Finitud, violencia, acogida, esperanza

[*]

Dr. Pedro Antonio Reyes Linares, sj [**]

Recepción: 2 de febrero de 2017
Aprobación: 13 de diciembre de 2017

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio. Finitud, violencia, acogida, esperanza. La intención del artículo es acercarnos al diálogo contemporáneo que, a partir del pensamiento fenomenológico existencial de Heidegger sobre la finitud de la existencia humana, ha encontrado vías de pensamiento que permiten mantener la tensión hacia la realización ética y política, amenazada en nuestro tiempo por la violencia de modelos antropológicos y sociales unidimensionales. Pensadores como John Caputo, Adriana Cavarero, Jacques Derrida y Xavier Zubiri han propuesto la sobreabundancia como carácter fundamental de la afectividad en que se constituye la humanidad, y que da la clave para repensar la historia como ámbito de creación de un ambiente humano de acogida, confianza y esperanza que como una fuente constante e insondable posibilita la realización siempre nueva de la vida interpersonal.
Palabras clave. Finitud, ética, política, fenomenología, afectividad, historia.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio. Finiteness, Violence, Welcoming, Hope. The intention of the article is to introduce readers to the contemporary dialogue based on Hiedegger’s existential phenomenological thinking about the finiteness of human existence that has opened up lines of reflection that keep us focused on achieving ethical and political realization, which are threatened in today’s world by the violence of one–dimensional anthropological and social models. Thinkers such as John Caputo, Adriana Cavarero, Jacques Derrida and Xavier Zubiri have proposed superabundance as the fundamental character of the affectivity in which humanity is constituted, and that provides the key for rethinking history as the setting of creation of a human context of welcoming, trust and hope, as a constant and unfathomable source that makes it possible to realize and constantly renew interpersonal life.
Key words. Finiteness, ethics, politics, phenomenology, affectivity, history.

 

En la filosofía actual el tiempo y la historia se han remitido a la manera propia de realidad que somos las personas humanas. Desde hace casi más de un siglo, y retomando voces todavía más antiguas, se ha descrito al ser humano en términos de tiempo, desde la paradoja de la impermanencia del presente y la irrealidad del pasado y del futuro, que quedan, uno sólo en el modo del recuerdo y el otro en el del proyecto. Las investigaciones releídas creativamente por Heidegger a este respecto nos pusieron delante del ser humano como uno que se trae a sí mismo a la existencia, anticipándose proyectivamente desde el futuro, definiendo un modo de estar en las cosas, en el mundo, y reconfigurando en ese proyecto todo lo sido, tanto su pasado como el modo de quedar en ese casi punto impermanente que en lenguaje coloquial llamamos yo, y que no es sino contingencia evanescente en cada proyección. Pero el proyecto sólo es posible en el horizonte de sentido y cualquier esfuerzo por dar consistencia a lo logrado trae consigo la definición última de ese horizonte, la muerte como desfondamiento radical de todo lo que pudiese entretenernos en la fantasía de la permanencia, y la exigencia igualmente radical de asumir con algo que suena a arrojo en el primer Heidegger y como serenidad en el segundo, la condición contingente de la existencia.[1] 

Fueron estos desarrollos los que hicieron que el pensamiento empezara a reconocer que la finitud, más que un hecho en la existencia, era un modo de ser. No se trataba de algo que nos aconteciera, sino del modo más propio que nos definía, lo que realmente nos hacía humanos. Ser finitos era nuestra definición más propia. Y la definición de ese modo de ser parecía quedar irremediablemente ligada a la muerte, como última condición de la existencia. Ser finito era ser mortal, y en ese modo de ser habría de definirse no sólo toda situación de nuestra vida biográfica e individual sino también la historia, ya no como el conjunto de hechos que subyacían a toda existencia humana, sino como el contexto y horizonte que el ser contingente incorporaba, como límite y posibilidad, en su proyección, manifestando lo que en ese contexto era posible hacer, hasta que las posibilidades alumbradas por la primera contingencia del ser, su propio aparecer como ser, que siempre se daba en ese modo definido, no dieran ya para otra cosa, sino para su cristalización y fosilización, repetición incesante de la posibilidad, con el mínimo de variación. El análisis de Heidegger se tornaba apocalíptico.[2] La historia se convertía en la descripción de una “época” del ser, amanecida en el poema de Parménides y ya fosilizada en nuestra modernidad y posmodernidad técnica.

