Tiempos de pandemia: una reflexión filosófica romántica y posthumana sobre el habitar

Francisco Iracheta Fernández[*]

 

Recepción: 24 de marzo de 2022
Aprobación: 29 de abril de 2022

 

Resumen. Iracheta Fernández, Francisco. Tiempos de pandemia: una reflexión filosófica romántica y posthumana sobre el habitar. En este artículo hago una reflexión crítica contra la ideología humanista que se halla en la base de nuestra crisis ecológica y sanitaria. Sigo a algunos autores que han propuesto, por un lado, que al constituirse el humanismo clásico occidental por la conjunción de ideas en torno a la identidad del hombre como “animal racional” y, por otro lado, poseer un estatus ontológico divino que lo saca del mundo natural, este humanismo ha dado un consentimiento tácito para someter y dominar la naturaleza y al otro que es no racional. Argumento a favor de un humanismo distinto, montado sobre el monismo de Baruch Spinoza, y, a partir de él, muestro el vínculo entre el romanticismo de Friedrich Hölderlin y la filosofía posthumanista de Rosi Braidotti. Así, propongo transformar nuestra concepción humanista clásica por la de esta tradición spinoziana, la cual atraviesa, primero, por el monismo estético de Hölderlin, para llegar después a la tarea posthumana de devenir naturaleza y animal. De este modo se hace plena justicia a nuestra vulnerabilidad y finitud esencial.

Palabras clave: crisis, habitar, humanismo clásico, spinozismo, romanticismo, posthumanismo.

 

Abstract. Iracheta Fernández, Francisco. Pandemic Times: A Romantic and Post–human Philosophical Reflection on Inhabiting. In this article I make a critical reflection against the humanistic ideology at the root of our ecological and public health crisis. I follow a number of authors who have proposed that classical Western humanism, by on the one hand constituting itself on the foundation of man’s identity as a “rational animal” and on the other, giving itself a divine ontological status that takes it out of the natural world, has given its tacit consent to the project of submitting and dominating nature and the other that is not rational. I argue in favor of a different kind of humanism, built on Baruch Spinoza’s monism and from there I show the link between Friedrich Hölderlin’s Romanticism and Rosi Braidotti’s posthumanism. Thus, I propose transforming our classical humanistic conception by drawing on the Spinozian tradition, which passes first through Hölderlin’s aesthetic monism, arriving then at the posthuman task of becoming nature and animal. This does full justice to our essential vulnerability and finitude.

Key words: crisis, inhabit, classical humanism, Spinozism, Romanticism, posthumanism.

 

El verdadero suceso no es la movilización entusiasta de la gente, sino un cambio en la vida cotidiana, que se perciba cuando las cosas “vuelvan a la normalidad”.[1]

— Slavoj Žižek

 

Introducción

La pandemia por el virus SARS–CoV–2, una variante del coronavirus causante de la covid–19, notificado por vez primera en diciembre de 2019 en la provincia de Wuhan, China, dentro de un mercado de animales vivos, puso en cuarentena al mundo entero por más de dos años. Hasta el momento en que se redactó este texto hay poco más de 300 millones de personas infectadas y más de 15 millones de muertos alrededor del globo, la mayor parte en Europa y América. Si además de las pérdidas humanas contabilizamos las económicas y el receso provocado en las estructuras sociales y educativas, tenemos datos suficientes para reconocer los altísimos costos humanos de esta pandemia.

En un mundo cada vez más poblado, interconectado y globalizado, en el que, como nunca en la historia de la humanidad, ningún país o comunidad puede hoy proclamarse autosuficiente o independiente de otro u otros en términos económicos, políticos y socioculturales, no es descabellado lanzar la hipótesis de que la aparición de este virus ha generado más contagios que cualquier otra pandemia registrada en la historia de la humanidad. En efecto, es verosímil esperar que, al encontrarnos en la era global (los seres humanos estamos más cerca entre nosotros, en miles de ciudades del mundo con densidades poblacionales desbordadas, en situaciones de necesidad económica que demandan la cercanía de nuestros cuerpos y, por si fuera poco, conviviendo con un virus de transmisión extremadamente fácil), el número de personas infectadas —independientemente de que desarrollen o no la enfermedad de la covid–19— sea mayor que cualquier otro número registrado en un tiempo pretérito de la historia de la humanidad. Ello, empero, no significa con necesidad, ciertamente, que la enfermedad de la covid–19 sea la más letal de todas las enfermedades infecciosas de carácter pandémico sufridas por el ser humano.

Sin embargo, si bien no cabe duda de que la necesidad de movilidad global de millones de seres humanos por razones alineadas al fenómeno de la globalización económica representó un potente acelerador de contagios y un eventual brote de la enfermedad, también es cierto que otras importantes causas obedecieron a situaciones no vinculadas a necesidades económicas y sí a una responsabilidad moral y cívica, como la incredulidad acrítica y la falta de cuidado personal y colectivo. Miles de personas enfermaron y murieron por creer ciegamente en teorías conspirativas que apoyaban la inexistencia o nula peligrosidad del virus, y muchas miles más se contagiaron por incumplir protocolos sanitarios (sana distancia, uso de cubrebocas, lavado frecuente de manos, etcétera), así como por descuidos a la salud personal que generan comorbilidades (las llamadas enfermedades crónicas no transmisibles).

A mi modo de ver, los efectos económicos negativos que este fenómeno trajo consigo reflejan de manera muy precisa no sólo el profundo grado de conectividad económica mundial de la humanidad a la vuelta del siglo XXI —en tiempos de economías globalizadas, la lógica nos dice que una pandemia global deteriora el crecimiento de esas economías—, sino también un deterioro moral global en nuestro modo colectivo de habitar y la forma personal de habitarnos.

Este escrito constituye una reflexión en torno al habitar humano detonado por nuestros actuales tiempos de pandemia y muerte. Interesa señalar que la situación actual de vulnerabilidad humana en relación con la covid–19, que se debió al brote del virus SARS–CoV–2 dentro de un mercado de animales vivos sacados de sus hábitats, obedece a una ideología supresora de una ética material (incluido el cuerpo) sustentada en la autoridad que los seres humanos nos hemos otorgado sobre la Tierra y otras especies no humanas, justificando con ello la instrumentalización de ésta, su sometimiento y dominación hasta la violencia extrema. Como espero mostrar hacia el final del trabajo, y siguiendo las ideas conductoras de mi argumentación, el brote de este particular virus entre la población humana puede explicarse (como pueden explicarse muchas otras enfermedades humanas y devastaciones ecológicas) dentro del marco de una visión de nosotros mismos, de los animales no humanos y de la naturaleza en general que obedece a la definición clásica del ser humano como animal racional, así como a la preponderante filosofía moderna que se ha erigido sobre esta definición y desde la cual se sostienen sus marcas de exclusión.

Considero que el brote reciente del virus SARS–CoV–2 es sólo un ejemplo ilustrativo, pero ciertamente muy dramático, de muchos otros fenómenos que, reales o con alto grado de probabilidad de ocurrir, se pueden analizar desde esta visión humana antropocéntrica.

Sigo la idea de que esta ideología de dominio antropocéntrica se sustenta, por un lado, sobre la base de una concepción religiosa teísta en la que el hombre —un tipo de hombre— se ha asumido amo y señor de lo diferente de sí mismo y, por otro lado, sobre una concepción filosófica antropológica de la racionalidad humana que, bajo un modelo de razón práctica moral que sitúa al ser humano fuera del mundo terrenal (en un ámbito trascendental de pureza), encuentra en la naturaleza y en su propio cuerpo sexuado resistencia y oposición. A raíz de esta concepción, nuestra parte natural, la parte reconocida como animal, debe ser sojuzgada y vencida. Cuando estas dos concepciones se entrelazan, como ha ocurrido en el pensamiento occidental moderno, tenemos por producto una permisividad tácita de tratar a la naturaleza y a los animales no partícipes de un paradigma purificado de racionalidad (lo que incluye, bajo esta visión, todo animal no humano y una inmensa mayoría de animales humanos) de manera autoritativa y dominante.

Sin embargo, en contraposición a esta ideología, existe también en la historia de la filosofía moderna un panteísmo que se sustenta en una ontología monista, tal como el pensamiento de Baruch Spinoza, el cual, interpretado desde un reconocimiento materialista–vitalista —y no mecanicista—, va acompañado de una concepción más armónica del ser humano en relación con la naturaleza, el cuerpo mismo y los animales no humanos. Esta concepción la encontramos, primero, en el planteamiento romántico de Friedrich Hölderlin en la última década del siglo xviii y, posteriormente, ya en el siglo XXI, por lo menos en el pensamiento posthumanista de la filósofa italiana Rosi Braidotti.

Pretendo mostrar en este trabajo de qué modo el continuum entre estas dos corrientes filosóficas, bajo el común denominador que combina el monismo spinoziano con un materialismo vitalista, proporciona las bases teóricas para modificar nuestra concepción de humanidad en relación con la animalidad y la naturaleza en su conjunto. Pienso que el verdadero reconocimiento de nuestra vulnerabilidad humana, recordada por la vivencia global de la pandemia más reciente, nos sitúa en la difícil tarea de transformar nuestro modo de pensar: pasar de un modelo que ha acentuado el privilegio jerárquico, trascendental, que tiene el hombre como ser racional, a uno que prime la importancia del cultivo de ciertas emociones y sentimientos, toda vez que nos hemos hecho plenamente conscientes de nuestra racionalidad encarnada.

El trabajo se divide en tres secciones. En la primera arguyo que la posible relación existente entre el brote del virus SARS–CoV–2 y las acciones humanas que vulneran los hábitats de poblaciones animales responde a una ideología de supremacía y señorío del ser humano, sustentada tanto en una interpretación judeocristiana dominante (razón de índole religiosa teísta) como en una manera ilustrada, con un fuerte arraigo cultural, de entender el estatus racional puro del hombre (razón de índole filosófica). Nos topamos aquí con una ideología defensora del dualismo ontológico naturaleza–cultura, en el que esta última (la cultura) es producto de la libertad racional, como lo pensaban filósofos que a su propio modo defendieron el humanismo clásico (Kant, Fichte y las lecturas conservadoras de Hegel, por ejemplo).

En la segunda parte explico las bases teóricas del pensamiento romántico que nace con Hölderlin y la ideología monista–vitalista que este poeta–filósofo sustenta una vez recuperada y reinterpretada la substantia spinoziana. El interés aquí consiste en señalar de qué modo el pensamiento hölderliniano difiere radicalmente de la visión teórica de la identidad del hombre y su relación con la naturaleza, como se analizó en el punto anterior.

Finalmente, en el tercer apartado, y a manera de continuum con el precedente, examino algunas bases generales del pensamiento posthumanista de Rosi Braidotti. El objetivo en este punto es explayar aún más las ideas del ser humano y su relación con la naturaleza; ideas que se siguen de una visión monista–vitalista y que, ya interpretadas y discutidas a la luz de nuestra temporalidad contemporánea, actualizan el paradigma teórico–filosófico que hace frente y busca reemplazar a la Weltanschauung antropocéntrica, patriarcal, violenta y responsable, entre otras cosas, de nuestra crisis ecológica y los costos humanos que han resultado de ella.

 

¿Cómo hemos habitado hasta hoy?

Esta primera reflexión analiza una de las características del modo de habitar que nos ha llevado hasta donde hoy estamos mundialmente, bajo un tipo de dominio racional y espiritual occidental: padeciendo los estragos de una crisis ecológica y sanitaria como resultado de las actividades humanas y de un pensamiento que permite la explotación de la naturaleza y de múltiples especies animales (¡incluyendo también la humana!). Creo con firmeza que la economía característica del capitalismo global ha propiciado situaciones críticas ecológicas y humanitarias, en tanto que se ha aprovechado y explotado al máximo por intereses de capital también ese mismo modelo de pensamiento.

Situados en un contexto histórico en el que hemos acuñado la palabra “vieja normalidad” (la vida cotidiana antes de la pandemia), como el resultado dialéctico de imaginar mejores condiciones de vida a la luz del concepto “nueva normalidad” (que nos sirve como hilo conductor), me parece que nos encontramos en un momento de necesaria reflexión en torno a las bases ideológicas de un modo de ser y de existir en relación con nosotros mismos y los demás, humanos y no humanos, naturaleza en su conjunto.

La humanidad ha padecido muchas pandemias a lo largo de su historia, claramente, en tiempos en los que la economía no estaba definida por el modo en que los mercados mundiales se encontraban tan entrelazados como ahora. Esto quiere decir que debemos proceder con cierta cautela antes de precipitarnos a afirmar que la economía de mercado y la globalización económica son los responsables directos de la pandemia por covid–19 y, por tanto, los protagonistas culpables de nuestra situación. También es necesario mirar críticamente nuestra manera de consumir y de comportarnos agresivamente con el medio ambiente en búsqueda
de la propia satisfacción humana (muy a menudo, superflua).

La pandemia no ha representado un obstáculo per se para continuar el proyecto de globalización económica, lo cual quiere decir que la economía de los mercados abiertos puede muy bien impulsarse y hacerse aun cuando nuestras formas de vida, desde el aislamiento y la cuarentena, cambien dramáticamente. En definitiva, estos tiempos de pandemia han dado cabida a mucha creatividad laboral y emprendedora gracias al avance de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) desarrolladas en los últimos veinte años,[2] las cuales también han resultado esenciales para dar respuesta rápida y eficiente a cuestiones económicas, laborales, educativas, políticas y, desde luego, sanitarias frente al escenario y las amenazas de la pandemia mundial.[3]

Más allá, pues, de culpar a la economía o a la globalización en sí, sostengo que la verdadera responsable ideológica de esta situación se halla, si concedemos crédito a la afirmación de que la pandemia fue producto de una enfermedad zoonótica cuya causa potencial se encuentra en un modo humano de construir “cultura” y urbanidad destruyendo hábitats naturales,[4] en el modo en el que hemos hecho “natural”, para nosotros los humanos, una manera de habitar y de establecer relaciones dicotómicas entre el mundo humano, como un mundo cultural o civilizado, y el mundo de las otras especies, que engloba también la naturaleza. Esto se vincula con la dicotomía establecida, desde los inicios del humanismo clásico, entre naturaleza y cultura.

Desde esta perspectiva —y reconociendo como cierta la existencia de una causa humana de esta emergencia sanitaria (y otras posibles) en tanto ejemplo concreto constitutivo de un problema mucho más general (llamado cambio climático)— es pertinente situar al responsable de nuestra crisis ecológica y sanitaria en una visión metafísica distorsionada (equívoca) de nuestra realidad y existencia; algo mucho más profundo que el problema que encaran la economía de mercado y el capitalismo, si bien éstos se han alimentado vorazmente de ella. En todo caso, si el capitalismo y la globalización económica tienen algo que ver en ello es porque algunos aspectos fundamentales de sus modos de producción agresivos e invasivos son consecuencia de esa visión distorsionada de la realidad (algo que recuerda al “mundo invertido” hegeliano), y no porque sean la causa directa de ella.

En seguimiento de Alejandro Herrera,[5] pienso que nuestra occidental miopía ontológica dualista hombre/naturaleza, de la que se ha seguido una instrumentalización del “mundo natural” por parte de los seres humanos —a la cual se debe, ideológicamente hablando, nuestra crisis ambiental, el deterioro de los hábitats naturales y el potencial auge de enfermedades zoonóticas—, se debate entre una interpretación religiosa, principalmente judeocristiana, del puesto del hombre en la Tierra y una visión filosófica de nuestra identidad humana y, en el peor de los casos, considerando sus consecuencias ecológicas y humanitarias, en una mezcla de ambas.

En efecto, la visión dominante de nuestra realidad cultural o civilizada occidental tiene dos influencias enormes. La primera es precristiana, la hallamos en Aristóteles y los filósofos estoicos. Se encuentra en la idea de que el hombre es un “animal racional” y de que la razón no sólo es lo que nos distingue de otros seres animados (que únicamente poseen pneuma, aliento), sino que es aquello por lo cual somos superiores. Esta superioridad sobre todas las demás criaturas y seres nos pone en la cómoda situación de asumir que tenemos sobre ellas un dominio “natural” para utilizarlas en nuestro interés, lo que nos convierte en “déspotas”. Tal es la postura que mantiene de manera convincente John Passmore, para quien, por consiguiente, es en la Antigüedad grecolatina —y, fundamentalmente, en estas figuras y escuelas filosóficas— donde encontramos las bases ideológicas de la irresponsabilidad del hombre hacia la naturaleza.[6]

La segunda proviene de un cierto modo antropocéntrico en el que ha sido entendida y practicada la tradición judeocristiana al remarcar el sitio especial que tenemos los seres humanos en el cosmos al haber sido no sólo creados por Dios, sino también a su imagen y semejanza. Puesto que el judaísmo y el cristianismo comparten, como religiones teístas, la idea de Dios como ser creador del mundo, pero trascendente a él, el hombre, en consecuencia y gracias a su estatus ontológico, se encuentra propiamente en cuanto esencia, fuera del mundo natural. Pues bien, esta visión de nuestra realidad divina, sea o no cierta como adecuada interpretación del teísmo judeocristiano, es también la que se halla a la base de nuestra arrogancia hacia la naturaleza. Es lo que ha argumentado el profesor de Historia Medieval de la Universidad de Princeton, Lynn White Jr., quien en 1967 publicó un artículo en la revista Science titulado “The Historical Roots of Our Ecological Crisis”, en el que puso de manifiesto que “el cristianismo, en contraste absoluto con el paganismo antiguo y las religiones asiáticas (con excepción quizá del zoroastrismo), no sólo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino también insistió en que era la voluntad de Dios que el hombre explotara la naturaleza para su propio beneficio”.[7]

Tanto el dualismo hombre–naturaleza como la justificación de la explotación de aquél sobre ésta —insistiendo en que a la base de la explotación hay un presupuesto metafísico dualista— tienen plena persistencia y actualidad, aun cuando vivimos tiempos en los que la imagen del mundo guarda poca relación con la creencia religiosa. En efecto, White Jr. argumenta que, si bien es cierto que podemos decir que vivimos en la era “postcristiana” (entendiendo por esto una era más bien secular, por lo que atañe a la visión científica del mundo), también lo es que “la revolución psíquica” que el cristianismo trajo consigo en la “historia de nuestra cultura” aún permanece de manera “asombrosamente similar” en nuestra conciencia moderna.[8] Si a esto añadimos, en lo que a la filosofía compete —y como lo expuso en su momento Ludwig Feuerbach[9]—, que el pensamiento moderno ha sido sólo el intento de hacer de la teología judeocristina una antropología filosófica, tenemos entonces que, propiamente hablando, la filosofía moderna es, en esencia aunque con algunas importantes excepciones, religiosa en su forma psíquica. Feuerbach se refiere, de manera concreta, al modo en el que ha sido divinizado el hombre durante la filosofía moderna predominante.[10]

El caso más paradigmático de la filosofía moderna que ejemplifica excelentemente la íntima relación entre esa visión o interpretación religiosa judeocristiana del papel de amo y señor que tiene el hombre sobre la Tierra (trascendencia antropológica) y la racionalidad de la agencia humana (superioridad como especie) lo hallamos en Immanuel Kant, en el terreno de la filosofía práctica.[11] Kant pensaba que la cualidad especial del ser humano en cuanto persona estriba en un valor intrínseco que lo saca del mundo natural y de las leyes físicas, químicas y biológicas que rigen los acontecimientos y fenómenos en esencia ajenos a su humanidad. Es lo que el filósofo de Königsberg no vacila en llamar “dignidad” (Würde), que reúne en su concepto la trascendencia sobre la naturaleza con base en la racionalidad práctica pura.[12] Para este filósofo la característica fundamental de la humanidad está en su persona como capacidad de autonomía, la cual implica actuar en conformidad con la ley moral, que denota una causalidad que sólo puede ser pensada fuera del reino de la naturaleza. Tal es, como bien sabemos, la concepción de Kant en torno al concepto de libertad trascendental.

Así, como ningún otro filósofo moderno, y también como uno de los más influyentes y significativos de la filosofía moral contemporánea, Kant sostenía la moralidad humana sobre la base de una oposición respecto de la naturaleza, y en lo que a la naturaleza del ser humano respecta, con fundamento en una subordinación y opresión de la propia sensibilidad y las inclinaciones. Tal es la razón por la que nuestro filósofo creía que, para los seres humanos y para cualquier otro ser racional que sea, sin embargo, también animal, la moralidad no se puede representar más que a través del concepto “deber” (Pflicht). El poeta Friedrich Hölderlin, conocido como el “padre” del idealismo absoluto postkantiano, parafrasea extraordinariamente bien la ética de Kant cuando sostiene lo siguiente, en su breve ensayo “Sobre la ley de la libertad”:

Pero la ley de la libertad manda, sin ninguna consideración a los recursos de la naturaleza. Sea o no favorable la naturaleza al cumplimiento de ella, ella manda. Más bien presupone una resistencia de la naturaleza; de lo contrario, no mandaría. La primera vez que la ley de la libertad se expresa sobre nosotros, se muestra castigando. El comienzo de toda nuestra virtud acontece a partir del mal. Por lo tanto, la moralidad no puede jamás ser confiada a la naturaleza.[13]

“Resistencia” (contra la libertad), “castigo”, “mal”… son otras formas de concebir la naturaleza en nosotros, nuestra animalidad y, por consiguiente, en la naturaleza en general y en los otros animales.[14] La ética del deber es la antítesis de una ética (como la de Hume o Spinoza) que reconoce tanto el cuerpo como la intencionalidad de las emociones, y, en este sentido, la verdadera moralidad humana, como moralidad racional, se manifiesta cuando el orden natural se halla dominado y sometido al orden de la libertad trascendental, que es esa especie de causalidad absoluta que nos libera de nuestra condición sensible, corpórea y animal.

Pero como bien lo reportaron Max Horkheimer y Theodor Adorno en los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial, la Ilustración, bajo esta idea rectora de dominio al establecer su programa tanto en el “desencantamiento del mundo” como en el “servirse de la naturaleza para dominarla por completo, a ella y a los hombres”, no ha sido sino “totalitaria”,[15] ya que, si esta forma de entender la naturaleza da lugar al imperativo de la moral, que es un principio que no tiene otra finalidad que el deber por el deber, ¡con más razón será permitida contra natura desde los imperativos de la habilidad como imperativos instrumentales!

Sujeta a esta racionalidad instrumental mediática, no es casual que la naturaleza no se mire como lugar para habitar; esto es, como explica Heidegger, para “ser sobre la tierra”.[16] Su uso para la construcción de la cultura del consumo y de la comodidad material humana ha propiciado que, en relación con ella, “el sentido propio del construir, a saber, el habitar, caiga en el olvido”.[17] Observemos que la palabra “habitar” proviene del latín habitare, que significa “vivir”, “morar”. Sin embargo, no se trata de un vivir indistinto, indiferente a cualquier valor o elección. El habitar nos lleva de suyo, en tanto lo implica en su propio seno, a un modo ético de ser y, fundamentalmente, a un modo de cuidar.[18] Lo que ocurre es que “morar” conserva la misma raíz que mores, la palabra latina que introduce Cicerón para referirse al “hábito ético” y que la misma palabra griega “ética” presupone además de “hábito” y “costumbre”. En efecto, la palabra ética preserva la raíz ἦθος, usada por Homero y Heródoto para hablar de “lugar acostumbrado”, “refugio”, “guarida”, “morada”.[19] Si añadimos que, como bien puede verse en Platón y Aristóteles, el término ética —que, en este sentido etimológico, no es distinta, en cuanto significado, de la palabra “moral”— también se refiere a “carácter”, entonces no sólo tenemos que el carácter, como explican conjuntamente Platón y Aristóteles, se forma a través del hábito o la costumbre, sino que, además, el carácter  implica un morar o un lugar acostumbrado de estar. El carácter, pues, se halla en profunda relación etimológica con aquello que uno habita y construye para, de ahí y por consiguiente, habituarse y construirse a sí mismo.

En este orden de ideas tenemos que nuestra ética moderna, sustentada en una visión ontológica dualista, va indefectiblemente acompañada, si seguimos la crítica de Horkheimer y Adorno, de un modo peculiar de vivir sobre la Tierra, que no es de cuidado.[20] Hemos validado una ética que, en su afán de trascendencia y racional pureza, nos ha habituado a una forma de morar y de vivir impuesta al mundo natural, subordinándolo y tratándolo como instrumento para nuestras satisfacciones puramente económicas. En un modo de habitar se hace el hábito, así como la moral se hace patente en un modo de morar. Así, podemos concluir que la filosofía racional moral moderna —si pensamos en Kant como uno de los más importantes e influyentes pensadores de la Ilustración— determinó el morar humano como un habitar que sólo se cumple a través del deshabitar natural. Contra este modo de entender y practicar nuestro habitar común, heredado de una arraigada tradición teísta y secularizado a través del discurso filosófico moral más prominente de la modernidad y la Ilustración, se levanta una segunda reflexión en relación con el modo en que tendríamos que pensar nuestro habitar en la “nueva normalidad”.

 

Habitar desde el monismo estético: la propuesta romántica de Hölderlin

De acuerdo con White Jr., la diferencia entre “la mayor revolución psíquica” que trajo consigo el auge y la expansión continental del cristianismo y otras formas de representaciones simbólicas y cosmovisiones está en una idea interpretativa que justifica “la explotación de la naturaleza con total indiferencia hacia los sentimientos de los objetos naturales”. Como él mismo lo consigna: “Nuestros hábitos cotidianos de acción, por ejemplo, están dominados por una implícita fe en un progreso perpetuo […]. Esto está arraigado en la teleología judeocristiana y no puede separarse de ella”.[21]

No es difícil imaginar la posibilidad —aunque en la práctica sea una tarea titánica— de cambiar nuestra idea de construir y habitar (basada en el especismo antropológico y por la cual abrazamos una categoría de identidad especial, desnaturalizada y trascendental del mundo humano, que nos ha llevado a explotar la naturaleza e invadir constantemente la diversidad de ecosistemas) por una visión distinta, más reconciliadora y amable con la naturaleza, de la que somos parte. Quizá más que cualquier otro cambio de paradigma que implique la transformación de nuestras formas de vivir y, desde luego, de habitar, éste sería el más difícil a causa del gran peso histórico que tiene sobre nosotros esa vieja “revolución psíquica”.[22] Pero si no lo hacemos, como ya nos ha advertido la comunidad científica una y otra vez desde hace más de tres décadas, la supervivencia humana en la Tierra y la vida general del planeta estarán en inminente riesgo.

Así pues, si nuestras crisis ecológicas —y, como consecuencia de ellas, las crisis humanitarias— están provocadas por un modo de habitar humano que deshabita la naturaleza; si  tienen como raíz una forma de mirarnos a nosotros mismos y a esta última de manera dicotómica y excluyente, entonces nada impide reconocer que una visión filosóficamente distinta de nosotros y de la naturaleza, anuladora de esa dicotomía y plenamente incluyente, pueda proporcionarnos el remedio teórico y espiritual para contrarrestar la enfermedad, la muerte y el sufrimiento relacionados con catástrofes naturales que han acompañado a esa visión metafísica dualista de nuestra realidad cultural y natural.

En el subtítulo anterior cité a Hölderlin para dar cuenta de una visión de la libertad y de la ética humana que, haciendo eco de las tesis filosófico–morales de Kant (y también de Fichte), saca al ser humano del reino natural. En este apartado pretendo considerar y relacionar entre sí tres ideas rectoras del pensamiento filosófico–poético de Hölderlin, a saber, 1) el Hen kai pan (“el uno y el todo”), 2) la primacía ontológica de la estética, y 3) el dinamismo vitalista de la naturaleza. Pienso que, tomadas estas tres ideas en conjunto, sirven muy bien de orientación para la realización de esta “nueva” tarea de redefinir nuestra humanidad y transformar nuestra psique —utilizando el lenguaje de White Jr.— en relación más armónica con la naturaleza. En el subtítulo siguiente exploraré algunas formas vivenciales en el seno de la filosofía posthumanista de Rosi Braidotti que revelan, desde una perspectiva más contemporánea, la cosmovisión filosófico–poética hölderliniana. La intención es señalar cómo este acercamiento filosófico común que comparten el romanticismo de Hölderlin, por un lado, y el posthumanismo de Braidotti, por otro, provee de una Weltanschauung antitética a la visión que resumen Passmore y White Jr., esto es, una visión de nosotros mismos y del mundo que teóricamente prevendría los dramáticos efectos de la razón humana padecidos por la naturaleza.

La idea de que “la mitología tiene que hacerse filosófica para hacer racional al pueblo, y la filosofía tiene que hacerse mitológica para hacer sensibles a los filósofos”[23] forma parte esencial del bien conocido texto breve “El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán”, pensado por el genio de Hölderlin, pero en apariencia vertido en papel por la pluma de Friedrich Schelling. Dentro de este mismo proyecto, y fiel a esa noción de mitología, se encuentra la idea de fundar una religión sensible, una “nueva Religión que será la última obra, la más grande, de la humanidad”.[24] No se trata de erradicar la religión, sino de transformarla, de hacerla en efecto sensible.[25]

Por “mitológico” los jóvenes entusiastas del seminario de Tubinga entendieron básicamente una idea estética y es también esta idea, la de belleza, “la que lo une todo”. Lo que es el uno y el todo, Hen kai pan, representa en síntesis la comprensión de lo Absoluto que sirve como concepto central en el desarrollo del idealismo post–kantiano, y es desde la visión temprana de Hölderlin como el Absoluto se intuye, ante todo, a través de la belleza. Por ende, lo Absoluto es, en esencia, una totalidad estética.[26]

Si Johann Fichte privilegió una intuición intelectual con orden práctico–moral en su pensamiento idealista que intenta resolver el problema de la cosa en sí kantiana, fueron Hölderlin y el movimiento romántico los que primaron una intuición estética para resolver, más favorablemente que Fichte, las dicotomías dualistas de la filosofía kantiana: fenómeno/cosa en sí, libertad/determinismo, razón/inclinación, naturaleza/cultura.

Hölderlin expresa esta visión del Hen kai pan estético en su novela Hiperión o el eremita en Grecia: “¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y todo? Su nombre es la belleza”.[27]

Para Hölderlin es sólo bajo este presupuesto del uno y el todo (en el que el todo se halla unido con cada una de sus partes gracias a la realidad ontológica de la belleza, cuyo primer hijo es el arte y su segunda hija, la religión —la “religión es amor de la belleza”—) que es posible que “cambie todo a fondo, que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo”.[28]

Brevemente, y por mor de una comprensión filosófica histórica, hay que señalar que el énfasis que Hölderlin —junto con otros románticos como Georg Novalis o Friedrich Schlegel— pone en la estética y en comprender la belleza como el núcleo de lo Absoluto refleja un claro conocimiento del problema planteado contra la racionalidad (y, sobre todo, la de orden kantiana) por Friedrich Jacobi, el filósofo que cuestiona el proyecto racional de la Ilustración. Es bien conocido el papel esencial que desempeñó Jacobi en la génesis y desarrollo del idealismo alemán. En su trabajo,[29] publicado en 1787, este autor puso en evidencia el “nihilismo” al que llegamos al embarcarnos en el proyecto del idealismo kantiano. Según él, la filosofía kantiana, consistente consigo misma, no prueba otra cosa más que ser “una filosofía de la nada”.[30] Pues bien, el escepticismo al que llega Jacobi con su crítica al dualismo de la filosofía de Kant, acertado a los ojos de los idealistas postkantianos, sólo puede ser resuelto —en conformidad con la posición filosófica que aquí nos interesa defender— desde el sentimiento estético. En efecto, de acuerdo con Hölderlin, el sentimiento estético, es decir, el sentimiento que surge ante la intuición del uno y el todo (Hen kai pan) es inmune al ataque escéptico porque el mismo filósofo escéptico lo presupone, aunque de manera “vaga”. Es lo que el héroe romántico Hiperión comunica a su amada amiga Diótima:

El hombre que no haya sentido en sí al menos una vez en su vida la belleza en toda su plenitud, con las fuerzas de su ser jugueteando entre sí como los colores en el arco iris, el que nunca ha experimentado cómo solo en horas de entusiasmo concuerda todo interiormente, tal hombre no llegará nunca a ser ni un filósofo escéptico […]. Porque, créeme, el escéptico, por serlo, encuentra en todo lo que se piensa contradicción y carencia sólo porque conoce la armonía de la belleza sin tachas, que nunca podrá ser pensada. Si desdeña el seco pan que la razón humana le ofrece con buena intención, es sólo porque en secreto se regala en la mesa de los dioses.[31]

La fuente de las dudas y las objeciones que tiene el escéptico —como Jacobi— sobre la razón se debe, fundamentalmente —así lo razona Hölderlin—, a que posee un vago sentimiento de la totalidad, uno esencialmente estético; pero que, en definitiva, no puede explicar la razón discursiva. Su escepticismo de los alcances de la razón para poner en categorías lo que intuye a través de su sensibilidad no discursiva presupone justamente aquello de lo cual no puede decirse nada de manera discursiva sin caer el entendimiento en contradicción consigo mismo. De ahí que esa totalidad pueda ser accesible sólo a través de lo mítico, esto es, el tipo de lenguaje que caracteriza tanto a la religión como a la poesía. En este sentido, puede afirmarse que la visión alternativa de la relación entre hombre y mundo, sujeto y objeto, que propone el pensamiento de Hölderlin —a diferencia de la visión kantiana o fichteana de esta relación (en la que prevalece la jerarquía del sujeto y su conciencia, teórica y práctica)— es posracional. Así, creo que puede sostenerse que ya en los albores del idealismo absoluto se deja entrever una crítica a la idea clásica definitoria del hombre como animal racional.

Esta incipiente crítica (que se deja entrever desde el sentimiento hölderliniano de la belleza) contra una forma de antropomorfismo en la que el ser concuerda en todo momento con el pensar racional, en la que la totalidad cuadra en la interioridad del sujeto sólo a través del concepto y la categoría de la razón pura, y en la que, siguiendo esta lógica en su forma doctrinaria teleológica, el sujeto asume que él mismo es el fin último de la creación, cobra su más contundente factura en el modo en el que Hölderlin entiende la naturaleza y el lugar que el ser humano ocupa en ella a partir de la influencia monista de Spinoza.

A finales de los años ochenta del siglo XVIII la filosofía de Spinoza revivió de manera explosiva en los círculos filosóficos alemanes, sobre todo en la generación de jóvenes filósofos inmediatos a Fichte. Gracias a las revelaciones de Jacobi en torno al spinozismo de Gotthold Lessing en 1786[32] la filosofía de Spinoza se hizo viral. Por su propia rebeldía contra la ortodoxia teísta (desde la que no sólo se defendía un protestantismo muy poco fiel a la libertad de conciencia y los ideales que inspiraron el movimiento luterano en su origen, como la separación entre el Estado y la Iglesia, así como la interpretación de la Biblia, en lugar de seguir a rajatabla su letra, sino desde la que también partía la filosofía, de Descartes a Kant y poco después de él, para generar en las alturas en que situaba al ser humano trascendentalizado las dicotomías que expresaban su resistencia con la naturaleza, con su propio cuerpo, sentidos e historia) la joven generación de filósofos, precursores y gestores del idealismo absoluto abrazaron con vehemente efervescencia el renacer spinoziano. Así, a partir de una vuelta a Spinoza, los jóvenes futuros idealistas absolutos confrontaron la visión filosófica predominante que se negaba a cuestionar la trascendencia del hombre respecto del mundo y la naturaleza; esa visión filosófica que ha servido de alimento a la “vieja revolución psíquica” a la que se refiere White Jr.

El monismo que sustenta Spinoza y que constituye la tesis central de su Ética demostrada según el orden geométrico (de acuerdo con la cual lo mental y lo físico, el espíritu y la materia, son sólo atributos —de una única sustancia—, en realidad, infinitos; pero de los cuales “el entendimiento percibe” sólo dos de ellos “como constitutivo[s] de la esencia de la misma”[33]) provee la base ontológica para superar el dualismo de mente y cuerpo que el pensamiento moderno arrastra desde el cartesianismo.[34] Es la substantia spinoziana, esto es, “aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa”,[35] lo que básicamente confiere el significado de lo Absoluto, el Hen kai pan de Hölderlin.

Ahora bien, una característica central del pensamiento de Spinoza, decisiva para nuestros propósitos aquí, es la del significado que brinda a la substantia como Dios o, también, como naturaleza (deus sive natura). Con tal concepción de Dios, como muestra en el libro primero de su Ética, Spinoza intenta refutar toda idea antropomorfizadora de la divinidad. Una de estas ideas antropomorfizadoras que más ha persistido en la construcción de la imagen divina es, precisamente, la de racionalidad instrumental. Así, como el mismo Spinoza sostiene con claridad en el “Apéndice”, con esta concepción de Dios pretende suprimir el “prejuicio” instrumentalista con el que los hombres entienden la naturaleza y mediante el cual se relacionan con ella bajo la suposición de que, al ser ellos los fines mismos de la creación, aquélla en su totalidad está a su utilitaria disposición.[36] De modo que, si la identidad entre Dios y naturaleza es la idea ontológica básica que elimina este prejuicio del hombre moderno occidental, entonces podemos decir que representa también la idea básica para reformar la “vieja revolución psíquica” impuesta por el judeocristianismo; reforma que estaría acompañada, en seguimiento de nuestro hilo conductor hasta aquí, de una revolución en la manera que hemos entendido —“perversamente”, si hacemos caso a Heidegger— la relación entre habitar y construir.[37] A su propio modo romántico Hölderlin escapa de eso que Spinoza llama el “asilo de la ignorancia” de los hombres, esto es, que “no cesan de preguntar las causas de las causas” por su empedernido afán de utilidad,[38] cuando en su Hiperión afirma, en boca del héroe homónimo, que “la cima de los pensamientos y las alegrías es volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”.[39]

Con todo, Hölderlin y los jóvenes filósofos de su generación no aceptaron de Spinoza su racionalismo geométrico (por el cual se llega al conocimiento de la única sustancia) ni su concepción mecanicista de las leyes físicas de la naturaleza, pues entendida de este modo, la naturaleza no es enteramente vida. En lugar de ese racionalismo geométrico, como ya vimos, aquél se inclinó por una aproximación estética —una epistemología estética— y, en lugar del mecanicismo natural (centrado en la relación entre los atributos de la substantia y la de ellos con ésta), se decantó por un materialismo vital, el cual ganó aceptación en los desarrollos de la ciencia natural en los últimos años del siglo xviii. Para esos tiempos, y gracias a científicos como Antoine Lavoisier y Luigi Galvani, la concepción vitalista de la materia competía de manera fuerte con el paradigma de la visión extensional de la materia, esto es, la aceptada por Descartes y por Spinoza en su Ética... Como argumenta Frederick Beiser, esta concepción vitalista de la materia tuvo una repercusión enorme para Hölderlin y los filósofos absolutos postkantianos:

Una importante implicación es que proveyó un paradigma completamente nuevo para entender la relación entre lo mental y lo físico. Lo mental y lo físico ya no se piensan como distintos tipos de sustancias, las cuales se hallan, una con la otra, en una misteriosa conexión causal; en lugar de ello, sólo son diferentes en virtud de los grados de organización y desarrollo de una sola fuerza vital […]. El cuerpo y la mente se hallan en una relación expresiva en donde una llega a ser lo que es, o se desarrolla en su carácter determinado, solo a través del otro. Lo mental no es el efecto de lo físico, sino su realización o desarrollo; y conversamente, lo físico no es el efecto de lo mental, sino su corporeización u organización.[40]

Pues bien, Hölderlin es el primer pensador de su generación, previo a Schelling y Hegel, que abrazó esta concepción vitalista, autopoiética, de la naturaleza. A diferencia de Kant y Fichte, aquél defendió una conexión orgánica y armónica entre el objeto y el sujeto, en la que uno y otro son lo que son en virtud de su propia comunicación. En uno de sus poemas de juventud, perteneciente a su época de estudiante de Tubinga, “Himno a la diosa de la armonía”, Hölderlin explaya esta idea rindiendo homenaje a Urania, “reina del mundo”, quien nos invita a amarla dirigiéndonos el canto “mi mundo es espejo de tu alma/mi mundo, hijo, es armonía”.[41] Otro ejemplo lo encontramos en su ensayo de 1800, “Fundamento para el Empédocles”, en el que proclama su visión armónica y unitaria de la naturaleza y el arte, que “en la vida pura sólo están armónicamente contrapuestos entre sí”, y la naturaleza y la humanidad, “originariamente unitarios” desde el seno “aórgico”[42] de la naturaleza y desde el seno “más orgánico, más artístico” del hombre. Por ese origen de unidad y armonía la naturaleza y el ser humano se hacen frente dentro del proceso de su propia dialéctica: “la naturaleza se ha hecho más orgánica por medio del hombre y su arte, el cual cultiva y forma”; mientras que el hombre, a través de “sus impulsos y fuerzas de formación en general, se ha hecho más aórgico, más universal, más infinito”.[43]

Hölderlin no puso en palabras filosóficas su intuición fundamental acerca de la armonía entre ser humano y naturaleza por medio de una comprensión vitalista del monismo de Spinoza. En lugar de ello sus dotes de genialidad literaria lo inclinaron a la expresión artística, fundamentalmente a la palabra poética. Pero no sólo se trató de una inclinación ciega e impulsada por su genio, sino que también fue una elección, pues como ya vimos, gracias a la influencia de Jacobi, Hölderlin se convenció de que la razón no tiene modo de acceder a la verdad del uno y el todo: sólo el lenguaje poético provee la potencia necesaria que se encuentra a la altura de hacer justicia a esa intuición armónica originaria. Así, el pensar de Hölderlin no se manifiesta en un discurso filosófico técnico, ese mismo tipo de discurso que, en los albores de la modernidad, apuntalados por pensadores como Descartes y el mismo Spinoza, pretendió constituirse como ciencia en el mismo sentido que la matemática lo es.

En su Carta sobre el humanismo Heidegger explicita los desvíos fatales de la filosofía por ganar un sitio dentro de las llamadas ciencias, “por temor de perder su prestigio y valor”.[44] Pero al devenir técnica, una “técnica de explicación a partir de las causas supremas”, al procurar edificarse a través del concepto y el silogismo científico, la filosofía renunció a ser ese pensar que más bien debe de estar “a la escucha del ser”. El filósofo alemán propone en ese mismo escrito que debemos renunciar al humanismo tradicional clásico, basado en el concepto de “animal racional”, si queremos que “el hombre vuelva a encontrarse alguna vez en la vecindad del ser”.[45] No está del todo claro que cualquier humano pueda transformar su vida para pastorear al ser y para volver a la unidad con la naturaleza (es lo que propone Heidegger en su Carta). Pero, al menos, sí es más claro que, con la intuición de lo Absoluto desde bases panteístas spinozianas, con la expresión poética que ensalza —desde una epistemología estética— el sentimiento (de amor, amistad, hermandad…) sobre la razón, Hölderlin dio en el clavo para superar la visión distorsionada de un humanismo arrogante y destructivo.

 

El monismo vital de la filosofía posthumanista 

Como característica constitutiva de una filosofía posthumanista, la filósofa italiana contemporánea Rosi Braidotti defiende una relación de continuidad entre la naturaleza y la cultura. En efecto, como ella misma sostiene, el “continuum naturaleza–cultura es el punto de partida para mi viaje a la teoría posthumanista”.[46] La pertinencia de traer aquí a colación la teoría posthumanista de esta autora, alumna de Foucault y Deleuze, radica en liberarnos del especismo y el antropocentrismo para situarnos en un reconocimiento de vínculos comunes de vulnerabilidad con la naturaleza y los animales.

La “difícil situación posthumana”, como condición que “suscita entusiasmo y ansiedad” en autores como Jürgen Habermas, no es más que el reflejo de una “seria descentralización del hombre, primera medida de todas las cosas”, que se sitúa en un momento histórico —nuestro momento actual— “después de la condición postmoderna, postcolonial, postindustrial, postcomunista, incluso después de la contestada condición postfeminista”.[47] La llamada condición posthumanista parece ser la consecuencia lógica de una serie de posiciones no sólo teórico–críticas en torno a una idea fijada de lo que significa ser humano (una idea acentuada por la Ilustración, pero que se expande mucho más lejos en términos históricos),[48] sino también producto de los progresos tecno–científicos de la actualidad y, aparejados a éstos pero también alimentados y aprovechados por ellos, los intereses de la economía global neoliberal. Pues bien, el posthumanismo propuesto por Braidotti es un intento de hacer inteligibles las ventajas y oportunidades que ofrecen las tecnologías y el desarrollo de los sistemas vivos gracias a los vertiginosos avances de las tecnociencias, pero denunciando a la par las profundas inequidades y los abusos de la economía neoliberal y su lógica instrumental de la utilidad.[49]

En este último apartado interesa centrarnos en evidenciar cómo la propuesta posthumanista representa una continuación del pensamiento iniciado por Hölderlin en torno a la relación del ser humano con la naturaleza, en tanto forma de un “auténtico habitar” (siguiendo a Heidegger). Esta propuesta, como filosofía a martillazos, denuncia las bases machistas, patriarcales y violentas del humanismo clásico modelado en un tipo de hombre.

Si puede decirse que muchas de las catástrofes ecológicas —y, por consiguiente, humanitarias—, en la medida que afectan indefectiblemente la vida humana, son producidas por el ser humano en su visión narcisista de sí mismo como presunto dueño, amo y señor de todo cuanto lo rodea, cabe entonces la posibilidad de que la teoría posthumanista, en seguimiento de algunas ideas literarias románticas, sea nuestra salvadora ideológica de aquella otra visión de nosotros mismos y nuestra trascendencia respecto de la naturaleza.  Se espera, desde luego, que la ideología posthumanista, como continuadora teórica del romanticismo hölderliniano basado en la ontología deus sive natura de Spinoza, se realice en una filosofía práctica, en una nueva intelección manifiesta en un devenir–en–cuanto–modo–de–vida que nos permita superar la tragedia de muchas enfermedades y muertes provocadas y aceleradas por nosotros mismos en nuestro afán de explotar la vida y los recursos naturales.

En efecto, cuando Braidotti se refiere a la propuesta posthumana en términos de un “continuum naturaleza–cultura”, hace indirectamente al menos una clara alusión a cierta idea proveniente del romanticismo alemán, expuesta primero por Hölderlin, aunque influenciada con ímpetu, como ya vimos en el apartado anterior, por la filosofía monista de Spinoza. En efecto, la perspectiva posthumana se sitúa en contra de una clara “oposición binaria entre lo dado y lo construido”, esto es, opuesta a una visión filosófica dualista que asume brechas ontológicas insuperables entre una realidad en sí misma carente de vida y la forma típica de la vida humana como entregada a la razón y al espíritu.

