Sobre los fundamentos normativos del derecho penal

Ilsse Carolina Torres Ortega [*]

 

Recepción: 25 de septiembre de 2023
Aprobación:
13 de octubre de 2023

 

Resumen. Torres Ortega, Ilsse Carolina. Sobre los fundamentos normativos del derecho penal. En este trabajo argumento que la crítica al derecho penal exige tener presentes sus fundamentos de naturaleza ética, evitando reducirlo a un mero ejercicio de violencia estatal. Para ello 1) presento como fundamento del derecho penal moderno su aspiración normativa a constituirse como proyecto civilizatorio. En cuanto tal, 2) el derecho penal se cimenta en la noción de libertad, asumiendo una perspectiva en torno al acto que entiende el libre albedrío como libertad de acción y que pretende asignar responsabilidad a las personas por su comportamiento. Esto desemboca en 3) la reflexión sobre el castigo, puesto que es en esta institución social donde las grietas del derecho penal se hacen visibles.

Palabras clave: fundamentos normativos, derecho penal, civilización, libertad, agencia, castigo.

 

Abstract. Torres Ortega, Ilsse Carolina. The Normative Foundations of Criminal Law. In this article I argue that the critique of criminal law calls for bearing in mind its ethical foundations, so as not to reduce it to a mere exercise in state violence. To this end 1) I contend that the foundation of modern criminal law is its normative aspiration to constitute itself as a civilizational project. As such, 2) criminal law is rooted in the notion of freedom, and assumes a perspective with respect to actions that posits free will as freedom of action and seeks to assign people responsibility for their behavior. This leads to 3) the reflection on punishment, because it is in this social institution where the cracks in criminal law are most evident.

Key words: normative foundations, criminal law, civilization, freedom, agency, punishment.

 

Introducción

Hace unos años Antony Duff y Stuart Green editaron una obra titulada Fundamentos filosóficos del derecho penal.[1] En la “Introducción” los autores indican que tal expresión en el título del libro debe evitar incurrir en una petición de principio en torno a dos preguntas: ¿tiene fundamentos el derecho penal? y ¿es responsabilidad de la filosofía construir o indagar en torno a dichos fundamentos?[2] Hablar de fundamentos filosóficos del derecho penal implica ya una toma de postura sobre cuestiones que son altamente controvertibles. Y lo es aún más el hecho de calificar estos fundamentos como normativos.

Por un lado, lo anterior presupone que, en efecto, hay un proceso de racionalización y sistematicidad en torno al derecho penal, y que algunos ámbitos como el de la dogmática o la política penal no se construyen en torno a meras preocupaciones contextuales. Y por el otro, implica que en los principios comunes a las distintas tradiciones del pensamiento jurídico subyace una postulación elemental sobre el derecho penal que ha soportado el paso del tiempo y el dinamismo sociocultural.[3]

Este texto, desde luego, no pretende articular la justificación necesaria y suficiente del derecho penal —entiéndase por ésta no sus principios, causas u orígenes, sino la justificación radical que garantiza el valor o la verdad de lo que funda—.[4] Sus aspiraciones son más modestas, vinculadas no con la reconstrucción filosófica de ese objeto llamado derecho penal, sino más bien con una cuestión pragmática.[5] El enunciado que cuenta como hipótesis en este trabajo es que el derecho penal forma parte de una reflexión normativa más amplia sobre el comportamiento y el sentir humanos en un proyecto vital intersubjetivo, lo cual se pierde de vista al obviarse sus fundamentos, reduciéndolo a un mero ejercicio de poder dirigido a reprimir la libertad de las personas y a hacer sufrir a quien atente contra la autoridad. Esto contribuye a la mala prensa del derecho penal, una mala reputación que lo vincula únicamente con su versión menos ilustrada, el mero punitivismo.

Ahora bien, dadas las manifestaciones reales del derecho penal, se vuelve urgente realizar un ejercicio crítico profundo en torno a éste, antes de caer en la ingenuidad de propuestas que nos plantean la posibilidad de su eliminación como escenario alternativo alentador. Así, antes de convencernos de que estamos sepultados entre las ruinas del derecho penal, es conveniente regresar a sus cimientos (las bases más profundas) para, desde ahí, revisar si, en efecto, el edificio penal se ha derrumbado o si, aunque con grietas, es posible —y deseable— repararlo.

Para realizar este ejercicio llevaré a cabo el recorrido siguiente. 1) Presentaré como fundamento del derecho penal moderno su aspiración normativa a constituirse como proyecto civilizatorio. Esto implicará revisar su influencia en la modificación de la sensibilidad y el comportamiento humanos, lo cual permitirá a su vez reivindicar su papel dentro de la estructura social y su justificación como proyecto racional que pretende incidir sobre las preferencias humanas, no por mera imposición coercitiva, sino por conciencia y empatía hacia el dolor de los demás, con la finalidad de fomentar una comunidad cohesionada y respetuosa del valor de la dignidad del otro. Todo lo anterior posibilitará sostener que, en cuanto proyecto civilizatorio con dichas aspiraciones, 2) el derecho penal se construye desde la noción de libertad, asumiendo una perspectiva sobre el acto —no sobre su autor— que entiende el libre albedrío como libertad de acción y que pretende asignar responsabilidad a las personas por su comportamiento. Al mismo tiempo, esta idea de libertad de acción reivindica el tratar a quienes delinquen como genuinos agentes prácticos a los que se puede exigir racionalmente actuar de una determinada forma —y reprocharles cuando no es así—; pero también se los hace conscientes del daño que ocasionan a otros y de la necesidad de evitarlo y sanarlo. Esto, finalmente, me llevará a presentar las líneas generales de 3) la reflexión acerca del castigo. El carácter civilizatorio del ámbito penal suele ser puesto en duda debido a las prácticas de castigo a las que da lugar. Es aquí donde las grietas del derecho penal se hacen visibles. Sin embargo, como se sostendrá, éste no consiste esencialmente en castigo, si bien es su rasgo más controvertido, en tanto que, históricamente, ha sido la reacción prevista ante el daño que surge de la inobservancia de las directivas. En efecto, la pretensión de justificación del castigo es el corazón de la transformación civilizatoria. Por una parte, dota de eje articulador al derecho penal, el cual se construye en torno a la prerrogativa de castigar únicamente a quien es culpable. Por otra parte, nuestras prácticas de castigo son un buen parámetro para medir el pulso de nuestra tolerancia, como humanidad, al dolor y sufrimiento de otros. La necesidad de afrontar el problema moral del castigo tiene el potencial de ayudarnos a reparar las fisuras del proyecto penal, ya que dicha necesidad envuelve la exigencia de revisar críticamente la corrección de nuestras prácticas, demandar cambios y buscar alternativas capaces de cumplir eficazmente los objetivos colectivos de un menor grado de dolor entre sus miembros.

 

El derecho penal como proyecto civilizatorio

En términos generales podemos afirmar que la finalidad de cualquier empresa social —incluida la del derecho penal— es hacer del mundo un lugar mejor. Sin embargo, ¿qué significa que sea mejor? Distintas respuestas se han articulado en torno a esta pregunta, pero una de las más intrigantes es la siguiente: un lugar mejor es aquél que avanza hacia la civilización, una sociedad civilizada. En su sentido ordinario, civilizar significa “mejorar la formación y comportamiento de las personas o grupos sociales” o “elevar el nivel cultural de sociedades poco adelantadas”.[6] Se trata de un término que tiene, por tanto, connotaciones positivas (una persona o una sociedad civilizada implican un comportamiento educado o adecuado), pero que también suele utilizarse para descalificar a su opuesto: si lo adecuado o deseable es ser civilizado, entonces la sociedad o la persona que no se caracteriza de tal forma, parece susceptible de ser calificada de salvaje, primitiva, inculta, maleducada o barbárica;[7] todas ellas en sentido peyorativo. Y es que con frecuencia las palabras vienen acompañadas de una carga emotiva considerable. Ya Charles L. Stevenson afirmaba que nuestro lenguaje está plagado de palabras que poseen un vago significado conceptual y un rico significado emotivo, lo que ocasiona que el primero esté en constante redefinición. Sin embargo, si se otorga un nuevo significado conceptual a palabras que mantienen su significado emotivo, se da lugar a definiciones persuasivas que influyen en los intereses de las personas.[8] Esta persuasión es potencialmente perjudicial, ya que el significado emotivo se mantiene mientras alimenta sesgos y prejuicios bajo un significado conceptual sofisticado de aparente neutralidad.

