La Sierra Tarahumara y los tarahumaras en dos escritos de Francisco Xavier Clavigero

Abel Rodríguez López[*]

 

Recepción: 1 de abril de 2020
Aprobación: 21 de julio de 2020

 

Resumen. Rodríguez López, Abel. La Sierra Tarahumara y los tarahumaras en dos escritos de Francisco Xavier Clavigero. En el presente artículo reviso tanto la Historia antigua de México, obra de Francisco Xavier Clavigero, como una parte de la correspondencia de este autor exiliado en Bolonia a partir de 1767. El objetivo principal es mostrar el “acercamiento” y conocimiento de este autor sobre la Sierra Tarahumara y los tarahumaras, una relación no explorada hasta hoy. Concluyo apuntando la relevancia que han tenido este grupo indígena y su territorio como referentes de la historia de México, así como señalando el punto de vista de Clavigero en tanto seguidor de una política de la diferencia que aboga por el respeto a la identidad y el reconocimiento de las poblaciones indígenas, más allá de los intereses religiosos universalistas de su época.

Palabras clave: Clavigero, escritos, Sierra Tarahumara, indígenas tarahumaras.

 

Abstract. Rodríguez López, Abel. The Sierra Tarahumara and the Tarahumara People in the Writings of Francisco Xavier Clavigero. This article looks at both the Ancient History of Mexico, by Francisco Xavier Clavigero, and part of this same author’s correspondence during his exile in Bologna starting in 1767. The main purpose is to show the author’s “approximation” and knowledge of the Sierra Tarahumara and the Tarahumara themselves, a relation that that has not been explored before. The conclusion points to the relevance that this indigenous group and its territory have had as referents in Mexican history, and underscores Clavigero’s perspective as a follower of a politics of difference that advocates respect for the identity and recognition of the indigenous populations, over and above the universalist religious interests of the time.

Key words: Clavigero, writings, Sierra Tarahumara, Tarahumara people.

 

Introducción[1]

¿Será posible plantear una relación entre Francisco Xavier Clavigero y los tarahumaras? En principio, podría decirse que no, porque Clavigero vivió la mayor parte de su vida en la capital de la Nueva España y en otras provincias muy lejanas de la Sierra Tarahumara. Al haber sido principalmente formador de religiosos, él estaba muy interesado en la reformulación de los programas de estudio de los colegios de la Compañía de Jesús, así como también estaba preocupado por formular una concepción filosófica de la naturaleza.[2] Y aun cuando sus biógrafos y una parte de su propia obra demuestran que siempre estuvo interesado en el mundo indígena, esto no implica forzosamente que haya tenido una inclinación particular por los tarahumaras. No obstante, dado que los intereses de Clavigero eran amplios, aquí me propongo exponer que sí es posible pensar en alguna relación entre este autor y los tarahumaras.

Como es sabido, Francisco Xavier Clavigero fue el autor de la Historia antigua de México (1781), obra que le sirvió para oponerse a la “verdad distorsionada” que sobre América y los americanos habían desarrollado en sus escritos algunos filósofos europeos de la segunda mitad del siglo xviii. Era el caso de Cornelio de Pauw, del Conde de Buffon y de William Robertson, especialmente, quienes escribieron obras en las que calificaban como “inferior” y “decadente” tanto el territorio como la población de América.[3] Diez libros y nueve disertaciones que componen esta obra sirvieron a Clavigero para objetar todas esas ideas falsas y exageradas, establecidas por aquellos ilustrados modernos que ni siquiera conocieron físicamente América ni a los americanos, sino que lo hicieron sólo a través de historias contadas, por relatos de algunos que efectivamente habían pisado estas tierras.

Además de su talante intelectual y de su dedicación a formar nuevos jesuitas durante la mayor parte de su tiempo —y antes de que la orden ignaciana fuera expulsada de todos los territorios españoles de ultramar por decreto de Carlos III en 1767—, Clavigero siempre estuvo ampliamente interesado en su entorno indígena, lo cual le serviría a la postre como base para formular su Historia antigua de México. De acuerdo con Arturo Reynoso, mientras que nuestro autor realizaba sus estudios de teología, tuvo la oportunidad de revisar los códices donados por Carlos de Sigüenza al Colegio Máximo, dirigido por los jesuitas novohispanos. Este interés suyo se muestra también en el hecho de que, antes de ser ordenado sacerdote, manifestó a sus superiores el anhelo de misionar en California.[4]