La filosofía dualista, cuyos orígenes históricos se remontan al pensamiento de Platón, y que en la modernidad encuentra sus más férreos defensores en la tradición empírica cartesiana de la mente, junto con un fuerte resabio de una interpretación de la tradición del pensamiento judeocristiano, es la responsable de desplazar las categorías de lo natural y lo cultural y, con éstas —retomando de nuevo a Heidegger—, las categorías del habitar y del construir.[50] En este sentido anticartesiano la concepción posthumana comparte con el giro lingüístico pragmatista la idea de que el sujeto construido por la modernidad se sustenta básicamente en el mito del solipsismo. Así, en clara oposición a esta visión de la filosofía como ciencia humanística, la postura posthumana suscribe una “teoría no dualista de la interacción entre naturaleza y cultura”, la cual “está ligada y soportada por la tradición filosófica monista, autopoiética de la materia viva”.[51] Por ello, Braidotti, trayendo a colación una metáfora arquitectónica típica de la modernidad, arguye que su edificio teórico está hecho de “ladrillos” spinozianos, aunque su consistencia no tiene mezcla alguna de arcillas mecanicistas:

Estas premisas monistas son, para mí, los ladrillos con que edificar la teoría posthumana de la subjetividad, que no se funda en el humanismo clásico y que se aleja con cautela del antropocentrismo. El clásico énfasis sobre la unidad de la materia, que es central en Spinoza, es reforzado por el actual conocimiento científico sobre la estructura autónoma e inteligente de todo lo vivo […]. Por ejemplo, una aproximación neo–spinozista es sostenida y revigorizada hoy por los nuevos descubrimientos de las neurociencias sobre la interrelación entre mente y cuerpo. Desde mi punto de vista, hay una conexión directa entre monismo, unidad de toda la materia viva, y postantropocentrismo, como contexto general de referencia para la subjetividad contemporánea.[52]

Se trata de una aproximación a la materia enteramente vitalista, idea que ya suscribieron algunos humanistas, Hölderlin y el pensamiento del Absoluto postkantiano.[53] Con todo, el posthumanismo la refuerza señalando la “estructura tecnocientífica” de la forma de vida contemporánea, esto es, subrayando los auges y desarrollos vertiginosos de las tecnologías desde finales del siglo XX hasta la fecha.[54]

Además, la teoría posthumanista es postantropocéntrica, en tanto es recalcitrantemente antihumanista porque el humanismo que rechaza es la milenaria postura que mantiene una visión trascendentalizada y desnaturalizada de la verdadera esencia humana, que es, por cierto, varonil. En efecto, que sea postantropocéntrica por la razón principal de ser antihumanista significa que es incrédula ante la idea de que por humano se entienda “[…] esa criatura que se nos ha vuelto tan familiar a partir de la Ilustración y de su herencia: el sujeto cartesiano del cogito, la kantiana comunidad de los seres racionales, o, en términos más sociológicos, el sujeto–ciudadano, titular de derechos, propietario, etcétera, etcétera”.[55]

En términos derridianos la característica postantropocéntrica del posthumanismo nos invita a deconstruir la supremacía de la especie humana en general y de un tipo de modelo de ser humano en particular. Dando su debido peso revolucionario a la idea miles de veces citada, por buenas razones, de Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”, el posthumanismo es antihumanista en el sentido de que sostiene que no hay nada fijado en el ser humano por lo cual se halle sujeto a una esencialidad incontestable, ahistórica y universal.

Así, Braidotti argumenta que el posthumanismo por el que aboga es en esencia un “antihumanismo filosófico”, pero que “no debe de ser confundido con una misantropía cínica y nihilista”.[56] A mi modo de ver, no es nihilista por dos razones. Primero, porque no suscribe un dualismo entre mente y mundo o naturaleza y espíritu, el tipo de dualismo que se halla a la base de las tesis empiristas cartesianas de la mente —donde se fundan los idealismos de la conciencia, desde Descartes hasta Fichte— y que se manifiestan en términos de lo que Jacobi llamó “filosofías de la nada”, sistemas de pensamiento incapaces de mostrar la realidad del mundo externo desde las bases prioritarias de la conciencia. Y segundo, porque la sobrevaloración de la humanidad —que Nietzsche confrontó y rebatió a través de la idea de la muerte de Dios[57]— no significa una anulación del humanismo, pero sí la invitación a desarrollar un pensamiento crítico con base en una clara comprensión y toma de conciencia, gracias al “filosofar a martillazos” de Nietzsche, de la “incerteza ontológica” de lo humano.[58]

Desde la postura de Braidotti, la teoría posthumanista hace propia una utopía ética y política —como la ha validado por dos milenios el humanismo clásico, quizá hasta antes de que Nietzsche y Heidegger lo denunciaran—, pero sin caer en el discurso de la exclusión y el antropocentrismo. Esto explica su rechazo a cualquier modo dicotómico de pensarnos a través de la imperiosa necesidad metafísica (que arrastramos por herencia antropocéntrica) de colocar límites epistemológicos y metafísicos en la definición de la identidad personal, y por lo cual pone en entredicho la subordinación de lo animal a nuestra racionalidad (que debe ser conquistado y domesticado) y la supremacía de la racionalidad sobre nuestra animalidad (que debe mandar e imponerse).[59]

Ahora bien, la virtud del posthumanismo en relación con el desafío que debemos superar hoy, en lo posible y en consideración de la propia vulnerabilidad humana y los dramáticos efectos del sueño de la razón sobre la naturaleza —sin olvidar que tales efectos, en la medida que sus causas nos increpan, son de modo directo o indirecto consecuencias de la manera de pensarnos como entes cuya racionalidad trascendentaliza nuestro estatus biológico—, se hace patente del siguiente modo en la propuesta de Braidotti:

Una vez desafiada la centralidad del anthropos, un cierto número de confines entre el hombre y los otros de sí comienzan a caer, con un efecto en cascada que abre perspectivas inesperadas. De este modo, si la decadencia del humanismo inaugura lo posthumano exhortando a los humanos sexualizados y racializados a emanciparse de la relación dialéctica esclavo–amo, la crisis del anthropos allana el camino a la irrupción de las fuerzas demoniacas de los otros naturalizados. Animales, insectos, plantas y medio ambiente, incluso planeta y cosmos en su conjunto, son ahora llamados a juego. Esto pone otra carga de responsabilidad sobre nuestra especie, que es la causa principal del desastre ecológico. El hecho de que nuestra era geológica sea conocida como antropocena evidencia, al mismo tiempo, la
potencia tecnológicamente mediada adquirida por anthropos y sus consecuencias potencialmente letales para todos los demás.[60]

En virtud de tomar seriamente las consecuencias del antropocentrismo, la propuesta posthumana reconoce el impacto geológico de los seres humanos y, a la par, insiste en la necesidad de concientizarnos en torno a “una dimensión planetaria geocentrada”.[61] La “dimensión geocentrada” a la que refiere Braidotti implica aceptar la “Tesis Nº 1” de Dipesh Chakrabarty, según la cual “la explicación antropogénica del cambio climático implica el colapso de la antigua distinción humanista entre historia natural e historia humana”.[62]

Para ir cerrando, diré unas cuantas palabras acerca de la pertinencia de la perspectiva posthumana en lo que respecta a lo que Braidotti llama el “devenir tierra” y el “devenir animal” (es decir, el ser humano deviniendo tierra y animal).[63] Tomando estos devenires humanos en conjunto, parece que arribamos a una idea lo suficientemente clara sobre las implicaciones de la propuesta teórica posthumanista en relación con nuestra posición en la Tierra y en atención a nuestras capacidades y vulnerabilidades; una posición, por consiguiente, que arremete contra “la arrogancia del hombre como especie dominante”, cuyo lugar jerárquico y violento contra todo lo que es no–hombre se lo ha dado él mismo a través de su razón y personalidad trascendental.

Devenir tierra. Desde las bases del “continuum naturaleza–cultura” que, para Braidotti, representa la síntesis que caracteriza su propuesta posthumanista, la convicción de una filosofía monista–vitalista, spinoziana pero no mecanicista, no podría lógicamente dejar de insistir en la tesis de que todo cuanto existe es parte de la naturaleza. Esta tesis ontológica monista no es particularmente nueva, pero plantea un reto enorme para una teoría crítica, como ella sostiene, porque exige “visualizar el sujeto como entidad transversal que comprende a lo humano, a nuestros vecinos genéticos animales y a la tierra en su conjunto, y tenemos que hacerlo en un lenguaje comprensible”.[64] Este modo de entender el monismo, dando clara continuidad al romanticismo alemán hölderliniano en su apropiación de Spinoza, es formulado de otra manera por la propia Braidotti al señalar que se trata de un “pacifismo ontológico”.[65]

Puesto que en la teoría postantropocéntrica hemos llegado al reconocimiento de la igualdad de las especies, el pacifismo ontológico es resultado de dejar de dar por descontada la cuestión “de la arrogancia humana y la hipótesis del excepcionalismo trascendental humano”.[66] Se trata de reconocer la vida como zoe, en lugar de limitarla al bios fundamentalmente humano (la vida en sentido humano), esto es, una vida incluyente al máximo y que no se reduce a la humana, en tanto se resume en una fuerza dinámica capaz de autoorganización y vitalidad generativa. El devenir tierra es un “igualitarismo zoe–centrado” que exige al ser humano “desfamiliarizarse” de ese pensamiento tan arraigado, en su propia conciencia, sobre su posición dominante en el mundo. Consiste en un proceso continuo, una tarea personal de “desidentificación” con un número amplio de “valores familiares y normativos” propios de instituciones políticas, educativas y religiosas dominantes que han fijado lo que deben ser los papeles entre géneros.[67] En este sentido, resulta interesante constatar que la tarea que nos pide el posthumanismo coincide a la perfección con los ejercicios espirituales recomendados por aquella escuela helenista que, a juzgar por su procedencia dentro de su contexto histórico originario humanista, resulta ser la escuela más humanísticamente contradictoria: la escuela cínica.[68]

Devenir animal. De nuevo, en la medida en que el posthumanismo, como postantropocentrismo, “destituye el concepto de jerarquía” entre las diferentes especies y pone de cabeza la idea de “hombre como medida de todas las cosas”, es claro que el posthumanismo plantea en su horizonte de realización antihumanista la cuestión en torno al devenir animal. En mi opinión, es en este aspecto de la propuesta posthumanista de Braidotti donde cabe hacer una más amplia crítica a la concepción filosófica antropológica clásica del animal racional.

Al tratarse de un “continuum entre naturaleza y cultura”, tienen entonces que palidecer de modo brutal las líneas fronterizas que distinguen no sólo lo humano de lo no humano desde la propia condición animal, sino también lo racional de lo no racional desde la condición humana como condición natural. Lo racional como característico de una forma de vida es, ante todo, vida; y no algo fuera de la materia vital, pues como tal se autoorganiza, se reprograma y, por tanto, no está exenta de inteligencia. En este sentido, en el que la propia idea de lo que significa racional no deja de ser contestable y se torna extraordinariamente resbaladiza para ser usada como predicado distintivo, se invierte el modo deseable por el cual se justifican las relaciones normativas intersubjetivas: allí donde el espacio de las razones tenía amplio privilegio sobre el espacio de las emociones y los sentimientos, ahora es al revés, ya que son los vínculos comunes de vulnerabilidad, experiencia del dolor y sufrimiento lo que genera formas nuevas de empatía y compasión entre seres humanos y seres humanos y animales no humanos.

Dada la temática del presente texto, suscrita a la reflexión a partir de nuestra situación pandémica global más reciente y lo que parece ser su potencial causa, definida por la oms como enfermedad zoonótica, el aspecto que considero más relevante del devenir animal posthumanista se refiere a la contradicción entre este particular devenir posthumano —“destituir el concepto de jerarquía entre las diferentes especies”— y el modo en que los animales (en este particular caso, no humanos) son tratados en la economía de mercado.[69] En efecto, en el capitalismo avanzado global de la segunda década del siglo XXI cualquier animal de cualquier especie se convierte en objeto de mercado; son “transformados en cuerpos disponibles y comercializables”.[70] Esta relación negativa y perversa entre los animales humanos y los no humanos es claramente un resabio doloroso de esa “revolución psíquica” que, de manera penosa y vergonzosa, aún arrastramos como humanidad. Es un aspecto muy relevante para discutir aquí en cuanto recordamos que fue en un mercado húmedo, un mercado de animales vivos en la provincia de Wuhan, donde surgió el SARS–CoV–2 a finales de 2019. En oposición a esta relación negativa que llevamos siglos normalizando contra los animales no humanos, resurge otra vez una filosofía moral en clave spinoziana, constitutiva de la ética posthumanista:

Una etología de las fuerzas basada en la ética spinozista emerge como principal punto de referencia para cambiar la relación humano–animal. Ésta traza un nuevo contexto político, que yo interpreto como un proyecto afirmativo en respuesta a la mercantilización de la vida en todas sus formas, que representa la lógica oportunista del capitalismo avanzado.[71]

Así, el devenir animal de la perspectiva utópica posthumana nos liga éticamente con todos los animales no humanos. Por supuesto, considerado en conjunto con el devenir tierra, tenemos aquí la propuesta de una nueva forma —aunque, en el decir de Heidegger, vieja en su propia etimología— de morar y habitar que, lejos de deshabitar con la Tierra y las otras especies animales, nos invita a coexistir genuinamente con aquélla y con éstas.

 

Conclusión

En este trabajo he querido presentar una alternativa al modo en que hemos hecho habitual un modo de vivir y de habitar que, siguiendo las ideas de algunos teóricos de la ética ecológica y de la responsabilidad humana sobre la naturaleza, tiene como base ideológica la supremacía del hombre sobre otras especies argumentando su dote racional y su supuesto estatus trascendente —no inmanente— al mundo terrenal y animal. En conformidad con autores como Passmore y White Jr., se trata de una ideología que toma la trascendencia del ser humano respecto del mundo natural del judeocristianismo y, a la vez, sustenta, en la antropología filosófica clásica aristotélica y estoica, la identidad exclusiva del hombre como animal racional. He señalado cómo esta ideología se revela en la ética de Kant como uno de los ejemplos paradigmáticos de la concepción ética del ser humano moderno y occidentalmente ilustrado.

La realidad pandémica ha dado el motivo para intentar articular la alternativa que aquí presenté. Nadie puede subestimar el alcance trágico de la enfermedad, la soledad, el confinamiento y la muerte que, como humanidad, hemos vivido en los últimos dos años. Y hay razones para creer que la transmisión entre seres humanos del virus SARS–CoV–2 se debe a la degradación de ecosistemas, los cuales, entre sus múltiples funciones, sirven de barrera de protección humana ante este virus zoonótico. En este sentido, es razonable pensar que la covid–19, causada por tal microorganismo, es un indicio más del declive ecológico que vive nuestro planeta desde hace un siglo, por lo menos. En todo caso, y aun desmintiendo lo anterior, no son pocos los datos científicos publicados en los últimos cincuenta años que demuestran el declive de una gran variedad de ecosistemas que sustentan la vida de cientos de especies y organismos —incluyendo, desde luego, la vida del ser humano— a causa del cambio climático, y tampoco son pocos los datos que revelan la magnitud del impacto de las acciones humanas a favor del calentamiento global. Nuestras actividades responsables de este fenómeno se circunscriben sobre todo al uso de energías fósiles no renovables extraídas de la tierra. Por esta práctica de expropiación y explotación de recursos para el propio “beneficio” de nuestra especie, estos actos responden a una lógica instrumentalista afianzada en esa “revolución psíquica” que postula Lynn White Jr.; es decir, responden a la creencia de que el ser humano (y, en particular, el hombre blanco heterosexual) es amo y señor de todo lo que se encuentra sobre y debajo de la Tierra. He querido sostener que, dominada por esta ideología antropocéntrica, la humanidad occidental ha olvidado, en palabras de Heidegger, la íntima relación del construir (cultura, civilización) con el habitar.

Contra la ideología antropocéntrica, especista y excluyente de todo lo otro que no participa de la razón (principalmente, nuestra propia animalidad, la de otras y otros, la otra animalidad no humana y la naturaleza), busqué proponer, en apoyo de una vuelta al monismo de Spinoza, una alternativa a partir de las visiones humanista–romántica de Hölderlin y posthumanista de Braidotti. He argumentado que estas posturas ofrecen una valiosa alternativa para la comprensión de nuestro habitar humano dentro —y no fuera— de la naturaleza, y desde esta comprensión incluyente propone las bases de una ética del cuidado de todo lo humano y lo otro no humano (precisamente, es desde esa ética que debemos cimentar nuestra “nueva normalidad”). Creo que al poner de manifiesto la herencia hölderliniana del posthumanismo a través de la noción spinoziana deus sive natura (interpretada no de manera mecanicista, sino autopoiética), la teoría de Braidotti se fortalece en el seno de una discusión filosófica con la tradición. Por ello, el posthumanismo no representa una postura ajena a una historia de la filosofía en la que no hundiría sus propias raíces propositivas, a pesar de denunciar algunas aberraciones antropocéntricas (milenariamente arraigadas) del humanismo clásico. En este sentido, pienso que, por un lado, difiere con claridad de la teoría postmoderna (como la pérdida de credibilidad en cualquier metarrelato) y, por otro lado, al establecer el vínculo con Hölderlin (el continuum naturaleza–cultura braidottiniano es el consecuente de un continuum romántico), he procurado revitalizar la pertinencia de un pensamiento anclado en el sentido poético del mundo y, por consiguiente, resaltar las cualidades estéticas y literario–filosóficas del posthumanismo.

A mi modo de ver, reivindicar nuestra relación ético–estética con la naturaleza y la animalidad proporciona una mejor comprensión de nuestra propia vulnerabilidad naturalizada y, a través de ella, la forma más humana de habitar, cohabitando, nuestro planeta.

 

Fuentes documentales

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[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesor–investigador en el Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana, campus Puebla. francisco. iracheta@iberopuebla.mx

 

[1] Slavoj Žižek, El coraje de la desesperanza: crónicas del año en que actuamos peligrosamente, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 130.

[2] En efecto, de acuerdo con el reporte anual del Artificial Intelligence Index de la Universidad de Stanford, la inversión de startups en inteligencia artificial se ha incrementado de 1.3 billones de dólares en 2010 a más de 37 billones a finales de noviembre de 2019, esto es, un mes antes del estallido del brote del virus. Raymond Perrault (Coord.), Artificial Intelligence Index Report 2019, AI Index Steering Committee/Human–Centered AI Institute/Stanford University, Stanford, 2019. https://hai.stanford.edu/sites/default/files/ai_index_2019_report.pdf

[3] No quiero decir que las tic, como parte de las tecnologías que dominan la inversión de capital actualmente, estén libres de manipulación capitalista. Por otro lado, si bien es cierto que el acceso a Internet y el desarrollo de plataformas tecnológicas ha permitido cierta continuidad de labores económicas y educativas durante la pandemia, esto no implica que haya habido un beneficio universal.  Por ejemplo, sabemos ya que cientos de miles de niños y jóvenes dejaron de atender su educación por falta de acceso a Internet y dispositivos electrónicos. Con todo, es cierto que los avances tecnológicos tienen muchos aspectos positivos que pueden ser aprovechados más allá de que estén específicamente dominados por el profit. Este punto es central en la propuesta de Braidotti, en su modo de relacionar el posthumanismo con la tecnología.

[4] La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la zoonosis como cualquier “enfermedad o infección que se transmite de forma natural de los animales vertebrados a los humanos”. Esta misma institución afirma que “la urbanización y la destrucción de los hábitats naturales aumentan el riesgo de enfermedades zoonóticas al incrementar el contacto entre los seres humanos y los animales”. Organización Mundial de la Salud, Zoonosis, 29 de junio de 2020, https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/zoonoses  Cursivas del autor. Con todo, aun rechazando esta razonable suposición, ello no niega el problema más general del cambio climático por acciones humanas. Este problema es producto de esa ideología.

[5] Alejandro Herrera Ibáñez, “Ética y ecología” en Luis Villoro (Coord.), Los linderos de la ética, Siglo XXI, México, 2000, pp. 134-151.

[6] John Passmore, Man’s Responsibility for Nature. Ecological Problems and Western Traditions, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1974.

[7] El artículo se encuentra publicado en español: Lynn White Jr., “Raíces históricas de nuestra crisis ecológica” en Revista Ambiente y Desarrollo de CIPMA, Centro de Investigación y Planificación del Medio Ambiente, Santiago de Chile, vol. 23, Nº 1, enero/marzo de 2007, pp. 78–86, p. 83. Cursivas del autor.

[8] Ibidem, p. 82.

[9] Ludwig Feuerbach, The Essence of Christianity, Prometheus Books, Nueva York, 1989.

[10] Si bien es cierto que Feuerbach busca demoler a la teología mostrando que el cristianismo es en esencia antropología y, por tanto, la teología tiene que ser sustituida por la antropología, también lo es que este autor concibe su propio trabajo (en La esencia del cristianismo y en La filosofía del futuro) como plenamente consecuente con esa idea, que sirve de hilo conductor a la filosofía moderna, de divinizar al hombre bajo un paradigma, claro está, teísta.

[11] Téngase presente la dilucidación de la tercera y cuarta antinomias dentro de la Crítica de la razón pura, en las que Kant trata la existencia de una causa del mundo (Dios) y la libertad trascendental (fundamento de la libertad práctica) en términos de la misma idea incondicionada de la razón pura allende el mundo natural. Más aún, este mismo autor sostiene que, si uno no admite la validez de estas ideas, no queda sino un profundo escepticismo sobre la religión y la ética. Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Fondo de Cultura Económica/Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2011.

[12] No obstante, hay que admitir que el concepto de dignidad en Kant poco tiene que ver con la dignidad o valor intrínseco que la tradición judeocristiana reconoce en los seres humanos. En sentido estricto, para el filósofo de Königsberg la dignidad del hombre se encuentra en su persona —no en su naturaleza antropológica—, por lo que no es necesariamente un valor que todo ser humano tenga por el solo hecho de ser tal.

[13] Friedrich Hölderlin, Ensayos, Hiperión, Madrid, 1997, p. 22. Cursivas del autor.

[14] Tómese en cuenta que Hölderlin también se apoya en Fichte para hablar así de la naturaleza. En efecto, para este último aquélla representa sólo algo negativo, una resistencia u obstáculo del actuar libre del yo. Para Fichte, simplificando las cosas, si la naturaleza posee para nosotros alguna realidad, ello se debe fundamentalmente a la propia conciencia personal del deber moral.

[15] Esta aseveración se ha hecho más verdadera aún en nuestra época de modernidad globalizada. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2001, pp. 59–62.

[16] Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar” en Teoría, Departamento de Filosofía, Universidad de Chile, Santiago de Chile, Nº 5–6, 1975, pp. 150–162, p. 152.

[17] Idem.

[18] Como nos recuerda nuevamente Heidegger, “el rasgo fundamental del habitar es proteger”. Ibidem, p. 153. Cursivas del autor.

[19] Gustavo Ortiz Millán, “Sobre la distinción entre ética y moral” en Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, Nº 45, octubre de 2016, pp. 113–139.

[20] Más recientemente Eric S. Nelson ha trazado esta misma línea de argumentación crítica; pero, de manera positiva, nos muestra de qué modo las filosofías de Lévinas y Adorno abren la puerta a una posibilidad de hospitalidad moral con el otro material y con la vida sensible. En este sentido su trabajo se inserta dentro de lo que, como veremos más adelante, podría ser una comprensión posthumana. Eric S. Nelson, Levinas, Adorno and the Ethics of the Material Other, suny Press, Nueva York, 2020.

[21] Ibidem, pp. 82–83. De nuevo, no estoy afirmando que ésta sea la interpretación correcta de lo que el Génesis quiere decir, pero sí que es una que prevalece en la visión de la cultura occidental, alimentada quizá exageradamente por lo que este mismo libro dice sobre la tarea del hombre en la Tierra.

[22] Esto no significa de ninguna manera tener que renunciar a la religión cristiana, pero sí significa aprender a pensarla y vivirla de otra manera. El mismo White Jr., por ejemplo, nos recuerda que existe una “visión cristiana alternativa” a la del progreso ilimitado a expensas de la explotación y la invasión de la naturaleza (la encontramos en el caso de Francisco de Asís).

[23] Ibidem, p. 31.

[24] Idem.

[25] La religión sensible sustituiría a la religión racional, de acuerdo con el proyecto del idealismo alemán. El paradigma de esta interpretación racional de la religión lo encontramos, desde luego, en Kant. Es sabido que al leer Hölderlin la obra kantiana La religión dentro de los límites de la mera razón, nuestro joven poeta se encontró “con un ‘amargo descubrimiento’ de una ‘salvaje naturaleza [humana]’ que fue acabando con la creencia en la posibilidad de una Revolución radical del género humano”. Carlos Duran y Daniel Innerarity, “Mitología de la revolución: los himnos de Tubinga” en Friedrich Hölderlin, Los himnos de Tubinga, Hiperión, Madrid, 1997, p. 32. Esto se debió a lo que Kant sostiene en esa obra sobre la “propensión al mal en la naturaleza humana”, una propensión que sólo puede transformarse con un cambio radical en el modo de actuar, fundado, por supuesto, en la razón pura práctica.

[26] El Hen kai pan, el uno y el todo, aparece primeramente en la filosofía alemana gracias a Lessing, quien lo hace propio como credo filosófico personal a través de su “conversión” al spinozismo.

[27] Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Hiperión, Madrid, 2001, p. 80. Cursivas del autor.

[28] Ibidem, p. 125.

[29] Friedrich Jacobi, David Hume: über den Glauben, oder Idealismus und Realismus: ein Gespräch, Meiner, Hamburgo, 2005.

[30] Jacobi fue el primer filósofo contemporáneo de Kant que puso seriamente en cuestión el sistema del idealismo trascendental respaldado en la distinción fenómeno–cosa en sí; un dualismo que resulta ser ni más ni menos que el fundamento de la dicotomía causalidad por libertadcausalidad natural. Jacobi es quien sostiene, en el trabajo citado, que necesitamos la presuposición de las cosas en sí mismas para entrar al sistema kantiano (pues, ciertamente, Kant sostiene en la “Estética trascendental” de la primera Crítica que, sin lo dado a la sensibilidad pasiva, el conocimiento no puede surgir); pero con esta suposición y una vez adentro, no podemos permanecer en él, ya que la deducción trascendental de las categorías muestra que éstas no pueden ser aplicadas a las cosas en sí mismas.

[31] Friedrich Hölderlin, Hiperión…, pp. 115–116. Cursivas del autor.

[32] Heinrich Friedrich Jacobi, Briefe über die Lehre von Spinoza, Meiner, Hamburgo, 2007.

[33] Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Alianza, Madrid, 2009, p. 46.

[34] En sentido más estricto puede decirse que se trata del dualismo que la filosofía occidental arrastra desde el pensamiento de Platón. Desde luego, no todas las filosofías desde entonces han sido dualistas, pero sí han sido éstas las más influyentes. La característica común de tales filosofías, si hacemos caso a Rorty, radica en que comparten “el modelo de la metáfora de la visión”, esto es, la visión del alma contemplándose a sí misma, a diferencia de la visión del cuerpo que observa cuerpos y materia. De esa idea de la visión del alma surge la suposición de “nuestra esencia de vidrio”, una esencia que denota una hechura “de una sustancia que es más pura, de grano más fino, más sutil y delicada que la mayoría”. Se trata justamente de aquello que, al parecer de estos filósofos, “tenemos en común con los ángeles”. Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 2010, p. 48. La idea de una filosofía pura viene de esta tradición.

[35] Baruch Spinoza, Ética, p. 46.

[36] Leemos, en efecto, en el “Apéndice” lo siguiente: “Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto”. Justamente porque se trata del prejuicio que origina muchos otros sobre la divinidad y la naturaleza, no es casual que Spinoza insista en este mismo motivo prejuicioso en las páginas del “Apéndice”. Así, asegura que, de modo común, los hombres “consideran todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil”, y también sentencia que los hombres alaban a Dios para que “Dios los amara más que a los otros, y dirigiese la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e insaciable avaricia”. Ibidem, pp. 96–99. Cursivas del autor.

[37] En su misma conferencia, “Construir, habitar, pensar”, Heidegger sostiene que el “señorío” que el hombre se ha dado a sí mismo “empuja a la esencia humana hacia lo desolador”. El “desenfreno” que ha motivado esta sensación de señorío no sólo conlleva que “el hombre se comporte como si él fuera el formador y patrón del habla”, sino también que, paralelamente, “la significación propia del verbo construir, o sea, habitar, se nos haya extraviado”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 151. Cursivas del autor.

[38] Baruch Spinoza, Ética, p. 101.

[39] Friedrich Hölderlin, Hiperión…, p. 25. Cursivas del autor.

[40] Frederik Beiser, German Idealism: The Struggle against Subjectivism, 1781–1801, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 2002, pp. 367–368.

[41] Friedrich Hölderlin, Los himnos de Tubinga, p. 71.

[42] La palabra “aórgico” (neologismo aparente que Hölderlin acuña del griego) es lo distinto de lo orgánico, pero sin ser lo inorgánico. Lo orgánico tiene aquí más el sentido de una organización mediada por la formación y la cultura que aquello que, según el discurso humanista clásico, es naturaleza a secas. Lo inorgánico es la falta de organización en este sentido y que denota, siguiendo el mismo discurso clásico humanista, ausencia de organización con correspondencia civilizatoria. Lo aórgico, en cambio, es una forma de creatividad inconsciente, característica del poeta y del artista, que no ha sufrido los embistes de una cultura que lo asfixia o que anula su creatividad eliminando su furia natural. Es una forma de impulso de formación (Bildungstrieb). Al referirse al seno aórgico de la naturaleza, Hölderlin busca señalar tanto las fuerzas productivas y creadoras de la naturaleza como su inconmensurabilidad, su infinitud. El ser humano requiere devenir aórgico, esto es, dejar desarrollar y manifestar sus fuerzas creativas originales como ser mismo natural. Es una palabra que revela, por decir lo menos, el entusiasmo de Hölderlin por la substantia de Spinoza y su crítica a toda forma de pensar la cultura como solamente reveladora de formas de vida no inconscientes.

[43] Friedrich Hölderlin, Ensayos, p. 116.

[44] Martin Heidegger, “Carta sobre el humanismo” en Martin Heidegger, Hitos, Alianza, Madrid, 2007, p. 260.

[45] Ibidem, p. 263. De nuevo, en su conferencia “Construir, habitar, pensar”, Heidegger explica que la palabra “vecino” (Nachbar, en alemán) “es el ‘Nachgebur’, el ‘Nachgebauer’, aquél que habita en las cercanías”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 151. En este sentido, queda claro que hallarse en la vecindad del ser, ser vecino del ser, es para Heidegger el verdadero habitar del hombre.

[46] Rosi Braidotti, Lo posthumano, Gedisa, Barcelona, 2015, p. 12.

[47] Ibidem, pp. 11–12.

[48] Sloterdijk, por ejemplo, se refiere a los “fundamentos nuevos” de las sociedades actuales como sociedades “decididamente post–literarias, post–epistolográficas, y en consecuencia post–humanísticas”. Lo posthumanístico representa el conjunto de las “ciencias humanas” en la era posthumana. Para este autor se trata de una “era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo que ya ha pasado porque ya no se puede sostener por más tiempo la ilusión de que las macroestructuras políticas y económicas se podrían organizar de acuerdo con el modelo amable de las sociedades literarias”. Peter Sloterdijk, Reglas para el parque humano, Siruela, Madrid, 2006, pp. 10–11. El mismo autor sitúa el origen de estas sociedades de conocimiento literarias en el origen del humanismo clásico, esto es, en Cicerón.

[49] Como comenta Braidotti, “el saber posthumano —y los sujetos que lo sostienen— se caracterizan por una básica aspiración a los principios que mantienen unida a la comunidad, e intentan evitar, por tanto, las trampas de la nostalgia conservadora y de la euforia neoliberal”. Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 22. La autora se refiere a una “forma perversa de lo posthumano”, generada por las tecnologías biogenéticas del capitalismo avanzado.

[50] Señala Heidegger que “el cuidar y el edificar es el construir en sentido estricto […], y el construir un habitar”. Pero, a la vez, el “pensar también pertenece al habitar”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 162. Cursivas del autor. Mas recordemos que, como suscribe el mismo autor en su Carta al humanismo, no todo filosofar es pensar, y mucho menos el filosofar que ha devenido técnica por su celo de la ciencia matemática. En este orden de ideas es posible decir que la filosofía moderna que ha desplazado lo natural de lo cultural es la misma filosofía que, por haber dejado de pensar, también ha desplazado el habitar del construir.

[51] Ibidem, p. 13.

[52] Ibidem, p. 73.

[53] En efecto, no sólo Herder y Hölderlin, sino también Schelling, desde luego, en plena sincronía con Hölderlin, ya suscribía en su Naturphilosophie la idea de que “la naturaleza tiene que ser espíritu visible, y el espíritu tiene que ser naturaleza invisible”. Frederik Beiser, German Idealism…, p. 368.

[54] Braidotti considera aquí las biotecnologías, nanotecnologías, tecnologías de la información y ciencias cognitivas.

[55] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 11. Las cursivas se encuentran en el original. No hay que olvidar que éste es el problema que encarna el propio Hölderlin y del cual quiere afanosamente zafarse. Así, en su Hiperión el héroe romántico exclama ante Belarmino: “¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo”. Friedrich Hölderlin, Hiperión…, p. 26. Lo mismo encontramos en su “Fundamento para el Empédocles”. Empédocles, “un hijo de su cielo y de su periodo, de su patria, un hijo de las violentas contraposiciones de naturaleza y arte”, tiene un destino, sin embargo, que se le presenta “como una instantánea unificación”. Friedrich Hölderlin, Ensayos, pp. 118–119.

[56] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p 17.

[57] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Tecnos, Barcelona, 2007.

[58] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 17.

[59] A mi modo particular de ver, el posthumanismo —y, desde luego también, los estudios posthumanísticos (como claramente lo deja ver la reflexión de Sloterdijk)— implica la crítica de Heidegger al humanismo clásico, sustentado en la idea definitoria del ser humano como animal racional. Con todo, el posthumanismo de Braidotti (al menos) no comparte con Heidegger, por supuesto, la idea de que el ser humano está más cerca de la divinidad que de la animalidad, ni la fobia heideggeriana por la tecnología. En este sentido, el debate entre el posthumanismo de Braidotti —y de otros con quienes ella misma comulga (como el de Donna Haraway o Max Moore)— y el posthumanismo de Heidegger se abre en torno a si es posible o no incluir la tecnología en el habitar, el construir y el pensar. Sin querer llevar las cosas demasiado lejos (por razones de espacio) sospecho que la posición de Sloterdijk, al menos, representa un punto medio en este debate.

[60] Ibidem, p. 83. Las cursivas se encuentran en el original. En este párrafo tenemos nuevamente la toma de posición no antropocéntrica y antihumanista de Braidotti en contraposición con lo que podríamos decir que es la postura de “la economía política del capitalismo biogenético” (ibidem, p. 82), que es no antropocéntrico (se trata de un capitalismo postantropocéntrico) y, al mismo tiempo, sin embargo, no posthumanista, pues sigue adscribiendo la idea de que el ser humano —pero un tipo de ser humano, a saber, hombre blanco, heterosexual, profesional, ciudadano…— es el verdadero amo y señor de la naturaleza. El capitalismo global ha relajado la tendencia centrista del hombre (para favorecer también máquinas, robots y animales no humanos); no obstante, por razones de capital sigue insistiendo con violencia en que un tipo de hombre es el que, desde las periferias, mantiene su dominio y jerarquía sobre todo lo otro.

[61] Ibidem, p. 101.

[62] Dipesh Chakrabarty, “El clima de la historia: cuatro tesis” en Utopía y Praxis Latinoamericana, Universidad del Zulia, Venezuela, vol. 24, Nº 84, 2019, pp. 90–109, p. 93.

[63] Braidotti, siguiendo claramente la idea de Donna Haraway sobre la condición posthumana identificada en el modelo del ciborg, hace referencia al devenir máquina. Con todo, dejaré para otro trabajo el análisis de la relación que puede existir entre el ciborg y la naturaleza, por un lado, dentro del contexto de un monismo vitalista spinoziano y, por otro lado, en la manera en que este devenir se inserta en la discusión planteada en lo que ya he dicho al final de la nota 59.

[64] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 100. Cursivas del autor. Nótese que este “lenguaje comprensible” no es, desde luego, el lenguaje de las escuelas, sino el literario, poético, mitológico…; en suma, aquello que Hölderlin —junto con sus amigos del seminario de Tubinga— reconoce como el lenguaje mismo de la religión sensible (véase la nota 25). Por otro lado, para echar más leña al fuego del debate posthumanista en torno al habitar, no olvidemos que es el mismo Heidegger quien sostiene que “el ser–hombre descansa en el habitar y, ciertamente, en el sentido de la morada de los mortales sobre la Tierra”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 153.

[65] Ibidem, p. 104.

[66] Idem.

[67] Ibidem, p. 107.

[68] En su ensayo “Ciudadanos del mundo” Martha Nussbaum examina la idea de que, al atribuir a Diógenes de Sinope, cínico autoexiliado, la frase “soy un ciudadano del mundo” (cuando se le preguntó de dónde venía), podemos tomar como una fundamental idea cínica la importante cuestión de “transformarnos, hasta cierto punto, en exiliados filosóficos de nuestras formas de vida”. Martha Nussbaum, “Ciudadanos del mundo” en Martha Nussbaum, El cultivo de la humanidad, Paidós, Madrid, 2016, p. 84.

[69] Braidotti señala que, desde el momento en que todos los animales “están inscritos en una economía de mercado de intercambios globales que los mercantiliza con el mismo grado de intensidad y los hace disponibles del mismo modo”, existe una igualdad entre animales humanos y no humanos. Con todo, en lo que a cantidad respecta, la autora insiste en que el tráfico de animales no humanos es el tercer más amplio mercado ilegal del mundo, después de las drogas y las armas, pero antes que el tráfico humano (principalmente de mujeres y niñas) y de órganos. Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 88.

[70] Idem., p. 88.

[71] Ibidem, p. 90.

Presentación

Es probable que éste sea nuestro número con mayor unidad temática en los últimos años. En parte, la razón de ello ha sido la buena respuesta de las y los autores a nuestra última convocatoria, que, al desbordar los límites usualmente reservados para la primera carpeta de la revista, nos permitió abarcar las demás y organizar en ellas los artículos de acuerdo con los énfasis de sus respectivos enfoques. Aunque también hay que decir, por otra parte, que este grado de integración de los contenidos publicados se logró alcanzar gracias a la afortunada complicidad de nuestros colaboradores en Cine y literatura, cuyos textos quedaron implícitamente alineados al tema de la convocatoria, aun cuando no es forzoso —como tampoco lo es en las carpetas Acercamientos filosóficos y Justicia y sociedad— que así sea. El resultado, felizmente, es que todas las secciones del presente número, sin perder su respectiva identidad, contribuyen desde sí mismas a la problematización de un marco temático común.

Según lo dicho, en nuestra primera carpeta, Humanidad, naturaleza y vulnerabilidad, decidimos disponer cuatro artículos. En el primero de ellos Francisco Iracheta Fernández parte del dramático escenario de la pandemia de SARS–CoV–2 para desplegar una reflexión en torno a la manera de habitar el mundo. El argumento del autor arremete, por un lado, contra las bases teológicas y filosóficas que alimentan la tradición de un humanismo —dualista y jerárquico— que no sólo concibe al ser humano como ontológicamente distinto a la naturaleza, sino que lo enseñorea al adscribirle el pleno derecho de subordinarla a sus propios deseos y necesidades. Por otro lado, el argumento del autor insta a dejarse orientar por una visión paralela y opuesta a ésta, en la cual se plantea otro modo de habitar que reconcilia al ser humano con la naturaleza y con su propia naturaleza y vulnerabilidad animal, y cuyos fundamentos teóricos pueden atisbarse en la constelación que anuda al monismo de Baruch Spinoza y al romanticismo de Friedrich Hölderlin con la propuesta posthumanista de la filósofa Rosi Braidotti.

El segundo artículo, firmado por Juan Diego Ortiz Acosta, sigue la misma estela que el primero, aunque recurriendo a fuentes teóricas distintas. En éste el autor exhorta a desactivar la perspectiva antropocéntrica que, histórica y perniciosamente, se ha confabulado con los procesos de devastación, por parte del Homo sapiens, de la biodiversidad del planeta del que éste forma parte. A contrapelo de esa realidad en el artículo se aboga por un giro hacia una conciencia de especie que permita al ser humano reconocerse en su propia constitución natural (no sólo racional) compartida con otras formas de vida, así como —con base en esta renovada conciencia— por una transformación axiológico–cultural que promueva relaciones de cuidado y solidaridad con todos los ecosistemas.

El tercer artículo, a cargo de Luis Alberto Herrera Álvarez, dirige la mirada hacia la inconmensurable dimensión de violencia, propiciada por el narcotráfico, que asola a México desde las últimas décadas. El texto se propone denunciar los límites de las explicaciones hegemónicas sobre este fenómeno (confinadas en lo que el autor llama el léxico de la ciencia, específicamente, de la ciencia social) por considerar que proyectan una concepción empobrecida del ser humano y de su racionalidad, ya que desdibujan su carácter libre tras la asignación de condiciones estructurales e instrumentales que, supuestamente, agotan tanto la orientación de su existencia como el ejercicio de sus dotes racionales. Y el texto también invita a considerar una alternativa: los aportes críticos y redescriptivos que otras disciplinas “no científicas” —y, en particular, la filosofía— pueden hacer para la autocomprensión del ser humano y para la interpelación ética del mismo fenómeno vinculado con los grupos de delincuencia organizada.

En el cuarto y último artículo de esta carpeta Pedro Antonio Reyes Linares, S.J., esboza los puntos de fuga de una propuesta ética (“ética de la sintonía”) alejada del paradigma moderno (el cual, entre otras cosas, supone la disociación de las esferas de lo divino, de lo natural y de lo humano)  descrito por Hannah Arendt en La condición humana y sustentada en el reconocimiento de nuestra común vulnerabilidad; fundamento éste que el autor sugiere entender, remontándose a la etimología de la palabra, como la “herida” (vulnus) que indica el “carácter afectivo en que está constituida nuestra sentiente humanidad”, y al que apuntala principalmente con Xavier Zubiri y su análisis noológico de la afección.

En la carpeta Acercamientos filosóficos colocamos un solo texto, que aproxima a la visión política de Henry David Thoreau, peculiar poeta y pensador poco conocido en los ámbitos de la filosofía académica. Su autor, León Heitler, explora las bases y fuentes del pensamiento patriótico de Thoreau, con sorprendentes hallazgos sobre la resonancia de éste en Kant y sus paralelismos, aunque también diferencias, con el nacionalismo romántico de Herder. Entre estas últimas Heitler destaca, sobre todo, el peso que el poeta norteamericano otorga a la naturaleza en tanto fuente de intuiciones y arquetipo para orientar moral y políticamente la vida social de los seres humanos.

Decía desde el principio que los artículos de nuestros colaboradores en la carpeta Cine y literatura conspiraron casualmente con el tema de la convocatoria para este número. Se puede ver así porque sus respectivos textos ponen el dedo en la llaga de una humanidad tan vulnerable como vulnerada por su misma humanidad. Es lo que revelan descarnadamente muchas historias y personajes de las películas de Pier Paolo Pasolini, cuya completa filmografía recorre con admiración y empatía el texto de Luis García Orso, S.J. en el apartado correspondiente a cine. Nuestro colaborador trenza este recorrido cinematográfico con datos de la biografía de Pasolini y, de esta manera, bosqueja una conmovedora semblanza del genial cineasta y escritor italiano.

Por su parte, en el apartado de literatura, José Miguel Tomasena reseña El invencible verano de Liliana, la novela con que la escritora mexicana Cristina Rivera Garza narra, treinta años después del suceso y sosteniéndose en una polifonía de voces, el feminicidio de su propia hermana. Nuestro colaborador se pregunta por el significado de estas tres décadas de duelo y silencio, hasta el final advenimiento de la palabra: “¿Qué tiene que pasar, individual y colectivamente, para que el silencio del trauma pueda cristalizar en palabras?”. No parece haber respuesta simple para esta pregunta, que no es sólo psicológica; “son también treinta años de la sociedad mexicana”, que algo dirán sobre nuestras formas de ejercer y de visibilizar la violencia.

Finalmente, en nuestra carpeta Justicia y sociedad proponemos un artículo que aporta elementos, si no para responder, al menos sí para profundizar en la pregunta anterior. En éste, Laura Echavarría Canto entrevera conceptos (“vida nuda”, “vulnerabilidad” y “vidas precarias”) procedentes de diversos autores en los que advierte el “parecido de familia” que consiste en poner en el centro a la otredad, concebida como vida que no es digna de vivir ni, por lo tanto, de ser llorada tras ser destruida. De este modo, la autora se provee de un marco teórico para plantear una hermenéutica crítica sobre el fenómeno del feminicidio en Ciudad Juárez.

Como siempre, desde Xipe totek agradecemos la complicidad de nuestras y nuestros lectores, con la esperanza de reencontrarnos en nuestro número de invierno.

Miguel Fernández Membrive

No. 116 Kant en la filosofía contemporánea: la impronta de un genio II

Periodo: Año 30. Vol. II. No. 116. Enero-junio 2022

No era nuestro plan original, pero desde verano de 2020 hemos dedicado dos números consecutivos —uno por cada año— a la carpeta temática de la revista. Tampoco esto ha sido casualidad ni obra de la necesidad, sino, en todo caso, una decisión en medio del proceso que ha tenido en consideración, por una parte, las respuestas de los autores a nuestras últimas cuatro convocatorias y, por otra, nuestro propósito de conferirles más unidad a los contenidos de la revista. De este modo, las y los lectores de Xipe totek han podido contar con un acervo de artículos que, desde diversas perspectivas, abordan temáticas flexiblemente delimitadas, y que contribuyen a la difusión y cultivo de un campo vigente de la investigación filosófica. Tal es el caso del presente número 116, con el cual concluimos el año dedicado a la revisión de la impronta de Immanuel Kant en la filosofía contemporánea.

Miguel Fernández Membrive

Publicado: 2022-31-01

 

Contenido

Presentación
Miguel Fernández Membrive

 

Kant en la filosofía contemporánea: la impronta de un genio

Libertad defectiva y metafísica del mal en Kant. Una lectura del primer libro de La religión dentro de los límites de la mera razón
Pietro Montanari

 

De la doctrina kantiana del esquematismo de los conceptos matemáticos a Filosofía de la aritmética. Una lectura fenomenológica
Luis Alberto Canela Morales

 

La reivindicación del pensamiento y acción éticos (Kant y Rawls)
Suzanne Islas Azaïs

 

Acercamientos filosóficos

Teoría de la justicia: ¿insuficientemente igualitaria? Un análisis desde la interpretación democrática de John Rawls
Jaider Javier Salas Restrepo

 

Cine y literatura

Tres películas mexicanas recientes sobre migrantes
Luis García Orso, S.J.

 

La montaña mágica: la vida aparte
José Israel Carranza

 

Justicia y sociedad

Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización
Mario Alejandro Montemayor González

 

Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización

Mario Alejandro Montemayor González[*]

 

Recepción: 19 de junio de 2021
Aprobación: 13 de septiembre de 2021

 

Resumen. Montemayor González, Mario Alejandro. Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización. En el presente artículo me enfoco en la época de la posrevolución en México, en la que José Vasconcelos, fundador de la Secretaría de Educación Pública (SEP), inició un conjunto de políticas educativas para afianzar la identidad nacional mexicana. Analizo el modo en el que la alfabetización se volvió la estrategia central para conformar la mexicanidad en las comunidades dispersas del México rural. Asimismo, muestro el papel de la creación artística en movimientos pictóricos como el muralismo, el rescate de la memoria de los pueblos originarios a través de la arqueología, el programa de maestros ambulantes y las misiones culturales, que ayudaron a desplegar el programa narrativo en el territorio nacional. Como conclusión dejo ver cómo el énfasis en la identidad nacional a través de la escolarización dio continuidad al debilitamiento cultural de los diversos pueblos originarios de México.