Sin pasar por alto la advertencia de Stevenson, al hablar aquí de civilización y derecho penal pretendemos decir algo más. Tal y como lo plantea Norbert Elias, el proceso civilizatorio implica una transformación de la sensibilidad y del comportamiento humanos en una dirección determinada. Quizá por ello su rasgo más relevante sea que dichas transformaciones suceden en un proceso histórico que, empero, “no es ‘racional’ (si por ‘racional’ entendemos algo que surge, al modo de las máquinas, de la reflexión intencional de los hombres aislados) ni ‘irracional’ (si por ‘irracional’ entendemos algo que ha surgido de modo incomprensible)”.[9] A propósito del derecho penal, estos dos elementos (transformación del comportamiento y de la sensibilidad) serán explorados a continuación.

La transformación civilizatoria del comportamiento se constituye con una modificación de las coacciones sociales que operan sobre el individuo, por un cambio específico de toda la red relacional y, especialmente, de la organización de la violencia.[10] El derecho penal cobra relevancia en el seno de estas modificaciones, ya que forma parte de ese entramado de cambios que nos ha llevado por una dirección no del todo trazada y no del todo azarosa, pero orientada al ideal de una sociedad en la que sus miembros se dañen lo menos posible. A continuación repararé en aquellos rasgos que, en el transcurso de esa transformación del comportamiento que consigna Elias, han sido determinantes para el derecho penal moderno. Para indagar en ello, partiré de un ejemplo que, me parece, ilustra esta cuestión.

En su conocido libro Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, Bronisław Malinowski escribió acerca de las formas de vida de la población de las islas Trobriand.[11] Entre ellas describe la historia de Kima’i, un joven que termina con su vida luego de haber quebrantado las leyes de la exogamia y haber sido acusado de ello públicamente. En el contexto de este quebrantamiento el suicidio consistió en el camino más apropiado para evitar la vergüenza y evitar otras consecuencias trascendentales por su falta. Pero lo que llamó especialmente la atención de Malinowski sobre el caso es que se trató de un crimen manifiesto (las leyes de la exogamia constituían la piedra angular de su orden social, ya que garantizaban la unidad del clan y el sistema clasificatorio de parentesco) que venía normalmente acompañado de una reacción negativa del grupo y de una sanción sobrenatural (la cual resultaba más grave en tanto que trascendental). La primera, la sanción social, se manifestó induciendo al joven al suicidio; sin embargo, de acuerdo con la costumbre, ésta habría sido fácilmente evitable si al cometer la falta el joven se hubiera conducido con cierto decoro. La sanción sobrenatural, por otra parte, pudo evitarse a través de una serie de rituales. El antropólogo concluyó que existía un sistema establecido de evasión (incluso respecto a las reglas fundamentales) y que las sanciones previstas no siempre salvaguardaban el cumplimiento de las reglas de conducta de manera automática: “en una comunidad donde las leyes no sólo se quebrantan ocasionalmente, sino que se trampean sistemáticamente por métodos bien establecidos, no puede esperarse una obediencia espontánea a la ley, una adhesión ciega a la tradición, ya que dicha tradición enseña al hombre subrepticiamente cómo eludir algunos de sus mandatos más severos”.[12] Por otra parte, también identificó que este sistema de evasión disminuía bajo determinadas condiciones: a medida que el grado de parentesco se hacía más cercano —esto es, el caso se corresponde de manera más clara con el tipo de comportamientos que la regla fundamental pretende evitar—, la severidad de la sanción aumentaba y la posibilidad de evasión disminuía.

Si bien este caso no puede generalizarse para hablar de la transformación del ámbito penal, sirve de ejemplo para enfatizar dos importantes rasgos del ámbito jurídico en general y del derecho penal en particular, los cuales resultan centrales para defender su carácter civilizatorio: 1) el cumplimiento de las normas de conducta como manera de guiar el comportamiento de los individuos y 2) la necesidad de garantizar dicho cumplimiento.

Respecto al primer rasgo la reconstrucción del comportamiento humano que plantea Malinowski representa de manera más o menos fiel la perspectiva que el derecho ha configurado sobre la conducta humana[13] y, enseguida, sobre la forma en la que puede influirse en ella a través de normas y sanciones. De acuerdo con esta perspectiva las personas no somos demonios dominados por el deseo de exterminarnos, pero tampoco somos ángeles jamás tentados por el deseo de dañar a otros.[14] Aunque el ser humano posea impulsos altruistas y de cooperación, también tiende al autointerés y es vulnerable al ataque de otros,[15] por lo que es posible y deseable soslayar los conflictos emanados de estas condiciones y mitigar sus efectos nocivos por medio del derecho, especialmente a través de normas de conducta. Estas normas corresponden al modelo más simple de directivas y, como señalan Manuel Atienza y Juan Ruiz, “pueden expresarse bajo la forma de obligaciones o de prohibiciones, ordenando realizar una determinada acción u omitirla; así, deslindan la esfera de lo lícito de la de lo ilícito”.[16]

En términos generales se afirma que el derecho sirve para resolver o prevenir conflictos, y de esa manera favorecer la cooperación social.[17] Sostener que el derecho sólo aspira a evitar conflictos sería reduccionista (también ofrece razones justificadas para actuar de una u otra forma, establece expectativas de convivencia, legitima el poder, organiza la sociedad, incentiva la adhesión a ciertos valores, etcétera); y lo sería aún más aseverar que esta importante función la lleva a cabo sólo a través de la imposición de sanciones. No obstante, incluso en nuestros días, se trata de un medio fundamental para lograr el cumplimiento de las directivas. El seguimiento de las normas de conducta implica con frecuencia la renuncia, al menos parcial, a ciertos intereses, así como la modificación de nuestras preferencias; esto no siempre sucede de manera voluntaria, aun cuando se lleve a cabo una discusión pública nutrida al respecto y sean manifiestos los beneficios generales que su cumplimiento acarrea. Debido a esto último el derecho hace uso de las sanciones (positivas y negativas) como una manera de motivar a las personas a adaptar su conducta a lo establecido por dichas directivas. Si tales normas están justificadas, esto es, si su fundamento se encuentra en el razonamiento práctico y si no consisten en meras imposiciones arbitrarias de la autoridad en turno, entonces las mismas guían y transforman la conducta de las personas de manera tal que el daño disminuye y podemos fortalecer lazos cooperativos y llevar a cabo nuestros planes de vida. En definitiva, una transformación civilizatoria.

No obstante —y es aquí donde aparece el segundo rasgo—, hay algunas normas de conducta cuya inobservancia es más perjudicial y menos tolerable. Cualquier sistema jurídico implica cierto grado de ineficiencia, pero existe un ámbito en el que ésta se torna mucho más costosa para la comunidad. Éste es el punto de inflexión para el sentido del ámbito penal.

Muchas acciones que realizamos pueden no ser relevantes para el derecho; no obstante, la vida humana es eminentemente intersubjetiva, lo cual implica que nuestro actuar tiene repercusiones en otros y es potencialmente dañino. Nuestra vida en común incluye, lamentablemente en numerosas ocasiones, ciertas conductas que, además de constituir serios obstáculos para la cooperación social, aniquilan al otro o comprometen seriamente su dignidad. Acciones como privar de la vida a otro, vulnerar su integridad física y emocional, e imponer por la fuerza los propios deseos o preferencias despiertan una preocupación especial por el mal que entrañan. Aun las sociedades consideradas “menos desarrolladas” coinciden en la necesidad de establecer límites categóricos para evitar este tipo de conductas y reaccionar de manera organizada cuando éstas suceden.

