forma análoga por otro gran fenomenólogo, Karl Jaspers, a quien acudiremos para profundizar en ella. De acuerdo con este autor, el ser humano tiene una experiencia fundamental: “Lo que para mí deviene siempre objeto es un ser determinado entre otros, y sólo un modo del ser”; sin embargo, “ningún ser conocido es el ser”.[25] Ninguna realidad es la realidad, nos aseguraba Zubiri. Y Jaspers, por su parte, expresa eso mismo en estos términos: “El ser mismo […] parece retroceder siempre ante nosotros con el manifestarse de todas las apariencias que nos vienen al encuentro. A este ser lo llamamos lo Abarcador […]. Es aquello de lo que surge todo nuevo horizonte […]. Lo Abarcador es lo que siempre se anuncia —en los objetos presentes y en el horizonte—, pero que nunca deviene objeto”.[26] Así, la realidad–fundamento zubiriana equivale al Abarcador jaspersiano. Nosotros no abarcamos lo Abarcador, sino únicamente sus modos. La realidad abarcadora que yo soy, mi inteligencia sentiente que aprehende la realidad, resulta ser abarcada a su vez por aquella realidad que me ha lanzado a ésta, otorgándome la capacidad de abarcarla. En este juego de inmanencias y transcendencias descubrimos que nos encontramos inevitablemente inmersos en la actualización de la realidad (a través de nuestra sensación intelectiva) y en la construcción de nuestro yo como forma de realidad (desde el momento en que estamos en la realidad). La realidad–fundamento explica que “siempre hay realidad”. Por último, en cuanto a la impelencia de la realidad, podríamos decir también que es insistente. Insiste en manifestarse en todo aquello que percibimos como real, en todas las posibilidades que nos abre para realizar nuestro yo. Es una insistencia permanente. Lo real, dirá Zubiri, tiene poder, se apodera de mí forzándome a percibir aquel árbol en mi trayectoria visual, a escribir o no escribir este artículo. “La forzosidad con que el poder de lo real me domina y me mueve inexorablemente a realizarme como persona es lo que llamamos apoderamiento. El hombre sólo puede realizarse apoderado por el poder de lo real. Y este apoderamiento es lo que he llamado religación”.[27]

 

Religación

Hemos alcanzado aquí otro núcleo duro zubiriano, quizás el más fundamental, al menos en lo que a nuestro desarrollo concierne. La religación es esa relación que nosotros, realidades ab–solutas, mantenemos con la realidad al aprehenderla en sus especificidades a través de nuestras sensaciones intelectivas y al con–figurarla en todo proceso de yoización de la vida. Se da el caso de que, por ser inteligentes —y, por tanto, nuestros y de nadie más, pues no existe nada que nos viva a nosotros mismos a excepción de nosotros mismos—, somos absolutos; aunque sólo podemos serlo en la realidad, que tiene un poder sobre nosotros. Por ello somos absolutos, pero relativamente, esto es, somos seres relativamente absolutos. En cambio, la realidad a la que estamos religados, por excedernos y ser siempre más, será absolutamente absoluta. Así pues, a esta realidad absolutamente absoluta, a su absoluto poder, estamos religados como absolutos relativos. “La religación pertenece, por consiguiente, a mi ser formalmente. Yo hago mi ser religadamente”.[28] La religación es entonces el acontecimiento fundamental, pero ¿cómo acontece? Según tres modalidades: experiencialmente, manifestativamente y problemáticamente.

La religación a lo real, a su poder, se nos ofrece como experiencia, como “probación física de la realidad”.[29] Nosotros experienciamos la religación a la realidad en nuestro mero apoyarnos en su firmeza. La probación física de la realidad, la imposibilidad de su elusión, es ya evidencia de nuestra religación. Nuestro ser–religados supone eo ipso experiencia. Y, del mismo modo, religados a la realidad tenemos experiencia de esta religación en la mera adopción de las posibilidades que se abren para la construcción del yo. Luego entonces, construyéndome experimento la realidad, esto es, mi religación a ella. Estamos todos, siempre, gerundialmente, inmersos en una “gigantesca experiencia del poder de lo real”,[30] inteligiendo cada cosa real físicamente y haciéndonos a nosotros mismos personalmente. Queda claro, por tanto, que esta experiencia logra manifestarnos lo real en toda su riqueza y potencialidad. La experiencia de estar religado supone que vienen a mí todas las cosas reales, en su experimentación, con todas sus notas; que se abren mis opciones de ser yo en todas direcciones y variaciones. Experimentamos el poder de lo real como algo inabarcable, de insospechada e inagotable riqueza, como algo que es siempre más. En la religación tenemos una experiencia manifestativa de excedencia, lo cual supone para Zubiri el carácter problemático de nuestra religación y, por tanto, del poder de lo real, que se evidencia en tres fenómenos. El primero de ellos —a nuestro modo de ver, el más relevante respecto del problema de Dios— es el carácter enigmático de lo real que nos abre la experiencia de la religación. Esto alude a lo que, líneas atrás, reflexionábamos acerca de que las cosas reales no agotan la realidad, de que ningún ser conocido, como decía Jaspers, sea el ser. El hecho de que siempre haya realidad, pero que ésta sea más que esta realidad aquí, más que aquel árbol, esta computadora, esa taza… el hecho de que no se agote en cada concreción supone una ambivalencia en las cosas. Porque si, por un lado, toda cosa real es esta realidad, por otro lado, siempre refiere a la realidad más allá de ella. El árbol me lleva a la casa que hay detrás, a la carretera que se aleja, a la totalidad fuera del alcance de mi visión y, por fin, más allá de todas las concreciones, a lo que las abarca, a lo que en ellas palpita. Cada cosa nos da, por tanto, sus concreciones, su realidad y, a la vez, nos provee la realidad, nos remite a ella. Lo que las cosas hacen con la realidad es vehicularla. En el caso del ser humano emerge este enigma de manera decisiva. Esto ocurre al caer en cuenta de que, si bien yo, por mi carácter sehaciente, me hago a mí mismo, la posibilidad de que yo me haga me ha sido dada. Soy un absoluto relativo, lo que me hace una estructura enigmática en sí misma. Este carácter de realidad cobrada es lo que solemos denominar con la expresión “el enigma de la vida”. La vida la vivo yo, pero esta vida con la cual la vivo me ha sido dada. En palabras de Jaspers, “cuanto más decisivamente somos nosotros mismos, tanto más decisivamente experimentamos que no lo somos sólo por obra nuestra, sino porque nuestro ser nos es dado. Tampoco la propia realidad de la existencia (realidad–objeto) es la realidad (realidad–fundamento)”.[31]

