Política y existencia. Dos facetas de la libertad individual y su origen común

Rafael Campos García–Calderón

 

Recepción: 16 de septiembre de 2022
Aprobación: 20 de septiembre de 2023

 

Resumen. Campos García–Calderón, Rafael. Política y existencia. Dos facetas de la libertad individual y su origen común. En el presente artículo intentaré reinterpretar la noción de libertad individual a la luz de la filosofía existencial. Sobre la base de esta perspectiva procuraré comprender la libertad política, institución forjada en la modernidad occidental, desde la experiencia de la existencia y de sus elementos constitutivos. En la primera parte estudiaré el concepto de libertad como libertad política, tal como fue desarrollado por el liberalismo clásico moderno. En la segunda parte haré lo propio con el concepto de libertad existencial, en función de los aportes del pensador danés Søren Kierkegaard. Finalmente, recurriré a la obra del filósofo alemán Karl Jaspers con la finalidad de mostrar el origen común de ambas facetas de la libertad en el ámbito de lo abarcador, dimensión originaria desde la cual la subjetividad surge simultáneamente como libertad existencial y libertad política. Desde esa dimensión trataré de esclarecer la relación dialéctica entre ambas formas de libertad como la oposición entre la excepción y la autoridad, respectivamente, de manera que podré proponer el desarrollo de una personalidad ética capaz de ser responsable de las consecuencias políticas de sí misma.

Palabras clave: libertad política, liberalismo, libertad existencial, lo abarcador, personalidad ética.

 

Abstract. Campos García–Calderón, Rafael. Politics and Existence. Two Facets of Individual Freedom and Their Common Origin. In this article I will try to reinterpret the notion of individual freedom in the light of existential philosophy. Building on this perspective I will attempt to understand political freedom, an institution forged in Western modernity, from the experience of existence and its constitutive elements. In this first part I will look at the concept of freedom as political freedom, in the way it was developed by modern classical liberalism. In the second part I will do the same with the concept of existential freedom, based on the postulates of the Danish thinker Søren Kierkegaard. Finally, I will turn to the writings of the German philosopher Karl Jaspers to show the common origin of these two facets of freedom in the realm of the encompassing, the primordial dimension from which subjectivity emerges simultaneously as existential freedom and political freedom. From this dimension I will attempt to clarify the dialectical relationship between the two forms of freedom as the opposition between exception and authority, respectively, such that I can propose the development of an ethical personality capable of taking responsibility for its own political consequences.

Key words: political freedom, liberalism, existential freedom, the encompassing, ethical personality.

 

Introducción

El objetivo de este artículo consiste en estudiar la libertad política a la luz de la libertad existencial. Según nuestro punto de vista, la libertad no es una condición política, jurídica, social, cultural o económica, sino una condición ontológica del ser humano que, posteriormente, hace posible la realidad humana en sus facetas política, jurídica, social, cultural y económica. Para cumplir nuestro objetivo, se dividirá el texto en tres partes. En la primera revisaremos los fundamentos teóricos de la libertad política, desarrollados a lo largo de la modernidad occidental por el liberalismo. En la segunda estudiaremos la concepción existencial de la libertad a partir de la obra del pensador danés Søren Kierkegaard, tratada con gran profundidad en su famosa obra Temor y temblor. Finalmente, en la tercera parte, se mostrará que ambas regiones de la libertad humana se encuentran articuladas en “lo abarcador” (Das Umgreifende), concepto mediante el cual Karl Jaspers ha intentado describir el origen de la realidad humana en general.

 

La libertad individual según el liberalismo

Se dice que la libertad desarrollada por la modernidad eurocéntrica es, en contraposición con la libertad grecorromana, una “libertad negativa”, pues la concibe como independencia y no interferencia de la capacidad individual. Gracias a ella el individuo pudo “liberarse” progresivamente de las ataduras familiares, políticas, económicas y religiosas del feudalismo. De esta manera, se declaró libre de obstáculos exteriores, obteniendo así un ámbito privado en el cual él es único soberano.[1] Tal libertad negativa fue concebida de tres maneras distintas: autonomía individual, autonomía racional y autonomía personal; y se desarrolló políticamente por dos caminos diferentes. En la medida que derecho y gobierno constituían los dos elementos de la actividad política, una postura realzó el dominio del derecho sobre el gobierno, mientras que la otra subordinó el derecho al gobierno.[2] La autonomía racional tuvo lugar entre los defensores del derecho; y la autonomía personal, entre los defensores del gobierno. En cambio, contra estas dos perspectivas, los partidarios de la autonomía individual sólo aceptaron el dominio del mercado que, en aquel momento, no había desarrollado todas sus potencialidades.

Con la aparición del Estado, la cultura política europea enfrentó a los partidarios de la libertad política según el derecho contra los partidarios de la libertad política según el gobierno. La primera de estas posturas, llamada después liberalismo político o clásico, se desarrolló en Inglaterra a partir de la Revolución Gloriosa (1688). En cambio, en el continente, especialmente en Francia, se desarrolló la segunda postura, conocida como liberalismo regalista o galicano, cuya manifestación histórica fue la teoría política de la soberanía preparada por Jean Bodin durante el reinado de Enrique III.[3] Los partidarios del mercado quedaron fuera de este esquema político, al que se opusieron con vehemencia, a la espera del desarrollo y la transformación de la economía. Este tipo de liberalismo se asentó especialmente en Inglaterra y tuvo como baluartes la defensa de la propiedad privada y el libre mercado. Según esta perspectiva, sólo en cuanto el individuo accediera a la propiedad privada sería capaz de desarrollar su autonomía individual a plenitud, para lo cual tendría a su disposición la plataforma de la libertad de mercado. Así, se aseguró el ejercicio de ciertos derechos por parte del individuo, específicamente el derecho a la propiedad privada y a la protección jurídica de la libertad contractual.[4]