Lo que quisiera compartir son algunas reflexiones que reconocen su deuda con autores y autoras que han dialogado con esta propuesta de Heidegger y han encontrado caminos insospechados para seguir pensando nuestra finitud de un modo tal que nos permita una visión diferente de la historia, desautorizando la lectura meramente apocalíptica y abriendo las posibilidades de mantener la tensión humana por el pensamiento y la realización ética y política. Entre los nombres que quiero recordar, a modo también de invitación para que los convirtamos en parte de nuestra literatura de consulta y cabecera, están Jacques Derrida, especialmente en la relectura y apropiación que de él ha hecho John Caputo en sus obras Hermenéutica radical —de la que esperamos pronto contar con su traducción publicada— y La debilidad de Dios, ya traducida en Ediciones Prometeo; Adriana Cavarero, cuya obra Para más de una voz[3] espera todavía su traducción al castellano, para que podamos apreciar su discusión con Derrida sobre la importancia de la consideración vocal y expresiva de la persona (de la mano de las reflexiones de Merleau–Ponty) y la exigencia de reconocimiento de la unicidad que plantea; Anthony Steinbock, quien retomó lo que varios estudiosos de Husserl habían venido apuntando desde los años setenta, sobre la importancia de la afectividad y los estudios sobre la intersubjetividad en el último periodo de la vida del pensador alemán, para recuperar una visión más integral, generativa y menos subjetivista de su fenomenología;[4] Hannah Arendt y su insistencia en la recuperación del carácter natal de la existencia humana y de la socialidad de esa natalidad,[5] y Xavier Zubiri, cuya insistencia en la alteridad real en el acto mismo del sentir tiene ecos de la discusión que él mismo mantuvo con Heidegger, en tiempos tal vez demasiado tempranos y encerrados en la España franquista para ser reconocidos en toda justicia en el resto del mundo filosófico, pero que, a mi modo de entender, guarda mucha cercanía con estas posiciones.[6] Apoyado en la reflexión de estos pensadores y pensadoras, arriesgando un ejercicio de relectura, espero poder ofrecer una interpretación de lo que podríamos entender hoy por un pensamiento desde la finitud que nos replantee el problema de la historia y de su originalidad.

Volvamos pues al hilo de pensamiento con que iniciamos este documento. Es a esta visión apocalíptica a la que Caputo señalará como una desviación en el proyecto que Heidegger había abrazado, más que creado, con sus primeras investigaciones, deudoras ya del mismo proyecto husserliano de fenomenología (por lo menos en su insistencia en el necesario trabajo incesante, y en principio interminable, de constitución del sentido por medio de la interpretación) y de la insistencia kierkegaardiana en el análisis de la existencia humana como una apertura constante a la elección de sí mismo, sin garantías, sino en temor y temblor. Privilegiando sólo la posibilidad apocalíptica, Heidegger habría olvidado las verdaderas lecciones que le habían precedido y que, de seguirlas, podrían haber mostrado la riqueza de posibilidades en el proyecto original. La lectura apocalíptica de la época era, tal vez, la última escapatoria al temor y temblor de la existencia. Es por ello que Caputo titula a su obra Hermenéutica radical, precisamente recuperando esas raíces que permitirían otra manera de considerar lo finito, abrazando de una manera más total su contingencia, su carácter siempre alumbrador de posibilidades, marcado, más que por la angustia, por el gozo gratuito de dar esas posibilidades y, en ellas, darse en lo más propio de su ser. Es este carácter iniciante, naciente, el que quisiera recuperar ahora.