Palabras clave: identidad nacional, alfabetización, mexicanidad, José Vasconcelos, memoria.

 

Resumen. Montemayor González, Mario Alejandro. Roots of the Mexican Educational System: National Identity, Memory and Literacy. In this article I focus on the period after the Mexican Revolution when José Vasconcelos, founder of the Ministry of Public Education (known by its initials in Spanish, SEP), implemented a series of educational policies aimed at affirming the Mexican national identity. I analyze the way the literacy campaign became the key strategy for shaping Mexicanness in the far–flung communities of rural Mexico. I also point out the role of artistic creation in pictorial movements such as muralism, the recovery of the memory of original peoples through archeology, the itinerant teacher program and the cultural missions, which contributed to the deployment of the narrative program throughout the national territory. As a conclusion I show how the emphasis on national identity through schooling served to further the cultural weakening of Mexico’s different original peoples.

Key words: national identity, literacy, Mexicanness, José Vasconcelos, memory.

 

Introducción

En diferentes momentos de la historia mexicana ha habido esfuerzos por crear y difundir una narrativa coherente sobre la identidad nacional a lo largo y ancho del territorio. Este artículo intenta rastrear, después de la Revolución mexicana, el empeño político por situar el pasado indígena como marca distintiva de la identidad mexicana. A partir de esta época se puede entrever un proyecto de nación que intenta robustecer el andamiaje institucional del Estado mexicano. Para ello se busca reformular y expandir la identidad a través de la escolarización, y así narrar una sola historia a la mayor parte de la población.

El proyecto de la identidad nacional mexicana incluye la génesis y la confección de una narración consistente sobre lo mexicano que pueda ser divulgable por medio del talento de maestros y artistas que se suman a la colaboración en este proyecto. La narración sobre lo mexicano contiene dosis de estrategias vinculadas directamente con la enseñanza de la lectoescritura, habilidad que los individuos adquieren en la escuela; aunque también tal narración se apoya en símbolos, prácticas y artes pictóricas y plásticas que ayudan a crear la atmósfera nacional que envuelve la historia mexicana y la mexicanidad en sí.

Este artículo reflexiona sobre la historia de la educación en México y hace uso de algunas pinceladas filosóficas del autor francés Michel Foucault, a fin de elaborar una crítica de las consecuencias, aparentemente no previstas, sobre la identidad nacional del mexicano y la inhibición de la diversidad cultural de las comunidades que lo habitan. La exaltación del pasado indígena en lo mexicano, paradójicamente, favoreció el camino hacia el desdibujamiento de las culturas indígenas, tal y como se advierte en el México contemporáneo. Este proceso ha sido ampliamente documentado por diversos historiadores, filósofos y antropólogos.[1]

Para entender la confección del relato sobre la mexicanidad y su interrelación con el desarrollo del sistema educativo mexicano, se analiza la política educativa de José Vasconcelos, primer secretario de Educación Pública en México. Principalmente, el análisis se aproxima a la impronta en la orientación de la Secretaría de Educación Pública (SEP), de la cual Vasconcelos fue fundador en 1921, y se complementa con algunos discursos y pensamientos del también filósofo y diplomático.

 

La escuela y el relato sobre lo mexicano

El mestizaje, visto desde la confección de un relato histórico, en este caso el del mexicano, es una síntesis, en apariencia, suficientemente robusta para la adhesión afectiva de las personas a la nación, las cuales se encuentran ligadas en un sentido de pertenencia a este territorio que conocemos como México. La confección del relato mexicano incluye símbolos, historias y circunstancias que nos colocan en un determinado entendimiento de lo que somos y hacia dónde nos dirigimos. La comprensión de lo que implica ser mexicano es también criterio orientador del quehacer de sus pobladores y de los cimientos de la organización y la construcción de la estructura institucional del Estado.

La narración histórica de lo mexicano está compuesta por cientos de episodios eslabonados en la sucesión del tiempo, que juntos desarrollan una trama sobre la historia de un solo pueblo. Numerosos escritos relatan la vivencia de miles de testigos de la mezcla de los pueblos, de la trayectoria de lo múltiple (los muchos pueblos que aquí conviven) a lo unificado (lo mestizo–lo mexicano). Es decir, lo mexicano sirve para amalgamar, en una sola unidad de sentido, lo dicho sobre la variedad de culturas que coexisten en un territorio tan vasto.

El relato de la mexicanidad se presenta ante su audiencia como si lo mexicano fuera algo perteneciente a todos los habitantes del territorio. En este esfuerzo se elige al pueblo azteca o mexica, el cual, una vez que ha pasado por la influencia cultural de España en el periodo colonial, y tras sufrir una síntesis entre lo español y las diversas culturas indígenas, resulta en una nueva creación racial, como una fusión entre dos mundos.

En la invención de la identidad mexicana el sentido de pertenencia se consolida en una sola unidad de sentido, la creación de una historia y la elaboración de símbolos que aglutinan un proyecto de gestión de la convivencia social y de la interacción. Éste es el pegamento que hace posible el surgimiento y mantenimiento del Estado–nación como unidad administrativa que ejerce la autoridad sobre la población de un territorio.

 

Época de la posrevolución en México

Al terminar la Revolución mexicana el país era un Estado incipiente y tenía una clase dirigente propia que pretendía diseñar un solo relato comunicable a sus habitantes y fortalecedor de la unidad nacional.

Antes, entre los siglos XIV y XIX, hubo diversos acontecimientos en muchos pueblos que habitaban territorios dispersos, y que no eran una misma cosa; todos ellos pasaron a ser narrados dentro de una historia articulada y entreverada que tiene consistencia. A ese tejido narrativo se le conoce como la trama que da cuenta de la historia nacional de una sola nación. En cierto sentido se hizo comprensible la narración de una historia de lo que en ese tiempo era México (el México posrevolucionario en el que participaron diferentes facciones que buscaban construir un modo de gobierno). Lo que quiero decir es que, desde ese presente posrevolucionario, se seleccionaron acontecimientos, lugares y personajes propicios para el proyecto de nación que se confeccionaba. Fue un intento de organizar el pasado a través de la historia nacional para robustecer la identidad nacional en oposición a la dispersión de comunidades del territorio.

En este proceso fueron de vital importancia los institutos nacionales del Estado. Éstos ayudaron a cohesionar la naciente articulación de comunidades, la dispersión de los relatos, y se encaminaron hacia la unidad de la pluralidad. De este modo, en 1921 nació la SEP bajo el liderazgo de Vasconcelos y, años más tarde, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Tales órganos, relacionados con la autoridad del Estado e intelectuales formados en diversos círculos académicos, fueron los encargados de confeccionar y difundir un solo relato mexicano que dio unidad a la nación.[2]

A principios del siglo XX existió un impulso indigenista que intentaba rescatar la memoria de los pueblos prehispánicos para otorgarles un valor preponderante dentro de la identidad mexicana. Esta tendencia se hizo visible en el estilo pictórico y la trama narrativa del movimiento muralista en el que participaron Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, entre otros. En ese sentido la inercia de la organización de los acontecimientos del pasado buscaba dejar en la imagen de la mexicanidad el legado del pueblo mexica (y algunos otros pueblos originarios) como piedra fundacional. Este proyecto político que pretendía fortalecer la identidad nacional se compagina con el proyecto alfabetizador y educativo coordinado por la SEP desde sus inicios.

 

La escuela y sus maestros

Captar la vinculación entre la escuela moderna y la forma en que se han constituido las identidades nacionales es fundamental para acercarnos a las consecuencias de la unificación del relato nacional. En este caso describo el papel de algunas políticas educativas conectadas con la rectoría que el Estado–nación ejerce sobre la población.

Jean–Pierre Terrail, educador y sociólogo francés, sostiene que la escuela lleva a cabo una separación de la vida práctica cotidiana para tener un espacio y un tiempo de distanciamiento respecto a lo práctico que ocurre en el día a día. Es un ejercicio intelectual en el que se transmite un conjunto de saberes objetivos y concentrados sin necesidad de aparecer en la práctica directa. Esto requiere tiempo y espacio específicos para aprender la técnica de decodificación y generación de la grafía de los signos que demanda la lectura, ejercicio que precisa desconexión de otras actividades. No se puede leer o escribir mientras se realiza otra actividad. Al respecto, afirma: “El manejo de los signos gráficos es una actividad separada de la vida cotidiana”.[3]

Esta emancipación de la escritura y de la escuela respecto a las circunstancias prácticas confiere al centro escolar un sitio estratégico. Se pone entre paréntesis la actividad cotidiana por un tiempo prolongado de la vida, gestionado por un cuerpo administrativo que da una determinada orientación a lo que ahí se enseña. Además, esto ocurre de manera masificada para la población, de modo gradual para los infantes y se convierte en derecho y obligación para todos los ciudadanos. Así, el Estado tiene un sitio exclusivo, por decirlo de alguna manera, sobre el cual recae la responsabilidad formativa de las personas que habitan el territorio en donde éste ejerce su autoridad. En ese sentido, se le confía y se le da legitimidad a la responsabilidad del Estado para educar a sus ciudadanos de un modo concreto.

“La cultura escrita no puede transmitirse más que dentro de la institución escolar porque es el resultado de la actividad intelectual de hombres y mujeres de letras”.[4] Estas personas de letras son los maestros, directos interlocutores y formadores de los niños que asisten al centro escolar. Son los representantes del andamiaje institucional y que dependen directamente del Estado. El maestro enseña a partir de la repetición, puesto que no es él mismo quien deja emerger lo que se revela en un texto que originalmente éste creó, sino que realiza un ejercicio de habilitación al mundo de las letras para los nuevos integrantes de la sociedad, para que ellos puedan comprender lo plasmado en textos escritos por otro autor. Lo que hace el maestro es transmitir el conjunto de conocimientos ya preestablecidos como verdaderos.

Terrail dice que en Mesopotamia y Egipto, cuando comenzaba el ejercicio de la escritura, había unos pocos hombres letrados que producían textos religiosos, jurídicos o médicos, y existían otros copistas que repetían lo que ya se había escrito en otro papiro y daban difusión a lo escrito. En la escuela moderna el maestro representa, desde este esquema, el heredero del copista, quien forja el camino para que la repetición y la difusión de lo ya creado o producido por otros intelectuales pueda ser apropiado por otros. El maestro no crea contenidos, sino que recibe conjuntos de ellos que transmite y vierte como conocimientos que son guía para la vida de sus estudiantes.

Ahora bien, el ejercicio de enseñanza también es un camino de creatividad. El maestro no realiza un mero ejercicio de repetición a secas, ya que éste se topa con grupos de estudiantes con particularidades propias. Y, a pesar de haberse incorporado a un esquema institucional de generalización, como lo es la escuela (con sus contenidos planeados, técnicas de enseñanza sugeridas y metas de aprendizaje comunes), el ejercicio docente siempre demanda al maestro detenimiento en la particularidad de cada persona, su contexto, su ritmo y modo de aprendizaje.

Entonces, a pesar de que la escuela moderna imponga estructuras generales o de normalización, el maestro, como copista y difusor, también es creador de camino para que otros puedan acceder de algún modo a los conocimientos ya existentes. Este dinamismo siempre está en tensión entre lo general del programa planeado desde la institucionalidad del Estado y lo particular de la situación personal que se enmarca en
el contexto de la localidad en la que está ubicada la escuela. El maestro, por lo tanto, es el mediador entre el sistema educativo nacional y las personas concretas que arriban al aula de una localidad.

 

José Vasconcelos fortalece la identidad mexicana

A principios del siglo XX la vivencia social de la Revolución mexicana impulsa el propósito de difundir el relato sobre la historia nacional y reactiva la aspiración por la nacionalidad mexicana, que se despliega concretamente en el proyecto educativo nacional. Tras esta revolución la tarea de construir la identidad nacional recae, en gran medida, sobre el sistema educativo aún fragmentado, disperso y, sobre todo, desorganizado.

Ernesto Meneses Morales lo consigna de la siguiente manera: “Las declaraciones […] y casi todos coincidían en afirmar que la escuela cumpliría la necesidad suprema de formar el alma nacional, cuya esencia [la identidad nacional] tan ansiosamente buscada, era algo que nadie conocía, pero había la seguridad de que la escuela sería capaz de conformarla”.[5] Octavio Paz, por su parte, escribe que “la Revolución Mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones”.[6]

Vasconcelos es una figura clave en la construcción de la identidad nacional. Él perteneció a una generación de intelectuales que, durante la primera mitad del siglo XX, estuvieron muy presentes en la política educativa y cultural mexicana. Este personaje, entre los años 1920 y 1921, fue rector de la Universidad Nacional de México (UNM), desde donde logró, en ese último año, federalizar la educación con la creación de la sep. Como primer secretario de Educación Pública desarrolló un plan integral de alfabetización acompañado por el apogeo de la creación artística y por el aumento de las bibliotecas instaladas, que ayudaron a difundir el relato de la identidad nacional.

“El 4 de junio de 1920 José Vasconcelos es designado por De la Huerta rector de la Universidad Nacional de México”.[7] Vasconcelos aportó una propuesta organizacional a la educación. Como hombre de letras estaba convencido de que la alfabetización de un país mayoritariamente analfabeta era la táctica que necesitaba México para levantarse de la caída estrepitosa de la guerra y modernizarse. Ahora bien, como ya se señaló, la estrategia del Estado–nación se centra en la escolarización como medio para la creación de la identidad mexicana.

En aquella época las escuelas dependían directamente de los municipios. Según Meneses esto las tenía en un estado de abandono y dependencia de la política localista de cada comunidad. Vasconcelos, por lo tanto, buscó pasar de la municipalización de las escuelas a la federalización de la educación. La centralización del proceso educativo, de alguna manera, permitiría coordinar y articular desde el centro del país el rumbo de la ligera institucionalidad existente hasta ese momento.

En 1920, durante su toma de posesión como rector de la UNM, Vasconcelos reflexionó sobre el palpitar de la nación. Dijo: “Nuestras aulas están abiertas como nuestros espíritus y queremos que el proyecto de ley que de aquí salga sea una representación genuina y completa del sentir nacional”.[8] Meneses explica que el cometido de las letras se entreteje con la identificación de una nación entre sus habitantes; la educación alfabetizadora y las artes se unen para dar forma a una nacionalidad. Para esto el medio será claramente alfabetizador: “La redención del pueblo mediante la educación exigía el esfuerzo coordinado del maestro, del artista y el libro”.[9]

Es un momento de unidad política y de emergencia de lo nacional que permite aglutinar en una sola institución —apéndice directo y vital del Estado mexicano— un órgano que tendrá la facultad de diseñar y difundir un solo relato, el cual viaja a la gran diversidad de localidades rurales y ciudades a través, principalmente, de la lectoescritura.

 

Intelectuales, arte e identidad nacional

En 1908, años antes de la emergencia de este epicentro de creación cultural, Vasconcelos, junto a otros intelectuales de la época, participó en el Ateneo de la Juventud (grupo que duraría pocos años, hasta 1914). Este colectivo intentaba forjar un pensamiento propio de los pueblos latinoamericanos. Algunos estudiosos, como Carlos Beorlegui Rodríguez, han denominado al grupo como parte de la generación de 1915. Como sostiene este mismo autor: “Toma conciencia de su misión bajo la tensión y crisis de la cultura y de los valores europeos, con motivo de la Primera Guerra Mundial, desarrollada durante esos años”.[10] A este círculo de intelectuales pertenecen también otros pensadores y escritores destacados que tendrán influencia en la política cultural y  educativa de las siguientes décadas: Antonio Caso, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Pedro Henríquez Ureña, entre otros.

El Ateneo influyó en el pensamiento vasconcelista por su enfoque en la vuelta a los orígenes: “Un rasgo que va a caracterizar a esta generación es la emergencia del valor del mestizaje y la reivindicación de lo indígena”.[11] Como afirma Beorlegui, “[esta generación] tratará de recoger fundamentalmente los ingredientes de lo propio, incluido lo indígena, para construir una cultura mestiza, una raza cósmica, como dirá Vasconcelos [en su obra[12] publicada en 1925]”.[13]

Además, este colectivo desarrolló una crítica al positivismo impulsado en México principalmente por Gabino Barreda[14] (antiguo director de la Escuela Nacional Preparatoria, ENP) en el siglo XIX. Como expresa Guillermo de la Peña Topete, “fue la crítica del grupo generacional reunido en 1910 en el Ateneo de la Juventud […] la que anunciaría los cambios educativos de las siguientes décadas, hizo del ataque al positivismo la premisa para una renovación cultural”.[15] Este grupo contó con el apoyo financiero de Justo Sierra, quien, además de forjar el pensamiento educativo en las décadas anteriores cuando fue secretario de Instrucción Pública (nombre anterior de la SEP), era conocido por insistir en la difusión del positivismo a través de la escolarización.

Además de la férrea oposición del Ateneo al positivismo, sus miembros también intentaron regresar a modos de filosofar que, en ciertos círculos académicos, ya eran marginales. En sus conferencias, talleres y difusión de ideas en la capital del país “reivindicaban la metafísica y la espiritualidad […], exaltaba[n] la creación artística, la capacidad del ser humano de elevarse al contacto con la belleza transmitida por los clásicos, pero también por las manifestaciones artísticas populares”.[16] Así, es posible afirmar que el Ateneo influenció al futuro ministro, sobre todo en lo que se relaciona con la exaltación de las artes en sus diferentes expresiones.

Vasconcelos valoraba el arte y la creación; tuvo una sensibilidad afinada por la belleza y sabía que lo bello conecta más con las emociones que con la razón, algo fundamental para la identidad. Su propuesta de la SEP fue acompañada con la creación de un relato acerca de la identidad nacional que partía directamente de los artistas mexicanos; identidad que no solamente necesitaba de la confección de una historia que apuntara hacia la mexicanidad, sino que también demandaba la creación de un medio propicio para dejarse afectar por lo bello. Así pues, la narración va acompañada de música e iconografía que conforman la perspectiva del México de aquella época.

De este modo, la regeneración de la identidad nacional desde la escuela se acompaña de una oportunidad para que el arte refleje el alma nacional, exprese lo que yace en nuestra historia y en nuestro interior, y para que el ejercicio de creación emprendido por algunos artistas ayude a conformar un medio o una atmósfera en la que el mexicano pueda verse reflejado.

Vasconcelos cree que el artista, poseído por la inspiración, capta en el flujo de los acontecimientos un modo de plasmar una verdad propia que no le es particular, sino que pertenece a los otros que lo circundan, a su pueblo. Así, este personaje solía promover al artista con ahínco, y su actividad sería de vital relevancia para el plan que deseaba desarrollar en la sep.

La inspiración del artista es de gran importancia para señalar y reflejar los elementos propios del alma nacional. Para este cometido, artistas como Diego Rivera (quien se encontraba en Europa durante aquella época) fueron contratados por Vasconcelos. Asimismo, el artista, piensa el secretario de Educación, debe estar ligado a su medio para que pueda expresar aquello oculto a la mirada de todos, lo cual requiere de su genio para ser descubierto. De esta manera, la identidad a través del arte se descubre para ser pintada en murales o compuesta en melodías que acompañan el flujo de la historia en la que el individuo va descubriéndose por medio de la composición del relato nacional de la mexicanidad.

Vasconcelos generó políticas y andamiajes institucionales que ofrecían a los artistas superficies para ser pintadas. Como relata Daniel Cosío Villegas: “La acción de Vasconcelos que, por primera vez en el México moderno, ofrece a los artistas ‘superficies para pintar’ y les da la oportunidad de expresarse… [generó] el regreso al país de pintores que habían adquirido en Europa una sólida experiencia: Rivera, Montenegro, Best Maugard”.[17] De hecho, el primer mural de Diego Rivera fue llamado “La creación” —nombre sugerente para la circunstancia nacional—, realizado entre 1921 y 1922 en la enp (en el Antiguo Colegio San Idelfonso). Para 1927, según Meneses, Rivera habrá terminado 124 murales, incluidos los que pintó en el edificio de la sep.

 

La máscara de la narrativa mexicana

Ahora bien, a pesar de que el esfuerzo narrativo de los artistas es encomiable, la identidad nacional resulta un problema para la identidad personal. La identidad nacional se ve relatada, creada y embellecida por un grupo de personas que, con su talento y mejor intención, quieren dirigir la subjetividad de otros tantos mexicanos hacia un mismo horizonte. Hay una pretensión de que su identidad les sea develada con el apoyo de las obras elaboradas por los artistas. El problema es que al receptor se le demanda imitación y adscripción, se le solicita lealtad y confianza a lo mexicano sobre cualquier otro relato.

En sentido educativo la identidad mexicana que se configura es “dictada” a los nuevos pupilos que reciben una creación hecha y, en cierto modo, terminada. La adscripción de los mexicanos a la mexicanidad se presenta a través de la escolarización básica como concluida (durante los primeros años de vida). Se dicta la mexicanidad como un código identitario para imitar, que se ajusta a la obra realizada por los artistas bajo un proyecto político. Artistas y políticos, en esta perspectiva, se convierten en una aristocracia que define lo que en verdad es mexicano, cuando realmente la identidad de sus estudiantes apenas está en construcción y se mantiene abierta. Los maestros, si quieren participar en la práctica educativa, están obligados a adscribirse a la mexicanidad y difundir lo aprendido en sus centros de formación, en la gran diversidad de comunidades.

Como ya lo hemos consignado, para el relato de la mexicanidad es vital la categoría del mestizaje en cuanto suceso que ha configurado al pueblo mexicano. Vasconcelos, ante un país mayoritariamente analfabeta y rural, realiza una tarea titánica para incorporar a más personas a la docencia en la naciente sep. Así, propuso diversos programas para aumentar el número de profesionales de la educación. Uno de ellos fue el de los maestros ambulantes, también conocidos como misioneros culturales, quienes colaboraron en el desarrollo de la educación en las comunidades rurales (muchas de ellas no hispanohablantes) y tuvieron la encomienda de reclutar maestros de las mismas comunidades a las que arribaban apoyándose en estructuras regionales denominadas misiones culturales.[18] De este modo, el contingente de maestros normalistas de la capital del país tuvo por cometido principal la alfabetización en lengua castellana de la población, acompañada de la adhesión a la mexicanidad.

A pesar de los años turbulentos de la Revolución mexicana, entre 1910 y 1923 hubo un aumento significativo en la construcción de escuelas y, obviamente, en la incorporación de nuevos docentes. “En México había, en 1910, 9,752 escuelas primarias, donde enseñaban 16,370 maestros y maestras y a las que asistían 695,449 alumnos; en diciembre de 1923 el país contaba con 12,814 escuelas, 24,109 profesores y 986,946 alumnos. O sea que hubo un aumento de 3,062 escuelas primarias”.[19]

En pocos años Vasconcelos logró articular una estrategia de Estado que aglutinaba la colaboración de múltiples actores en el México rural e implementaba una estructura organizacional de carácter institucional que puso en marcha con relativa velocidad. Como hemos visto, al frente de la UNM creó la SEP y, de ahí, empezó una labor generativa: aumentó el reclutamiento de maestros (ambulantes y rurales), de lo cual surgió la necesidad de incrementar la formación de docentes, por lo cual creó la Escuela Normal Rural (ENR). Meneses apunta que la primera ENR se estableció en Tacámbaro, Michoacán, en 1922.[20] Tal ampliación de la capacidad instalada de los docentes se acompañó del esfuerzo editorial de impresión de libros distribuidos en la pequeña red de bibliotecas que empezaba a germinar.

El secretario de Educación envió maestros a las comunidades. Al respecto, De la Peña escribe: “Vasconcelos redactó un programa de acción de los misioneros [maestros] […]: pedía a los misioneros recopilar sistemáticamente información de la región […], su geografía, historia de los grupos indígenas locales, condiciones económicas y sociales; formación de juntas de educación, diagnóstico y planificación de edificios escolares […]”.[21]

Es decir, los maestros que fungían como misioneros culturales no sólo eran maestros dedicados a la enseñanza, sino que eran enviados del Estado que recopilaban información y tenían ciertas interpretaciones de la realidad sobre las comunidades a las que arribaban. Ayudaban a la coordinación central de la capital del país a formular planes y estrategias educativas conforme a la situación de las comunidades en las que se encontraban.

En ese sentido, es interesante cómo, desde un proyecto de nación que se fraguó con mirada y énfasis puestos en el mestizaje, se pretendió integrar a los no hispanohablantes (millones de indígenas que hablaban otra lengua) a una sola unidad cultural construida, en este caso, la mexicana. Así, el origen de lo mexicano que se enfatizó en aquella época fue el pasado indígena precolombino, que coincidía con el alza de movimientos indigenistas (como el movimiento artístico del muralismo mexicano que Vasconcelos mismo impulsó).

Ahora bien, lo contradictorio de esta mexicanidad es que, mientras se recuperaba la figura del indígena antes de 1492, se pretendía que los indígenas que continuaban vivos fueran “desindigenizados”, integrados y civilizados en el México moderno. Lo que importaba era la máscara del pasado que se diseñaba en el mundo intelectual. Así, era verosímil explicar quiénes éramos en los albores del siglo xx. México era un pueblo de mestizos —la raza cósmica—; pero los pueblos nativos, que seguían existiendo, eran irrelevantes. Más bien, con la alfabetización solamente en lengua castellana en sus comunidades, se buscó terminar de sepultar el origen viviente para integrarlos a un nuevo orden de las cosas: lo mexicano.

Centenares de nuevos maestros dispersos por la geografía mexicana emprendieron el camino para cumplir su misión. Las comunidades rurales recibieron personas que llegaron con unos cuantos libros al hombro y con la promesa de instruir a las nuevas generaciones para un mejor futuro. La figura del maestro en sus múltiples modalidades fue central para la difusión de la narración mexicana.

De este modo, los indígenas no hispanohablantes fueron absorbidos por el naciente sistema educativo mexicano diseñado en el centro del país. La educación alfabetizadora en el México rural que emprendieron misioneros culturales se acompañó de estrategias concretas: incluyó instalación de nuevas bibliotecas y programas de lectura, así como desincentivar el uso de lenguas locales y, sobre todo, contó con la legitimidad de los ciudadanos mexicanos, lo cual quiere decir que tuvo la aprobación pública para incorporar a todos los mexicanos al circuito hispanohablante.

Lo anterior provocó que cientos de comunidades se desprendieran paulatinamente de la lengua que utilizaban en lo cotidiano para adoptar una nueva: la mexicana (el castellano).

En ese mismo sentido, además de la estrategia de maestros ambulantes, se gestó un proyecto de memoria nacional vinculado con la búsqueda de vestigios arqueológicos, como las pirámides del periodo prehispánico. De manera simultánea a la labor educativa, el arqueólogo Manuel Gamio[22] impulsó este proyecto arqueológico que pretendía develar las ruinas de construcciones antiguas de pueblos indígenas que yacían por debajo de los edificios del momento en la Ciudad de México.

Quiero incorporar algunos elementos del análisis que el filósofo Michel Foucault plasma en su ensayo Nietzsche, la genealogía, la historia,[23] para vincularlos con algunas de las condiciones de posibilidad que permitieron que la educación del Estado mexicano se construyera solamente desde el idioma español, mientras que los otros idiomas del territorio quedaron al margen del proceso educativo y de la identidad nacional.

Según Foucault, en la Europa del siglo XIX, bajo el influjo del historicismo, hubo una intensificación en la búsqueda del pasado, su documentación y la interpretación de las reminiscencias de lo ocurrido. El filósofo francés ubica este cuadrante historicista como parte de un proyecto antropológico que buscaba construir la memoria de los pueblos. Lo describe como el arte de representar un teatro: es una amalgama de decorados del pasado que escenifican y concuerdan con el presente en un disfraz de continuidad.[24]

Foucault adoptó la distinción que Nietzsche comenzó a establecer entre el Ursprung (origen) y el Herkunft (procedencia). El historiador crítico parte del supuesto de que los acontecimientos son azarosos; son circunstancias dentro de la arena en la que forcejean diversas legitimidades tratando de aseverar una determinada verdad sobre otras en juego. En este sentido, Foucault critica duramente la búsqueda del origen entendido como un lugar de pureza o verdad primera. Remarca que la avidez por comprender el origen responde más bien a una pretensión según la cual la historia tiene una direccionalidad escondida que el historiador debe captar con la debida precisión y astucia. Así, parecería que el flujo de los acontecimientos o el ocurrir de la realidad —que son narrados después por los historiadores— tienen una continuidad o sentido propios que reclaman ser encontrados por quienes buscan la verdad (en este caso, los historiadores).

Foucault alienta a “ocuparse de las meticulosidades y los azares de los comienzos […] donde se están revolviendo los bajos fondos […] donde ocurren las derrotas mal digeridas, las sacudidas, las sorpresas”.[25] Por ende, incita a los historiadores a detenerse en medio de los millares de sucesos antes ocurridos y a escudriñar con paciencia el forcejeo de las luchas, las victorias populares y los detalles no consignados por la oficialidad de los órganos narradores de la historia. De esta manera,
la independencia del historiador le demanda enfocarse en lo que quiere de acuerdo con sus intereses y sin revestirse de una fraudulenta neutralidad u objetividad; toma partido por hilos de sucesos aparentemente inconexos, pero que dan cuenta de las circunstancias desde donde se mira. De cierto modo, en las prácticas discursivas se entreteje el binomio verdad–poder, tal como lo hemos analizado en la producción narrativa de los medios universitarios y educativos, y lo que se afirmaba sobre la verdadera identidad mexicana.

La narrativa sobre el origen del mexicano, que viene construyéndose desde la creación de la SEP y difundiéndose por los maestros, se complementa con un proyecto de memoria nacional al que se le da continuidad con el surgimiento del INAH en 1938 y con la construcción, en 1964, del actual Museo Nacional de Antropología (MNA) bajo la supervisión de Jaime Torres Bodet,[26] secretario de Educación en aquella época. Se trata, en todos estos casos, de crear instalaciones e instancias que consoliden una narrativa de la identidad mexicana desde el pasado de los habitantes de este territorio.

En el centro del MNA es colocado de forma estratégica (desde este proyecto de la memoria) el sol azteca como símbolo de la pervivencia de los antiguos pueblos mexicas en lo que ahora son los mexicanos. Todo el museo está conformado por salas que contienen objetos recopilados en las excursiones arqueológicas y que son propios de las culturas precolombinas. Es la exaltación de un pasado que es origen de nuestra civilización, tal como dice De la Peña: “[la inauguración del Museo de Antropología] parecía simbolizar el triunfo histórico del nacionalismo revolucionario, el triunfo de una cultura mestiza, consolidada al amparo de un Estado a la vez […] moderno y consciente de sus raíces milenarias”.[27]

Ahora bien, si el proyecto de la memoria mexicana ha forjado instancias institucionales que ayudaron a pulir la narración de la historia, a conservar los monumentos y los restos arqueológicos localizados en diversos lugares de la geografía mexicana; y si, además, este proyecto pretendía que ese pasado fuese valorado al enaltecer a esta raza cósmica, mestiza, que proviene de un pasado insigne, entonces cabe preguntarse por qué ese mismo pasado, que sigue vivo y habita en miles de pequeñas comunidades indígenas, se quedó al margen del plan.[28] Por el contrario, se buscaron mecanismos para que los pueblos indígenas fuesen absorbidos en esta nueva mexicanidad. En ese sentido, era importante para el proyecto mexicano dejar de ser indígena y olvidar su propio idioma, por ejemplo, el náhuatl (la lengua indígena con más hablantes actualmente).

En síntesis, hubo múltiples circunstancias que influyeron en el proyecto de la mexicanidad. Tales circunstancias partieron del Ateneo de la Juventud, en 1908 (conformado por un grupo de intelectuales opuestos al positivismo y con deseos de reivindicación de lo indígena en la identidad mexicana, pero que remarcaban la centralidad del mestizaje en su composición), pasando por la creación de la SEP, en 1921, y las misiones culturales y educativas en castellano impulsadas por Vasconcelos en el medio rural, hasta llegar finalmente, años después, a la edificación del MNA, que aglutina la memoria de un pueblo con miras a encontrar “las raíces” de nuestra identidad.

Foucault sostiene que existe el “riesgo de evitar toda [nueva] creación en nombre de la ley de la fidelidad”.[29] Así, el querer seguir siendo fieles a lo que se fue en el pasado impide recrearse ante las nuevas circunstancias que se presentan. Desde esa perspectiva, el peligro para los pueblos indígenas frente al proyecto de la memoria es que el Estado los conduzca a su folclorización. Es decir, en esta lógica, lo importante es el pasado precolombino que nos hace ser lo que somos, nuestra raíz, que implica una tradición que incluye vestimenta, danza, gastronomía y rituales que nos recuerdan eso que aún somos. No obstante, el asunto central del proyecto de identidad nacional es que eso tiene que continuar como una fotografía del pasado. Este proyecto antropológico criticado por Foucault[30] —que ocurrió no solamente en México, sino en muchos otros Estados–nación entre los siglos XIX y XX— incluye la conservación de las culturas, de sus modos de colocarse frente al mundo antiguo, sus artesanías, sus colores y elementos decorativos que nos embellecen el paisaje desde el que opera lo mexicano.

La conservación del proyecto de memoria nacional bloquea la posibilidad de recreación de las culturas indígenas ante el surgimiento de nuevos acontecimientos en el nuevo orden que gestiona la aparición política del Estado. Dicho en otras palabras, la conservación inhabilita las culturas no mexicanas a dinamizar su propio modo de situarse ante el nuevo mundo al mantenerlas en las vitrinas y el folclor de un aparador turístico. Este proyecto de la memoria requiere construir enormes aparadores llenos de objetos antiquísimos, como un anticuario, y sobre esta memoria viva edificar los monumentos de la gloria de los inicios de la mexicanidad.

 

Reflexiones finales

Tras este recorrido, que va desde la identidad nacional en cuanto modo de fraguar la pertenencia y la localización de los seres humanos en el nuevo orden social, que es el Estado–nación, hasta la confección del relato de la identidad mexicana, forjado en la posrevolución, quisiera expresar algunas reflexiones.

La creación de la leyenda mexicana es el modo en el que la coordinación institucional del Estado teje la textura de un relato desde el mundo que ha sido instalado y que continúa fortaleciéndose. Lo hemos visto en el caso de los intelectuales mexicanos (en particular, de Vasconcelos), la creación de la SEP, el muralismo y el proyecto de la memoria mexicana encabezado por el INAH.

Vasconcelos, político ilustrado que participó en la disputa revolucionaria y en los centros de pensamiento de la época, y cosmopolita que confluyó en los cruces de varias culturas, ayudó a conformar la leyenda mexicana en las nacientes instituciones educativas: la identidad nacional.

La creación de la SEP, en 1921 y en alianza con la UNM, es respaldada por artistas que regresan de estadías en el extranjero, maestros que comienzan su labor de alfabetización, así como el tiraje de múltiples ediciones de libros en estantes de nuevas bibliotecas. De esta manera, emerge una estrategia de confección y difusión del relato de la leyenda mexicana a través de la naciente organización de la escolarización.

Es notable que, desde la capital del país, Vasconcelos tejió una trama con características particulares que partían de una precomprensión moderna del mundo, que plasmó en su acción político–cultural, influido por corrientes de pensamiento de la época y con la convicción de que la verdad debía saberse donde todavía se desconocía; una verdad que va siendo develada por la interacción entre el genio del artista, el trabajo del maestro y la receptividad del lector. El mexicano se encuentra en un momento en el que está siendo mexicanizado. En este recorrido son elementos clave a considerar el proyecto lingüístico de castellanización de las comunidades rurales y el fortalecimiento de la memoria mexicana. Finalmente, se puede decir que la mexicanidad es una leyenda confeccionada, centrada en el mestizaje y con orígenes indígenas e iberoamericanos, que se configura como unidad de sentido para la población.

 

Fuentes documentales

Arnaut Salgado, Alberto, “Los maestros de educación primaria en el siglo XX” en Latapí Sarre, Pablo (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo i, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 195–230.

Beorlegui Rodríguez, Carlos, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano: una búsqueda incesante de la identidad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2010.

Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo: Una civilización negada, Fondo de Cultura Económica, México, 2019.

De la Peña Topete, Guillermo, “Educación y cultura en México del siglo XX” en Latapí Sarre, Pablo (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 43–83.

Fell, Claude, José Vasconcelos: los años del águila, 19201925: educación, cultura e iberoamericanismo en el México posrevolucionario, Instituto de Investigaciones Históricas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

——  Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre–textos, Madrid, 1988.

Korsbaek, Leif y Sámano Rentería, Miguel Ángel, “El indigenismo en México: Antecedentes y actualidad” en Ra Ximhai, Universidad Autónoma Indígena de México, México, vol. 3, Nº 1, enero/abril de 2007, pp. 195–224.

Meneses Morales, Ernesto, Tendencias educativas oficiales en México: 19111934, Centro de Estudios Educativos, México, 1986.

Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.

Terrail, Jean–Pierre, École, l’enjeu démocratique, La Dispute, París, 2004.

Vázquez Zoraida, Josefina, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México, 1970.

Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

Zea Aguilar, Leopoldo, El positivismo en México, El Colegio de México, México, 1943.

 

[*] Maestro en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Profesor de la Universidad Iberoamericana León. mario.montemayor@iberoleon.mx

 

[1].    Véase Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996; Guillermo Bonfil Batalla, México profundo: Una civilización negada, Fondo de Cultura Económica, México, 2019; Leif Korsbaek y Miguel Ángel Sámano Rentería, “El indigenismo en México: Antecedentes y actualidad” en Ra Ximhai, Universidad Autónoma Indígena de México, México, vol. 3, Nº 1, enero/abril de 2007, pp. 195–224.

[2].    Cfr. Josefina Vázquez Zoraida, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México, 1970.

[3].    Jean–Pierre Terrail, École, l’enjeu démocratique, La Dispute, París, 2004, p. 5.

[4].    Idem.

[5].    Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas oficiales en México: 19111934, Centro de Estudios Educativos, México, 1986, p. 303.

[6].    Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 187.

[7].    Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas…, p. 275.

[8].    Ibidem, p. 290.

[9].    Ibidem, p. 280.

[10].  Carlos Beorlegui Rodríguez, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano: una búsqueda incesante de la identidad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2010, p. 401.

[11]Ibidem, p. 360.

[12].  En 1925 Vasconcelos publicó su importante obra La raza cósmica, en la cual exalta el mestizaje como elemento fundamental de la identidad latinoamericana.

[13].  Carlos Beorlegui Rodríguez, Historia del pensamiento…, p. 403.

[14].  Gabino Barreda cursó en París lecciones con Augusto Comte entre 1848 y 1851, y, a su regreso, influyó en la comisión creada por el presidente Benito Juárez para reformar la educación del país. Comte, filósofo y sociólogo francés, se considera el principal pensador del positivismo con su Cours de philosophie positive entre 1830 y 1842. Véase Leopoldo Zea, El positivismo en México, El Colegio de México, México, 1943.

[15].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura en México del siglo XX” en Pablo Latapí Sarre (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 43–83, p. 49.

[16]Idem.

[17].  Claude Fell, José Vasconcelos: los años del águila, 19201925: educación, cultura e iberoamericanismo en el México posrevolucionario, Instituto de Investigaciones Históricas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989, p. 365.

[18].  Véase Alberto Arnaut Salgado, “Los maestros de educación primaria en el siglo XX” en Pablo Latapí Sarre (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 195–230.

[19]Ibidem, p. 109.

[20].  Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas…, p. 326.

[21].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura…”, p. 56.

[22].  Manuel Gamio se había cultivado en la naciente antropología con Franz Boas, fundador del Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia (Nueva York). Además, Gamio formó parte del grupo que fundó en 1911 la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología (con sede en la Ciudad de México).

[23].  Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre–textos, Madrid, 1988.

[24].  Ibidem, p. 8.

[25].  Ibidem, p. 3.

[26].  Jaime Torres Bodet, secretario particular de José Vasconcelos y figura intelectual relevante en la política educativa mexicana, años después, de 1958 a 1964, fue secretario de Educación durante el sexenio de Adolfo López Mateos.

[27].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura…”, p. 64.

[28].  Sobre la dispersión de comunidades indígenas en ecosistemas selváticos, desérticos o montañosos considera que estas regiones se convirtieron en refugios para la pervivencia del mundo indígena frente a la colonización española y la posterior “nacionalización” de las diversas culturas. Gonzalo Aguirre Beltrán, citado en Leif Korsbaek y Miguel Ángel Sámano Rentería, “El indigenismo en México…”, p. 204.

[29].  Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía…, p. 10.

[30].  Véase Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

La montaña mágica:

[*] la vida aparte

José Israel Carranza[**]

La primera intención de Thomas Mann al concebir la idea de La montaña mágica fue escribir una novela breve que funcionara como una suerte de contrapunto a Muerte en Venecia, que acababa de concluir. Era 1912. Doce años y más de un millar de páginas después, aquella intención le habrá parecido tan infundada como la que condujo a Hans Castorp, el protagonista, a pasar solamente tres semanas en el Sanatorio Internacional Berghof, adonde llegó para visitar a su primo y de donde salió siete años después. Algo parecido sucede con la lectura: una vez iniciada, el tiempo comienza a comportarse de modos inusitados, dilatándose de tal forma que su paso llega a volverse imperceptible, por más que algunos indicios ocasionalmente permitan hacerse una idea del transcurrir de los meses y los años en la vida de Castorp. Pero, sobre todo, va siendo cada vez más impensable el día en que uno, como lector, consiga salir de ahí: al dejar atrás la última página, lo más seguro es que ese día nunca llegará.

Pienso que en esto radica la singularidad que reviste la experiencia de leer esta novela: impresiona tan perdurablemente la memoria que, una vez concluida, resulta inverosímil suponer que en verdad haya concluido. Quiero decir: aunque ciertamente hay un giro específico en el destino final de Castorp que alienta esta impresión —no revelaré en qué consiste ese giro, pero sí declaro que es una de las maniobras narrativas más asombrosas que he presenciado—, el hecho de haber conocido la historia de este joven y el mundo en que tiene lugar se imbrica a tal grado en lo que uno es y lo que uno entiende —de la vida, nada menos— que se vuelve inextricable e inagotable. Hablo, desde luego, de mi experiencia de lectura, y estoy al tanto de cómo eso es siempre algo personalísimo y, en el fondo, incomunicable; confío, sin embargo, en que referirlo sirva al menos para activar la curiosidad de los eventuales lectores. Y es que esa curiosidad puede refrenarse, primero, ante lo elemental de la trama, y enseguida ante la advertencia de la profusión de pormenores entre los que esa trama se abre paso y la medida en que la ralentizan las prolijas disquisiciones, a cargo de una multitud de personajes y del propio protagonista, con que Mann saturó su novela, acaso persuadido —y yo creo que con razón— de que la historia de Castorp era la ocasión inmejorable de extenderlas.

La trama: un joven ingeniero naval viaja de Hamburgo a Davos para hacer compañía a su primo en el sanatorio de tuberculosos donde convalece. Sorprendido por la vida que llevan los enfermos, Hans Castorp pronto empieza a descubrir un mundo que encuentra preferible al que lo espera de regreso, y cuando el médico jefe lo somete a un examen y le anuncia que también está enfermo, no tiene mayor inconveniente en integrarse ya plenamente a esa existencia. Irá trabando relaciones con los internos, verá cómo unos llegan, otros sanan, otros mueren. Conocerá el amor, y lo perderá. Y, sobre todo, entrará en contacto con dos espíritus opuestos encarnados en sendos personajes que, en cierta manera, al ir arrogándose la potestad sobre su educación (sigue siendo un joven en disposición de aprender, su sensibilidad aún es susceptible de moldearse), estarán disputándose su alma. Las disquisiciones, en efecto, corren sobre todo por cuenta de estos personajes: el masón Settembrini, un brioso humanista, entusiasta de la libertad y del progreso, y su negativo absoluto, el jesuita Naphta, partidario de un anarcocomunismo cristiano encauzado hacia la restauración de valores primitivos. Ambos protagonizan una demorada puesta en escena que da cabida a muy intrincadas revisiones de la historia, a argumentaciones y razonamientos filosóficos, políticos y morales ante los que Castorp queda frecuentemente absorto, empeñado como está en dar, por su cuenta, con el acceso a comprensiones que le permitan saber cómo gobernarse. Mientras tanto, la enfermedad avanza, retrocede, regresa, se lleva a su primo, trae nuevos ingresos al sanatorio. Y el mundo, allá abajo, casi olvidable desde las alturas de la montaña, empieza a precipitarse hacia la más terrible de sus conflagraciones.

Hecha de vida y muerte, hecha con el tiempo de Castorp en el sanatorio, hecha con la materia más pura de toda nuestra vulnerabilidad y nuestra soledad, esta novela de 1924 fue puesta a circular de nuevo en los meses de 2020 en que la pandemia ya había tomado posesión del planeta, cuando, en medio de nuestra creciente incertidumbre, el confinamiento parecía una medida razonable. Tal vez la coincidencia haya facilitado la asimilación de buena parte de sus sentidos para quienes tuvimos la suerte de leerla entonces. Al margen de esa circunstancia, no me parece exagerado afirmar la maravilla que hay en tomar este libro y, como Castorp, retirarse del mundo para pasar el tiempo que haga falta en el Sanatorio Internacional Berghof. Puede terminar siendo la vida entera, y eso estará bien.

 

[*] Thomas Mann, La montaña mágica, Penguin Random House, México, 2021.

[**] Ensayista, narrador, editor y periodista. Es profesor de literatura en el ITESO, editor de las revistas Luvina, de la Universidad de Guadalajara, y Magis, del ITESO, y editorialista del diario Mural. Su libro más reciente es la novela Tromsø, de editorial Malpaso, Barcelona, 2018. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. www.ensayos.mx, @JI_Carranza

Tres películas mexicanas recientes sobre migrantes

Luis García Orso, S.J.[*]

 

La falta de oportunidades de trabajo y de ingresos económicos suficientes en México propicia la emigración de mexicanos a Estados Unidos. La actual inseguridad debida al crimen organizado ha sido otro factor de salida del país. Se calcula que unos diez millones de compatriotas viven en el país norteamericano. California es el estado con más inmigrantes, y Michoacán, Zacatecas y Guanajuato los estados con más emigrantes, pero también los que reciben más remesas para el sostén de sus familias. La era Trump frenó mucho y endureció esta realidad migratoria. La precariedad de la vida de los migrantes y su ilegalidad en el país vecino han hecho más difícil la situación.

En lo mejor del cine mexicano de 2021 han coincidido tres notables películas que nos acercan, en forma muy sensible, a la experiencia de emigrar y de vivir en Estados Unidos. Los protagonistas de las películas son de Jalisco, Puebla y Guanajuato. Las tres historias filmadas toman hechos reales de un pasado reciente. Y aunque sea cine de ficción, la perspectiva de narrar desde personajes tan cercanos y verdaderos, y en contextos sociales tan bien descritos, hace que estas películas tengan una calidad cinematográfica y testimonial que nos enriquece. Aquí las presentamos.

 

Los lobos[1]

Max y Leo, de ocho y cinco años, son llevados de Jalisco a Albuquerque (Estados Unidos) por Lucía, su madre, en busca de una mejor vida. Los tres representan a innumerables familias migrantes, de ayer y hoy. Llegan a un pequeño departamento en el motel de un matrimonio chino, en un barrio habitado sobre todo por latinos. Como los hermanitos han de quedarse solos en casa mientras su mamá, Lucía, se va a trabajar a una lavandería en largas y cansadas jornadas, ella les deja grabadas, en un viejo aparato de casetes, las reglas básicas de seguridad y conducta: “No salir nunca del departamento, mantener todo limpio…”, y unas clases elementales de inglés. La promesa es llevarlos a Disneyland. La voz grabada del abuelo los anima también: “Espérenme, ai’ voy”.