Zubiri explica que aquel enigma tiene su plasmación en el segundo fenómeno que muestra el carácter problemático de la realidad: la experimentación de inquietud, una, por así decirlo, estructural. No es que yo esté inquieto, del mismo modo que estoy relajado, sino que soy inquieto, soy de manera inquieta, soy inquietamente. Esto se debe a la tensión dinámica entre la impelencia de la realidad y mi estructura volente que responde a ella. Estoy llamado a responder, en cada elección de mis posibilidades, a la fuerza con la que el poder de lo real se manifiesta, como si todas y cada una de las posibilidades me preguntaran insistentemente “¿qué harás ahora?”. Por ello, la inquietud estructural se revela en la forma de dos preguntas inevitables y secuenciales. La primera de ellas es “¿qué va a ser de mí?”.[32] Pero resulta que, como a este ser que soy yo, nadie salvo yo lo puede vivir; dado que sólo yo puedo vivirme, la pregunta adquiere un carácter autorreferencial y, entonces, lo que nos preguntamos es más bien “¿qué voy a hacer de mí?”. Una pregunta que sintetiza tanto mi carácter absoluto (que poseo por aquella apertura a toda nueva posibilidad de ser) como mi carácter de relativo (que poseo por esta existencia cobrada que me instala en una realidad contextuada).

Y el tercer fenómeno que supone para Zubiri el carácter problemático de nuestra religación es la conciencia, que en forma de voz responde a la pregunta proyectada por nuestra inquietud. Efectivamente, el filósofo vasco entenderá la conciencia como “voz de la conciencia”, que tiene su característica fundamental en su dictar algo. Esta conciencia “sale del fondo de mí mismo”, de ese fondo que, para Zubiri, es “el carácter absoluto de mi ser”, porque, en apariencia, es lo único en exclusiva mío. Nadie salvo yo escucha mi conciencia, que sale en mí en forma de voz que me dice, me dicta, “la forma de realidad que he de adoptar”[33] y me señala qué hacer de mí mismo guiando mis voliciones. “Es sólo ‘voz’. Y, por consiguiente, plantea el problema de qué sea efectivamente esa realidad cuya voz soy yo. Desde este punto de vista, cada hombre es la voz de la realidad. La voz de la realidad no es sino el clamor de la realidad camino del ser absoluto”.[34] La realidad–fundamento se pronuncia a través de cada uno de nosotros en las conciencias. Cada conciencia le pertenece a cada uno y, por lo mismo, es individual, pero en ella habla la realidad. He aquí de nuevo la ambivalencia.

Es de interés resaltar en este punto una importante diferencia entre Zubiri y su compatriota Miguel de Unamuno en cuanto a la consideración de la conciencia. Si bien ambos se aproximan en la consideración positiva de la corporalidad, se alejan en igual medida respecto de la conciencia. En Zubiri experimentar esta última es ya vivenciar la realidad–fundamento (la conciencia testimonia la realidad al mismo tiempo que configura nuestra relatividad señalando cómo ser yo). En Unamuno, en cambio, más que hacer hincapié en la experiencia de la conciencia como voz, se subraya el carácter de conciencia–de, su capacidad de testimoniar más bien la realidad–objeto, en concreto, la conciencia–de nuestra mortalidad que atormentaba al filósofo vasco. De ahí que este autor no pudiera entender sino trágicamente el hecho de la conciencia. “Es más”, decía Unamuno, “el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad”.[35] Pienso que, si bien podemos estar inclinados a la enfermedad psicosomáticamente, debido al término trágico hacia el que puede apuntar toda conciencia–de, también podemos estar abocados al asombro que surge de que la conciencia sea conciencia–de sí misma, así como de toda esa riqueza de posibilidades con las que puedo ser autor de mi vida. Pero éste no es el lugar para valorar cuáles son las vivencias a las que estamos abocados en la religación. Por el momento basta con subrayar que el ser humano, que es de suyo suyo, posee una experiencia basal respecto de la realidad en la que está: la religación, la cual es un hecho —y no mera hipótesis— en el que estamos todos; que sólo por ser sehacientes, hacernos personas, estamos tratando cara a cara con la realidad fundamental que sostiene y permite al yo ser. En la experiencia de la religación nos vemos, por fin, cara a cara con “la ultimidad de lo real”, esto es, con Dios.