Si bien en la formulación de esta obra Clavigero enfoca su atención en el área mesoamericana de tiempos prehispánicos,[5] no olvida ni el territorio mexicano del norte ni el resto de “naciones” (como llamaban los misioneros y militares de la época colonial a los grupos indígenas que iban conociendo en su avance hacia el septentrión). En consecuencia, para sostener, ampliar, profundizar y ejemplificar, en general, ideas sobre los pueblos americanos y la tierra americana, Clavigero, en su Historia antigua de México, remite en repetidas ocasiones a la Sierra Tarahumara y a los tarahumaras. Esto demuestra, por un lado, un marcado interés de este autor por la pluralidad social y cultural de su patria —como él llamó a México desde su exilio— y, por otro lado, revela mucho más que un somero conocimiento de las “naciones” norteñas de su tiempo. Mi objetivo aquí será precisamente poner de relieve el acercamiento de Clavigero al tema indígena en general y al tarahumara en particular. Mostraré así que el personaje fue un seguidor de una política de la diferencia que abogaba por el respeto a la identidad y el reconocimiento de las poblaciones indígenas, más allá de los intereses religiosos universalistas de su tiempo.

Para probar lo anterior, en primer lugar, resumiré la biografía de este jesuita criollo. En segundo lugar, mostraré cómo esta Historia antigua de México evidencia los amplios intereses de Clavigero en una diversidad de lenguas y pueblos indígenas americanos, incluso más allá de su conocimiento y manejo del idioma náhuatl. En tercer lugar, luego de nombrar algunas características de los tarahumaras históricos y contemporáneos, señalaré los pasajes donde aparecen en su citada obra tanto el territorio tarahumara como el grupo indígena del mismo nombre. Y, en cuarto lugar, expondré una parte de la correspondencia de Clavigero que demuestra también su acercamiento al mundo tarahumara. Esta correspondencia forma parte de una fuente de archivo importante, pues se trata de la comunicación que nuestro autor sostuvo con un colega suyo, el abate Lorenzo Hervás y Panduro, promotor principal de la lingüística comparada. Ahí, una misiva entre ambos letrados revela un fortuito pero sorpresivo manejo, por parte de Clavigero, de la lengua de los tarahumaras y de otras lenguas indígenas del norte
de México afines a ésta.

La versión de la Historia antigua de México sobre la que baso parte de la siguiente exposición corresponde a la segunda edición del original, escrito en castellano, de Francisco Xavier Clavigero, publicada en 1968 en México por la casa editorial Porrúa,[6] obra compuesta por 10 libros y nueve disertaciones con edición y prólogo de Mariano Cuevas. En adelante, esta obra la cito así: L, seguida de números romano y arábigo, que indican respectivamente libro, número de libro y página (ejemplo: L. II, p. 65). Si me refiero a alguna disertación —todas corresponden al libro X—, lo hago siempre con numeración ordinal (quinta, sexta…) y página (ejemplo: L. X. “Séptima disertación”, p. 456). Sólo para referirme al “Prólogo del autor”, consigno la paginación exclusivamente con números romanos.

 

Francisco Xavier Clavigero

Francisco Xavier Clavigero nació en Veracruz el 9 de septiembre de 1731. Fue hijo de Blas Clavigero, un funcionario público oriundo de un pueblo del Reino de León (España), y de María Isabel Echegaray, una mujer descendiente de vascos. El niño Clavigero creció empapado de la formación religiosa inculcada por sus padres. Muy joven ingresó al seminario diocesano angelopolitano para poco tiempo después, en 1748, a los 17 años de edad, pedir su admisión en la Compañía de Jesús. Maneiro —su biógrafo oficial—sostiene que, tres años después de ordenado sacerdote, Clavigero fue enviado al Colegio de San Gregorio, donde aprendió sistemáticamente el náhuatl, lengua en la que muy pronto podría predicar y conversar familiarmente.[7]

De su formación intelectual, primero como alumno y luego como profesor de filosofía, se ha dicho que leyó a Duhamel, Descartes, Newton y Leibniz,[8] y que llegó incluso a explicar con claridad, en un perfecto latín, al mismo Descartes, a Francis Bacon y a Benjamin Franklin.[9] Además, mantenía conversaciones con sus compañeros Alegre, Márquez, Castro y otros, con quienes discutía sus tesis de filosofía y ciencia, y a quienes, en alguno de sus escritos inéditos, según Maneiro, propuso lo siguiente: “En el estudio de la física debemos emplear un método que nos lleve a la investigación real de la verdad y de ninguna manera sostener algún postulado establecido arbitrariamente por los antiguos”.[10] Además de estos profundos intereses en los estudios de la naturaleza, nuestro autor no perdía de vista el amplio abanico cultural indígena novohispano, y más allá de éste, el hispanoamericano.