En definitiva, hablamos de jerarquizar el daño y de aumentar el rigor y la severidad de la respuesta en sus estribos más altos; es la noción de proporcionalidad. Este criterio configura el ámbito del derecho penal y, probablemente, en este rasgo radica que sea considerado la manifestación más cruda del poder estatal. Luigi Ferrajoli indica al inicio de su Derecho y razón que, incluso ante un derecho penal rodeado de límites y garantías, éste conserva siempre una brutalidad que le es intrínseca y que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política.[18] La dimensión más sombría de las personas ha quedado concentrada en este ámbito, a la cual ha seguido la respuesta más hostil de las organizaciones sociales.

Desde luego, una reflexión como ésta implica muchos matices. Sería negligente pasar por alto que, a lo largo de la historia, las evaluaciones respecto a cuáles son las conductas más graves y más dañinas han cambiado en virtud de la configuración de las relaciones sociales y de la concepción del daño;[19] pero también sería equivocado negar que algunas se mantienen y que, pese a las dificultades de establecer una métrica del daño, hay una jerarquía de bienes paradigmática que se reproduce en las comunidades.

Al inicio de este apartado se señalaba que el proceso civilizatorio implica la transformación del comportamiento, pero también de la sensibilidad humana. Sobre la primera se indicaba que las normas de conducta se constituyen como un elemento de transformación que logra influir el comportamiento a través de un modelo conductual de estímulos (sanciones positivas) y amenazas (sanciones negativas). Por su parte, la transformación de la sensibilidad humana es más difícil de argumentar. De acuerdo con David Garland las emociones, las sensibilidades y las estructuras del afecto tienen sus raíces en la dinámica psicológica elemental de los seres humanos, las cuales se adaptan a diversas formas de socialización y relaciones sociales, “todas las culturas fomentan ciertas formas de expresión emocional y prohíben otras, con lo cual contribuyen a configurar la estructura característica de afectos y sensibilidad de sus miembros”.[20]

Uno de los aspectos del derecho penal que más rechazo genera es la violencia y el sufrimiento que envuelve y reproduce en sus prácticas. Desde esta perspectiva, el derecho penal no podría ser un proyecto civilizatorio porque se trataría del mecanismo que ha propiciado y mantenido la lógica de la crueldad. En otras palabras, la única transformación a la cual se lo podría asociar es el viraje hacia la insensibilidad. Basta con tener presente el desgarrador relato de Damiens, descrito por Michel Foucault, para recordar el espectáculo del dolor propiciado por el poder punitivo.[21] La toma de conciencia respecto a la permanencia de la crueldad, las funciones del control social, las relaciones de poder y los procesos ideológicos implicados en las prácticas penales han sido centrales para cuestionar e, incluso, poner en duda el progreso penal. Sin embargo, Pieter Spierenburg precisa algo acerca de nosotros mismos (como humanidad) que resulta inquietante: el surgimiento de la justicia penal no está del todo vinculado a las sensibilidades cambiantes. Aun cuando solemos identificar la instauración del sistema de justicia penal con la insensibilidad (por ejemplo, a través del sistema carcelario, la pena de muerte o la tortura), la violencia y el sufrimiento que le reprochamos no parecen ser consecuencia de ello. Las penas extremadamente violentas fueron incorporadas a un mundo que estaba acostumbrado al daño físico y al sufrimiento.[22] Por ello es comprensible que en un ambiente general de aceptación de la violencia no haya prevalecido ninguna sensibilidad particular hacia el sufrimiento de quienes padecían la reacción penal.[23] Bajo esta lectura las autoridades recogieron la práctica de venganza de los particulares y las experiencias de abuso y maltrato que se encontraban en las relaciones familiares, laborales, religiosas, etcétera. Quizá por eso las prácticas de castigo desarrolladas entre los siglos XVII y XVIII, que han sido documentadas y que al día de hoy nos horrorizan (como el patíbulo, la picota, la flagelación y la horca), tuvieron como ingrediente fundamental la participación del público.

En clave sociohistórica la justicia penal transita el proceso de consolidación del derecho del Estado para imponer el cumplimiento de su ordenamiento jurídico y garantizar el orden en sus territorios. No obstante, en el seno de esta evolución se gesta una de las más importantes transformaciones a la sensibilidad humana. Al ser el ámbito penal uno de los más cargados de violencia y sufrimiento, y al ser por ello el arma más temida del poder estatal, ha sido objeto de severas críticas que permitieron, por una parte, cuestionar los límites del Estado y su papel ante la violencia entre los seres humanos, y, por otra, exigirle racionalidad y justificación en la distribución de sanciones. La revisión crítica al respecto favoreció un cambio en la sensibilidad y en las actitudes de las personas hacia el dolor de otros, lo que finalmente desencadenó la refundación del proyecto penal.

En la doctrina jurídica se considera que el derecho penal moderno (el derecho penal liberal) se inaugura con el movimiento reformista, un movimiento que, entre sus muchas reivindicaciones, se caracterizó por cuestionar la corrección de prácticas crueles y la arbitrariedad en la imposición de castigos.[24] Más allá de la cuestión del control social, la racionalización del derecho penal permitió justificarlo como un proyecto civilizatorio que constituye, en palabras de Ferrajoli, una alternativa a la guerra, como minimización de la violencia y de la arbitrariedad, tanto de las ofensas que constituyen delito como de las reacciones informales y excesivas que se generarían sin su previsión. “Ne cives ad arma veniant: para impedir que los ciudadanos recurran a la violencia, ya sea la de los delitos, la de la justicia por propia mano o la de la justicia sumaria”.[25]

 

Derecho penal, el drama de la libertad y la agencia moral

El título de este apartado hace referencia al libro de Rüdiger Safranski, El mal o el drama de la libertad.[26] El drama de la libertad consiste en aceptar que el ser humano puede y, en ocasiones, incluso quiere hacer el mal conscientemente.

El derecho penal como proyecto civilizatorio aspira, entonces, a hacer frente a aquellos comportamientos que generan más perjuicios a la integridad y dignidad de las personas. También procura hacerlo a través de una serie de medios que no busquen simplemente aniquilar al autor de tales actos, sino que logren influir en sus motivaciones para actuar (por conciencia y no sólo por temor). La justicia penal, por tanto, solamente tiene sentido bajo el presupuesto de que somos libres de nuestras acciones. Es la incidencia sobre esa libertad la que posibilita generar el tipo de transformaciones a nivel de comportamiento y de sensibilidad que reproducen algunas finalidades de la vida en sociedad.[27] La práctica penal se proyecta y se desarrolla entre individuos que tienen control de sus actos y que, por tanto, pueden adaptar sus opciones de vida a formas que no resulten perjudiciales para otros; y, en caso de no hacerlo, pueden ser acusados por ello. Esto implica también que el derecho penal supone que los sujetos poseen conciencia, lo cual autoriza que sean confrontados por el mal de sus acciones y que se les pueda exigir repararlo o no repetirlo.

La reflexión sobre la libertad supone uno de los más intrincados debates de la filosofía. A continuación presento algunas ideas básicas que subyacen al proyecto penal. No pretendo hacer una reconstrucción que obvie el calado de la discusión filosófica, así que puede entenderse como una aproximación sin más pretensiones que reivindicar el carácter fundante de la libertad en un derecho penal orientado a asignar responsabilidad y culpabilidad a las personas por sus actos.