Volvamos, pues, a la consideración de la impermanencia del “ahora”, del presente, clásica desde los análisis de Agustín de Hipona en el libro XI de sus Confesiones.[7] Es verdad, cada “ahora” pasa, sin que seamos capaces de detenerlo queda invariablemente transformado en su modo de ser: deja de ser presente y es pasado, inalcanzable ya en la misma manera en que se presentaba. La mismidad y la presencia nos muestran aquí su fantasía, que hace engañoso cualquier intento de fundarse en ellas. Derrida, a quien Caputo sigue de cerca, ha mostrado la imposibilidad de una metafísica de la presencia, pero ha ido más allá en su análisis, al recuperar, en lo que queda del paso inapresable de la presencia, una huella, un resto, que no ha podido ser atrapado en el sentido constituido para reunir ese paso en una figura fija a la cual confiar nuestra certeza. Decimos, “lo que pasa es esto” y pretendemos que el “esto” represente perfectamente lo que ha estado en la presencia, y no es así. El “esto” nos marca el sentido que constituye nuestra propia proyección y en el que lo que ha pasado queda inmerso, reconfigurado y constituido de alguna manera. Pero una exploración fenomenológica de cómo aparece ese “esto”, como la que Derrida emprende en Voz y fenómeno,[8] y antes, con un lenguaje mucho más escolástico, en su trabajo de habilitación sobre la génesis en Husserl, recientemente publicado en castellano,[9] deja testimonio de algo más: un fondo afectivo que no ha quedado reducido, que está ahí en el “esto”, como fuente de ese “esto” pero sin perder ese carácter de ser fuente, de ser “más” que lo que el “esto” puede reunir: es un vibrante principio en el que descansa toda constitución de presencia, o el que precisamente hace imposible toda posibilidad de descanso en la presencia. Está haciendo posible la reunión que el “esto” representa, pero inmediatamente es posibilidad de deconstrucción de esa representación para dar incesantemente, una y otra vez, representantes igualmente válidos y posibles. En cada sentido dado quedamos por dar, deudores de lo que ahí esté por venir.

Es este fondo afectivo, antiguo compañero en resistencia en la historia de una filosofía que pretende perfecta certeza, el que ha sido llamado “resto” en diferentes propuestas. La sensibilidad no parece quedar formalizada en la elaboración intelectiva que se pueda hacer de ella, porque no consiste únicamente en datos para la intelección, sino que tiene un estatuto propio, la afección, que no puede ser meramente contenida en una configuración. Mantiene su fuerza, su capacidad generativa, de modo que lo que se presenta como objetividad o como subjetividad queda siempre como correlativo en ese fondo previo, vivo, de la afección, sin poder ser encerrados en sus respectivas formalizaciones. La distinción de mundo y vida, fundamental desde los primeros trabajos de Husserl, toma aquí una densidad y un carácter de fundamentalidad que parecía le había sido injustamente negado en los desarrollos fenomenológicos tanto de Heidegger como del mismo Husserl en la etapa del primer libro de Ideas y hasta las Meditaciones cartesianas.[10]

Las conclusiones que Derrida extrae de este descubrimiento permiten repensar en sus mismas raíces lo que significa la finitud. No precisamente la muerte, sino el carácter naciente que se abre en cada “materia” afectiva. En cada definición, en cada paso de nuestro camino se mantiene la “materia” como una apertura, no sólo formal sino concreta, a lo que haya de venir. Pide, nos solicita, diría Derrida, acogerla, recibirla de alguna forma, que ella misma motiva y permite, sin que se agote en ella su capacidad generativa. Con esto, toda definición marca, a un tiempo, su carácter no definitivo pero sí definitorio. Lo que venga no vendrá sin esa definición, sino en ella mostrando su inagotable potencial de creatividad, pero ninguna de ellas marcará definitivamente, por su mero despliegue, el porvenir. No podríamos, entonces, considerarnos asegurados por lo ya sido, por lo hecho, por lo ya logrado, ni por ningún porvenir definitivo que pudiera quedar fijo ahí. Seríamos más bien pregunta abierta, lanzada a nosotros mismos, no para descubrir únicamente lo que ya estaba dicho que podíamos ser pero que todavía no conocíamos, sino para hacerlo nacer, recuperando así el oficio de “partera” que Sócrates heredó de su madre y con el que describió su propio quehacer.