 

Interés por las lenguas y pueblos indígenas

Además de una continua referencia a los pueblos indígenas, mesoamericanos y norteños, y más allá de haber aprendido el náhuatl y de haber convivido con personas hablantes de ésta y otras lenguas de la Nueva España, la Historia antigua de México demuestra que, previamente a su necesidad de escribir sobre el mundo indígena, Clavigero estaba muy interesado en él y en su composición políglota. Comprometido además con la verdad, como exponía a sus compañeros y declaró en su propia obra,[11] él mismo se encargó de dejar en claro la amplitud de sus intereses en estos temas, así como lo que sabía al respecto.

De este modo, nuestro autor afirma que, para acreditar la realización de su obra, contó con “haber aprendido la lengua mexicana”.[12] Del mismo modo, en la “Sexta disertación”, la cual le sirve para exponer la cultura de los antiguos mexicanos, dirá: “Yo aprendí la lengua mexicana y la oí hablar a los mexicanos muchos años”.[13]

Asimismo, al apuntar las vastas posibilidades de la lengua náhuatl para contar grandes cantidades y emplear conceptos abstractos, sostiene también que esto lo podría afirmar de otras lenguas “como la otomí, matlatzinca, mixteca, zapoteca, totonaca y popoluca”.[14] No obstante, Clavigero no asevera esto porque él se manejara en estas lenguas sino más bien porque, dice, “igualmente se han compuesto gramáticas y diccionarios de todas estas lenguas […] como haremos ver en el catálogo prometido”;[15] catálogo al que me referiré más adelante en este artículo.

Aun así, el interés del autor de la Historia antigua de México no se limitaba sólo a las lenguas de su entorno inmediato, la capital de Nueva España o las regiones cercanas a ésta. Es lo que sugiere su referencia a la lengua araucana, de la que también declara contar con materiales y de la cual señala que “tiene voces para explicar aun millones”.[16] Un ejemplo más de ello es su referencia al término pulque, del cual afirma: “La voz pulque [la] tomaron los españoles de la lengua araucana que se habla en Chile en la cual pulcu es el nombre genérico de toda bebida que embriaga; pero es difícil adivinar cómo pasó esta palabra a México”.[17] Y lo mismo muestra su explicación del término tabaco, perteneciente a la lengua haitiana de los taínos. De éste comenta que “tabaco es nombre tomado de la lengua haitiana. Los mexicanos tenían dos especies de tabaco diferentísimos en la magnitud de la planta y de las hojas”.[18]

Aparte de mostrar la amplitud de sus intereses sobre las lenguas indígenas, y el mundo indígena en general, estos datos certifican por igual que, además de ser nahuatlato, Clavigero tenía nociones de otras muchas lenguas indígenas. Gracias, sobre todo, a los materiales en los que basó sus referencias y, como él mismo reconoce, también —y veremos más adelante en su correspondencia— “conjetura algunas cosas”.

De este modo, aun cuando nuestro autor fuese un religioso formador de nuevos sacerdotes, historiador y pensador, o un ilustrado —como se lo ha calificado—[19] recluido mucho tiempo en las bibliotecas de los colegios jesuitas e interesado sobre todo en temas filosóficos, también experimentó de cerca el mundo indígena que lo rodeaba. Llegado el momento, no tuvo dificultad para interesarse y conocer a los indígenas del norte de México. Así lo demuestra la lectura de la Historia antigua de México, pues esta obra proyecta a un Clavigero con un conocimiento sólido sobre el tema tarahumara, ya que sorprende incluso el número de remisiones que en esta obra hace a los tarahumaras y al territorio que aún hoy habita este grupo originario.

 

Los tarahumaras

Los rarámuri, rarómari o tarahumaras[20] son un grupo indígena disperso entre montañas y barrancas de la Sierra Madre Occidental, en la porción correspondiente a la Sierra Tarahumara de Chihuahua, al noroeste de México. En una carta anual escrita en 1611 el jesuita catalán Joan Font describió a los “taraumaros” como “dóciles al cristianismo”, y además elaboró una etnografía amplia. En ésta detalló el tipo de vivienda tarahumara en cuevas, los adornos personales y el vestido que usaban desde niños; la religión y su idea de la inmortalidad; su temperamento y la forma de guardar el luto, así como el trato a sus muertos; la alimentación y bebida, su patrón de asentamiento disperso, sus padecimientos por una epidemia de viruela, etcétera.[21] Desde entonces y hasta 1767, en su primera etapa en México, la Compañía de Jesús misionó entre ellos.