La propiedad privada implica que el individuo es dueño de sí mismo, por lo que su cuerpo, su trabajo y sus capacidades le pertenecen sólo a él. Gracias a ella éste puede luego ejercer las demás libertades pertenecientes a la esfera social (asociación, movimiento, contrato, etcétera). Así, en rigor, la propiedad privada es constitutiva de todas las demás libertades; no es un instrumento de ellas.[5] Desde este punto de vista, el mercado tendría la capacidad de armonizar las actividades económicas desarrolladas en la sociedad sin necesidad de coerción alguna, como sí ocurre en las sociedades socialistas. Se trata, entonces —como dicen los representantes del neoliberalismo austriaco—, de un “orden social espontáneo”. Tal armonía no es más que el resultado de la coordinación de los planes de cada agente económico con el de sus competidores. Y esta coordinación se logra mediante la información dada por los precios acerca de las preferencias de los consumidores.[6]

En Gran Bretaña, debido al fracaso del absolutismo frente al parlamento durante las guerras religiosas del siglo XVII, se produjo una alianza entre los partidarios del mercado y la autonomía individual, y los partidarios del liberalismo político y la autonomía racional, es decir, entre el mercado y el derecho. El mercado solamente podría desarrollarse en el marco de un nuevo espacio de civilización que en la Edad Media existía sólo de manera marginal. Este nuevo espacio fue la sociedad, cuya función consistió en mediar entre las fuerzas del gobierno y las fuerzas del derecho, aliándose eventualmente con uno o con el otro según las circunstancias históricas. Así, la sociedad tuvo su origen en aquello que Hannah Arendt ha identificado con la labor, actividad condenada a la esfera privada entre los griegos, pero que invadió la esfera pública generando un nuevo ámbito, trastocando las viejas relaciones entre el ámbito privado y el público. Esta nueva dimensión fue lentamente construida gracias al cristianismo, que, al anteponer la “vida contemplativa” a toda otra actividad, unificó en una sola dimensión las diferentes expresiones de la “vida activa”.[7]

A consecuencia de la aparición de esta nueva dimensión o espacio (la sociedad) durante el siglo XVIII, la organización política atravesó una evolución inesperada. La democracia liberal intentó abolir la separación entre lo político y lo económico mediante la implantación del intercambio —léase el mercado— como fundamento de las relaciones sociales. Sin embargo, esta abolición trajo consigo una nueva delimitación de la sociedad política, la cual, esta vez, se encontraba constituida sólo por los propietarios del capital, dejando a los desposeídos fuera de la dinámica política. Así, el Estado se transformó en agente de una oligarquía económica.[8] Gracias a la nueva dinámica la sociedad comenzó a devorar las esferas de lo privado y de lo público, así como la de lo individual. Este crecimiento desproporcionado fue posible sólo por la canalización que el Estado moderno hizo del proceso de “reproducción de la vida”, que constituye la esencia de la sociedad. Por tal razón esta última transformó, en un tiempo relativamente corto, todas las colectividades modernas en sociedades de trabajadores y empleados, cuya finalidad primordial fue reproducir los medios de vida para la subsistencia.[9]

Frente a esta alianza se produjo otra más en el continente europeo, especialmente en Francia, donde las guerras religiosas dieron el triunfo al absolutismo. Tal alianza estuvo encarnada por los partidarios del liberalismo regalista y la autonomía personal, y los partidarios del liberalismo político y la autonomía racional, es decir, entre el derecho y el gobierno. Así, a diferencia del liberalismo clásico desarrollado en el mundo anglosajón (para el cual la libertad de los individuos está asegurada por los estamentos y, por tanto, precede a la constitución del Estado), el liberalismo regalista postula la creación de la libertad individual por medio de la instauración del Estado. De esta manera, el espacio público quedó sometido a la voluntad del Estado, por lo que la libertad política dejó de ser una prerrogativa privada, transformándose en libertad pública o libertad estatal.[10]

La doctrina que fundamentó el liberalismo regalista fue la soberanía. Tuvo su origen en la instauración del Estado y en la creación de un derecho secularizado capaz de introducirse en todos los aspectos de la vida social. La noción de soberanía, planteada por primera vez por Bodin, fue concebida como un poder absoluto enraizado en la figura del monarca, único representante de la voluntad divina, a partir del cual se derivaba la organización total del cuerpo político: “la soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república”.[11] Un segundo momento en la historia del liberalismo regalista lo constituye la obra del inglés Thomas Hobbes. Como es conocido, en su famoso Leviatán la figura del monarca deja de ser individual y se transforma, desde ahora, en un vehículo de la soberanía estatal. El Estado tendrá como finalidad pacificar la sociedad mediante la instauración de un pacto entre los súbditos y el monarca, por el cual éstos renunciarán a su libertad política, concentrada en ese momento en los estamentos feudales, en favor del Estado, que se encargará de asegurar sus libertades individuales.[12]

La historia de Occidente moderno ha sido escrita a través de la lucha a muerte entre estas dos formas de concebir la libertad: la libertad pública versus la libertad privada. El campo de batalla de esta guerra fue la vieja estructura feudal dominada por la Iglesia y el imperio; y el resultado de la disputa fue el nacimiento de la libertad individual capitalista en el seno del mercado. Si la dinámica del liberalismo clásico anglosajón fue expansiva, la del liberalismo regalista fue, por el contrario, un proceso de contracción progresivo mediante el cual la función política del Estado fue desapareciendo. Pero el combate entre ambas líneas de pensamiento tomó una forma radical durante el siglo xix, pues el núcleo de la civilización europea se desplazó completamente hacia la esfera económica gracias al surgimiento de la industrialización y la consecuente aparición de los socialismos. La dimensión económica invadió paulatinamente el mundo de la política, que despersonalizó la soberanía y neutralizó su capacidad de decisión. En el contexto del triunfo de la economía la disputa se trasladó al ámbito de la producción y distribución de bienes, en la oposición entre capital y trabajo.[13] En esta nueva forma incipiente de totalitarismo fue la esfera económica la que neutralizó la soberanía a partir de la actividad impersonal de la tecnología. De esta manera, ya no había lugar para una instancia capaz de ejercer, ni siquiera dentro de las limitaciones de un partido, la decisión soberana. Por el contrario, el Estado se transformó en una empresa gigantesca que podía, eventualmente, ser absorbida por otra de mayor envergadura tecnológica. La soberanía, basada en la decisión moral de su titular, quedaba así neutralizada por la economía, la técnica y la organización.[14]