 

Qué es la realidad fundamental

Zubiri tiene un nombre para referirse a esa “dimensión que envuelve constitutiva y formalmente un enfrentamiento inexorable con esa ultimidad de lo real.[36] La llama “experiencia teologal”. Todos y cada uno de los seres humanos tienen esa experiencia teologal, que es constante, gerundial, de la realidad fundamental, pues está dinámicamente presente y efectiva en derredor. Y si asumimos junto con el filósofo vasco, al menos por ahora, que el nombre habitualmente usado para aludir a esta realidad es “Dios”, entonces podríamos decir que cada uno de nosotros tiene una experiencia gerundial de Dios. La realidad fundamental “es lo que nominal y realmente se entiende por Dios en todos los idiomas del planeta”.[37] “Dios” es, por tanto, una manera de decir “realidad fundamental”, una manera de decir problemática, como veremos más adelante. Pero lo claro es que si hasta aquí asumimos lo expuesto, podemos afirmar con Zubiri que “el problema de Dios, en tanto que problema, no es un problema cualquiera, arbitrariamente planteado por la curiosidad humana, sino que es la realidad humana misma en su constitutivo problematismo”.[38] El enigma de la vida remite, está en respectividad directa con el problema de Dios. Y tal problema no es precisamente el de su existencia o inexistencia, como plantearía el ateo, ni el de su necesidad o gratuidad, como propondría un agnosticismo agónico (como el de Unamuno), sino que es el de la mostración de que algo efectivamente existente sea Dios, como plantea Zubiri. Dios no es, por tanto, “el furioso anhelo de dar finalidad humana al universo”,[39] ni nada parecido. Para Unamuno, atormentado por la perdición del alma, por la idea de que esta vida no es más que una procesión de fantasmas que van de la nada a la nada, la necesidad de Dios se nos plantea como lo hace el hambre. Por esta razón el agónico filósofo está convencido de que “hemos creado a Dios para salvar al universo de la nada”;[40] de que “creer en Dios es en primera instancia, […] querer que haya Dios, no poder vivir sin él”.[41] Encontramos en Unamuno una preeminencia de la necesidad de Dios sobre la realidad, un Dios postulado, un Dios–para no morir. Todo su despliegue filosófico —concretamente, en su obra Del sentimiento trágico de la vida— está sobrevolado por un único temor: el de la muerte. Y por ello Dios es siempre secundario, nada más que útil. En contraste, en lugar de esta postulación consideramos más coherente —y menos trágico— el proceso zubiriano de mostración.

Para Zubiri, Dios es siempre primario, no responde a una necesidad, sino que sostiene todas las necesidades, así como toda satisfacción de éstas. Dios sirve la realidad fundamental y no se relaciona con una angustia vital ante la muerte ni con nuestra pervivencia en el más allá. “El problema de Dios, no es formalmente un problema del más allá, sino que concierne precisamente y ante todo a la realidad de este mundo y de esta vida”.[42] El autor de Inteligencia sentiente no diría que a Dios se lo postula o se lo demuestra, sino que se lo vive. Siempre lo estamos viviendo, a pesar de que a lo largo de la historia, como si la congoja de la posibilidad de su inexistencia la sobrevolara, el intento haya sido demostrar su existencia. Esto se ha hecho por dos vías distintas. La primera de ellas, la vía cósmica, que tiene como paradigmático representante a Tomás de Aquino, ha procurado demostrar la existencia de Dios a través de las llamadas “cinco vías”; empero, todas sus demostraciones “parten del supuesto de que la metafísica de Aristóteles permite llegar a Dios”;[43] parten de una teoría y no de hechos inconcusos. La teoría general de la relatividad, sin ir más lejos, eliminaría, por ejemplo, la vía de la demostración de Dios a partir del movimiento, porque el devenir ya no se explicaría por el estado del ente móvil que pueda remitir a un primer motor inmóvil, sino que sería más bien una relación espacio–temporal dinámica en la que están inmersos todos los objetos del mundo.