Actualmente, según cifras recientes, viven en la Sierra Tarahumara unas 73,856 personas mayores de tres años hablantes de la lengua rarámuri, y alrededor de 110 mil en total, dispersos tanto en las principales ciudades del estado de Chihuahua como en los estados de Durango, Sinaloa, Sonora y Coahuila, primordialmente.[22] Son predominantemente agricultores, pastores de ganado caprino y vacuno en baja escala, artesanos y jornaleros. Sus principales cultivos y alimentos son el frijol y el maíz; aunque su dieta se complementa con la caza, la recolección y la pesca estacional, en un hábitat propio del bosque de coníferas y de las calurosas barrancas. Todos ellos preparan el tesgüino, cerveza local hecha a base del fermentado de maíz, y empleada en toda reunión comunitaria de trabajo y en prácticas religiosas. Son bien conocidos por practicar las carreras de bola (por parte de los varones) y de aros (por parte de las mujeres). Estas carreras (sobre todo la de varones) pueden durar hasta un día completo.[23] Algunos hombres producen instrumentos musicales, herramientas de trabajo y otros utensilios de madera, y algunas mujeres fabrican cestos, ollas, ropa y cobijas a base de palmilla, barro, lana, hilos y manta. En épocas previas a la siembra y la cosecha hay quienes se emplean en la recolección de manzana en ranchos menonitas y mestizos, en la construcción de viviendas y hasta como mecánicos, traductores o empleadas domésticas en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, Ciudad Juárez y otros sitios del mismo estado, o en la pizca del tomate en Sinaloa, etcétera.

 

Los tarahumaras en la Historia antigua de México

Más allá de la frecuente alusión a los pueblos mesoamericanos prehispánicos, como los mexicas, cempoaltecas, tlaxcaltecas, mixtecos, otomíes y otros, al referirse a los grupos indígenas norteños o de otras latitudes de México y América en general, Clavigero señala, ejemplifica y compara sus prácticas y usos con aquéllas de los tarahumaras, más que con ningún otro grupo del norte de México. De este modo, el autor nos deja la impresión de que, ya para la segunda mitad del siglo xviii, cuando escribió su Historia antigua de México, los tarahumaras eran, tanto como hoy, uno de los grupos más relevantes del orbe indiano en México y, quizá, como en nuestros días, el más relevante del norte del país.

Nuestro autor revela un amplio conocimiento de la geografía del territorio novohispano, y sabe perfectamente qué distancia se consideraba entonces entre la capital de la Nueva España y la Sierra Tarahumara. Y así, alude a este nicho ecológico y lo ubica al referirse a él como la “Sierra Madre Occidental” o la “Tarahuamara”, “la cual dista 400 leguas de México”.[24]

Además, Clavigero ubica de modo perfecto la región de Casas Grandes, y muy correctamente la posiciona dentro del valle de San Buenaventura, aún hoy considerado parte de la Sierra Tarahumara. De esta manera, rememorando el itinerario seguido por los mexicas rumbo a la “tierra prometida”, infiere una relación entre aquella tierra tarahumara y el viaje de los mexicanos al país de Anáhuac. Así, reconstruye:

Pasando el río Gila hicieron varias jornadas al sur hasta el amenísimo valle de San Buenaventura, en donde subsisten unas fábricas magníficas y de un gusto particular con el nombre vulgar de ‘Casas Grandes’” […] de aquí dirigiéndose al sureste por la Tarahumara, la Tepehuana y la Sinaloa, arribaron a Hueicolhuacan que es al presente la villa de Culiacán.[25]

Por otro lado, para hacer relevante el pasado prehispánico, Clavigero debe recurrir a su presente —años setenta del siglo xviii—, que representa una analogía de aquel pasado. Una de las admirables destrezas prácticas entre los tarahumaras, de la que se tuvo noticia durante la época colonial, es su notable habilidad en el uso del arco y la flecha. De este modo, al referirse a las armas de los antiguos mexicanos, reconocerá que “Los tehuacanenses eran celebrados especialmente por su destreza en disparar tres y cuatro flechas de un solo tiro. Los prodigios que hacen hoy con la flecha los tarahumaras, los yaquis y otras naciones de aquellos países pueden dar una idea de los que harían los antiguos mexicanos.”[26]

Es un hecho que nuestro autor nunca pisó tierras tarahumaras y, de seguro, nunca vio por sí mismo esos prodigios de los flecheros de los que habla. ¿Cómo podría saber Clavigero sobre “los prodigios que hacen hoy con la flecha los tarahumaras”? Esto quizá se explica porque su curiosidad era diligente y, seguramente, llegó a tener en sus manos escritos como las cartas anuales que escribían todos los misioneros a su provincial para informarle de lo acontecido en sus misiones y en aquellas latitudes; o bien, pudo haber conocido el texto de Joseph Neumann sobre las rebeliones tarahumaras;[27] o tal vez se interesaba en las noticias sobre las incursiones de los apaches —a quienes también se refiere en su obra—; o, incluso, pudo haber consultado de manera personal a religiosos de las misiones tarahumaras, con quienes seguramente tuvo algún contacto de primera mano, quizá en Tepotzotlán, de donde salían a las misiones del norte, o bien, a donde arribaban los enviados a nuevos destinos tras haber misionado en la Sierra Tarahumara, Sinaloa, Sonora o Durango. En Tepotzotlán, por ejemplo, Clavigero conoció a Everard Hellen, jesuita de origen alemán y misionero en California entre 1719 y 1735. En este último año, por razones de salud, el misionero germano debió pasar a Tepotzotlán, donde, al parecer, Clavigero estudió con él hebreo y griego —lenguas en las que Hellen era experto—.[28] Este tipo de experiencias, sin duda, infundieron en nuestro autor interés por el mundo indígena del norte.