Es esta pregunta la que nos pone constantemente, si nos tomamos en serio cada paso, en temor y temblor. Es en ella donde hay que mostrar arrojo, pero también gratitud, porque aparece como tiempo oportuno, siempre naciente, en lo que nos está pasando, afectándonos con irreductible alteridad. Ella es, también, tentación. Nos hace acariciar lo dado y su seguridad, al tiempo que también sentimos y tanteamos el por–venir que está anunciándose. ¿Hemos de dar un paso creativo aunque incierto o volveremos a lo ya acostumbrado y seguro? No hay parámetro que garantice lo que se ha de responder. Es, tal vez, responsabilidad en su estado más puro, más libre, dar lo que decido dar, acogiendo la incertidumbre que nos constituye radicalmente, porque incluso lo que más pudiese asegurarme me abre nuevamente a acoger lo que ha pasado con el paso que he decidido, con la fuerza vibrante del nacimiento de los múltiples caminos que pueden abrirse ahí.

De ahí que cambie la clave, porque tal vez no es en la obra y la decisión de hacer donde haya que ubicar la trascendencia ética. Tal vez se encontrará ésta más bien en la disposición a acoger esa condición naciente en cada definición, para abrirse a responder nuevamente por lo que ahí se puede dar. Es esa disposición la que resulta, entonces, fundamental, no la que espera la muerte, sino la que en cada momento se dispone a nacer ayudando a nacer. Dar nacimiento a una disposición para encontrarme en ella también acogido como naciente, como quien desde esa definición concreta ha de volver a nacer ayudando a nacer. Una definición que es cuerpo, que más que ser nosotros mismos, está dándose como un entretiempo, no ya lo sido, no todavía el porvenir, afectividad vibrante, suspendida en sí misma, pero que es carne y huesos, músculos, cartílagos, fluidos, energía, aire, sexo, hábito… Es aquí donde Adriana Cavarero, reconociendo su deuda con Derrida, lleva más lejos la descripción, descubriendo en el cuerpo no sólo la huella, sino la afectividad viva, orgánica, concreta, histórica, material. Ella la condensa en el término “voz”. Voz no es sólo sentido y significado, sino aire en un cuerpo, tensión y relajamiento, músculos y huesos, posición y duración: es cuerpo en afección, este cuerpo único. Cada cuerpo es materia vibrante en acogida, fecundante, engendrante en la concreción de todos sus dinamismos, individuales y también sociales. La materialidad viva del cuerpo, su carácter de fuente, antes que de objeto localizable, de entretiempo antes que de presencia, pero también de vulnerable, materia que puede ser alcanzada y herida, aplastada
o destruida.

Esta materialidad del cuerpo, piensa Cavarero, se presenta, entonces, como una solicitación, retomando el término de Derrida, pero lo que solicita no es solamente una conciencia que le dé cabida y le preste figuras y representaciones. Solicita espacios, configuraciones de la convivencia que le permitan significarse en ella, ser acogida como un cuerpo con otros cuerpos, vital y vibrante con ellos, también vitales y vibrantes. En cada cuerpo habría que reconocer esta especie de condición “coral”, en donde cada una de las voces es única y requiere ser acogida físicamente en el conjunto con todas las demás. La afectividad nos ha constituido también en esa unicidad que nos reta porque lo que está abriéndose en ella no es de nadie más sino de las propias personas que están siendo afectadas al quedar implicadas en esa empresa coral, y desde ahí, cada una requiere espacio, tiempo, lugar de acogida en donde pueda dar juego a lo que está solicitándole su propia afectividad, al tiempo que da también espacio, tiempo y juego a lo que se le solicita en la afectividad de los demás. Todos los coros se forman en formas concretas, materiales, personales, en riesgo siempre de ser sorprendidas por la voz (la propia y la ajena), y teniendo que optar por abrirse a la novedad de esa voz o excluirla. Cada cuerpo está afectado y afectando a otros cuerpos, cada cuerpo es una solicitación en los otros cuerpos, marcando con su alteridad única la afectividad de otros cuerpos. Cada cuerpo habrá de responder no sólo a su propia afectividad, vibrante inagotabilidad, sino también al otro cuerpo, buscando un modo de acoger su absoluta alteridad. Y en esta búsqueda, con sus respuestas, omisiones, distracciones, obcecaciones, está contándose la entraña de la historia y está jugándose la fragilidad de cada uno de nuestros cuerpos y de su fecundidad. No solamente estamos a merced unos de otros, sino que somos requeridos, conminados a inventar y crear formas de convivencia en común, donde sí pueda caber cada una de las voces (y que se reinventen una y otra vez en la aparición de nuevas voces). Tal vez Cavarero describe así la política que Arendt soñó, siempre requerida por esa “democracia por venir” del Derrida de los tiempos de la lucha universitaria.[11]