La segunda vía por la cual se ha intentado demostrar la existencia de Dios y qué es él es la antropológica. Por ella se llega a Dios partiendo de experiencias puramente humanas, como la verdad o la voluntad. Así, por ejemplo, la experiencia de la verosimilitud, en san Agustín, nos remitirá siempre a la verdad absoluta de la cual es símil (tal verdad sería Dios). O también la experiencia no ya de un deber concreto, sino de la estructura formal del deber que poseemos en tanto seres volentes, en Kant, nos remite a Dios. El imperativo categórico demostraría que existe el sumo bien, y en esto consistiría el ser de Dios. Dentro de esta segunda vía Zubiri incluye también la experiencia del sentimiento de Schleiermacher, aunque pensamos que lo hace de manera un tanto desafortunada al rechazarla por insuficiente. En efecto, Schleiermacher manifiesta que en todos nosotros aflora en algún momento lo que él llama “el sentimiento de absoluta dependencia”. Éste, a diferencia del resto de los sentimientos, no remite a nada concreto, según el vasco, sino sólo a la realidad fundamental de la que dependemos. “El sentimiento de una dependencia incondicional y total: ¿respecto de qué? Esto es lo que nunca nos dirá Schleiermacher”,[44] se lamenta Zubiri. “El sentimiento de dependencia incondicional es una especie de sentimiento en que el hombre se siente frente a Dios, sin poder decir de ese Dios nada más que de él depende incondicionalmente la vida del hombre”.[45] Y cabe preguntarse por qué decir algo más. ¿Es que se puede acaso decir algo más? Da la impresión de que nuestro autor rechaza la vía de Schleiermacher simplemente porque deja abierto qué pueda ser Dios más allá de la citada realidad fundamental y su experiencia teologal. Esto es así porque, para Schleiermacher, Dios es problemático, mas no así su experiencia. No obstante, en Zubiri, como veremos en un momento, lo importante es salvar a Dios mismo, al concreto Dios cristiano, por encima incluso de su experiencia. Por todo esto la vía de Schleiermacher no puede sino resultarle incompleta.

Tras considerar insuficientes estas vías por parciales, Zubiri propone una vía más amplia, la vía de la religación. Decíamos líneas atrás que estamos todos siempre, gerundialmente, inmersos en una “gigantesca experiencia del poder de lo real” en cada intelección sensitiva de cada cosa real, físicamente, y haciéndonos a nosotros mismos personalmente. Esto ahora adquiere otra envergadura, pues resulta que nos encontramos a Dios tanto en las cosas mismas como en la experiencia de ir haciéndonos personas. Dios, lejos de ser un súper ente que se limita a contemplar su creación sub specie aeternitatis sin relacionarse con ella, resulta ser transcendente en las propias cosas. “Las cosas reales, por su poder de lo real, al darme su propia realidad me están dando a Dios en ellas mismas”.[46] Y si tenemos en cuenta que desarrollamos nuestro ser haciéndonos personas en la realidad, experimentando nuestra religación a ella, resulta que experimentamos a Dios en cada acto personal ejecutado, en cada ad–opción de nuestras posibilidades abiertas por la realidad–fundamento, esto es, por Dios mismo. Si la realidad fundamental es última, posibilitante e impelente, Dios es entonces último, posibilitante e impelente. Si las cosas reales vehiculan la realidad última, las cosas reales vehiculan a Dios, de modo que casi podríamos decir spinozianamente que Deus sive natura. El propio Zubiri se pronuncia al respecto en el siguiente pasaje:

Yo estimo que hay que volver a dar su lugar en la filosofía y en la teología a ese carácter divino que tiene la naturaleza, con tal que se la defina […]. Su definición consiste precisamente en ser una manifestación de la divinidad. Esa manifestación tiene, a mi modo de ver, un nombre concreto que es “deidad”. Pero deidad no es Dios, es justamente la manifestación de Dios por su presencia en las cosas.[47]

Por tanto, todo está deiformado. Todo es, todos somos, formas concretas y finitas de ser Dios. Todos somos, diría Jaspers, “modos de lo Abarcador”. Somos Dios humanamente, tal como el perro lo es caninamente. Así como el perro lo es estimúlicamente, nosotros lo somos personalmente y, por ello, nuestro modo de experienciar a Dios es haciéndonos personas. No es, por tanto —y contra la tradición sustancialista—, que el ser humano tenga que ver, por un lado, con el mundo y sus respectividades vagando por los silenciosos espacios infinitos, y que, por otro lado, se ocupe de un Dios que esté ahí fuera observando. Es que el ser humano “se ocupa de Dios pura y simplemente ocupándose con las cosas, con las demás personas […], el hombre tiene que ver con todo divinamente”.[48]  Ésta es la vía de la religación que no demostraría la existencia de Dios, sino que directamente mostraría cuál es su realidad.

