La caída. Camus y el arrojo por el otro*

[*]

Salvador Vega Valladares[**]

 

Recepción: 10 de octubre de 2022
Aprobación: 16 de febrero de 2023

 

Resumen. Vega Valladares, Salvador. La caída. Camus y el arrojo por el otro. En el presente estudio intento relacionar la novela La caída, de Albert Camus, con las principales nociones filosóficas de su autor, sobre todo el “absurdo”, la “rebeldía” y su planteamiento ético. Asimismo, busco dilucidar cómo esta obra expone una de las principales críticas de Camus: el descubrimiento de la rebeldía metafísica y su posterior renuncia. Tal rebeldía es encuentro profundo consigo mismo y con el otro, lo cual la torna co–originaria de la solidaridad, y, sin ésta, toda lucidez rebelde se pierde. Así pues, busco mostrar de qué manera esta novela filosófica va ligando algunos conceptos camusianos con la trama y vida del personaje principal, con el propósito de abrir vías de reflexión sobre la esencia de lo ético.

Palabras clave: Camus, novela, absurdo, rebeldía, ética.

 

Abstract. Vega Valladares, Salvador. The Fall. Camus and Boldness for the Other. In this study I attempt to relate Albert Camus’s novel The Fall with the author’s main philosophical notions, especially “the absurd,” “rebellion” and his ethical stance. I also attempt to shed light on how this work lays bare one the leading critiques of Camus: his discovery of metaphysical rebellion and his subsequent disavowal. This rebellion is a profound encounter with himself and with the other, which makes it a co–generator of solidarity; without this, all rebellious clarity is lost. In this way I attempt to show how this philosophical novel ties different concepts proposed by the author to the plot and the main character’s life, with the aim of opening up lines of reflection on the essence of the ethical.

Key words: Camus, novel, absurd, rebellion, ethics.

 

Introducción

La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y éste, a su vez, sólo halla justificación en esta complicidad. Tendremos, pues, derecho a decir que toda rebeldía que se autoriza a negar o a destruir esta solidaridad pierde al mismo tiempo el nombre de rebeldía y coincide en realidad con un consentimiento criminal.

— Albert Camus[1]

 

La chute,[2] de Albert Camus, fue una obra publicada en mayo de 1956 por la editorial Gallimard. En ese tiempo el franco–argelino ya llevaba a sus espaldas las consecuencias de la famosa controversia con Jean–Paul Sartre. Su esposa, Francine Faure, se encontraba delicada y era atendida, entrando y saliendo de hospitales. El propio Camus, en medio de sus frecuentes recaídas por la tuberculosis, pasó por intermitentes crisis de las cuales logró salir en sus viajes a Italia.[3] Los atentados contra Argelia en octubre de 1954 marcaron el inicio de la lucha por la independencia a cargo del Frente de Liberación Nacional (FLN) y preocuparon gravemente a Camus, en particular porque su madre se encontraba allá. Todo esto fue anterior a que recibiera en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura, a finales de 1956.

Los estudios sobre la relación entre filosofía y literatura en Camus no son nuevos; por el contrario, se han integrado a toda su obra.[4] Y lo importante es resaltar la relevancia de su trabajo para nuestros tiempos, objetivo que perseguimos en el presente trabajo. La caída no alcanza el reconocimiento de otras grandes novelas —como El extranjero o La peste[5] del filósofo existencialista; empero, no están ausentes en ella temas centrales de nuestro autor, como el suicidio, el absurdo y la rebeldía.[6] La caída hace hincapié en este último: el reconocimiento de la rebeldía y su negación. Este tema fue tratado en El hombre rebelde, otra obra publicada en 1951. Si pudiésemos sintetizar lo abordado ahí concluiríamos que se trata de un atisbo del reconocimiento de la rebeldía que termina cediendo ante el suicidio o el crimen. En efecto, la rebeldía (metafísica o histórica) reconoce una oposición a la muerte y a sus servidumbres, para luego aceptar el crimen. En este orden podemos sostener que expresa una denuncia. Nos centraremos en este punto por su potencial para orientarnos a discernir la esencia del acto ético y abrirnos nuevas conexiones entre Camus y otros filósofos contemporáneos, por ejemplo, Jean–Luc Nancy.[7]

En La caída, como en el resto de las obras de Camus, literatura y filosofía se abrazan de manera inseparable. Pero no una como soporte de la otra, u otra como material didáctico de una,[8] sino que más bien se entrelazan, se referencian o se re–envían una con la otra. Así pues, su pensamiento es estético y su literatura deconstruye.[9] Expone ineludiblemente en sus obras, novelas o ensayos la urgencia de un pensamiento coherente con la época y en contra de sus desmesuras. Arte y pensamiento se alzan ante el silencio del mundo en una creación sin mañana.

“Me rebelo, luego existimos”.[10] Tal es la rebeldía que atisba Jean–Baptiste Clamence en La caída.[11] Su personaje representa de alguna manera el apego absoluto e irrestricto a la vida, aun por encima de una cierta vergüenza por no poder sacrificarla para aquello que le parece justo; es decir, la vida del otro, del necesitado. Aquél vive una culpa por eso que no puede sacrificar y acepta esa condición sin más, sin la lucha esencial que define al creador opuesto a su propia contradicción constitutiva. La rebeldía, que termina negando todo, clama por la totalidad de la inocencia y concluye emparejándose con la culpabilidad universal y definitiva; cambia a Dios por la espada. Clamence parte del ímpetu por verdadera vida para luego, frustrado, aceptar la injusticia generalizada y olvidar que “El rebelde no pide la vida, sino las razones de la vida. Rechaza la consecuencia que la muerte aporta […]. Luchar contra la muerte equivale a reivindicar el sentido de la vida, a combatir por la regla y la unidad”.[12] Así, deja de lado el existimos, disuelve la rebeldía y vuelve a la soledad.