De acuerdo con Eduardo Rabossi, desde la perspectiva aristotélica de la acción humana, “los seres humanos somos agentes en un sentido muy básico y fundamental: somos la causa de nuestro propio comportamiento, somos el principio y la génesis de nuestras acciones”.[28] Esto implica, por tanto, una aproximación a la libertad como libre albedrío (entendido, a su vez, como libertad para actuar) y, además, la afirmación de dicha libertad, distanciándose—o, al menos, asumiendo una posición compatibilista—[29] de la tesis determinista según la cual nuestros actos son meras manifestaciones de fuerzas incontrolables. En atención a ello, la noción básica de libertad arrogada en el ámbito penal incluye, al menos, dos ideas filosóficamente relevantes: 1) la posibilidad de que los seres humanos incidan en el mundo y 2) la posibilidad de que sean responsabilizados por ello.[30] A partir de ambas ideas tiene sentido plantear que el derecho penal es una herramienta de regulación y prevención de las conductas que dan lugar a los daños más severos, así como que se erija un procedimiento orientado a determinar si el individuo está vinculado (externa e internamente) con sus acciones y asuma las consecuencias previstas. La autorización que posee el Estado para castigar se sostiene en la posibilidad de afirmar que alguien está vinculado causal y mentalmente con una acción, y que ésta ha sido realizada en condiciones de libertad y de capacidad (responsabilidad y culpabilidad). Por ello la afirmación o negación del libre albedrío parece ser una de las primeras disyuntivas que ha de enfrentar el estudioso del derecho penal. Sin embargo, dadas las complejidades envueltas, como señala Luis Hierro, “estamos ante una cuestión clásica y, paradójicamente, también marginal en el área penal, pues parecería que estamos forzados a tomar posición respecto a esta cuestión para, a continuación, reconocer que su solución, por una parte, nos excede y, por otra, nos resulta indiferente”.[31]

En definitiva, el derecho penal es una reivindicación de la libertad humana y del principio de dignidad, que implica reconocer que las decisiones o actos de voluntad de las personas pueden ser tomados como antecedentes válidos de obligaciones, responsabilidades o limitaciones de derechos. Pero, por otra parte, esta apología de la libertad es cautelosa en algunas situaciones surgidas en la práctica social del derecho penal. Aquí destacaré tres de las más importantes: 1) la incorrección de reprochar y castigar a quien no puede responder por sus propios actos; 2) el peso de determinados factores en la posibilidad de cumplir las directivas, y 3) la plausibilidad de modelos de tratamiento del fenómeno criminal que prescindan de la responsabilidad y la culpabilidad. Respecto a la primera cuestión, aun ante la profunda indignación e incomprensión que genera el crimen, casi nadie estaría dispuesto a sostener que es apropiado reprochar sus actos a una persona con severas afectaciones mentales o a alguien que, como consecuencia de un movimiento involuntario, ocasiona un daño. Una de las aportaciones más esclarecedoras sobre esta intuición es la formulada por Peter Strawson respecto a la actitud de resentimiento. Este autor sostiene que, en general, asumimos distintas reacciones en nuestras relaciones con los demás: algunas son respuesta a las actitudes de otros hacia nosotros; otras son reacciones hacia las actitudes que otros tienen hacia los demás, y otras son actitudes autorreactivas al saber que hemos defraudado las expectativas sociales.[32] Así, el resentimiento es una actitud reactiva (al igual que otras, como el perdón, la gratitud, el amor, etcétera) que surge como respuesta al mal que otro ha ocasionado (a mí o a otra persona) y, en cuanto tal, entraña la representación de esa persona como un agente moral que estuvo en condiciones de haberse comportado de forma distinta y que, por tanto, debió haberlo hecho. Como argumentan Larry Alexander y Kimberly Kessler —argumento que, a propósito, utilizan como defensa del retribucionismo—, los individuos muestran su preocupación por los demás a través de sus acciones. Cuando una persona se arriesga conscientemente a dañar a otros, manifiesta su respeto (o falta de él) por los demás y sus intereses.[33]

Reconocer a alguien como agente práctico implica tenerle como responsable del mal que ha causado. En cierta forma, se trata de una actitud que dignifica al otro porque no lo considera mero instrumento del destino, sino un sujeto a quien se le puede exigir racionalmente que adecue su conducta, admita el daño cometido y busque la manera de repararlo y evitarlo en el futuro. En síntesis, la actitud de resentimiento conlleva reconocer en el otro el mismo estatus moral y hacerle saber nuestra oposición a su conducta, asumiendo que era capaz de controlar su comportamiento para evitar perjudicarnos y que, sin embargo, no lo hizo. No obstante —señala también Strawson—, es posible asumir otro tipo de actitud hacia la conducta de los demás: una actitud objetiva que no censura, sino que comprende al otro como objeto de táctica social a quien hay que dirigir, curar o instruir.[34] No desaprobamos su conducta (suspendemos nuestra actitud de resentimiento) porque inferimos que no puede controlarla y, por eso, lo objetivizamos para reconducirlo. De ahí que extender dicha actitud hacia quienes delinquen resulte moralmente problemático. A partir de esta fuerte intuición moral respecto al hecho de no ser adecuado reprocharle sus actos a quien no tiene control ni capacidad sobre ellos, la responsabilidad penal es susceptible de excluirse o matizarse. El derecho penal anglosajón, por medio de la noción de culpabilidad, se ha preocupado especialmente de este tema a través de la categoría mens rea y el derecho continental a través de la noción de culpabilidad. En ambos paradigmas desempeñan un papel fundamental las justificaciones y excusas, así como la categoría de inimputabilidad y la previsión de distintos tipos de consecuencias jurídicas para el delito.[35] Dadas las dificultades para probar la libertad de acción, al menos en el proceso de asignación de responsabilidad, se procura descartar que se actualice alguna de estas condiciones. Como indica Garland, si la persona que delinque se considera libre y responsable, las causas de su acción deberían residir en su elección libre; sólo cuando su responsabilidad se pone en duda se consideran otras causas. Esto ha favorecido una práctica penal en la que “responsabilidad” y “libertad” se fijan como principios generales que, sin embargo, se ponen en cuestión en cada caso individual, es decir, como presunción que se pone en duda con cada sujeto.[36]

Esto nos lleva a la segunda cuestión. Aun cuando reconocer la agencia moral de los individuos constituye un presupuesto del derecho penal, y pese a que el sistema de responsabilidad se construye procurando comprobar las condiciones materiales y mentales de los agentes, las implicaciones de la imposibilidad de probar el libre albedrío no han dejado de ser discutidas. Algunas de las dudas más persistentes en las áreas cuyo objeto de estudio se relaciona con la comprensión e incidencia del fenómeno criminal derivan de las dificultades envueltas en la afirmación de que es posible adscribirnos responsabilidad por la forma en la que nos conducimos. A lo largo del desarrollo del conocimiento sobre el fenómeno criminal se ha pretendido encontrar un mecanismo que permita establecer de manera concluyente quién ha cometido un delito intencional y voluntariamente, e, incluso, quién lo cometerá. Basta recordar las primeras escuelas criminológicas que aspiraron a identificar una diferencia biológica, psicológica o genética que facultara distinguir de manera clara y objetiva a los delincuentes de los ciudadanos normales.[37] Asimismo, el escepticismo respecto al libre albedrío ha cobrado un nuevo aire desde las aportaciones de la neurociencia, la cual nos ha llevado a reexaminar la relación entre mente y derecho penal, presentando una versión mejor fundamentada de que la libertad pueda ser una mera ilusión.[38] Algunos aspectos doctrinales del derecho penal, como las conductas voluntarias, los estados mentales, la capacidad disminuida, la inimputabilidad y las teorías del castigo, han atraído la atención de la comunidad del neurolaw.[39]