Llegados a este punto conviene traer a colación una frase zubiriana de su obra Naturaleza, historia y Dios, en la cual se nos dice, concretamente y matizando el anterior extracto citado, “no nos es patente Dios, sino más bien la deidad”.[49] Lo que en las cosas se nos da, lo que se nos manifiesta, es la realidad última, posibilitante, impelente, abarcadora, manifiesta, firme y efectiva; algo fenomenológicamente constatable que, empero, dista mucho de Dios si tenemos en cuenta que él, para Zubiri, después de todo, es una realidad personal, inteligente y volente, y no ya lo que nominalmente entendemos por la realidad fundamental. Como se consignó párrafos antes, estamos de acuerdo con Schleiermacher en que, en nuestra experiencia teologal ante esta realidad absoluta, lo que nos resta es sentir una profunda dependencia respecto de ella y nada más. Cualquier intento de desvelar otras notas que no sean las fenomenológicamente aprehendidas supone una petición de principio, y no la constatación de hechos inconcusos en las cosas mismas. Por ello consideramos problemática la exposición zubiriana de la realidad–fundamento en tanto Dios, pues en todo momento nos está hablando en concreto del Dios cristiano. “Dios es realidad absolutamente absoluta. Por ser realidad absolutamente absoluta es absolutamente suya y, por consiguiente, es realidad absolutamente personal. Por ser realidad absolutamente personal es vida absoluta, y por ser vida absoluta es inteligencia y voluntad”.[50] Aun en caso de aceptar esta argumentación echaríamos en falta la nota corporeidad si tenemos en cuenta que asumimos que vida y corporeidad son dos momentos inseparables, que la corporeidad es expresión de la vida. Empero, nos parece sintomática la elusión de la corporalidad y no asumimos esa argumentación. Resulta que Dios no sólo parece que no es cuerpo, sino que además es persona, inteligente y volente. Dios, sospechosamente, aquí lo es cristianamente. Y lo es, por tanto, problemáticamente. Porque, si no nos es patente Dios, ¿cómo podemos hablar de él?

 

De la deidad a Dios

Un oscuro puente

En pasajes previos vimos que, para Zubiri, la formalidad de personeidad consiste en el carácter de ser de suyo suyo, esto es, de no ser únicamente de suyo, como una piedra, sino además mío. “La inteligencia sentiente […] en función transcendental determina esa forma de realidad que llamo personeidad”,[51] o ser persona. Esto último se determina por la posesión de la facultad única de la inteligencia sentiente, lo que implica que ser–suyo se da sólo por el acto de esa facultad. Empero, nuestro autor puntualiza: “ser persona, evidentemente, no es ser una realidad inteligente y libre”.[52] Luego entonces, ¿ser persona equivale a poseer únicamente una suerte de suidad remota, de primer nivel, independiente de la inteligencia? ¿Una suidad como la que posee este gato, que es tan suyo como ningún otro gato o cosa real, puede estar felinamente en su lugar? Continúa el filósofo de la religación: “tampoco consiste en ser un sujeto; puede ser sujeto pero porque es persona […]. Precisamente por ser suya una realidad es por lo que es inexorablemente una realidad subsistente. Y si su estructura es subjetual, la persona será sujeto y podrá tener caracteres de voluntad y libertad. Es el caso del hombre”.[53]

De lo anterior se entiende que la voluntad y la libertad son caracteres del sujeto y no del ser persona. De aquí que, a sabiendas de que Dios es persona para Zubiri, nos preguntemos lo siguiente: ¿existe otra estructura que no sea subjetual en la que también consista el ser persona? Cabe esta interrogante porque nos resulta imposible desprendernos de la idea de que, efectivamente, sólo por una estructura subjetual, por una interioridad, podamos ser personas. De hecho, la expresión “personas no humanas”, acuñada para referirnos a los animales y sus derechos, se basa en que estos seres parecen tener subjetividad, interioridad, y, al menos en los grandes mamíferos, una inteligencia tal que les posibilita, además de ser de suyo, ser suyos (como aquel primate que ante su reflejo en un espejo se reconoce siendo).

Pese a todo, Zubiri insiste y asegura que “Dios no es un yo, es una persona”.[54] Pero —insistimos nosotros— si ser persona, evidentemente, no es ser una realidad inteligente y libre, ¿acaso Dios no sería ni inteligencia ni libertad ni voluntad? El pensador vasco sorteará este problema aduciendo que el camino de Dios en su caracterización es inverso al que sigue el ser humano, porque mientras éste es relativamente absoluto, aquél es absolutamente absoluto. En otros términos, mientras nosotros, por ser inteligentes y volentes, somos personas, Dios es inteligente y volente, pero por ser vida absoluta que se posee absolutamente. No es que, como en las teologías clásicas, se parta de que el ser humano y Dios sean realidades “análogas” por razón de la inteligencia y la voluntad, de nuestra relatividad, sino que “aquello sobre lo cual ha de recaer primaria y formalmente la analogía es sobre el carácter ‘absoluto’”.[55] Y aquí nos previene: “Hay que evitar el grave error de tomar estos vocablos [inteligencia y voluntad] en sentido antropomórfico”.[56] Pero ¿acaso podemos entenderlos de otro modo? ¿Podemos acceder a otras inteligencias y voluntades que no sean las humanas? Si ni siquiera podemos acceder al modo volitivo y pensante de nuestras mascotas, ¿cómo definir los modos en que se dan en el propio Dios? Zubiri zanja la cuestión: “cuando decimos que [Dios] es inteligente y volente, queremos decir pura y simplemente que es absoluta actualidad de su propia realidad transparente y suficiente a sí misma, etc.”.[57] Con este antisistemático “etc.” Zubiri archiva el caso. Pero parece sintomático que sea la caracterización cristiana de la realidad fundamental el único momento de la obra de nuestro filósofo en el que éste acude al comodín de las vaguedades. En cuanto al presente estudio, el único modo de entender que Dios sea persona y, a la vez, inteligente y volente es, o bien, que sea un yo (pero caemos en la entificación o sustancialización que queríamos eludir con Zubiri), o bien, a la manera spinoziana, que en la medida en que somos una manera finita de ser Dios, él es de este modo inteligente, volente y yo, es decir, la unidad de todo lo que pensamos, queremos y somos. Empero, la pregunta base que en cualquier caso no se consigue descifrar es la siguiente: ¿cómo se es persona sin ser un yo y se es al mismo tiempo inteligente y volente? El autor de Inteligencia sentiente diría: “Sin antropomorfizar estos caracteres”. En otras palabras, elucubrando, haciendo teoría, abandonando el lema “a las cosas mismas”.

