La educación como resistencia reflexiva

[*]

 

Demetrio Zavala Scherer[**]

 

Recepción: 1 de abril de 2019

Aprobación: 3 de junio de 2019

 

El Estado moderno surge como necesidad formal. Es un elemento estructural de la idealidad que delimita el mundo en el que vivimos. No se trata, sin embargo, de una mera abstracción que se mantiene al margen de sus propias concreciones, a la manera de modelo o referente externo. La formalidad de la idea de Estado está entrelazada con el devenir histórico de su propia realización. La dificultad para comprender nuestra situación actual radica, en buena medida, en esto: en la Modernidad, el paso del tiempo (con todo lo que conlleva) afecta no sólo a las realizaciones de la estructura, sino incluso a la construcción formal. En lo que sigue trataré de exponer esquemáticamente algunos de los componentes de este complejo entrelazamiento entre lo real y lo ideal que constituye al Estado moderno, así como sus principales implicaciones en el campo de la educación.

Entre los siglos XV y XVIII ocurrió en Europa una transformación radical del sentido de la validez. No hablo aquí de la tematización filosófica de dicha transformación, sino de la puesta en marcha efectiva de los determinados criterios de validez a que la tematización responde. La validez comienza a operar de manera distinta y comienza a construirse un mundo distinto. Me refiero, desde luego, al nacimiento de la ciencia moderna (específicamente, de la física-matemática), pero no exclusivamente a ella. La condición fundamental de la validez moderna es que opera bajo la forma de una unidad consecuente y expansiva de criterios. El ámbito del conocimiento queda definido, pero la expansión de la validez moderna no se detiene ahí. Por el contrario, lo que demanda es que todo lo que queda fuera del ámbito del conocimiento se resuelva con criterios consecuentes con dicha delimitación. Por economía, lo expresaré del siguiente modo: lo que la validez moderna demanda es que todo lo que queda fuera del ámbito del conocimiento se resuelva con criterios igualmente racionales. (Para tratar de evitar complicaciones terminológicas innecesarias, por ahora me referiré a eso que queda fuera del ámbito del conocimiento como el ámbito de la decisión y la conducta.) De esa exigencia formal que presenta la validez es de donde surge la configuración inicial del Estado moderno. Aunque sea una cuestión de sobra conocida, vale la pena que nos detengamos en este momento histórico de la configuración de la dimensión formal del Estado.

El conocimiento se identifica con la mediación para la presencia fáctica de las cosas. Es lo que posibilita que haya cosas en general y lo que señala, con pretensiones de validez, qué es lo que hay en cada caso. Lo que no puede hacer nunca es generar, por sí mismo, una valoración acerca de eso que hay, sea lo que sea que haya. Ninguna situación fáctica es deseable o indeseable por sí misma. De ello se sigue que ninguna línea de conducta puede proceder válidamente partiendo de premisas de conocimiento. La conducta ha de tomar en cuenta la situación fáctica, pero nunca queda determinada por ella. A su vez, esto implica, por un lado, que a nivel individual la determinación de fines es imprevisible (entendiendo por “fin” el resultado fáctico deseado) y, por el otro, que no hay garantía de compatibilidad entre los diversos fines individuales.

Ahora bien, independientemente de cómo es que se determina la conducta (es decir, de cómo es que de hecho se determinan los fines particulares y se eligen los medios para obtenerlos), la ausencia de garantía de compatibilidad de fines supone un riesgo evidente y permanente para la obtención de fines en general. Pero, por otra parte, es también de este riesgo de donde surge la posibilidad de formular un criterio válido para orientar la conducta. Del planteamiento se deduce que la obtención de fines en general es objetivamente preferible a la obtención de cualquier fin particular. El criterio podría formularse del siguiente modo: “obra de tal manera que tu modo de conducirte (en la consecución de tus fines particulares) no sea incompatible con que cualquier otro, bajo las mismas condiciones, pueda también obtener los suyos”. Se trata, en efecto, de un criterio racional.