Hay también versiones más mesuradas que, independientemente de la relevancia de conocer el funcionamiento de la mente humana, se interesan en una cuestión de justicia social, por lo que buscan poner de manifiesto la manera en que las desigualdades sociales influyen en nuestro comportamiento. Las personas, las cosas, las circunstancias están atravesadas por profundas desigualdades (entendidas en el sentido descriptivo de propiedades ontológicas); pero algunas de éstas dan lugar a estados de cosas y tratamientos que resultan intolerables. Se trata de esas desigualdades que, como señala Cristián Fatauros,[40] “nos duelen”, porque detrás de ellas hay seres humanos que padecen, oportunidades que se ven coartadas y planes de vida que ni siquiera llegan a concebirse. Así, estas desigualdades dan lugar a factores que tienen incidencia en nuestra capacidad de observar —y también de querer observar— las normas de conducta. El derecho penal ha sido señalado como un proyecto que recrudece estas desigualdades, en tanto que contribuye a conservar una realidad social que “se manifiesta con una distribución desigual de los recursos y de los beneficios, en correspondencia con una estratificación en cuyo fondo la sociedad capitalista desarrolla zonas consistentes de subdesarrollo y de marginación”.[41]

Estas preocupaciones en torno a qué tan cierto es que una persona sea completamente responsable de sus circunstancias y de sus actos han favorecido la propuesta de proyectos abolicionistas, la tercera cuestión planteada. La idea de que es posible tener algo distinto del derecho penal es alentada desde distintos frentes. Algunos proyectos enfatizan la imposibilidad de administrar castigos justificados en sociedades atravesadas por violencias y desigualdades estructurales reproducidas por el sistema de justicia penal.[42] Otros parten de perspectivas más radicales que aspiran a la desaparición del Estado y el derecho penal, confiando en que el sentimiento colectivo tiene la suficiente potencia para hacer que las personas no se atrevan a desafiarlo por medio del crimen: “ningún hombre, por poderoso que se crea, tendría nunca la fuerza para soportar el desprecio unánime de la sociedad”.[43] Y, entre otros, hay también proyectos que exigen renunciar a la responsabilidad y a la culpabilidad mientras no sea posible comprobarlas empíricamente.[44] Desde el siglo pasado científicos sociales se han interesado en formular propuestas de sustitución del sistema de justicia penal por sistemas de tratamiento orientados a la prevención especial de delitos, en lugar de la determinación de la culpabilidad. Esto implica una modificación profunda en la manera de concebir el fenómeno criminal, en tanto problema de salud o higiene social, y el sujeto que delinque, en tanto individuo con problemas de salud que requiere ser atendido. Sin embargo, como señala Alf Ross, “hasta que los químicos hayan inventado píldoras eficaces contra el crimen, ellos (los juristas) deben insistir en que son las fuerzas morales las que unen a la sociedad, y que, por tanto, esas mismas fuerzas son las que la legislación penal debe tratar de movilizar en la lucha contra el crimen”.[45]

La discusión en torno a estas propuestas es mucho más compleja de lo que cabe plantear aquí; pero lo señalado es útil para ejemplificar el carácter fundamental de la libertad en el ámbito penal. Cierro este apartado con una exhortación. Al hablar de agencia moral Margaret Holmgren puntualiza un rasgo fundamental de ésta que, a veces, puede resultar incómodo admitir: la afirmación de la agencia no equivale a la conducta moral concreta respecto a las elecciones de nuestro pasado o de las acciones y actitudes actuales. La agencia moral es sólo la capacidad de elección, el crecimiento, la deliberación y la conciencia morales. La persona que elige realizar una acción incorrecta conserva su agencia moral.[46] La agencia implica, pues, la posibilidad de obrar en distintos sentidos, algunos de los cuales pueden llegar a ser perjudiciales para los demás. Reivindicar esta capacidad, por tanto, no significa que siempre sea posible influir en las personas para evitar que cometan un mal. De ahí que el derecho penal sea tan renuente a asumir la perspectiva del autor —responsabilizar y sancionar a alguien por quien es, no por lo que hace— como medio orientado a cambiar el carácter moral del agente; es preciso respetar el derecho de cada persona a determinar sus propias creencias y actitudes. Si bien es deseable que el autor de un delito se arrepienta y evite cometer más mal en el futuro, obligarlo a ello es una intromisión en su agencia moral.

 

Derecho penal y el debate sobre el castigo

La posibilidad de considerar que un individuo es responsable de sus actos no permite dar cuenta del derecho penal por sí mismo. Tal y como señala Claus Roxin a propósito de la culpabilidad, lo decisivo para castigar a una persona no es, en realidad, concluir si, en algún sentido, ha podido actuar de otro modo, sino que el legislador quiera hacer responsable al autor de su actuación, esto es, una cuestión normativa respecto a la necesidad y corrección de castigarlo. El legislador —y demás operadores del derecho— sólo puede deducir esa respuesta de los postulados de lo que se conoce en el ámbito de la dogmática penal como “el fin de la pena”,[47] que consiste en el debate sobre la fundamentación del castigo penal.

El castigo constituye una forma de afrontar el mal realizado por los seres humanos y, desde luego, no es la única forma. Aunque seamos renuentes a llamarlo de esta manera —debido a la carga metafísica del término—, no parece licencia excesiva afirmar que el derecho penal se ocupa de daños generalmente identificados como males. En otras palabras, hay un consenso bastante uniforme de que ciertas conductas, como privar de la vida a otro, constituyen objetivamente un perjuicio grave, en tanto que afectan algo que valoramos enormemente (la vida, por ejemplo, que es además presupuesto de otros bienes que valoramos). Por más que se admitan supuestos excepcionales sería difícil imaginar que alguien sostuviera—con pretensiones de justificación— que el día de mañana nuestras valoraciones cambien a tal punto que dejemos de considerar el asesinato lo suficientemente indeseable como para despenalizarlo. Paul Robinson, por ejemplo, ha formulado una propuesta del merecimiento empírico a partir de esta idea, sosteniendo que la distribución de castigos ha de realizarse a partir de las valoraciones de justicia de la comunidad.[48]

Independientemente de las complejidades envueltas en la determinación de una conducta como delito, y de que no es poco común excederse en el ejercicio de tipificación en el intento de paliar los problemas sociales (populismo punitivo),[49] nuestro derecho penal asume que hay acciones que son especialmente dañinas y que, por ello, corresponde evitar que sucedan. Pero aparte de esta vocación hacia la prevención de tales conductas, el carácter de los bienes dañados por estas acciones suele dar lugar a otra de las intuiciones más fuertes en este ámbito: la noción de proporcionalidad. A un daño severo correspondería una respuesta que debería ser, en algún sentido, equivalente.[50] Estas intuiciones, latentes en las más importantes discusiones en torno al ámbito penal, nos remiten a la discusión acerca del castigo y ponen de manifiesto su carácter fundamental. En palabras de George Fletcher:

Todos los sistemas de Derecho penal representan un compromiso compartido de absolver al inocente y castigar al culpable. Este compromiso les confiere un singular propósito unitario que está por encima y que se centra en la institución del castigo […] la institución del castigo ofrece la base de la que podemos esperar el nacimiento del Derecho penal y de sus elementos característicos.[51]

Ahora bien, esta importancia o carácter fundante no ha de confundirse con la afirmación de que el derecho penal consiste, básicamente, en castigos; o de que el castigo es el medio más eficiente para conseguir el control social orientado a la satisfacción de intereses generales. Tampoco ha de entenderse como la conclusión de que el castigo es una institución sobre la cual existe un acuerdo generalizado sobre su legitimidad, o bien, de que su justificación moral no es objeto de discusión. Al contrario, este carácter fundante tiene que ver con el carácter nocivo que parece serle intrínseco y, derivado de ello, del compromiso ético que tenemos como comunidades jurídico–políticas de someter a juicio crítico una institución que autoriza el daño a otros y que opera de maneras muy cuestionables. En definitiva, el castigo es uno de los principales fundamentos del ámbito penal porque pone de manifiesto su necesidad de justificación; se trata de un recordatorio palpable de que el derecho penal es una de las manifestaciones más brutales del poder estatal y que, por ello, su autorización para operar en nuestras comunidades no puede darse nunca por sentada.