Luego del desastre de la Segunda Guerra Mundial reapareció potenciado el gran absoluto del primer liberalismo, aunque separado de sus finalidades originales: el mercado. El nuevo liberalismo ya no necesitaba defender las libertades individuales, sino subordinarlas a la realidad del mercado. A diferencia del liberalismo de Adam Smith, el neoliberalismo no planteaba la necesidad de hacer un lugar al mercado frente al Estado, sino más bien la de “ajustar el ejercicio global del poder político a los principios de una economía de mercado”.[15] En este sentido, el neoliberalismo proclamó la caducidad de la soberanía estatal, ya que no existe un “soberano económico” aun cuando alguna instancia del mercado pretenda dominar a las otras. El mercado, en cuanto “mano invisible”, es, por naturaleza, anárquico y anti–soberano, pues no sólo pone en cuestión el ordenamiento jurídico del Estado de derecho, sino también, y como consecuencia de esto, la realidad misma del sujeto de derecho. En tal sentido, así como el mercado reemplaza al Estado, el Homo œconomicus reemplaza al sujeto de derecho, reduciendo al individuo a una dimensión meramente económica.[16] Así, por mucho que pueda asegurar la existencia del individuo, el liberalismo constituye sólo una defensa exterior y negativa frente a los poderes de turno. En el siglo XVII luchó contra el absolutismo monárquico, el régimen patriarcal y la intolerancia religiosa. Desaparecidas estas fuerzas en el siglo XX, el liberalismo ha quedado a merced de desarrollos posliberales como el relativismo y el utilitarismo.[17]

Ahora bien, el núcleo del liberalismo sólo pudo desarrollarse con el advenimiento de un nuevo movimiento religioso al interior del cristianismo: la Reforma. Como vimos, en un primer momento la espera escatológica de las antiguas religiones precristianas, concebida como la espera del retorno al orden primordial pasado, fue trasladada por el cristianismo a la historicidad del presente, como llegada inminente del nuevo “Reino de Dios”. Ahora, con la Reforma, la espera escatológica será concebida a partir del futuro como horizonte de realización de esta espera, que luego aparecerá bajo la forma racionalizada de las diferentes filosofías de la historia occidentales.[18] Así, el proceso de secularización de la espera escatológica consistió en transformar el drama sagrado del cristianismo en una narración inmanente a la propia historia humana. De este modo, todas las filosofías de la historia, cada una a su modo, buscaron la construcción del reino celestial en la tierra, apoyadas en un método y una ciencia específicos. La racionalización de tales filosofías de la historia (Smith, Kant, Hegel, Comte, Marx, Nietzsche) introdujo una “visión utópica” que alimentó todas las ideologías modernas.[19] El funcionamiento de esta mentalidad utópica ha sido descrito por Eric Voegelin en los términos de una concepción “gnóstica” de la política. Esta manera de pensar consiste en confundir e identificar la estructura de la realidad con una realidad “deseada”. Tal situación es posible por la identificación de la espera escatológica con el curso real de la historia, de manera que la realidad “deseada” se transforma en utopía histórica.[20] Desde este punto de vista, la realidad es valorada negativamente, de manera que cualquier acción política o moral que no cumpla con las expectativas de esta concepción será sometida al escrutinio “mágico–político” de la utopía. Así, tales acciones serán desaprobadas y condenadas moralmente, apelando a la humanidad y caracterizando a sus agentes como agresores de la paz mundial, entre otras cosas.[21] Contra lo que comúnmente se piensa, fueron los liberales partidarios del mercado quienes crearon este tipo de pensamiento. Su primera aparición aconteció en la época de Hobbes y tuvo como vanguardia histórica a los puritanos.[22] Gracias a su posterior alianza con el liberalismo político de Adam Smith, el nuevo reino de Dios puritano se transformó en el culto a la “mano invisible” del mercado.[23]

El siglo XIX fue testigo del triunfo del capitalismo, es decir, del liberalismo de mercado sobre el liberalismo político y el liberalismo regalista. En contra de lo que se asume, el capitalismo siempre se opuso a las utopías liberales, ya que consagró como su único objetivo la defensa de la “libertad del capital”. En este sentido, utilizó la utopía del liberalismo político como máscara, no como ideal. Se produjo así una inversión perversa de la propia utopía liberal —que en sí ya era perversa—, puesto que, en lugar de apuntar hacia el futuro, se transformó en el discurso legitimador de un pragmatismo de clase.[24] Esta “ideología” fue la que triunfó sobre el nazismo y fue la responsable del fortalecimiento del comunismo internacional tras proponer la idea de una evolución misteriosa de la humanidad hacia la paz mundial, sin considerar la realidad de las fuerzas políticas concretas. Por tal razón la política gnóstico–utópica del neoliberalismo es autodestructiva, en tanto se mueve entre el vacío de poder y el estado de guerra permanente, ya que la paz que promete es, literalmente, sólo un sueño.[25]

Desde finales de los años ochenta el liberalismo ha intentado replantear los alcances de la libertad política a través de nuevas posiciones entre las que destacan posturas conservadoras, igualitaristas, comunitaristas y republicanas; sin embargo, todas ellas parten del mismo supuesto: la libertad política es un bien externo que se debe proteger frente al abuso de poder del Estado, de las empresas privadas o de los mismos sindicatos. No se trata, entonces, de ampliar el radio de acción de la libertad existencial, sino, más bien, de adaptarla al orden social establecido con la finalidad de debilitarla y volverla dócil.

 

La libertad individual según la filosofía existencial

Hemos visto que, por el triunfo del liberalismo en su forma economicista, tanto la Iglesia como el Estado han perdido su poder simbólico sobre la civilización. Por tal razón la autenticidad existencial de la experiencia interior y la responsabilidad cívica política han desaparecido, destruyendo de esta manera la división institucional que daba sentido a la vida del propio individuo. En este sentido, sería necesario preguntarnos si es posible recuperar de alguna manera ambas dimensiones en los tiempos actuales.