En su Historia antigua de México el autor admira continuamente las capacidades prácticas de los indígenas americanos y, de manera relevante, describe a los tarahumaras como muy aptos en el seguimiento de los animales de caza. Esto es algo que se ha destacado incluso por los etnógrafos durante el siglo xxi.[29] De esta manera, al hablar sobre la caza y la forma de cazar de los mexicanos, asegura que “lo más admirable que tienen en esta materia, es el tino que tienen para perseguir a las fieras por el rastro”.[30]

Aún más admirable es lo que se ve en los tarahumaras, ópatas y otras naciones de más allá del trópico perseguidas por los bárbaros apaches; y es que por el contacto y observación de las huellas de sus enemigos conocen, poco más o menos, el tiempo en que pasaron por el lugar que observaban.[31]

Un rasgo cultural más de los tarahumaras señalado por Clavigero es el juego de pelota de hule, el cual requería una cancha en forma de “I latina”. Y aunque este juego es, al parecer, de manufactura y de influencia mesoamericanas, no hay duda de que se practicaba muy al norte de México. Este señalamiento de nuestro autor refuerza la teoría de las relaciones interétnicas prehispánicas —no sólo de guerras— entre grupos norteños y mesoamericanos; un excelente aporte de la Historia antigua de México al que los mesoamericanistas no han aludido. Clavigero sugiere que todavía en la segunda mitad del siglo xviii al menos, este juego aún se practicaba en la Sierra Tarahumara. Al describir los juegos y, en especial, el juego de pelota de hule, afirma:

Los mismos reyes lo jugaban frecuentemente y solían desafiarse, como sabemos de Moctezuma II y Nezahualpili. Dura hasta hoy este juego entre los sinaloas, los ópatas, los tarahumaras y otras naciones del norte, y cuantos españoles lo han visto celebran la prodigiosa habilidad de los jugadores.[32]

El autor sabe de la diversidad lingüística de México e infiere el concepto de lengua madre, pues los materiales con que cuenta —gramáticas y diccionarios— y su conocimiento del náhuatl le sugieren la afinidad de algunas lenguas, es decir, el parentesco que podría haber entre ellas. Y así, da cuenta de esto ejemplificando con lenguas que tienen afinidad con la lengua tarahumara. De este modo, al precisar quiénes fueron los pobladores de América y sus lenguas, sentencia que

En el reino de México he contado treintaicinco [lenguas] de las conocidas hasta ahora. En la América meridional son muchas más […] es verdad que entre algunas de estas lenguas se advierte una afinidad tal, que luego da a conocer que han nacido de una misma madre, como la endeve [eudeve], la ópata y la tarahumara en la América septentrional […].[33]

Por otro lado, debido a la necesidad que Clavigero tiene de presentar a Europa la diversidad de lenguas americanas y las amplias posibilidades que éstas tienen de estar a la altura de las lenguas europeas, presenta catálogos de gramáticas, vocabularios y doctrinas que compusieron españoles y criollos entre los siglos xvi y xviii en muchas de estas lenguas. Asimismo, Clavigero consigna a los autores de esos trabajos escritos en lengua tarahumara, y, de esta forma, al desarrollar el catálogo de “autores europeos y criollos que han escrito de doctrina y moral cristiana en lenguas de la Nueva España”, nombra a Agustín [de] Roa como uno de estos autores que escribió sobre esas artes en lengua tarahumara. Asimismo, al desarrollar el catálogo de autores de gramáticas y diccionarios alude a Gerónimo de Figueroa y, otra vez, a Agustín [de] Roa; al primero como autor de gramática y diccionario en lengua tarahumara; y al segundo como estudioso de gramática en esta misma lengua. Del mismo modo, expone a Tomás de Guadalajara como autor de gramática en lengua tepehuana.[34] Aclaro aquí que, a mi parecer, Clavigero comete un error al incluir a Tomás de Guadalajara como autor de gramática en lengua tepehuana, considerando que él fue el primero y el único en la época colonial que publicó una gramática, pero era en lengua tarahumara y guazapar, impresa en Puebla de los Ángeles en 1683.[35] En el mejor de los casos, si consistiera en alguna de esas obras que nuestro autor señala como “particularmente apreciadas de los inteligentes”, sea manuscrito o impreso, podría tratarse de un texto perdido. Lo anterior es una posibilidad porque, de acuerdo con González Rodríguez, entre los años de 1690 y 1696 Tomás de Guadalajara trabajó en el rectorado de la misión tepehuana,[36] tiempo y lugar en los cuales pudo haber llevado a cabo un trabajo así.