El debate sobre el castigo es un debate clásico presente en la historia de las ideas desde la antigüedad clásica, por lo que hay enfoques muy diversos para su estudio. Entre todas las aproximaciones, la pregunta de su fundamentación se ha enfocado en ofrecer una respuesta al porqué conservar una institución cuyo rasgo central parece ser infligir sufrimiento. Aun con antecedentes tan lejanos, fue en la segunda mitad del siglo xviii cuando se sentaron las bases de este debate en los términos en que llegó a nuestros días; esto es, como la confrontación entre dos grupos de teorías que aspiraban a ofrecer razones para castigar: de un lado, retribucionistas; del otro, prevencionistas.

No obstante, antes de indagar en las propuestas de justificación que han orientado la discusión, es necesario señalar que hablar del castigo jurídico plantea dificultades más elementales. En primer lugar, ni siquiera es obvio por qué proponer dicho castigo como un objeto de estudio diferenciado de otras sanciones previstas por el derecho.[52] Sobre esta cuestión, en otros lugares he sostenido que sí hay una especificidad justificada, sugiriendo así que los castigos son las sanciones negativas que:

a) resultan de la acción u omisión de una persona que transgrede una norma jurídica que protege bienes especialmente valiosos;

b) son actos coercitivos administrados intencionalmente por una autoridad constituida por el sistema jurídico transgredido;

c) involucran una privación de bienes prima facie inalienables;[53] esto es, bienes que por este motivo son considerados jerárquicamente superiores; y

d) poseen una pretensión de justificación que es especialmente fuerte por la relevancia de los bienes involucrados.[54]

Así, castigos, penas, sanciones penales pueden considerarse términos sinónimos; aunque sí habría una diferencia sustantiva entre ellos y el resto de las sanciones. Obviamente, tal diferencia no pasa por el hecho de su mera inclusión en un código penal, sino que es la calidad de los bienes afectados por la imposición de estas sanciones, así como la calidad de los bienes vulnerados que dan lugar a ellas, lo que justifica que el castigo sea —deba ser— un objeto de interés independiente. Esta reconstrucción conceptual del castigo pretende ser lo más descriptiva posible, en el sentido de evitar pronunciarse de manera anticipada sobre su fundamentación y, en estos términos, convertir un problema de ética práctica en un problema analítico–conceptual. Y es que debemos reparar en que la relevancia de tener el castigo como objeto específico y definirlo para su estudio no constituye una mera preocupación teórica, sino que nos preocupan las prácticas de castigo que, de hecho, operan en nuestras comunidades amparadas por la legitimidad presupuesta de la institución. De ahí que la propuesta recién anotada surja de una visión del participante que entiende el castigo como una práctica punitiva de la que forma parte. Y de ahí también el énfasis en el elemento de la pretensión de justificación. Es esta misma pretensión la que recoge el compromiso de su fundamentación: privar a alguien de un bien (en este sentido, dañar a alguien) es algo prima facie indebido que, o se justifica como una excepción a dicho principio, o bien, será simplemente un acto de fuerza. En palabras de Chin Liew Ten, “el castigo es una privación, consiste en despojar a los culpables de lo que valoran […]. Normalmente no es justificable privar de estas cosas a la gente”.[55] En definitiva, es el hecho de que autoriza a infligir sufrimiento (privación de bienes) lo que hace del castigo una práctica moralmente cuestionable; y es, entonces, esta necesidad de justificación lo que da lugar a la discusión sobre las concepciones del castigo. Al tratarse de una cuestión tan intrincada, hay distintas propuestas que coexisten, dialogan y se disputan la fundamentación crítica y los principios guía de la práctica punitiva. Entre ellas, como se consignaba, las más clásicas son el prevencionismo[56] y el retribucionismo.[57]

Actualmente las propuestas de justificación se han diversificado, especialmente en lo que se refiere a las teorías retribucionistas. Hoy, éstas se alejan de la clásica asociación con la venganza o la ley del talión, inclinándose más hacia el elemento del merecimiento moral y la reivindicación del mal envuelto en el delito. Tales teorías tienen un margen amplio que va desde propuestas como las teorías recíprocas, que ven en el castigo una forma de compensar un beneficio indebidamente tomado, hasta las modernas teorías comunicativas y expresivas, que se centran en la posibilidad de expresar la desaprobación de la conducta ilícita como manera de entablar un diálogo racional con quien ha delinquido, para favorecer que medite sobre su ofensa y se arrepienta.[58] Asimismo, en el escenario contemporáneo de propuestas de justificación encontramos también el paradigma del perdón, que deriva en las hoy tan populares teorías restaurativas. Cada una de estas propuestas tiene implicaciones diversas en el modo de estructurar la práctica del castigo y del sistema de justicia penal en general.

Al debate de cómo fundamentar el castigo le es inherente la reflexión crítica sobre nuestras prácticas concretas de éste. Quizá por ello, pese a la diversidad y profundidad de teorías, la pena de prisión es una de las principales asociaciones al castigo y ello acarrea la reducción del ámbito penal al ámbito penitenciario. De ahí la idea de que el derecho penal es, centralmente, un proyecto punitivista. Además de esta asociación, también es frecuente que la reflexión en torno a la fundamentación del castigo esté ausente, asumiendo un acuerdo generalizado acerca del prevencionismo. Si el castigo se entiende, básicamente, como la pena de prisión, el debate sobre su justificación se reduce a subrayar una política pública orientada a la reinserción y rehabilitación (prevención especial), y a un efecto disuasorio general derivado del lugar común de que nadie puede desear algo tan displacentero como la privación de la libertad. Sin embargo, aunque el prevencionismo se da por supuesto, no parecemos prestar demasiada atención a su dudoso éxito. Como afirma Thomas Mathiesen, tenemos cárceles a pesar de su fracaso: “las teorías de la prevención individual —rehabilitación, inhabilitación, disuasión individual— no son capaces de defender la cárcel. Tampoco pueden hacerlo ni la otra gran teoría de la defensa social (la de la prevención general) ni, por último, la de la justicia. La cárcel es indefendible: la cárcel es un fiasco en cuanto a sus propios propósitos”.[59]

El prevencionismo no ha logrado proteger lo público y, sin embargo, ha generado mucho dolor. El castigo no es sinónimo de prisión, pero hasta hoy constituye una de sus manifestaciones más cuestionables. Por ello representa uno de los principales retos de la civilidad del derecho penal. Es el dolor que reproduce lo que nos motiva a buscar otras formas de responder al mal y lograr la disuasión. Esto no implica el fin del derecho penal, pero sí una reflexión necesaria en torno a la cantidad de dolor que estamos dispuestos a permitir.

 

Conclusiones

En el texto hemos intentado mostrar que el derecho penal posee una dimensión —la normativa— que escapa de la reflexión jurídica y de su puesta en marcha a través del proceso penal y la ejecución de la pena. La reflexión sobre sus fundamentos filosóficos permite reivindicar su entretejido con el desarrollo de lo social y, especialmente, con su compromiso normativo hacia la modificación de prácticas que implican dolor. La crítica al derecho penal es necesaria y deseable, pero no es correcto realizarla desde la superficie en la que se lo reduce a su versión punitiva. El derecho penal, como proyecto normativo, es una manifestación ilustrada que pretende influir en la conducta y la sensibilidad de las personas hacia los demás.

Hoy en día el cuestionamiento del dolor, al parecer consustancial de nuestra humanidad, recogido y reproducido por el derecho penal, continúa guiando las más importantes transformaciones civilizatorias. El reto más significativo del ámbito penal es cómo configurar un sistema que permita evitar o limitar el daño que nos hacemos entre nosotros mismos… sin necesidad de adicionar más dolor. Como señala Nils Christie, “los sistemas sociales deberían construirse de manera que redujeran al mínimo la necesidad percibida de imponer dolor para lograr el control social. La aflicción es inevitable, pero no lo es el infierno creado por el hombre”.[60]

 

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[*]. Doctora en Derecho por la Universidad de Alicante. Profesora–investigadora del ITESO. torresilsse@iteso.mx

[1].     Robin Antony Duff y Stuart Green (Eds.), Philosophical Foundations of Criminal Law, Oxford University Press, Nueva York, 2011.