 

La creación artística

Este estudio busca ligar esta novela con algunos puntos fundamentales de la filosofía de Camus. Sobre todo, en sus nociones de “absurdo”, “rebeldía” y su posición ética. Para ello desarrollaremos brevemente la postura filosófica del autor frente al arte y la literatura, postura que se usará como soporte de la co–originariedad de sus planteamientos filosóficos en su obra literaria.

El arte, nos enseña Camus, es el producto de la conciencia de una creación sin mañana, ya que la existencia humana, descubierta sin sentido trascendente, puede sentirse completa en la obra creadora. Para el hombre absurdo, trabajar en el arte debe estar mediado por un saber de la insignificancia de la misma condición humana, de una conciencia de que toda labor —y, por ello, toda creación artística— lleva consigo el gusano de la banalidad: “Trabajar y crear para nada, modelar el barro, saber que la propia creación carece de futuro, ver esa obra destruida en un día siendo consciente de que, en el fondo, eso no tiene más importancia que construir para los siglos, es la sabiduría difícil que autoriza el pensamiento absurdo”.[13]

La obra artística tiene una gran importancia no sólo en sí misma, pues representa una prueba proporcionada o manifestada al hombre para “enfrentar sus fantasmas y acercarse un poco más a su verdad desnuda”,[14] la cual consiste en que todo obrar humano —incluso la propia vida— carece, ante la muerte, de una verdadera trascendencia y sentido. La obra artística no debe ser una mera exposición de ideas o tesis, pues “las ideas son lo contrario del pensamiento”.[15] Las ideas se defienden, fundan doctrinas e intentan, a cualquier costo, ser demostradas; en ellas no hay crisis, sino satisfacción, salvación. En cambio, lo que debe haber en la creación es pensamiento, el cual es de naturaleza peregrina, mudable, fluye y se mueve; no se convence ni busca convencer, se contradice y se destruye, se reanima y se recrea a sí mismo. El pensamiento no se salva, pues eso significaría ponerlo en la inmovilidad, lo cual es imposible, en tanto se sabe en tragedia, lucha contra lo invencible, pero también se sabe irrenunciable.

Existen dos modos de realizar la obra creadora. 1) Aquélla en la que se manifiesta el espíritu de un hombre que luchó con la esperanza apaciguadora de la rebeldía. Esta obra al menos guarda y expresa tal lucha. 2) La que se encuentra bañada de esperanza conciliadora, desviada por la falsa ilusión, producto del cansancio de la lucha por salvarse, y rendida a la redención. Ésta no dice nada. La obra absurda debe ser manifestación de la libertad del hombre que ama la tierra en su lazo mortal, ha de ser rebelión metafísica por la condición finita y debe ser amor a la diversidad de todas las voces de la tierra. Empero, la obra absurda, como el pensamiento, ante el inexorable olvido metafísico, es una cosa totalmente inútil. Por eso el artista sabe que crea para nada, y de ahí su libertad. Es decir, produce desde el acabamiento mismo y para el olvido, pero amando mortalmente y sin resignación a perderlo todo, consciente de lo absurdo de toda vida y obrar humano, lúcido pero rebelde.

La obra artística es producto del pensamiento claro que intenta salvar las contradicciones del hombre y el silencio del mundo. Sabe que no hay victoria en ese intento, pero no dimite de ello, pues también sabe que la vida es ese mismo intento creativo: “Pensar es ante todo querer crear un mundo. Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno del entendimiento conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado con analogías que permite resolver el insoportable divorcio. El filósofo, aunque sea Kant, es creador”.[16]

Es en el esfuerzo creador donde se concretiza el deseo de unidad y lo que el mundo tiene de incompleto: “La rebeldía, desde este punto de vista, es fabricante de universos. Esto define también el arte”.[17] A través del arte hay un rechazo y una exaltación de lo real para llegar a la belleza. Sin evadirse del mundo se aleja de lo que éste es tal cual: “De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria”.[18] El deseo de perdurar, que es una manifestación del deseo de unidad, se enfrenta con el mundo cerrado: “No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad”.[19]

Es por todo lo anterior que el arte, y en particular la novela, se gesta como un mundo corregido según el ímpetu radical del hombre. Los protagonistas de las novelas viven lo que en la realidad está cerrado, se crean a sí mismos en su empeño profundo: “La novela fabrica destinos a la medida. Así compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte”.[20] Tal es una forma de embalar la inteligencia con la nostalgia de la rebeldía. Marcel Proust es un modelo de este tipo de novela.[21] En ella la vida interior se conjuga con la externa y con el modo de enfrentar la muerte al recrear sus recuerdos como un presente perenne más vívido en el que se intenta crear un mundo concluido, en el que la eternidad se muestra sólo de manera humana: “Su victoria difícil, en vísperas de su muerte, consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana”.[22] El arte creador se exhibe, entonces, como una pugna más sensible por tomar la belleza de la vida contra los cambios que llevan todo al olvido y a la muerte: “Como creador, he dado vida a la misma muerte. Es cuanto yo debía hacer antes de morir”.[23]

 

La caída

A partir de la siguiente reseña de La caída podremos adentrarnos en nuestro objetivo: relacionar esta novela con los temas que le preocupan a Camus en torno al absurdo y a la rebeldía, junto con sus implicaciones éticas.

Jean–Baptiste Clamence, protagonista de La caída, hace de profeta en un bar, el Mexico–City, ubicado junto al puerto de Ámsterdam. Ahí narra a un desconocido interlocutor —de quien nada sabemos salvo lo que el mismo Clamence nos permite ver en su propio monólogo— su pasada vida y profesión que lo condujeron a convertirse en lo que él llama un “juez penitente”.

