La religión de las cosas en Marx

José Bayardo Pérez Arce[*]

Recepción: 21 de septiembre de 2019
Aprobación: 27 de febrero de 2020

 

Resumen. Bayardo Pérez Arce, José. La religión de las cosas en Marx. A partir de la noción de crítica de la religión, elaborada por Karl Marx, y de una propuesta de elaboración del concepto de cosa en este mismo autor, en particular desde su teoría del fetichismo, pretendo argumentar que el capitalismo ha logrado valerse de esta misma crítica para generar nuevas formas de sometimiento que abarcan no sólo a los seres humanos sino también a las cosas. Así, la praxis transformadora–emancipadora humana, para realizarse hoy, implica incluir en su proyecto la salvación de la dignidad de las cosas, como parte de la realización de la crítica y del reconocimiento de una dimensión religiosa de éstas; dimensión que también es resistencia a la fetichización.

Palabras clave: crítica, religión, fetichismo, mercancía, cosas, capitalismo, ideología, Karl Marx, ser–sin–origen, ser–sin–culpa.

 

Abstract. Bayardo Pérez Arce, José.  The Religion of Things in Marx. Based on Karl Marx’s critique of religion and his proposal of the concept of thing, and in particular on his theory of fetishism, I argue that capitalism has managed to exploit this same critique to generate new forms of submission that encompass not only human beings but also things. Thus, human transformative–emancipatory praxis, when undertaken today, needs to include in its project the salvation of the dignity of things as part of the construction of the critique and the recognition of things’ religious dimension, a dimension that also constitutes resistance to fetishism.

Key words: critique, religion, fetishism, commodities, things, capitalism, ideology, Karl Marx, being–without–origin, being–without–guilt.

 

Introducción

“La religión es el opio del pueblo. Esta frase de Marx, que ha pasado a la posteridad, marcó a la humanidad de muchas maneras. No sólo la religión, sino toda pretensión de metafísica o de un mundo sobrenatural, han sido objeto de una fuerte crítica. Las consecuencias de esta concepción de la religión —y más aún, la concepción de realidad subyacente— han llevado a la humanidad a hacer mayores esfuerzos para pensarse a sí misma y al mundo desde una perspectiva de inmanencia, es decir, sin recurrir a explicaciones sobrenaturales ni pretender una naturalidad de todo lo que hay. En otras palabras, la crítica de la religión ha exigido a la humanidad —al menos a esa parte que es heredera de la filosofía hegeliana— ejercitarse en el uso de una razón histórica: pensarse no sólo como producto de dinamismos físicos y químicos, sino también sociales, políticos e intencionales. La exigencia de liberar a la humanidad del peso de la religión ha constituido un nuevo programa de emancipación que llevaría a su cumplimiento el anhelo moderno de total autonomía, independencia y liberación del miedo por la vía racional. Sin embargo, una apresurada identificación de la religión con las formas religiosas históricas concretas que conocemos —religiones y creencias religiosas— nos ha conducido a vericuetos cada vez más complejos, pues hay algo de simulacro en lo religioso,[1] por lo que liberarnos definitivamente de las ilusiones no ha sido sino una ilusión más. La pretensión de una humanidad libre de los mitos se ha convertido en mito —evocando a Theodor Adorno y a Max Horkheimer—, es decir, nos hemos lanzado contra una realidad que al parecer no era sino señuelo, y al creernos libres de ese señuelo estamos más radicalmente inmersos en una realidad que no sabemos cómo enfrentar, de modo que la alternativa parece ser una inversión de la expresión de Marx, como dirá años después otro filósofo, Günther Anders: “el opio es la religión del pueblo”. Pasar de la “religión es el opio del pueblo” a “el opio es la religión del pueblo” no implica contradicción, sino ratificación de la primera por la segunda, en el sentido de que evidencia que la crítica de Marx no se dirigía sin más a una mera forma histórica de creencia, sino a toda una lógica que, en seguimiento de la figura del narcótico, tiene, ya sea un tremendo poder enajenante y de separación y negación de la realidad, ya sea un poder de habilitación de la capacidad de abrir posibilidades que le permiten sobreponerse a la dureza de la realidad. En otras palabras, una Aufhebung en forma: negar el mundo o abolirlo–superarlo (o alterarlo, volverlo otro, impregnarlo de la presencia de otro en una tensión entre lo mesiánico y lo histórico, entre la doble negación sartreana y lo utópico).

En continuidad con este análisis marxiano de la religión propongo colocar otra expresión de Marx, extraída del mismo texto que la anterior (Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel), como complemento dialéctico de la afirmación de la religión como opio del pueblo, a saber, “la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica”. La pertinencia de esta afirmación en el contexto contemporáneo puede constatarse de manera más clara al considerar cómo la economía ha sustituido a la religión (Jean–Pierre Dupuy) o, incluso, cómo el capitalismo es una forma de religión (Walter Benjamin). Asimismo, Danièle Hervieu–Léger ha hecho notar cómo algunos de los rasgos culturales más destacados de la época (por ejemplo, el deporte) se han configurado como fenómenos con forma religiosa. De ahí que realizar la “crítica sin reservas de todo lo existente” implica pasar por la crítica de la religión; en primer lugar, por ser ésta la figura por excelencia de lo que se pretende inaccesible y sustraído a toda crítica, y, en segundo lugar, porque no se restringe a las religiones institucionalizadas como tales, sino que se dirige a todo cuanto asume sus formas, lógica y funciones. De este modo, dada la relevancia de lo religioso —en sus distintas manifestaciones— en la estructuración de la sociedad, la tarea propuesta por Marx en relación con la religión y a partir de ella, ha de realizarse como una “crítica [que] no tiene miedo de sus resultados, así como tampoco del conflicto con las fuerzas presentes”.[2]

No obstante, como ya se exponía al inicio, la crítica misma no está a salvo de convertirse en otra forma de ilusión religiosa, a modo de fetiche, que termina por operar en función de algo distinto a la emancipación buscada, como lo constata Marx: “El hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad religiosa. No se vio liberado de la propiedad. Obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial”.[3]