 

Clavigero, traductor de lenguas indígenas

En el Archivo Histórico de la Compañía de Jesús en México localicé una carpeta que contiene, entre otros documentos, fotocopias de la correspondencia que sostuvo durante algún tiempo Francisco Xavier Clavigero con el abate don Lorenzo Hervás. De inmediato se deja ver entre las cartas que van a Bolonia y vuelven a Cesena, respectivamente, que el asunto es la petición del segundo hacia el primero para que lo apoye para traducir la oración del “Padre Nuestro” a distintas lenguas originarias de la América Septentrional.[37]

Al parecer, la finalidad del abate Hervás era elaborar tanto su Catálogo de lenguas de las naciones conocidas (1785)[38] como el Ensayo práctico de la lengua (1787) y su Vocabulario polígloto (1787), textos en los cuales incluye siempre elementos, aspectos y relaciones de las lenguas septentrionales de la Nueva España. De estas tres obras también existe copia incompleta en el Archivo de los Jesuitas de México. En su carta, Clavigero narra cómo infirió la traducción del “Padre Nuestro” a las lenguas pima, eudeve, ópata, tarahumara y tubar, a partir de algunos materiales con los que contaba. A continuación transcribo esta carta del 26 de agosto de 1783 firmada por Clavigero desde Bolonia y dirigida a don Lorenzo Hervás.

Amigo y Sr. Mío: había diferido el volver a V. [usted] Sus papeles del Pater Noster [Padre Nuestro, P.N.] esperando adquirir alguna cosa más de lo qual al presente le envío; pero ya perdí la esperanza. De las lenguas pima, eudeve, opata, tarahumara y tubar no hai ya quien pueda dar razón: y así lo que va interpretado destas lenguas es por mera conjetura mía aunque fundada en reflexiones y combinaciones mui prolijas. De la lengua Hiaqui [yaqui] no ha quedado más de un viejo, el qual por haber pasado muchos años sin el ejercicio de la lengua, apenas se acuerda de ella: hizo la interpretación a tientas y con mil dudas, y así no podemos fiarnos de ella; de la lengua Otomí, no hai más de uno que está [¿lejos?] donde no es fácil consultarlo. El de la lengua Cora q[ue] es también único, ha mudado algo en el Pater Noster respecto de cómo lo dio el año de 71 ó 72. Él único que sabe de la [lengua] Cochimí es un viejo escrupuloso, el que ha hecho dictamen de no dar el P.N. traducido […] de él, lo más que se ha podido conseguir es que ponga con distinción las peticiones como van en el adjunto papel y q[ue] da algunas noticias de la lengua: cuyo papel suplico a V [usted], me restituya quando le haya servido, juntamente con lo que envié de la gramática mexicana. En el P.N. en Tubar, observará V alguna cosa mudada; es el caso de q[ue] pongo dos copias dadas por uno mismo con algunas variedades (lo qual no había yo advertido hasta ahora) y quando leía el que V escribió tenía yo delante la copia diferente de la que envié a V. Y creyendo que V se había equivocado lo emendé: pero después advertí que estaba la de V conforme a la que yo le envié, como no podemos averiguar qual de las dos copias es la más exacta V verá si ha de quedar como va enmendado, o si se ha de poner conforme a la primera copia que despaché a V. Deseo a V buena salud. De V[uestro], Amigo y Servidor. Xavier.[39]

Enseguida transcribo los textos que Clavigero tradujo —o conjeturó, como él mismo establece en su carta— en lengua tarahumara, tubar, ópata y eudeve —estas tres últimas, ya extintas—, y que aun así podrían ser útiles para la lingüística comparada de estas lenguas coloniales, una disciplina de la cual, como he dicho, Hervás fue pionero.[40] Además, en estas traducciones de Clavigero, que pudo realizar gracias a los materiales con los que contaba, queda sugerido el parentesco entre estas lenguas, hoy conocidas como provenientes del tronco lingüístico yuto–nahua.[41]

En lengua tarahumara:

Tamu Nonó ma mu regui guami gariqui, tamí noirerie mu–
regua: celimeyá requiena: tamí nagualigua muyelaliqui
gena guechi moba, mataachivereguega guami regui negua–
ligua. Tamí netuyé hipesa: tamí guecagüie puché tamí
guiqueameque tamí sa tuye reregati gameque mec–
chá yura. Amén.[42]