Clamence nos lleva a una crítica de su propia vida, memorias y olvidos. Abogado de profesión, se confiesa “de vocación por las cimas”, es decir, por una necesidad perenne de buscar, mantenerse y recrear situaciones en las que se sabe superior a todos los demás. Sus defendidos, pobres y culpables, lo juzgan como el más noble y desinteresado hombre y abogado; los jueces, a quienes considera de moral inferior, son también juzgados por él. Así reinaba, esto es, vivía impunemente en un acuerdo tal con la vida, que termina por devenir superhombre. Se siente sin culpa a través de una conciencia elevada por encima de los otros. Nada importa y todo olvida… menos a sí mismo. Por otra parte, se reconoce “doble”, esto es, proyecta una imagen que no es él mismo. Es el alegre “dios Jano” del que no hay que fiarse y que no puede amar a alguien que no sea él mismo, si bien quiere ser todo en todos. Vive por encima de todo y de todos, en un acuerdo total con el mundo que no lo juzga y en el que escapa de toda pena y castigo. Todo esto lo narra con cinismo e ironía propios de alguien que se ha aceptado tal cual es, sin eludir nada de lo que desea: dominar, ser reconocido.

Así era su vida… hasta que una carcajada, unas risas provenientes de los espejos a su espalda o de las aguas del río Sena en las noches oscuras lo llevan a recordar, lo empujan al interior de su memoria para extraer, de sus profundidades reprimidas, vivencias que había abandonado, principalmente, una caída: en una noche fría de París una joven mujer se arroja desde un puente a las heladas y tenebrosas aguas del Sena. Su grito se ahoga con ella en las fuertes corrientes del río. Él se detiene, pero no puede ni siquiera volverse, mucho menos arrojarse tras ella. Sabe que es demasiado tarde. Las risotadas que escucha le hacen recordar ese evento que resquebraja, poco a poco, la bella y reinante imagen que tenía de sí mismo. Esa lucidez le abre los ojos, le muestra su propia caída.

El universo se rio de él, le mostró el fracaso de vivir en las cimas. Su vida y sus pensamientos fueron asaltados por esa lucidez; sin embargo, se rehúsa a ser juzgado. Su “caída” lo lleva por varias etapas: pensar la muerte, la imposibilidad de la inocencia de todos, confesar su culpabilidad sustrayéndose al juicio, desarmarse a sí mismo, el libertinaje como un sucedáneo de la inmortalidad… Pero nada, salvo el cansancio extremo, le acalla levemente las risas. Su vida como abogado termina, se cambia de nombre y se retira de París. Las aguas, que están por todas partes, le recuerdan su impotencia y su crimen.

Clamence sigue narrando su pasado a aquel misterioso interlocutor por las calles de una nocturna Ámsterdam y en un viaje a Zuyderzee… hasta un último encuentro en la habitación del propio Clamence, donde le explica las condiciones de su profesión como juez penitente que ejerció en el Mexico–City. Ahí se acepta cínicamente en sus certezas: es rey, papa y juez. Nadie es inocente y la servidumbre es la naturaleza humana. Pero ni así se permite ser juzgado. Por ello confiesa la gravedad de sus faltas, para obligar al otro a desnudarse de sus máscaras y confesar las suyas. Exhibe sus culpas para que los demás reconozcan las propias: todos somos culpables e indignos. Pero él se levanta al final como juez de todo el mundo, aun incapaz de lanzarse al río por alguien.

 

La rebeldía como oposición al sinsentido

En La caída Camus lleva a su personaje, Jean–Baptiste Clamence, a vivir coherentemente una posición filosófica: la rebeldía y su anulación. En este sentido, es una denuncia. Se trata de una creación literaria que expone algunos de los pensamientos filosóficos de su autor, si bien podría ser un error afirmar una primacía en estos términos, como si la filosofía fuese el fundamento de su obra literaria o ésta de aquélla. Más bien es el re–envío de la una a la otra, el paso de la literatura a la filosofía y viceversa en el proceso creativo del propio Camus. Así, entonces, esta obra es completa en sí misma, no un vehículo o soporte para el pensamiento del filósofo y literato franco–argelino. No obstante, esto no anula sino que permite subrayar algunos de sus aspectos filosóficos fundamentales. “El hombre rebelde” es uno de ellos. Es una crítica a la renuncia que ha presentado histórica y existencialmente lucidez y posición frente a la condición humana: la rebeldía. La explicaremos brevemente.

Camus se levanta en la creación de sentido donde no lo hay. El pensamiento y la filosofía insisten en la unificación del hombre: su condición y el mundo. Pensar es unificar, y la filosofía reúne el mundo en torno al sentimiento del hombre. Este último no tiene otra finalidad que la vida misma, y la muerte es el final radical de toda posible teleología: “Mi campo […] es el tiempo”.[24] Su libertad es plena cuando acepta lúcidamente que, con la muerte, muere del todo: la tierra y la criatura son su patria. Por ello le es indispensable una reivindicación contra su destino, a pesar de que toda acción es inútil, pues siempre la muerte acaba con la totalidad de las cosas. Pero es justo contra esta condición —este límite constitutivo del hombre que le muestra su situación frente al mundo—[25] que debe uno levantarse: “En el universo del rebelde, la muerte ensalza a la injusticia. Es el abuso supremo”.[26]

Nuestro autor toma el concepto de rebeldía desde su acepción primigenia, como el hombre que se vuelve, es decir, que se planta de cara ante aquello que ya no está dispuesto a justificar ni sobrellevar. Decide ponerse frente a frente para afirmar lo que quiere y lo que ya no está dispuesto a tolerar. Y si bien lo soportaba antes de tomar conciencia (quizá por el cuidado de un interés momentáneo), ahora reconoce algo que encuentra como una necesidad de defender. Ante lo absurdo la única postura coherente que no desemboca en el nihilismo en cualquiera de sus formas es la rebelión:

Ésta es el enfrentamiento perpetuo del hombre con su propia oscuridad. Es exigencia de una imposible trasparencia. Pone el mundo en tela de juicio en cada uno de sus segundos […]. Es la presencia constante del hombre ante sí mismo. No es aspiración, carece de esperanza. Esta rebelión no es sino la seguridad de un destino aplastante, sin la resignación que debería acompañarla.[27]