Aquí la diferencia entre proceso y producto resulta esencial para no obviar que la libertad —entendida como aquello que se obtiene a partir de un proceso — no equivale ni sustituye a la liberación —entendida como el proceso—, en tanto la primera tiende a ser una abstracción, y la segunda, una tarea de praxis histórica. La expresión de Marx apunta a que el hombre no fue liberado de la enajenación, sino que más bien le fue dada la libertad de enajenarse —o, mejor dicho, de escoger su enajenación—, lo que constituye una preparación adecuada de la subjetividad para el funcionamiento del mundo configurado como mercado, en donde la vida es una mercancía más. La libertad —de “escoger”— que se propone en este contexto de mundo–mercado se contrapone al proceso de liberación, de manera que, mediante el régimen de las cosas que cada vez son más necesarias para vivir, los sujetos quedan más sujetados por el sistema de la mercancía. La vida gira en torno a las cosas y no alrededor de una gran finalidad, lo que en términos de Marx consiste en el gran movimiento del capital, que no es sino la reproducción de sí mismo y que, por carecer de otra finalidad, no tiene un fin último, sino sólo el reproducirse a sí mismo. De ahí que las cosas sean —en un sentido que pretendo sostener marxista— la forma visible, la máscara, de ese gran proceso paradójicamente autorreproductivo y autodestructivo que es el capitalismo como religión, y que ya no es reforma del ser, sino su despedazamiento, tal como declara Benjamin en su texto Capitalismo como religión. En este sentido se orienta lo que Marx llama, en uno de sus posibles sentidos, “religión”.

Ahora bien, acometer la tarea de hablar sobre “la religión de las cosas en Marx” entraña al menos dos labores: la primera consiste en explicar lo que Marx entiende por religión, y la segunda, algo más complicada, dilucidar qué es la “cosa”, o mejor, qué son “las cosas en el pensamiento de Marx”, ya que este último tema ha contado con menor atención reflexiva.

 

Religión y crítica de la religión en Marx

Para comprender la concepción de la crítica marxista en torno a la religión es necesario entender, aunque sea de manera elemental, el concepto de ideología. 

En la ideología, en principio basada en la pre–marxiana distinción entre la realidad y su representación, esta última funge como mediación imaginaria del vínculo entre los hombres y la realidad; mediación que simultáneamente altera y determina, tanto la actividad de los seres humanos realizada en el mundo, como el conocimiento humano de ese mundo. Como representación, la ideología es una objetividad fantasmagórica, no en el sentido de que exista una realidad distinta a la material, sino de que no se identifica con elementos materiales tangibles, aunque sí está constituida por las relaciones sociales entre los hombres. Para Marx, las ideas no tienen existencia independiente de las relaciones sociales, sino que son su expresión y producto. Lo contrario, la afirmación de la autonomía de las ideas con respecto del mundo histórico, es lo que afirma la ideología. Puesto en otros términos, el viejo problema que plantea la pregunta “¿cómo aplicar la teoría en la práctica?” es un problema típico de la ideología, pues Marx diría que debemos preguntarnos “¿de qué práctica, de qué forma de relaciones sociales, es expresión esta teoría?” Si la ideología establece y determina nuestras relaciones sociales y objetivas —es decir, si hace de las relaciones sociales relaciones objetivas absolutas y niega aquellas que subyacen a las relaciones objetivas—, la ideología tiene una función social y epistemológica muy importante en la construcción —y constitución, dirán los fenomenólogos— del mundo en que vivimos.

Años después de Marx, Louis Althusser dirá que gracias a la ideología somos sujetos, ya que es sujetos a ella y por ella que somos reconocidos como tales. Sin embargo, al ser la relación imaginaria con las condiciones reales de existencia (Althusser), la ideología suele fungir como mediación de encubrimiento o distorsión de lo que en realidad ocurre, del estado real de las cosas. Esto no implica en forma inmediata que lo opuesto a
la representación sea lo real, sino que la representación o el aparecer, en tanto ideológicos, distorsionan las relaciones históricas de manera que mantienen un orden de poder. Mientras más autónomas e independientes nos aparecen las ideas y representaciones del mundo, más expuestos estamos a ser sometidos mediante una falsa conciencia. La crítica de esta apariencia o representación de las cosas y de las ideas que tenemos del mundo es esencial para conocer las relaciones sociales y de producción que hacen al mundo en cuanto tal. Por eso Marx no propone una actitud meramente escéptica ni crítica en términos de límites de facultades con respecto a nuestra capacidad de conocer el mundo al estilo de Immanuel Kant o René Descartes. Antes bien, la perspectiva materialista histórica exige que el conocimiento sea social y políticamente crítico. En otros términos, es una praxis reveladora y,
más aún, transformadora. Como lo afirma en sus Tesis sobre Feuerbach, si la vida social es, en esencia, práctica, todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica (viii). Por ello los filósofos no han de limitarse a interpretar de diversos modos el mundo, sino que deben, ante todo, transformarlo (xi).

Por consecuencia, si el conocimiento no es histórico —es decir, social y político—, no será sino un engaño. De ahí que, por ser la religión para Marx una de las tantas formas de ideología y, como tal, un producto histórico, ella puede influir también sobre las transformaciones sociales.[4] En alguna de sus acepciones, sobre todo en su fase aún feuerbachiana, Marx consideraba a la ideología como un “conjunto de ideas y representaciones […que son] imagen invertida de las relaciones sociales, en la que son esas ideas y representaciones las que determinan la historia real”,[5] aunque en la realidad sean las relaciones y personas las que determinan tanto la historia como las ideas.

Ahora bien, el interés de Marx en realizar una crítica de la religión —más allá del contexto de la polémica con Bruno Bauer respecto a la cuestión judía (es decir, sobre la posibilidad de una emancipación religiosa, con o sin una emancipación política)— puede quedar reflejado más claramente en el siguiente texto extraído de su Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel:

El hombre es su propio mundo, Estado, sociedad; Estado y sociedad que producen la religión, [como] conciencia tergiversada del mundo, porque ellos son un mundo al revés. La religión es la teoría universal de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica popularizada, su pundonor espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento de solemnidad, la razón general que lo consuela y justifica. Es la realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad. Por tanto, la lucha contra la religión es indirectamente una lucha contra ese mundo al que le da su aroma espiritual.[6]

Criticar la religión no tiene como propósito específico su destrucción —lo que equivaldría a lanzarse de manera feroz contra una fotografía del enemigo mientras que éste se mofa desde otro lugar—; por el contrario, criticar la religión pretende hacer posible una crítica real de la política y la economía, escudadas debajo y detrás de lo religioso. Se trata más de una superación que de una destrucción (aunque el término Aufhebung comprende ambos; pero debido al carácter dialéctico, lo último no sería sino la superación), como el mismo Marx lo indica:

La crítica de la religión desengaña al hombre, para que piense, actúe, dé forma a su realidad como hombre desengañado que entra en razón; para que gire en torno a sí mismo y, por tanto, en torno a su sol real […] tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de la historia es [ahora] establecer la verdad del más acá. […] La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política.[7]

En palabras de Georg Lukács, la religión es la lógica del mundo en su forma popular; es representación de ese mundo. De ahí que, en su calidad de teoría general del mundo, la religión es, de entre las formas de ideología, aquella cuya crítica puede ser más significativa y crucial. Por tanto, “la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica”.[8] Develar y criticar la lógica y la teoría general de un mundo, del espíritu que le proporciona una mística, debe dar pie a un desmontaje de ese mundo al reconocer las relaciones históricas que sostienen el montaje con apariencia de naturaleza e, incluso, de derecho que le han permitido llegar a ser.

He postulado que la crítica de Marx no se propone la destrucción de la religión. Esto se debe a que en su condición de forma ideológica no funge sólo como mediación de dominio, sino que también puede ser expresión de lo otro del discurso, de aquello que no puede ser expresado o pensado a veces de forma explícita o que no tiene lugar sino bajo la forma de anhelo (como decía Horkheimer). “La miseria religiosa es a un tiempo expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real. La religión es la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas embrutecido. Es el opio del pueblo”.[9] Aunque esta última expresión suele ser empleada más como argumento en contra de la religión, dado el conjunto de situaciones que le preceden en el texto —miseria real, queja de la criatura en pena, sentimiento de un mundo sin corazón, espíritu en un estado de cosas embrutecido (atributos que no son fácilmente tolerables y para nada deseables)—, podríamos considerar posible que más que una crítica, sea una razón para no desecharla del todo. De hecho, es mi convicción que la religión en el pensamiento marxiano es la expresión de la criticabilidad de toda obra humana, por lo que criticar a esta última implica conservar intencionalmente una realidad criticable para no dar por descartada ni dejar en el olvido la importancia de la tarea de la crítica. Pienso que quizá la función del tótem en la película Inception haya sido la misma.[10]

Un dato relevante de la crítica de la religión emprendida por Marx es que se mantiene fiel a su perspectiva social y general, por lo que no la conduce ni la reduce al mero ámbito del individuo particular, aunque sí se ocupa de él. Así lo plantea: “La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre y, por tanto, en el imperativo categórico de acabar con todas las situaciones que hacen del hombre un ser envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable”.[11] El objetivo de lo genérico es salvar lo concreto, no al revés, pero sin que los individuos concretos pretendan ocupar en su particularidad el lugar de lo genérico.

En razón de esta intencionalidad emancipadora y dignificadora es necesario dar un paso más en nuestro análisis y pasar de la crítica de la religión a la crítica de las cosas. Al respecto dice Marx: “En la producción material, en el verdadero proceso de la vida social —pues esto es el proceso de la producción— se da exactamente la misma relación que en el terreno ideológico se presenta en la religión: la conversión del sujeto en el objeto y viceversa”.[12] De hecho, según propone la segunda de las dos constataciones de las que partió esta reflexión, la dinámica propia del mundo del trabajador sigue la misma lógica de la religión de tipo sacrificial criticada por Marx: “Con respecto al trabajador que, mediante el trabajo, se apropia de la naturaleza, la apropiación aparece como enajenación, la actividad propia como actividad para otro y de otro, la vitalidad como sacrificio (Aufopferung) de la vida, la producción del objeto como pérdida del objeto en favor de un Poder extraño”.[13]

 

Las cosas en Marx

En su libro Communism for Kids Bini Adamczak asegura que el capitalismo es el sistema económico donde las cosas gobiernan a las personas.[14] Para ilustrar esta idea basta recordar que, a partir de una concepción de trabajo más ligada a la producción material, vemos cómo los desplazamientos geográficos e ideológicos de una persona ordinaria están ordenados no por una búsqueda subjetiva, sino por ir a su trabajo, a construir piezas para planchas, automóviles, etcétera, y por cumplir los estándares y metas de producción que se fijan por algo o alguien más. La mayor parte del tiempo y de la energía de las personas gira en torno a esas cosas, y si las cosas producidas dejan de ser relevantes, el efecto puede ser devastador y, sin duda, fuertemente percibido por nosotros.

El paso de la producción artesanal a la producción industrial exigió la especialización en el uso de las máquinas, con la consecuencia de que, quien dedicó su vida a especializarse en el uso de una determinada máquina, con frecuencia quedó excluido como inútil cuando ésta quedó descontinuada. Asimismo, el usuario de un vehículo tiende a configurar sus desplazamientos cotidianos en función de las condiciones y requerimientos de ese vehículo —figura aquí, desde quien puede circular sobre espacios verdes y angostos sin problema (con una bicicleta), hasta quien debe ir a la gasolinera, llantera y mecánico, e incluso sufrir el tráfico (en el caso del automóvil o autobús)—. El famoso “viernes negro” o “Black Friday”, con sus ya bien conocidas peleas y manifestaciones agresivas entre compradores, ilustra también cómo las cosas gobiernan a las personas, inclusive en un plano más emocional. Las cosas nos dictan lo que debemos hacer, no a la inversa. 

No pretendo inferir que las cosas son malas en sí, sino que en todo sistema económico donde la dimensión política, el poder de decidir y preguntar, es negado a los seres humanos concretos mientras los productos o mercancías determinan cada vez más las opciones de las personas, las cosas son las que mandan.[15] Pasamos de “el show debe continuar” a “la producción y el consumo deben continuar”.

Aunque esta referencia genérica a “las cosas” podría parecer clara, es necesario realizar un análisis más detenido para mostrar con mayor claridad qué está en juego al hablar de “cosas”. A fin de favorecer la comprensión del discurso que sigue propongo una distinción entre tipos de objeto que, aunque no fue explícitamente propuesta por Marx, puede ser útil para comprender mejor la “cosa” de la que éste habla.