El problema, desde luego, es que el contar con un criterio racional para orientar la conducta no garantiza que todos los individuos se conducirán racionalmente (tanto más si se toma en consideración que todavía no se ha aclarado cómo es que se determina la conducta de hecho). Es formalmente necesario generar una instancia capaz de garantizar materialmente la compatibilidad de los fines en general (a través de la consecuente supresión y/o sanción de las conductas incompatibles con dicho objetivo). La instancia en cuestión sólo puede producirse por medio de la realización de una cesión de poder por parte de cada individuo; es decir, todos los individuos estamos racionalmente obligados a renunciar a todos los fines particulares que obstruyan la posibilidad de la compatibilidad de los fines en general y a cooperar de manera relevante y pertinente en la configuración y operación de la instancia encargada de garantizarla. Por otra parte, vale la pena enfatizar que esta obligación racional no proviene de alguna suerte de destilación de la general compatibilidad de fines como un fin en sí misma, sino del interés que tenemos cada uno de los individuos en que ninguno de nuestros propios fines particulares se convierta en un obstáculo para la obtención de nuestros fines en general. En cualquier caso, la instancia que se genera de este modo y con este objetivo es el Estado.

En un sentido amplio, esta ideación que define al Estado es formalmente inapelable. Pero la cuestión es que el sentido mismo de la ideación no es agotarse en su dimensión formal, sino servir de fundamento a un marco normativo encargado de dirimir las situaciones pertenecientes al ámbito de la decisión y la conducta, es decir, al ámbito de lo práctico. En otras palabras, la fundamentación sólo tiene valor en la precisa medida en que se pone en práctica; en que se encuentra la manera de implementarla en los hechos. La legitimidad del Estado no viene de su consistencia formal, sino de su cumplimiento real con aquello con lo que por disposición formal ha de cumplir. Pero hay aquí un problema evidente. Estamos entrando al terreno de lo que podríamos caracterizar como la viciosa circularidad que en hay entre lo real y lo ideal en la constitución del Estado.

Empecemos por el aspecto más notorio del problema. Por definición, el haber de Estado nunca es la situación fáctica de partida. El Estado no sólo no ocurre por sí solo, sino que, en el ámbito de lo práctico, es exactamente lo contrario de lo que ocurre por sí solo. Es necesario fabricarlo artificialmente. Pero, como dije, hay en esto un problema específicamente racional evidente. El individuo sólo realizará la cesión de poder correspondiente si ha calculado que la obtención de sus fines en general se verá garantizada efectivamente a cambio de la renuncia a los determinados fines particulares incompatibles con dicha garantía. (Aclaro, entonces, que cuando hable de “cálculo” me estaré refiriendo a esa determinada operación racional que emplea el individuo para sopesar sus fines y los medios que conducen a ellos.) El punto es que la fabricación del Estado presupone su operación, o lo que es lo mismo, que el Estado sólo funciona ya funcionando. Si las condiciones materiales adecuadas no están dadas, no hay una razón determinante de entrada para apostar por el Estado.

Se podría argumentar, con John Rawls, que la razón determinante para optar por el Estado puede derivarse a partir de una radical integración del azar y la contingencia al cálculo relativo a la cesión del poder individual a través de lo que él denomina el velo de la ignorancia. No obstante, me parece que lo que hay en Rawls no es una solución específica para el problema que aquí se plantea, sino una sofisticación del planteamiento fundacional del Estado. La posición original (es decir, la posición en la que se coloca al individuo al someterlo al velo de la ignorancia) no es ninguna situación fáctica. Es, en el mejor de los casos, la versión más acabada de la justificación teórica que de su decisión puede ofrecer quien ya ha optado por el Estado. En síntesis, ni siquiera a través de la posición original es posible dar consistentemente el salto desde la situación fáctica hasta el establecimiento legítimo del Estado en los hechos. Dicho tránsito excede el alcance de la fundamentación porque la decisión racional a que se enfrenta el individuo en la situación fáctica de ausencia (o incompetencia) del Estado no está unívocamente determinada. Ciertamente, puede optar por la cesión de poder como estrategia de realización de sus fines en general, pero también es racionalmente consistente que calcule que la mejor manera de alcanzarlos es, simplemente, tratar de sacar provecho de la situación fáctica en la que se encuentra con total independencia de cuáles sean los fines ajenos.