Samuel Kishi Leopo (Guadalajara, 1984) crea una entrañable historia de ficción con sus recuerdos biográficos de niño migrante, con cada detalle de un confinamiento en tierra extraña, visto desde el aprendizaje de unos niños. El cuarto de motel es el espacio donde un par de hermanitos han de aprender a esperar, a cuidarse, a vivir, jugar, conocer, obedecer, sorprenderse y construir un mundo imaginario con sus dibujos, que los hacen fuertes ante la adversidad. Ellos son “los lobos”.

Afuera del cuarto y del motel está un barrio de gente migrante, de chicanos, de drogadictos, de marginados; de niños que tampoco saben qué hacer con su tiempo mientras sus padres están ausentes, en largas jornadas de trabajo. “¿Por qué mejor no nos regresamos?”, pregunta con razón Max. El foco que cuelga del techo nos irá haciendo entender que hay un mundo de droga y de narcos del cual la pequeña familia huyó desde Tlajomulco, Jalisco.

Lucía y sus hijos son una manada de lobos que se cuidan, se defienden, se pertenecen, se abrazan, en un territorio nuevo y hostil. Poco a poco, también ahí, habrán de descubrir a otras personas solas y heridas, que quieren estar, ayudar, acompañar. Cuando llegan Halloween y el Día de Muertos habrá motivos para celebrar esa comunión de los marginados, de los migrantes, de fantasmas buenos que quieren reconciliarse.

Samuel Kishi toma con enorme cariño sus vivencias de niño migrante, junto con su hermano Kenji y su madre Marcela, y las encarna en este par de extraordinarios hermanitos, Max y Leo Nájar Márquez, que no sólo actúan, sino que viven lo que están pasando al lado de la actriz Martha Reyes, que hace de mamá con intensa verdad. Los lobos ha obtenido más de veinte premios en festivales internacionales. Es una historia para sentir y contemplar, porque, más que de palabras, está hecha de sentimientos, de gestos, silencios, miradas, sonrisas, lágrimas, recuerdos, abrazos. El director nos conduce al corazón y a la ternura que podemos encontrar en un mundo que podría parecer sólo sucio y vacío.

 

Te llevo conmigo / I Carry You with Me[2]

Desde que empieza esta historia todo entra por nuestros sentidos: colores, olores, sabores, sensaciones, entre ellos, el vapor que sale de la olla de frijoles, los tamales verdes, el mole poblano, los colores de las frutas y verduras que aparecen en un mosaico en el mercado, la bandera nacional de los chiles en nogada, el perejil picado, los caballitos de tequila, el abrazo cariñoso al niño, los besos de un primer encuentro…

Puebla, 1994. Iván aspira a trabajar como ayudante de cocina; pero no pasa de ser un lavaplatos y de vivir en un cuarto de vecindad “como en una caja de zapatos”. Tiene un hijo de unos seis años, aunque no vive con la madre ni sigue con ella. Sandra, su amiga desde pequeños, lo acompaña a un bar gay. Desde una diminuta luz roja que lo apunta, conoce a Gerardo y recibe un flechazo instantáneo: se sienten el uno para el otro, para siempre.

Los recuerdos de la infancia de ambos se van sucediendo en la historia presente, todo marcado por el desconcierto o el rechazo de los papás rancheros que ven a sus hijos poco hombrecitos mientras las madres callan la pena. El joven Iván sigue con su “sueño americano”, pero Puebla no le ofrece muchas posibilidades, así que decide irse a Nueva York, como tantos poblanos, con el pago a un “pollero” y atravesando el desierto. Pero en Nueva York los sueños siguen siendo sueños, e Iván sigue trabajando de lavaplatos, sin Gerardo, sin su hijo, sin ver a su familia. Ahí las sensaciones y los sentimientos se van amargando como los de cualquier migrante. Y nosotros, espectadores, lo vamos sintiendo con dolor.

Esta historia, narrada por la directora y guionista Heidi Ewing (Michigan, 1971), parte de su antigua amistad con los Iván y Gerardo reales, que siguen en Nueva York, después de más de veinte años de haber abandonado tierra y familia, y no poder regresar: “Ustedes entraron ilegalmente a Estados Unidos y no tienen permiso de viajar a México”, les informa la funcionaria del Consulado. “¿Por qué un país puede destruir la unión de una familia?”, se pregunta Iván. La película se vuelve muy sutil en el terreno político —tanto en Estados Unidos como en México—, y su enorme virtud es lograr una narración muy íntima, sensible, cercana, de cualquier persona inmigrante, sin las etiquetas de su orientación sexual.

Heidi Ewing estudió en la prestigiosa Universidad de Georgetown, de orientación jesuita, y es cineasta y productora de cine documental. En sus trabajos ha abordado asuntos delicados y complejos: el conservadurismo religioso en la educación de los niños, en Jesus Camp (2006); el negocio de las clínicas de aborto, en 12th & Delaware (2010); los judíos excomulgados de una comunidad jasídica, en One of Us (2017); los periodistas perseguidos y amenazados, en Endangered (en producción). En 2020 decidió tratar la historia de Iván García y Gerardo Zabaleta como una ficción cinematográfica con base en la realidad. Con este género la cineasta puede acercarnos mucho y con rebosante ternura a la niñez y la juventud de los protagonistas, con excelentes actores mexicanos y toda la película en español.

El “Te llevo conmigo” que puede decir cualquier persona que emigra consiste en los recuerdos con sus colores y sentimientos, las imágenes más queridas, los olores y sabores de la cocina familiar, la fe y las devociones religiosas, las fotos del hijo, las llamadas a la familia, el tejido de amor y sufrimientos que la abraza… Llevamos sueños y aquí estamos todavía soñando.

 

Sin señas particulares / Identifying Features[3]

De entre la niebla apenas se distingue un jovencito, Jesús, de un rancho de Guanajuato que se despide de su madre y parte con un compañero hacia California para cumplir su “sueño americano”. La niebla será el signo premonitorio de todo lo que seguirá. Poco tiempo después avisan que el compañero fue hallado muerto. Magdalena, la madre de Jesús, toma el camino hacia Tijuana para buscar a su hijo, vivo o muerto. En su encuentro con las “autoridades” y los “servidores públicos”, a éstos la cámara los tomará siempre sin dar la cara, como sombras difusas, seres distantes, indolentes, rutinarios, corruptos. El rostro de “Magda” (gran actuación de Mercedes Hernández) nos transmite, al mismo tiempo, la impotencia y la fortaleza de una madre en búsqueda, como tantas.

Otras madres y más mujeres irán apareciendo como ángeles en el camino de Magdalena. “No acepte darlo por muerto”, la alienta otra madre en búsqueda. En el autobús secuestrado un viejo logró escapar y es el testigo; hay que dar con él. En el viaje Magdalena coincidirá con Miguel, otro joven emigrante deportado que regresa a su rancho para ver a su mamá. Una madre que busca a su hijo, un hijo que busca a su madre. Los dos se acompañan y se ayudan, como samaritanos, en la soledad hiriente de casas vacías en tierras tomadas por el narco, en Guanajuato.

Madre e hijo se encontrarán en el lugar más terrible, en su propia tierra, convertida en un infierno; en la morada de la bestia, de la peor violencia, de la muerte más cruel… en la ausencia de Estado; ahí donde el pueblo sólo puede guardar silencio para poder sobrevivir. Pero, de vez en cuando, alguien se atreve a mirar de frente en mitad de la noche: una madre que nada tiene que perder, porque ya nada le queda; una madre decidida a encontrar un cuerpo o el lugar en que fue enterrado… o quizás a su hijo vivo.

Reconocida este año con nueve Premios Ariel y más de quince premios internacionales, Sin señas particulares / Identifying Features (de Fernanda Valadez, 2020) es un retrato desgarrador y escalofriante de nuestra realidad; una película extraordinaria en todo: la forma de narrar, la atmósfera tensa, los estados emocionales contenidos, la fotografía precisa, los paisajes como territorios dantescos, el sonido y el silencio que nos penetran, la actuación impecable de Mercedes Hernández, la protagonista. Un dolor y un clamor inmenso que nos golpea; un relato que encarna la dignidad, la entereza, la búsqueda sostenida frente al horror de tanta injusticia y tanta muerte. Un cine necesario, el mejor cine, y hecho todo por mujeres.

 

[*] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México y miembro de SIGNIS (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

 

[1].    Samuel Kishi Leopo, Los lobos (película), Leticia Carrillo e Inna Payán (productores), Animal de Luz Films/Alebrije Cine y Video/Cebolla Films, coproducción México–Estados Unidos, 2019 (color, 95 min.).

[2].    Heidi Ewing, Te llevo conmigo (película), Edher Campos, Heidi Ewing, Mynette Louie et al. (productores), Black Bear Pictures/Loki Films/The Population/Zafiro Cinema, coproducción México–Estados Unidos, 2020 (color, 111 min.).

[3].    Fernanda Valadez, Sin señas particulares (película), Jack Zagha Kababie, Astrid Rondero, Fernanda Valadez et al. (productores), Corpulenta Producciones/Avanti Pictures/EnAguas Cine/Nephilim Producciones, coproducción México–España, 2020 (color, 95 min.).

Teoría de la justicia: ¿insuficientemente igualitaria? Un análisis desde la interpretación democrática de John Rawls

Jaider Javier Salas Restrepo[*]

 

Recepción: 3 de mayo de 2021
Aprobación: 13 de agosto de 2021

 

Resumen. Salas Restrepo, Jaider Javier. Teoría de la justicia: ¿insuficientemente igualitaria? Un análisis desde la interpretación democrática de John Rawls. En este trabajo realizo un análisis crítico del papel que desempeñan los bienes primarios dentro del segundo principio de justicia, buscando identificar una de las razones por las cuales la interpretación democrática es insuficiente para hablar de igualdad. Sostengo que la justa igualdad de oportunidades no dependerá, en última instancia, de la igualdad en las expectativas de éxito de aquellos que cuentan con los mismos activos naturales desarrollados, sino de la capacidad de la estructura básica de la sociedad para hacer frente a una estratificación de estos últimos; lo cual se traduce en desigualdades en los niveles remunerativos de los empleos en los que pueden aplicarse las capacidades y talentos desarrollados por los individuos. Tal argumento parte de reconocer la importancia que debe suscitar la idea de “acervo común” en el marco de la teoría rawlsiana.

Palabras clave: justicia como equidad, activos naturales, igualdad democrática, desigualdad, bienes sociales primarios, ingresos y riquezas, acervo común.

 

Abstract. Salas Restrepo, Jaider Javier. A Theory of Justice: Not Egalitarian Enough? An Analysis from John Rawls’ Democratic Interpretation. In this article I make a critical analysis of the role played by primary goods within the second principle of justice, in an attempt to identify one of the reasons by which the democratic interpretation is not enough to talk about equality. I contend that fair equality of opportunities will not ultimately depend on equality in the expectations of success of those who have the same developed natural assets, but on the capacity of society’s basic structure to deal with stratification in these assets, which leads to inequalities in the earning levels of the jobs in which the capacities and talents developed by individuals can be applied. This argument is based on a recognition of the importance that the idea of “common reserve” should command within the framework of Rawlsian theory.

Key words: justice as equity, natural assets, democratic equality, inequality, primary social goods, income and wealth, common reserve.

 

Introducción

John Rawls, en su libro Teoría de la justicia,[1] sugiere un sistema social de cooperación dirigido por términos equitativos en el marco de un régimen constitucional democrático en el que las instituciones políticas y sociales cumplen un papel central respecto de la concepción y aspiración a la justicia. Para elaborar esta concepción, el filósofo estadounidense lleva a un nivel más alto de abstracción las teorías contractualistas clásicas de John Locke, Jean–Jacques Rousseau e Immanuel Kant. Tal hazaña le exige establecer un edificio argumentativo en el que se resaltan los principales elementos que coadyuvarán a la configuración de una sociedad bien ordenada dentro del margen de un constructo teórico neocontractualista.

En el planteamiento de su teoría Rawls parte de un problema sin
resolver dentro del pensamiento democrático: el conflicto entre las demandas de libertad y las demandas de igualdad.[2] Para ello, el filósofo de Harvard propone una base filosófica y moral aceptable para las instituciones democráticas a través de principios de justicia política, de manera que tales principios sirvan de derrotero a la “estructura básica de la sociedad”, es decir, a las principales instituciones políticas y sociales. De ahí que, como él mismo afirma, “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamientos”.[3]

Los principios de justicia ayudarán a crear una sociedad bien ordenada en la que sus ciudadanos, considerándose a sí mismos libres e iguales, establezcan términos imparciales de cooperación de una generación a otra. En este sentido, para Rawls, una sociedad democrática consta de un pluralismo razonable, es decir, la componen individuos con diferentes formas de ver la vida, doctrinas políticas, metafísicas o religiosas; en otras palabras, con distintas “doctrinas comprehensivas”. En este tipo de sociedad no sería razonable imponer una determinada doctrina o creencia al resto de ella. Lo que ayudará a establecer la concepción política de la justicia será un “consenso entrecruzado (o traslapado) razonable” en medio del pluralismo razonable existente. Tal consenso se logra cuando las distintas doctrinas, que divergen entre sí, apoyan la misma concepción política de justicia creando, de esta manera, “la base más razonable de unidad política y social disponible para los ciudadanos”.[4]

Rawls, como liberal igualitarista, apuesta por un escenario en el que las instituciones políticas y sociales del Estado contribuyan a salvaguardar tanto los derechos como las libertades básicas iguales de todos los ciudadanos, así como la igualdad equitativa de oportunidades para todos. No obstante, el filósofo de Harvard también propone un escenario de desigualdad en lo concerniente a los ingresos y la riqueza a partir del “principio de diferencia” establecido en el segundo principio de justicia, en el cual se afirma:

Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y, en segundo lugar, las desigualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad (el principio de diferencia).[5]

A continuación expondremos la manera en que Rawls introduce la idea de los bienes sociales primarios dentro de los límites de su teoría. Nos detendremos específicamente en los bienes primarios de oportunidades e ingresos y riqueza para, en un segundo momento, analizar el lugar que asigna a los talentos naturales dentro de la interpretación o igualdad democrática.

 

Los bienes sociales primarios: materia prima del igualitarismo rawlsiano

Para Rawls la idea de la sociedad como sistema equitativo de cooperación social, la idea de la sociedad bien ordenada y la idea de ciudadanos libres e iguales son ideas de justicia que debe poseer un individuo perteneciente a una sociedad democrática. A partir de estas ideas de justicia, los ciudadanos tendrán que contar también con medios indispensables que les garantizarán una efectiva realización de sus planes de vida. A éstos Rawls los denomina “bienes sociales primarios”, los cuales son el producto de una crítica a las comparaciones interpersonales de bienestar del utilitarismo.[6]

La principal dificultad que encuentra nuestro autor en las comparaciones interpersonales de bienestar del utilitarismo estriba en que las expectativas de los representantes de la sociedad en la “posición original”[7] se verían limitadas a la maximización de la suma algebraica de las utilidades esperadas de todos los integrantes de la sociedad.[8] No obstante, Rawls se pregunta acerca de las bases objetivas de estas comparaciones. Ante la ausencia de tales bases objetivas por parte del utilitarismo para llevar a cabo estas comparaciones, el filósofo de Baltimore propone dos bases objetivas y las plantea en el “principio de diferencia” (difference principle).[9] La primera consiste en identificar al representante menos aventajado de la sociedad, lo cual ayudará a saber desde qué posición debe juzgarse el sistema social.[10] La segunda radica en llevar a cabo comparaciones en función de las expectativas de bienes sociales primarios.[11] Por ende, la comparación de expectativas se definirá desde una misma posición a partir del índice de esos bienes que un individuo representativo puede esperar.[12]

Los bienes sociales primarios son las condiciones sociales y los medios de uso universal necesarios para que los ciudadanos se desarrollen adecuadamente y ejerzan de manera plena sus dos facultades morales, y, en especial, promuevan sus concepciones del bien.[13] El filósofo estadounidense distingue estos bienes en distintas categorías, a saber, derechos, libertades, oportunidades e ingresos y riqueza. De esta manera, la justicia como equidad, en tanto concepción política, propone tales bienes primarios como una herramienta razonable que sería aceptada por un consenso traslapado entre distintas doctrinas comprehensivas.

Al proponer los bienes sociales primarios, Rawls se enfrenta a dos problemas: el índice y las expectativas. Ante la cuestión acerca de cómo crear un índice de bienes primarios o, mejor dicho, a partir de cuáles criterios, el profesor de Harvard acude al argumento desde la primera base objetiva para las comparaciones interpersonales; es decir, tiene en cuenta que, en las circunstancias sociales en que vive la sociedad, y según el modo en que están distribuidos los poderes, el ingreso y la riqueza, existe la posición del menos aventajado, por lo que busca la manera de que la distribución de los bienes sociales a los más favorecidos de la sociedad termine afectando positivamente a los menos favorecidos.

El problema de las expectativas tiene relevancia en el conjunto de la teoría rawlsiana, ya que parecería que, a través de los bienes sociales primarios, la justicia como equidad está buscando asegurar un grado determinado de satisfacciones en sus individuos o, incluso, incentivar un sistema meritocrático desde cada plan racional de vida. No obstante, el interés de Rawls al proponer estos bienes consiste en que, en el supuesto de que cada concepción del bien es razonable —es decir, obedece a lo establecido en los principios de justicia—, cada ciudadano puede acceder a estos bienes siempre y cuando el que tenga más ayude al que menos tiene.

Abordemos ahora las razones que llevaron a Rawls a ubicar los bienes primarios de oportunidades e ingresos y riquezas dentro de los parámetros de la interpretación o igualdad democrática. De esta forma, veremos el papel que desempeñan los talentos y capacidades naturales dentro de la propuesta de justicia distributiva de Rawls. Para ello guiaremos nuestro análisis crítico desde la argumentación del profesor de Harvard en Teoría de la justicia, específicamente en la sección titulada “interpretaciones del segundo principio de justicia”.[14]

 

La igualdad democrática y el problema de los activos naturales

Uno de los temas centrales en las propuestas de justicia distributiva consiste en las ventajas con las que contaría cada individuo para llevar a cabo un determinado plan de vida. Estas ventajas, en el caso de Rawls, van estrechamente conectadas a la demanda de igualdad que resulta del escenario imparcial en el que están ubicados los representantes ideales de los ciudadanos en la posición original.

Para explicar de qué manera las ventajas de los individuos no quedarán desligadas del concepto de igualdad, nuestro filósofo tiene que dar un lugar a los bienes primarios, de forma tal que ayuden a configurar el mejor escenario igualitario posible. Para ello ve necesario que el primer principio de justicia quede intacto, es decir, el bien primario de libertades y derechos básicos no podrá negociarse; no obstante, hay que encontrar un lugar a los bienes primarios de oportunidades e ingresos y riquezas. Por ende, en Teoría de la justicia, el profesor de Harvard evalúa si un sistema de libertad natural o un sistema de igualdad liberal podría valerse de los bienes primarios de oportunidades e ingresos y riquezas, de tal manera que configuren una sociedad equitativamente justa.

En tal búsqueda el filósofo de Baltimore halla significativas falencias tanto en el sistema de libertad natural como en el de igualdad liberal. El primer sistema está dirigido por el principio de eficiencia; por lo tanto, una distribución justa dependería de que un individuo tenga las capacidades y los deseos de trabajar en un empleo determinado y a partir de la existencia de una igualdad formal de oportunidades.[15] Es decir, el bien primario de las oportunidades dependería de una carrera meritocrática en la que las capacidades innatas cumplirían un papel central. En este sentido, el ingreso y las riquezas estarían en función de lo que cada individuo obtuviese a partir del desarrollo de sus habilidades y talentos. De igual forma, a pesar de que un individuo cuente con los talentos innatos necesarios para desenvolverse en un determinado trabajo, las contingencias sociales y la lotería con la que haya nacido seguirán siendo una barrera en términos de justicia.

Para Rawls es entonces fundamental que los términos de justicia en una democracia no dependan, en última instancia, de la lotería natural con la que cada individuo haya nacido ni de que las contingencias sociales cumplan un papel definitorio. El sistema de igualdad liberal se presenta como una opción razonable ante el sistema de libertad natural. La interpretación liberal reemplaza la igualdad formal de oportunidades por el principio de la justa igualdad de oportunidades. Es decir, aquellos individuos que posean las mismas capacidades y talentos innatos, con la misma disposición a usarlos, deberían contar con las mismas perspectivas de éxito en la vida desde la posición que tengan en la sociedad. La interpretación liberal trata de afrontar la realidad de las contingencias sociales y de la suerte que le haya tocado vivir a cada individuo. Por ende, no importa si alguien nació en la posición menos aventajada o en la más aventajada, pues aún tendrá las mismas oportunidades para desenvolverse a partir de sus capacidades y talentos, y de acuerdo con el plan de vida elegido.

Aunque parece que el sistema de igualdad liberal es la solución más factible al vacío que deja el sistema de libertad natural —y, a pesar de que la influencia de las contingencias sociales es mitigada con la interpretación liberal—, sigue desempeñando un papel preponderante que la distribución del ingreso y las riquezas aún dependa, en última instancia, de la distribución natural y del posterior desarrollo de las capacidades y talentos de cada individuo.[16]

Para afrontar esta cuestión el filósofo propone la “interpretación o igualdad democrática”, la cual consiste básicamente en tomar la justa igualdad de oportunidades —de la interpretación liberal— y agregarle el principio de diferencia. Este principio lo presenta Rawls como una alternativa al principio de eficiencia, propio del sistema de libertad natural. El principio de eficiencia sería, en pocas palabras, una carrera en la que, mientras uno avanza, otros se quedan en el mismo sitio, lo cual retrataría un escenario de desigualdad en el que unos acumulan cada vez más, mientras que otros se quedan en la misma posición de escasez y desventaja. El principio de diferencia hace frente a la indeterminación del principio de eficiencia, especificando una posición particular desde la cual deberán juzgarse las desigualdades económicas y sociales de la estructura básica de la sociedad.[17]

Mientras que en el sistema de libertad natural —como en la interpretación liberal— el bien primario de ingreso y riqueza quedaba a la suerte del resultado de una carrera desde el trasfondo institucional —teniendo como garantías libertades y derechos básicos iguales, y una justa igualdad de oportunidades para todos—, el principio de diferencia propone que “las expectativas más elevadas de quienes están mejor situados son justas si y solo si funcionan como parte de un esquema que mejora las expectativas de los miembros menos favorecidos de la sociedad”.[18]

Hasta este punto Rawls podría pronunciar un “eureka”, ya que parece que las condiciones ideales para establecer una sociedad imparcialmente justa en una democracia están “claramente” dadas. Sin embargo, es parte de nuestro argumento que este tipo de sociedad funcionaría si y sólo si se da la exclusión de un gran número de individuos que no cabrían en el tipo específico de sociedad planteada por aquél. A continuación explicaremos por qué la distribución de los bienes primarios que propone nuestro autor, según los dos principios de justicia, es insuficientemente igualitaria a partir del lugar que él asigna a los talentos innatos y al posterior desarrollo de éstos en medio de las contingencias sociales y la suerte que le ha tocado a cada individuo.

Cabe resaltar que, dentro del engranaje argumentativo rawlsiano, la primera decisión que toman los representantes ideales en la posición original es optar por una igualdad estricta en los bienes primarios, es decir, por una sociedad en la que, además de existir igualdad en libertades, derechos y oportunidades, exista igualdad en distribución de ingresos y riqueza. Rawls se identifica, en un primer momento, con este tipo de sociedad; sin embargo, a partir de las circunstancias tanto objetivas como subjetivas de la justicia[19] el profesor de Harvard emprende la búsqueda de un escenario en el que la desigualdad pueda contribuir más que la igualdad (estricta) a un beneficio mutuo establecido en términos de cooperación. Empero, a nuestro entender, el filósofo yerra al pensar que el principio de diferencia proveerá de una mejor alternativa respecto de una sociedad completamente igualitaria; un talón de Aquiles del principio de diferencia se encuentra, según lo vemos, en el lugar que aquél asigna a los talentos y capacidades desde la interpretación democrática.

El profesor de Harvard también denomina “activos naturales” a estos talentos y capacidades, y los asocia directamente con que sean o no desarrollados en el transcurso del tiempo y en función de circunstancias sociales y contingencias fortuitas, como los accidentes o la buena suerte.[20] Además, afirma que “el principio de diferencia representa el acuerdo de considerar la distribución de talentos naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar en beneficios de esta distribución, cualesquiera que sean”.[21]

Es cierto que esta idea de “acervo común” ha sido muy discutida; pero, a la vez, da la impresión de que ha quedado en el limbo frente a la utilidad real que presenta en el marco de la teoría rawlsiana. Es pertinente, por ello, abordar la discusión alrededor de la noción de acervo común, ya que esta elaboración nos dará mucha más claridad acerca del lugar y del alcance de los talentos y capacidades innatos a partir de lo propuesto por Rawls. Para el análisis de esta noción abordaremos, en lo esencial, el debate entre Robert Nozick y Michael Sandel al respecto.

Nozick, en su libro Anarquía, estado y utopía,[22] cuestiona el hecho de que Rawls hubiese considerado los talentos y capacidades naturales como  “arbitrarios desde un punto de vista moral”.[23] Para el autor esta aseveración de Rawls “puede bloquear la introducción de decisiones y acciones autónomas de una persona (y sus resultados) sólo atribuyendo todo lo que es valioso en la persona a ciertas clases de factores completamente externos”.[24] Esta afirmación es parte de un escrutinio argumentativo de Nozick al hecho de que Rawls haya optado por no elegir el sistema de libertad natural en la posición original. En este sentido, para él, Rawls no establece razones suficientes para rechazar el sistema de libertad natural, sino que, simplemente, se limita a sostener su argumento sobre la base de la distribución moralmente arbitraria de los dones naturales.

Para Nozick, “Rawls rechaza explícita y categóricamente la distribución de conformidad con el merecimiento moral”;[25] ante lo cual el primero se cuestiona: “¿por qué tienen que justificarse las diferencias entre personas? ¿Por qué pensar que tenemos que cambiar, remediar o compensar cualquier desigualdad que puede ser cambiada, remediada o compensada?”.[26] A modo de contestación al profesor de Harvard, Nozick sostiene —desde una perspectiva lockeana— que, aun “si las dotes naturales de las personas son arbitrarias o no, desde un punto de vista moral, las personas tienen derecho a ellas, y a lo que resulte de ellas”.[27]

Ante la idea de “acervo común” o “dote colectiva”,[28] como la denomina Nozick, este último se pregunta: “¿la extracción de aún más beneficios para otros es lo que, se supone, justifica tratar las dotes naturales de las personas como recurso colectivo?”.[29] El mismo autor advierte que “las personas diferirán en cómo consideran los talentos naturales como dotes comunes”;[30] advertencia que resulta de la aparente contradicción que observa él en la crítica que formula Rawls contra el utilitarismo respecto a que esta doctrina no toma seriamente en cuenta la distinción entre personas. Asimismo, Nozick cuestiona la idea de que los dos principios de justicia rawlsianos, realmente, consideren al individuo como un fin en sí mismo, y no como un medio; ante lo cual concluye: “los talentos y habilidades de las personas son un haber de una sociedad libre; otros miembros de la comunidad se benefician de su presencia y mejoran porque están allí y no en alguna otra parte o en ninguna parte”.[31] Nozick todavía ahonda más en su crítica planteando que:

Si las dotes y talentos de las personas no se pudieran someter para servir a otros, ¿se haría algo para desaparecer estas cualidades y talentos excepcionales, o para prohibir que se ejercieran en beneficio propio de la persona o de aquel que escogiera, aun cuando esta limitación no mejoraría la posición absoluta de aquellos que, de alguna manera, fueran incapaces de enjaezar los talentos y habilidades de otros para su propio beneficio?[32]

Hasta aquí hemos observado que, para Nozick, no existen argumentos suficientes, desde la postura de Rawls, para sostener la idea de un acervo común a partir de las diferencias en los talentos y capacidades con los que ha nacido cada ser humano. Al contrario, a aquél le parece que éste parte de un concepto de persona que priva al individuo de lo que le corresponde por naturaleza. Por consiguiente, para el primero es importante que se tenga en cuenta la concepción retributiva de la justicia que podría partir, desde la propuesta rawlsiana, de un análisis detenido de la pertinencia del sistema de libertad natural aplicado a la elección de principios de justicia en la posición original.

Ahora veamos la forma en que Sandel hace frente a las críticas de Nozick en relación con el lugar que Rawls concede a los talentos naturales. En su libro El liberalismo y los límites de la justicia[33] el autor emprende una defensa del acervo común a partir de la crítica de Nozick al concepto de persona que, según Sandel, establece Rawls en su teoría. Para él, el acervo común no viola las diferencias entre las personas ni considera a algunas como medios para el bienestar de otras, “porque no son las personas sino sus atributos los que se usan como medios para el bienestar de los demás”.[34] Este mismo autor se basa en el hecho de que los talentos y capacidades con las que nace una persona se constituyen como elementos contingentes del individuo, es decir, no son elementos constitutivos esenciales, sino atributos alienables del “yo”;[35] idea que refleja, a su vez, el concepto rawlsiano de persona: “en la concepción de Rawls todos los bienes son contingentes y en principio separables del ‘yo’, cuya prioridad se asegura a través de su habilidad para retroceder constantemente frente al remolino de las circunstancias”.[36]

Sandel añade que, de la misma teoría rawlsiana, se podría desprender otro argumento de defensa en aras de superar la crítica de Nozick al principio de diferencia desde la idea del acervo común. Esta segunda defensa calificaría “la distinción entre el ‘yo’ y los otros al proponer que, en ciertas circunstancias morales, la descripción relevante de un ‘yo’ puede incluir más de un ser humano empíricamente individualizado”.[37] Por ende, esta idea, según él, “apela, en resumen, a una concepción intersubjetiva del yo”.[38] Esta defensa, no obstante, entraría en conflicto con un supuesto que, de acuerdo con él, también se desprende de la teoría de Rawls: la manera en que este último define al “yo”, describiéndolo como un “sujeto de la posesión, limitado anticipadamente, y dado con prioridad a sus fines”,[39] suponiendo que “los límites del sujeto se corresponden sin problemas con los límites corporales entre los seres humanos individuales”.[40] Dado que, a lo largo de su teoría, Rawls no elaboró suficientemente este argumento, Sandel ve la necesidad de acudir a la idea del pluralismo —que se impone como una de las más importantes en la teoría rawlsiana— para respaldar el supuesto que expone como defensa a la crítica de Nozick. Sin embargo, en su calidad de supuesto, sigue siendo parte de un ejercicio deductivo que podría realizarse a partir de los postulados rawlsianos. De cualquier manera, la idea de pluralismo, de acuerdo con Sandel, sería la mejor arma para hacer frente, efectivamente, a la objeción de Nozick al acervo común. Aquél describe su defensa de la siguiente forma:

Si el principio de diferencia tiene que evitar utilizar algo como medio para el fin de otros, sólo puede hacerlo bajo circunstancias en las que el sujeto de la posesión sea un “nosotros” en lugar de un “yo”, circunstancias que implican a su vez la existencia de una comunidad en el sentido constitutivo.[41]

Sandel apoya el arriesgado supuesto de la intersubjetividad con la idea de “unión social” que consigna Rawls en Teoría de la justicia cuando afirma que “es a través de la unión social fundada en las necesidades y posibilidades de sus miembros como cada persona puede participar en la suma total de los valores naturales realizados de los otros”.[42]

La crítica de Nozick conllevaría, entonces, establecer un escenario en el que se dé por hecho que Rawls piensa usar como medios a los sujetos en su calidad de propietarios de cada uno de sus talentos y capacidades naturales en beneficio de la sociedad. Si a cada individuo le pertenece cada uno de los dones con los que ha nacido, por ende, también los merece, como un derecho, desde un punto de vista moral. De ahí que resulte inverosímil, desde Nozick, establecer una teoría en la que, como eje central, se intente desvincular los talentos naturales del sujeto que los posee por derecho. No obstante, según Sandel, parece que Rawls está proponiendo la idea de acervo común sobre un concepto del “yo” en el que los talentos y capacidades naturales se presentan como atributos contingentes, y no como parte esencial del mismo sujeto. Es decir, la idea de acervo común podría tener sus raíces en una idea de intersubjetividad, la cual se expresaría, de mejor forma, en el concepto de unión social y, específicamente, en el de pluralismo, subyacente en el centro de la concepción política de la justicia de Rawls.

Esta discusión en torno al acervo común nos resulta útil para apoyar nuestro argumento acerca de los talentos naturales. Para este cometido es importante señalar que, en el trasfondo de nuestro análisis, se presupone la defensa que elabora Sandel de ese acervo. Por consiguiente, considerar la distribución de los activos naturales como parte de la concepción de una sociedad que pretende ser un sistema equitativo de cooperación debe llevarnos a abogar contra la manera en que la estructura básica favorece significativamente la remuneración de unos talentos sobre otros, ensanchando de este modo la brecha de desigualdad creciente día con día. Situarnos desde el acervo común conduce, necesariamente, a pensar la mejor forma en que una teoría de la justicia, como la de Rawls, podría avanzar en los ideales de igualdad que defiende.

Por ahora es necesario retomar la idea de que, en efecto, Rawls considera los activos naturales en función del sistema productivo de la sociedad. Es decir, el hecho de que sean o no desarrollados —y lo que ayuden en ello las contingencias sociales y la fortuna— está asociado directamente con que se puedan obtener más beneficios para la sociedad; y que estos beneficios, a su vez, redunden en el mejoramiento de las expectativas de los menos aventajados. Lo que se sigue de esta premisa es que Rawls relaciona directamente los activos naturales de cada individuo con el nivel productivo que puedan ofrecer a la sociedad en el marco de un sistema de libre mercado. Parece, entonces, que el filósofo estadounidense toma como referencia una sociedad en la que los talentos y capacidades naturales se verían estratificados en función del nivel de productividad que pueda generar cada uno de esos activos naturales, lo cual no necesariamente quiere decir que la justicia como equidad se funda en un sistema meritocrático. Antes bien, partimos de la premisa de que, como afirma Rawls y desde la defensa de Sandel, ningún individuo es merecedor de los dones que le han correspondido en la distribución natural ni de la forma en que llegue a desarrollarlos.[43] Sin embargo, algo que no podemos ignorar es que  —más allá de la postura de Nozick acerca de la pertenencia, por derecho, de los dones naturales— detrás de  cada talento y capacidad existe un individuo que, de una u otra forma, se ha hecho cargo de los dones naturales con los que nació.

Por consiguiente, el problema no es tanto que Rawls asocie los dones naturales con los potenciales beneficios que éstos puedan ofrecer a la sociedad, sino el hecho de que el sistema de instituciones políticas, sociales y económicas esté predispuesto de tal forma que conceda un mayor nivel de remuneración al desarrollo de unos talentos sobre otros. Por ejemplo, supongamos que un individuo A nace con habilidades para ser profesor de humanidades, mientras que un individuo B nace con habilidades para ser ingeniero. Una sociedad en la que el individuo B, trabajando como ingeniero, gana 10 veces el salario del individuo A, trabajando como profesor de humanidades, dice mucho sobre su forma de estratificación remunerativa de unos talentos por encima de otros; y, además, de la prioridad que, como sociedad, se les da a determinadas áreas del conocimiento sobre otras. A este respecto nos podríamos preguntar por qué existen altas demandas en las universidades para estudiar carreras que prometen un alto nivel de remuneración, mientras que aquéllas que no lo hacen tienden a incorporar, cada vez más, muy pocos aspirantes. Aplicándolo a nuestro ejemplo, ¿por qué hay una excesiva demanda de ingreso a carreras de ingeniería, mientras que las aulas de las carreras de humanidades están cada vez más vacías?

Rawls propone un “principio de compensación” dirigido a las desigualdades inmerecidas. Tal principio sostiene que “[…] con objeto de tratar igualmente a todas las personas y de proporcionar una auténtica igualdad de oportunidades, la sociedad tendrá que dar mayor atención a quienes tienen menos dones naturales y a quienes han nacido en las posiciones sociales menos favorables”.[44] En este punto podríamos cuestionarle a Rawls lo siguiente: ¿se trata de los que tienen “menos dones naturales” o, simplemente, nos referimos a aquéllos que, aun teniendo muchos o cualificados dones naturales, se encuentran con la barrera de que el empleo al cual aspiran no es suficientemente remunerado para dejar de ocupar la posición del “menos aventajado”?

Además, la solución no estaría en dar un trato especial a los menos favorecidos en posición o dones naturales. Al contrario, las instituciones sociales deberían revisar el hecho de que, por ejemplo, los sistemas educativos favorezcan algunos tipos de talentos naturales por encima de otros; ya que, para el filósofo estadounidense, una de las tareas del principio de diferencia es asignar recursos a la educación para mejorar las expectativas de los menos favorecidos. Aquí podríamos cuestionar qué tipo de educación privilegia el modelo de sociedad que imagina Rawls.

También podríamos preguntar lo siguiente: ¿qué pasaría con aquellos individuos que han desarrollado sus talentos innatos —a los que, incluso, en oficios específicos se les podría considerar expertos— en ciertos oficios y profesiones cuyo nivel de remuneración general es significativamente bajo? Esto probaría, en efecto, que, si un individuo desarrolla los talentos y capacidades con los que ha nacido, y que además disfruta, esto no garantiza un aumento en sus expectativas de éxito desde el punto de vista de la remuneración económica. Aun existiendo la justa igualdad de oportunidades, no importa cuántos talentos naturales posea un individuo ni cuánto los haya desarrollado a lo largo del tiempo, pues lo que tendrá la última palabra es la manera en que éstos se encuentren estratificados en una determinada concepción de la productividad social.

Ahora bien, no se trata de dar lugar a ciertas habilidades o talentos que no posean ningún tipo de beneficio social en el sistema de cooperación que establece Rawls. Como hemos consignado, deberíamos enfocarnos en aquellos talentos que ya tienen cierto valor productivo en beneficio de la sociedad, pero cuyos empleos, no obstante, reciben una remuneración significativamente baja, o, al menos, inequitativa. No se podría demandar que la estructura básica reconozca mi habilidad o talento para mascar golosinas o para guiñar el ojo. Un individuo podría desarrollar todo tipo de talentos o capacidades a lo largo del tiempo, pero el hecho de que desarrolle un talento que disfruta no significa, necesariamente, que la sociedad lo deba recompensar por ello. En este sentido, la idea del acervo común cobra un significado especial, pues lo que en el fondo pretende Rawls es que las diferencias en talentos y capacidades naturales redunden en el beneficio de todos, empezando por los menos aventajados. Así, se da por hecho que estamos hablando de talentos y capacidades, desarrollados a lo largo del tiempo, con algún valor significativo en la lógica de ventajas sociales que se obtendrían del sistema productivo.

Luego entonces, el problema de la interpretación liberal no recae sólo en la indeterminación de la distribución de los ingresos y la riqueza a partir del desarrollo de los activos naturales, sino también en cómo estén establecidas las instituciones sociales, en especial aquéllas relacionadas con el sistema económico, en las cuales se evidencia una estratificación de los talentos y capacidades naturales a partir de significativas desigualdades relacionadas con su remuneración.[45] Esto evidencia también que, aun cuando exista una igualdad equitativa de oportunidades, no es suficiente para hablar de igualdad; es decir, después de que todos los individuos de una sociedad hayan accedido a un empleo de acuerdo con el principio de igualdad equitativa de oportunidades, quedarán a la suerte de la manera en que la sociedad haya estratificado los talentos naturales y, consiguientemente, la remuneración de los empleos a los que pueden aplicarse. Por lo tanto, parece que el principio de diferencia aún se queda corto ante las demandas de igualdad y que, por ende, la interpretación democrática de Rawls no supera la interpretación liberal.

Vemos, por ejemplo, infinidad de casos en los que las personas han desarrollado exitosamente sus talentos y capacidades naturales —incluso favorecidas en ello por las contingencias sociales— y, sin embargo, no han podido evitar, en tanto ciudadanas y ciudadanos, pertenecer al grupo de los poco o menos aventajados en ingreso y riqueza. Parece, entonces, que no se trata tanto de desarrollar y fortalecer talentos y capacidades con los que se nace, sino, más bien, de adaptar habilidades y talentos a ciertas actividades productivas que prometen un mejor nivel de salario y, por lo tanto, de ingresos; lo que generará, a su vez, suficiente riqueza para sumar al beneficio general de una sociedad entendida como sistema equitativo de cooperación. No obstante, éste es un cometido que se logra a costa de seguir reproduciendo las mismas relaciones desiguales con base en un sistema selectivo de actividades productivas en el que los menos aventajados, por más que desarrollen sus activos naturales, seguirán ocupando la posición menos aventajada de la sociedad. Pero una sociedad en la que los individuos tienen que renunciar a los talentos con los que han nacido y que disfrutan, para ejercitar sólo aquéllos que generan mayores ingresos, será una sociedad autómata en la que los ciudadanos verán coartada su capacidad de elección por adaptarse a ciertos mecanismos establecidos en el marco del sistema de mercado. Este tipo de sociedad corresponde a la crítica de Nozick cuando afirma que la propuesta de Rawls conllevaría instrumentalizar a cada individuo en búsqueda de un beneficio social. Es decir, como no merezco, moralmente hablando, los dones que tengo, sino que son parte de un recurso común, al fin y al cabo, no importará si renuncio a los talentos que he custodiado y desarrollado para someterme a otros que me darán un mejor nivel de vida, además de contribuir al sistema social.

 

Otras implicaciones

Ahora hablaremos de tres tipos de implicaciones que se derivarían del problema que hemos expuesto, esto es, la innegable estratificación existente en niveles de remuneración asociados a la potencial capacidad productiva de unos activos naturales por encima de otros. Estas implicaciones son “las tensiones en el compromiso”, la repercusión sobre las bases del respeto a sí mismo y la identificación real de quiénes son los menos aventajados de la sociedad.

Las “tensiones en el compromiso”[46] podrían poner en peligro el consenso entrecruzado que debería sostener consistentemente la funcionalidad de los dos principios de justicia elegidos en la posición original. Al hablar de tensiones en el compromiso, Rawls parte de la idea de que el contrato original es definitivo y se acuerda a perpetuidad.[47] Además, este contrato es de carácter público y, por lo tanto, debe contar con el apoyo de todos los individuos que lo aceptaron como directriz para encauzar su sociedad. De ahí que, como él señala, “una concepción de la justicia es estable cuando el reconocimiento público de su realización en el sistema social tiende a producir el correspondiente sentido de la justicia”.[48] Sin embargo, una sociedad en la que exista una estratificación remunerativa de los distintos talentos y capacidades naturales no producirá, según nuestro argumento, este resultado.

Las tensiones en el compromiso corresponden al hecho de que las partes en la posición original se pregunten “si aquellos a los que representan son personas de las que se puede razonablemente esperar que honrarán los principios acordados de la manera requerida por la idea de acuerdo”.[49] Como afirma Rawls en La justicia como equidad, las tensiones del compromiso son excesivas cuando los ciudadanos, libres e iguales, dejan de apoyar el acuerdo sustentado en los principios de justicia. Y se siguen dos modos de reacción cuando se exceden las tensiones del compromiso. Por un lado, existen levantamientos, protestas violentas y otros actos que muestran descontento y resentimiento ante los principios de justicia. En este caso los menos aventajados son los protagonistas de este tipo de discrepancias. Por otro lado, el desacuerdo con los principios de justicia también puede manifestarse a través de la apatía o el sentimiento de rechazo al tipo de sociedad que se ha conformado a partir de tal concepción de la justicia; lo que conduce, inevitablemente, a restar importancia a los acuerdos previamente adquiridos.

Además, las tensiones en el contrato establecido desde la posición original afectan directamente también uno de los bienes sociales primarios que Rawls aborda poco a lo largo de su obra, esto es, el bien primario del respeto a sí mismo. En palabras del autor, “el reconocimiento público de los dos principios de justicia da un mayor apoyo al respeto que los hombres tienen de sí mismos, lo que a su vez repercute aumentando la eficacia de la cooperación social”.[50] En efecto, al presentarse un rechazo de cualquiera de los principios de justicia, se verá amenazado el sentimiento de que vale la pena llevar a cabo un determinado plan de vida.[51] Aplicado a nuestro argumento, un individuo, al percatarse de que la sociedad de la cual forma parte no valora el talento o capacidad natural que ha desarrollado a lo largo del tiempo, y de que, por lo mismo, debe adaptarse a otro tipo de actividades que requieren ejercitar otros talentos distintos a los que le apasionan, será una persona que presentará, a lo largo de su vida, un descontento frente al tipo de sistema de cooperación social establecido.

Además de los problemas hasta aquí presentados que suponen los activos naturales en la teoría rawlsiana, se suma la tarea de analizar a quiénes podríamos considerar realmente como los “menos aventajados” de la sociedad. Para el filósofo de Baltimore los menos aventajados son “aquellos que comparten con otros ciudadanos las libertades básicas iguales y las oportunidades equitativas, pero con menores niveles de ingreso y riqueza”.[52] Sin embargo, a partir del problema mostrado, observamos que la posición de los menos aventajados no estaría relacionada directamente y sólo con el nivel de ingreso y riqueza de los individuos, sino también con las expectativas de éxito que podría tener un ciudadano a partir de sus activos naturales y la remuneración dispuesta por la sociedad para los empleos en los cuales apliquen esos dones naturales desarrollados. Es decir, un individuo, a pesar de provenir de una familia con un patrimonio de riqueza considerable, podría también ser parte del grupo de los menos aventajados si los talentos y capacidades que ha desarrollado no le son suficientes para mantener el nivel de vida de su propia familia. Claro que este individuo podría vivir cobijado bajo las riquezas de esta última; sin embargo, en caso de que decida independizarse, sabrá que no podrá mantener el mismo estilo de vida. Éste, de acuerdo con lo antes señalado, sería otro motivo que socavaría el bien primario del respeto a sí mismo y que, además, amenazaría la estabilidad del compromiso acordado en la posición original.

 

Conclusión

La teoría de la justicia de John Rawls ha marcado un hito en la historia de la filosofía política. En especial, ha contribuido a intensificar el trabajo en torno a la construcción del mejor modelo de sociedad democrática bajo parámetros de igualdad y justicia social. Un riesgo que se podría presentar al momento de reflexionar en torno a una mejor versión de las democracias actuales sería quedarnos insertos en escenarios utópicos con el riesgo de sumirnos en un desprendimiento total de la realidad política, social y económica que a todos nos toca. Desde la propuesta rawlsiana, sin embargo, hay que destacar que, fuera de la posición original, existen individuos con innumerables diferencias y desigualdades entre sí; hombres y mujeres que buscan el mejor camino posible para vivir plenamente, de acuerdo con sus concepciones del bien.

La tarea de construir sociedades igualitarias no debe depender sólo de un índice concreto de bienes dispuestos a consideración de las principales instituciones que conforman una sociedad democrática. Un proyecto de justicia social debe tener en cuenta los innumerables y diversos factores que nos construyen como sujetos políticos; especialmente, una de las principales herramientas con las que nacemos para defendernos y crecer a lo largo de toda la vida, a saber, los talentos y capacidades con que somos favorecidos por una distribución natural.