De entrada, conviene aclarar que la cosa en sentido marxista no es para nada la cosa en sentido kantiano. No se trata de un noúmeno o cosa–en–sí incognoscible. Antes bien, Marx parte de lo concreto, por lo que la cosa es bien conocida debido a que es producida. La cosa es la apariencia de un mundo histórico concreto.[16] En tanto materia —recordando el interés científico de Marx—, la cosa pertenece a un mundo de objetos que es también un mundo histórico, un mundo de relaciones. Según la ubicación en el entramado de relaciones de este mundo histórico se puede hablar de objeto–naturaleza, objeto–antropológico, y objeto–mercancía.[17] Hay, no obstante, un cuarto objeto, el objeto–dinero o capital; pero éste resulta ser muy distinto y mucho más complejo que los otros tres, por lo que no me extenderé en su análisis, sino que me ocuparé de él sólo en cuanto preámbulo al objeto–mercancía.

El objeto–naturaleza corresponde a los objetos que son materia prima, que no son producidos por el trabajo humano y que a su vez son condición material de posibilidad de la obra transformadora humana. Sin materia prima no hay valor ni producto alguno. Aunque se les podría llamar cosas, de ordinario el nombre que se les designa es muy específico, en tanto materia prima o materia ajena al proceso de producción: piedras, madera, etcétera. Este tipo de objeto está casi al margen de la historia, ya que remite a ese ámbito del mundo de lo no–puesto–por el hombre, ámbito al que el mismo hombre pertenece, ya que decir “naturaleza” es un modo de decir que el individuo no es el fundamento de sí mismo.[18] Se trata de lo que originariamente constituía el ámbito de la religión. 

El objeto–antropológico es el ser humano. De hecho, fiel a la crítica feuerbachiana de la filosofía de la conciencia hegeliana, Marx ya no habla de conciencia, sino de hombre. Este cambio terminológico es importante, pues con él se consolida el giro materialista que se opone al idealismo hegeliano y se confiere importancia a otros aspectos del ser humano distintos de la mera autoconsciencia, como el cuerpo, los afectos, la sociabilidad, lo político, etcétera. Hablar de objeto–antropológico permite mantener la noción de historia, en concreto, una historia hecha por hombres que se encuentran en el mundo, sin lo cual la crítica misma propuesta por Marx carecería de sentido.

Un objeto difícilmente encuadrable es el objetodinero. “El dinero es […] no sólo un objeto, sino el objeto, de la sed de enriquecimiento [incluso] la fuente de la sed de enriquecimiento”,[19] sostiene Marx en los Grundrisse. El dinero, en cuanto forma corporizada de la riqueza respecto de todas las sustancias particulares en las que ella consiste,[20] tiene al menos tres determinaciones: como medida del valor, como medio de cambio y como existencia autónoma respecto de la circulación y que da lugar a la acumulación.[21] Conforme a esta lógica, en estadios posteriores del desarrollo del capital, lo imaginario entra en el dominio de la mercancía en la medida que se restringe la capacidad de composición imaginativa, al mismo tiempo que se comercializa el conjunto de elementos imaginables prefabricados (se venden y comercializan ideas e imaginarios listos para usarse). Quien controla lo imaginario —aún más que lo simbólico— determina el ámbito de lo posible. De ahí la proscripción de ciertas formas de locura, al mismo tiempo que se promueve comercialmente la dislocación de los referentes de sentido, claro, según convenga a las posibilidades de convertir los distintos objetos en mercancía.

El objeto–mercancía corresponde, en el contexto de la teoría marxiana, a lo que llamamos “cosas”, en razón de dos consideraciones teóricas. La primera consideración parte de que en un mundo histórico, particularmente a raíz del capitalismo, las cosas constituyen la síntesis dialéctica entre lo objetivo del objeto–naturaleza y lo objetivo del objeto–antropológico; síntesis realizada mediante el trabajo. No hablo del polo subjetivo en esta síntesis, ya que el objeto mercancía tiende a la objetividad, tanto en valor como en identidad por su autonomía con respecto del sujeto individual. En otros términos, la cosa o el producto del proceso de producción convertido en mercancía lo es a los ojos de todos y, al mismo tiempo, es negación de lo subjetivo al corporizar el trabajo abstracto. Esta distinción la hallamos en un pasaje de El capital en el que Marx asevera que

Las mercancías vienen al mundo en forma de valores de uso o cuerpos de mercancías, como hierro, tela, trigo, etcétera. Ésta es su prosaica forma natural. Mas sólo son mercancías porque son algo doble, objetos de uso y al mismo tiempo portadoras de valor. Por eso sólo se presentan como mercancías o poseen solamente la forma de mercancías en tanto que poseen una forma doble, la natural y la del valor.[22]

La segunda consideración teórica alude a un concepto posterior a Marx, pero que surge de su propio pensamiento. Me refiero al concepto “cosificación” —o “reificación”, en algunos autores— empleado por Lukács. Esta noción enfatiza la centralidad de las relaciones entre los hombres como fundamento de configuración de las formaciones sociales —o de la llamada “sociedad”—, pues el capital, según Marx, no es una cosa, sino una relación social entre personas mediada por cosas,[23] y, al mismo tiempo, la cosificación designa la inversión que ocurre mediante el proceso mismo del capital que convierte a las personas en medios de la relación entre las cosas, de manera que la socialidad del hombre queda determinada por la objetividad de las cosas, y la objetividad del hombre, por la socialidad de las cosas. Esto es, las personas socializan en la medida y forma que las mercancías lo exigen y determinan; mientras que el ser hombre es determinado por la socialización de las mercancías. En palabras menos técnicas: pueden faltar personas a una fiesta, pero no el alcohol, pues éste marca la dinámica de los encuentros, y el amor —mediante la pareja que se encuentra— es conocido a través de aplicaciones de celular y de sitios en internet. La máxima de crear valor de uno mismo se vuelve ley objetiva de la vida humana, ya que fuera del mercado no hay valor. Inclusive el valor de ser está supeditado al uso fiel del mercado mismo: “huele de este modo”, “dale esta forma a tu cuerpo”, etcétera. Las personas se tornan cosas, producto de las cosas. Insistiré una vez más en que el interés de estas observaciones es sólo señalar una dinámica social determinada por las cosas con el fin de propiciar una praxis emancipadora, y no una hipersensibilidad intolerante a toda forma de determinación exterior, la cual no escapa tampoco a la dinámica de la mercantilización.