Dada esta ambigüedad, ¿cómo se explica la irrupción y generalización del proyecto de Estado en el contexto de las sociedades modernas? La única explicación posible es que el Estado surge como búsqueda de legitimación de la racionalidad más comprehensiva. Pero, en la práctica, esto necesariamente se traduce como la pretensión de un determinado poder fáctico que busca legitimarse a través de la autoimposición del papel de regulador neutral de la conducta en general. Puede decirse, entonces, que el Estado nace y se mantiene a través de un acto originario de violencia, a saber, la coerción generalizada de la conducta amparada en la presuposición de facto de una legitimidad que está siempre por justificarse en los hechos. No puede ser de otra manera. Pero, nuevamente, esto no significa que la autoridad del Estado emane automáticamente de la anterioridad formal y consistencia interna de su formulación conceptual, sino del ejercicio permanente y efectivo de los lineamientos que de ella se derivan. En conclusión, el Estado tiene la obligación indefectible de reparar el cortocircuito racional que genera al imponerle al individuo lo que teóricamente tendría que ser una libre cesión de poder. Con el desglose de esta obligación indefectible entramos al terreno de la educación.

En primer lugar, el Estado tiene la obligación de proporcionar a todos los individuos sometidos a su regulación los instrumentos racionales indispensables para que puedan ejercer sus propios intereses particulares dentro del espacio común para la acción que él mismo genera. No nos toca aquí la discusión detallada de cuáles serían esos instrumentos, qué es lo que debe considerarse indispensable en términos de su manejo, ni qué pedagogías han de emplearse para que la instrucción sea efectiva. En términos generales, se trata de que todos los individuos cuenten con las bases científicas, lingüísticas y cívicas (entendiendo por esto último una comprensión elemental del marco jurídico y político) que les permitan moverse adecuadamente al interior de una sociedad democrática.

En segundo lugar, el Estado tiene la obligación de producir y garantizar la operación de espacios formativos y de investigación encargados de generar el conocimiento técnico requerido para la producción y permanente evaluación de las condiciones materiales en las que el ideal de la general compatibilidad de fines pueda prosperar. Se sobreentiende no sólo que el acceso a dichos espacios ha de ser universal sino, además, que ha de ser promovido tanto en el sentido de exigencia interna del desarrollo social como en el sentido de opción particular de desarrollo personal.

Hasta aquí no estoy diciendo sino lo obvio: sin educación básica universal y sin una universidad pública próspera y socialmente comprometida el Estado falta a una de sus obligaciones más elementales. Pero lo que interesa en este contexto es resaltar el carácter, digamos, meta–racional de dicha obligación. A través de la educación definida en estos términos el Estado debe fomentar el uso generalizado del tipo de racionalidad que lo favorecerá en el cálculo individual relativo a la cesión de poder. Debe hacerlo porque se trata de una condición necesaria de su legitimidad real.

Ahora bien, se trata de una condición necesaria pero no suficiente porque, como se ha venido argumentando, el uso generalizado de la razón no basta para garantizar la consolidación del Estado. La opción racional por el Estado nunca deja de coexistir y competir con la racionalidad inmediatista, esto es, con la elección de fines particulares que ignora el principio democrático de la compatibilidad de fines bajo la estimación de que no se trata de la mejor estrategia para obtener lo que se quiere en general. Para consolidarse, esto es, para legitimarse realmente, el Estado debe derrotar esa estimación a gran escala; y eso sólo puede conseguirse a través de la producción de las condiciones materiales que obligarán al cálculo racional a optar por la racionalidad más comprehensiva.

En conclusión, el Estado debe promover efectivamente el uso de la razón a través de la educación y simultáneamente producir las condiciones materiales que favorecen la compatibilidad de fines porque sólo así estará genuinamente legitimado para sancionar y suprimir las conductas incompatibles con su marco normativo. Estado hay en la precisa medida en que estos elementos se articulan. En su ausencia, lo que llena el vacío son poderes fácticos revestidos de una autoridad meramente formal. La educación no es un mero servicio que el Estado presta para contribuir al bienestar de los individuos; es una condición meta–racional de su legitimación y su primera línea de defensa contra el gangsterismo.