Como hemos constatado a lo largo de este trabajo, el desarrollo exitoso de un determinado plan de vida y, por ende, el establecimiento y fortalecimiento de un sistema equitativo de cooperación dependerán de la manera en que la sociedad se encuentre constituida para ofrecer a sus ciudadanos las mejores condiciones sociales, políticas y económicas para llevar a cabo una determinada concepción del bien. Hemos corroborado que la interpretación democrática ofrecida por Rawls no es suficiente para establecer la igualdad, ya que la sociedad pensada en su teoría se encuentra predispuesta de manera tal que unos talentos y capacidades poseen más expectativas de éxito (en términos remunerativos, en materia económica) que otros activos naturales. En efecto, no basta con que cada individuo desarrolle y fortalezca los dones con los que ha nacido. Esto lleva, a su vez, a que el principio de diferencia yerre en su misión de acercar a una sociedad más igualitaria. De igual forma, tal hecho amenaza la estabilidad de los acuerdos dentro de una sociedad que pretende establecerse como un sistema equitativo de cooperación de generación en generación.

Además, hay que resaltar la relevancia del acervo común dentro del marco de la teoría rawlsiana. Aun cuando es un argumento que inspira el segundo principio de justicia (especialmente, el principio de diferencia), parece, sin embargo, que la manera en que Rawls pretende hacer explícita la idea de acervo común resulta insuficiente ante el reto de proponer un sistema social que ayude a fortalecer, a lo largo del tiempo, lógicas de igualdad socioeconómica en materia de justicia social.

Quizá debemos repensar la manera en que hemos dispuesto los sistemas de educación. Será necesario replantear los modelos tecnicistas que imperan en nuestros sistemas educativos. También será fundamental fortalecer el desarrollo de distintos tipos de inteligencias, buscando así rastrear talentos y capacidades naturales que puedan ser potenciados para el servicio y beneficio de la sociedad, en especial de aquéllos y aquéllas que nazcan en las posiciones de desventaja social y económica. Tal como lo afirma Rawls en Teoría de la justicia, el principio de diferencia debe reflejar un principio de fraternidad en el que se fortalezca la idea de no querer mayores ventajas, a menos que esto sea en beneficio de quienes están peor situados.[53]

 

Fuentes documentales

Fitzpatrick, Tony, Freedom and Security: An Introduction to the Basic Income Debate, St. Martin’s Press, Nueva York, 1999.

Giraldo Ramírez, Jorge, La renta básica, más allá de la sociedad salarial, Escuela Nacional Sindical, Medellín, 2003.

Nozick, Robert, Anarquía, estado y utopía, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.

Rawls, John, La justicia como equidad: una reformulación, Paidós, Barcelona, 2000.

——  Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

——  Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1997.

Sandel, Michael, El liberalismo y los límites de la justicia, Gedisa, Barcelona, 2000.

Sidgwick, Henry, The methods of ethics, Macmillan and Co., Nueva York, 1907, http://www.gutenberg.org/files/46743/46743-h/46743-h.htm  Consultado 25/IX/2021.

The Stanford Basic Income Lab, What is Basic Income?, https://basicincome.stanford.edu/about/what-is-ubi Consultado 25/IX/2021.

Van Parijs, Philippe y Vanderborght, Yannick, Basic Income: A Radical Proposal for a Free Society and a Sane Economy, Harvard University Press, Londres, 2017.

 

[*] Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales por el ITESO. Estudiante de Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales por la misma institución. jasare777@gmail.com

 

[1].    John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1997.

[2].    John Rawls, Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 24.

[3].    John Rawls, Teoría de la justicia, p. 17.

[4].    John Rawls, La justicia como equidad: una reformulación, Paidós, Barcelona, 2000, p. 59.

[5].    Ibidem, p. 73.

[6].    Henry Sidgwick afirma que en la comparación interpersonal de utilidad el individuo estima y compara sus propios niveles de felicidad basándose en su propia introspección y memoria, sabiendo que el placer y el dolor son signos de experiencias agradables o desagradables, respectivamente. Cfr. Henry Sidgwick, The methods of ethics, Macmillan and Co., Nueva York, 1907, http://www.gutenberg.org/files/46743/46743-h/46743-h.htm Consultado 25/ix/2021, pp. 123–130.

[7].    Más adelante explicaremos en qué consiste y qué lugar ocupa en el conjunto de la teoría rawlsiana.

[8].    John Rawls, Teoría de la justicia, p. 93.

[9].    Usaremos la traducción “principio de diferencia”. Más adelante explicaremos en qué consiste.

[10].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 95.

[11]Idem.

[12]Idem.

[13].  John Rawls, La justicia como equidad, p. 90.

[14].  John Rawls, Teoría de la justicia, pp. 72–80.

[15]Ibidem, p. 78.

[16]Idem.

[17]Ibidem, p. 80.

[18]Ibidem, pp. 80–81.

[19].  Las circunstancias objetivas de la justicia, según Rawls, se refieren a “la escasez moderada y la necesidad de cooperación social para que todos podamos tener un nivel de vida decente”. John Rawls, La justicia como equidad, p. 123. Las circunstancias subjetivas de la justicia se refieren al hecho de la existencia de diversas doctrinas comprehensivas, inconmensurables e irreconciliables, adoptadas por los ciudadanos de una sociedad democrática moderna, a partir de las cuales se entienden sus concepciones del bien. Idem.

[20].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 78.

[21]Ibidem, p. 104.

[22].  Robert Nozick, Anarquía, estado y utopía, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.

[23].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 28.

[24].  Robert Nozick, Anarquía, estado y utopía, p. 211.

[25]Idem.

[26]Ibidem, p. 220.

[27]Ibidem, p. 222.

[28]Ibidem, p. 224.

[29]Ibidem, p. 225.

[30]Ibidem, p. 224.

[31]Idem.

[32]Idem.

[33].  Michael Sandel, El liberalismo y los límites de la justicia, Gedisa, Barcelona, 2000.

[34]Ibidem, p. 106.

[35]Idem

[36]Idem.

[37]Ibidem, p. 107.

[38]Idem.

[39]Ibidem, p. 108.

[40]Idem.

[41] Idem.

[42].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 473.

[43]Idem.

[44]Ibidem, p. 103.

[45].  La idea de la “renta básica universal” podría ser útil como parte de la solución al problema que planteamos. No ahondaremos en tal idea, ya que no nos corresponde según el objetivo planteado; sin embargo, conviene decir que un ingreso o renta básica para todos los individuos pertenecientes a la sociedad podría ayudar a contrarrestar la imponente desigualdad. La “renta básica universal” es definida como un pago periódico de dinero entregado por el Estado a todos los ciudadanos mayores de edad que son parte de la sociedad. Esto lo haría el Estado de forma individual y sin ningún tipo de requisito previo. Cfr. The Stanford Basic Income Lab, What is Basic Income?, https://basicincome.stanford.edu/about/what-is-ubi  Consultado 25/ix/2021. Documento electrónico sin paginación. Véase también Tony Fitzpatrick, Freedom and Security: An Introduction to the Basic Income Debate, St. Martin’s Press, Nueva York, 1999; Jorge Giraldo Ramírez, La renta básica, más allá de la sociedad salarial, Escuela Nacional Sindical, Medellín, 2003; Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght, Basic Income: A Radical Proposal for a Free Society and a Sane Economy, Harvard University Press, Londres, 2017.

[46]Ibidem, pp. 169–176.

[47]Ibidem, p. 170.

[48]Ibidem, pp. 170–171.

[49].  John Rawls, La justicia como equidad, p. 145.

[50].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 172.

[51]Idem.

[52].  John Rawls, La justicia como equidad, p. 99.

[53].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 107.

La reivindicación del pensamiento y acción éticos (Kant y Rawls)

Suzanne Islas Azaïs [*]

 

Recepción: 20 de agosto de 2021
Aprobación: 30 de agosto de 2021

 

Resumen. Islas Azaïs, Suzanne. La reivindicación del pensamiento y acción éticos (Kant y Rawls). El presente trabajo se divide en dos secciones: en la primera de ellas busco señalar la influencia de Immanuel Kant en la obra de John Rawls —y, por tanto, en la filosofía contemporánea, como habrá de verse—; mientras que, en la segunda, desarrollo de manera propositiva una concepción de la libertad que, a su vez, me permita destacar algunos aspectos de la filosofía kantiana que considero importantes si hemos de pensar la viabilidad y el futuro de las sociedades democráticas. Así, la reflexión me conduce de Rawls a Kant, y después el propio Kant me llevará más allá de Rawls.

Palabras clave: justicia, autonomía moral, libertad, ética, política.

 

Abstract. Islas Azaïs, Suzanne. The Vindication of Ethical Thought and Action (Kant and Rawls). This article is divided into two sections: in the first I attempt to point out Immanuel Kant’s influence on John Rawls’ work—and therefore, on contemporary philosophy, as will be shown—; while in the second, I use a propositional approach to develop a conception of freedom that, in turn, will allow me to highlight certain aspects of Kantian philosophy that I consider important if we are to think of the viability and future of democratic societies. In this way, the reflection leads me from Rawls to Kant, and then Kant himself will lead me beyond Rawls.

Key words: justice, moral autonomy, freedom, ethics, politics.

 

Rawls y la justicia como imparcialidad

Este 2021 se cumplen 50 años de Teoría de la justicia de John Rawls, obra que ha marcado el curso de la filosofía moral y política contemporánea. Importantes tradiciones filosóficas como el comunitarismo, el muticulturalismo y el propio liberalismo —sólo por mencionar algunas— han abrevado de la teoría rawlsiana, ya sea como continuación de ésta o surgiendo y consolidándose a partir de su crítica. Podría decirse, incluso, que el texto ha tenido un impacto práctico en términos de políticas públicas: gran parte de las políticas de acción afirmativa, de identidad y de no–discriminación han encontrado en ella —y en la filosofía de Rawls en su conjunto— sustento normativo; de modo que no hay forma de subestimar la influencia de esa obra, tanto en la filosofía, en particular, como en la cultura y el debate público–político, en general.

El protagonismo de Teoría de la justicia se sustenta en buenas razones: desplegada con base en un enfoque clásico, aborda temas clásicos, tales como la justicia misma (un tema que ya encontramos, por ejemplo, en la República de Platón); pero también el tema de la manera más adecuada de conciliar libertad e igualdad (sin duda, uno de los problemas centrales para las sociedades modernas). Así, en 1971, nuestro autor dio lugar a una reconsideración de lo que hasta entonces habían sido los temas y las formas de reflexión de la filosofía a lo largo de buena parte del siglo XX, pues, frente a las concepciones positivistas, cientificistas y relativistas predominantes, en Teoría de la justicia ofreció una defensa racional de principios normativos de justicia susceptibles de reconocimiento público como base moral para las democracias contemporáneas y como criterio de evaluación de sus principales instituciones políticas y sociales. Se trataba de una concepción sustantiva de la justicia con la que su autor —como resaltó en su momento Jürgen Habermas— devolvía a las cuestiones morales el estatus de objetos serios de investigación filosófica. En la filosofía del derecho y en la reflexión jurídica debe también señalarse que la consideración moral sobre el problema del derecho (y, en términos generales, la reflexión en torno a los derechos individuales, colectivos, sociales y culturales) devino posible en el marco de una teoría de la justicia que volvía a adquirir significado y de la que podía hablarse con sentido, tal y como sucedió en la tradición filosófica clásica.

Pero la obra presenta otras peculiaridades: se asume como parte de la tradición filosófica kantiana y, además, el fundamento de su argumentación se basa en la idea del contrato social, un concepto central en la filosofía política para pensar el problema de la legitimidad en las sociedades modernas. Si bien, en el caso de Rawls, la idea era empleada en el contexto de una filosofía moral y para sustentar una idea de la justicia, lo cierto es que el recurso al paradigma contractualista y sus consecuencias normativas le proporcionaba a su libro perspectiva y aliento clásicos. Habermas ha señalado que, luego de Teoría de la justicia, “No sólo entre los filósofos y juristas, también entre los economistas se ha hecho habitual un modo de hablar que conecta sin más ceremonias con los teoremas de los siglos XVI y XVII”.[1]

Vayamos a la obra misma. El objetivo que la orienta es desarrollar una concepción de la justicia, como base moral para las sociedades democráticas, capaz de constituirse en un criterio público de evaluación de las principales instituciones que definen derechos, deberes y la distribución de los beneficios y cargas de la cooperación social. Pero su autor precisa en las primeras páginas que una teoría contemporánea de la justicia debe articular racionalmente la idea de la inviolabilidad de la persona, que nada, ni siquiera el bienestar de la sociedad en su conjunto, puede transgredir. Ni el utilitarismo ni el intuicionismo constituyen alternativas al respecto, por lo que Teoría de la justicia representa también una respuesta a las deficiencias teóricas de ambas corrientes éticas. El problema planteado por el filósofo estadounidense tiene su origen y justificación, según lo hizo explícito en una conferencia de 1981, en la necesidad de “corregir ese callejón sin salida que se ha creado en nuestra historia política reciente y que se manifiesta en la falta de acuerdo sobre la manera en que las instituciones básicas han de arreglarse para estar en concordancia con la libertad y la igualdad de los ciudadanos como personas”.[2]

La propuesta rawlsiana parte de la idea del contrato social para sugerir un proceso de elección de principios morales entre personas libres e iguales. No obstante, este proceso de elección debe pensarse, propone el autor, bajo determinadas circunstancias, esto es, desde una posición original caracterizada por un velo de la ignorancia, en virtud del cual las partes ignoran todo dato particular que pueda orientar parcial e interesadamente su elección (su lugar en la sociedad, su posición o clase social, sus capacidades naturales, su concepción del bien y la generación a la que pertenecen); aunque conocen los hechos generales necesarios para hacer posible la decisión (ciertas cuestiones políticas y económicas, las bases de la organización social, las leyes de la psicología humana y una familia de concepciones de la justicia entre las que habrán de elegir). Las partes saben, además, que se encuentran bajo las circunstancias de la justicia, es decir, en condiciones de escasez moderada de recursos y en medio de un conflicto de intereses debido a su legítimo deseo de ver realizados sus respectivos proyectos de vida.

Al caracterizar en los términos anteriores una hipotética posición original, Rawls buscaba definir una situación de elección imparcial o equitativa que permitiera asegurar la justicia del acuerdo alcanzado. De aquí la idea de la justicia como imparcialidad o equidad, que remite, en última instancia, a esta posición original, imparcial y equitativa de la que surgiría una decisión igualmente imparcial y equitativa. Para nuestro autor la posición original representa el punto de vista moral adecuado que define los términos justos de cooperación social. Ahora bien, los principios que las personas acordarían bajo estas condiciones particulares de la posición original con su velo de la ignorancia son los siguientes: 1) “Cada persona ha de tener un derecho igual al más extenso sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos”, y 2) “Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para: a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y b) unidos a los cargos y las funciones asequibles a todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades”.[3] Las partes decidirían, además, la prioridad del primer principio frente al segundo, en virtud de su interés moral en llevar adelante y ver realizados sus proyectos de vida.

Estos dos principios, junto con la prioridad de las libertades, habrán de servir, insisto, como criterio público para la crítica o reforma de las principales instituciones del orden social, por lo que perfilan un marco común de justicia dentro del cual las personas deben considerar sus planes racionales de vida y dirimir sus pretensiones en conflicto. En la segunda parte de Teoría de la justicia, titulada “Instituciones”, el autor ilustra la estructura básica adecuada al contenido de sus principios normativos con el esquema institucional de un orden constitucional de economía de propiedad privada o de economía socialista, pero con mercados libres, abiertos y competitivos.

Con la hipotética aceptación de los dos principios se definen las condiciones para una sociedad bien ordenada, es decir, que cuenta con una concepción pública de la justicia y cuyas instituciones cumplen y reconocen sus miembros, haciendo posible también una cooperación social justa y respetuosa entre personas libres e iguales, y con un cierto proyecto de vida (racionales) y un sentido de la justicia que les permite comprometerse con una colaboración de carácter moral (razonables). En este sentido, Rawls subraya que la teoría de la justicia es

Una teoría de los sentimientos morales (recordando un título del siglo XVIII) que establece los principios que gobiernan nuestros poderes morales o, más específicamente, nuestro sentido de la justicia […]. Deberíamos considerar una teoría de la justicia como un marco orientador diseñado para enfocar nuestra sensibilidad moral y para colocar delante de nuestras facultades intuitivas cuestiones más limitadas y manejables para ser juzgadas.[4]

En el parágrafo 40 de Teoría de la justicia Rawls argumenta en favor de lo que considera una “interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad”. Allí mismo aclara que esta interpretación “no tiene por objeto ser una interpretación de la doctrina real de Kant, sino, más bien, de la justicia como imparcialidad”.[5] Lo que el filósofo estadounidense busca en este punto es defender en qué sentido las condiciones en que se piensa la derivación de los principios de la justicia constituyen una forma de pensamiento ético y una elección autónoma (y, por tanto, moralmente libre en el sentido kantiano), así como también busca justificar que tales principios representan la decisión adecuada de personas morales libres e iguales. Para el profesor de Harvard el velo de la ignorancia aleja todo elemento parcial/particular que pudiera dar lugar a una elección interesada, heterónoma, y, al actuar conforme a esos principios, expresamos de manera adecuada nuestra condición racional y libre, nuestra condición moral. Rawls asume aquí ser congruente con la idea kantiana de autonomía. Y más aún, vincula la justicia como imparcialidad “con el punto culminante de la tradición contractualista en Kant y Rousseau”.[6]

No entraré a detalle en la discusión en torno a si, en efecto, la reflexión rawlsiana en Teoría de la justicia es estrictamente consecuente con Kant; pues, más que el contenido mismo de la idea de la justicia como imparcialidad, lo que me interesa es su forma y sus propósitos, es decir, su sustento filosófico clásico y su reivindicación del pensamiento y la acción éticos. Desde luego, esta propuesta de combinar un aliento clásico con las condiciones y formas de vida del mundo del siglo XX conlleva tensiones. Así, por ejemplo, combina la perspectiva contractualista con una teoría de la elección racional detrás de un velo de la ignorancia. En ello, lo que en realidad queda dibujado, nos parece, son personas privadas con intereses individuales. Aquí bien puede argumentarse que la idea de la justicia como imparcialidad se aleja de su sustrato kantiano. Rawls, además, deja explícitamente de lado el criterio de universalidad que es central en Kant. Y las consecuencias de esta decisión terminaron por cristalizarse en su Liberalismo político, libro que escribió como reformulación de su teoría en respuesta a sus críticos.

En este sentido, en Teoría de la justicia, la concepción de la justicia como imparcialidad tenía el propósito principal de delinear racionalmente las condiciones para la realización moral de las personas, es decir, las condiciones que les permitirían construir un modo de vida adecuado a su naturaleza moral, libre e igual. De acuerdo con su autor lo anterior sería posible preservando en el orden social el núcleo normativo que representan ambos principios con la prioridad de las libertades. No obstante, las críticas que recibió la obra, sobre todo a partir de Michael Sandel y su libro El liberalismo y los límites de la justicia,[7] llevaron a Rawls a emprender una reformulación de la teoría en la que parece haberse perdido la originaria capacidad crítica de la misma. En Liberalismo político —texto en el que condensó esta reformulación de la que hablamos— aquél ubicó de manera explícita la legitimidad liberal en tanto contenido de su idea de justicia como imparcialidad, con lo que dejó de lado importantes consecuencias normativas del enfoque kantiano, en el que pretendía estar inspirada inicialmente.

La idea de la justicia como imparcialidad, con sus dos principios —nos advierte el profesor de Harvard al reconsiderarla—, debe más bien interpretarse a partir de esta tradición y asumirse como el contenido más adecuado para alcanzar un “consenso traslapado” entre personas que sostienen una pluralidad de concepciones del mundo y de la vida, muchas veces, incluso, contrapuestas entre sí. Se trata —acota— de una concepción política de la justicia, no de una doctrina moral comprensiva de mayor significado. En esta reformulación Rawls limitó además el alcance de sus conceptos centrales, mismos que —especificó— deben asumirse como circunscritos a la esfera de lo político: la idea de la persona es, aclara, una concepción política, no “metafísica”. Estos acotamientos tienen el propósito de solventar las críticas que se le habían hecho y que cuestionaban la viabilidad y estabilidad de la justicia como imparcialidad, dado el pluralismo contemporáneo. El resultado de lo anterior, desde mi perspectiva, fue que Rawls terminó por suscribir el punto liberal clásico con sus presupuestos y sus consecuencias, es decir, asumió como contenido principal de una posible teoría de la justicia el tipo de libertades civiles que, sobre todo, buscan proteger y garantizar la integridad de la vida privada de la persona moral.

No es que no hubiera elementos de este tipo en la derivación de la justicia como imparcialidad de 1971. Desde luego que los había; pero, en esta segunda obra, la reformulación de la teoría se ocupa, como prioridad, de las condiciones de aceptación de su propuesta para asegurar su estabilidad, lo cual consigue reconduciendo al límite sus contenidos normativos. Hay en Rawls el recurso a una tradición política que él asume exitosa y, por tanto, debe suscribirse. Pero esto no pasa por una valoración de la esfera pública, de la implicación ciudadana en los procesos de formación de la voluntad política, a partir de los cuales, ciertamente, podría pensarse un ámbito de regulación moral de la cooperación social democrática. Me parece que la obra rawlsiana ha sido siempre ambigua en cuanto a la distinción y el vínculo entre filosofía moral (el enfoque que el autor adscribe a Teoría de la justicia) y filosofía política (de Liberalismo político). Lo mismo puede decirse con respecto al problema de la democracia, un tema tan ausente en Rawls que, más bien, parece asumir el orden democrático como una realidad consolidada con un pendiente (prácticamente) único por resolver: “¿cómo es posible que pueda existir a través del tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales, profundamente dividida por doctrinas religiosas, filosóficas y morales, razonables, aunque incompatibles entre sí?”.[8] Al reformular en estos términos el problema filosófico a enfrentar, nuestro autor parece haber reconducido el tema de la justicia a uno de tolerancia.

El objetivo rawlsiano de definir una concepción de la justicia como criterio de evaluación de las principales instituciones democráticas que definen derechos, deberes y la distribución de los beneficios y cargas de la cooperación social tiene que ser reconocido por sí mismo, dado el esfuerzo que representa esta propuesta moral en el contexto de la asepsia conceptual exigida desde importantes tradiciones de pensamiento del siglo XX. La fertilidad de la teoría y su crítica debe también tenerse presente en la medida que volvió a colocarnos frente a una reflexión de carácter normativo. Pueden destacarse entonces como legado de la obra de Rawls los siguientes temas y perspectivas: la cuestión de la justicia como un problema moral–filosófico, la reconsideración de ideas y autores clásicos para la reflexión filosófica contemporánea, la condición fundamentalmente moral de la persona, la filosofía como defensa razonable de un orden constitucional democrático y justo, la idea de la prioridad de las libertades, el pluralismo de formas de vida y su necesidad de conciliación, así como el carácter prioritario de la justicia en la cooperación social. Cabe recordar al respecto las primeras líneas de Teoría de la justicia: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales […]; no importa que las leyes y las instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”.[9]

 

Kant y la autonomía como libertad positiva

La relación entre la filosofía moral y la filosofía política al interior de la obra de Kant es aún objeto de polémica entre sus estudiosos. Y los alcances de la idea kantiana de autonomía moral forman parte de esta disputa.[10] Incluso, en términos generales tiende a imponerse la idea de un Kant defensor, por un lado, de la autonomía moral de la persona; pero, por el otro, de la heteronomía en términos de la obediencia obligada al derecho. Aceptar esta interpretación supondría aceptar al mismo tiempo una profunda inconsistencia dentro de su sistema filosófico. Mi perspectiva, por el contrario, es que una lectura más cercana al espíritu kantiano es aquélla que asume la filosofía moral y sus consecuencias como sustento de su filosofía del derecho y de la política.

El punto de partida de la lectura que aquí propongo asume, en este sentido, que el principio de autonomía como principio de la moral conlleva para el autor prusiano un concepto positivo de libertad (frente al negativo). Autonomía es para él libertad positiva, y en varias de sus obras se pronuncia claramente en este sentido. En la Crítica de la razón práctica, por ejemplo, especifica la autonomía de la voluntad como único principio de las leyes morales y de sus respectivos deberes. Por el contrario, la heteronomía no genera obligación alguna y se opone a la moralidad de la voluntad:

El único principio de la moralidad consiste en independizar a la ley de toda materia (cualquier objeto deseado) y en determinar al albedrío mediante la simple forma legisladora universal que una máxima ha de poder adoptar. Sin embargo, aquella independencia equivale a la libertad tomada en su sentido negativo, mientras que esta propia legislación de la razón pura y, en cuanto tal, práctica supone un sentido positivo de la libertad. Por lo tanto, la ley moral no expresa sino la autonomía de la razón pura práctica, o sea: la libertad.[11]

En la “Introducción” a la Metafísica de las costumbres, por otra parte, afirma: “La libertad del arbitrio es la independencia de su determinación por impulsos sensibles; éste es el concepto negativo de la misma. El positivo es: la facultad de la razón pura de ser por sí misma práctica. Ahora bien, esto no es posible más que sometiendo la máxima de cada acción a las condiciones de aptitud para convertirse en ley universal”.[12] Así, la autonomía de la voluntad supone —y esto debe tenerse presente siempre en la interpretación de la filosofía kantiana— el uso o ejercicio positivo de la razón, es decir, darse una ley propia. Ahora bien, esta facultad autolegisladora, en tanto capacidad racional, nos permite pensar un “reino de los fines” como comunidad de seres racionales libres (esto es, autolegisladores), tal y como se indica en la tercera formulación del imperativo categórico: todo ser racional tiene que obrar como si fuera por sus máximas siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de estas máximas es el siguiente: obra como si tu máxima fuese a servir a la vez de ley universal (de todos los seres racionales).

De esta manera, hacia el final de la segunda parte de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, el filósofo de Königsberg sintetiza su concepción de la moralidad al señalar que consiste en referir la acción a aquella legislación por la cual es posible un “reino de los fines”. Parágrafos más adelante insiste en que la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional se considera “fin en sí mismo”, porque sólo en ella puede ser un miembro legislador en el reino de los fines. La humanidad —añade— es lo único que tiene dignidad, ya que consiste, precisamente, en esta capacidad autolegisladora universal. La autonomía, afirma Kant, es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. Puede concluirse, en este sentido, que la ética kantiana busca conceptualizar como contenido central de la moral moderna la dignidad de la persona en tanto fin en sí misma.

Con la idea de un reino de los fines se abre, desde la perspectiva de la razón práctica, la posibilidad de pensar una unión de voluntades libres autolegisladoras, todas ellas consideradas fines en sí mismas y con fines por realizar. El autor de la Crítica de la razón pura establece un contraste significativo con la idea de la dignidad desde la perspectiva de un posible reino de los fines:

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser puesta otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto no admite nada equivalente, tiene una dignidad […]. Lo que se refiere a las universales inclinaciones y necesidades humanas tiene un precio de mercado; lo que, también sin presuponer necesidades, es conforme a cierto gusto, esto es, a una complacencia en el mero juego, sin fin alguno, de nuestras facultades anímicas tiene un precio afectivo; pero aquello que constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor interior, esto es dignidad.[13]

La conclusión del argumento es particularmente importante: “Ahora bien, la moralidad es la condición únicamente bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo, porque sólo por ella es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines. Así pues, la moralidad, y la humanidad en tanto que ésta es capaz de la misma, es lo único que tiene dignidad”.[14] Bien puede decirse que, con la idea misma de un reino de los fines y lo que ella supone, culmina este aspecto “positivo” de la libertad como razón práctica desde la ley moral universal. Somos así legisladores para un posible reino de los fines, legisladores para la humanidad.

Otra definición de Kant sobre la moralidad en esta sección la considera como “la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, esto es, con la posible legislación universal por las máximas de la misma”.[15] En consecuencia, somos auténticamente libres —de acuerdo con el filósofo— cuando nos damos nuestras propias leyes de manera racional, no por inclinaciones o intereses, sino cuando, por esta autolegislación, es posible el respeto a la dignidad de la persona. La libertad se manifiesta a través del respeto y ejercicio de la ley moral. De esta manera, cuando nuestro autor reflexiona el tema de la moralidad, se ocupa no sólo de la coacción moral o autocoacción —que, aun cuando sea autoimpuesta, sigue siendo coercitiva o puede, de cualquier modo, pensarse como una especie de camisa de fuerza—, sino también, y sobre todo, de las condiciones de posibilidad de un mundo común de voluntades libres.

Luego de la redacción de la segunda Crítica, Kant creyó haber alcanzado un punto culminante en su proyecto ético–filosófico. Y dio testimonio elocuente de ello en su célebre conclusión en la que declaró la admiración nueva y creciente con que llenaron su ánimo el cielo estrellado y “la ley moral dentro de mí”. El filósofo de Königsberg asumió entonces tener claridad sobre los elementos necesarios que le permitían comprender, que le volvían inteligible tanto el mundo natural como el mundo moral, así como el lugar que guarda el ser humano en cada uno de ellos. Pero ¿qué más es lo que ha alcanzado hasta aquí en términos de una posible metafísica de las costumbres, de la comprensión de la moralidad como característica humana? Ha desarrollado ya, desde su punto de vista, los fundamentos que permiten comprender la racionalidad práctica. La realidad del concepto de libertad se ha demostrado positivamente con el desarrollo de la ley moral, y la razón, entonces, ha reconocido su capacidad práctica autolegisladora en términos universalistas.

Por esta capacidad práctica, además, es posible pensar un reino moral ordenado desde y para seres racionales autolegisladores. Consiste en una idea con realidad práctica, es decir, inteligible y obligatoria para seres cuya determinación fundamental es la libertad, para voluntades morales libres. Nuestro autor creyó, en consecuencia, haber restituido los derechos de la razón en las cuestiones morales y haber preservado, frente al empirismo en particular, la realidad objetiva de ideas como la de libertad. Por último, una vez que Kant asumió haber sentado las bases de la racionalidad práctica con la capacidad autolegisladora de la razón en términos universalistas, el problema de la libertad moderna lo llevó a considerar la necesidad de un orden legal para la libertad. La vida social no responde a un mecanismo natural causal, sino que se trata más bien de un orden que debe ser configurado moralmente, desde y para la libertad del ser humano mismo.[16] Y sólo por una voluntad pública unida en un Estado civil es posible la libertad misma.

Desde el análisis kantiano el estado sin ley (lo que puede pensarse como un estado de naturaleza) ha sido superado, pues los seres humanos se encuentran ya bajo alguna forma de relación jurídica. No obstante, esta situación resulta insuficiente desde la perspectiva de la libertad y el derecho de la humanidad, por lo que el ser humano tiene como tarea principal esforzarse en el logro de una sociedad civil como estado moral, según lo expresa en su “Idea de una historia universal con propósito cosmopolita”:

Así se dan los primeros pasos reales de la rudeza a la cultura, que consiste propiamente en el valor social del hombre; ahí se desarrollan paulatinamente todos los talentos, se forma el gusto y, mediante una continua ilustración, el comienzo se convierte en una fundación de la manera de pensar, que puede transformar, con el tiempo, la ruda disposición natural para la discriminación ética en principios prácticos determinados y, por fin, de este modo,  [lograr] una concordancia en sociedad, patológicamente provocada, en un todo moral.[17]

El ser humano debe pasar entonces de una situación de sociedad originada en la necesidad (patológicamente provocada) a una situación conforme a la razón y, en consecuencia, conforme a la libertad a través del derecho. Para el filósofo de Königsberg es posible lo anterior en su época, dado el espíritu ilustrado que la inspira y el ejemplo de su orientación moral que representa la revolución francesa.[18] Transformar la sociedad en un todo moral sólo puede significar para Kant lo siguiente: dar lugar a un Estado constitucional republicano, esto es, reformar el orden jurídico–político de forma tal que quienes obedezcan sean a su vez los autores de sus ordenamientos, es decir, que el súbdito sea ciudadano. Puede decirse, además, que la republicanización del Estado con base en la idea del contrato originario[19] sintetiza la propuesta política kantiana a la luz de la capacidad práctico–moral del ser humano y, con ella, de su condición moral.

Así, el modelo de sociedad política que puede encontrarse en la filosofía de Kant es el de un Estado republicano, representativo y con división de poderes. La democracia, según lo que aquél entiende por ésta, supone una concentración indebida de poderes en el pueblo que da lugar al despotismo. No obstante, su concepción de un Estado republicano desde la idea del contrato originario corresponde a lo que nosotros en la actualidad conocemos como la legitimidad democrática (Habermas, por ejemplo, sostiene este punto de vista).[20] Una constitución republicana, señala el autor prusiano, tiene como principios normativos la libertad legal de no obedecer sino sólo aquellas leyes a las que se ha dado consentimiento, así como la igualdad civil entre los miembros del Estado y la independencia en cuanto a la propia existencia. Una constitución republicana configura así un Estado de ciudadanos en el que, como tales, deben siempre ser considerados como colegisladores, “[…] (no simplemente como medio[s], sino también al mismo tiempo como fin[es] en sí mismo[s]) y que, por tanto, ha[n] de dar su libre aprobación por medio de sus representantes”.[21] El derecho de legislación de la comunidad no es para Kant un derecho alienable, sino que, por el contrario, se trata del más personal de los derechos.[22]

A lo que el autor se refiere aquí, con este derecho a la legislación que corresponde a la comunidad, se deriva también del principio de “contrato originario” y remite, de manera clara, a la libertad política. Cabe recordar que en Sobre la paz perpetua insiste en este concepto de la libertad como autolegislación. La libertad exterior (jurídica) no debe entenderse, aclara en una nota al pie, como la facultad de hacer todo lo que se quiera siempre y cuando no se perjudique a nadie. Debe explicarse, más bien, como la facultad de no obedecer ninguna ley exterior “sino en tanto en cuanto he podido darle mi consentimiento”.[23]

Wolfgang Kersting ha destacado al respecto que, así como el principio político–constitucional de libertad implica el derecho a obedecer sólo aquellas leyes universalmente aceptables (es decir, sólo las que la voluntad unida de la razón contractual pudiera haber aprobado), del mismo modo implica, desde la perspectiva de la razón legal, el derecho a una participación igual en la legislación. Kersting concluye que el Estado kantiano de la razón o Estado racional de derecho es un Estado democrático de legislación. El derecho a la libertad de todo miembro de la sociedad civil no es el derecho privado (anterior al Estado o límite de éste del liberalismo de John Locke o de Robert Nozick —por citar a un autor más cercano en el tiempo—), sino el derecho de participación constitutivo de la comunidad política, que se realiza como condición de un proceso que da lugar a la justicia y a la libertad política. En tanto que el Estado histórico está sujeto a la norma del contrato, también está comprometido con la radicalidad democrática de la ley constitucional de la razón, lo cual significa que el respeto a la libertad demanda el establecimiento y desarrollo de procesos democráticos de toma de decisiones. Kersting afirma finalmente, páginas más adelante, que la concepción kantiana de la república constituye la contraparte social y política de la completa individualidad moral humanamente posible. La institucionalización de la justicia de la república se corresponde con la moralidad realizada de la persona; el Estado republicano y la individualidad moral son fenómenos diferentes de la misma y única razón autónoma.[24]

Tal y como hemos visto, Kant asevera que el ciudadano en el Estado ha de considerarse siempre como colegislador, es decir, con un derecho inalienable a participar en la configuración de la voluntad pública y, por tanto, en las leyes y decisiones del orden civil, incluso en lo que respecta a una posible guerra. Sólo en tanto colegislador el ser humano es fin en sí, no medio. El arbitrio puede así ser considerado libre cuando, en lo que se refiere a cuestiones de derecho, legisla desde la misma razón práctica conformando una voluntad pública omnilateral. Y el mismo arbitrio puede ser también considerado libre cuando obedece a una voluntad pública decidida conforme a la idea del “contrato originario”. Bajo estas condiciones las máximas del arbitrio coinciden con la autonomía de la voluntad.

Puede decirse entonces que, con la idea del contrato originario, la libertad natural se convierte en una libertad civil (por la constitución del orden de derecho público) y en una libertad política (por el derecho a la autolegislación que corresponde a los miembros de la asociación). No se trata de tres aspectos de la libertad ni de tres libertades distintas, sino de una y única verdadera libertad: la del libre ejercicio de la razón práctica en la sociedad. El contrato originario supone el ejercicio práctico, público y positivo de la razón, por lo que su idea como fundamento del derecho en general y de un determinado orden jurídico se corresponde con el concepto de libertad positiva que podemos encontrar, como hemos visto, en la Crítica de la razón práctica y también en la Metafísica de las costumbres.

No omito decir que, en Facticidad y validez, el propio Habermas se enfrasca en una discusión con la filosofía política moderna (Locke, Rousseau, el mismo Kant), tratando de solventar el problema de la relación/conciliación entre la autonomía moral (privada) y la autonomía política (pública) —y ésta es una forma más de abordar el problema de los límites y alcances de la libertad—. No es mi intención abundar en esta reflexión; sólo diré que su propuesta, basada en la ética del discurso, representa un peculiar compromiso con lo público a través de la comunicación y el lenguaje. Habermas es escéptico con respecto a las capacidades e implicaciones del ciudadano como tal en la esfera de la política. Rawls, por su parte, en su Liberalismo político, buscó delimitar mínimamente esta esfera con el propósito de salvar las libertades liberales.

 

Conclusiones

Los dos principios de la justicia, con la prioridad de las libertades, constituyen el contenido normativo que Rawls nos propone como base moral y pública de justificación. Ambos principios representan la decisión adecuada de personas morales, libres e iguales. Y bajo ese marco común la convivencia no sólo es respetuosa de su condición moral, sino expresión de ésta. Tal es la respuesta que el profesor de Harvard ofrece al reto planteado —por él mismo— de pensar una teoría de la justicia para las democracias actuales. No obstante y como señalé, la prioridad de las libertades se resuelve en Rawls en una reivindicación de las libertades liberales que privilegian el espacio de autonomía privada de las personas. El hecho del pluralismo de formas de vida propio de las sociedades democráticas termina por inclinarlo en este sentido.

Desde mi punto de vista, empero, el consenso alcanzado al respecto puede tornarse frágil por la complejidad que supone tal pluralismo. De ahí que en este trabajo mi propósito haya sido hacer dialogar a esta justicia como imparcialidad, de inspiración kantiana, con el propio Kant, lo que a su vez me llevó a la idea de autonomía como libertad positiva, para plantear una concepción más amplia de la libertad misma. En este sentido, la pluralidad de formas de vida propia de una democracia reclama que la definición de las condiciones justas de convivencia sea procesada desde una vida pública en manos de ciudadanos (y no solamente de personas privadas). Es a partir de la activa participación ciudadana en la formación de una voluntad público–política como hoy puede pensarse un ámbito de regulación moral de la convivencia democrática. Y es en este marco como los proyectos de vida autoasumidos pueden desarrollarse en condiciones de vida libremente elegidas: así puede preservarse y expresarse nuestra naturaleza moral libre. La idea de autonomía como libertad positiva conlleva autodeterminación pública, esto es, implica darse una ley común y, con ello, definir las condiciones de la convivencia social. Kant, como anuncié al inicio, va más allá de Rawls una vez que vinculamos y asumimos como un todo su filosofía moral y política (su idea de autonomía de la voluntad y su concepto de contrato originario, para decirlo con más precisión).

De esta manera, ha sido mi propósito destacar aquí que en la misma obra kantiana podemos encontrar los elementos para desarrollar una concepción íntegra de la idea de libertad que nos permitiría ejercer y preservar la libertad misma. El propio Rawls, en el citado parágrafo 40 de su obra, señala que el objetivo principal de Kant es “profundizar y justificar la idea de Rousseau de que la libertad consiste en actuar de acuerdo con una ley que nos damos a nosotros mismos”.[25] Y este planteamiento de Rousseau —conviene no olvidarlo— se encuentra en el contexto de su obra política, El contrato social, en la que sostiene la voluntad general como única fuente legítima del Estado civil. En el desarrollo de su filosofía práctica, el autor de la Crítica de la razón pura transita de la fundamentación de la libertad como autonomía o autodeterminación a la derivación de los principales conceptos del orden jurídico–político moderno; por lo que, luego de otorgar validez práctica al concepto de libertad, puede también considerar normativamente conceptos como Estado civil, derecho, voluntad pública, propiedad
y contrato originario, tal y como he intentado mostrar.

Desde mi punto de vista la propuesta de un contrato originario como idea de la razón con realidad práctica abre la posibilidad de pensarlo no sólo como el hipotético origen legítimo del orden político, sino, y sobre todo, como una idea a partir de la cual es posible examinar, de manera permanente, la legitimidad de las leyes, como principio de un poder constituyente. Al reconsiderar Kant la tradición contractualista desde la perspectiva de la razón práctica, la legitimidad del contrato de asociación no está vinculada a una condición histórica ni se circunscribe a la pregunta sobre sus fundamentos, sino que remite, a su vez, al cumplimiento de principios morales resultado de una voluntad autolegisladora. La idea del contrato originario se convierte así en un principio normativo como instrumento de evaluación pública. Esta idea, incluso, es la que se sostiene en las llamadas “Reflexiones” de Kant, en las que destaca que el contrato social representa no el origen del Estado civil, sino el ideal de la legislación, el gobierno y la justicia; no cómo es el Estado civil, sino cómo debería ser.[26] Con ello el orden legal no supone un “fin de la historia”, sino su reforma permanente. La idea de un “contrato originario” es, en este sentido, una idea abierta, y desde la autolegislación pública es posible pensar la regulación moral del orden democrático. Ésta es una consecuencia más del vínculo que establece Kant entre su crítica de la razón práctica, su ética y su filosofía política. Así, en la filosofía kantiana el sentido y el ejercicio práctico de la libertad nos llevan no a un consenso político en torno a mínimos que preserve las libertades civiles individuales, sino a la posibilidad del desarrollo moral de la persona en el contexto de la vida social como un todo moral.

Quiero recordar aquí, por último, que el autor de la Crítica de la razón pura rechaza la idea del hábito como fuente de la moralidad. Y lo hace, me parece, para acentuar la centralidad del ejercicio de la libertad y, por tanto, del juicio reflexivo de la razón práctica en el que se sustenta la libertad misma. La reflexividad que supone la fórmula del imperativo categórico hace posible el juicio crítico y universalista. Es justo este carácter reflexivo lo que subyace a la kantiana metafísica de las costumbres. Esto resulta importante en particular en un tiempo como el nuestro, que a veces parece conducirse con la misma celeridad con que lo hacen los avances tecnológicos, ajenos en su mayoría a la consideración pausada de sus propósitos, alcance y sentido, considerando el cambio en sí mismo como sinónimo de progreso e innovación. Pero la observación del filósofo de Königsberg acerca del carácter fundamentalmente reflexivo de la razón hoy adquiere relevancia, sobre todo, desde el punto de vista social y político: el ciudadano es —o, por lo menos, tendría que ser— el último bastión de sociedades aparentemente en constante transformación. En la actualidad corresponde al ciudadano velar por la preservación de sociedades propiamente humanas, y más ahora que —bien lo sabemos, es ésta una de las lecciones más importantes que nos ha dejado el siglo XX— no hay orden institucional por sí mismo virtuoso. Para nosotros, ciudadanos —o aspirantes a ciudadanos— del siglo XXI, la reflexión en términos universalistas hace posible la crítica de nuestras propias costumbres, la participación en y la construcción de una voluntad general, así como, en suma, una forma de vida social y políticamente libre.

 

Fuentes documentales

Habermas, Jürgen, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998 (Estructuras y Procesos).

Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Alianza, Madrid, 2000 (Humanidades, 4411).

——  En defensa de la Ilustración, Alba, Barcelona, 1999.

——  Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1994 (Colección Popular, 147).

——  Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1999.

——  La Metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid, 1989 (Clásicos del Pensamiento, 59).

——  Reflexiones sobre filosofía moral, Sígueme, Madrid, 2008.

——  Sobre la paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1998 (Clásicos del Pensamiento, 7).

——  Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1993 (Clásicos del Pensamiento, 24).

Kersting, Wolfgang, “Kant’s concept of the state” en Howard Lloyd Williams (Ed.), Essays on Kant’s political philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 1992, pp. 143-166.

Rawls, John, Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995 (Obras de Política y Derecho).

——  Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1995 (Obras de Filosofía).

Sandel, Michael, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, Nueva York, 1982.

Williams, Howard Lloyd (Ed.), Essays on Kant’s Political Philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 2000.

 

[*] Doctora en Filosofía Política por la Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa. Editora en Contraste Editorial. Autora de Estados Unidos, la experiencia de la libertad. Una reflexión filosóficopolítica, Fontamara, México, 2009. islasazais@hotmail.com

 

[1].    Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998, p. 121. Este libro debe mucho a Teoría de la justicia, tanto en su concepción como en su desarrollo.

[2].    John Rawls, “Las libertades básicas y su prioridad” en John Rawls Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 336–337. Conferencia Tanner, posteriormente editada, corregida y aumentada en esa última sección de su libro.

[3].    John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 280.

[4].    Ibidem, pp. 59–61.

[5].    Ibidem, p. 241.

[6].    Ibidem, p. 237.

[7].    Véase Michael Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, Nueva York, 1982.

[8].    John Rawls, “Introducción” en Liberalismo político, p. 13.

[9].    John Rawls, Teoría de la justicia, p. 17.

[10].   De alguna manera Rawls mismo parece quedar atrapado en esta disputa si atendemos al tipo de reformulación conceptual que llevó a cabo en Liberalismo político.

[11].  Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Alianza, Madrid, 2000, pp. 101–102. Las cursivas se encuentran en el original.

[12].  Immanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, p. 17. Las cursivas se encuentran en el original.

[13].  Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 199–201. Las cursivas se encuentran en el original.

[14]Idem.

[15]Ibidem, p. 209.

[16].  Frente a Hume, Kant reivindicará la libertad como causa eficiente: la capacidad de la voluntad libre de iniciar una serie de acciones.

[17].  Immanuel Kant, “Idea de una historia universal con propósito cosmopolita” en En defensa de la ilustración, Alba, 1999, pp. 78–79. Las cursivas se encuentran en el original.

[18].  Véase Immanuel Kant, “Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor” en Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.

[19].  La idea del “contrato originario” en Kant remite a la autolegislación pública como fuente de legitimidad y se refiere a “obligar a todo legislador a que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo y a que considere a cada súbdito, en la medida en que éste quiera ser ciudadano, como si hubiera expresado su acuerdo con una voluntad tal”. Immanuel Kant, “De la relación entre teoría y práctica en el derecho político. (Contra Hobbes)” en Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1993, p. 37.

[20].  Habermas sostiene la existencia de tres principios en la filosofía de Kant: el principio moral, el principio del derecho y el principio democrático. Sobre este último aclara: “si es que se me permite llamar principio democrático aquello por lo que Kant ve caracterizada la forma republicana de gobierno”. Jürgen Habermas, Facticidad y validez, p. 155. Para Habermas, no obstante, no queda clara en la filosofía kantiana la relación entre estos tres principios.

[21].  Immanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, p. 184.

[22]Ibidem, p. 180.

[23].  Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1998, pp. 15–16 (nota a pie de página 4).

[24].  Wolfgang Kersting, “Kant’s concept of the state” en Howard Lloyd Williams (Ed.), Essays on Kant’s political philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 1992, pp. 152 y 161.

[25].  John Rawls, Teoría de la justicia, p. 240.