Vemos, pues, que el objeto–mercancía —o simplemente la mercancía— es fundamental para comprender qué es la cosa en el pensamiento de Marx. En primer lugar, “la mercancía es […] un objeto externo, una cosa que por sus propiedades satisface necesidades humanas de cualquier clase […] ya surjan del estómago o de la fantasía”.[24] Así, a partir de esta identificación entre mercancía y cosa, a la pregunta “¿qué es una cosa?” podemos responder como una primera aproximación: es un objeto transformado en complemento —intencionalmente satisfactor—, primero, de necesidad; luego, de deseo y, por último, de existencia, o mejor, de no–existencia. Es complemento porque no constituye por sí mismo la necesidad ni el deseo en sí, sino su correspondencia con un mundo que los hace reales. De este modo, por vía dialéctica, las cosas constituyen el mundo, y lo que esté fuera del proceso de producción o del mercado, difícilmente “existe”. Dicho en un lenguaje heideggeriano podríamos hablar de in–der–Merkt–sein. La cosa no es la cosa–en–sí kantiana; pero tampoco es un mero objeto natural, sino lo que es en el mercado, es el ser–en–el–mercado. Por otra parte, como complemento de existencia o de no–existencia, la mercancía confiere existencia o, incluso, la base para la existencia (“consumo, luego existo”), o bien, refuerza la búsqueda de no–existencia, de no ser, de no hacerse cargo de nada, que es propia de la enajenación. En el primer caso se trata de participar de la vida, del mundo, mediante el consumo y uso de mercancías —y no sólo de su mera producción—, y en el segundo caso se trata de desentenderse del mundo, de lo que conlleva el ser sujeto autónomo mediante el consumo y uso de mercancías, al grado de dejarse llevar por el flujo de su circulación. Por momentos la consigna espiritual de “fluir”, popularizada en los últimos años, parece ser un instrumento ideológico más que adecuado para realizar este devenir mercancía.

Este efecto enajenante tiene que ver con lo que Marx llama “fetichismo de la mercancía”. Al respecto, Lukács señala:

La esencia de la estructura de la mercancía se ha expuesto muchas veces; se basa en que una relación entre personas cobra el carácter de una coseidad y, de este modo, una “objetividad fantasmal” que con sus leyes propias rígidas, aparentemente conclusas del todo y racionales, esconde toda huella de su naturaleza esencial, el ser una relación entre hombres. […] El problema del fetichismo de la mercancía es un problema específicode nuestra época, un problema del capitalismo moderno.[25]

De hecho, en el momento en el que un objeto “se presenta como mercancía se transforma en un objeto sensiblemente suprasensible”,[26] es decir, un objeto cargado de carácter místico que no surge del valor de uso ni del contenido de las determinaciones de valor, sino de la forma misma de la mercancía. En otros términos, este carácter místico no existe de manera objetiva en el producto del trabajo, sino sólo en el ámbito de las relaciones de intercambio. Un objeto no puede ser mercancía si no es objeto de intercambio, si no forma parte de un sistema de valor. En conexión con esto, Marx expresa: 

Lo misterioso de la forma mercancía consiste, pues, sencillamente en el hecho de que les refleja a los hombres los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres objetivos de los productos del trabajo, como propiedades naturales sociales de estas cosas, y, por tanto, también refleja la relación social de los productores con el trabajo total como una relación social de objetos, existente fuera de ellos. Gracias a este quid pro quo los productos del trabajo se transforman en mercancías, objetos sensiblemente suprasensibles o sociales. […] La relación social determinada de los mismos hombres, […] adopta aquí la forma fantasmagórica de una relación entre cosas.[27]

Así, en el fetichismo los productos humanos aparecen como dotados de vida propia, autónomos, independientes, en relación entre sí y con los hombres. De este modo, la cosa, definida al inicio por la operación
—trabajo— y después en la forma de mercancía, es negación de la misma relación que está en su origen y constituye su origen. Por el fetichismo de la mercancía la cosa se independiza del trabajador —su creador—, en tanto éste es genérico, sustituible por cualquiera. Por ello es que, aun cuando se deba afirmar el trabajo creador —su carácter productor, que implica la intervención del trabajador—, en última instancia “toda reificación —cosificación— es un olvido”,[28] como apunta Horkheimer. La cosa es la materialización de un olvido. La cosa es olvido objetivo, materializado. No es medio de olvido, sino medio de difusión y posicionamiento del olvido en las relaciones sociales y en la vida cotidiana.

El fetichismo oculta las relaciones materiales que constituyen el origen de la cosa y, a su vez, establece un orden específico de relaciones sociales y objetivas como condición de un ser–sin–origen —piénsese en el hecho de que nos hallamos frecuentemente con la impresión de que las cosas “siempre han sido así” o “simplemente se configuraron así de modo espontáneo”, recordando que Gramsci ya criticó la pretensión de espontaneidad—. La “cosa” ordinaria es ser sin origen; ser en tanto valor, cuyo valor nos aparece como algo ajeno a nosotros. Se sabe el material, pero se niega u omite la relación que es su origen. Así pues, la cosa es atea, no en sentido teórico, sino estrictamente práctico.[29] He ahí la relevancia de la paradójica expresión “religión de las cosas”. Es una religión (en tanto expresión de la lógica general de un mundo) que se basa en la culpa–deuda[30] (Benjamin) y en el olvido, tanto de la relación que establece esa culpa, como de la relación que podría liberar de ella. En términos de Marx, es la religión de la libertad del egoísmo, mas no de la liberación de él.