Como sostiene Marcel Gauchet, ante la desaparición de la alteridad el individuo se enfrenta a la pérdida de fundamento de su existencia. Es por ello que, en un intento de asumir su propio ser, el hombre moderno se mueve entre la autojustificación y la autodisolución. El declive de la religión y de la política traen al individuo la imposibilidad de ser él mismo, pues las identidades colectivas definían su estatus frente a la realidad.  De esta manera, se inaugura la historia de la alienación individual, en la que el malestar interior y la locura se constituyen como sus manifestaciones más importantes. La sociedad posreligiosa es la sociedad de la angustia y la forma social más agotadora que existe, precisamente porque el individuo ya no tiene lugar donde apaciguar su alma.[26]

A pesar de la secularización (o gracias a ella), la obra del pensador danés Søren Kierkegaard ha sido la primera en tratar este tópico. El “gran danés” es el ejemplo individual más perfecto del devenir religioso occidental y de sus problemas. Una de las mayores obras de este autor, Temor y temblor, refleja claramente la condición existencial del individuo de nuestra época: el problema de la angustia. En este libro Kierkegaard trata de recuperar la experiencia psicológica del “patriarca de la fe”, Abraham de Ur. La cristiandad, que nuestro filósofo distingue del cristianismo, mantuvo oculta esta experiencia y, en su lugar, resaltó el sacrificio de “lo más preciado” que Abraham poseía: Isaac. La consecuencia de este ocultamiento deliberado trajo consigo la desaparición de la experiencia de la fe en el propio cristianismo. Tal experiencia tuvo por núcleo el hecho de la angustia.[27] Así pues, según el teólogo danés, es a partir de la angustia como la experiencia de la fe se hace realidad, pues sin aquélla Abraham sería sólo un asesino carente de escrúpulos. La presencia de la angustia es muy relevante, pues únicamente ella nos asegura que la situación es un absurdo: sólo la fe puede transformar el crimen en un acto sagrado. De esta manera, si desde un punto de vista ético Abraham quiso matar a Isaac, desde un punto de vista religioso quiso sacrificarlo. Esta contradicción entre dos deberes (deber del padre y deber del creyente) es la que coloca a Abraham en la posición del absurdo y genera su angustia. Esta última lo prepara para ingresar a la dimensión de la fe. Absurdo, angustia y fe están, por tanto, inextricablemente ligados.[28]

Si, como propone Kierkegaard, la angustia es necesaria para acceder a la fe, entonces ¿cómo se diferencia de la angustia del ateo descrita por Gauchet? ¿Se trata de la misma angustia? En cuanto conforman actitudes que resultan de una confrontación con lo divino, tanto la fe como el ateísmo tienen su fundamento en la angustia. Así, Dios es el origen de la angustia en ambos casos. El ateísmo podría entenderse como una forma de religiosidad que parasita los valores espirituales, transformándolos en divinidades tutelares, como vemos ejemplarmente en las ideologías modernas. Desde un punto de vista fenomenológico, el ateísmo es la “religión de la huida”, es decir, del hombre que huye del poder de un dios personal para refugiarse en una “idea” religiosa carente de poder.[29] De esta manera, el ateo evade la angustia ante el poder de Dios; pero, a cambio de esta evasión, experimenta la “angustia ante sí mismo”, es decir, la culpa. Como ha descrito muy bien Sigmund Freud, es por la culpa que la personalidad humana se escinde en pulsiones que la atormentan. Así, evitar la responsabilidad ante la omnipotencia de lo desconocido, como ocurre en el ateísmo contemporáneo, traerá consecuencias terribles para la existencia.[30]

La fe, tal como ha sido descrita por Kierkegaard, constituye la única forma de asimilar el misterio de lo divino, razón por la cual es también la única salida al hundimiento generado por la culpa. Ciertamente, en la medida en que el “temor a Dios” es el principio de toda religión, la angustia se experimenta ante lo que carece de manifestación conocida. Por tal motivo la fe es la respuesta original a esta experiencia, ya que gracias a ella el temor se transforma en adoración.[31] Pero, además, tanto la postura atea como la actitud de fe son el resultado del debilitamiento institucional de la religión. Despojada de toda investidura institucional, la fe sólo puede experimentarse de manera brutal y descarnada, como explica el danés a partir del ejemplo de Abraham. Como contraparte, quien no pueda asumir el reto de la fe tendrá como destino la alienación individual. La angustia es así fuente y destino de ambas actitudes. En tal sentido, las sociedades posreligiosas tendrán dos alternativas extremas ante el misterio de lo divino: el ateísmo y el fideísmo.

Ahora bien, según nuestro punto de vista, la autenticidad existencial sólo puede recuperarse mediante la experiencia religiosa, porque ésta constituye el fundamento de la subjetividad humana. De ahí que, desde la existencia, la libertad individual sólo se pone en juego cuando experimentamos la omnipotencia de la experiencia religiosa. En este sentido, la experiencia de Abraham, relatada por Kierkegaard, es el hilo conductor para esta recuperación.

Abraham realiza algo extraordinario, pues la finalidad de su acto supera la esfera de lo ético. Al dirigirse a un plano más alto produce una suspensión teleológica de lo ético que aniquila lo general, encarnado por el orden jurídico establecido.[32] La destrucción de lo ético es el único punto de contacto entre lo general y el acto llevado a cabo por Abraham. En realidad, su acto no posee implicación ética alguna, pues no tiene como finalidad la vida de la comunidad. No pretende salvar la unidad política de la comunidad ni apaciguar la cólera de los dioses… ni mucho menos salvar un pueblo.[33] La experiencia de Abraham nos coloca, entonces, ante dos tipos de deber: el deber de la comunidad, objetivado en la moral pública, y el deber personal hacia aquello que consideramos divino y, por tanto, superior a la moral pública. Nada asegura, empero, que este deber personal hacia Dios no sea más que el resultado de la demencia del propio Abraham o de su errónea interpretación de la voluntad divina. Lo cierto es que, al renunciar a través de su acto al ámbito de lo general, él ha llevado a cabo un sacrilegio, una ὕβρις o un pecado (Anfaegtelse) contra la comunidad humana en favor de Dios.[34] El individuo particular, de este modo, se encuentra en una nueva condición existencial cuando la ética ha quedado suspendida. Abraham ha alcanzado esta condición y se mantiene en ella. La única explicación posible para esta nueva condición no es la mediación de la razón dialéctica, sino, como resaltará Kierkegaard, la unidad de la existencia humana, es decir, la “unidad de la pasión”. Sólo por la pasión es posible suspender teleológicamente lo ético.[35]