[26].  Véase Immanuel Kant, Reflexiones sobre filosofía moral, Sígueme, Madrid, 2008, p. 95 (reflexiones 7734, 7737 y 7740).

De la doctrina kantiana del esquematismo de los conceptos matemáticos a Filosofía de la aritmética. Una lectura fenomenológica

Luis Alberto Canela Morales[*]

Recepción: 29 de julio de 2021
Aprobación: 11 de septiembre de 2021

 

Resumen. Canela Morales, Luis Alberto. De la doctrina kantiana del esquematismo de los conceptos matemáticos a Filosofía de la aritmética. Una lectura fenomenológica. En el siguiente artículo presentaré una hipótesis de trabajo en la que se combinan las posturas de Edmund Husserl e Immanuel Kant en torno a la dimensión del esquema trascendental. Ofreceré una lectura que, basada en la propuesta interpretativa del filósofo argentino Martín Arias Albisu, revelará cómo los esquemas, entendidos como esquema–procedimiento y esquema–producto, mantienen cierta semejanza con el trabajo mostrado por Husserl en Filosofía de la aritmética. En otras palabras, describiré, por un lado, cómo el esquema–procedimiento funciona a modo de una representación que abarca la adición sucesiva de lo uno a lo uno; mientras que, por otro lado, el esquema–producto sintetiza (fenomenológicamente) la multiplicidad empírica, es decir, genera un orden fenoménico conforme al entendimiento.

Palabras clave: Kant, Husserl, fenomenología, esquematismo trascendental, aritmética.

 

Abstract. Canela Morales, Luis Alberto. From the Kantian Doctrine of the Schematism of Mathematical Concepts to Philosophy of Arithmetic. A Phenomenological Reading. In this article I will present a working hypothesis that combines Edmund Husserl’s and Immanuel Kant’s stances on the dimension of the transcendental schema. I will offer a reading that, based on the interpretative proposal of the Argentinian philosopher Martín Arias Albisu, will show how schemata, understood as schema–procedure and schema–product, exhibit a certain similarity to the work that Husserl presented in Philosophy of Arithmetic. In other words, I will describe, on the one hand, how the schema–procedure functions as a representation that encompasses the successive addition that constitutes the unity of one to one, while, on the other hand, the schema–product synthesizes (phenomenologically) empirical multiplicity, i.e., it generates a phenomenal order in accordance with understanding.

Key words: Kant, Husserl, phenomenology, transcendental schematism, arithmetic.

 

Introducción y problemática

Sin lugar a duda, el apartado “Del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento”[1] de la Crítica de la razón pura es uno de los más sugerentes, controvertidos y relevantes de la obra ontológica y epistemológica de Immanuel Kant. Su relevancia se debe al interés por responder a cuestiones de primer orden en lo que se refiere a la tradición filosófica moderna y antigua. Por ejemplo: “La pregunta por la naturaleza de los órdenes sensible e inteligible y las peculiaridades de su interrelación y estructuración jerárquica, así como aquella antigua temática de lo uno y lo múltiple: tales son los problemas a cuya resolución está abocada la doctrina del esquematismo trascendental”.[2]

Desde luego, tanto lo relevante como lo sugerente del Schematismuskapitel ceden paso a lo controvertido en el momento en que Kant profundiza en la naturaleza de los esquemas y en su(s) modo(s) de aplicación en la esfera de la sensibilidad. En ese momento el esquematismo se vuelve “[…] un arte escondida en las profundidades del alma humana, cuyas verdaderas operaciones difícilmente le [adivinaremos] alguna vez a la Naturaleza […]”.[3] La polémica, dicho explícitamente, se revela de la siguiente manera: ¿bajo qué condiciones es posible la aplicación de las categorías a la multiplicidad empírica? O bien, se presenta únicamente a través de la deducción trascendental (tornando innecesario, trivial[4] y absurdo el apartado del esquematismo trascendental[5]), o bien, se acepta la aplicación y validez de las categorías por medio de una facultad intermedia.

Si recordamos un poco, en el apartado de la “estética trascendental” de la Crítica de la razón pura, nuestro autor refería que la intuición y los conceptos constituyen la base de nuestro conocimiento. Consideraba que estos últimos no pueden entablar un proceso de conocimiento prescindiendo de una intuición que les corresponda, así como no puede existir una intuición sin conceptos que sea elemento del conocimiento. Basado en esta concepción, el filósofo de Königsberg definió la pureza de las representaciones como aquélla en la que no se encuentra nada perteneciente a la sensación; mientras que las intuiciones sensibles son aquéllas en las que no se encuentra nada conceptual.

Lo anterior abría una brecha entre dos esferas que Kant no lograba cerrar: sensibilidad y entendimiento. En una carta enviada a J. H. Tieftrunk el 5 de noviembre de 1797, aquél manifestó su inquietud por esto que parecía ser un problema irresoluble, pues si se exige algún tipo de uniformidad entre los conceptos puros y las intuiciones, entonces no existirá diferencia (barrera) alguna entre ellos y, con esto, toda la construcción hecha en la Crítica de la razón pura se vendría abajo.[6] Es en esta parte donde se introduce el papel del esquematismo trascendental.

 

El esquematismo trascendental kantiano

Kant afirma a propósito del esquematismo:

En todas las subsunciones de un objeto bajo un concepto, la representación del primero debe ser homogénea (gleichartig) con el último; es decir, el concepto debe contener aquello que está representado en el objeto que hay que subsumir bajo él; pues esto, precisamente, significa la expresión “un objeto está contenido bajo un concepto”. Así, el concepto empírico de un plato tiene homogeneidad con el [concepto] puro geométrico de un círculo, pues la redondez, que está pensada en el primero, se puede intuir en el último.[7]

Esta conceptualización ha motivado diversas interpretaciones sobre la naturaleza del esquema trascendental en tanto representación homogénea: como un tipo de concepto que está en consonancia con los conceptos puros del entendimiento, conservando su condición de temporalidad;[8] como aquellos “elementos” que deben mantenerse universalmente para que, por medio de las categorías, puedan ser aplicables a toda experiencia;[9] como una intuición pura;[10] como un tipo de regla de segundo orden;[11] como exhibiciones de las bases para la aplicación de reglas de segundo orden;[12] como conceptos que pueden ser canjeables en términos de experiencias–sensibles;[13] como “elementos mediadores entre las categorías y la multiplicidad empírica en la medida en que constituyen un tercer elemento que tiene algo en común con ambos términos”;[14] como determinaciones trascendentales del tiempo que mantienen una relación de homogeneidad con las categorías;[15] y, por último, como un procedimiento de dotación de sentido.[16]

Lo anterior reafirma las dificultades de comprensión sobre lo que significa homogeneidad. Hans Vaihinger, por ejemplo, interpreta la última parte de la cita anterior[17] entendiendo Gleichartigkeit como subsunción (Subsumtion) o aplicación (Anwendung), con lo cual asume que no puede decirse de la redondez que está pensada en un concepto empírico e intuida en el concepto puro geométrico. Sin embargo, esta interpretación no hace justicia al contexto kantiano y confunde el valor que puede tener el ejemplo que proporciona Kant. Mario Caimi propone una interpretación distinta.[18] Para este filósofo argentino, el ejemplo de Kant no es en modo alguno un caso de subsunción; antes bien, evidencia la introducción de un tercer elemento: la redondez. Tal elemento pone en relación de homogeneidad —al tener algo en común— los conceptos de plato y círculo.[19] En otras palabras, para que algo pueda ser subsumido bajo un concepto, es decir, aplicable a lo diverso de la intuición, debe existir una cierta relación de semejanza entre aquél y lo que ha de ser subsumido bajo él. Así, “la existencia de esta relación de semejanza implica la posibilidad de intuir en lo determinable lo pensado en el concepto”.[20]

Ahora bien, como no se trata de vincular dos términos absolutamente diferentes o de homogeneizar la función del entendimiento con la función de la sensibilidad, sino de hacer énfasis en el tercer término —en “este” algo en común que tienen ambas facultades—, también se debe presuponer un procedimiento universal de síntesis en el que el esquema resultante sea una suerte de regla a priori. Esto es confirmado por Kant, quien claramente admite que la subsunción de la diversidad bajo la unicidad de las categorías sería una contradicción per se si se realiza inmediatamente, ya que se precisa de una mediación para que la intuición se vincule a la categoría. Kant lo explica en una carta a Tieftrunk fechada el 11 de diciembre de 1797:

La subsunción lógica de un concepto bajo un concepto superior ocurre en concordancia con la regla de identidad, el concepto subsumido debe ser pensando como homogéneo con el concepto superior […]. Es, sin embargo, posible subsumir un concepto empírico bajo un concepto puro del entendimiento si existe un concepto mediador […]. Llamamos a esta subsunción un esquema.[21]

Una vez determinado cuál es el carácter de homogeneidad de este tercer elemento, el interés de Kant es precisar los rasgos esenciales y distintivos del esquematismo:

Ahora bien, conceptos puros del entendimiento son completamente heterogéneos en comparación con intuiciones empíricas (y en general, con [intuiciones] sensibles), y nunca pueden ser hallados en intuición alguna. Entonces, ¿cómo es posible la subsunción de las últimas bajo los primeros, y por tanto, la aplicación de la categoría a fenómenos, puesto que nadie dirá: ésta, por ejemplo, la causalidad, puede ser intuida también por los sentidos y está contenida en el fenómeno?[22]

Entender el sentido y alcance del problema del esquematismo, así como la especificación de la relación entre el concepto y el objeto, nos ayuda a “[…] mostrar la posibilidad de cómo conceptos puros del entendimiento pueden ser aplicados, en general, a fenómenos”:[23]

Ahora bien, está claro que debe haber un tercero, que debe estar en homogeneidad, por una parte, con la categoría, y por otra parte, con el fenómeno, y que hace posible la aplicación de la primera al último. Esta representación mediadora debe ser pura (sin nada empírico), pero [debe ser], por una parte, intelectual, y por otra parte, sensible. Una [representación] tal es el esquema trascendental.[24]

En el esquematismo, al efectuarse una relación concreta de las intuiciones con cada categoría, se opera también con cierto cumplimiento para las mismas, es decir, se establece una suerte de objetivación que implica la posibilidad de intuir, en la multiplicidad sensible, lo pensado en el concepto. Pero aún es necesario un análisis que se sitúe entre dos desarrollos previos: percepción y conceptos puros, de manera que el esquematismo trascendental funcione a modo de “bisagra”. En este sentido, Kant ofrece en la Crítica de la razón pura una definición operacional del concepto como aquella unidad sintética pura de lo múltiple como tal: “Llamaremos a esta condición formal y pura de la sensibilidad, a la cual está restringido el concepto del entendimiento en su uso, el esquema de ese concepto del entendimiento; y al procedimiento del entendimiento con estos esquemas, [lo llamaremos] el esquematismo del entendimiento puro”.[25]

En efecto, “los esquemas trascendentales son, precisamente, entidades intermediarias entre las categorías y la multiplicidad empírica. La función de estas entidades es producir una relación de homogeneidad entre las categorías y la multiplicidad empírica a fin de posibilitar la aplicación de las primeras a la segunda”.[26] Esta unidad sintética pura de lo múltiple se apoya en las determinaciones temporales internas. “Por eso, los esquemas no son nada más que determinaciones del tiempo, a priori, según reglas, y éstas se refieren, según el orden de las categorías, a la serie del tiempo, al contenido del tiempo, al orden del tiempo, y finalmente al conjunto del tiempo, con respecto a todos los objetos posibles”.[27]

El esquema como determinación trascendental del tiempo (transzendentale Zeitbestimmung) o como determinación trascendental temporal no es una determinación del tiempo puro, sino una propiedad/determinación temporal de los objetos empíricos/intuiciones empíricas posibles. En ese sentido, el esquema trascendental determinaría temporalmente la multiplicidad empírica, de modo que la misma presente ciertas clases de unidad que serían análogas temporales con el contenido intelectual de las categorías. En virtud de ello se establecería una relación de homogeneidad entre la multiplicidad empírica y las categorías, haciendo posible la aplicación de las segundas a la primera.[28]

El concepto del entendimiento contiene unidad sintética pura de lo múltiple en general. El tiempo, como condición formal de lo múltiple del sentido interno, y por tanto, de la conexión de todas las representaciones, contiene un múltiple a priori en la intuición pura […]. Por eso, una aplicación de la categoría a fenómenos será posible por medio de la determinación trascendental del tiempo, la cual, como el esquema de los conceptos del entendimiento, media en la subsunción de los últimos bajo la primera.[29]

Nuestro filósofo propone que las determinaciones del tiempo, en tanto formas internamente abarcadoras, se definen a partir de un esquematismo trascendental y sensible. La génesis de estos esquemas se da en la imaginación, ya que evoca figuras o imágenes (Bild) por medio de la re–producción de lo ya conocido: “[…] dicho metafóricamente, la imaginación se adhiere a aquellos modos de unidad formal que son las categorías y procura proyectarlos determinando la diversidad de la intuición en configuraciones sensibles que les correspondan”.[30] Esta interpretación, por parte de la imaginación, es una proyección de una determinación trascendental del tiempo.

El esquema, en sí mismo, es siempre sólo un producto de la imaginación; pero en la medida en que la síntesis de esta última no tiene por propósito ninguna intuición singular, sino únicamente la unidad en la determinación de la sensibilidad, el esquema ha de distinguirse de la imagen […]. Ahora bien, a esta representación de un procedimiento universal de la imaginación para suministrar su imagen a un concepto, la llamo el esquema de ese concepto.[31]

Kant parte del reconocimiento de que los esquemas son producto de la imaginación; pero enfatiza de inmediato que, dado que esta última tiene aquí la función de sintetizar una multiplicidad de intuiciones, su resultado no puede ser una intuición particular (o imagen particular alguna). La imaginación se sitúa entre el entendimiento y la sensibilidad, pues depende del entendimiento en lo que respecta a la unidad de la síntesis intelectual, y depende de la sensibilidad en lo que concierne a la multiplicidad de la aprehensión. Pese a esta dependencia, ella es, ciertamente, una fuente originaria del conocimiento, pues se trata aquí de la aplicación, y no de la síntesis intelectual. Arias Albisu tiene razón cuando señala que “éste [el entendimiento] no obedece exclusivamente sus propias leyes de la lógica, sino que también acepta y tiene en cuenta las leyes heterogéneas de lo sensible”.[32]

Ahora bien, un esquema ha de ser distinguido cuidadosamente de una imagen, la cual es siempre de un objeto particular. En el ejemplo que proporciona Kant, los cinco puntos (…..), ellos constituyen una imagen o una representación sensible del número cinco. Kant alega que esa representación particular nunca podría ser comparada con el concepto, esto es, nunca constituiría el objeto genuino de referencia del concepto “cinco”. Lo mismo ocurre con el ejemplo del triángulo: el esquema de esta figura no puede existir más que en el pensamiento:

El esquema […] es sólo la síntesis pura, conforme a una regla de la unidad según conceptos en general, que la categoría expresa, y es un producto trascendental de la imaginación, [producto] que concierne a la determinación del sentido interno en general, según condiciones de la forma de él, (del tiempo), con respecto a todas las representaciones, en la medida en que éstas debieran estar interconectadas entre sí a priori en un concepto, conforme a la unidad de la apercepción.[33]

En todo caso, se trata de presentar los conceptos puros del entendimiento como principios de posibilidad de la experiencia comprendida como la determinación de los fenómenos en el espacio y en el tiempo en general. Una vez más, la facultad que interviene en esta construcción es también la imaginación constructora de esquemas.

[…] el esquema de conceptos sensibles (como los de las figuras en el espacio) [es] un producto y, por así decirlo, un monograma de la imaginación pura a priori, por el cual, y según el cual, las imágenes llegan a ser, ante todo, posibles, las cuales, empero, deben ser conectadas con el concepto siempre sólo por medio del esquema que ellas designan, sin que, en sí mismas, lleguen nunca a ser enteramente congruentes con él.[34]

En resumen, los esquemas puros están determinados por reglas de unidad en concordancia con los conceptos y las categorías. El carácter de determinación temporal que los constituye apunta a una caracterización en la que los esquemas trascendentales tienen tanto una dimensión dinámica como una dimensión estática. En efecto, a partir de un breve apunte de William Henry Walsh, quien considera que en ocasiones Kant hace referencia al esquema trascendental como una nota o característica de las cosas, y en otras ocasiones parece evidenciar que el esquema es una regla de síntesis, se puede concluir lo siguiente:

A veces, como al comienzo de su discusión, [Kant] habla como si un esquema fuera una figura de las cosas que podría ser señalada; este punto de vista está en primer plano en las observaciones no muy satisfactorias sobre “mediación”, donde el esquema sirve como una “tercera cosa” que vincula las categorías con las apariencias. Pero en los pasajes donde Kant habla como si el esquematismo fuera un procedimiento toma una actitud diferente, y, por ejemplo, describe el esquema de un triángulo como “regla de la síntesis de la imaginación, con respecto a figuras puras en el espacio” (B 180 / A 141). Los dos puntos de vista tal vez pueden ser contrastados como estáticos y dinámicos.[35]

Sobre este punto, Arias plantea una visión original y utilísima (con ella finalizaré este apartado). Queda claro, señala este autor, que “el primer punto de vista puede ser llamado estático, dado que el esquema parece consistir en una entidad intermediadora entre el concepto y la intuición. El segundo punto de vista, en cambio, puede denominarse dinámico, pues el esquema es más bien una actividad mediadora que vincula los términos mencionados”.[36] En efecto, los esquemas trascendentales son, por un lado, procedimientos de síntesis —o lo que antes se había señalado, determinaciones temporales— regidos por las categorías (esquemas–procedimientos); y, por otro lado, son las propiedades o determinaciones temporales producidas por los procedimientos de síntesis consignados (esquemas–productos).[37] Es decir, los primeros se dirigen a la multiplicidad empírica y la unifican con el fin de constituirla como objeto empírico (su finalidad es, precisamente, producir esa determinada unidad de elementos sensibles);[38] y los segundos están dirigidos a las determinaciones temporales producidas en la multiplicidad empírica según las síntesis de los esquemas–procedimientos.[39] Ambos son dimensiones complementarias de los esquemas trascendentales.

 

Husserl y el esquematismo matemático en Filosofía de la aritmética

En esta sección presentaré una hipótesis de trabajo en la que se combinan las posturas de Edmund Husserl e Immanuel Kant en torno a la dimensión del esquema trascendental. Mostraré cómo el esquema–procedimiento origina que el número sea una representación que abarca la adición sucesiva de lo uno a lo uno; mientras que el esquema–producto sintetiza (fenomenológicamente) la multiplicidad empírica, es decir, genera un orden fenoménico conforme al entendimiento.

La “segunda” obra filosófica de Husserl, Filosofía de la aritmética, apareció como una nueva estela dentro de la constelación de publicaciones sobre filosofía, matemática y lógica. Destinada a publicarse en dos volúmenes, el filósofo alemán sólo pudo publicar un tomo dividido en dos partes. La primera parte está constituida por nueve capítulos y la segunda parte por otros cuatro apartados. El contenido de los primeros cuatro capítulos repite, casi palabra por palabra, lo expuesto en Sobre el concepto de número.[40]

Los objetivos de Filosofía de la aritmética son muy precisos: describir psicológica y lógicamente el concepto de número, y definir los conceptos de unidad y pluralidad a partir de su génesis fáctica. Al igual que en Sobre el concepto de número, análisis psicológico significa aquí estudio de la génesis de la experiencia de la (re)presentación de un número. Situar el concepto de número como piedra angular del edificio de la aritmética no hace sino evidenciar las herencias y trasfondos matemáticos de los cuales Husserl se hace eco: los de Paulsen, Weierstrass, Kronecker, Brentano y Stumpf. Pero si el objetivo de Filosofía de la aritmética es describir psicológica y lógicamente el concepto de número, cabe preguntar: “¿debe entonces el fundamento de las matemáticas confundirse con su génesis psicológica?”.[41] De acuerdo con Husserl, la respuesta es no. Como ya se advirtió líneas arriba, génesis psicológica no es sinónimo de aclaración psíquica, sino aclaración genéticodescriptiva (o estudio de un concepto remontándose a los orígenes de su significación en la conciencia). Desde luego, la posición filosófica defendida en Filosofía de la aritmética no concierne a hechos empíricos y contingentes, de los que sí se encarga la psicología, sino de conexiones esenciales, universales y necesarias propias de la estructura de la conciencia y sus pretendidos actos y procesos. En este tenor, la verdadera crítica de la razón aritmética, como veremos más adelante, va de la mano con la génesis intencional del número. Ahora bien, ¿se da de manera originariamente intencional el fundamento absoluto de toda objetividad matemática? Según se verá, la respuesta de Husserl es . Sólo en la génesis de una conciencia intencional podemos encontrar la fuente de toda evidencia matemática. Pero antes de demostrar este último señalamiento, es preciso enumerar las premisas sobre las que se sostiene la argumentación de Filosofía de la aritmética.

Una de las premisas fundamentales de esta obra es que en la vida cotidiana nos topamos con todo tipo de fenómenos que remiten a una pluralidad (Vielheit), y tanto ella como su extensión son perfectamente intuidas:

Ellos [los fenómenos concretos] son colecciones, pluralidades de ciertos objetos. Todo el mundo sabe lo que quiere decir esta expresión. Nadie duda sobre si se puede hablar o no de una pluralidad en el caso dado. Esto demuestra que el concepto relevante, a pesar de las dificultades en su análisis, es completamente riguroso y la gama de su aplicación delimitada con precisión. Por lo tanto, podemos considerar esta extensión como un hecho, a pesar de que todavía estamos en la oscuridad sobre la esencia y el origen del concepto mismo. Lo mismo se aplica, por idénticas razones, a los conceptos numéricos.[42]

El problema de Husserl, tal como se esboza en la cita anterior, no tiene nada que ver con la precisión o exactitud con la que sabemos que cinco manzanas son más que tres manzanas. En realidad, su problema es dar cuenta de la experiencia que se tiene de una pluralidad. La pregunta nodal es si el concepto de número se manifiesta en esta experiencia ordinaria. Una primera interpretación o intento de respuesta sugiere que, para este pensador, las extensiones de los conceptos —y no los conceptos mismos— se dan en nuestra experiencia ordinaria. Pero si Husserl asumiera esto, entonces Filosofía de la aritmética sería una investigación que abriría paso a una interpretación platónica (o platonizante) sobre la naturaleza del número, pues ¿cómo podríamos alcanzar, sobre la base de las extensiones dadas, los conceptos separados de ellas?[43] Otra posible respuesta es la que señala que el concepto de número se da directamente en la experiencia ordinaria. Según esta lectura, el filósofo parece sugerir que el concepto de número se da junto con la extensión del concepto. Bajo esta hipótesis sabríamos cómo aplicar el concepto de número, aunque no esté claro cuál sea el concepto en sí mismo.[44] Por tanto, su obra se convertiría en una investigación que intentaría “describir” nuestro conocimiento sobre la esencia del concepto de número. Esta lectura, menos metafísica y en principio correcta (pues de lo que se trata es de realizar un análisis de nuestra experiencia cotidiana, en lugar de postular y luego describir la esencia del número), no profundiza en las síntesis necesarias para que el concepto de número se nos dé. Existe, no obstante, una tercera lectura, que es la que mostraré a lo largo de este apartado y que toma como punto de partida las síntesis operativas involucradas en el concepto de número.

Una segunda premisa elemental aparece en el estudio preliminar de Filosofía de la aritmética (capítulos I–IV). Afirma que el número está íntimamente ligado al concepto de variedad. Bien señala Husserl: “donde esté dada una pluralidad, ahí viene a cuento la pregunta por el cuánto y en su respuesta está, precisamente, el número correspondiente”.[45] En este sentido, para determinar un número específico es necesario abstraerlo del concepto de pluralidad, asumiendo que su origen estriba en fenómenos concretos o variedades de objetos cualesquiera: alumnos, frutas, perros, Marte, Alemania, etcétera.[46]

Una tercera premisa describe y analiza la dupla de los conceptos reflexión y producción en tanto procesos dinámicos. Éstos se manifiestan como una precondición psicológica en la que se advierte o se devela cómo “cada uno de los contenidos (Inhalt) coligados (kolligierte) deben ser advertidos por sí mismos (für sich bemerkter sein)”[47] como contenidos en tanto que algo. Advertir (abstraer) significa aquí atender sólo la característica formal de los elementos de la pluralidad o variedad en cuestión y categorizarlas como “algo/uno” (en su producción esquemática) a través de la reflexión sobre el acto psíquico que los aprehende. Así, con esta caracterización se evidencia que el contenido del concepto de número se entiende en términos de intención que integra el sentido en el concepto.

La cuarta y última premisa es que en Filosofía de la aritmética se reconsideran dos puntos cuyo origen se localiza en Sobre el concepto de número: 1) las representaciones de una pluralidad o variedad son resultado de procesos originados sucesivamente a partir de ciertos elementos que llevan consigo una determinación temporal distinta, y 2) en la representación de la pluralidad sus representaciones parciales están presentes simultáneamente en nuestra conciencia.[48] Ambos puntos tienen por consecuencia que, en el análisis (pre)–fenomenológico de Filosofía de la aritmética, se reconozca que el contenido de los actos psíquicos y lógicos involucrados en la constitución de los conceptos numéricos deba su unificación a actos especiales de la conciencia (besondere Bewußtseinsakte).[49] A partir de estos puntos comenzaré a desarrollar mi hipótesis, a saber, que tanto Kant como Husserl persiguen los mismos objetivos: analizar la génesis del número en tanto representación que abarca la adición sucesiva de lo uno a lo uno (esquema–procedimiento) y sintetizar fenomenológicamente la multiplicidad empírica, es decir, generar un orden temporal fenoménico conforme al entendimiento (esquema–producto). Gracias a la mediación de ambos “esquemas” se reúnen colectivamente los elementos individuales en un todo.

Dicho esto, existe, tanto para Husserl como para Kant, una apercepción inmediata de una pluralidad sin articulación, es decir, sin objetivación. Lo único que se tiene de ella es una vaga comprensión de lo que es una pluralidad, pero no del número en tanto objeto categorial. Por consiguiente, para fijar como objeto de pensamiento el número a título de “número contabilizado” (o enumerado), es necesaria una comprensión del proceso constitutivo de la pluralidad[50] en su carácter a priori. En Filosofía de la aritmética y en el apartado sobre el Esquematismo trascendental, Husserl y Kant, respectivamente, ensayan este tipo de análisis en el que el carácter pre–intencional genera un tipo de proto–objetividad numérica a partir de los modos de síntesis pasivas o donación, según sea el caso. En este sentido, Bégout acierta al señalar que el concepto mismo de pasividad no es tan posterior a la versión extendida de la fenomenología genética, pues es posible rastrear un ámbito de la pasividad antes de 1900.

 En consecuencia, el análisis pre–intencional tomaría en cuenta un examen distintivo de las diferentes formas de actividad sintética de la conciencia. En el caso de Husserl se indagaría tanto la constitución del concepto de conjunto o colección como la constitución del número sobre la base de fenómenos concretos o experiencias ordinarias, revelando que el concepto de colección contiene ya una pre–comprensión de lo múltiple, aunque esta pluralidad no sea aún tematizada. En el caso de Kant, el papel de la imaginación, en su carácter productivo y re–productivo, enfatizaría la construcción y vinculación de los objetos matemáticos con su parte intuitiva. El punto de encuentro en ambos autores ocurriría en la condición a priori de la experiencia objetiva, pues en ella se parte de la necesidad de proporcionar una “herramienta constructiva” coherente con el esquematismo de los objetos matemáticos.

Con facilidad se puede advertir que Kant asume la representación de un número como una actividad regida por reglas alcanzadas, fundamentalmente, por la facultad de la imaginación. Es precisamente el esquema, en tanto representación de una regla y el procedimiento universal que implica el esquematismo, una representación construida (sensible y numérica). “[…] el esquema de un concepto puro del entendimiento es algo que no puede ser llevado a imagen alguna, sino que es sólo la síntesis pura […]”.[51] Husserl llega a esa misma conclusión al enunciar que el número es la determinación sintético–pura de la actividad de contar, y no la imagen del número contado:

En mi Philosophie der Arithmetik ya logré fijar la atención en lo formal y obtuve una primera comprensión de su sentido. Por más inmadura que fuera esa obra primeriza, representaba empero un primer intento de lograr claridad sobre el sentido propio y original de los conceptos fundamentales de la teoría de los conjuntos y de la teoría de los números, volviendo a las actividades espontaneas de colegir y numerar, en las que están dadas, como sus productos originales, las colecciones (“conjuntos”) y los números. Para expresarlo en mi forma de hablar ulterior: era una investigación fenomenológica–constitutiva; a la vez, era la primera investigación que trataba de comprender las “objetividades categoriales”, tanto de primer nivel como de niveles superiores (conjuntos y números de orden superior), a partir de la actividad intencional “constituyente”; tal como aparecen originaliter, esto es, con su pleno sentido original, como obras de esa actividad intencional.[52]

Tanto el esquema aritmético kantiano como el signo numérico husserliano determinan la realidad sensible como una magnitud o cantidad (quantitatis), ya sea intensiva o extensivamente. Es decir, la realidad sensible es susceptible de aparecer como dada numéricamente y organizada espacialmente. El esquema–procedimiento es, pues, el número que abarca la adición sucesiva de lo uno a lo uno (homogéneos). El trabajo del esquema–procedimiento es, por tanto, sintetizar la multiplicidad empírica que permite presentar la propiedad temporal o esquema–producto. El esquema–producto se refiere aquí a la magnitud extensiva, esto es, a la representación de las partes que hacen posible la (re)presentación del todo. La síntesis del esquema–procedimiento genera el esquema–producto dando por resultado que la multiplicidad empírica sea objetivada. Ambos momentos son necesarios y correlativos para que puedan ser determinadas las partes conforme al orden fenoménico y dadas en virtud de que la síntesis es sucesiva:[53]

Pero el esquema puro de la cantidad (quantitatis), como [esquema] de un concepto del entendimiento, es el número, que es una representación que abarca la adición sucesiva de lo uno a lo uno (homogéneos). Por tanto, el número no es otra cosa que la unidad de la síntesis de lo múltiple de una intuición homogénea en general, de modo tal, que produzco el tiempo mismo en la aprehensión de la intuición.[54]

El esquematismo de los conceptos matemáticos, tanto en Husserl como en Kant, salva el hiato entre la universalidad y la singularidad.[55] Según Kant el esquematismo de los conceptos matemáticos trata de solucionar un problema entre la universalidad de los conceptos y la singularidad de sus intuiciones.[56] Según Husserl la actividad de enumerar o contar es una acción sintética general que engloba casos particulares. En suma, ambos filósofos plantearían cierta definición de la síntesis de lo diverso, como procedimiento y producto, en su relación con la matemática.[57]

Ahora bien, toda adición sucesiva de unidades presupone la intervención de las tres categorías de la cantidad, es decir, a cada adición le corresponde, en la síntesis sucesiva, una pluralidad de unidades y su conformación como una totalidad.  Dicho de forma más explícita, en la tabla de categorías de la analítica trascendental de la Crítica de la razón pura existen cuatro divisiones principales, y la primera de ellas, que es la que me interesa, refiere a la cantidad. Ésta, a su vez, se compone de tres términos: totalidad, unidad y pluralidad. Según Béatrice Longuenesse, en lo que respecta a la cantidad, Kant mantiene la división aristotélica entre juicios singulares, particulares y universales,[58] por lo que es posible concordar estos tres tipos de categorías con sus respectivos juicios: el juicio singular corresponde a la categoría de la unidad; el juicio particular, a la pluralidad, y el juicio universal, a la totalidad. Estas tres categorías están implicadas en la definición del esquema, entendido en sus funciones de procedimientos y productos: la unidad (unidades o elementos); la pluralidad, en tanto adición sucesiva de una unidad homogénea a otra, y la totalidad, en tanto representación que reúne la adición sucesiva de una unidad homogénea a otra.[59] Esta idea se ratifica en una carta que el filósofo de Königsberg envió a Johann Schulz el 26 de agosto de 1783, en la que le confirma su propósito de hacer derivar la categoría de cantidad de las categorías precedentes.

De esta manera, el esquema trascendental, en tanto procedimiento de síntesis temporal de la multiplicidad empírica y como determinación temporal fundamental generada en esa multiplicidad, recorre este camino: 1) se aprehende un conjunto de unidades; 2) a ellas se les puede adjudicar (o conformar) como pluralidades de estas unidades; 3) la reflexión sobre esta pluralidad da por resultado un conjunto de elementos homogéneos capaces de ser enumerados, y 4) la enumeración termina con el número o esquema–número correspondiente a los elementos del conjunto en cuestión. De esta manera ocurre, pues, la síntesis de lo múltiple de una intuición homogénea en general.

Así, la indagación husserliana se abre camino por las representaciones primitivas de la aritmética como paso previo a una clarificación “esquemática” (en el sentido kantiano) de las mismas representaciones. Su análisis conceptual, situado en un momento “esquemático pre–trascendental”, reconoce la importancia de las representaciones simbólicas y su relación con las representaciones intuitivas. De este modo, las construcciones conceptuales de “conjunto” y “número” se efectúan con la más amplia y pura generalidad. Ésta es también una necesidad de Kant: pensar la unidad como una invariante, como la referencia a una “objetividad en general” (o formaciones sintácticas) a las que se puede agregar la cuenta–por–uno.

 

Conclusiones

El concepto de conjunto o pluralidad del que habla Husserl es visto a modo de una síntesis a priori o como una suerte de rendimiento (Leistung) o producción de una unidad a partir de una multiplicidad. El problema es entender que este procedimiento es posible porque la síntesis a priori (la unidad de una variedad) está ya constituida originariamente en el objeto. Con ello la aprehensión del concepto de pluralidad supone la fenomenalización de sus pluralidades concretas, aquéllas de las que tenemos conciencia (o certeza sensible). En todo caso, tanto Husserl como Kant coinciden en que la composición de la multiplicidad dada en intuición (elemento no–tematizado) está en conformidad con la unidad sintética de la conciencia que es expresada por medio de signos (el signo de número).[60] Hicimos visible cómo el esquema–procedimiento origina que el número sea una representación que abarca la adición sucesiva de lo uno a lo uno, mientras que el esquema–producto sintetiza (fenomenológicamente) la multiplicidad empírica, es decir, genera un orden fenoménico conforme al entendimiento. Dicho de otra manera, para Kant y Husserl, enumerar consiste en un procedimiento sintético cuyo resultado es el número. “Nadie puede definir el concepto de cantidad en general, si no es aproximadamente así: que es la determinación de una cosa, por la cual se puede pensar cuántas veces en ella está puesto el uno. Pero este ‘cuántas veces’ se basa en la repetición sucesiva, y por tanto, en el tiempo y en la síntesis (de lo homogéneo) en éste”.[61]

Esto significa que hay un concepto para el número cinco, pero también hay un esquema (signo en Husserl) denominado número, que es un acto de la comprensión o una representación de un método para la representación de una multitud. Así, lejos de aceptar que el número es una determinación conceptual (el número como mera “cifra”) y lejos de acercarse a un psicologismo ordinario (el número como producto mental), Kant y Husserl hicieron uso de un a priori fenomenológico a partir de una fundación lógico–genética que mantiene los números como objetividades constitutivas y originales, en esencia visibles sólo a través de un procedimiento esquemático.

 

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[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor–investigador de El Colegio de Veracruz. luiscanela25@gmail.com

 

[1].    Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Fondo de Cultura Económica/Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2009, A 137–147/B 176–187.

[2].    Martín Arias Albisu, “La doctrina kantiana del esquematismo trascendental” en Areté. Revista de filosofía, Pontificia Universidad Católica del Perú, San Miguel, vol. XVII, Nº 2, 2005, pp. 155–182, p. 156.

[3].    Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 196.

[4].    Eva Schaper, “Kant’s Schematism Reconsidered” en Ruth Chadwick (Ed.), Kant Critical Assessments. Vol. II, Routledge, Londres, 1992, p. 306.

[5].    Jonathan Bennett, Kant’s Analytic, Cambridge University Press, Cambridge, 1966, p. 94.

[6].    Cfr. Immanuel Kant, Correspondence, Cambridge University Press, Cambridge, 1999, pp. 529–534.

[7].    Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 193.

[8].    Jonathan Bennett, Kant’s Analytic, p. 151.

[9].    Paul Guyer, Kant and the Claims of Knowledge, Cambridge University Press, Nueva York, 1987, p. 165 y SS.

[10].  Henry E. Allison, Kant’s Transcendental Idealism: An Interpretation and Defense, Yale University Press, Nueva York, 1983.

[11].  Robert Paul Wolff, Kant’s Theory of Mental Activity, Peter Smith, Chicago, 1973.

[12].  Eva Schaper, “Kant’s Schematism Reconsidered”, p. 306.

[13].  William Henry Walsh, “Schematism” en Robert Paul Wolff (Ed.), Kant. A Collection of Critical Essays, Universidad de Notre Dame, Londres, 1967, pp. 71–87.

[14].  Martín Arias Albisu, “Una relación de homogeneidad entre términos heterogéneos. El concepto de homogeneidad en el capítulo del esquematismo de la Crítica de la razón pura” en Revista de Filosofía Diánoia, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. LIV, Nº 63, noviembre de 2009, pp. 71–88, p. 86.

[15].  Dieter Lohmar, “Kants Schemata als Anwendungsbedingungen von Kategorien auf Anschauungen. Zum Begriff der Gleichartigkeit im Schematismuskapitel der Kritik der reinen Vernunft” en Zeitschrift für philosophische Forschung, Vittorio Klostermann GmbH, Frankfurt, vol. 45, Nº 1, 1991, pp. 77–92.

[16].  Daniel Omar Pérez, Significação dos conceitos e solubilidade dos problemas (acerca do esquematismo transcendental na Crítica da Razão Pura de Immanuel Kant como procedimento da doção de sentido aos conceitos), Disertación de Maestría en Filosofía realizada en la Universidad Estatal de Campinas, São Paulo, 1996.

[17].  “Pues la redondez, que está pensada en el último, se puede intuir en el primero”. Hans Vaihinger, “Siebzig textkritische Randglossen zur Analytik” en Kant Studien, Universidad Johannes Gutenberg, Maguncia, vol. 4, 1900, pp. 452–463, pp. 457 y SS.

[18].  Mario Caimi, “Der Teller, die Rundung, das Schema. Kant über den Begriff der Gleichartigkeit” en Dirk Fonfara (Comp.), Metaphysik als Wissenschaft. Festschrift für Klaus Düsing zum 65. Geburtstag, Alber, Friburgo/Munich, 2006, pp. 212 y SS.

[19].  Martín Arias Albisu, “Una relación de homogeneidad…”, pp. 76–78.

[20].  Martín Arias Albisu, “La doctrina kantiana…”, p. 166.

[21].  Immanuel Kant, Correspondence, p. 538.

[22].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 193.

[23]Idem.

[24]Ibidem, p. 194.

[25]Ibidem, p. 195.

[26].  Martín Arias–Albisu y Luis Alberto Canela Morales, “La presentación de la doctrina kantiana del esquematismo en ‘Sobre el Concepto de Número’ de Edmund Husserl. Una evaluación crítica” en Kant ePrints, Universidad Estatal de Campinas, Campinas, vol. 13, Nº 3, septiembre/diciembre de 2018, pp. 6–31, p. 17.

[27].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 199.

[28].  Martín Arias–Albisu y Luis Alberto Canela Morales, “La presentación…”, p. 18.

[29].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 194.

[30].  Martín Arias Albisu, “La doctrina kantiana…”, p. 163.

[31].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 195.

[32].  Martín Arias Albisu, “Los esquemas de los conceptos empíricos y matemáticos como procedimientos de síntesis gobernados por reglas conceptuales” en Studia Kantiana, Sociedade Kant Brasileira, São Paulo, Nº 17, 2014, pp. 74–103, p. 80.

[33].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 196.

[34]Idem.

[35].  William Henry Walsh, “Schematism” en Kant Studien, Universidad Johannes Gutenberg, Maguncia, vol. 49, Nº 1, 1957–1958, pp. 95–106, p. 99.

[36].  Martín Arias Albisu, “Los esquemas trascendentales como procedimientos y productos” en Revista de Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, vol. 35, Nº 1, 2010, pp. 2–42, p. 31.

[37]Ibidem, p. 28.

[38].  Martín Arias Albisu, “El esquema trascendental de las categorías de la cualidad” en Signos Filosóficos, Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, México, vol. XIII, Nº 26, julio/diciembre de 2011, pp. 87–113, pp. 89–90.

[39]Idem.

[40].  Edmund Husserl, Philosophie der Arithmetik. Mit ergänzenden Texten (18901901), Martinus Nijhoff Publishers, La Haya, 1970, p. 8.

[41].  Jacques Derrida, El problema de la génesis en la filosofía de Husserl, Sígueme, Salamanca, 2015, p. 74.

[42]Ibidem, p. 16.

[43].  Mirja Hartimo, “Mathematical Roots of Phenomenology: Husserl and the Concept of Number” en History and Philosophy of Logic, Taylor & Francis Group, Abingdon, vol. 27, Nº 4, noviembre de 2006, pp. 319–337.

[44]Idem.

[45].  Edmund Husserl, Philosophie der Arithmetik…, p. 15.

[46]Ibidem, 16.

[47]Ibidem, p. 64.

[48]Ibidem, pp. 24–25.

[49]Ibidem, p. 64.

[50].  Henning Peucker, Von der Psychologie zur Phänomenologie, Husserls Weg in die Phänomenologie der Logischen Untersuchungen, Felix Meiner Verlag, Hamburgo, 2002, p. 27.

[51].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 196.

[52].  Edmund Husserl, Lógica formal y lógica trascendental, Instituto de Investigaciones Filosóficas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2009, p. 138.

[53].  Martín Arias Albisu, “Los esquemas trascendentales…”, pp. 34 y ss.

[54].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 197.

[55].  Martín Arias Albisu, “¿Hay un esquematismo de los conceptos empíricos y matemáticos?” en Anuario filosófico, Universidad de Navarra, Pamplona, vol. XLI, Nº 3, diciembre de 2008, pp. 621–635, pp. 634-635.

[56].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, A 140–142/B 179–180.

[57].  Bruce Bégout, La genéalogie de la logique. Husserl, l’antéprédicatif et le categorial, Vrin, París, 2000.

[58].  Béatrice Longuenesse, Kant and the Capacity to Judge, Princeton University Press, Nueva Jersey, 1998, p. 248.

[59]Ibidem, p. 254.

[60].  Carta a J. S. Beck el 20 de enero 1792. Immanuel Kant, Correspondence, p. 401.

[61].  Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, p. 278.

Libertad defectiva y metafísica del mal en Kant

Una lectura del primer libro de La religión dentro de los límites de la mera razón[*]

 

Pietro Montanari[**]

 

Recepción: 12 de agosto de 2021
Aprobación: 1 de octubre de 2021

 

Resumen. Montanari, Pietro. Libertad defectiva y metafísica del mal en Kant. Una lectura del primer libro de La religión dentro de los límites de la mera razón. En este artículo propongo una interpretación unitaria de la reflexión kantiana sobre el mal en La religión dentro los límites de la mera razón (1792–1794). Esta parte de la obra de Immanuel Kant presenta a menudo problemas interpretativos difíciles, ya que en ella su autor, aunque reafirma el principio de la libertad del sujeto moral planteado en la Crítica de la razón práctica, parece en realidad mostrar a este último como condicionado por una tendencia al mal que resulta tan insuperable que bloquea y perjudica su autonomía. Doy cuenta de la coherencia que adquiere la noción kantiana del mal radical, definido como una inversión axiológica del orden de los motivos, una vez que se comprenden el carácter defectivo de la noción de libertad que el filósofo emplea en la obra y la orientación metafísica que la respalda.

Palabras clave: mal radical, libertad, inefabilidad, moral, metafísica, religión.

 

Abstract. Montanari, Pietro. Defective Freedom and Metaphysics of Evil in Kant. A Reading of the First Book of Religion Within the Bounds of Bare Reason. In this article I propose a unitary interpretation of Kant’s reflection on evil in Religion Within the Bounds of Bare Reason (1792–1794). This part of Immanuel Kant’s work often presents knotty interpretative problems because the author, while reaffirming the principle of the subject’s moral freedom as set forth in Critique of Practical Reason, seems actually to be showing this freedom as conditioned by a tendency toward evil that is so compelling that it blocks and undermines the subject’s autonomy. I give an account of the coherence acquired by the Kantian notion of radical evil, defined as an axiological inversion of the order of the motives, once one grasps the defective character of the notion of freedom that the philosopher employs in the work and the metaphysical orientation that backs it up.

Key words: radical evil, freedom, ineffability, morals, metaphysics, religion.

 

Es imposible que un hombre, sin religión,
pueda llegar a estar feliz de su vida.[1]

—Immanuel Kant

 

La obra de la cual trataré, La religión dentro de los límites de la mera razón (en alemán, Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft, en lo sucesivo La religión), debió ser publicada en cuatro partes por la revista Berlinische Monatsschrift; sin embargo, a causa del endurecimiento de la censura en Berlín, e incitado por los acontecimientos revolucionarios en Francia, Immanuel Kant publicó únicamente la primera parte en esa revista, en marzo de 1792, mientras que la obra entera, que comprendía las otras tres partes,[2] apareció en Jena al año siguiente a cargo del editor Nocolovius.[3] De 1794 es una segunda edición, a la cual sigue la bien conocida historia de los problemas que tuvo Kant con la censura prusiana, que terminaron únicamente cuando Federico Guillermo despidió al ministro de la justicia, Johann Christoph von Wöllner, en 1798.

En la primera parte de La religión (R1) se observan algunos vaivenes mayores en el discurso que han arrojado dificultades concretas en términos hermenéuticos. En primer lugar, el peso que el texto otorga a la evidencia del mal humano (o “radical”, como Kant lo llamó por primera vez) como tendencia universal, endémica e ineluctable en la historia y en la naturaleza humana, revela un pesimismo antropológico frente al cual se vuelven, como mínimo, problemáticas varias instancias “fuertes” del discurso kantiano. Por ejemplo: a) la afirmación de la constitución esencialmente buena del hombre; b) la idea de que el perfeccionamiento moral sea posible; y, con esta idea, c) la posibilidad de la Ilustración como proyecto de transformación social y política, así como d) la autonomía moral del sujeto.

En segundo lugar, y sobre todo, se observa una doble tendencia a la deconstrucción y a la orientación metafísico–teológica. Por un lado, nuestro autor neutraliza el contenido metafísico–religioso tradicionalmente asociado al problema del mal humano y nos lleva a entender el mal radical como una errónea inversión de las prioridades axiológicas efectuada por el sujeto en el marco de una disposición natural esencialmente buena. Por otro lado, sin embargo, hay también una marcada tendencia opuesta a reafirmar la esencia y el condicionamiento[4] sobrenatural del discurso acerca del mal, que Kant persigue sin sustituir con nuevas representaciones las viejas y afirmando reiteradamente que el origen (Grund) del mal humano es inaccesible a la razón (inefable). La neutralización de los contenidos representativos tradicionales es coherente con los puntos arriba consignados (a, b, c, d), mientras que la orientación metafísica refuerza la comprensión del mal como tendencia ineluctable y misteriosa,[5] que coloca al sujeto moral y su autonomía bajo un condicionamiento heterónomo.[6]

En las páginas que siguen trataré de ofrecer una lectura unitaria de la obra, ilustrando cómo estas disonancias —entre proyecto ilustrado y pesimismo moralista; entre crítica de las representaciones metafísicas tradicionales y reafirmación del valor de éstas; entre condicionamiento insuperable al mal y autonomía moral— son en realidad sólo aparentes una vez que se entiende correctamente la orientación metafísica que predomina en el texto kantiano.