Por otro lado, el fetichismo tiene otra característica en positivo que consiste en conferir un poder de carácter no objetivo, es decir, que “hacer de algo un fetiche, o fetichizarlo, es investirle de poderes que en sí no tiene”.[31] Las cosas, en tanto mercancías, aparecen provistas de un poder envidiable para el hombre contemporáneo: son sin culpa, son deseadas sin esfuerzo, incluso se convierten en modelo de perfección. Desde hace años vivimos lo que Anders ha llamado “vergüenza prometeica”, es decir, experimentamos cierta vergüenza cuando nos comparamos con los productos que elaboramos, dado que nos superan no sólo en posibilidades y potencialidades, sino también en perfección: es la vergüenza por no ser una cosa.[32] La inversión en el orden de referentes es síntoma de esto, ya que cada vez resulta más común decir de alguien “parece una muñeca o un maniquí” para afirmar su belleza, armonía y perfección estética, que decirlo de manera inversa. Las cosas tienen un poder envidiable:

Por ejemplo, los aviones vuelan. Por supuesto que no. El piloto vuela usando el avión. Solamente los pájaros pueden volar por ellos mismos. Pero prescindimos del sujeto piloto. Ahora los aviones vuelan, los autos corren, las máquinas trabajan, hasta el dinero trabaja. El capital es productivo. Hasta las máquinas nos cobran ingresos. Sus representantes son los cobradores. Cobran por el trabajo de sus aviones, aunque los ingresos cobrados no los entregan a los aviones, sino que se los meten en sus propios bolsillos. El mundo se vuelve mágico. Las cosas se mueven, el hombre es arrastrado. Las cosas tienen un alma, tienen amor en sus entrañas. A esta magia Marx la llama fetichismo.[33]

Esta magia designa un poder que aparentemente está cada vez más lejano de crecientes masas de seres humanos, cuya vida se parece más auna pieza de engranaje que a una existencia humana; mientras las cosas se vuelven inclusive centro del afecto —apego a las pertenencias— y circulan con más libertad que las personas (nótese que el flujo de mercancías entre países es menos difícil que el de personas). “Libres son las cosas; no libre es el hombre”.[34] Ese poder de ser, de ser viviente, parecería haber sido usurpado por las cosas.

Las cosas no sólo gobiernan la vida de las personas, sino que, mientras nos llevan a la desilusión respecto de toda realidad, se nos presentan como las detentoras del poder seductor. De esta manera, sea como ser–sin–origen, sea como objetos detentores del poder de ser, ser–sin–culpa, ser–deseable, las cosas se muestran como negación en varios sentidos.[35]

Las cosas son la forma concreta de la negación en nosotros o a nosotros. El concepto de cosa sería el concepto universal de la negación, en tanto podemos constatar cómo la compra de objetos ofrecidos por el mercado no sólo dista de ofrecer algo concreto (como la felicidad, que sigue siendo un abstracto), sino que evidencia nuestra carencia de lo ofrecido, si no es que también crea esa carencia. La serena inconsciencia de comer una manzana sólo por comerla ha sido sustituida por la amarga experiencia de comprar y comer una manzana con la desazón de no saber qué sentido tiene hacerlo, en especial cuando su contribución para el gran objetivo de la felicidad abstracta es prácticamente nula. Es decir, la pretensión de hallar un sentido a un gesto sentido (esto es, propio de la sensibilidad) absorbe y aniquila lo sentido. Como ejemplo tenemos la gran interrogante acerca la sexualidad: si
lo sentido tiene o no un sentido o si debe o no tenerlo. Las cosas corporizan el “no a mí”. De ahí la insatisfacción en la satisfacción obtenida. 

La cosa es la forma concreta de la negación; pero no de lo que está fuera de alcance del trabajo humano, sino la negación de la posibilidad de ser fuera de él o del sistema de valor. “Fuera del Mercado no hay salvación, no hay ser”. Es la absorción por el modelo, por la forma y,más en específico, por la forma del intercambio. Conforme las formas de relación social se reducen a una sola o a un solo modelo, el del intercambio, se reducen las posibilidades de ser y de vivir de otro modo. En varias regiones del planeta, cada día se vuelve más difícil —si no es que imposible—vivir sin ser parte de la cadena productiva, al grado de que se criminaliza o se desecha a los inútiles e improductivos, o se rechaza a quienes no participan de la lógica del trabajo.

La cosa es la negación de la igualdad como principio de todo valor o significado. Esto no ocurre de inmediato, pues un objeto conserva el valor de uso en cierta medida, pero conforme más se realiza el proceso del intercambio y de reproducción, más se acelera este proceso de identificación como negación. Esto se puede ilustrar en el caso del arte. El “aura” propia de la obra de arte —el aquí y ahora que forma parte de su creación—, según apuntaba Benjamin, se pierde conforme la reproducción de la obra se instituye y se realiza de forma mecánica y en cantidad creciente. Así, lo significativo de lo “único” en Occidente, conforme al modelo del individuo egoísta, desaparece en la medida que se reproduce —aunque cabe precisar que Oriente, dado que maneja otra concepción de la obra de arte, tiende a considerar más su perpetuación por la reproducción—. Hablamos, pues, en el caso occidental, de la mercancía transformada en precio. La igualdad no cuenta en la religión de las cosas para afirmar un valor. De hecho, la igualdad no es un dato de las cosas, sino que es como virtualidad, como algo que será producido por el capitalismo y sólo en orden a hacer funcionar el sistema de intercambio y consumo —igualdad de posibilidades de consumo, igualdad de destino: ser el otro, ser uno mismo—, siempre y cuando se mantenga la condición de falla o fracaso, o dicho más técnicamente, como mero ideal teórico. La igualdad nunca es un objetivo del capitalismo, sino una condición ideológica de su funcionamiento. No obstante, esta igualdad presupone otras desigualdades ordenadas por el valor, pues puede lidiar con la igualdad política en la medida que facilita el proceso de circulación de las mercancías y del capital, pero no puede aceptar la igualdad económica. Por algo se habla tanto en el capitalismo de democracia política; mas resulta aberrante plantear siquiera la idea de una democracia económica. Para la religión de las cosas, la igualdad no puede ser un axioma de partida, sino un producto más de ella: la igualdad en participar de la culpa, o dicho de otro modo, de la deuda.

En esta religión de las cosas no hay igualdad posible como fin ni como principio, sino como medio; por tanto, se trata de una mera virtualidad, una suposición operativa. En síntesis, pura ideología. En la religión de las cosas, la igualdad es sólo un instrumento más en el proceso de auto–reproducción del capital.

Aunque Marx se enfoca claramente en el dinero en un primer momento y, después, lo hace en el capital, la cuestión de las cosas no es secundaria. Un texto extraído de Sobre la cuestión judía reza:

El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en una mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él.[36]

Lo que Marx declara en este texto sobre el dinero ofrece un referente significativo para comprender, tanto su crítica de la religión como el papel que desempeñarán las cosas en tanto mediación del poder del capital; mediación que opera negándonos el poder–ser, el ser–sin–culpa, el ser–fuera–del–mercado. Nuestra aparente necesidad de las cosas para ser o existir en este mundo es más real, incluso en un plano inconsciente, de lo que pensamos. Aunque conscientemente no sea el culto dirigido al dinero sino a las cosas, es la misma lógica de las cosas y es su “vida” la que tiende a regir la nuestra. Así opera la ideología y no es fácil romperla y salir de su “hechizo”.