El poder de la libertad individual, en cuanto libertad de la existencia, radica precisamente en su capacidad para realizar la suspensión teleológica de lo ético. Desde esta línea puede decirse que la libertad individual sólo es real cuando experimenta la angustia ante lo divino y destruye, por tal razón, el orden jurídico encarnado por la moral instituida. Tal es el ejemplo de Abraham. No obstante, en el contexto de este ensayo debemos preguntarnos qué relación existe entre la libertad individual interpretada existencialmente y la libertad política. ¿Cómo puede la libertad existencial fundamentar la libertad política? Indudablemente, la libertad existencial tiene el poder para destruir la ley y, a partir de esta destrucción, crear un nuevo orden espiritual en el seno de la subjetividad humana individual. Desde esta perspectiva, la libertad política siempre será una limitación (ciertamente necesaria) para la experiencia religiosa. Gracias a esta limitación la libertad existencial puede desplegarse efectivamente, ya que la experiencia religiosa cristiana siempre implica la confrontación con el orden establecido, como lo muestra el martirologio de los apóstoles.

 

El origen de la libertad y su despliegue: lo abarcador

Dado que la relación entre la libertad política y la libertad existencial es necesariamente contradictoria, debemos determinar el modo en que tal relación se reproduce en la vida social del individuo. Por paradójico que parezca, esta relación antagónica se reproduce únicamente en las sociedades liberales, ya que en las sociedades totalitarias la libertad individual no existe propiamente. En ellas la libertad existencial se enfrenta a otro tipo de desafíos como la muerte y la esclavitud. Parecería que la libertad existencial tiene un mejor destino en las sociedades liberales; sin embargo, esto no es así en realidad, pues en Occidente aquélla está expuesta a algo quizá peor: el vacío. Esta experiencia se encuentra instalada en la vida de la sociedad contemporánea desde hace algún tiempo y tiene su máxima expresión en las “enfermedades mentales” de tercera generación.[36] Así pues, el ejercicio de la libertad existencial implica el enfrentamiento contra esta nueva condición, enraizada en la moral social que se despliega a lo largo de la modernidad y se expresa en la confrontación entre la experiencia interior religiosa y la moral instituida. En el seno de la filosofía esta oposición ha sido estudiada por Karl Jaspers como la doble determinación de excepción y autoridad.[37] Corresponde a la libertad existencial el lugar de la excepción; y, a la libertad política, el de la autoridad. Según Jaspers la única posibilidad de que la verdad sea realizable en la vida del individuo es a través de la revelación de la alteridad; pero no a partir del conocimiento de una totalidad, puesto que sólo lo que nos “viene al encuentro” puede tener la cualidad del ser. En este sentido, tal revelación tampoco se nos da como unidad y totalidad como consecuencia de nuestra condición temporal, sino siempre como una “manifestación histórica” concreta.[38]

La historicidad, en cuanto aparición concreta de la verdad, tiene como determinaciones la excepción y la autoridad. La primera aniquila la validez general de la verdad, mientras que la segunda limita toda verdad particular original. Estas dos determinaciones actualizan la verdad en el seno del mundo y están estrechamente relacionadas con la existencia del individuo. La excepción constituye “lo problemático, lo terrible, lo fascinante. La autoridad es la plenitud de lo que me sostiene, me salva, me tranquiliza”.[39] La autoridad, por su parte, conforma “la unidad de lo verdadero que se nos aparece en forma histórica como universal y total”. Desde esta vertiente consolida la fuerza de lo existente y de la certeza de lo dado en cuanto unidad histórica. Tiene, por ello, la capacidad de instaurar el símbolo de la trascendencia en el mundo. De este modo, la autoridad aparece, en primera instancia, como coacción y exigencia externa interiorizada por la educación. Quien la representa funda su estatus en la trascendencia históricamente establecida. La incondicionalidad de la autoridad consiste precisamente en su evidencia histórica cristalizada en “imágenes y símbolos, órdenes, leyes, y en los sistemas del pensar: todo esto fundido históricamente con el presente absoluto, idéntico consigo mismo”.[40] Ahora bien, por su misma condición histórica la autoridad no introduce la paz en la vida de los hombres, sino la tensión y el movimiento de confrontación que lleva en sí misma en tanto estabilización y ruptura. Ambas facetas de la autoridad alcanzan su equilibrio en el orden, es decir, en la constitución de la unidad histórica de la verdad a partir de la excepción. Al mismo tiempo, la tensión propia de la autoridad pasa a formar parte de la estructura del hombre singular. Así, la autoridad se ve confrontada con la libertad, pues el individuo quiere encontrar desde sí mismo lo que proviene desde el exterior como autoridad.[41] A través de la apropiación de los contenidos de la autoridad el individuo se libera de ésta. Cuando esto no ocurre, el individuo no vive los contenidos de la autoridad y se opone a ella mediante su libertad. En ambos casos la autoridad es constitutiva de su ser más íntimo, pues a través de ella se manifiesta la trascendencia en la vida humana.[42] Mientras tanto, la excepción es la ruptura fáctica de lo universal en el dominio de la manifestación. Es por esto que no es una categoría mediante la cual se pueda definir al ser humano, sino que constituye lo posible en sí mismo, es decir, el surgimiento originario de la verdad que abre paso a lo abarcador en sí en medio de la concreción histórica.[43] A pesar de su imprevisibilidad, la excepción no es una extrañeza ni en la historia universal ni en la vida de un hombre, sino que se encuentra presente en todo momento de la existencia. De ahí se sigue que constituye la posibilidad más original de nuestro ser individual y, al mismo tiempo, el acceso de nuestro ser a la universalidad. En efecto, su naturaleza la coloca en el seno de lo universal aun cuando tenga la función de contradecirlo. De esta manera, la excepción ilumina el camino hacia la trascendencia sin ser ejemplo más que de sí misma. Por tanto, no se trata de una arbitrariedad de nuestra naturaleza, sino de la manifestación de la verdad de lo abarcador en la existencia temporal.[44]

Finalmente, la excepción y la autoridad, en cuanto determinaciones de la historicidad de la existencia, son los medios por los cuales se manifiesta lo que Jaspers ha denominado “lo abarcador” (Das Umgreifende), en tanto que muestran, en la experiencia concreta de la existencia individual, lo que es absurdo y cuestionable para el intelecto: la inexistencia de una verdad única. Al mismo tiempo, cada una de estas determinaciones constituye el fundamento de las dos formas de libertad que hemos estudiado: la excepción fundamenta la libertad existencial; la autoridad, por su parte, fundamenta la libertad política. Por tal razón la dialéctica entre la excepción y la autoridad posee, en la oposición entre ambas formas de libertad, su expresión histórica específica, esto es, su expresión moderna occidental.