 

La libertad humana y su paradójica garantía

En el sistema kantiano de la razón práctica la expresión “naturaleza humana” indica algo opuesto a la determinación natural: denota el principio de los actos, buenos o malos, que derivan de la libertad. Esta última es el hecho teórico y práctico fundamental del sistema kantiano. En el prefacio de la Crítica de la razón práctica la libertad es presentada como la piedra angular (Schlußstein) de la razón especulativa y el soporte (Haltung) de las ideas de alma y dios. La libertad, que su autor define como trascendental, no puede ser afirmada en el plano científico, en el cual lo único que puede conocerse es lo que puede determinarse estrictamente como sustancia en el marco de ciertos nexos causales; no obstante, es posible conocerla a priori, es decir, sin respaldo de la percepción, de la experiencia, como condición (Bedingung) de la ley moral. Hay entonces una negación del valor de la libertad a nivel de explicación científica (determinismo), pero también una asunción de la misma en el centro de la comprensión de la moralidad.[7]


Los actos morales no pueden ser determinados por alguna necesidad objetiva, inclinación o impulso natural, sino por una máxima (Maxime), una regla que el sujeto escoge y acepta libremente por sí mismo. Estos actos se caracterizan así por ser esencialmente voluntarios y conscientes, esto es, irreductibles a cualquier determinación natural externa o interna. En La religión Kant llama “naturaleza humana” a este aspecto no determinado y no pre–determinable del acto moral. Dicha indeterminación del acto no impide que pueda darse una explicación positiva (empírica) de los hechos morales —y, con ello, que sean posibles las ciencias sociales (Sozialwissenschaften)—; pero implica reconocer que la comprensión científica no puede neutralizar la imputabilidad del acto humano como acto libre y no pre–determinado.[8]


Ahora bien, en La religión la garantía de la imputabilidad del acto moral humano reside en la impenetrabilidad (Unerforschlichkeit, Unbegreiflichkeit) del fundamento primero de la aceptación de las máximas buenas o malas.[9] El filósofo prusiano afirma en esta obra que somos libres porque el principio primero del que deriva nuestra adopción de las máximas (der erste Grund der Annehmung unsrer Maximen) queda oculto a toda posible experiencia factual (kein Faktum sein kann), es decir, es inefable. Esta idea es continuamente reafirmada en La religión e, incluso, queda demostrada mediante un argumento ad absurdum.[10]


Los que siguen son los pasajes más relevantes en R1:

    1. “El hombre lleva en sí el primer fundamento (para nosotros incomprensible) en virtud del cual acepta máximas buenas o malas (contrarias a la ley)”.[11]
    2. “De esta aceptación [de las máximas] no se puede conocer ni el fundamento primero subjetivo ni la causa (aunque es inevitable su búsqueda). Puesto que no podemos derivar esta intención o, mejor dicho, su fundamento supremo, a partir de cualquier acto
      temporal originario del libre arbitrio, entonces nosotros le consideramos como una condición del libre arbitrio”.[12]
    3. “[…] sobre todo, no somos capaces de explicar por qué el mal pudo corromper la máxima suprema, aunque esta máxima sea nuestro propio acto, así como no podemos explicar una propiedad fundamental de nuestra misma naturaleza”.[13]
    4. “Así que no se puede buscar el origen temporal de este acto, tenemos que buscar únicamente su origen racional […]. Pero el origen racional de esta perturbación de nuestro libre arbitrio […], a saber, esta tendencia al mal, nos queda inaccesible”.[14]
    5. “Pero el hombre no puede llegar naturalmente a la convicción [del cambio interno] porque la profundidad de su corazón (el fundamento subjetivo supremo de sus máximas) queda impenetrable a sí mismo”.[15]

Lo que los pasajes “a”, “b” y “e” declaran inefable es, en general, el fundamento u origen subjetivo de nuestra libertad, que lleva a la interna adopción de máximas buenas o malas. Los pasajes “c” y “d” se refieren más específicamente a la adopción de máximas malas, al principio o causa del mal radical humano:

    1. “El fundamento de aceptación (Annehmung) de máximas buenas o malas”.
    2. “El fundamento o causa de la intención–motivación interna” (Gesinnung).
    3. “El origen de la corrupción de la máxima suprema”.
    4. “El origen racional de la perturbación del libre arbitrio”.
    5. “El fundamento subjetivo supremo de las máximas” (“profundidad del corazón”).

Más allá de la afirmación de inefabilidad del fundamento de la moralidad en general, como veremos, es posible identificar en R1 tres afirmaciones específicas de inefabilidad: el origen del mandato incondicionado de la ley moral (inefable 1), el origen del mal (inefable 2) y el origen de la conversión al bien (inefable 3). Los tres inefables no se refieren a un mismo origen, puesto que, como mostraré al final del artículo, el origen inefable del mal radical es señalado como un ente malo (das moralischBöse). Todos, sin embargo, implican la adopción y aceptación íntima de las máximas; aceptación cuyo fundamento, en general, es declarado inaccesible.

Prescindiendo de los inefables específicos, hay que observar que se trata de una manera insólita de afirmar la libertad humana, a la que nombro “noción defectiva de la libertad”. Parece que ser libre no es una capacidad que nos pertenezca como sujetos, sino un concepto indeterminado: equivale a la ignorancia de lo que nos condiciona originariamente como sujetos morales (el pasaje “b” es el más claro en este sentido). La libertad no es un atributo positivo, sino un nombre que indica una condición defectiva, una limitación epistémica insuperable en el sujeto. La libertad es un hecho que deriva de un misterio (scire nefas).[16] Obsérvese bien que en ninguno de los pasajes consignados se cuestiona si la libertad humana tiene o no tiene este fundamento inaccesible; pues que lo tenga no es objeto de cuestionamiento. El único problema es que el fundamento nos resulta impenetrable; y es sólo a causa de esta ignorancia como podemos considerarnos agentes libres. Los humanos somos y nos concebimos libres debido a nuestra drástica limitación epistémica (epistemic boundedness) acerca del origen de nuestra adopción de las máximas.

Pero ¿cómo se puede afirmar que la libertad tiene un fundamento (que la determina) y, al mismo tiempo, declarar que este fundamento es inaccesible? Ésta es la paradoja típica que se presenta ante toda afirmación de inefabilidad metafísica, a partir de la cual se constituyen de modo inevitable conceptos auto–contradictorios: si declaro X como epistémicamente inaccesible, estoy en realidad declarando algo acerca de X; ergo, X no es epistémicamente inaccesible.[17] X equivale en este caso al fundamento (al origen) de la moralidad. Los tres inefables específicos que consigné están sujetos a la misma paradoja. Llamaré a esta paradoja el primer problema de la libertad kantiana (“Problema 1”).

 

¿Solución del problema?

No es posible resolver el Problema 1; por lo menos no por vía estrictamente lógica. Sin embargo, puede ser atenuado mediante varias consideraciones y, en nuestro caso, en virtud de la naturaleza eminentemente práctica (moral) y religiosa que el uso del argumento de la inefabilidad tiene en Kant. Este uso es parte del uso práctico de la razón (practical metaphysics),[18] que el filósofo de Königsberg consideraba un desarrollo positivo de su gnoseología, absolutamente necesario no sólo para conservar la metafísica, sino para instituirla como ciencia. Las ideas centrales de la metafísica tradicional son recuperadas por Kant como “theoretical propositions” sobre objetos no–empíricos (nouménicos), así que, por un lado, pertenecen al dominio de la razón especulativa; aunque, por otro lado, nuestra razón para aceptarlas es eminentemente práctica y su aceptación requiere nuestra creencia o fe (Glauben).[19]

En este planteamiento teórico la inefabilidad del fundamento no quiere denotar algún fenómeno posible, algo que observamos indirectamente, pero cuya constitución no entendemos de manera exacta (por ejemplo, la materia oscura, la energía oscura, el espacio–tiempo, entre otros). Tampoco quiere mostrar una noción límite y paradójica, que sea puramente pensable, pero que no exprese ninguna realidad determinable (receptáculo platónico, materia prima aristotélica, vía del no ser parmenidea, ápeiron anaximandreo, el Uno de Damascio). ¿Qué es entonces?

La libertad, en Kant, es una noción que denota la condición trascendental de la acción moral, es la ratio essendi de la moralidad.[20] El sujeto no puede no ser postulado como libre porque la moralidad consiste en su capacidad de elegir entre máximas buenas o malas; y esta elección, en última instancia, no puede no ser imputable únicamente a él. El concepto de libertad es prácticamente necesario y remonta al factum de la voluntad.[21] En La religión, sin embargo, la pregunta no es sobre la libertad como condición trascendental de la moralidad, sino acerca de la finalidad (y de las representaciones de esta finalidad) que acompaña inevitablemente a la acción moral sin por ello pervertirla.[22] Y el problema del fin de la libertad implica, de modo clásico, el problema de su derivación: la pregunta ¿por qué soy libre? involucra la pregunta ¿de dónde viene mi libertad? La interrogante acerca del origen es de carácter teleológico.

En la perspectiva de La religión se plantea entonces la cuestión no de la libertad, sino de su fundamento entendido como la condición de la condición de la moralidad, el antecedente (antefactum) que es necesario anteponer al factum de la libertad para que la noción de esta última adquiera significación religiosa y se enmarque en una religión pensada en los límites de la sola[23] razón práctica. Si en la Crítica de la razón práctica la libertad es lo incondicionado (das Unbedingte), en La religión aparece como lo misteriosamente condicionado. Esta orientación impone descartar la otra posibilidad, a saber, que la libertad no tenga fundamento o que deba ser pensada sin fundamento, que evidentemente Kant no considera religiosamente significativa. La religión parte de la premisa de que el sujeto moral piensa la libertad desde la perspectiva no de la ausencia de fundamento, sino de la presencia inefable del fundamento que lo constituye. El sujeto moral, en este caso, coincide con un sujeto religioso capaz de experimentar una religiosidad moralmente auténtica y compatible con las limitaciones epistémicas delineadas en la Crítica de la razón pura.

Cabe recordar que la afirmación de inefabilidad tiene un papel esencial, aunque no exclusivo, en los planteamientos de tipo religioso, metafísico y teológico. En Kant lo inefable no tiene necesariamente una connotación mística. Además, el filósofo de Königsberg declara repetidas veces su antipatía hacia la inflación del sentimiento religioso.[24] Sería, por ejemplo, unilateral sostener que el concepto kantiano de noúmeno,[25] noción con la cual se denota una cosa en su no ser objeto de intuición sensible, tenga valor religioso, puesto que se trata de un término cuya función es gnoseológica (indica el límite[26] del discurso científico). Sin duda, empero, la afirmación de inefabilidad tiene en Kant también implicaciones teológico–religiosas fuertes que llegan a ser evidentes e incluso explícitas cuando, por ejemplo, el autor escribe que la incomprensibilidad (Unbegreiflichkeit) de nuestra interna (nouménica) disposición a la ley moral proclama “un origen divino” y que esto debería animarnos a enfrentar todo sacrificio en el camino del deber.[27]

Mediante el recurso de la inefabilidad del fundamento, entendida desde todos sus posibles aspectos (los tres inefables), nuestro filósofo logra que se preserve o refunde la influencia que conceptos metafísicos tradicionales (dios, inmortalidad, libertad, bien y mal, entre otros) tienen sobre el sujeto moral; aunque, gracias al “giro copernicano” y a la crítica de las ideas de la razón en la Crítica de la razón pura,[28] estos conceptos cesan de significar una realidad suprema que aquél podría conocer objetivamente. A esto me refiero cuando hablo de la orientación metafísica del discurso kantiano: la refundación y conservación del valor práctico y religioso de los conceptos metafísicos tradicionales. La inefabilidad del fundamento de la libertad es el eje de la orientación metafísico–teológica de la filosofía kantiana,[29] tal como se expresa en La religión.

 

La fuerza insuperable del mal: argumento de la dependencia y rigorismo

Según el autor de las tres Críticas existe en el hombre una disposición (Anlage) al bien, articulada en tres dominios: animalidad (amor sui físico), humanidad (amor sui moral) y personalidad. Esta disposición caracteriza al hombre como un ser que, por naturaleza (es decir, en el sentido no determinístico de la expresión que ya ilustré), es esencialmente bueno. Esta disposición, sin embargo, puede corromperse en sus primeros dos dominios, animalitas y humanitas, pervirtiendo así el conjunto de esta constitución originaria. Responsable de esta corrupción es una tendencia (Hang, propensio) al mal que parece ser igualmente “natural e innata”, y que se divide, a su vez, en tres grados de progresiva gravedad: fragilitas, impuritas y pravitas. La tendencia al mal consiste en una predisposición al deseo que se da en el sujeto, prescindiendo de la experiencia efectiva del objeto de este deseo; mientras que la inclinación es el producto de esa tendencia, que depende de la experiencia del sujeto y, con ésta, al parecer, se vuelve más difícilmente extinguible (su grado extremo es la pasión, que ya no admite control). Kant describe esta tendencia y su influencia en el acto moral humano como “principio de determinación subjetiva del libre arbitrio que precede todo acto”.[30]

La relación entre tendencia e inclinación, según nuestro autor, es la misma que hay entre el fundamento (subjetivo) de la experiencia del mal (su condición de posibilidad) y las ocurrencias efectivas de esta experiencia (su efectivo acontecer); o también, podríamos decir, entre lo permanente y lo accidental (die erste Verschuldung bleibt, wenn gleich die zweite […] vielfältig vermieden würde). Se trata de la diferencia entre necesidad y contingencia; aunque dicha necesidad, en este caso, sea moralmente concebida, esto es, no indique algún determinismo naturalista que excluya fatalmente de derecho y de facto cualquier imputabilidad del acto moral. Grosso modo, el filósofo identifica en la tendencia el pecado originario y, en las inclinaciones, el pecado derivativo. Kant aclara que la tendencia al mal es un “acto” en dos sentidos: uno que no es posible erradicar (sentido originario, necesitado, formal, nouménico), ya que la adopción de la máxima por parte del sujeto no es fenoménicamente determinable; y otro que es un acto fenoménico, material, contingente, malo en sentido derivativo. El pecado derivativo depende del originario, así como la inclinación (contingente) depende de la tendencia (necesaria). Llamaré a éste el argumento de la dependencia.

Disposición al bien y tendencia al mal pueden ser consideradas naturales e innatas en el hombre; aunque, como veremos, la primera es pensada como algo que pertenece al sujeto en tanto que algo suyo, interno a su propia constitución natural; mientras que la segunda concierne al hombre como un efecto, algo externamente derivado.[31] La coexistencia de las dos cosas en el hombre, sostiene el filósofo prusiano, podría generar la idea de que la naturaleza humana se asume al mismo tiempo buena y mala, o ni buena ni mala. Después de todo, ¿por qué deberíamos considerar una de las dos soluciones (el hombre es bueno/el hombre es malo) como la única válida, y así oponerla unilateralmente a la otra?

Kant se esfuerza en procurar una respuesta clara a esta duda en términos que define como rigorismo.[32] Según su solución no hay posible vía media entre bien y mal, puesto que se trataría de una respuesta contradictoria y, por ende, inaceptable, ya sea con respecto a las acciones o al carácter. Bien y mal son términos contradictorios; no admiten intermedios (principio del tercero excluido).[33] Tampoco es posible la posición neutralista (“los hombres no son ni buenos ni malos”).[34] De acuerdo con él, por razones cuyo entendimiento no está a nuestro alcance (inaccesibilidad epistémica), se verifica una corrupción o perversión de la disposición buena; y esta perversión, por así decirlo, la “contamina” por completo, en su totalidad, no en partes. La disposición (buena) sigue vigente, pero contaminada globalmente por la tendencia mala. Por eso el restablecimiento en el bien, como veremos, no sólo es un proceso muy difícil, sino propiamente un evento incomprensible para el sujeto moral. El nuevo estado nunca puede ser alcanzado de forma perfecta (o, por lo menos, no en la representación que el sujeto moral tiene de sí mismo), así que, aun siendo reinstituido en el bien, el sujeto moral queda siempre —y forzosamente tiene que representarse a sí mismo— como malo.

No es difícil ver cómo el argumento de la dependencia y el rigorismo ponen la libertad humana bajo el yugo de un insuperable condicionamiento. Por un lado, expone que el mal radical actúa sobre las inclinaciones de manera análoga a la acción de lo necesario sobre lo contingente. Con ello Kant obtiene dos resultados: 1) establece el mal en una dimensión que trasciende los males empíricos y que, como tal, es insuperable (orientación metafísica); y 2) garantiza que el mal sea sólo virtualmente superable a nivel contingente, lo que es compatible con las instancias morales del perfeccionamiento. El mal no puede ser superado en el primer sentido (absoluto); mientras que, en el segundo sentido (relativo), es posible perfeccionarse, pero sin llegar a un límite definitivo (a saber, sin llegar a ser actualmente bueno). Esto, empero, equivale a decir que el mal no puede ser superado ni en sentido absoluto ni relativo. Por otro lado, el rigorismo excluye que el sujeto moral se califique como, al mismo tiempo, bueno y malo, ni como bueno ni malo; así que aquél, dado que nunca puede ser actualmente bueno, es necesario que sea siempre y totalmente malo.

El mismo léxico kantiano es elocuente: la ya consignada expresión “fundamento de determinación subjetiva del libre arbitrio” (ein subjektiver Bestimmungsgrund der Willkür) indica una vertiente metafísica de la necesidad que, aunque desconocida e inefable, no suena menos ineluctable que el determinismo naturalista.[35] La libertad kantiana no es sólo defectiva, sino sujeta al condicionamiento de un mal que no parece ser superable, ni formal ni materialmente. Tenemos aquí un segundo problema (Problema 2) de la libertad kantiana: si la libertad indica la presencia de un condicionamiento originario insuperable, que, en este caso, se caracteriza como tendencia al mal, ¿cómo es posible conciliar con este condicionamiento la noción de la libertad, puesto que esta última, aunque en sentido defectivo, implica la elección entre máximas opuestas y contradictorias (o buenas o malas)?

El carácter defectivo de la noción kantiana de libertad presupone que ésta sea determinada como inefable (Problema 1). Con esto tenemos una determinación de la libertad, que, sin embargo, al ser inefable, no elimina la imputabilidad. Pero ¿cómo se puede hablar de un sujeto defectivamente libre en presencia de un “mal radical e innato en la natura humana”,[36] que es tan arraigado que resulta, de jure y de facto, insuperable? Hay aquí un problema del que es difícil no percatarse,[37] para el cual buscaré la respuesta más adelante.

 

El espectáculo del mal y el problema de su superación

Por un lado, la disposición buena nos orienta naturalmente a la aceptación de la máxima conforme a la ley moral; pero, por otro lado, la tendencia mala produce ineluctablemente inclinaciones contrarias a dicha aceptación. El resultado es una insuficiencia humana radical en el cumplimiento de la ley moral. De acuerdo con el filósofo de Königsberg, esta insuficiencia es verificable, constatable, en la historia del género humano, incluso, como a menudo se repite en el texto, en los mejores hombres (in jedem, auch dem besten). La palabra apenas mencionada, “constatable”, redirige a una evidencia empírica, que es el único respaldo que Kant parece ofrecer a su teoría del mal radical. Los pasajes relevantes son los dos siguientes:

    1. “[Los que creen en] esta opinión [el progreso hacia lo mejor], sin duda, no la obtuvieron de la experiencia, si es que se refieren al bien y al mal moral (y no a la civilización), puesto que la historia de todos los tiempos la niega de la manera más contundente”.[38]
    2. “Que una tendencia depravada de este tipo tenga sus raíces en el hombre es algo de lo cual podemos ahorrarnos la prueba formal, en consideración de la abundancia de ejemplos clamorosos que la experiencia nos pone ante los ojos en los asuntos humanos”.[39]


El énfasis sobre la evidencia del mal es un gesto del Kant moralista, quizás del lector de Rousseau, que, sin proporcionar deducciones, se limita a indicar el espectáculo de la pravitas humana, en todo momento de la historia y en toda latitud, afirmando que esta ubicuidad ya es elocuente de por sí y constituye una prueba material suficiente del mal radical contra toda ilusión de progreso moral.[40] La referencia (en “b”) a una prueba formal de la existencia del mal es una vexata quaestio en la interpretación de R1.[41] Me parece que no existe razón alguna para creer que el texto proporciona una prueba de este tipo; por el contrario, el pasaje consigna claramente que no hay necesidad de ofrecerla y que la mejor prueba es representada por el espectáculo endémico y universal del mal.

En otras ocasiones, sin embargo, nuestro filósofo juzga de manera diferente el criterio de la evidencia empírica en la moral. En La religión, por ejemplo, nos recuerda que, frente al acto moral, bueno o malo, nunca estaremos seguros de imputarlo al individuo, puesto que de éste no conocemos las intenciones y podemos únicamente postular que ellas dependen de la íntima, consciente adhesión a alguna máxima, buena o mala. La indicación de la experiencia es aquí inmediatamente denunciada como criterio insuficiente.[42] En otro pasaje afirma que, aun cuando la experiencia compruebe la tendencia al mal, esta prueba (Erfahrungsbeweis) no consigue permitirnos conocer el verdadero carácter del mal y el fundamento de nuestra interna oposición a la ley moral.[43] El texto kantiano muestra entonces una cierta oscilación en su estima del valor probatorio de la evidencia empírica: por un lado, la acepta; por otro, la rechaza.

El énfasis de Kant sobre la universalidad del mal, además, se revela potencialmente letal con respecto al proyecto político ilustrado del cual se acompaña. Si el hombre tiende necesariamente —aunque libremente— al mal, si toda idea de progreso moral es imposible, ilusoria, o se reduce sólo a una premisa indulgente de los moralistas (eine gutmütige Voraussetzung der Moralisten), cuyo valor es únicamente parenético, ¿para que deberíamos esforzarnos en construir contextos públicos orientados a la educación de sujetos moralmente capaces y en transformarnos en sujetos morales responsables? ¿Qué razón y qué posibilidad real habría de salir del estado de inmadurez (Unmündigkeit)[44] construyendo repúblicas respetuosas de los derechos subjetivos y hasta grandes ligas permanentes para la realización de un estado de paz mundial, cuyo requisito es, en última instancia, la existencia de una comunidad civil de personas moralmente adultas?[45]

La respuesta kantiana, como es sabido, consiste en lo siguiente: si vale la máxima que nos ordena ser hombres mejores, entonces debe valer como consecuencia que, efectivamente, podamos ser mejores. La inderogabilidad de la ley moral implica la posibilidad de su aplicación. Si nuestra razón nos ordena hacer algo, debe también ser posible obedecerla. Lo que no es posible, según Kant, es comprender de qué manera ocurre este restablecimiento del sujeto en el bien; pero que sea posible, eso no podemos dudarlo, ya que la ley moral lo impone y no es pensable que nos ordene lo imposible. Esta posibilidad, no obstante, es planteada en términos de perfectibilidad y no de efectivo alcance de la perfección moral. El filósofo apunta a la perfectibilidad indefinida del sujeto moral,[46] que es sin duda compatible con la idea del progreso moral (e, incluso, según él, con la idea de la inmortalidad del alma).[47]

En otros pasajes del corpus kantiano, sin embargo, esta noción de perfectibilidad, evidentemente progresiva, choca con un duro pesimismo antropológico, que, por el contrario, parece incompatible con toda vertiente político–transformativa de la Aufklärung y explícitamente adverso respecto a la noción misma de un progreso moral. A menudo este pesimismo es tan marcado que Kant prefiere representarse la acción de una finalidad buena inmanente a la natura (su propia versión de
la noción tradicional de providencia) para suplir las deficiencias de la disposición moral humana.[48] Es como si él reconociera que el individuo, quizás, pueda ser perfectible, aunque de manera imperfecta y reversible, pero la especie, no; y que no sea posible entonces prescindir de la representación de una astucia de la natura o de la historia para poder esperar su redención. La pregunta, frente a esta versión peculiarmente iluminista del mal radical, es entonces la siguiente: si creemos que el mal radical es insuperable, ¿tiene todavía sentido un proyecto político iluminista orientado al desarrollo de la persona?

La exigencia de la superación de este estado corrupto es un imperativo y, como tal, decíamos, hay que considerarlo actuable. Si la ley manda incondicionadamente, entonces debe ser posible cumplirla; aunque, como sabemos, nunca en términos de una definitiva adquisición, sino de un perfeccionamiento indefinido y siempre reversible. Tradicionalmente, la superación del condicionamiento del mal se pone como reinstitución o reinstauración del hombre en el bien por medio de la gracia (Gnade). El autor prusiano, sin embargo, no acepta la doctrina de la gracia (o, por lo menos, no cuando implique la creencia en una “influencia divina sobre nuestra moralidad”, creencia que induce al sujeto a sentirse dispensado de la obligación moral del auto–perfeccionamiento[49]), pues la considera una superstición productora de sentimientos fanáticos[50] y favorable a las pretensiones mundanas de un clero que se cree depositario de los medios de la gracia. Finalmente, sin embargo, la acepta como una de estas “ideas exuberantes” que son inaccesibles al conocimiento; algo incomprensible (als etwas Unbegreifliches), pero útil desde el punto de vista práctico.[51]

En lugar de la gracia, Kant habla de un restablecimiento (Wiederherstellung) en el camino del bien mediante el progresivo auto–perfeccionamiento (Selbstbesserung, Fortschreitung). En este punto, sin embargo, propone una tercera limitación epistémica insuperable (inefable 3): todo lo que el sujeto puede saber, asegura el autor, es que este restablecimiento es posible; pero, con respecto a la comprensión de su modalidad, tanto a) en nosotros mismos como b) en la realidad del mundo, el sujeto permanece drásticamente limitado.[52] b) En la realidad del mundo no es posible entender cómo puede realizarse el progreso moral, ya que el hombre (como especie) sugiere actuar bajo el condicionamiento irresistible de la tendencia opuesta; así que, como ya lo consigné, Kant recurre a menudo a la representación de una astucia providencial de la natura, si bien la considera privada de todo valor científico. a) En nosotros mismos el cambio viene descrito como una transformación de la intención consciente (Umwandlung der Gesinnung)[53] que descansa en una transformación del fundamento interno supremo en el sentido de la aceptación de todas las máximas en la ley moral.[54] Se trata de un cambio total, una transformación integral del sujeto, que nuestro autor evoca mediante la expresión “el nuevo corazón” (das neue Herz), un cambio cuya profundidad, sin embargo, permanece insondable al mismo sujeto moral: “la profundidad de su corazón (el fundamento subjetivo supremo de sus máximas) queda impenetrable a él mismo”.[55]

Debido a la orientación metafísica de su noción del mal (respuesta fuerte), no sorprende que nuestro filósofo declare inefable también este tercer aspecto de su reflexión sobre el mal, es decir, el cambio de la motivación interna —o, como también podríamos decir, la conversión del sujeto al bien—. Es en realidad inexplicable e incomprensible cómo un sujeto moral concebido como algo tan radicalmente condicionado por el mal (un mal insuperable, cuya raíz es inhumana e inefable) pueda reinstaurarse en la vía del bien y perfeccionarse en ella ilimitadamente. De ahí que resulte necesario contemplar que se realice en él un cambio interno de la intención que lo instituya (¿y conserve?) en el camino de la perfección. Pero ¿de dónde proviene el cambio? Es aquí inevitable, creo, encontrar ciertas semejanzas entre la teoría kantiana de la incomprensibilidad de la conversión (que, mutatis mutandis, hallamos también en Platón y en William James)[56] y la doctrina tradicional de la gracia, tan influyente, además, en el milieu protestante en el cual se formó el filósofo de Königsberg.[57]

 

La doble condición negativa de la libertad

El hombre aparece a sí mismo como integralmente determinado cuando se considera como fenómeno (sub specie necessitatis), pero como defectivamente libre cuando se advierte como sujeto moral. Esta libertad, decíamos, es el resultado de una limitación epistémica, una palabra positiva que denota una condición originaria defectiva. Cabe añadir ahora que consiste en una doble incapacidad: por un lado, la imposibilidad de determinar por qué la ley se impone al sujeto moral de manera absoluta e incondicionada; y, por otro lado, la imposibilidad de entender por qué, pese a esa imposición, éste se aleja de la ley. La solución a estos dos incomprehensibilia no está al alcance del sujeto; pero ambos constituyen su condicionamiento originario como ser moral, el factum de la voluntad (causalidad con libertad). La libertad del sujeto significa entonces una doble negación: 1) no es libre de no ser fiel a la ley, pero 2) tampoco es libre de no tender al mal… mientras ignora el porqué de ambas cosas (el antefactum).

Conforme a la segunda limitación (inefable 2), que ya conocemos, el mal es algo que trasciende al sujeto. La trascendencia del mal, como vimos, no estriba en alguna representación metafísica sobrenatural, esto es, no tiene un contenido metafísico determinado y explícito que, según nuestro autor, sería inadmisible por razones ya sea teoréticas (las representaciones metafísicas no conocen propiamente nada) o prácticas (inmoralidad de las supersticiones). Más bien, si es que el mal indica una corrupción originaria de la disposición buena que tiene que ser (defectivamente) imputada al sujeto moral, la trascendencia del mal resulta hasta ahora de dos órdenes de consideración:

    • Insuperabilidad: el mal es condición y horizonte insuperable de la existencia del hombre (no está en su poder superar el mal).
    • Inaccesibilidad: el fundamento del mal es declarado epistémicamente inaccesible (el hombre ignora cuál es el origen de su propia corrupción interna).

Ambos aspectos apuntan hacia una dimensión inhumana del mal radical; indican algo que no está al alcance del hombre con respecto al poder de condicionamiento (el sujeto no puede superarlo) y a su origen (el sujeto no puede conocerlo). El hombre verifica este poder, que influye sobre él de manera derivada, a cada momento en sus propios actos y en los actos de los demás. El mismo valor otorgado a la evidencia, al espectáculo del mal, sugiere en cierto sentido que el sujeto observa el resultado de su acción no como algo que le pertenece esencialmente, sino derivativamente, como el efecto de una causa desconocida.[58] De esta manera, el filósofo, al mismo tiempo que resta todo valor al contenido del discurso metafísico tradicional sobre el mal, lo reafirma en su propio discurso como orientación metafísica, inefable y alusiva.

Sin embargo, la tendencia al mal no es el único principio que limita al sujeto moral. Hay también otra limitación (inefable 1) que se trata ahora de ilustrar. El sujeto tampoco es libre de ser plena y perfectamente malo. La razón, escribe Kant, nunca puede pervertirse hasta el punto de destruir la autoridad de la ley moral en ella y la fuerza de la obligación que consigue de esta autoridad. En el primer apartado de R2 (“Personifizierte Idee des guten Prinzips”) la figura de Jesús como hijo unigénito de Dios es interpretada como ideal de la plenitud moral, imagen arquetípica (Urbild) de la intención moral en su plena integridad, capaz de elevarnos a la idea del deber humano universal.[59] En un pasaje fundamental el autor señala:

Es justamente porque no somos nosotros los autores de esta [idea de la razón], sino que ella se ha instalado en el hombre sin que podamos entender ni siquiera cómo la natura humana ha podido ser receptiva para ella, que es mejor decir que esta imagen originaria ha descendido del cielo hacia nosotros y que ha adquirido la humanidad (en efecto, representarse que el hombre, por naturaleza malo, se aleja del mal con su sola fuerza hasta elevarse al ideal de la santidad, no es para nada más fácil que representarse que este último adquiere la humanidad, que de por sí no es mala, y que se degrada en ella).[60]


El modelo cristológico, “modelo de la humanidad en que Dios se complace”, es el símbolo insuprimible de la “disposición moral originaria” que se impone al sujeto de manera absoluta e incomprensible, proclamando así que su mismo origen como ser moral es divino e inalcanzable para los hombres.[61]

Como puede verse, la idea es declarada incomprensible en su origen, pero también es en absoluto vinculante en su condicionamiento sobre el sujeto (orientación metafísica). La moralidad, por medio del modelo, manda incondicionadamente (unbedingt) permanecer fiel (treu bleiben) a la ley. El sujeto, sostiene Kant, nunca puede transgredir las leyes morales “a la manera de un rebelde” (rebellischerweise). Pero ¿cómo ocurre que este “incondicionado”, que nos constituye y que no somos libres de no aceptar, coexiste con la otra limitación, la tendencia igualmente innata, originaria e insuperable al mal radical, que igualmente nos condiciona de raíz? ¿Qué quiere decir que el hombre no puede superar el mal, pero tampoco puede rebelarse al mandato de la ley moral?

En efecto, daríamos por sentado, con base en lo antedicho, que esto sea exactamente lo que ocurre en virtud de la tendencia al mal, a saber, una abierta rebelión del sujeto moral ante la ley misma. Puesto que en todo acto moral la máxima, buena o mala, debe ser libremente aceptada por el sujeto; y puesto que la aceptación de la máxima expresa una elección libre y consciente, parece obvio concluir que la elección del mal debe coincidir con una abierta negación del bien. Si para actuar mal es necesario aceptar libremente la máxima mala, ¿cómo es posible que el sujeto, al aceptarla, no sea también ‘rebelde’ a la ley? Para tratar de contestar es preciso determinar previamente cuál es el aspecto en específico humano del mal: en cuáles límites concibe Kant que se puede definir al hombre como malo por naturaleza.

 

Qué es el mal humano: inversión axiológica y oposición al mal absoluto

El autor de La religión afirma que el mal radical humano tiene un carácter específico y limitado, a saber, no consiste en una perversión de la razón legisladora como tal, en una perfecta negación de la ley interna —lo que sería contradictorio y absurdo—, sino en la subordinación, efectuada por el sujeto moral, de la máxima moral a la máxima del amor sui. El hombre (como especie) es malo porque —y en la medida en que— “invierte [umkehrt] el orden moral de los motivos [Triebfedern, fuerzas impulsoras] en el momento mismo que los acepta en sus máximas”.[62] El mal humano no es otra cosa que la inversión (Umkehrung) de la jerarquía correcta que debe haber entre los motivos que impulsan la acción. Lo que antes se presentó en general como una corrupción de la disposición, se define ahora de manera más específica como una inversión axiológica, un poner abajo el valor que debería estar arriba. Es sólo de esta manera específica y limitada como el sujeto humano puede decirse malo.

Como se recordará, el amor sui es parte de la disposición al bien y constituye los primeros dos grados de éste, la animalidad y la humanidad (la tercera, la personalidad, queda inmune a toda corrupción).[63] Esta disposición, como vimos, es esencialmente buena. Además, según el autor prusiano, las tres clases de esta disposición (animalidad, humanidad y personalidad) son buenas no sólo negativamente (porque no se oponen de por sí a la ley moral), sino positiva y activamente (porque la promueven). El principio que corrompe la disposición humana y lleva al sujeto a la inversión no puede entonces sino ser externo al hombre. El sujeto es malo también en el sentido que, en él, el origen de mal remonta a un origen externo a su propia disposición interna (buena). El mal radical, en La religión, no es tratado como un problema que pueda resolverse en la comprensión del sujeto trascendental, de su constitución interna y de su autonomía,[64] sino que es noción heterónoma, que presupone e implica constantemente la referencia a una dimensión sobrenatural que lo condiciona.

Para no ver en las páginas kantianas el resultado de una incomprensible contradicción entre instancias lógicamente incompatibles (autonomía y heteronomía), es necesario entender de qué manera específica el mal caracteriza al sujeto moral humano, a saber: a) como una inversión axiológica efectuada por este último (autonomía), b) cuyo fundamento, sin embargo, es externo a él (heteronomía). Esto se explica de la manera siguiente. El sujeto no está predeterminado a actuar mal (el acto malo contingente no es materialmente predeterminado), pero la tendencia lo condiciona a la inversión axiológica (el sujeto está formalmente predispuesto a realizar actos contingentes malos). El condicionamiento formal deriva de una causa externa e inefable (metafísica, como veremos), y, en este sentido, el hombre no es libre de no actuar mal; pero sus actos contingentes no son predeterminados: la disposición le permite actuar de manera conforme a la ley, aunque sea en el marco de una tendencia al mal formalmente insuperable.

Kant construye esta noción limitada y relativa del mal humano mediante otra, a saber, la noción de un mal absoluto, inhumano, llevado a cabo en abierta y proclamada oposición al modelo cristológico.[65] El autor distingue explícitamente el mal humano (Bösartigkeit), innato y radical, respecto a una maldad diabólica (Bosheit), que consiste en la consciente intención (Gesinnung) de aceptar como motivo en sus máximas el mal como tal.[66] Este término extremo del mal se define en el curso del primer libro de manera genérica y, en un primer momento, parece servir sólo como hipótesis límite que denota negativamente lo que el mal humano no puede ser (aunque, como veremos, al final de R1 y al comienzo de R2, Kant indicará —de manera que considero inequívoca— que el mal absoluto tiene para él un referente sobrenatural, aunque inefable).

La tendencia humana al mal, en su faceta formal e insuperable (el mal radical), no puede coincidir con el mal absoluto, ya que su condicionamiento es opuesto a —y derivado de— una fuente externa que, por el contrario y por el hecho de no ser humana, es capaz del mal en sentido absoluto. Es únicamente en este sentido relativo y limitado que Kant declara al hombre como malo por naturaleza: entendiendo que una tendencia mala —de la cual el sujeto ignora el origen (externo a su propia constitución moral), pero que lo predispone formalmente a elegir mal (por inversión axiológica de los motivos)— lo ha llevado a una corrupción insuperable.

La corrupción humana se manifiesta así en una fragilidad natural, la cual puede degenerar en la perversidad de un corazón malo (ein böses Herz), si bien queda siempre enmarcada en la disposición natural originaria, que es buena y naturalmente orientada a la obediencia de la ley (aunque esta orientación no sea suficiente para el restablecimiento del sujeto en el bien). Rebelarse, en el caso diabólico, significa llevar a cabo una consciente y frontal insurrección contra el mandato incondicionado de la razón que nos impone ser fieles (treu bleiben) a la ley. En otros términos, para un sujeto definido ex hypothesi como diabólico (esto es, capaz del mal absoluto) no existe la primera condición limitativa del sujeto moral humano (inefable 1), y el mandato de ley resulta por completo negado. Para los hombres, al contrario, la adopción de la máxima mala se realiza siempre en el marco de la primera limitación, la de una razón legisladora cuyo imperativo resuena de manera incondicionada en la conciencia, aun cuando el sujeto actúe mal (así que, como veremos, en el hombre el máximo de perfidia corresponde en realidad a un máximo de autoengaño o mala fe).

Puede decirse entonces que en el sujeto humano es necesario que los dos condicionamientos (inefables 1 y 2) operen contemporáneamente si es que se debe encontrar una solución al Problema 2 (¿cómo es posible que el sujeto pueda elegir entre bien y mal si en él es insuperable la tendencia al mal?). Tal problema puede resolverse únicamente mediante la limitación y especificación del concepto de mal radical humano. Esta limitación, repito, se obtiene en tres pasos: a) distinguiendo entre la tendencia formal (necesaria) y los actos (contingentes) del sujeto; b) enmarcando la presencia en el hombre de la tendencia al mal en una disposición buena, interna, que orienta (necesariamente) al sujeto al respeto de la ley (de manera que éste no pueda negarla aun cuando sus actos contingentes sean malos); y c) separando el mal humano, así relativizado, de un —hasta ahora hipotético— mal diabólico, absoluto, capaz de llegar a una perfecta negación de la moralidad. De ello resulta que, si bien el hombre no puede no ser malo (tendencia formal), sus actos contingentes no resultan predeterminados por esa tendencia natural.

Tras haber expuesto de qué manera específica y limitada es posible decir que el hombre es malo por naturaleza, hay sólo dos maneras de considerar el problema del mal radical en el escrito kantiano, una débil y una fuerte:

    1. El mal humano se resuelve en la subordinación del grado superior de la disposición (la personalidad) a los grados inferiores (el amor sui), sin tomar en cuenta los factores trascendentes, inhumanos e inefables, cuyo valor queda a nivel hipotético.
    2. El mal humano consiste en la ya consignada inversión; pero ésta no es autónoma, deriva de la perversión de los grados inferiores de la disposición por parte de un principio exterior (desconocido, inefable), así que es algo que transciende lo humano.

En el primer caso se enfatiza sólo lo que hay de específicamente humano en el mal: una subordinación mala (errónea) en el marco de una disposición humana natural que es y permanece esencialmente buena. El mal se esfuma en una simple connotación adjetival, o bien, no indica nada más que una especie de disfuncionalidad del sujeto moral. En el segundo caso, por el contrario, se acentúa el origen inhumano del mal: hay corrupción de la disposición buena en virtud de la acción de una causa trascendente inefable. El mal, en este caso, adquiere una acentuada connotación sobrenatural. En ambos casos la corrupción produce máximas perversas, pero sólo en el primero éstas no son más que errores de una personalidad buena (respuesta débil); mientras que, en el segundo caso, indican además la influencia del condicionamiento sobrenatural inefable de la corrupción (respuesta fuerte).

Esta ambigüedad entre respuesta débil y fuerte es el reflejo de la ya presentada ambivalencia del discurso kantiano, a saber, la intención, por un lado, de mantener abierta la puerta al aspecto sobrenatural de la religión (aunque transformándolo en una noción límite teoréticamente impenetrable), y, por otro lado, de neutralizar las representaciones corrientes de este aspecto, debido a sus elementos irracionales y supersticiosos. Es por eso que el campo de lo suprasensible (das Feld des Übersinnlichen) se declara en la Crítica del juicio como inaccesible (unzugänglich):

Hay un campo ilimitado, pero también inaccesible, a toda nuestra facultad de conocer, a saber, el campo de lo suprasensible, donde no encontramos un territorio (Boden) para nosotros y sobre el cual no podemos tener, por consecuencia, ni por medio de conceptos del intelecto ni por medio de conceptos de la razón, un dominio (Gebiet) de conocimiento teorético; un campo que nosotros tenemos que ocupar con ideas que aventajen el uso tanto teorético como práctico de la razón; ideas a las cuales, sin embargo, no podemos dar […] nada más que una realidad práctica.[67]

La conservación del aspecto sobrenatural, en su valor práctico, es declarada en una nota en la sección final del primer libro de La religión, la Allgemeine Anmerkung, cuya función es exponer algunos parerga, uno al final de cada libro de la obra, sobre “ideas exuberantes” (überschwengliche Idee) relacionadas con la religión racional, aunque estén stricto sensu fuera de su alcance:

La razón, siendo consciente de su incapacidad de satisfacer su propia exigencia moral, se extiende hasta algunas ideas exuberantes, que puedan compensar esta carencia, sin que esto signifique una ampliación de su propio dominio […]. En efecto, considera que, en caso de que en el inaccesible campo de lo sobrenatural haya algo más de lo que ella puede comprender, este algo, aun siendo ignoto para ella, puede ser útil a su buena voluntad.[68]

La utilidad de estas “ideas exuberantes” estriba, según el filósofo, en su capacidad de alimentar una fe reflexiva (reflektierend), opuesta a la dogmática (dogmatisch), que pretende introducirlas como si se tratara de certezas. El resto de la nota se dedica a rechazar esta pretensión y denunciar sus efectos deplorables.

 

La respuesta débil: el mal como mala fe

Como mostraré, no hay duda de que Kant entendía la tendencia al mal en el segundo sentido (respuesta fuerte). Ya vimos que la tendencia al mal es reafirmada repetidas veces como impenetrable en su origen e insuperable en sus efectos sobre el sujeto, así que parece inevitable considerarla como el resultado de un irresistible condicionamiento, externo y derivado, sobre las “Annehmungen” del sujeto. Si es así, lejos de ser el resultado de una simple debilidad humana, la subordinación de la ley moral a la ley del amor sui se transforma en un verdadero condicionamiento metafísico que empuja insuperablemente al sujeto a alejarse de la norma. Y, sin embargo, no hay duda de que, en ciertos pasajes, el primer sentido es el que resulta dominante (respuesta débil).

Es el caso, por ejemplo, de las páginas centrales de R1 (tercer apartado), en las que leemos que el mal radical se identifica con la ya antedicha inversión de los motivos (Umkehrung der Triebfedern), que Kant atribuye a la debilidad humana. La fragilitas (Gebrechlichkeit), como consigné anteriormente, es el primer grado, el menos grave, de la tendencia al mal y coincide con la debilidad para cumplir con las máximas adoptadas.[69] Ahora, postula Kant, es justamente de la fragilidad que se origina (entspringt aus) todo mal humano en general; y afirma que este defecto “puede coexistir con una voluntad generalmente buena”. El hombre es bueno; el mal no es más que una debilidad, una inflexión negativa de esta bondad fundamental, que conoce varios grados de perversión. Ésta es la parte en la que el discurso kantiano encuentra el punto más bajo de inflexión en su ilustración de la tendencia al mal en el hombre. No sólo éste es incapaz de perfidia diabólica, de una consciente y determinada insurrección contra la ley, sino que la vertiente sobrenatural  ha pasado por completo a segundo plano.

Se abre, en este punto, una consideración sobre la mala fe que acompaña a la fragilidad. Aunque actuando mal —esto es, invirtiendo el orden de la jerarquía y subordinando la ley moral a las inclinaciones del amor sui—, el hombre puede mantener las acciones exteriormente conforme a la ley, “como si derivaran de leyes puras”.[70] Éste se contenta únicamente con ver, en el mejor de los casos, la conformidad (exterior) de sus acciones con la ley, pero no la derivación (interna) de éstas a la ley. No se cuestiona, en otros términos, si la conformidad corresponde a una auténtica motivación e intención consciente (Gesinnung). Se trata así de una deslealtad (Unredlichkeit); pero, al mismo tiempo, de un no querer ver que su propia motivación es impura.[71] Con respecto a su propia intención, el hombre se miente a sí mismo y a los demás. Este vicio, añade el autor, permanece a nivel de una culpa no premeditada en los primeros dos grados de la tendencia al mal, fragilitas e impuritas; mientras que, en el tercero, pravitas, se torna una culpa premeditada (dolus).

La definición de este grado último del mal humano como premeditado nos reconfirma que, lejos de ser un acto diabólico (una rebelión plenamente consciente y transparente), el acto malo tiene que ver con una especie de autoengaño del sujeto: el culmen del mal humano no es más que una perfidia (Tücke) que lo lleva a engañarse (sich selbst zu betrügen) con respecto a su propia motivación, haciendo que no se cuide de ésta y se considere justificado (gerechtfertigt).[72] Es sin duda sorprendente que el punto máximo del autoengaño coincida con el único acto humano malo que Kant reconoce como premeditado y doloso. Parecería más bien que las cosas deberían estar al revés (que a un máximo de premeditación corresponda un máximo de conciencia); pero, evidentemente, el filósofo de Königsberg no piensa que entre premeditación y autoengaño exista contradicción, puesto que interpreta a este último como mala fe, como un querer justificarse, de lo cual el sujeto, en el fondo, tiene conciencia. Sea como fuese, según Kant, esta deslealtad con nosotros mismos y con los otros constituye la mancha (Fleck) de la corrupción de nuestra especie. Y, añade, no será sino hasta que nos liberemos de ella cuando lograremos realizar adecuadamente el bien (el proyecto socio–político ilustrado).