Hasta aquí la situación es bastante compleja, y sin embargo es necesario tomar en consideración un par de cuestiones que se han estado dejando de lado pero que tienen el potencial de complicar todavía más el panorama. Me refiero, por un lado, a la cuestión de cómo es que la conducta se determina de hecho y, por el otro, a la importancia de la situación fáctica concreta desde la que el Estado tiene que partir para establecerse legítimamente como tal. Me parece que ambas cuestiones tienen ramificaciones similares por lo que se refiere a la educación y de ellas me ocuparé después de exponer cada una de las cuestiones en términos generales.

Puede decirse que, históricamente, la primera cuestión aparece en el siglo XVIII bajo la forma de una toma de conciencia a propósito del alcance de lo que aquí se ha estado llamando razón. En efecto, en lo expuesto hasta aquí ha ido quedando de manifiesto que la razón puede identificarse plenamente con una determinada línea de conducta si y sólo si el fin que dicha conducta persigue ha sido determinado de antemano. Se puede obligar a la razón a elegir una determinada estrategia para la obtención de fines, pero no se le puede obligar a elegir unos fines determinados. En última instancia, la resolución del orden de los fines es una cuestión que escapa a la razón.

(No es mi intención aquí discutir a fondo la cuestión de cómo es que de hecho se determinan los fines. Para tratar de evitar que esa polémica desvíe la atención, estoy dispuesto a admitir la posibilidad de la determinación racional del orden de los fines, pero sólo bajo el entendido de que se trataría de un estatuto racional distinto de aquel al que me he estado refiriendo y cuyo sentido sería la evaluación subjetiva de la conducta y no su determinación objetiva.)

En cualquier caso, el problema que esto representa para el punto que estamos tratando es que, en términos de la motivación para la acción, la general compatibilidad de fines no sólo compite contra la racionalidad inmediatista, sino también contra otras fuentes potenciales de ordenamiento y jerarquización de fines particulares cuyos contenidos pueden o no coincidir con ella. Es decir, el principio democrático compite contra lo que Rawls denomina doctrinas comprehensivas, donde el punto crucial es que no sólo compite contra ellas, sino que lo hace desde una posición manifiestamente desventajosa. Mientras que la racionalidad inmediatista y las doctrinas comprensivas ofrecen fines concretos, reales y (desde su propia perspectiva) claramente asequibles, el principio democrático no es algo que pueda desearse por sí mismo, sino que se presenta siempre como un panorama indefinido de fines soportado por una mera abstracción.

La conclusión, una vez más, es que a la razón no le bastan sus propias fuerzas para penetrar en lo real. El proyecto democrático tiene que ya haber ofrecido resultados concretos, reales y extensivos para que la balanza del cálculo se incline a su favor. Para plantearlo en términos rawlsianos, el problema no se reduce a argumentar que el consenso traslapado es objetivamente preferible a la racionalidad inmediatista o a la jerarquización de fines de cualquier doctrina comprensiva; el problema es hacer del consenso traslapado algo realmente deseable por encima de cualquier otra fuente potencial de motivación. Por lo tanto, aquí también es necesario introducir la dimensión meta-racional que pueda orientarnos a propósito de cómo romper la circularidad entre la claridad de lo ideal y la impermeabilidad de lo real. Pero antes hay que atender a la otra cuestión cuyas implicaciones tienen relevancia en este contexto.

Como se dijo, el Estado comienza formalmente con el velo de la ignorancia, es decir, con esa condición hipotética que coloca al individuo al margen de toda determinación y toda contingencia para que pueda calcular objetivamente la mejor estrategia para poder alcanzar sus fines en general. En esas condiciones, la opción por la general compatibilidad de fines no está unívocamente determinada, pero ciertamente se presenta como estrategia dominante. También se dijo ya que el problema con dicha situación (la posición original) es que no sólo no es una situación fáctica de partida, sino que, por definición, no es situación fáctica alguna. Lo que ahora hay que poner de relieve no es sólo que el individuo se encuentra ya y siempre en unas circunstancias determinadas (y que, por lo tanto, el cálculo nunca es ni puede ser objetivo), sino, además, que el conjunto y el sentido de las relaciones sociales siempre está diacrónica y sincrónicamente definido. En distinta medida, pero siempre de manera significativa (y, con frecuencia, de manera dolorosamente significativa) el margen del cálculo y la estrategia para la obtención de fines le son impuestos al individuo en formas que lo condicionan injustamente o que lo excluyen de los espacios sociales en los que teóricamente tiene el derecho de participar.