De ahí que la pregunta se traslade a la pregunta por lo que hacemos con esos cuerpos, no como meros objetos, si nos hemos capacitado para acogerlos en su vibrante materialidad, dándoles espacio y tiempo suficiente para dar de sí definiciones propias y abiertas a seguir dejando nacer y ayudando a nacer. Y es la reflexión en torno a esta pregunta la que puede acompañar el devenir histórico que se va forjando en la acogida de esta materialidad. No es una ética terminante, que pretenda llegar a una configuración última, sino una que se pone en cuestión en cada cuerpo, en cada momento en que logra dar figura a la acogida, pues vuelve a quedar solicitado a acoger el nacimiento de otra voz o de otra virtualidad de la misma voz (un balbuceo, un gemido, un gruñido o un silencio) como nuevo nacimiento desde lo que se ha acogido. La pregunta por la ética que acompaña a la historia es el requerimiento
a buscar y encontrar, cuasi–crear diría Zubiri,[12] una fecundidad inédita, a inventarla, a darle una figura nuestra, nacida en la unicidad de nuestros encuentros, encuentro de únicos, de cuerpos vivos, para darle lugar a la riqueza de la realidad.

Plantear así la pregunta ética nos devuelve otra pregunta no menos inquietante: ¿podemos confiarnos a esa respuesta?, ¿podemos hacerlo a la vista de tantos cuerpos desaparecidos, lastimados, destrozados súbita o lentamente?, ¿podemos confiar todavía la historia a nuestra propia responsabilidad y creatividad? Esta pregunta atraviesa la historia de la filosofía y las respuestas positivas y las negativas se acumulan en ella. Nuestra disposición a pensarla con miedo, como si no pudiéramos confiarnos así, tiene que ver, tal vez, con que nuestro tiempo parece celebrar las respuestas que han privilegiado la desconfianza. El tratamiento de Derrida y los de los otros autores que hemos citado aquí nos recuerdan, sin embargo, que es responsabilidad nuestra conceder a esa desconfianza la totalidad. La acumulación de historias de fracasos, más todavía, de cuerpos violentados, no nos condena sino que nos requiere, como nos requiere también la acumulación de éxitos y cuidados. Ambas nos requieren como únicos, como responsables de proponer, de arriesgar, con temor y temblor, un modo de dar acogida que pensamos que sí pudiera dar lugar a los otros cuerpos y a su vibrante materialidad, y al nuestro propio, en el porvenir.

Quisiera concluir tan sólo presentando lo que podría servir como motivación a esa confianza. No puede serlo terminantemente, pues más que de confianza estaríamos hablando de evidencia. Se trata simplemente de motivación (palabra que, por otro lado, ha venido ganando terreno filosófico desde las investigaciones del último Husserl). Se trata de esto, también yo he sido acogido, como cada uno de nosotros. Somos materialidad recibida, acogida, a la que se le abrió espacio, otras personas se lo abrieron en su propia vida, para dar de sí. Hubo brazos que se hicieron cuna, cuerpo que me recibió y fue morada, trabajo, esfuerzo, paciencia, escucha, alimento para mi carne concreta, recibida y soportada en su más mordiente vulnerabilidad. Alguien (siempre un alguien o muchos) abrió ese espacio en la historia, que todavía no era mía, y definió ese espacio con su propio cuerpo, material y culturalmente, para entregármelo, para afectarme reguladamente en él y para abrirme ahí un propio porvenir. Mi primera conciencia se dio ya en ese espacio recreado por otros para mí. Yo nunca fui uno en absoluto, nunca definido en individual, sino siempre y desde el principio en relación, único recibido en un coro de otros. Recibido no sólo con otros, sino en su espacio, en su vida; no sólo en su mundo y su horizonte de sentido, sino en el ámbito de las cosas que iban haciendo morada para mí, pues concedieron afirmarse en el requerimiento que se les exigía desde mí, mi cuerpo, mi voz, mi llanto, etc. He ahí cómo naciendo también hice nacer en ellos, y también ellos quedaron, al recibirme, recreados y lanzados a confiar en que podían recrear por mí y para mí.