Lo abarcador puede describirse como el espacio donde lo real se nos presenta; mas no como horizonte de nuestro saber particular, sino como la totalidad inaprehensible que se anuncia “alrededor” de los entes dados y del propio horizonte que los define. Es por esto que jamás se presenta en sí mismo, sino que en él se manifiesta todo lo dado.[45] Jaspers considera que lo abarcador se expresa como ser en sí (mundo y trascendencia) y como interioridad individual. Subsume, por tanto, lo infinito y al individuo como dos aspectos de su peculiar naturaleza.[46] Así, por un lado, lo abarcador se presenta como mundo y, por otro lado, como conciencia general. El mundo es lo abarcador donde se revela el ser; la conciencia general es lo abarcador donde se revela nuestro ser individual. Empero, lo abarcador que somos nosotros no se agota en la conciencia general, puesto que ella misma necesita de un existente, es decir, de un portador que le sirva de vehículo como nuestro ser en el mundo en medio de sus limitaciones. Adicionalmente, tanto la conciencia general como el existente necesitan del espíritu como totalidad ideal, es decir, nuestro ser ideal cuya función es reunir en una totalidad nuestra identidad personal.[47] Así, la condición del hombre se enraíza en lo abarcador–hombre, lo cual está expresado en cuatro órdenes diferentes: el existir, la conciencia general, el espíritu (intelecto) y la existencia.[48] A partir de estos órdenes Jaspers crea una antropología filosófica basada en la existencia, no en el ser. Desaparece así la posibilidad de la metafísica, de las ciencias y de la ética frente a la presencia de lo abarcador. Nuestra conciencia del ser se ve transformada en cuanto aparece lo abarcador como aquello en lo que advienen todos los seres.

La metafísica sólo puede dar cuenta de la inmanencia de los seres, esto es, de la objetividad de lo dado. El fondo abarcador se le escapa y sólo la filosofía existencial puede captar, aunque de manera indirecta, la trascendencia de éste.[49] Asimismo, las ciencias quedan limitadas por la presencia de lo abarcador: se instaura así un espacio gnoseológico infinito entre los objetos de conocimiento y cada ciencia. Lo abarcador nos libera del determinismo del conocimiento; pero, al mismo tiempo, por medio de la filosofía, permite su desarrollo hacia una nueva dimensión.[50]

 

El surgimiento de la personalidad ética

La existencia es el ser del individuo determinado por la contingencia de los acontecimientos. Con todo, la contingencia no es la mera situación espacio–temporal en la que el individuo se encuentra, como ocurre con los entes de carácter puramente intramundano, sino, más bien, el “modo” por el que aquéllos aparecen en el mundo. Así, la existencia será aquella condición del individuo por la que éste forma parte de los acontecimientos en el seno de la contingencia. En este sentido, contra lo que comúnmente se piensa, la existencia no es el Yo del individuo, ya que no es el resultado de las determinaciones del aparato psíquico constitutivo de la personalidad. En realidad, la existencia, al formar parte del ser del individuo, se manifiesta en la dimensión de los acontecimientos, vale decir, en la región ontológica de la facticidad, no en la dimensión espacio–temporal de los entes plenamente individuados. En cambio, el Yo y el aparato psíquico forman parte del individuo en cuanto ente espacio–temporal o, como sostiene Jaspers, en cuanto existente; de manera que el Yo es también un objeto entre los objetos.

Como vimos a propósito de Kierkegaard, el “salto” desde lo que existe temporalmente hasta nuestra esencia absoluta es posible sólo por mediación de la decisión. Esta última hace posible que lo que somos en cuanto “sujeto existente” se transforme en lo que podemos ser en cuanto “existencia concreta”. Tal salto hace posible la verdadera libertad del ser humano, puesto que sólo la trascendencia, mediante la decisión, rompe el círculo de la inmanencia de lo humano.[51] Ahora bien, a nivel existencial el hombre siempre necesita ejercer la decisión para realizarse como ser humano pleno, razón por la cual está constantemente confrontado con la plenitud dinámica de la vida. Por ello la decisión nunca es la elección entre dos posibilidades iguales a disposición de nuestro gusto y gana, sino un “acto de elección” ya decidido desde el punto de vista de la historicidad de la existencia. Las antítesis que se presentan ante la decisión son sólo medios para interpretarla en un contexto abstracto.[52] Así pues, en contraposición con la totalidad del mero existente consciente, la “unicidad de la existencia humana” se configura como libertad a través del salto que la decisión trae consigo. Tal libertad, en cuanto esencia de la existencia humana, nos permite acceder a la trascendencia, es decir, a la identidad con lo abarcador, la fuente de nuestro verdadero ser. Mantenerse en él implica dejar atrás el pensamiento que explica la totalidad como inmanencia.[53] La decisión se materializa en el devenir a través de un movimiento de la voluntad. Lo que distingue la voluntad del mero impulso es la conciencia clara de su finalidad, pues en ella se han unido el deseo y el contenido objetivo que se busca realizar. De este modo, la elección contenida en la decisión de la voluntad no consiste en el predominio de una fuerza, sino en la subordinación de esta fuerza a la persona humana. Desde este ángulo la voluntad es una forma de autoconciencia no–contemplativa, pues constituye la existencia empírica de la libertad en cuanto tiene su fundamento en la libertad, a la que deja en suspenso. Y desde tal estado de suspensión, y por virtud de la misma libertad, llega a la decisión.[54] De esta manera, el individuo no sólo alcanza el autoconocimiento de sí mismo, sino que se transforma en el centro ético de su propia existencia. Al ejercer su decisión soberanamente, el individuo deja de ser un simple existente, pues ha superado la moral general, como ocurre con Abraham. Así, de la elección ética surge una “personalidad ética” que hace posible que el deber, instituido socialmente como eticidad general, sea interiorizado y superado en la personalidad. Para superar esta abstracción moral el individuo mismo debe llegar a ser lo general que inicialmente encarna el deber.[55]