Conclusión

Al considerar cómo del objeto–naturaleza, el ámbito más originario de la religión, se pasa al objeto–mercancía mediante el proceso de la producción, el análisis del fetichismo de la mercancía nos permite visualizar más claramente un fenómeno específico del capitalismo tardío: el devenir de la religión en religión de las cosas. Y si las cosas son la forma de la negación y de la difusión y posicionamiento del olvido, del olvido del hombre y de la historia, tenemos una religión que da culto a las cosas, aunque dice desapegarse de ellas; pero que aun en los casos en los que en realidad llega a hacerlo suele desentenderse de las condiciones reales de existencia de los seres humanos. Se trata deuna religión que se ha mostrado muy provechosa para elevar la productividad y el rendimiento de los llamados “recursos humanos”, sea en las empresas o en las formas contemporáneas de autoempleo, outsourcing, etcétera, así como para mantener la circulación del capital, en especial mediante la deuda, una de las más despiadadas formas de ejercer el poder sobre las personas hoy en día. No es de extrañarse que cada vez un mayor número de personas tomen distancia de las creencias, mientras insisten en su deseo y necesidad de creer. Creer sin creencias. Esta práctica, supuestamente espiritual, no podría ser más cercana a la religión de las cosas propiciada por el capitalismo. Así lo expresa Giorgio Agamben comentando un texto de Benjamin: “El capitalismo es una religión en la que el culto se ha emancipado de todo objeto, y la culpa, de todo pecado; por tanto, de toda posible redención. Así, desde el punto de vista de la fe, el capitalismo no tiene ningún objeto: cree en el puro hecho de creer, en el puro crédito, o sea, en el dinero”.[37] Deshacerse de los contenidos, en tanto falibles, determinados y sesgados políticamente, ha sido un modo de aniquilar la posibilidad de formar un cuerpo político, de universalizar la forma de la cosa como negación y de recluirnos en una relación sin salida ni redención. Negamos la relación que nos esclaviza, pero también la que podría liberarnos.

No se trata sólo de cambiar la conciencia en el sentido popular que se le da hoy —casi siempre en sentido ambiguo— o en el que Marx inicialmente se propuso “restituir a los problemas religiosos y políticos una forma humana consciente de sí”; sino que ha de llevarnos a la praxis transformadora, o más aún, a que la praxis sea crítica y práctica; que transforme la realidad y el pensamiento. 

En conclusión, la religión de las cosas, anticipada por Marx con su crítica del fetichismo de la mercancía, constituye un nuevo ámbito para la crítica, que en nuestro contexto no corresponde necesariamente con el de las religiones tradicionales —que de todas formas aún presentan aspectos problemáticos en relación con una emancipación del ser humano—, sino que se desplaza hacia los nuevos sitios de lo sagrado instituidos por el capitalismo: la realización personal, el estilo de vida, el deseo, etcétera. La crítica de la religión obrada por Marx dispone para nosotros un instrumental que nos arma para: 

•  Combatir hoy las “figuras santificadas de la enajenación del hombre por sí mismo”, como las que colocan la realización del hombre en el trabajo —y con eso justifican y hasta exaltan el sacrificio de sí en aras del progreso, del rendimiento y de la realización óptima del propio potencial.

•  Posibilitar que nos demos cuenta de que la ilusión que nos ponemos ante nosotros mismos tiene formas objetivas y tangibles que nos roban hasta la ilusión de otra ilusión y logran que sintamos el peso de esas cadenas embellecidas.

•  Desenmascarar los dinamismos de nihilismo que derivan en el sinsentido y en el vacío existencial que acompañan como efecto a las cosas, en tanto mero envoltorio y apariencia de una realidad olvidada y negada, y que son reforzados por la actitud que, bajo la apariencia de crítica, pretende hacernos olvidar que la crítica no es fin, sino medio para realizar el trabajo de la denuncia, dejarse mover por la indignación, afirmar la fraternidad.

•  Redescubrir la dignidad de las cosas, en tanto que son materialidad que no puede someterse del todo a los regímenes de sentido, valor, utilidad, etcétera, propios de las construcciones ideológicas humanas, de modo que tal dignidad posibilite la puesta en cuestión de atribuciones que la humanidad se ha auto–otorgado sobre la realidad, y de las lógicas con las que teórica y operativamente pretende justificarlas.    

Combatir lo sacralizado, rehabilitar el sentir y el imaginar, y abrir horizontes inciertos son formas de introducir en el mundo la criticabilidad de las cosas al estilo del ateísmo de Ludwig Feuerbach (que él definía como la negación de Dios, en tanto negación de la negación del hombre); introducir la crítica del olvido del hombre y del otro en un mundo de cosas (esto es, la negación de la negación de las relaciones históricas que entretejen el mundo del hombre y de los seres concretos que forman parte de ellas), así como ratificar la afirmación gratuita y política de los seres por encima del mundo del valor; afirmación que suele estar más localizada en el ámbito de lo religioso, a modo de una excepción, pero que conserva su condición histórica–inmanente, como lo sugiere Agamben en la distinción entre lo sagrado y lo profano. Esta afirmación es el corazón mismo de la igualibertad (Étienne Balibar) que, creo yo, lo acompañada de la fraternidad podría conducirnos por el camino de la emancipación.

 

Fuentes documentales

Adamczak, Bini, Communism for Kids, mit Press, Massachusetts, 2017.

Agamben, Giorgio, Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalista, Neri Pozza, Vicenza, 2017.

Anders, Günther, La obsolescencia del hombre. Vol. I, Pré–textos, Valencia, 2011.

Baudrillard, Jean, De la seducción, Cátedra, Madrid, 2007.

—— Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 2014.

Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 2014.

—— De la seducción, Cátedra, Madrid, 2007.

Cohen, Gerald, La teoría de la historia de Karl Marx, Siglo xxi, Madrid, 2015.

Duménil, Gérard, Löwy, Michael y Renault, Emmanuel, Las 100 palabras del Marxismo, Akal, Madrid, 2014.

—— Leer a Marx, Amorrortu, Buenos Aires, 2015.

Dussel, Enrique, Metáforas teológicas de Marx, Siglo xxi, México, 2017.