Antonio Pintor–Ramos, en su artículo “Desarrollo del concepto de religación en Zubiri”, resume el dilema zubiriano en estos términos:

O se afirma que de la realidad divina se puede deducir analíticamente una realidad personal existente, en cuyo caso teóricamente no habríamos avanzado nada [porque se recaería en el uso del argumento ontológico propio de las teologías clásicas de las que Zubiri se quiere distanciar], o por el contrario […] ahí interviene ya la fe, pues parece que hay que descartar un paso ulterior causal entre la realidad divina y Dios, ya que el primer concepto es más extenso que el segundo, pero esta opción llevaría razonablemente a la sospecha de que se recurre a una refinada forma de fideísmo para salvar un nudo básico que abre la vía a toda la historia de las religiones y al cristianismo.[58]

“La divinidad”, mejor aún, “la deidad”, ese “concepto extenso” es mucho más funcional, más estricto fenomenológicamente hablando, que el de “Dios” para referirnos al término de nuestra experiencia teologal. Y es que, si bien, “lo que Zubiri llama ‘deidad’ […] pertenece al orden de lo dado, evidentemente ‘Dios’, en ‘definición real’, no está dado y la cuestión oscura es el puente que permite ese paso”.[59]

Vemos a Zubiri transitar un oscuro puente que conduce de la deidad, esa manifestación en las cosas reales de la realidad fundamental, al Dios personal, inteligente y volente del cristianismo. Preferimos frenar la marcha intelectiva y anclarnos a las cosas mismas. Por ello rechazamos la idea, expuesta en la “Redacción Final” de 1983, según la cual entre Dios y el ser humano se da una relación inter–personal: “la transcendencia fontanal de Dios en la realidad del espíritu humano es una transcendencia inter–personal”.[60] En su lugar retomamos la expresión trans–personal del “Curso de Roma” de 1973: “La transcendencia de Dios en mi persona, en cualquiera de nosotros, es, por consiguiente, una presencia transpersonal”.[61] Esto se debe a que, si bien entendemos que Dios no es persona, que hay deidad, realidad absoluta descualificada más allá de lo dado, esta última nos ha regalado nuestra forma de realidad y la capacidad de ser yoes. Por tanto, la deidad (no Dios) es simplemente el engarce realidad–ser. Permite al yo sin serlo, pues un yo sólo puede ser tal por sí mismo. De ahí que, contra lo antedicho, no somos absolutos porque seamos formalmente nuestros, sino porque actualmente somos yo. Lo “suelto” no será entonces “la conciencia como voz” (pues ella es la voz im–personal de la realidad), sino el yo, porque es aquello que siempre puede ser otra cosa distinta de lo que es, siempre está gerundialmente siendo, mientras que la voz de la conciencia jamás puede librarse de ser. La deidad, por tanto, viene, me alumbra y se va, permaneciendo en derredor. “No es la ‘relación’ entre dos personas: yo y dios”.[62] Es por ello que la relación no es inter sino trans. La deidad lo atraviesa todo, desde la realidad hasta el ser, desde la persona hasta la personalidad, desde la sustantividad hasta el yo. Pero no está en él; es a través y no entre. La relación de la deidad conmigo no es una intromisión, sino un pasar a través. La deidad no se queda conmigo en el yo. No soy yo más la persona divina, sino que soy yo junto a y por la deidad.