De lo general filosófico pasamos a lo individual ético de Kierkegaard. Lo general concreto no se encuentra ni en las normas universales ni en la realidad del Estado, sino en el individuo. La personalidad ética es el resultado de la elección ética que, a partir de la experiencia de la desesperación, se ha elegido a sí misma como absoluto. Es así como el hombre se reencuentra con su teleología inmanente, es decir, con su propia naturaleza espiritual y alcanza su soberanía interior.[56]

 

Conclusiones

¿Cuáles son las consecuencias políticas del ejercicio de la libertad individual según la existencia? Sin libertad individual no hay libertad de ninguna clase. Podríamos decir, más bien, “sin libertad individual no hay existencia humana”. Sobre esta condición se construye la totalidad de la civilización, de suerte que la historia de la humanidad no es más que la realización, desde siempre, de un “cierto tipo” de libertad; pues incluso ahí donde no hay un ejercicio evidente de ella, el ser humano siempre la ejerce, ya que gracias a su libertad puede afirmarse o negarse a sí mismo. A diferencia del animal, cuya existencia se organiza según instintos dirigidos a satisfacer necesidades fisiológicas fundamentales, el ser humano tiene la capacidad de decidir el sentido que dará a su existencia, por más que, de algún modo, ésta ya se encuentre dada para él. Así, mientras el animal vive en el reino de la necesidad, el ser humano habita tanto en el reino de la necesidad como en el de la libertad. No obstante, la existencia humana no se identifica con el ser humano en general, sino con el ser humano particular que ejerce constantemente su responsabilidad y, por tanto, su libertad. Tal modo de vida sólo puede realizarse cuando aquél hace uso de su voluntad, es decir, cuando sus actos van en consonancia con su deseo y con las consecuencias que aquéllos acarrean. Gracias a este ejercicio el ser humano se transforma en existencia humana; de lo contrario, si no es capaz de ejercitar su libertad individual, su humanidad va desapareciendo progresivamente, ya que dicha libertad es, esencialmente, libertad existencial.

Paralelamente, la libertad política es la objetivación institucional de la libertad individual, es decir, el medio en el cual se despliega su ejercicio. Tal libertad determinará la profundidad y el alcance de la libertad individual, pues dependerá del medio geográfico, social y cultural para que esta última se desarrolle y haga posible el surgimiento de la existencia humana o, por el contrario, sucumba a las necesidades animales del propio ser humano. Así, por tanto, la libertad política tendría que servir de medio a la libertad individual, aunque también podría ser un obstáculo para su desarrollo. Hablar de una comunidad plenamente libre en sentido existencial dependerá, entonces, del “grado” en el que la libertad de la voluntad individual pueda ejercerse en el seno de una comunidad. Sin embargo, como hemos visto, la dialéctica entre libertad existencial y libertad política es inexorable, razón por la cual sólo es posible establecer el “predominio” de una sobre la otra; no pueden estar al mismo nivel. O la libertad existencial encuentra su realización histórica a través de la libertad política, o bien, la libertad política instrumentaliza la libertad existencial sólo para mantener el orden social.

La exaltación de la libertad política bajo la forma de derechos fundamentales del individuo trae como consecuencia la cosificación de la libertad existencial. La verdadera libertad individual nunca es un derecho político, sino una condición ontológica; empero, pocos en nuestra época lo saben. En efecto, debido al exceso de hedonismo, la civilización actual ha olvidado la experiencia de la libertad existencial. Para recuperarla, cada persona tendría que educarse al respecto; aunque no se trata de una educación académica o intelectual, y menos aún, de una educación ético–valorativa. Se trata, más bien, de una forma de autoconocimiento que cualquier individuo puede llevar a cabo en su propia vida a través del ejercicio de la decisión. No obstante, es claro que semejante proceso no puede realizarse sin la entrega absoluta de quien lo lleve a cabo. El autoconocimiento es una educación desde el abismo constitutivo de la existencia humana, de manera que tiene como centro la experiencia de la angustia. En este sentido, el individuo debe aprender a conocerse a través de esta última, tal como Kierkegaard lo mostró al explicar el modo en que se ejerce la decisión en la vida del individuo. Se trata de superar el estadio estético, representado por el hedonismo, para alcanzar el estadio ético, representado por el ejercicio de la decisión. Por último, gracias a este autoconocimiento el individuo puede acceder a su propia existencia, instaurando una nueva posición individual frente a la sociedad y el mundo. Así, desde la personalidad ética se construye una nueva posición para la cual la libertad política podrá ser un instrumento, y no a la inversa. De este modo, la política ya no será el juego de fuerzas entre Estados y grupos sociales que disponen de los individuos como sangre y carne, sino entre personalidades éticas que, enraizadas en la experiencia de su propia existencia, podrán sobreponerse al nuevo Leviatán del mercado y ser soberanas de sí mismas.

 

Fuentes documentales

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[*]. Maestro en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Investigador independiente.
rafaelcamposgarciacalderon@hotmail.com

 

[1].     John Gray, El liberalismo, Alianza, Madrid, 1986, p. 91.

[2].    Dalmacio Negro, La tradición liberal y el Estado, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid, 1995, pp. 27–28.

[3].    Ibidem, pp. 31–32.

[4].    John Gray, El liberalismo, pp. 97–99.

[5].    Ibidem, p. 99.

[6].    Ibidem, pp. 108–109.

[7].    Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2009, pp. 39–40.

[8].    Guy Hermet, En las fronteras de la democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 14.

[9].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 56.

[10].    Dalmacio Negro, La tradición liberal y el Estado, p. 32.

[11].    Jean Bodin, Los seis libros de la república, Tecnos, Madrid, 1985, p. 49.

[12].    Dalmacio Negro, La tradición liberal y el Estado, p. 32.

[13].    Carl Schmitt, El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, Alianza, Madrid, 1991, p. 114. La máxima expresión de esta neutralización será el totalitarismo, tanto en su versión comunista como en su versión fascista. En efecto, mientras que el totalitarismo comunista despersonaliza la soberanía en favor de la esfera social, el fascista lo hace en favor de la esfera política. De esta manera, en ambos casos desaparecen los límites entre la sociedad y el Estado, quedando en manos de un solo partido el control de la decisión. Ver Julien Freund, La esencia de lo político, Editora Nacional, Madrid, 1968, pp. 371–372.