Es en esta confianza donde la historia se hace seguimiento. Ya no meramente sucesión, sino seguimiento de unas personas a otras, de la recreación obrada por unas para acoger a otras, a la nueva recreación de las anteriormente acogidas para dar lugar a las nuevas o a las de antes, pero en una nueva forma. En la historia como seguimiento el sujeto viene siempre como un segundo, siempre acogido y siempre lanzado a definirse en la definición que otros le van prestando, al tiempo que también define a los otros en su capacidad de recrearse para darle lugar. Así, la historia, el mundo histórico, no es un puro horizonte de significación, sino espacio concreto modelado por las actividades creativas en el seno de las relaciones intersubjetivas, intercorpóreas, donde se juega concretamente el destino y el sentido que las personas nos podamos dar.

 

Bibliografía

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——   El problema de la génesis en la filosofía de Husserl, Sígueme, Salamanca, 2015.

——   La voz y el fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Pre–textos, Valencia, 1993.

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Zubiri, Xavier, Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza, Madrid, 2006.

 

[*] Filosofía en el Fondo, ciclo de conferencias 2016, Tiempo e historia. Filosofía y experiencia de finitud, Librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica, 19 de octubre de 2016.

[**] Profesor del ITESO. parl1974@gmail.com

 

[1].     Es muy difícil un resumen tan apretado de la filosofía de Heidegger, particularmente su antropología, que no resulte inadecuado. Resulta indispensable sugerir la lectura directa de su Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2016, y acompañarlo del comentario crítico que John Caputo hace en su Radical Hermeneutics. Repetition, Deconstruction, and the Hermeneutic Project, Bloomington, Indiana University Press, 1988. Ver especialmente los capítulos iii y vii.

[2].    John Caputo, Radical Hermeneutics…, capítulo VI: Hermes and the Dispatches of Being.

[3].    Adriana Cavarero, For More than One Voice. Toward a Philosophy of Vocal Expression, Stanford University Press, Stanford, 2005.

[4].    Anthony Steinbock, Home and Beyond. Generative Phenomenology after Husserl, Northwestern University Press, Evanston, 1995, Col. Studies in Phenomenology and Existential Philosophy.

[5].    Para una consideración complexiva del concepto de natalidad y su relación con la socialidad e, incluso, con la ontología política, ver Pablo Bagedelli, “Entre el ser y la vida: el concepto de natalidad en Hannah Arendt y la posibilidad de una ontología política”, Revista SAAP, vol. 5, núm. 1, enero–junio de 2011, Buenos Aires.

[6].    Para un tratamiento más completo de esta discusión de Zubiri con Heidegger y su resultado en la propia obra zubiriana, ver Pedro Reyes, Sobre la disyunción. Una clave fenomenológica en la filosofía de la realidad de Xavier Zubiri, Tesis doctoral de Filosofía, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2015.

[7].    San Agustín, Obras completas de San Agustín II: Confesiones, BAC, Madrid, 2013.

[8].    Jacques Derrida, La voz y el fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Pre–textos, Valencia, 1993.

[9].    Jacques Derrida, El problema de la génesis en la filosofía de Husserl, Sígueme, Salamanca, 2015.

[10].    Anthony Steinbock, Home and Beyond…, pp. 20–76.

[11].    Jacques Derrida, Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Trotta, Madrid, 2005. Con la propuesta de Cavarero, tal vez se pueda situar y satisfacer la crítica de Jacques Rancière a Derrida sobre la ausencia de un sujeto político en su propuesta de “democracia por venir”. Ver Jacques Rancière, “La démocratie est-elle à venir? Éthique et politique chez Jacques Derrida”, Les Temps Modernes, Gallimard, París, 2012/3 núm. 669-670, pp. 157–173.

[12].    Para considerar el interesante tratamiento de la historia a partir de este concepto, ver Xavier Zubiri, Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza, Madrid, 2006.