 

Diagnóstico y excepción

Sólo la deidad nos es patente. ¿Cómo se construye un puente sobre el vacío hacia aquello que no nos es patente? Schleiermacher nos trae la respuesta: el proceso de su construcción lo realiza la fantasía. “En el caso de que vuestra fantasía vaya unida a la conciencia de vuestra libertad de forma que lo que ella tiene que pensar como actuando originariamente, no puede pensarlo sino bajo la forma de un ser libre, en dicho caso ella personificará el espíritu del universo, y vosotros tendréis un Dios”.[63]

Aquello actuando originariamente, fundantemente, eso que hemos nombrado deidad, bajo el escrutinio de unos ojos inyectados en ardor de fantasía, adopta los caracteres que descubre en la propia realidad humana: voluntad, libertad, inteligencia. Pero si esta fantasía es el artífice que moldea el oscuro puente, no hay motivos para detenernos en la adjudicación de estas únicas tres características. Si aceptamos (excepcionalmente) que podemos hablar de Dios en tanto persona, no ya fenomenológicamente sino fantasiosamente, entonces podemos adjudicar otras características. Ésta será la vía de Unamuno, que sugiere menos rigor sistemático, pero es más honesta. Y no en vano considera aquél que a Dios lo hemos creado. En efecto, se crea a Dios, pero de ningún modo la deidad. ¿Cómo podríamos crear aquello que nos ha creado? El compatriota de Zubiri se sitúa en el horizonte de Schleiermacher y recoge su afirmación: es la imaginación la que introduce la persona, “la imaginación que lo personaliza todo, la que puesta al servicio del instinto de perpetuación, nos revela la inmortalidad del alma y a Dios”.[64] Para Unamuno la raíz de la personalidad no es una estructura formal (como en Zubiri), sino una experiencia: la del dolor. Casi como en el proceso freudiano del robustecimiento del yo, que se yergue en la resolución de los conflictos entre el ello y el superyó, la persona en este autor se alcanza en la conciencia del dolor que atraviesa no sólo al ser humano, sino a la creación entera. De acuerdo con su postura, “el dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues sólo sufriendo se es persona”.[65] De ahí que podamos atribuir al término de nuestra personalización no sólo inteligencia o voluntad, sino también la capacidad de sufrir. Así, Unamuno puede sostener que “Dios sufre en cada uno de nosotros”, que “la congoja religiosa no es sino el divino sufrimiento, sentir que Dios sufre en mí, que yo sufro en él”.[66] Él mismo considera que Dios es la personalización del todo, porque ve en todas las cosas su caducidad. Y si uno sufre el dolor de la pérdida de sí mismo, entonces descubre en la pérdida de cada una de las cosas un dolor sordo que debe ser sufrido. De compadecernos a nosotros mismos llegamos a compadecerlo todo, porque todo ha de pasar. Y por ello concluye el trágico filósofo: “queremos no sólo salvarnos, sino salvar al mundo de la nada. Y para esto Dios. Tal es su finalidad sentida”.[67] Dicho claramente —como sólo Unamuno sabía hacerlo—, “la creencia en un Dios personal y espiritual se basa en la creencia en nuestra propia personalidad y espiritualidad”[68] reveladas a través del dolor. Es una transposición de nuestras notas a la realidad última. Por eso consideramos que, por un lado, hablar de la deidad sólo es posible desde las coordenadas exquisitamente sistematizadas por Zubiri en su descripción de nuestra experiencia de la religación; y, por otro lado, hablar de Dios sólo es factible con excepcionalidad desde la asunción de que existe una injerencia de la fantasía y la imaginación que nos empujan a la construcción de oscuros puentes. El propio Zubiri es consciente en alguna medida de esto. Por ello sorprende que, aun así, se aferre a su caracterización de Dios bajo la fórmula cristiana. Él mismo afirma: “si la religación es un hecho, el arribar a Dios […] no lo es. Necesito un esfuerzo intelectivo, una interpretación […]. Dios, por consiguiente, no está directa y formalmente accedido en este proceso intelectivo”.[69] ¿Qué puede ser, además de un esfuerzo intelectivo, lo que está funcionando en el proceso de caracterización personal, intelectiva y voluntarista de Dios en Zubiri?

 

Conclusión

Como ya se dejaba entrever en pasajes anteriores, la realidad es término de una experiencia, la teologal, pero también lo es de una interpretación de la deidad religada. En el caso de Xavier Zubiri la deidad es término de una interpretación cristiana. En efecto, como animal histórico, el autor incorpora la tradición cristiana en su despliegue caracterial de Dios. Lanzado a optar, su interpretación personalista de Dios es término de una opción: la deidad tiene que ser pensada, se impone a que la voluntad opte de un modo u otro por ella. El filósofo español se resuelve a personalizar la forzosidad con que la realidad viene a nosotros; escoge ser personalmente personalizador de la deidad, elige ser cristiano. Por lo que a este estudio concierne, se asume como un hecho inconcuso el enigmático carácter de lo real, en tanto que las cosas reales no agotan la realidad; tan sólo nos la muestran en ellas mismas. Se trata de una realidad, la deidad, que es última, posibilitante e impelente, y que vivimos de modo gerundial (pues siempre está siendo, siempre es realidad). “El hombre tiene siempre en su realización personal aquella experiencia fundamental”,[70] la experiencia teologal, la experiencia de la religación. Por ello consideramos relevante poner de relieve que todos estamos inmersos en la experiencia de la deidad por nuestro modo de ser religados; que esa experiencia corre el peligro de ser silenciada al deslizarnos por todo su largo sin reparar en ella, o bien, de ser secuestrada por actitudes impositivas de modos parciales de vivirla.