En lengua tubar:

Ite canár tegmuecarichin catemat, imit tegmarac militu–
rabá teochigualac: imit quegmua carin ite bacachin assi–
saguin: imit aramunarir echic nañigualac imó cuipan,
amó nachie tegmuecarichin. Ite cocuatart essemer tañi–
guerit iabbá ite micam: ite tatacoli iquiri, atzomua
ite iquirirain: ite bacachin cale quegmua nañiguacain–
tem: ite ogmui taracoli bacachin cale ite muetzerac. Amén.[43]

En lengua ópata:

Tamo Masteguicachiguacacame, amo tegua santo á: amo
reino tame macte: amo hinadua iguati tevepa ania te–
gucachi veri. Chiama tamo guaca veu tamo mac: guatame
neavere tamo cai naideni aca, api tame neavere tamo opa–
gua: gua cai tame taoriteudate; cai naideni chiguadu. Amén.[44]

En lengua eudeve:

Tamo Nono teuictze catzi, amo teguar canne vehva
vitzuateradau: amo queidagua canne tame verie–
hassem: amo hinadodau canne yuhtepatz endaie te–
uictze endateven. Tamo badagua haona teguique oqui
tame mac: tamo cadeni emdahiezeuai tamo ovitze–
uai tamo naventziurahteven: tame sesva eme hiagtu tu
de amo emneoquetara endo cabeco diabro tatacoride
hiagtudo; nassa haona eadenitzevai tame nesináh. Amén.[45]

 

A modo de conclusión

Por un lado, las descripciones de Clavigero de los grupos indígenas norteños en su Historia antigua de México y en su correspondencia aquí presentada nos muestran a un pensador novohispano informado, de visión amplia y profunda, sobre los pueblos indígenas, y no sólo de lo que fue la Nueva España, sino de América en general. Por otro lado, el hecho de acercarse puntualmente a las lenguas indígenas norteñas para traducir a éstas alguna oración, y con el antecedente de su conocimiento de la lengua náhuatl, da testimonio además de un pensador interesado en conocer no sólo las formas sino el fondo de la alteridad indígena, incluso más allá de la necesidad que tuvo en su momento de escribir enalteciendo este mundo para rebatir las ideas denostativas de lo que nuestro autor llamó la “turba increíble de escritores modernos de la América”.[46] En este sentido, queda claro que Clavigero fue un seguidor de la política de la diferencia, y que abogó además por el respeto hacia la identidad indígena americana y el reconocimiento de lo particular, más allá de los intereses religiosos universalistas impuestos por las estructuras de poder de su tiempo y la tendencia de Occidente a la uniformidad. La relevancia del mundo indígena en general, y de los tarahumaras en particular, no aparece en estos escritos de Clavigero, por ejemplo, en el sentido de ser objetos de la conquista espiritual, sino en el sentido de ser considerados parte de la misma patria a la que el veracruzano se experimentó ligado y que tal vez añoró en su exilio en Bolonia.

Además, los escritos de Clavigero sobre los pueblos de la América septentrional novohispana, y en concreto sobre los tarahumaras (lengua, territorio y algunos rasgos de su cultura), nos muestran la relevancia que debieron tener todos estos grupos durante el siglo xviii; relevancia
que continúan teniendo hoy, tanto para la historia general de México como para la formulación de la identidad de la actual nación mexicana.

Estas exposiciones xaverianas, además, nos remiten al universo políglota en donde todavía convivieron los blancos y mestizos de la época, e incluso a la explotación minera y del bosque virgen, así como al resto de la flora y fauna de la Sierra Tarahumara; pero, sobre todo, a los usos, costumbres y prácticas de los pueblos que habitaban este enorme macizo montañoso, considerado hoy “con una extensión territorial aproximada de 60 mil kilómetros cuadrados”.[47]

Del mismo modo, las referencias a los tarahumaras en los escritos de Clavigero aquí examinados quizá también se debieron a que se trataba del grupo más numeroso y conocido en el norte de México, o tal vez a la fama que alcanzaron por las rebeliones que se conjuraron en la Sierra Tarahumara y que devastaron misiones jesuitas establecidas entre los siglos xvii y xviii. Hoy, como parece haber sido en tiempos de Clavigero, los tarahumaras aún son el grupo indígena más numeroso y conocido en el norte de México, y los jesuitas continúan trabajando entre ellos.