Groys, Boris, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.

Henry, Michel, Marx. Vol. I: Una filosofía de la realidad, La Cebra, Buenos Aires, 2011.

Hinkelammert, Franz, Hacia una crítica de la razón mítica, Dríada, México, 2008.

Lukács, Georg, Historia y consciencia de clase, Grijalbo, México, 1969.

Marx, Karl, Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Pre–Textos, Valencia, 2014.

—— “Sobre la cuestión judía” en Antología. Karl Marx, Siglo xxi, México, 2015.

—— El capital. Libro I/ Tomo I, Akal, Madrid, 2016.

—— Elementos fundamentales para la crítica de la economía política

—— (Grundrisse) 1857–1858, Siglo xxi, Madrid, 2016.

Marx, Karl y Engels, Friedrich, Sobre la religión, Sígueme, Salamanca, 1974.

 


[*] Maestro en Estudios de Paz y Justicia por la Universidad de San Diego. Profesor de Filosofía en el Instituto de Filosofía A.C. pepemsps@yahoo.com

 

[1].     Véase Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 2014, pp. 12–19. También véase Jean Baudrillard, De la seducción, Cátedra, Madrid, 2007, pp. 55–60.

[2].    Emmanuel Renault, “1. Crítica de la religión, de la política y de la filosofía (los Anales franco–alemanes)” en Gérard Duménil, Michael Löwy y Emmanuel Renault, Leer a Marx, Amorrortu, Buenos Aires, 2015, p. 117. La cita es de Marx.

[3].    Karl Marx, “Sobre la cuestión judía” en Antología. Karl Marx, Siglo xxi, México, 2015, p. 81.

[4].    “Religión” en Gérard Duménil, Michael Löwy y Emmanuel Renault, Las 100 palabras del Marxismo, Akal, Madrid, 2014, pp. 100–101.

[5].    Ibidem, p. 68.

[6].    Karl Marx, Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, p. 42. Cursivas del autor.

[7].    Ibidem, pp. 43–44. Cursivas del autor.

[8].    Ibidem, p. 41.

[9].    Ibidem, p. 43. Cursivas del autor.

[10].    Vivir y moverse dentro de una realidad, tomarla como tal, requiere, para no perderse, algo que introduzca un elemento secreto, muy personal e íntimo, pero a la vez objetivo y cotidiano, que la ponga en duda. No es posible vivir totalmente en lo real.

[11].    Ibidem, pp. 60–61. Cursivas del autor.

[12].    Karl Marx y Friedrich Engels, Sobre la religión, Sígueme, Salamanca, 1974, pp. 259–260. Cursivas del autor.

[13].    Enrique Dussel, Metáforas teológicas de Marx, Siglo xxi, México, 2017, p. 50. Cursivas del autor.

[14].    Bini Adamczak, Communism for Kids, mit Press, Massachusetts, 2017, pp. 5–8.

[15].    Se dice en el mundo del diseño que, a diferencia de otras épocas, ya no se trata de diseñar objetos, sino de diseñar usuarios mediante los objetos. Véase Boris Groys, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2014, pp. 21–35.

[16].    Más adelante esto se explicará mejor.

[17].    Michel Henry, Marx. Vol. I: Una filosofía de la realidad, La Cebra, Buenos Aires, 2011, p. 89.

[18].    Ibidem, p. 91.

[19].    Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857–1858, Siglo xxi, Madrid, 2016, p. 157.

[20].   Ibidem, p. 155.

[21].    Ibidem, pp. 137 y 153.

[22].   Karl Marx, El capital. Libro I/ Tomo I, Akal, Madrid, 2016, p. 71.

[23].   Georg Lukács, Historia y consciencia de clase, Grijalbo, México, 1969, p. 53.

[24].   Karl Marx, El capital…, p. 55.

[25].   Georg Lukács, Historia…, p. 90. Cursivas del autor.

[26].   Karl Marx, El capital…, p. 103.

[27].   Ibidem, p. 103.

[28].   Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1998, p. 275.

[29].   Al respecto conviene hacer una doble observación. Por un lado, Marx afirma: “El ateísmo, en cuanto negación de esta carencia de esencialidad, carece ya totalmente de sentido, pues el ateísmo es la negación de dios y afirma, mediante esta negación, la existencia del hombre; pero el socialismo, en cuanto socialismo, no necesita ya de tal mediación […] Es autoconciencia positiva no mediada por la superación de la religión” (Enrique Dussel, Metáforas…, p. 50), y por otro lado, Walter Benjamin indica que el capitalismo como religión consiste en el mero culto carente de dogma y de teología; es pura práctica y, casi podríamos decir, un creer ateo. Por eso es de llamar la atención la crítica que hace a Marx, junto con Freud y Nietzsche, al afirmar de manera enigmática y sorprende que es partícipe del culto sacerdotal, pues “el capitalismo incorregible se volverá, con intereses e intereses de intereses, cuya función es la deuda, socialismo”. Franz Hinkelammert, Hacia una crítica de la razón mítica, Dríada, México, 2008, p. 141.

[30].   Schuld, en alemán; ofeilhma en griego bíblico. Podría decirse que, siguiendo el relato bíblico de la caída en el Génesis, la culpa es el intento de negar la relación en el origen de lo creado, del ser humano mismo; culpa que se perpetúa como negación del otro y que redunda en negación de sí.

[31].    Gerald Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx, Siglo xxi, Madrid, 2015, p. 127.

[32].   Günther Anders, La obsolescencia del hombre. Vol. I, Pré–textos, Valencia, 2011, p. 49.

[33].   Franz Hinkelammert, Hacia una crítica…, pp. 155–156.

[34].   Günther Anders, La obsolescencia…, p. 45.

[35].   Un desarrollo más explícito de los conceptos: ser–sin–culpa, ser–sin–origen y ser–deseable implicarían un artículo aparte para mostrar sea su vínculo con las dos tesis de Althusser para afirmar que “la ideología no tiene historia”, sea la relación que puede tener con el pensamiento de Heidegger y Lukács —como lo expone L. Goldmann—, sea con las implicaciones teológicas que pueden dilucidarse a partir del pensamiento de W. Benjamin y de G. Agamben.

[36].   Karl Marx, “Sobre la cuestión judía”…, p. 87.

[37].   Giorgio Agamben, Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalista, Neri Pozza, Vicenza, 2017, pp. 120–121.