El ser humano, animal multifacético, está en la realidad experimentándola en sus concreciones y, a la vez, en su inabarcabilidad. Está en todos sus actos; pero, sobre todo, en la elaboración personal de la respectividad que comparte con las demás personas… de las que depende su yo. El ser humano debe acceder a la conciencia de que no existe otra posibilidad de permanecer siendo honestamente que la de asumir la religación a la naturaleza y a las personas deificadas. Por ello, si con Schleiermacher decíamos que debemos “hacer todo con religión”, con “gusto y sentido por lo infinito”,[71] con Zubiri concluiremos que debemos hacer todo con una profunda asunción de nuestra religación.

 

Fuentes documentales

Jaspers, Karl, Filosofía de la existencia, Planeta DeAgostini, Barcelona, 1985.

Pintor–Ramos, Antonio, “Desarrollo del concepto de religación en Zubiri” en Cuadernos salmantinos de filosofía, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, Nº42, 2015, pp. 85–129.

Schleiermacher, Friedrich Daniel Ernst, Sobre la Religión, Tecnos, Madrid, 1990.

Unamuno, Miguel de, Del sentimiento trágico de la vida, Alba, Madrid, 2005.

Zubiri, Xavier, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid, 1998.

——  Inteligencia y logos, Alianza, Madrid, 1982.

——  Inteligencia y razón, Alianza, Madrid, 1983.

——  El hombre y Dios, Alianza, Madrid, 2012.

 

[*] Becario FPI en el programa de Doctorado en Filosofía por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). alvarosanroman@fsof.uned.es

 

[1].     Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente. * Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid, 1998; Xavier Zubiri, Inteligencia y logos, Alianza, Madrid, 1982; Xavier Zubiri, Inteligencia y razón, Alianza, Madrid, 1983.

[2].    Xavier Zubiri, El hombre y Dios, Alianza, Madrid, 2012, p. 359.

[3].    Idem.

[4].    Ibidem, p. 333.

[5].    Ibidem, p. 337.

[6].    Ibidem, p. 348.

[7].    Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Alba, Madrid, 2005, p. 104.

[8].    Idem.

[9].    Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 352.

[10].    Ibidem, p. 7.

[11].    Ibidem, p. 366.

[12].    Ibidem, p. 372.

[13].    Ibidem, p. 382.

[14].    Ibidem, p. 417.

[15].    Ibidem, p. 358.

[16].    Ibidem, p. 364.

[17].    Ibidem, p. 365.

[18].    Idem.

[19].    Ibidem, p. 341.

[20]    Ibidem, p. 390.

[21]     Ibidem, p. 392.

[22].   Ibidem, p. 394.

[23].   Ibidem, p. 416.

[24].   Ibidem, p. 464.

[25].   Karl Jaspers, Filosofía de la existencia, Planeta DeAgostini, Barcelona, 1985, p. 25.

[26].   Ibidem, p. 26.

[27].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 8.

[28].   Ibidem, p. 464.

[29].   Ibidem, p. 11.

[30].   Ibidem, p. 402.

[31].    Karl Jaspers, Filosofía de la existencia, p. 90. Cursivas propias.

[32].   “El más elemental de los actos de la vida envuelve esta interrogación y es una respuesta a ella”. Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 408.

[33].   Ibidem, p. 441.

[34].   Ibidem, p. 414.

[35].   Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, p. 40.

[36].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 5.

[37].   Antonio Pintor–Ramos, “Desarrollo del concepto de religación en Zubiri” en Cuadernos salmantinos de filosofía, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, Nº42, 2015, pp. 85–129, p. 116.

[38].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 5.

[39].   Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, p. 169.

[40].   Idem.

[41].    Ibidem, p. 182.

[42].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 426.

[43].   Ibidem, p. 447.

[44].   Ibidem, p. 452.

[45].   Idem. Cursivas propias.

[46].   Ibidem, p. 466.

[47].   Ibidem, p. 470.

[48].   Ibidem, p. 552.

[49].   Antonio Pintor–Ramos, “Desarrollo del concepto…”, p. 101.

[50].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 475.

[51].    Ibidem, p. 45.

[52].   Idem.

[53].   Ibidem, p. 353.

[54].   Ibidem, p. 486.

[55].   Ibidem, p. 189.

[56].   Ibidem, p. 186.

[57].   Ibidem, p. 189.

[58].   Antonio Pintor–Ramos, “Desarrollo del concepto…”, p. 107.

[59].   Ibidem, p. 117.

[60].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 204.

[61].    Ibidem, p. 486.

[62].   Idem.

[63].   Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher, Sobre la Religión, Tecnos, Madrid, 1990, p. 84.

[64].   Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, p. 51.

[65].   Ibidem, p. 216.

[66].   Ibidem, p. 218.

[67].   Ibidem, p. 196.

[68].   Ibidem, p. 165.

[69].   Xavier Zubiri, El hombre y Dios, p. 481.

[70].   Ibidem, p. 11.

[71]     Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher, Sobre la Religión, p. 46.