[2].    Ibidem, p. 1.

[3].    Paul Robinson, por ejemplo, defiende la existencia de principios casi universales en el ámbito penal: 1) el principio de castigo —los infractores merecen ser castigados—; 2) el sentido de la infracción o el acto indebido; 3) el principio de culpabilidad —la conducta inocente debe ser protegida de la responsabilidad penal—, y 4) el principio de proporcionalidad, según el cual el alcance de la responsabilidad y el castigo deben ser proporcionales a la magnitud de la infracción y la culpabilidad. Paul Robinson, “Criminal Law’s Core Principles” en Washington University Jurisprudence Review, Washington University School of Law/Washington University in St. Louis, San Luis, Illinois, vol. 14, Nº 1, noviembre de 2021, pp. 155–218.

[4].    André Comte–Sponville, Diccionario filosófico, Paidós, Barcelona, 2020, p. 367.

[5].    Tal y como indica Richard Bernstein, la palabra “pragmatismo” ha adquirido un uso cotidiano, según el cual ser pragmático significa ser eminentemente práctico, conocer cómo es el mundo real y adaptarse a dichas realidades. También se usa para realizar un contraste con el ser ideológico o, incluso, en un sentido peyorativo (Richard Bernstein, Encuentros pragmáticos, Gedisa, Barcelona, 2021, p. 50). Sin embargo, el pragmatismo como tradición filosófica se refiere al sistema de ideas iniciado por Charles Pierce, William James y John Dewey. Aquí, cuando me refiero a una cuestión pragmática hago referencia a algunas de las ideas centrales de dicha tradición, como el énfasis en la manera en que somos moldeados por las prácticas sociales en las que participamos, el acento en la perspectiva del agente (sobre la del espectador) y la continuidad entre la contemplación y la práctica.

[6].    Diccionario de la Lengua Española, civilizar | Definición | Diccionario de la Lengua Española | del–asale, Real Academia Española, Madrid, 2022, https://dle.rae.es/civilizar  Consultado 11/X/2023.

[7].    Nótese que estos mismos adjetivos a menudo son empleados para referirse a ciertas prácticas penales.

[8].    Charles Leslie Stevenson, Facts and Values. Studies in Ethical Analysis, Yale University Press, New Haven, 1963, p. 35.

[9].    Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, p. 450.

[10].    Ibidem, p. 528.

[11].    No quiero dejar pasar que, si bien Malinowski es “hijo de su tiempo” y es un autor clásico de la antropología social, la disciplina contemporánea se ha separado de ese tipo de investigaciones sobre “el otro” al optar por metodologías horizontales que no hablan de éste, sino que pretenden llegar a un diálogo con él. Estos métodos horizontales, según Sarah Corona y Olaf Kaltmeier, “entienden el proceso investigativo y la producción de conocimientos como un compromiso político que genera formas de vivir mejor en el espacio público”. Sarah Corona Berkin y Olaf Kaltmeier, En diálogo. Metodologías horizontales en ciencias sociales y culturales, Gedisa, Barcelona, 2012, p. 12.

[12]     Bronisław Kasper Malinowski, Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, Ariel, Barcelona, 1988, p. 98.

[13].    No obstante, los enfoques conductuales del crimen y la delincuencia distan mucho de esta visión genérica. Desde dichos enfoques el comportamiento humano se analiza y se sintetiza en términos de un campo integrado por cinco factores: 1) la persona como entidad biológica y como contribuyente de formas y funciones de respuesta a las interacciones conductuales; 2) el entorno como entidad estructural y como contribuyente de formas y funciones de estímulo a las interacciones conductuales; 3) los medios de contacto entre la persona y el entorno; 4) el contexto histórico de las interacciones persona–entorno, a través del cual han evolucionado las funciones de estímulo y respuesta actuales, y 5) el entorno actual, tanto biológico como medioambiental, que influye en cuáles de las interacciones persona–entorno evolucionadas pueden producirse y se producirán en una ocasión concreta. Edward Morris y Curtis Braukmann, Behavioral Approaches to Crime and Delinquency, Plenum Press, Nueva York, 1987, p. 76.

[14].    Herbert Lionel Adolphus Hart, El concepto del derecho, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2017, p. 242.

[15].    En palabras de David Hume: “De todos los animales que pueblan el globo, no existe otro con quien la naturaleza haya parecido ser más cruel, a primera vista, que con el hombre, dadas las innumerables carencias y necesidades de que la naturaleza le ha provisto y los limitados medios que le proporciona para la satisfacción de estas necesidades […]. Solo reuniéndose en sociedad es capaz de suplir sus defectos y llegar a ser igual a las demás criaturas, y aun de adquirir superioridad sobre ellas”. David Hume, Tratado de la naturaleza humana. III, Gredos, Madrid, 1981, pp. 709 y 710.

[16].    Manuel Atienza y Juan Ruiz, Las piezas del derecho, Ariel, Barcelona, 2007, pp. 115–116.

[17].    Carlos Nino, Introducción al análisis del derecho, Astrea, Buenos Aires, 2001.

[18].    Luigi Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995, p. 21.

[19].    El principio del daño formulado por John Stuart Mill determina que lo único que puede autorizar a las personas, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de alguno de sus semejantes es la protección de sí mismas. La única razón legítima que puede tener una comunidad para proceder contra uno de sus miembros es impedir que se perjudique a los demás (John Stuart Mill, Sobre la libertad y otros escritos, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1991, p. 48). Sin embargo, como señala Bernard Harcour, esta noción de “daño a los demás” se convirtió en dominante en el derecho y en la teoría penal, y después fue utilizada para apoyar posiciones moralistas legales. El principio del daño simple se derrumbó bajo el peso de su propio éxito y, finalmente, dejó de ser un principio limitador del ejercicio del poder de castigo del gobierno. Bernard Harcour, “Mill’s On Liberty and the Modern ‘Harm to Others’ Principle” en Markus Dirk Dubber (Ed.), Foundational Texts in Modern Criminal Law, Oxford University Press, Oxford, Reino Unido, 2014, pp. 163–182, p. 173.

[20].   David Garland, Punishment and Modern Society. A Study on Social Theory, The University of Chicago Press, Chicago, 1993, p. 241.

[21].    Michel Foucault comienza su estudio crítico hacia el castigo refiriendo el caso de Damiens, condenado por parricidio, por una acción contra el rey, en 1757. Su pena fue morir descuartizado y quedar reducido a cenizas, luego de una serie de suplicios atroces. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 2022, pp. 11–14.

[22].   Tanto Elias como Spierenburg muestran que las consideraciones de seguridad y el uso instrumental que se hace del castigo están en constante tensión con las fuerzas culturales y psíquicas encargadas de imponer límites claros sobre los tipos y la extensión del castigo. David Garland, Punishment and Modern Society…, pp. 258 y 259.

[23].   Pieter Spierenburg, The spectacle of suffering. Executions and the evolution of repression: From a preindustrial metropolis to the European experience, Cambridge University Press, Nueva York, 1984, pp. 11–12.

[24].   El movimiento reformista plantea que los castigos penales, a fin de ser legítimos, deben ser necesarios para prevenir que se cometan delitos en general y para prevenir que, aun cometiéndose, no se dañen los bienes más preciados de los seres humanos. “[…] las penas y el método de infligirlas deben ser elegidos de modo que, guardada la proporción, produzca una impresión más eficaz y más duradera en los ánimos de los hombres, y menos atormentadora del cuerpo del reo”. Cesare Beccaria, De los delitos y las penas, Trotta, Madrid, 2011, p. 151.

[25].   Luigi Ferrajoli, El paradigma garantista. Filosofía crítica del derecho penal, Trotta, Madrid, 2018, p. 34.