Visto desde la perspectiva material, el Estado no se crea de la nada en la nada, sino que se establece como proyección y superposición de una estructura racional sobre un conjunto de facticidades que lo preceden. Exceptuando lo que ocurre en aquellos ámbitos en los que el propio proyecto Estado ya ha transformado exitosamente la situación, dichas facticidades tienden naturalmente a oponerse a la descualificación de individuos y relaciones exigida por el criterio que ha de orientar la conducta al interior de una sociedad democrática. En breve, las realidades sociales que no se han construido democráticamente difícilmente responderán pacíficamente al llamado racional de la transformación democrática.

En consecuencia, el Estado no sólo tiene la obligación de producir el espacio común de igualdad consistente con la general compatibilidad de fines, sino que efectivamente ha de remediar (o, por lo menos, minimizar satisfactoriamente) las desigualdades sociales que lo preceden o que lo esquivan. Por el mero hecho de constituirse como tal, el Estado contrae una deuda histórica y social a cuyo pago está esencial e ineludiblemente comprometido y cuyos intereses aumentan en función de sus propias ineptitudes y omisiones. Mejor dicho, contrae una serie indeterminada de deudas, porque de lo que estamos hablando es de un conjunto de desigualdades de diverso calado y frecuentemente vinculadas entre sí de maneras terriblemente complejas; por ejemplo (pero no exclusivamente): desigualdad de oportunidades, desigualdad en el trato ante la ley, desigualdad en la distribución de ingresos, desigualdad en el acceso a los servicios, desigualdad de género, desigualdades identitarias, etcétera.

Nos encontramos, pues, ante una nueva manifestación de la circularidad en la que se encuentra atrapada la legitimidad real del Estado. La posición original en la cual se coloca al individuo por medio del velo de la ignorancia es lógicamente anterior a la constitución del Estado pero, paradójicamente, es aquello que ha de tratar de simularse en la práctica a través de la operación del Estado ya constituido. Mientras esa simulación no tiene peso, simplemente se reproduce un estado de cosas en el que algunos individuos pueden contar con que su estrategia inmediatista está salvaguardada, mientras que otros —la mayoría— se ven obligados a adoptar una estrategia inmediatista con muy reducidas o nulas posibilidades de realización; se reproducen desigualdades e injusticias reales bajo el manto de una igualdad formal que, lejos de remediarlas, las solapa. Dicho esto, es momento de reintroducir, ahora sí, la dimensión meta–racional en la que la educación juega un papel preponderante y diferencial.

En su pretensión de extender el tipo de cálculo que le favorece, el Estado compite, como hemos visto, con complejas articulaciones entre cálculos inmediatistas, fines particulares derivados de doctrinas comprensivas y desigualdades histórica y socialmente esclerotizadas. Para simplificar, puede decirse que en su pretensión de establecerse legítimamente el Estado debe superponerse a las morales particulares; entendiendo por esto, justamente, el conjunto heterogéneo de principios de que se sirve un individuo (o un colectivo) para alinear sus fines con los medios y conductas que conducen a ellos. Vale la pena insistir en que se trata de una superposición y no de una mera imposición porque el proyecto democrático del Estado no excluye ninguno de los fines legítimos que establecen las morales particulares, sino sólo aquellos que quedan fuera del marco de la general compatibilidad. En efecto, la pretensión de general compatibilidad de fines se extiende lógicamente a la general compatibilidad de morales particulares. Pero, como veíamos, lo que importa aquí no es el soporte teórico de dicha extensión, sino la cuestión de cómo conseguir que el principio democrático se convierta en principio hegemónico, siendo que no ofrece ningún contenido concreto que pueda servir de resorte natural para la acción.