La rebeldía es lo contrario a la pasividad y al hombre reconciliado con lo supuesto. Es una vuelta a sí mismo, a la toma de conciencia de la propia condición finita, lo definitivo de la muerte y una libertad obstinada en unificar dentro de esos límites. Comienza por una desesperación lúcida que nunca resuelve la contradicción: “En la medida en que cree resolver la paradoja, la replantea entera.[28] Así, se enfoca en la vida por sí misma, en el esfuerzo de reivindicar al hombre frente a su condición y su destino sin perder la inteligencia: “Ensalzo al hombre ante lo que lo aplasta y mi libertad, mi rebeldía y mi pasión se unen en esa tensión, esa clarividencia y esa repetición desmesurada”.[29] Esta rebeldía metafísica se representa en el personaje mítico, Sísifo, condenado a una existencia absurda y perenne en la que su peor castigo es la conciencia que de ella tiene. Sin embargo, Camus reconoce los límites y la realidad en la que Sísifo puede encontrar su sustento: “Su destino le pertenece”.[30] Y su roca (lo que ahora tiene), su desesperanza (en la que encuentra lucidez) y una esperanza inmanente se tornan en su lucha irrenunciable;[31] una lucha en la que su condición no tiene un sentido superior, sino que sólo está llena de una fuerza que acepta y no se resigna a dimitir. Ahí es donde advierte su nuevo sentido, en la rebeldía:

En ese instante sutil en el que el hombre se vuelve sobre su vida, Sísifo, regresando hacia su roca, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado con su muerte. Así, persuadido de su origen plenamente humano de cuanto es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha.[32]

La rebeldía es una lucha que se sabe perdida, pero se basta a sí misma para llenar el corazón del hombre que ha renunciado a cualquier consuelo más allá de toda construcción puramente humana o sustentada en algún orden superior. Es el levantamiento que no transige con un deshonesto acuerdo entre el polvo de la tierra y la inmaterialidad de lo eterno. “No hay acuerdo: todo o nada”. Tal es el primer grito del rebelde. Y aun cuando se trate de una rebelión sin victoria y sin futuro, lúcida de la precariedad de la naturaleza humana, un destino imposible de superar al límite que constriñe radicalmente la existencia del hombre, se le desafía: “Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dejar de dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta”.[33] De esta manera, la rebeldía es la primera experiencia tras el reconocimiento absurdo.

¿Y ante qué se alza la rebeldía? Justamente ante el reconocimiento de la sinrazón, de estar arrojados en el sinsentido y la injusticia. “Pero su impulso ciego [el de la rebeldía] reivindica el orden en medio del caos y la unidad en el corazón mismo de lo que huye y desaparece”.[34] Es un levantamiento del hombre contra lo que, desde lo más profundo, le parece indigno. Una insurrección contra la condición mortal, el dolor y el mal. La protesta rebelde es ante lo que se considera intolerable. Es al mismo tiempo un no decidido contra la imposición superior y un al reconocimiento de un derecho propio y común. Es una negación de lo injustificable, pero también es afirmación de lo que debe preservarse. Por último, esa resistencia deviene esencia del hombre insubordinado, pues encuentra en esa facultad lo mejor de sí, aquello que proporciona una dignidad que debe defender. Así, la rebelión se transforma en metafísica y en un principio de vida y muerte: “La conciencia nace a la luz de la rebeldía”.[35] Y lo develado se convierte por ello en algo más grande que la propia vida: “Lo que al principio era una resistencia irreductible del hombre se convierte en el hombre entero, que se identifica con ella y en ella se resume. Esta parte de sí mismo que quería hacer respetar, la sitúa entonces por encima del resto y la proclama preferible a todo, incluso a la vida. Se convierte para él en bien supremo”.[36]

Esta insubordinación humana y metafísica[37] es la anulación de la teología, en tanto se instaura fuera de lo sagrado. Esto se debe a que lo esencial de lo sacro es la ausencia de interrogantes, pues ya todo está conformado y resuelto[38] en sus valores y respuestas por la interpretación que el mito hace de su mundo: “Rehacer y recrear la reflexión griega como una rebelión contra lo sagrado. Pero no la rebelión contra lo sagrado propia del romántico —que es ella misma una forma de lo sagrado— sino la rebelión como un modo de poner en su sitio a lo sagrado”.[39] El rebelde, por lo tanto, se coloca antes o después de lo sagrado. Es la posición en la que permanece la interrogante.

La rebeldía eliminó el suicidio; la vida se mostró como aquello que se ha de procurar. Así, la oposición a la muerte develó un valor en la lucha misma y se abrió al otro: “Desde el momento en que este bien se reconoce como tal, es el de todos los hombres”.[40] La esencia del nihilismo se muestra en dos facetas: el suicidio y el crimen. La rebeldía acepta reconocer la propia vida y la ajena. No se puede conocer el fundamento de la realidad misma, pero con lo que se sabe sí se puede aprender cómo es que el hombre debe conducirse: “El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es. El problema está en saber si esta negativa no puede llevarlo si no a la destrucción de los demás y de sí mismo, si toda rebeldía debe concluir en una justificación del crimen universal, o si, por el contrario, sin pretensión de una imposible inocencia, debe descubrir el principio de una culpabilidad razonable”.[41]

El hombre insubordinado encuentra aquello que defiende más grande que la propia vida, pues eso le da su dignidad. Es un valor que le revela su propia esencia, pero también la del otro, en tanto no es posible un reconocimiento auténtico de la esencia individual sin que eso lo lleve a reconocer la misma constitución en los otros. Esto le da sospechas de una naturaleza humana: la dignidad que siente el hombre en rebeldía, que defiende y que encuentra como algo universalmente permanente en todos los hombres:

El análisis de la rebeldía conduce al menos a la sospecha de que hay una naturaleza humana […]. ¿Por qué rebelarse si no hay en uno nada permanente qué preservar? El esclavo se subleva por todas las exigencias a un tiempo cuando juzga que, bajo este orden, se le niega algo que no le pertenece únicamente a él, sino que es un ámbito común en el que todos los hombres, incluso el que lo insulta y lo oprime, tienen dispuesta una comunidad.[42]

Por la cita anterior es claro que incluso el verdugo pertenece a la misma comunidad de las víctimas aunque aquél no lo sepa. Esto se debe a que el movimiento rebelde deja a un lado la mera preocupación individual. Ciertamente, pide respeto para sí, pero lo hace porque se reconoce a sí mismo en comunidad. La rebeldía no sólo se gesta en la opresión contra uno mismo, sino que también despierta ante el espectáculo de la ignominia sobre el otro y en la identificación con él. Es, ante todo, una oposición ante un destino común: “Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir”.[43] Luego entonces, el individuo deja de ser un valor en sí mismo para adquirir su real dimensión en la comunidad, pues lo que defiende carece de valor si prescinde de rebelarse por aquellos que comparten su misma condición: “En la rebeldía, el hombre se supera en otro, y desde este punto de vista, la solidaridad humana es metafísica”.[44]

El ímpetu rebelde no nace del resentimiento ni de la envidia,[45] sino de la lucha por la integridad y contra la humillación propia y de otros. Toda moral auténtica se basa en la mirada compasiva que no deja de lado la contradicción fundamental del hombre y que actúa conforme a ella. Para ejemplificar esto tomemos un pasaje de otra obra de Camus, La peste, en el que el doctor Rieux le pregunta a Tarrou acerca de su ayuda incondicional a los enfermos:

—Vamos, Tarrou, ¿qué es lo que le impulsa a usted a ocuparse de esto?
—No sé. Mi moral, probablemente.
—¿Cuál?
—La comprensión.[46]

De Iván Karamazov toma su ejemplo.[47] Se trata de alguien volcado en el amor generoso hacia el hombre, un amor que antes estaba dirigido hacia un dios en el que ahora ya no cree. Aquél se reconoce entonces en su más profundo, concreto y universal matiz, la vida, que se le muestra prístinamente y a cada momento como eso a lo que nunca debe renunciar y ha de defender: “Se exige que sea considerado lo que, en el hombre, no puede reducirse a la idea, esa parte calurosa que no puede servir para nada más que para ser”.[48] Y con esto se da una respuesta a la pregunta acerca de la posibilidad de encontrar guías de conducta al margen de los valores absolutos de lo divino. La rebeldía llega así a la solidaridad, como lucha común planteada estrictamente con una posición ante la muerte en todas sus formas, especialmente la del crimen y la pena capital: “El juicio capital quiebra la única solidaridad humana indiscutible, la solidaridad contra la muerte […]”.[49] El sufrimiento —que inició como sólo una revelación de lo individual, de la propia extrañeza e infertilidad del hombre— abre hacia lo otro y hacia la conciencia de que esa misma condición es compartida con otros: “El mal que sufría un solo hombre se hace peste colectiva”.[50] Así, la primera gran evidencia de la rebeldía que se transforma en solidaridad humana deja ver un cogito distinto del cartesiano solipsista: “Me rebelo, luego existimos”.[51]

 Se alcanza a percibir en el fondo de todo hombre algo que permanece e identifica[52] con los otros. Es lo que se advierte como más grande que la vida misma: “Se puede someter a un hombre vivo y reducirlo al estado histórico de cosa. Pero si muere rehusando, reafirma una naturaleza humana que rechaza el orden de las cosas”.[53] De ahí que al valor absoluto de la vida propia sobre los demás y al miedo nihilista a la muerte —el cual, más que ser un ateísmo, es una impotencia de creer y, por ello, de vivir— se opone la defensa de esta dignidad común.

Cualquier renuncia o infidelidad a esta primera evidencia es la posibilidad del suicidio o el crimen. No basta la rebeldía si no va acompañada de la lucha permanente por mantener la mirada concreta al sentimiento de comunidad descubierto por ella. Camus dedica gran parte de su libro El hombre rebelde a analizar la infidelidad lógica e irracional de quienes iniciaron el movimiento de rebeldía, pero terminaron dándole la espalda y aceptando el crimen. De estos irracionalistas sintetiza lo siguiente:

El que lo niega todo y se autoriza matar, Sade, el dandi asesino, el Único implacable, Karamazov, los defensores del bandido desenfrenado, el surrealista que dispara a la multitud, reivindican, en suma, la libertad total, el despliegue sin límite del orgullo humano. El nihilismo confunde en la misma rabia a creador y a criaturas. Suprimiendo todo principio de esperanza, rechaza todo límite y, en su ceguera, acaba juzgando que es indiferente matar lo que ya está destinado a la muerte”.[54]

La rebeldía irracional se levanta contra cualquier orden superior y lo niega en nombre de una libertad que pretende ser absoluta y que, acto seguido, hace al rebelde erigirse Dios y, con ello, adquirir el derecho sobre la vida y la muerte: “El que se atreve a matarse, ése es Dios […]”.[55]

 