¿A qué se ha reducido aquí el mal radical innato y su abominable espectáculo? A los productos de la fragilidad humana, cuyo grado de perversión aumenta conforme incrementa nuestra tendencia, en parte hipócrita y en parte alucinada, a la auto–justificación. Pero la respuesta no se acaba en este punto. La fragilidad humana, a partir de sus faltas interiores (en la “Gesinnung”), se extiende y se hace visible en falsedad y engaño socialmente generalizados y amplificados.[73] Se abre entonces otro capítulo en la definición kantiana del mal radical, que, esta vez, su autor constata en las perversas influencias recíprocas que se instituyen entre amor sui y vida social.

El amor propio se transforma ahora en un querer adquirir valor ante los ojos de los demás (el vicio de la humanitas), una disposición que, aun siendo originariamente buena (constitutiva de la Menschheit), se corrompe rápidamente produciendo una verdadera plétora de vicios sociales, finalmente culminante en la lubido dominandi. Sobre este aspecto y su importancia no será necesario detenernos más tiempo, puesto que ha sido adecuadamente enfatizado por otros.[74] La trascendencia del mal, su origen imperscrutable, queda ahora detrás del escenario. Resalta en su lugar “l’aiuola che ci fa tanto feroci”,[75] el efecto visible y antropológicamente cognoscible del mal, el triste espectáculo de la vanitas en todas las formas de la vida social.

 

La respuesta fuerte: metafísica del mal e interpretación del pecado original

Como ocurre con la doctrina de la gracia, existen importantes analogías y diferencias también entre la teoría kantiana del mal y la doctrina tradicional del pecado original. Comparada con la doctrina cristiana del pecado, la perspectiva de Kant muestra un desacuerdo irresoluble acerca de la herencia del mal, que el autor define como la menos adecuada (die unschicklichste) entre todas las maneras de representar la propagación del mal entre los miembros de nuestra especie. El mal radical, si es que debe ser algo moralmente significativo, debe ser imputable al sujeto que lo realiza. Y esto es suficiente para excluir cualquier transmisión hereditaria de la culpa.[76]

En contraparte, el filósofo se declara de acuerdo con el método de
las Escrituras en su representación del origen del mal (el pecado original). En realidad Kant propone una interpretación alegórico–racionalista del cuento bíblico,[77] según la cual el episodio narrado en el Génesis no ilustraría el origen temporal y empírico del mal, sino su “origen racional”. Con esta distinción se entiende que no hay un primer evento histórico positivo en virtud del cual el hombre, a) ni como especie, b) ni como individuo particular, se vuelve malo para luego permanecer sustancialmente en esta situación.

Según nuestro autor no sólo a) no sería posible imputar a un hombre una culpa cometida antes por otro hombre, sino que tampoco b) sería posible considerar a un hombre imputable de un mal en virtud de otras culpas cometidas antes por él mismo. Si así fuese, el sujeto nunca sería libre de culpa y, con eso, su acción dejaría ipso facto de ser moralmente imputable. Así que es preciso concebir al hombre siempre en un estado de inocencia (libertad) originaria antes de que realice cualquier acto moral, con independencia de toda prestación anterior, buena o mala, aun sabiendo que en él la tendencia al mal es inextirpable y lo predispone —pero no predetermina— a fallar. Kant interpreta entonces la inocencia originaria del cuento bíblico como una manera de referirse al estado de libertad, actual y necesitada, en el que el sujeto siempre se encuentra ante la acción moral: “En efecto, cualquiera haya sido su conducta anterior y cualesquiera sean las causas naturales que influyen en él, que sean internas o externas, su acción queda libre y no determinada por ninguna de estas causas, de manera que puede y debe siempre ser juzgada como un uso originario de su libre arbitrio”.[78]

El texto bíblico, según el filósofo, en el mito del pecado originario representa la condición necesariamente libre del sujeto moral (origen racional), con independencia de toda conducta anterior suya, así como de sus antepasados, quienes no podrían de ninguna manera determinar su acción en un sentido o en otro (origen temporal). Así, Kant entiende el pasaje bíblico en exacta contradicción respecto a la doctrina tradicional de la transmisión del pecado.

En su lectura del pasaje bíblico, sin embargo, añade otra consideración hermenéutica de gran importancia que reintroduce, esta vez explicitándola más allá de cualquier duda, la orientación metafísica de su planteamiento sobre el mal. El mito del pecado, según él, poniendo la corrupción originaria no en un hombre sino en un espíritu (in einem Geiste) cuyo destino es más elevado que el humano (simbolizado por la criatura tentadora del cuento), representaría lo que, para nosotros, hay de inefable, impenetrable, externo e inhumano en el mal.[79] El discurso vuelve ahora a la dimensión trascendente del mal, que ya vimos implicada de manera continua en el trasfondo del texto.

El argumento se construye de la siguiente manera:

(P1) Puesto que el mal debe haberse originado de lo que es moralmente malo (y no de los límites de la naturaleza humana),[80]

(P2) y, puesto que nuestra disposición natural es buena,[81]

(C1) resulta que no podemos comprender de dónde nos llega el mal moral.[82]

Hay otra posible conclusión:

(C2) resulta también que el hombre cae en el mal únicamente por un alejamiento del bien, y no de manera irremediable (nicht von Grund aus verderbt), sino por seducción (durch Verführung).

Con base en C2 el sujeto puede entonces hacer lo que debe, por ejemplo, perfeccionarse como sujeto moral en devenir (de manera que el proyecto ilustrado readquiere su relativa viabilidad), aunque lo hace en un mundo en el que dominan las tendencias al mal.[83] En virtud de lo antedicho, no es difícil entender cómo el autor de La religión logra relativizar (Milderung) el mal radical humano haciéndolo compatible con la instancia del perfeccionamiento.

Tenemos aquí la evidencia textual del punto más importante, a saber, que en Kant se conserva la referencia a un origen sobrenatural del mal, que, aun cuando sea declarado inaccesible a nuestra comprensión, conserva su papel tradicional de influencia sobre la corrupción de la disposición buena (la inversión axiológica). La acentuación del aspecto humano del mal, identificado con la fragilidad, la inversión, la mala fe y los vicios sociales, impide ver en buena parte del escrito la presencia de esta sombra sobrenatural inhumana (P1) que, en realidad, está presente todo el tiempo en el discurso kantiano, si bien lo está oscura e implícitamente.

Con el pasaje consignado adquirimos también la importante indicación, esta vez explícita, de que la tendencia humana al mal (el mal radical) no deriva de un genérico fundamento primo inaccesible, sino, más directamente, de algo moralmente malo (aus dem MoralischBösen) y no identificable con lo humano. Ignoramos de cuál otro fundamento depende a su vez este último, pero es ahora evidente que, de acuerdo con Kant, hay un “ente” moralmente malo, inefable y que se caracteriza por lo siguiente:

    • No coincide con el fundamento primo inefable de la aceptación de las máximas buenas y malas.
    • Tampoco coincide con la debilidad (fragilitas) humana, con nuestra naturaleza, sino que es su corruptor: produce el mal radical en el hombre (mediante la inversión axiológica, la Umkehrung).
    • Es nuestro antagonista (y seductor) en el camino de perfeccionamiento, un antagonista diferente de lo humano, puesto que es capaz de una rebelión activa y deliberada contra la ley moral.[84]

Se añade otro misterio al misterio: no sólo ignoramos el fundamento (del mal moral, de la aceptación de las máximas buenas y malas), sino que también ignoramos qué es este ente moralmente malo del cual nuestra propia maldad deriva. Por esta razón ha sido representado a menudo de manera intuitiva, afirma Kant, como un espíritu superior y diabólico. Este punto es reiterado en R2 cuando el filósofo reprocha a los antiguos estoicos el no haber sido capaces de discernir al verdadero enemigo (Feind) del bien, sino que lo identificaron erróneamente con las inclinaciones naturales, mientras él se refiere a

[…] un enemigo en cierto sentido invisible, que se oculta detrás de la razón […]. Así que es fácil entender cómo lo filósofos, para quienes no es bienvenido un principio de explicación que permanece eternamente envuelto en la oscuridad, aunque sea inevitable, pudieron malinterpretar al verdadero antagonista del bien […]. Así, no debería sorprender si el apóstol [Pablo, Ef. 6, 11] representa a este enemigo invisible que corrompe los principios, conocible únicamente mediante sus efectos sobre nosotros, como un espíritu [Geist] externo a nosotros y malo […].[85]

La trascendencia del mal estriba, pues, no sólo en su aspecto inaccesible e insuperable, sino también en su explícita inhumanidad representada simbólicamente en un “espíritu” antagonista. La posición del mal absoluto deja de ser una hipótesis y revela tener aquí un referente objetivo inefable. La teoría kantiana del cambio de la “Gesinnung” (la interna conversión al bien) adquiere esta vez toda su dramática centralidad. ¿Cómo puede el sujeto intentar liberarse de las garras de este ente inefable (el mal absoluto) si no es por medio de un incomprensible cambio del “corazón” que lo instituya y preserve en esta intención? Como puede verse, el esquema de la doctrina tradicional es, en gran medida, preservado.

No nos queda más que representar a este “ente” malo en una posición jerárquica intermedia, enigmáticamente “autónoma”, entre el fundamento inefable de la moralidad en general (que, se supone, no puede ser malo, por no poder corromperse) y el mal radical humano (que es malo sólo por derivación), del cual es explícitamente reconocido como la fuente. Obtenemos así una especie de jerarquía de las fuentes y manifestaciones del mal en La religión, cuyos primeros grados, originarios y fundamentales (inhumanos), son inaccesibles al entendimiento; mientras que los efectos (humanos) llegan a ser visibles y cognoscibles desde el punto de vista fenoménico mediante la perspectiva de la inversión axiológica situada a nivel trascendental (humano).

Con eso ya no es posible reducir el mal radical kantiano a la sola inversión axiológica (nivel 3) con sus manifestaciones fenoménicas, psicológicas y sociales (niveles 4 y 5), como sugiere la respuesta débil al problema del mal humano, sino que es inevitable hacer remontar la tendencia humana al mal a la acción eficiente de un “ente” malo eficiente e inefable (nivel 2), que, cabe pensar, coincide con el mal absoluto, o diabólico, presentado anteriormente ex hypothesi con la finalidad de delimitar la noción del mal humano. Es evidente, en fin, que el discurso planteado en La religión se mueve en el marco de una trasposición racionalista de motivos religiosos tradicionales. En las páginas centrales de este artículo creo haber ilustrado de manera suficientemente clara el motivo por el cual esta enmarcación heterónoma no entra en contradicción con la premisa kantiana de la autonomía del sujeto moral.

 

Conclusiones

Pese a los problemas interpretativos que el texto pueda suscitar, y que aquí en parte intenté aclarar reconduciéndolos a una matriz unitaria, la reflexión kantiana acerca del mal radical nos recuerda los límites de otras respuestas tradicionales ante el problema. Consignaré, por ejemplo, las cuatro siguientes:

    • Reducción (lógico–ontológica) del mal humano a ignorancia, privación o ausencia del bien[86] (de derivación socrático–platónica y neoplatónica). Frente a esta respuesta Kant subraya, por un lado, a) que la disposición humana es naturalmente buena cuando se la considera bajo sus aspectos no ideales (animalidad, humanidad); y reafirma, por otro lado, b) que no puede ser neutralizada la cuestión del origen metafísico del mal, si bien su contenido se muestra impenetrable al sujeto moral. El mal humano (relativo) deriva de un mal inhumano (absoluto). Ambos puntos impiden que sea posible reducir el mal a ignorancia, privación o ausencia del bien.
    • Origen corpóreo y sensible del mal humano (quizás de origen platónico, pero deriva esencialmente de la creencia cristiana en el pecado y en su transmisión). Ante esta solución Kant reitera que no es posible ni la herencia de la culpa ni la determinación del mal a nivel de la sensibilidad y de las inclinaciones naturales por dos razones: a) porque éstas son innatas, así que no son imputables al sujeto moral; y b) porque éstas “no tienen relación inmediata con el mal” (se vuelven malas por efecto de otro factor agente) y no constituyen la ocasión de su manifestación.
    • Reducción del mal humano a sentimiento moral y a la dimensión social (enfoque de derivación empirista y positivista). Frente a esta explicación Kant enfatiza que la tendencia al mal, sin duda, se extiende y manifiesta (emerge) bajo la forma de sentimientos sociales, los cuales, sin embargo, no son más que expresiones de un “origen racional” del problema (la trascendencia del mal). Los sentimientos morales y la socialidad no explican de por sí ni el bien ni el mal, sino que reflejan la existencia de un problema más fundamental a nivel de la voluntad y de sus inefables condicionamientos metafísicos.
    • Identificación del mal humano, por lo menos en sus manifestaciones extremas, en la perversión de la razón legisladora. Posición declarada como contradictoria y absurda, ya que implicaría la transformación del sujeto moral en uno capaz de una consciente rebelión contra la ley moral (diabólico). El rechazo kantiano de esta identificación es completo. Kant plantea que la tendencia humana al mal deriva de un mal absoluto como ente metafísico. Una negación tan perfecta de la ley no está al alcance del sujeto moral (humano) y es literalmente inhumana (mal absoluto). El máximo de perfidia, en el hombre, coincide con un máximo de auto–justificación y autoengaño (mala fe).

 

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[*] Agradezco a David Konstan por haber leído y comentado una versión anterior de este artículo.

[**] Doctor en Letras Clásicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesor del ITESO y de la Universidad de Guadalajara (UdeG). pmontanari@iteso.mx

[1].    En alemán: “Es ist unmöglich, dass ein Mensch ohne Religion seines Lebens froh werde”. Para una interpretación de este famoso dicho kantiano véase el texto alemán de Rudolf Langthaler, Geschichte, Ethik und Religion im Anschluß an Kant Philosophische Perspektiven “zwischen skeptischer Hoffnungslosigkeit und dogmatischem Trotz”. Vol. ii, De Gruyter, Berlín, 2014, secc. 3.3, pp. 236–251.

[2] En el texto citaré las partes de la obra según las siguientes abreviaciones: R1: 1ª parte. “De la cohabitación del principio malo a lado del bueno. Acerca del mal radical en la natura humana” (Erstes Stück. “Von der Einwohnung des bösen Prinzips neben dem Guten: oder Über das radikale Böse in der menschlichen Natur”). R2: 2ª parte. “De la lucha entre el principio bueno y el principio malo para el señorío sobre el hombre” (Zweites Stück. “Von dem Kampf des guten Prinzips, mit dem Bösen, um die Herrschaft über den Menschen”). R3: 3ª parte. “De la victoria del principio bueno sobre el malo y la fundación de un reino del bien en la Tierra” (Drittes Stück. “Der Sieg des guten Prinzips über das Böse, und die Gründung eines Reichs Gottes auf Erden”). R4: 4ª parte. “Del culto verdadero y del culto falso bajo el señorío del principio bueno, o acerca de la religión y del sacerdocio” (Viertes Stück. “Vom Dienst und Afterdienst unter der Herrschaft des guten Prinzips, oder von Religion und Pfaffentum”).

[3] La edición del texto a la cual me refiero es la siguiente: Immanuel Kant, Werke in zwölf Bänden. Band 8, Frankfurt, 1977. La edición está disponible en línea en el portal Zeno.org y comprende, entre paréntesis, la indicación del número de página. Nuestras citas consignan, después de la abreviación, las eventuales secciones del apartado y el número de la página. La traducción, salvo si se indica lo contrario, es propia.

[4]. Sobre el uso de estos términos (“condicionamiento”, “condicionado”) véase la nota 6.

[5]. En este sentido las páginas que La religión dedica al mal están en continuidad con la interpretación kantiana del cuento de Job en su escrito de 1791, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la Teodicea (Über das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theodizee), en el que el filósofo toma su distancia de las teodiceas tradicionales (ontológica, cosmológica y físico–teológica), afirmando que la mejor teodicea es la que imita la sinceridad de Job y admite honestamente nuestra ignorancia acerca de los planes divinos. Immanuel Kant, “On the miscarriage of all philosophical trials in theodicy” en Allen Wood y George di Giovanni (Eds.), Kant, Religion within the boundaries of mere reason and other writings, Cambridge University Press, Nueva York, 1998.

[6]. Todas las veces que uso los términos “condicionamiento” y “condicionado” me refiero a una determinación que no es de carácter natural, sino sobrenatural o metafísica. Tal como lo argumento detalladamente en las páginas siguientes, la característica dominante del planteamiento kantiano en La religión estriba en que, aun considerando la libertad humana como condición necesaria de la moralidad, la entiende ahora de manera defectiva, es decir, afirma que el hombre es libre porque no podemos comprender de qué manera sus acciones están metafísicamente determinadas. En este escrito la garantía de la autonomía del sujeto moral depende únicamente de la inefabilidad de su condicionamiento originario.

[7].    Por exigencias de simplificación, en toda esta parte he omitido distinguir entre libertad (Freiheit) y libre arbitrio (freie Willkür), así como entre voluntad (Wille) y arbitrio (Willkür). La segunda distinción es explícita en la Metaphysik der Sitten (22–227), donde Kant escribe que únicamente el arbitrio puede decirse libre, mientras la voluntad no puede decirse ni libre ni no libre, porque su papel no es decidir, sino legislar. Véase la edición inglesa de Lara Denis (Ed.), The Metaphysics of Morals, Cambridge University Press, Cambridge, 1996. En la misma obra (Metaphysik der Sitten, 213) el arbitrio es definido como la facultad del deseo conjunta con la conciencia de su capacidad de actuar; mientras que la voluntad es el fundamento interno que determina el arbitrio (la voluntad no tiene fundamento). Según la interpretación clásica de Lewis White Beck (A Commentary on Kant’s Critique of Practical Reason, University of Chicago Press, Chicago, 1960), esa distinción denota dos aspectos de la misma razón práctica: uno legislativo (Wille) y otro ejecutivo (Willkür). Sobre el desarrollo de estos conceptos en Kant véase Draiton Gonzaga de Souza y Keberson Bresolin, “Wille e Willkür: uma análise e uma interpretação na filosofia de Kant” en Veritas (Porto Alegre), Pontificia Universidad Católica de Río Grande del Sur, Porto Alegre, Brasil, vol. 64, Nº 1, 2019, pp. 1–26.

Con respecto a la primera distinción (entre Freiheit y freie Willkür) se entiende la libertad como la posibilidad de que la acción humana no esté determinada por causas naturales (por este o aquel impulso natural, por ejemplo); mientras que el libre arbitrio (arbitrium) se comprende como el uso (Gebrauch) que hacemos de esta posibilidad, adoptando esta máxima (mala, por ejemplo) y no otra (buena). Kant comenta en La religión que el principio con base en el que efectuamos esta elección (principio subjetivo primero de la aceptación o principio subjetivo del uso de la libertad) nos resulta impenetrable (unerforschlich); y establece únicamente que no lo podemos encontrar en un impulso natural, puesto que, de ser así, no sería libre (en este caso, en la Crítica de la razón pura lo llama arbitrium brutum). Incluso, el filósofo de Königsberg proporciona una prueba formal de esta inaccesibilidad en una nota de R1: si quisiéramos determinar el principio, lo haríamos por medio de una máxima; y toda máxima tiene a su vez un principio, así que nos encontraríamos en una regresión al infinito. Nota 4, p. 666.

[8].    No tengo el espacio para argumentar la importancia que el planteamiento kantiano podría tener en el debate actual sobre el libre arbitrio, en amplia medida influenciado por premisas naturalistas (en particular, a partir de los experimentos de Benjamin Libet, actualmente relanzados y en amplia medida reconfirmados por la neurociencia del free will).

[9].    “Wenn wir also sagen: der Mensch ist von Natur gut, oder, er ist von Natur böse: so bedeutet dieses nur so viel, als: er enthält einen (uns unerforschlichen) ersten Grund der Annehmung guter, oder der Annehmung böser (gesetzwidriger) Maximen”. R1, pp. 666–667.

[10].  El fundamento primero de la adopción (Annehmung) de la máxima, siendo dicha adopción libre, no puede consistir en una inclinación ni en un impulso, sino en otra máxima, que a su vez redirigirá a un fundamento primero.

[11].  “Er [der Mensch] enthält einen (uns unerforschlichen) ersten Grund der Annehmung guter, oder der Annehmung böser (gesetzwidriger) Maximen […]”. Véase la nota 9.

[12].  “Von dieser Annehmung kann nun nicht wieder der subjektive Grund, oder die Ursache, erkannt werden (obwohl darnach zu fragen unvermeidlich ist). Weil wir also diese Gesinnung, oder vielmehr ihren obersten Grund nicht von irgend einem ersten Zeit–Actus der Willkür ableiten können, so nennen wir sie eine Beschaffenheit der Willkür”. R1, p. 671.

[13].  “[…] warum in uns das Böse gerade die oberste Maxime verderbt habe, obgleich dieses unsere eigene Tat ist, eben so wenig weiter eine Ursache angeben können, als von einer Grundeigenschaft, die zu unserer Natur gehört”. R1, II, p. 678.

[14].  “Wir können also nicht nach dem Zeitursprunge, sondern müssen bloß nach dem Vernunftursprunge dieser Tat fragen […] Der Vernunftursprung aber dieser Verstimmung unserer Willkür […] D.I. dieses Hanges zum Bösen, bleibt uns unerforschlich”. R1, IV, p. 690.

[15].  “Zur Überzeugung aber hievon kann nun zwar der Mensch natürlicherweise nicht gelangen […] weil die Tiefe des Herzens (der subjektive erste Grund seiner Maximen) ihm selbst unerforschlich ist”. R1, IV, pp. 70–702.

[16].  Con base en lo que expuse en la nota 7, tenga presente el lector que, más exactamente, lo que en La religión es considerado inefable (inaccesible) no son ni la libertad ni el arbitrio, sino el porqué el sujeto moral adopta esta máxima y no otra; o, si se prefiere, inefable es el principio primero que determinaría el uso humano de la libertad. No hay duda sobre la existencia de este principio; y el texto asegura que, aun impenetrable, el hombre lo lleva consigo (er enthält). Se trata de una limitación epistémica absoluta. De ahí la vertiente que llamo defectiva de la libertad; y no sólo negativa, tal como Kant la presenta a menudo en otras obras (lo que no es necesitado por causas naturales), por ejemplo, en la “Introducción” de la Crítica de la razón práctica, en la “Introducción”, de la Crítica del juicio y en la Metaphysik der Sitten (226).

[17].  Se trata del problema de la “self–stultification” o “self–reference antinomy”, implícita en las afirmaciones de inefabilidad. Véase William P. Alston, “Ineffability” en John Donnelly (Ed.), Logical Analysis and Contemporary Theism, Fordham University Press, Nueva York, 1972; Pietro Montanari, “Epistemic and divine ineffability in Plato” en Diálogos, vol. LII, Nº 108, 2020; Pietro Montanari, “Strategic and religious ineffability in Plato and Plotinus” en Diálogos, vol. LII, Nº 108, 2020.

[18].  Véase, por ejemplo, “Vorrede”, II, 29 en Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1977. Sobre la “practical metaphysics” kantiana véase el capítulo 1 y el “Postscript” en Marcus Willaschek, Kant on the sources of metaphysics: the dialectic of pure reason, Cambridge University Press, Cambridge, 2018.

[19].  Marcus Willaschek, Kant on the sources…, p. 272.

[20].  “Vorrede”, nota 1 en Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft.

[21].  Leemos en la segunda Crítica: “Die objektive Realität eines reinen Willens, oder, welches einerlei ist, einer reinen praktischen Vernunft ist im moralischen Gesetze a priori gleichsam durch ein Faktum gegeben; denn so kann man eine Willensbestimmung nennen, die unvermeidlich ist, ob sie gleich nicht auf empirischen Prinzipien beruht”. i, 2, 170 en Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1977. El texto prosigue asociando la noción de voluntad con la noción de causalidad; una causalidad con libertad (Kausalität mit Freiheit), que no es determinable según leyes naturales.

[22].  “Vorrede”, I, 649–651 en Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft. En el prefacio a la primera edición de La religión, al momento de definir el libre arbitrio, Kant añade que a esta noción le resulta indispensable también la representación del fin o consecuencia (Folge) de la acción: un libre arbitrio, afirma el filósofo, que no añada mediante representación (hinzudenkt) a la acción hacia la cual tiende un objeto (Gegenstand) objetiva o subjetivamente determinado (que ésta tiene o debería tener) no puede bastar por sí mismo, puesto que sabría cómo debe actuar, pero no en cuál dirección (wohin). De esta otra manera Kant puede reintroducir en su discurso motivos metafísicos tradicionales a los que su gnoseología ha negado todo valor de ciencia.

[23].  Sobre el significado defectivo del adjetivo “bloß”, referido a “Vernunft”, véase Otfried Höffe, “Holy Scriptures within the boundaries of mere reason: Kant’s reflections” en Gordon Michalson (Ed.), Kant’s religion within the boundaries of mere reason, Cambridge University Press, Cambridge, 2014, pp. 10–30, pp. 22–23.

[24].  Sobre este rechazo véase Eric Weil, Problèmes kantiens, Librairie Philosophique J. Vrin, París, 1970; Italo Mancini, Kant e la teologia, Cittadella Editrice, Asís, Italia, 1975. Este aspecto, sin embargo, no va confundido con un rechazo tout court de toda posible experiencia directa de Dios. Sobre estas malinterpretaciones véase las observaciones de Stephen Richard Palmquist, que entiende la posición kantiana al respecto en el marco de lo que define como el “critical mysticism” del filósofo alemán. Stephen Richard Palmquist, Kant’s Critical Religion: Volume Two of Kant’s System of Perspectives, Ashgate Publishing, Farnham, 2000.

[25].  Véase, por ejemplo, “Lógica trascendental” en Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, p. 276. Ahí Kant habla de “La doctrina de la sensibilidad como doctrina de los noúmenos en sentido negativo” (“Die Lehre von der Sinnlichkeit ist nun zugleich die Lehre von den Noumenen im negativen Verstande”). Contra una tendencia que parece hoy mayoritaria (por lo menos en ámbito anglosajón), Lucy Allais revindica justamente que el idealismo trascendental es posición (en parte) metafísica y rechaza la identificación entre noumena e intelligibilia. Véase Lucy Allais, “Transcendental idealism and metaphysics: Kant’s commitment to things as they are in themselves” en Dietmar Hermann Heidemann y Katja Stoppenbrink (Eds.), Kant Yearbook: Anthropology, De Gruyter, Berlín, 2010, pp. 1–31.

[26].  Sobre la noción de límite en Kant en el doble significado de Grenze y Schranke véase Constantino Esposito, “I limiti del mondo e i confini della ragione. La teologia morale di Kant” en Luca Fonnesu (Ed.), Etica e mondo in Kant, Il Mulino, Bolonia, 2008, pp. 237–269.

[27].  “[…] und selbst die Unbegreiflichkeit dieser eine göttliche Abkunft verkündigenden Anlage muß auf das Gemüt bis zur Begeisterung wirken, und es zu den Aufopferungen stärken, welche ihm die Achtung für seine Pflicht nur auferlegen mag”. R1, IV, pp. 699–700.

[28].  Véase, típicamente, la dialéctica trascendental.

[29].  No puedo presentar un estado de la cuestión acerca de la investigación sobre Kant y la religión. Dirijo al lector interesado a algunos estudios importantes sobre el tema. Véase Karl Jaspers, Il male radicale in Kant, Morcelliana, Brescia, 2011; “Kant” en Karl Barth, Protestant thought: from Rousseau to Ritschl, Harper & Brothers, Nueva York, 1959; Piero Martinetti, “La religione in Kant” en Piero Martinetti, Ragione e fede, Giulio Einaudi Editore, Turín, 1972, pp. 73–95; Eric Weil, Problèmes kantiens, caps. 1 y 4; Italo Mancini, Kant e la teologia; Nestore Pirillo (Ed.), Kant e la filosofia della religione, Morcelliana, Brescia, 1996 (actas de la conferencia para el bicentenario de la obra Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft, Trento, Italia, enero de 1994); Stephen Richard Palmquist, Kant’s Critical Religion…; Aloysius Winter, Der andere Kant. Zur philosophischen Theologie Immanuel Kants, Georg Olms, Hildesheim, 2000; Rudolf Langthaler, Geschichte, Ethik und Religion…; Edward Kanterian, Kant, God, and Metaphysics: The Secret Thorn, Routledge, Londres, 2018.

[30].  “Dagegen versteht man unter dem Begriffe eines Hanges einen subjektiven Bestimmungsgrund der Willkür, der vor jeder Tat vorhergeht, mithin selbst noch nicht Tat ist”. R1, II, p. 678.

[31].  Kant hace patente la diferencia formal entre disposición (innata) y tendencia (adquirida o contraída) a la hora de introducir los conceptos: “La tendencia se diferencia de una disposición, puesto que, aunque pueda ser innata, no requiere ser necesariamente representada como tal: sino que puede venir pensada también (cuando es buena) como adquirida, o (cuando es mala) como contraída por el hombre mismo” (“Er [der Hang] unterscheidet sich darin von einer Anlage, daß er zwar angeboren sein kann, aber doch nicht als solcher vorgestellt werden darf: sondern auch (wenn er gut ist) als erworben, oder (wenn er böse ist) als von dem Menschen selbst sich zugezogen gedacht werden kann”). R1, II, p. 675.

[32].  R1, Anmerkung.

[33].  Esto no quiere decir que toda la filosofía práctica kantiana sea reconducible a una oposición entre bien y mal, en exclusión de los intermedios (adiaphora). Sobre este punto véase Allen Wood, “The evil in human nature” en Gordon Michalson (Ed.), Kant’s religion within the boundaries of mere reason, Cambridge University Press, Cambridge, 2014, pp. 31–57, pp. 38–41; y Lawrence R. Pasternack, Kant on Religion within the boundaries of mere reason, Routledge, Londres, 2014, pp. 89–93.

[34].  En una decisión que implique la adopción de una máxima buena o mala (tercero excluido), si el agente no acepta el punto de vista de la ley, adopta inevitablemente el punto de vista opuesto, así que no puede ser neutral.

[35].  “Tendencia” y “disposición” tienen un papel muy similar al que poseen, en la Crítica de la razón pura, las intuiciones puras del “espacio” y del “tiempo” en la sensibilidad. Stephen Richard Palmquist, Kant’s Critical Religion…, p. 155.

[36].  “[…] ein radikales, angebornes (nichts destoweniger aber uns von uns selbst zugezogenes) Böse in der menschlichen Natur […]”. R1, III, p. 680.

[37].  Richard Jacob Bernstein, “Reflections on radical evil: Arendt and Kant” en Soundings: An Interdisciplinary Journal, Lawrence & Wishart, Londres, vol. 85, Nº 1/2, primavera–verano de 2002, pp. 17–30.

[38].  “Diese Meinung aber haben sie sicherlich nicht aus der Erfahrung geschöpft, wenn vom Moralisch–Guten oder Bösen (nicht von der Zivilisierung) die Rede ist; denn da spricht die Geschichte aller Zeiten gar zu mächtig gegen sie”. R1, pp. 664–665.

[39].  “Daß nun ein solcher verderbter Hang im Menschen gewurzelt sein müsse, darüber können wir uns, bei der Menge schreiender Beispiele, welche uns die Erfahrung an den Taten der Menschen vor Augen stellt, den förmlichen Beweis ersparen”. R1, III, pp. 679–680.

[40].  Kant polemiza con la idea “heroica” de quienes piensan que el mundo camina, aunque de manera apenas perceptible, de lo peor hacia lo mejor (vom Schlechten zum Bessern).

[41].  Varios autores ofrecen reconstrucciones de una —o incluso más— prueba a priori por parte de Kant. Véase, por ejemplo, Henry E. Allison, Kant’s Theory of Freedom, Cambridge University Press, Nueva York, 1990; Stephen Richard Palmquist, Kant’s Critical Religion…, pp. 155–160. Concuerdo con Wood en sostener que, si Kant tiene en mente y proporciona una prueba, ésta no será una deducción trascendental ni una demostración a priori (Allen Wood, “The evil in human nature”, pp. 54–57); aunque la posición de Pasternack es aún más compleja (Lawrence R. Pasternack, Kant on Religion…, pp. 98–118).

[42].  “[…] aber die Maximen kann man nicht beobachten, sogar nicht allemal in sich selbst, mithin das Urteil, daß der Täter ein böser Mensch sei, nicht mit Sicherheit auf Erfahrung gründen”. R1, p. 665.

[43].  “Wenn nun aber gleich das Dasein dieses Hanges zum Bösen in der menschlichen Natur, durch Erfahrungsbeweise des in der Zeit wirklichen Widerstreits der menschlichen Willkür gegen das Gesetz, dargetan werden kann, so lehren uns diese doch nicht die eigentliche Beschaffenheit desselben, und den Grund dieses Widerstreits […]”. R1, III, p. 683.

[44].  Literalmente, “minoría de edad” según el famoso íncipit de la Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración? (1784): “Aufklärung ist der Ausgang des Menschen aus seiner selbst verschuldeten Unmündigkeit. Unmündigkeit ist das Unvermögen, sich seines Verstandes ohne Leitung eines anderen zu bedienen […]”. Immanuel Kant, Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1977.

[45].  En La religión hay referencias sustanciales al proyecto republicano, internacional y cosmopolítico kantiano. Véase en particular R1, III, pp. 681–682 y R3 (en relación con el concepto de una esencia ética común, ein ethisches gemeines Wesen).

[46].  Sobre la idea del perfeccionamiento en Kant véase Gerardo Cunico, Il millennio del filosofo. Chiliasmo e teleologia morale in Kant, ets, Pisa, 2001.

[47].  Ver, por ejemplo, II, 4, 252 en Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft: “Dieser unendliche Progressus ist aber nur unter Voraussetzung einer ins Unendliche fortdaurenden Existenz und Persönlichkeit desselben vernünftigen Wesens (welche man die Unsterblichkeit der Seele nennt) möglich”.

[48].  Véase, por ejemplo, Sobre la paz perpetua, primer suplemento: Von der Garantie des ewigen Friedens en Immanuel Kant, Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1977.

[49].  Véase R4.

[50].  Sobre el fanatismo (Schwärmerei) remito al lector al pasaje fundamental en la segunda Crítica. I, 3, 206–208 en Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft.

[51].  Véanse las notas 67 y 68.

[52].  “Allerdings, was die Begreiflichkeit, D.I. unsere Einsicht von der Möglichkeit derselben betrifft, […] als durch Freiheit möglich vorgestellt werden soll; aber der Möglichkeit dieser Wiederherstellung selbst ist er nicht entgegen”. R1, All. Anm., p. 701.

[53].  Sobre la noción kantiana de “Gesinnung” véase Alison Hills, “Gesinnung: responsibility, moral worth, and character” en Gordon Michalson (Ed.), Kant’s religion within the boundaries of mere reason, Cambridge University Press, Cambridge, 2014, pp. 79–97; Lawrence R. Pasternack, Kant on Religion…, segunda parte.

[54].  “Veränderung des obersten inneren Grundes der Annehmung aller seiner Maximen dem sittlichen”. R1, All. Anm., p. 701.

[55].  “[…] weil die Tiefe des Herzens (der subjektive erste Grund seiner Maximen) ihm selbst unerforschlich ist”. Idem.

[56].  William James, The Varieties of Religious Experience. A Study in Human Nature, Routledge, Londres, 2002, lecciones IX y X. Sobre la teoría jamesiana de la conversión véase Pietro Montanari, “El mal y el ‘ateísmo funcional’ en creencias de tipo liberatorio. Reflexiones sobre las Variedades de la experiencia religiosa de William James” en Contextualizaciones Latinoamericanas, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, vol. 2, Nº 21 (12), junio de 2019. Sobre la inefabilidad del evento de la conversión en Platón, véase Pietro Montanari, “Lógos–páthos. Motivos de la conversión en Platón” en Hypnos. Revista Digital de Filosofia greco–romana, Facultad de Filosofía de São Bento/Pontificia Universidad Católica de São Paulo, São Paulo. Artículo aceptado y en proceso de publicación.

[57].  En una importante contribución sobre el tema, Michalson habla de una “Kantian theory of grace” (Michalson, Gordon, “Moral regeneration and divine aid in Kant” en Religious Studies. An International Journal for the Philosophy of Religion, Cambridge University Press, Cambrigde, vol. 25, Nº 3, septiembre de 1989, pp 259–270, p. 264). Sobre la influencia protestante (Lutero) véase Robert Merrihew Adams, “Introduction” en Allen Wood y George di Giovanni (Eds.), Kant, Religion within the boundaries of mere reason and other writings, Cambridge University Press, Nueva York, 1998, pp. VII–XXXII, pp. XIV–XV. Martinetti coloca la gracia (persistencia de la voluntad en la vía del bien) entre las teorías secundarias del sistema kantiano de la religión. Véase Piero Martinetti, “La religione in Kant”, p. 76.

[58].  El sujeto, afirma Kant, no puede conocer “el verdadero carácter (Beschaffenheit) del mal ni el fundamento (Grund) de [la] oposición (Widerstreit)” entre libertad y ley.

[59].  “Zu diesem Ideal der moralischen Vollkommenheit, d.i. dem Urbilde der sittlichen Gesinnung in ihrer ganzen Lauterkeit uns zu erheben, ist nun allgemeine Menschenpflicht, wozu uns auch diese Idee selbst, welche von der Vernunft uns zur Nachstrebung vorgelegt wird, Kraft geben kann”. R2, 1a, p. 712.

[60].  “Eben darum aber, weil wir von ihr nicht die Urheber sind, sondern sie in dem Menschen Platz genommen hat, ohne daß wir begreifen, wie die menschliche Natur für sie auch nur habe empfänglich sein können, kann man besser sagen: daß jenes Urbild vom Himmel zu uns herabgekommen sei, daß es die Menschheit angenommen habe (denn es ist nicht eben sowohl möglich, sich vorzustellen, wie der von Natur böse Mensch das Böse von selbst ablege, und sich zum Ideal der Heiligkeit erhebe, als daß das letztere die Menschheit (die für sich nicht böse ist) annehme, und sich zu ihr herablasse)”. Idem.

[61].  “[…] imgleichen würde die Idee eines Verhaltens nach einer so vollkommenen Regel der Sittlichkeit für uns allerdings auch als Vorschrift zur Befolgung geltend, er selbst aber nicht als Beispiel der Nachahmung, mithin auch nicht als Beweis der Tunlichkeit und Erreichbarkeit eines so reinen und hohen moralischen Guts für uns, uns vorgestellt werden können”. R2, 1b, pp. 716–717.

[62].  “Folglich ist der Mensch (auch der beste) nur dadurch böse, daß er die sittliche Ordnung der Triebfedern, in der Aufnehmung derselben in seine Maximen, umkehrt”. R1, iii, p. 684.

[63].  La disposición a la personalidad es asociada por Kant con el sentimiento del respeto (Achtung) hacia la ley moral, siendo así un fin de la disposición natural de un carácter bueno. Dicha disposición no es todavía la personalidad misma, que es la idea de la ley moral, o la idea de la humanidad, sino el principio subjetivo que nos empuja a adoptar esta idea en nuestras máximas (véase R1). En la Crítica de la razón práctica se define la personalidad como libertad e independencia frente al mecanismo de la naturaleza toda (“Persönlichkeit, d.i. die Freiheit und Unabhängigkeit von dem Mechanism der ganzen Natur”), la segunda y suprema naturaleza del hombre (“seine zweite und höchste Bestimmung”) hacia la cual el sujeto experimenta veneración (Verehrung) y respeto. Véase I, 3, 209 en Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft.

[64].  Bernstein declara que, en su noción de mal radical, la semántica de la tendencia al mal (“causal influence”, “causal efficacy”) es incompatible con la necesidad de la responsabilidad y autonomía del sujeto, admitida por el mismo Kant como indispensable para la acción moral (“Kant is at war with himself”). Véase Richard Jacob Bernstein, “Reflections on radical evil: Arendt and Kant”, p. 26. Bernstein, como muchos intérpretes antes de él (empezando por Goethe), considera inaceptable el condicionamiento metafísico en el que Kant sitúa al sujeto moral. El problema, sin embargo, es que la autonomía de este sujeto, en Kant, no significa una oposición al condicionamiento metafísico y teológico. Giovanni Ferretti, Ontologia e teologia in Kant, Rosenberg & Sellier, Turín, 1997.

[65].  Sobre la figura de Jesús en Kant véase Giovanni Ferretti, “Immanuel Kant. Dal Cristo ‘ideale’ della perfetta moralità al ritorno del Cristo della fede ai ‘confini’ della ragione” en Silvano Zucal (Ed.), Cristo nella filosofia contemporanea. i. Da Kant a Nietzsche, San Paolo, 2000, pp. 51–72; Manfred Kuehn, “Kant’s Jesus” en Gordon Michalson (Ed.), Kant’s religion within the boundaries of mere reason, Cambridge University Press, Cambridge, 2014, pp. 156–174.

[66].  “Die Bösartigkeit der menschlichen Natur ist also nicht sowohl Bosheit, wenn man dieses Wort in strenger Bedeutung nimmt, nämlich als eine Gesinnung (subjektives Prinzip der Maximen), das Böse als Böses zur Triebfeder in seine Maxime aufzunehmen (denn die ist teuflisch) […]”. R1, III, p. 685.

[67].  “Es gibt also ein unbegrenztes, aber auch unzugängliches Feld für unser gesamtes Erkenntnisvermögen, nämlich das Feld des Übersinnlichen, worin wir keinen Boden für uns finden, also auf demselben weder für die Verstandes–noch Vernunftbegriffe ein Gebiet zum theoretischen Erkenntnis haben können; ein Feld, welches wir zwar zum Behuf des theoretischen sowohl als praktischen Gebrauchs der Vernunft mit Ideen besetzen müssen, denen wir aber, […] keine andere als praktische Realität verschaffen können […]”. Immanuel Kant, Kritik der Urteilskraft, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1977.

[68].  “Die Vernunft im Bewußtsein ihres Unvermögens, ihrem moralischen Bedürfnis ein Genüge zu tun, dehnt sich bis zu überschwenglichen Ideen aus, die jenen Mangel ergänzen könnten, ohne sie doch als einen erweiterten Besitz sich zuzueignen. […] Sie rechnet sogar darauf, daß, wenn in dem unerforschlichen Felde des Übernatürlichen noch etwas mehr ist, als sie sich verständlich machen kann, […] dieses ihrem guten Willen auch unerkannt zu statten kommen werde […]”. R1, Allgemeine Anmerkung, nota 19, p. 704.

[69].  “[…] die Schwäche des menschlichen Herzens in Befolgung genommener Maximen überhaupt, oder die Gebrechlichkeit der menschlichen Natur […]”. R1, II, p. 675.

[70].  “[…] als ob sie aus echten Grundsätzen entsprungen wären […]”. R1, III, p. 684.

[71].  “Diese Unredlichkeit, sich selbst blauen Dunst vorzumachen, welche die Gründung echter moralischer Gesinnung in uns abhält, erweitert sich denn auch äußerlich zur Falschheit und Täuschung anderer […] und liegt in dem radikalen Bösen der menschlichen Natur […]”. R1, iii, p. 686.

[72].  En sus clases sobre ética, impartidas entre 1775 y 1781, Kant definía esta tendencia a la auto–justificación como una alucinación incurable: “Every man must guard against moral self–conceit, against believing himself morally good and having a favourable opinion of himself. This feeling of moral self–sufficiency is self–deception; it is an incurable hallucination”. Citado en Stephen Richard Palmquist, Kant’s Critical Religion…, p. 162.

[73].  Véase la nota 71 (“erweitert sich denn auch äußerlich zur Falschheit und Täuschung anderer”).

[74].  Allen Wood, “The evil in human nature”, pp. 47–50.

[75].  “Paraíso” en Dante Alighieri, Divina comedia, xxii, 151.

[76].  Es ésta la tercera explicación de la derivación del mal criticada por Kant (teoría 3). Como ya vimos, nuestro autor excluye que el mal pueda venir de la sensibilidad, que pertenece al primer grado de la disposición, buena por naturaleza: si la sensibilidad fuera la raíz del mal, el acto malo no sería imputable al sujeto (teoría 1). Sería también contradictorio y absurdo si viniera de una corrupción de la razón legisladora, que no puede pervertirse a sí misma, ya que es la condición misma de la moralidad (teoría 2).

[77].  Kant declara, acerca de esta interpretación, que no pretende ser filológica ni históricamente fidedigna, sino compatible con el planteamiento de una religión racional (que, sin embargo, define como el punto verdaderamente esencial de la cuestión). Véase R4, nota 15, p. 692: “Das hier Gesagte muß nicht dafür angesehen wer den, als ob es Schriftauslegung sein solle, etc.”.

[78].  “Denn: wie auch sein voriges Verhalten gewesen sein mag, und welcherlei auch die auf ihn einfließenden Naturursachen sein mögen, imgleichen ob sie in oder außer ihm anzutreffen sein: so ist seine Handlung doch frei, und durch keine dieser Ursachen bestimmt, kann also und muß immer als ein ursprünglicher Gebrauch seiner Willkür beurteilt werden”. R1, IV, p. 689.

[79].  “Diese Unbegreiflichkeit, zusamt der näheren Bestimmung der Bösartigkeit unserer Gattung drückt die Schrift in der Geschichtserzählung dadurch aus, daß sie das Böse, zwar im Weltanfange, doch noch nicht im Menschen, sondern in einem Geiste von ursprünglich erhabener Bestimmung voranschickt, wodurch also der erste Anfang alles Bösen überhaupt als für uns unbegreiflich […]”. R1, IV, pp. 692–693.

[80].  “Das Böse hat nur aus dem Moralisch–Bösen (nicht den bloßen Schranken unserer Natur) entspringen können […]”. R1, iv, p. 692.

[81].  “[…] und doch ist die ursprüngliche Anlage […] eine Anlage zum Guten […]”. Idem.

[82].  “[…] für uns ist also kein begreiflicher Grund da, woher das moralische Böse in uns zuerst gekommen sein könne”. Idem.

[83].  “[…] der Mensch aber nur als durch Verführung ins Böse gefallen, also nicht von Grund aus (selbst der ersten Anlage zum Guten nach) verderbt, sondern als noch einer Besserung fähig […]”. R1, iv, p. 693.

[84].  “[…] im Gegensatze mit einem verführenden Geiste, d.i. einem solchen Wesen, dem die Versuchung des Fleisches nicht zur Milderung seiner Schuld angerechnet werden kann, vorgestellt […]”. Idem.

[85].  “[…] ein gleichsam unsichtbarer, sich hinter Vernunft verbergender Fein […] so läßt sich’s wohl begreifen, wie Philosophen, denen ein Erklärungsgrund, welcher ewig in Dunkel eingehüllt bleibt und obgleich unumgänglich, dennoch unwillkommen ist, den eigentlichen Gegner des Guten verkennen konnten […] Es darf also nicht befremden, wenn ein Apostel diesen unsichtbaren, nur durch seine Wirkungen auf uns kennbaren, die Grundsätze verderbenden Feind, als außer uns, und zwar als bösen Geist vorstellig macht […]”. R2, pp. 708 y 710.

[86].  Maria Antonietta Pranteda enfatiza la importancia de este enfoque tradicional también en el caso kantiano (Maria Antonietta Pranteda, Il legno storto. I significati del male in Kant, Leo S. Olschki, Florencia, 2002). Efectivamente, en las Lecciones de filosofía de la religión (Immanuel Kant, Lezioni di filosofia della religione, Bibliópolis, Nápoles, 1988), el mal es interpretado todavía como una “mera negación”. Véase Lawrence R. Pasternack, Kant on Religion…, p. 105.