La responsabilidad obvia que para el Estado se deriva en este contexto es que debe promover una transformación a nivel individual que introduzca la consideración objetiva sobre la preferibilidad de la compatibilidad de fines en general, no en una situación hipotética, sino en cada situación determinada en que el individuo toma una decisión socialmente relevante. El problema aquí, tan obvio como la propia responsabilidad del Estado, es que no hay ningún método objetivo para introducir esa consideración objetiva en el cálculo individual. No es algo que pueda resolverse a través de la mera instrucción, como en el caso de los instrumentos estrictamente racionales indispensables para la participación en la sociedad democrática. Se trata de incorporar en el proceso de decisión un elemento extremadamente frágil y elusivo capaz de predisponer al individuo para la justicia, es decir, para la atención a la posibilidad de realización de los fines ajenos como condición para la realización de los propios. (Para tener algunos referentes filosóficos, podríamos decir que se trata de introducir lo que Adam Smith denomina observador imparcial o de lo que David Hume llama pasión tranquila.) Ahora bien, si no hay métodos objetivos que conduzcan a ella, ¿cómo puede operarse esta transformación al interior del cálculo?

Podemos comenzar a trazar la respuesta a esta pregunta diciendo cómo es que no ha de intentarse la transformación. (Desafortunadamente, nos encontramos en una coyuntura que exige que hagamos hincapié en esto.) Lo que manifiestamente no se sigue de lo anterior es que la responsabilidad del Estado sea “moralizar” a los individuos. Más aún, que el Estado opte por la promoción de unos determinados contenidos morales constituye una renuncia de facto a su papel de regulador neutral de la conducta. En el contexto de una sociedad democrática, que el Estado se alíe con poderes fácticos que impulsan una moral particular es una aberración que, en el mejor de los casos, denota ignorancia e incapacidad. De hecho, la obligación del Estado a este respecto consiste exactamente en lo contrario. Su deber no es moralizar sino, por así decir, a-moralizar; esto es, conseguir que las morales individuales y particulares admitan su subordinación pública a un principio moralmente neutral. Reformulemos, entonces, la pregunta para añadir el énfasis que acabamos de hacer: ¿cómo puede incorporarse la consideración sobre la justicia en el cálculo racional del individuo sin recurrir a la moralización?

Procediendo analíticamente, puede decirse que la consideración objetiva que predispone para la justicia está integrada por tres elementos fundamentales: un cierto tipo de abstracción, un cierto tipo de imaginación y un cierto tipo de simpatía. En primer lugar, se requiere de la abstracción, desde luego, porque es ésta lo que permite la articulación entre medios y fines en general. Pero más allá de esta función elemental, es lo que abre la comprensión y valoración de los distintos bienes a nuestro alcance y, en esa medida, lo que puede mantener a raya al cálculo inmediatista. En última instancia, la abstracción es lo que hace posible la identificación entre la general compatibilidad de fines, el conjunto indeterminado de nuestros propios fines y la realización de cada uno de nuestros fines particulares.

Por su parte, el movimiento de la imaginación es lo que vertebra la transformación del proceso de decisión. Es lo que nos permite plantearnos la situación real en la que nos encontramos como si no fuéramos nosotros, sino cualquiera, el que se encuentra en ella; e, inversamente, valorar la situación del otro como si fuéramos nosotros los que nos encontramos en ella. La imaginación es lo que nos faculta para distanciarnos de nuestros intereses reales y, así, experimentar con lo posible y con lo deseable. Es decir, es la base del traslado de la condición hipotética de la posición original a la situación fáctica, a cualquier situación fáctica.

Por último, la simpatía es el componente verdaderamente diferencial de la transformación, porque de lo que se trata aquí no es meramente de pensar o imaginar, sino de sentir; es decir, de introducir un elemento capaz de generar un impulso que determine realmente el sentido de la acción. El movimiento que la simpatía pide aquí no es meramente el de sentir–con–el–otro, sino el de efectivamente sentir–lo–del–otro y, especialmente, el de sentir las injusticias y desigualdades que sufre otro como injusticias y desigualdades que me afectan a mí. Así, por un lado, la simpatía consigue lo que la razón no puede por sí misma, a saber, la autoimposición de una restricción en la elección de fines (que excluye a los fines incompatibles con el principio democrático); y, por el otro, mueve efectivamente a la cooperación en el alivio de las injusticias y desigualdades que desequilibran, incluso en nuestro favor, el cálculo racional. En pocas palabras, la simpatía es el componente a-racional que se requiere para transitar de la idealidad a la realidad; es, por así decir, la encargada de cerrar el circuito.