La caída como anulación de la rebeldía

Jean–Baptiste Clamence representa la imposibilidad del irracionalismo al ser coherente con el impulso de levantarse u oponerse a la condición injusta del hombre. Él escucha el ruido del golpe contra el agua al caer el cuerpo de la joven mujer en las gélidas aguas del río Sena. La condición mortal, la de aquélla y la propia, la de todo ser viviente, lo golpea de la misma forma que el río lo hizo con la mujer. La posibilidad inmanente e inmediata de la muerte pone en suspenso toda la vida y exige un sentido. Clamence se detiene, no puede seguir adelante; el ruido lo saca por un instante del ensimismamiento, de su indiferencia total hacia todo lo demás que no es él y lo obliga a pararse y decidirse. Sabe que el mundo es absurdo, pero también siente el sentido que corre por sus venas, por la vida de todos. Este reconocimiento lo obliga a hacer un alto, pero asumir las consecuencias del absurdo es lo que lo paraliza. Luego respira y entonces hay sentido. El salto de la mujer es el absurdo: el mundo carece de valor y unidad fundamental, y tal ausencia es más grande que su vida. Entonces, ¿el absurdo hace que la vida pierda todo su valor? ¿El suicidio es la única vía sensata de la insensatez existencial? No. Para Camus “El absurdo en sí mismo es contradicción. Lo es en su contenido, ya que excluye los juicios de valor que quieren mantener la vida, cuando vivir es en sí un juicio de valor. Respirar es juzgar”.[56]

Esta escena fundamental de la novela representa esa condición humana con la que Camus se posiciona. El absurdo del mundo nos libera de todos sus sentidos, valores y teleologías con los que hemos encontrado fundamentos para calumniar la vida. El mundo carece de sentido, lo cual es un optimismo desde este punto de vista. Pero se tiene la vida; se respira y ese examen imposibilita el suicidio y el crimen: “Desde el momento que este bien se reconoce como tal, es el de todos los hombres”.[57] El salto absurdo al río es esta disyuntiva existencial que describe Clamence: “Hay dos posibilidades: o usted lo sigue para salvarlo y, en la estación fría, corre usted el peor de los peligros, o bien lo abandona, y los impulsos reprimidos de zambullirse nos dejan, a veces, extrañas agujetas”.[58] Es decir, o aceptamos el absurdo (y, por consiguiente, el suicidio y el crimen) o nos abstenemos de resignarnos a nuestro destino en esa rebelión que nos saca de nosotros mismos en un valor común que nos hermana y compromete.

Tal lucidez detiene el paso de Clamence y lo impele a saltar. Arrojarse al río es la exigencia de este valor más grande que él: ésta ya nunca lo abandonará. La lucidez estará en las carcajadas que se burlan de la ficción que ha sido y será su vida si no se mantiene sensato frente al absurdo, y le mostrará una culpabilidad general, pero sin negar una razonable inocencia. Tal valor en común ya no lo deja, y de ahí que “las risas tenían algo de benévolo, tierno”.[59] Pero más que otra cosa, lo ligará al otro: si el destino es la fatídica muerte, al menos no lo asumirá solo, sino en pugna común, en solidaridad. ¿Qué otra cosa nos puede hermanar además de una lucha común contra el destino aplastante? Lanzarse a las caprichosas corrientes del río por el atisbo de este valor común es la metáfora del acto ético: del otro nada sabemos; sin embargo, nos des–hacemos, nos des–sujetamos de nosotros mismos en la indeterminación de lo que esta solidaridad nos exige o de lo que creemos saber del otro, de lo que no sabemos de nosotros mismos. La radicalidad del acto ético es, en su extremo, peligro de muerte, pero también es la posibilidad de des–sujetarnos de ese sujeto en el que siempre hemos sido, en el que arraigamos nuestras desesperaciones por durar y dominar. Empero, nuestro personaje no sólo se detiene… se paraliza. Y cuando intenta reaccionar se dice a sí mismo que ya es demasiado tarde y no consigue salir de sí. Su deseo de reinar y juzgar ahoga los impulsos de zambullirse. En este sentido, el abandono del otro dista mucho de ser una apatía o una dejadez–pasividad. Es, más bien, una violencia contra ese valor reconocido que nos supera individualmente. Clamence no puede más que reconocer su propia verdad: “deseo de ser amado y de recibir lo que, según pensaba, se me debía”.[60] El sentido se manifiesta como deseo tornado en desesperación que no encuentra límite alguno. Camus le hace decir a Marta, en El malentendido, lo siguiente: “Lo que haya de humano en mí no es lo mejor de mí misma. Lo que hay de humano en mí es lo que yo deseo, y para obtener lo que deseo, creo que lo aplastaría todo a mi paso”.[61] Es el abrazo al sinsentido, al callejón sin salida del absurdo. Es impotente para creer —lo cual es la esencia del nihilismo— y, por consiguiente, aceptar el crimen. Así agrega más injusticia al ya de por sí desgarrador destino del hombre.

 

Conclusión

Camus ofrece en La caída una clara muestra de la llamada “novela filosófica”. En ella se exponen literariamente algunas ideas fundamentales de su autor, sobre todo respecto del dilema existencial frente al radical “no hay sentido” de la época. Esta obra nos abre la posibilidad de traer a Camus a las discusiones contemporáneas de la filosofía; por ejemplo, podemos explorar los vínculos entre el “me rebelo, luego existimos” del franco–argelino y el “nosotros somos el sentido” del existencialismo ontológico de Jean–Luc Nancy.[62] Camus expone una solidaridad metafísica que exige no dejar a nadie fuera por un valor descubierto. Por su parte, Nancy ofrece una respuesta ontológica al problema del sentido, el cual ya siempre está dado en la existencia misma y se manifiesta como un valor inconmensurable que nada deja fuera. La posición del autor de La caída parece ser una respuesta sensata al existencialismo ontológico de Nancy: es el desafío de no abdicar de una solidaridad común. Este “nosotros” de Nancy no excluye, sino que es el sentido de ser–los–unos–con–los–otros: “Al decir nosotros para todo lo existente, es decir, para todo existente, para todos los entes uno con otro, cada vez en lo singular de su plural esencia”.[63] Hay en ambas posturas, al menos por ahora, un fuerte ímpetu de evitar renunciar al sentido de la comunidad sin ignorar una evidencia de la época: las desmesuras que se fundan desde las ansias de identidad y comunidad. Es posible, entonces, traer a Camus a las discusiones contemporáneas en temas de ética y comunidad.