[26].   Rüdiger Safranski, El mal o el drama de la libertad, Tusquets, Barcelona, 2013.

[27].   Me refiero al desarrollo de la autonomía personal en un escenario en el que cada uno lleva a cabo su propio proyecto vital, colaborando con y siendo apoyado por sus semejantes.

[28].   Eduardo Rabossi, “La filosofía de la acción y la filosofía de la mente” en Manuel Cruz Rodríguez (Coord.), Acción humana, Ariel, Barcelona, 1997, pp. 5–20, p. 5.

[29].   De acuerdo con esta posición, aunque no parece posible probar la libertad, incluso si resultara cierta la tesis determinista, aún tendría sentido la libertad de acción, ya que sólo se probaría una tesis descriptiva. Un determinismo normativo nos llevaría a un escenario completamente ajeno a la forma en la que llevamos a cabo nuestras dinámicas sociales, impidiendo tratar al otro como responsable de su conducta.

[30].   Carlos Nino, Introducción a la filosofía de la acción humana, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1987, p. 104.

[31].    Liborio Luis Hierro Sánchez–Pescador, “Libertad y Responsabilidad Penal” en Anuario de derecho penal y ciencias penales, Centro de Publicaciones del Ministerio de Justicia, Madrid, Nº 2, agosto de 1989, p. 561–570, p. 561.

[32].   Peter Frederick Strawson, Libertad y resentimiento, Paidós, Barcelona, 1995.

[33].   Larry Alexander y Kimberly Kessler, Crime and Culpability. A Theory of Criminal Law, Cambridge University Press, Cambridge, Reino Unido, 2009, p. 171.

[34].   Peter Frederick Strawson, Libertad y resentimiento, p. 46.

[35].   Me refiero, centralmente, a las medidas de seguridad que surgen a partir del sistema tripartita (definición de delito, antijuridicidad y culpabilidad), de origen alemán, al permitir identificar una conducta como ilícita, pero no culpable. George Fletcher, “Criminal Theory in the Twentieth Century” en Theoretical Inquiries in Law, Universidad de Tel Aviv, Tel Aviv, vol. 2, Nº 1, 2001, pp. 265–286, p. 275.

[36].   David Garland, Castigar y asistir, Siglo XXI, Buenos Aires, 2018, p. 269.

[37].   Elena Larrauri Pijoan, Introducción a la criminología y al sistema penal, Trotta, Madrid, 2018, p. 54.

[38].   No obstante, como indica Daniel González, el problema del libre albedrío es sólo uno de los puntos en los que la neurociencia puede ser relevante para la responsabilidad penal. Un mapa de las relaciones entre neurociencia y derecho penal debería abordar tres temas: 1) el libre albedrío; 2) la cuestión ontológica acerca de qué son los estados mentales y la cuestión epistemológica de cómo podemos conocerlos, y 3) la autonomía de las normas penales frente a las leyes de la naturaleza. Daniel González Lagier, “Tres retos de la neurociencia para el Derecho penal” en Anuario de Filosofía del Derecho, Centro de Publicaciones del Ministerio de Justicia, Madrid, Nº 34, diciembre de 2018, pp. 43–72, pp. 47 y 48.

[39].   Michael Pardo y Dennis Patterson, Philosophical Foundations of Law and Neuroscience, Oxford University Press, Oxford, Reino Unido, 2016.

[40].   Cristián Augusto Fatauros, “Las desigualdades que nos duelen, ¿son acaso desigualdades que deberíamos tolerar?” en Problemas en torno a la desigualdad. Un enfoque poliédrico, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 2020, pp. 93–106.

[41].    Alessandro Baratta, Criminología crítica y crítica del derecho penal. Introducción a la sociología jurídico–penal, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, p. 179.

[42].   Angela Davis, Estarão as prisões obsoletas?, Difel, Río de Janeiro, 2018.

[43].   Mijaíl Bakunin Aleksándrovich, Dios y el Estado, Alianza, Madrid, 2021, p. 40.

[44].   Sobre esto son ilustradoras las palabras de Barbara Wottoon: “Todo crimen, no lo olvidemos, es cometido por una persona que pudo no haberlo cometido. Podría no haberlo cometido si hubiese nacido con una constitución genética diferente; podría no haberlo cometido si sus padres le hubieran tratado de forma diferente, o si él hubiera sido criado en un barrio diferente; él podría no haberlo cometido si no hubiera sucedido en un momento particular en el que estaba falto de dinero o si no hubiera tenido la desgracia de encontrarse en ‘malas compañías’; y él podría no haberlo cometido si hubiera sido tratado de manera diferente con ocasión de un delito anterior, o si sus posibilidades de empleo no hubieran sido arruinadas por sus antecedentes”. Barbara Wottoon, Crime and the Criminal Law. Reflections of a Magistrate and Social Scientist, Steven & Sons, Londres, 1981, p. 17.

[45].   Alf Ross, On Guilt, Responsibility and Punishment, University of California Press, Los Ángeles, 1975, p. 99.

[46].   Margaret Holmgren, ¿Perdonar o castigar? Cómo responder al mal, Avarigani, Madrid, 2014, p. 171.

[47].   Claus Roxin, Culpabilidad y prevención en derecho penal, B de F, Buenos Aires, 2020, pp. 71–72.

[48].   Paul Robinson, Principios distributivos del derecho penal, Marcial Pons, Madrid, 2012.

[49].   El populismo punitivo puede ser entendido como “el discurso político que pretende acabar con la criminalidad y la percepción de impunidad hacia los criminales mediante el aumento de las penas y los delitos que ameriten penas privativas de libertad […]”. Alejandro Nava Tovar, Populismo punitivo. Crítica del discurso penal moderno, Instituto Nacional de Ciencias Penales/Zela Grupo Editorial, México, 2021, p. 22.

[50].   La formulación más conocida de la proporcionalidad corresponde al retribucionismo kantiano: “Pero ¿cuál es el tipo y grado de castigo que la justicia pública adopta como principio y como patrón? Ninguno más que el principio de igualdad (en la posición del fiel de la balanza de la justicia): no inclinarse más hacia un lado que hacia otro […]. Sólo la ley del talión puede ofrecer con seguridad la cualidad y la cantidad de la pena, pero bien entendido que en el seno del tribunal (no en tu juicio privado)”. Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 2016, pp. 166 y 167.

[51].    George Fletcher, Conceptos básicos de derecho penal, Tirant Lo Blanch, Valencia, 1997, p. 49.

[52].   Es la pregunta de si hay una diferencia sustantiva entre los castigos o penas y el resto de sanciones.

[53].   No obstante, para los teóricos sobre el castigo, la distinción entre privación de un bien y la aplicación de sufrimiento es necesaria para mostrar la gravedad de las medidas que solemos identificar como castigos; es decir, sería una forma de llamar la atención o denunciar el hecho de que “no sólo” se está privando a una persona de un bien. Ted Honderich, Punishment. The Supposed Justifications, Pluto Press, Londres, 2006.

[54].   Ilsse Carolina Torres Ortega, Sobre la fundamentación del castigo. Las teorías de Alf Ross, H. L. A. Hart y Carlos Santiago Nino, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2020, p. 330.

[55].   Chin Liew Ten, “Castigo” en Peter Singer (Coord.), Compendio de ética, Alianza, Madrid, 2004, pp. 499–506, p. 499.

[56].   Cuya tesis genérica sostiene que la justificación del castigo recae en su capacidad de prevenir nuevos males.

[57].   Cuya tesis genérica sostiene que la justificación del castigo es la retribución del mal cometido a través de otro mal, o que la imposición de un mal se debe a que éste es merecido.

[58].   Robin Antony Duff, Sobre el castigo: Por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad, Siglo XXI, Buenos Aires, 2015.

[59].   Thomas Mathiesen, Juicio a la prisión, Ediar, Buenos Aires, 2003, p. 223.

[60].   Nils Christie, Los límites del dolor, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, p. 15.