La incorporación al proceso de decisión de la consideración que predispone al individuo para la justicia depende de la apropiación de una compleja estructura reflexiva que no puede reducirse a la condición de conocimiento determinado, de “saber transversal” o de “conjunto de competencias” sin atentar contra aquello que le es fundamental. La reflexión no puede instrumentarse. No es un saber determinado ni se agota en el manejo conceptual de unos determinados contenidos. La reflexión es la forma de pertenecer a, y de participar en el espacio democrático; es la forma de ser del ciudadano. Y, por lo tanto, su generalización es la condición meta–racional de la que, en última instancia, depende la legitimidad real del Estado. Recuperemos, entonces, la pregunta añadiendo estas nuevas consideraciones. ¿Cómo puede el Estado hacerse cargo del compromiso de promover la predisposición para la justicia sin moralizar y sin desfigurar la exigencia reflexiva?

Lo único que el Estado puede hacer y, por lo mismo, aquello a lo que está obligado es a formar ciudadanos a través de la generación y mantenimiento de espacios propicios para el cultivo de la reflexión en todos los niveles educativos. Esto es, el Estado debe procurar una formación reflexiva universal, por un lado, y, por el otro, fomentar la reflexión académica encargada tanto de orientar y evaluar el proceso educativo en general, como de vigilar críticamente las condiciones del desarrollo social y la propia operación del Estado. En términos de la educación básica, los espacios a los que me refiero son los que naturalmente se asociarían con asignaturas como la filosofía, la historia y la literatura. Yo pensaría que se trata de campos privilegiados para el ejercicio de la reflexión. Pero, nuevamente, la cuestión de fondo no es la transmisión y el manejo de unos contenidos determinados, sino la creación de las condiciones que favorezcan la activación de la simpatía que hace tender a la justicia. En términos de la educación superior, los espacios en cuestión son los de la profesionalización de los saberes que tienen un valor social y crítico intrínseco. Aquí sí, sin duda (aunque no exclusivamente), la filosofía, la historia, la literatura, la pedagogía. La existencia saludable de estos espacios no es negociable. Son la cuña de la que depende el rompimiento de la circularidad entre la formalidad vacía de la teoría del Estado y la construcción de una sociedad genuinamente democrática.

Concluiré diciendo que no se me escapa, y supongo que a los presentes tampoco, que lo que se ha descrito hasta aquí es el proyecto educativo de una Ilustración que nunca terminó de realizarse satisfactoriamente y que, con toda probabilidad, ya no se realizará nunca. Lo que atestigua nuestro presente es el colapso global del Estado democrático. Y no me refiero sólo a los problemas evidentes que pueden verse en México y, en mayor o menor medida, en el resto del mundo: el sometimiento del Estado a poderes fácticos de todo tipo; la proliferación y agudización de las desigualdades y las injusticias, con frecuencia promovidas por el propio Estado; la ineptitud legislativa y judicial; la parálisis burocrática; la incapacidad manifiesta para salvaguardar los derechos más fundamentales; el abandono a niveles inverosímiles de la responsabilidad educativa. Es decir, no sólo me refiero a esta manifiesta y creciente disparidad entre el ideal democrático y las diversas realidades sociales. Me refiero también y específicamente al colapso de la estructura racional que sostiene formalmente al Estado. No es sólo la realidad la que está en crisis, sino que es el propio fundamento del Estado lo que se tambalea. Los síntomas de esta crisis también están a la vista: la proliferación de pronunciamientos antidemocráticos desde las propias instancias estatales, el vaciamiento de los discursos políticos, la inverosimilitud de todos los proyectos de renovación del Estado, el agotamiento de los recursos teóricos.

¿Tiene sentido mantener el ideal educativo ilustrado en estas condiciones? A mí me parece que sí, pero hay que reconocer que ahora ha de ocupar una posición distinta. No ha de tenerse por un programa cuyo cumplimiento quepa esperar por parte del Estado, sino que hay que tomarlo como guía para subvertir su propia inoperancia. En nuestras circunstancias y en relación con el Estado, educar sólo puede significar educar para la resistencia reflexiva.

 

NOTAS AL PIE

[*] Conferencia dictada en el VI Congreso Jalisciense de Filosofía, el 23 de marzo de 2019.

[**] Profesor del ITESO.