La esencia de la rebeldía camusiana es una solidaridad que es lucha común y colectiva contra la muerte. Una lucha que lleva la tragedia per se por estar irremediablemente destinada al fracaso, pero sin resignarse a que deba ser así y que, por ser común, la muerte no se otorga ni se permite ante el riesgo de seguir aumentando el sufrimiento al que en principio se opone. Es lucha (tanto del individuo como de la comunidad) que pone frente a su propia oscuridad —que es inclinación a desistir— contra la nada, el olvido, la injusticia y la muerte. Es pugna que defiende el valor descubierto para dejar atrás la soledad y el brío quijotesco en pos de seguir siendo, de perseverar y de preservar en comunidad. Y es actitud beligerante y vívida, pero capaz de experimentar en sí misma la muerte cuando el destino y la voluntad arrancan la vida del otro: la vida y la muerte entremezcladas se experimentan radicalmente en el nacimiento y la muerte del otro. Toda grandeza del espíritu humano gira en torno a esta lucha abierta contra cualquier forma de muerte y separación.

En sentido contrario a las últimas palabras de Jean–Baptiste Clamence —quien cínicamente acepta que no podría arrojarse por el otro, incluso si tuviera una segunda oportunidad— la solidaridad —que en Camus es metafísica— afirma que nunca es demasiado tarde. Nunca lo es para arrojarnos por el otro a las gélidas aguas de lo indeterminable; siempre y cada vez el sufrimiento del otro, el destino común de la muerte y el amor al mundo y a la vida le bastan al ser humano para crear y crearse un espíritu.

 

Fuentes documentales

Camus, Albert, El hombre rebelde, Alianza, Madrid, 2008.

——  El extranjero, Alianza, Madrid, 1986.

——  El malentendido, Alianza, Madrid, 1982.

——  El mito de Sísifo, Alianza, Madrid, 1999.

——  El Primer Hombre, Tusquets, México, 2009.

——  La caída, Losada, Buenos Aires, 2005.

——  La peste, Círculo Editorial Azteca, México, 1956.

——  Los posesos, Alianza, Madrid, 2004.

——  Obras 4, Alianza, Madrid, 1996.

——  Obras 5, Alianza, Madrid, 1996.

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Sartre, Jean–Paul, El existencialismo es un humanismo, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006.

Tanase, Virgil, Camus, Plataforma, Barcelona, 2018.

 

[*].   Este artículo se basa en la tesis del mismo autor, presentada en 2013 para obtener el grado de maestro en Filosofía de la Cultura por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. El trabajo lleva el título “Hacia una hermenéutica de la finitud: Unamuno y Camus”, disponible en: http://bibliotecavirtual.dgb.umich.mx:8083/xmlui/bitstream/handle/DGB_UMICH/89/IIF- M-2013-0858.pdf ?isAllowed=y&sequence=1

[**].   Doctor en Filosofía por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Profesor en la Universidad Marista Valladolid (Morelia). vegavs@hotmail.com

 

[1].     Albert Camus, El hombre rebelde, Alianza, Madrid, 2008, p. 31.

[2].    Camus había pensado para esta novela los títulos El espejo, El grito o Un puritano de nuestro tiempo. Sin embargo, se decide por La caída (sugerencia de Roger Martin Du Gard). Virgil Tanase, Camus, Plataforma, Barcelona, 2018.

[3].    En 1953 le escribe a su amigo René Char: “La vida en casa era dura, pero casi siempre fui feliz. Pero ¿por qué le cuento todo esto? Supongo que porque su poema me ha removido, sencillamente, y porque me cuesta trabajo soportar la vida que llevo ahora”. Albert Camus y René Char, Correspondencia 1946–1959, Alfabeto, Barcelona, 2019, p. 137. En diciembre de 1954 le escribe: “Aquí he recuperado un poco el aliento y la paz interior y quería decírselo, después de haber compartido con usted (quizá demasiado) mis preocupaciones. La luz romana cura y alimenta”. Ibidem, p. 130.

[4].    Por ejemplo, ver Russell Grigg, “Albert Camus. Novelist and Philosopher for our time” en Sophia, Springer Science+Business Media, Melbourne, vol. 50, No 4, diciembre de 2011, pp. 509–511; Maciej Kałuża, Peter Francev y Matthew Sharpe, “Introduction. Camus as Philosopher amongst Philosophers” en Maciej Kałuża, Peter Francev y Matthew Sharpe, Brill’s Companion to Camus. Camus among the Philosophers, Brill, Leiden, 2020, pp. 1–28.

[5].    El extranjero fue un texto publicado en 1942; El mito de Sísifo, en octubre de ese mismo año; La peste, en 1947, y El hombre rebelde, en septiembre de 1951. La caída comenzó a circular en mayo de 1956.

[6].    Estos conceptos se fueron desarrollando a través de sus obras, pero “el absurdo” es claramente tratado en El mito de Sísifo y en El extranjero; “la rebeldía” se aborda de forma más específica en La peste y en El hombre rebelde. En este último se apunta que el absurdo es contradictorio y lleva la semilla del nihilismo; hace tabula rasa, pero se vuelve a él como punto de partida para la rebeldía: “Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta. La primera y única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia del absurdo, es la rebeldía”. Albert Camus, El hombre rebelde, p. 17.

[7].    Esta conexión la abordamos brevemente en la conclusión del presente trabajo.

[8].    Autores como Rubén Darío Maldonado y Peter Roberts aseveran que, en Camus, la literatura es una forma de vehículo del pensamiento filosófico, a manera de recurso literario o didáctico. Rubén Darío Maldonado, “La cólera de Meursault. Sobre el problema del reconocimiento en El extranjero de Camus” en Estudios de Filosofía, Universidad de Antioquia, Medellín, No 33, enero/junio de 2006, pp. 181–199. Ver también Peter Roberts, Andrew Gibbons y Richard Heraud, “Bridging Literary and Philosophical Genres: Judgement, reflection and education in Camus’ The Fall” en Peter Roberts, Andrew Gibbons y Richard Heraud, Education, Ethics and Existence. Camus and the Human Condition, Routledge, Nueva Zelanda, 2015.