[14].    Carl Schmitt, Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía, Trotta, Madrid, 2009, p. 57.

[15].    Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica: Curso en el Collège de France (1978–1979), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2016, p. 157.

[16].    Ibidem, pp. 326–327.

[17].    John Gray, El liberalismo.

[18].    Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, Trotta, Madrid, 2005, p. 250.

[19].    Eric Voegelin, La nueva ciencia de la política, Katz Editores, Buenos Aires, 2006, pp. 209–210.

[20].   Ibidem, pp. 202–203.

[21].    Ibidem, pp. 203–204.

[22].   Ibidem, p. 177.

[23].   Hannah Arendt, La condición humana.

[24].   Pierre Rosanvallon, El capitalismo utópico. Historia de la idea de mercado, Nueva Visión, Buenos Aires, 2006, pp. 200–201.

[25].   Eric Voegelin, La nueva ciencia de la política, pp. 206–207.

[26]. Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo…, p. 291.

[27].   Søren Kierkegaard, Temor y temblor, Alianza, Madrid, 2009, p. 76.

[28].   Ibidem, p. 79. De esta manera podemos ver, en el centro de la experiencia del absurdo, la experiencia fundamental de lo numinoso, es decir, la experiencia del mysterium tremendum. En efecto, a diferencia del dogma, lo numinoso nos pone en contacto con el poder (majestas) innombrable de lo divino. Ver Rudolf Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza, Madrid, 2005, p. 43. En tal sentido, la fe de Kierkegaard está enraizada en esta experiencia cuyo máximo exponente es, sin duda, Abraham de Ur, llamado precisamente el “patriarca de la fe”. Por ella el hombre queda transformado en el espacio donde Dios, de manera privilegiada, se manifiesta. Francesc Torralba, “La búsqueda de Dios en Kierkegaard” en Fernando Perez–Borbujo Álvarez (Coord.), Ironía y destino. La filosofía secreta de Søren Kierkegaard, Herder, Barcelona, 2013, pp. 193–243, p. 201.

[29].   Gerardus Van der Leeuw, Fenomenología de la religión, Fondo de Cultura Económica, México, 1964, pp. 571–572.

[30].   Ibidem, pp. 449–450.

[31].    Ibidem, pp. 447 y 453.

[32].   Kierkegaard hace referencia a la eticidad hegeliana cuando habla acerca de lo general. Ver Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Filosofía del Derecho. Introducción de Carlos Marx, Claridad, Buenos Aires, 1968, p. 136.

[33].   Søren Kierkegaard, Temor y temblor, p. 117.

[34].   Mircea Eliade, Historia de las creencias y las ideas religiosas, Tomo I, Paidós, México, 1999, p. 235.

[35].   Søren Kierkegaard, Temor y temblor, pp. 125–126. Por lo común se considera a Kierkegaard como un pensador existencialista y cristiano; sin embargo, no se suele explicar en qué medida es ambas cosas. Para este filósofo danés vivir realmente en la singularidad concreta y ser cristiano constituyen lo mismo, pues el cristianismo es la experiencia de la “contemporaneidad”, es decir, de la singularidad transformada en absoluto. En este sentido, el cristianismo de este autor no es el de la dogmática, sino un cristianismo de la fe. Ver María José Binetti, “El cristianismo de Kierkegaard según la filosofía de la religión poshegeliana” en Sincronía. Revista electrónica semestral de Filosofía, Letras y Humanidades, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, año XIX, Nº 68, junio/diciembre de 2015, pp. 1–13, p. 10.

[36].   Desde esta perspectiva, “la sociedad del vacío” de Gilles Lipovetsky es instructiva, al igual que los planteamientos acerca de las nuevas “enfermedades mentales” que el escritor germano–coreano Byung–Chul Han ha descrito en La sociedad del cansancio.

[37].   Las nociones de autoridad y excepción vinculan la obra de Jaspers con la de Kierkegaard, especialmente con Temor y temblor.

[38].   Karl Jaspers, Filosofía de la existencia, Planeta, Madrid, 1985, pp. 58–59.

[39].   Ibidem, pp. 60 y 64.

[40].   Ibidem, pp. 64–65.

[41].    Ibidem, pp. 65–66.

[42].   Ibidem, p. 67.

[43].   Ibidem, pp. 60–62.

[44].   Ibidem, pp. 61–63.

[45].   Ibidem, p. 26.

[46].   Ibidem, pp. 30–31; Karl Jaspers, Psicopatología general, Beta, Buenos Aires, 1977, p. 860.

[47].   Ibidem, pp. 29–30.

[48].   Jaspers distingue entre la existencia y el existente; distinción análoga a la del ser y el ente trasladada al ámbito antropológico.

[49].   Karl Jaspers, Psicopatología general, pp. 31–32.

[50].   Ibidem, pp. 33–36.

[51].    Ibidem, pp. 36–37.

[52].   Ibidem, p. 867. Por otro lado, suele pensarse que la decisión es un poder paralelo a las circunstancias reales, al punto de que se imagina que existe algo así como un “horizonte infinito de posibilidades” sobre el que la decisión operaría. Esta ilusión es producto del subjetivismo tan caro a la mentalidad moderna; sin embargo, se desvanece cuando se comprueba que las circunstancias reales no son meramente posibles, sino que constituyen momentos “efectivos”, es decir, momentos que forman parte del proceso real del devenir. Como otro filósofo alemán ha explicado, la decisión no se ejecuta fuera del devenir de las circunstancias, sino que ella misma constituye una de estas circunstancias. En este sentido, la decisión es la circunstancia que se introduce en el devenir por medio de la acción humana. Ver Nicolai Hartmann, Ontología. Tomo II. Posibilidad y necesidad, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 274.

[53].   Karl Jaspers, Psicopatología general, pp. 37–38.

[54].   Karl Jaspers, Filosofía. Tomo ii, Revista de Occidente, Madrid, 1958, pp. 5–7.

[55].   Søren Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la personalidad, Nova, Buenos Aires, 1955, pp. 136–137.

[56].   Ibidem, pp. 147–148.