[9].    Sus ensayos filosóficos están llenos de pinceladas literarias. Basta leer la siguiente cita de Camus en El hombre rebelde: “Nietzsche podrá rechazar toda trascendencia, moral o divina, diciendo que esa trascendencia impulsaba a la calumnia de este mundo y esta vida. Pero tal vez haya una trascendencia viva, cuya belleza hace su promesa, que puede hacer amar y preferir a cualquier otro este mundo mortal y limitado”. Albert Camus, El hombre rebelde, p. 301. Y sus personajes literarios viven las cuestiones filosóficas de su tiempo: “Tan cerca de la muerte mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho a llorar por ella”. Palabras de Meursault en Albert Camus, El extranjero, Alianza, Madrid, 1986, p. 142.

[10].    Albert Camus, El hombre rebelde, p. 31.

[11].    Albert Camus, La caída, Losada, Buenos Aires, 2005.

[12].    Albert Camus, El hombre rebelde, p. 122.

[13].    Albert Camus, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid, 1999, p. 147.

[14].    Ibidem, p. 149.

[15].    Idem.

[16].    Ibidem, p. 130.

[17].    Albert Camus, El hombre rebelde, p. 297.

[18].    Ibidem, p. 303.

[19].    Ibidem, p. 305.

[20].   Ibidem, p. 308.

[21].    Camus contrapone el estilo de Proust con la novela norteamericana de su tiempo, a la que describe como una unidad en la que el hombre es reducido a sus meras manifestaciones exteriores: “Su técnica consiste en describir a los hombres por fuera, en lo más indiferente de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus repeticiones, en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos cotidianos”. Ibidem, p. 308.

[22].   Ibidem, p. 311.

[23].   Albert Camus, “Carnets 3” en Albert Camus, Obras 5, Alianza, Madrid, 1996, p. 297.

[24].   Albert Camus, El mito de Sísifo, p. 89.

[25].   Sartre opina que los filósofos de su tiempo afirman, más que una naturaleza humana, una condición humana, la cual se entiende grosso modo como el conjunto de los límites a priori que conforman su condición fundamental en el universo. Jean–Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006.

[26].   Albert Camus, El mito de Sísifo, p. 116.

[27].   Ibidem, pp. 72–73.

[28].   Ibidem, p. 85.

[29].   Ibidem, p. 114.

[30].   Ibidem, p. 159.

[31].    “El hombre absurdo dice sí y su esfuerzo no cesará nunca”. Idem. Y en su novela póstuma, El Primer Hombre, escribe lo siguiente: “El viajero no era más que ese corazón angustiado, ávido de vivir, en rebeldía contra el orden mortal del mundo”. Albert Camus, El Primer Hombre, Tusquets, México, 2009, p. 32.

[32].   Albert Camus, El mito de Sísifo, pp. 159–160.

[33].   Albert Camus, El hombre rebelde, p. 17.

[34].   Idem.

[35].   Ibidem, p. 23.

[36].   Idem.

[37].   “Es metafísica porque contesta los fines del hombre y de la creación”. Ibidem, p. 35.

[38].   “De hecho, el súbdito inca o el paria no se plantean nunca el problema de la rebeldía, porque ya ha sido resuelto para ellos en una tradición, y antes de que hayan podido planteárselo, siendo lo sagrado la respuesta”. Ibidem, 29.

[39].   Albert Camus, “Diarios de viaje” en Albert Camus, Obras 4, Alianza, Madrid, 1996, p. 41.

[40].   Ibidem, p. 13.

[41].    Ibidem, p. 19.

[42].   Ibidem, p. 24.

[43].   Albert Camus, La peste, Círculo Editorial Azteca, México, 1956, p. 177.

[44].   Albert Camus, El hombre rebelde, p. 25.

[45].   Camus se adhiere a Max Scheler en su idea del resentimiento como una autointoxicación surgida de una impotencia. Y no puede ser envidia, porque ésta es lo que no se tiene, y el rebelde parte de la defensa de lo que es.

[46] .  Albert Camus, La peste, p. 93.

[47].   Camus se refiere a uno de los personajes de la novela Los hermanos Karamazov del autor ruso Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov, Ediciones Nájera, Madrid, 1984.

[48].   Albert Camus, El hombre rebelde, p. 27.

[49]    Albert Camus y Arthur Koestler, “Reflexiones sobre la guillotina” en Albert Camus y Arthur Koestler, La pena de muerte, Emecé Editores, Buenos Aires, 2003, p. 155.

[50].   Albert Camus, El hombre rebelde, p. 30.

[51].    Camus consigna también otro tipo de solidaridad, pero no general, sino particular: la amistad. “La amistad de las personas, no hay otra definición, es la solidaridad particular, hasta la muerte, contra lo que no pertenece al reinado de la amistad”. Ibidem, p. 277.

[52].   La preocupación camusiana en este sentido no consiste en afirmar una naturaleza humana al estilo naturalista o esencialista, sino en un punto de común reconocimiento entre los hombres, en el que éstos se identifican mutuamente: “Si no hay naturaleza humana, la plasticidad del hombre es en efecto infinita”. Ibidem, p. 276.

[53].   Idem.

[54].   Ibidem, p. 329.

[55].   Albert Camus, Los posesos, Alianza, Madrid, 2004, p. 53.

[56].   Albert Camus, El hombre rebelde, p. 15.

[57].   Ibidem, p. 13.

[58].   Albert Camus, La caída, p. 19.

[59].   Ibidem, p. 95.

[60].   Ibidem, p. 67.

[61].    Albert Camus, El malentendido, Alianza, Madrid, 1982, p. 54.

[62].   Jean–Luc Nancy, Ser singular plural, Arena Libros, Madrid, 2006, p. 68.

[63].   Ibidem, p. 14.