Por último, una denominación con la que fueron reconocidos los grupos norteños, más allá de sólo los tarahumaras, teniendo como referencia geográfica y cultural la frontera mesoamericana, primero por los mexicas y luego por los españoles, es la de chichimecas. Si bien la Sierra Tarahumara y los tarahumaras se encuentran mucho más allá del trópico de cáncer —límite general y un tanto arbitrario entre Mesoamérica y el Norte de México—, esto no impedía que esa denominación incluyera a los diversos grupos que habitaron aquella serranía y más allá de ésta; todos eran chichimecas. En cuanto a la todavía discutible definición de “chichimeca”, Clavigero nos ofrece también su hipótesis al señalar que a los grupos norteños se los reconocía con ese nombre. Sobre este término, escribe:

Varios autores se han quebrado la cabeza tratando de adivinar la etimología de chichimecatl. Torquemada dice que este nombre se tomó de Techichimani, que significa chupador, porque los chichimecas chupaban la sangre de los animales que cazaban; pero desde luego se conoce la violencia de esta etimología, especialmente entre unas naciones que no acostumbran alterar los nombres en la derivación. Betancourt se persuade a que dicho nombre se deriva de chichimé, que significa, dice, perros, que así les llamaban por desprecio las demás naciones; pero si fuera así no se gloriarían ellos como se gloriaban del nombre chichimecas. Yo conjeturo que tal nombre se derivase de algún lugar llamado Chichiman, como de Acolman, Acolmecatl.[48]

 

Fuentes documentales

Acuña Delgado, Ángel,  “Usos del cuerpo en la construcción de la persona rarámuri (Chihuahua, México)” en Gazeta de Antropología, Universidad de Granada, Granada, Nº 25/2, agosto de 2009, Edición digital.

Bennett, Wendell Clark  y Zingg, Robert Mowry, Los Tarahumaras. Una tribu del Norte de México, Instituto Nacional Indigenista, México, 1978, Edición digital.

Brading, David, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla (1492–1867), Fondo de Cultura Económica, México, 2013.

Clavigero, Francisco Xavier, Francisco Xavier Clavigero a Lorenzo Hervás, Correspondencia, Biblioteca Apostólica Vaticana, Vat. lat. 9803, manuscrito fotocopiado y consultado en Archivo Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, Sección 6, fondo Manuel Ignacio Pérez Alonso (mipa).

——  Historia antigua de México, Porrúa, México, 1968 (Sepan cuantos… 29).

Domingues, Beatriz Helena, “Clavigero y la Ilustración. Consideraciones sobre América y los americanos desde la perspectiva del exilio” en Alfaro Barreto, Alfonso, Escamilla, Iván, Ibarra, Ana Carolina y Reynoso Bolaños, Arturo  (coords.), Francisco Xavier Clavigero. Un humanista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, pp. 280-281.

González Rodríguez, Luis, Crónicas de la Sierra Tarahumara, Secretaría de Educación Pública, México, 1987 (cien de México).

Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Encuesta intercensal, 2015, http://www3.inegi.org.mx/sistemas/TabuladosBasicos/Default.aspx?c=27303&s=est  Consultado 14/ii/2017.

Kirchhoff, Paul, “Mesoamérica. Sus Límites Geográficos, Composición Étnica y Caracteres Culturales” en Suplemento de la revista Tlatoani, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, Nº 3, 1960, Edición digital.

Lumholtz, Carl, El México desconocido. Tomo i, Instituto Nacional Indigenista, México, 1981.

Maneiro, Juan Luis, Vidas de algunos mexicanos ilustres, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988.

Neumann, Joseph, Historia de las rebeliones en la Sierra Tarahumara (1626–1724), Editorial Camino, Chihuahua, 1991.

Reynoso Bolaños, Arturo, Francisco Xavier Clavigero. El aliento del espíritu, Fondo de Cultura Económica/Artes de México/Universidad Iberoamericana campus Ciudad de México, México, 2018.

Rodríguez López, Abel, Gramática Tarahumara, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Universidad Autónoma de Chihuahua/Instituto Chihuahuense de Cultura, México, 2010.

——  Praxis religiosa, simbolismo e historia de los rarámuri del Alto Río, Conchos, Abya–Yala, Quito, 2013.

Sariego Rodríguez, Juan Luis, El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra Tarahumara, Instituto Nacional Indigenista, México, 2002 (Antropología Social).

Schumann, Otto, “Movimientos lingüísticos en el Norte de México” en Hers, Marie–Areti, Mirafuentes, José Luis, Soto, María de los Dolores et al. (Eds.), Nómadas y sedentarios en el Norte de México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000, Edición digital.

Valiñas Coalla, Leopoldo, “Reflexiones en torno a las lenguas guazapar y tarahumara coloniales” en Anales de Antropología, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 36, 2002, pp. 249–282.

 

[*]  Doctor en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Investigador en el Instituto de Investigaciones Humanísticas de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP). abel.rodriguez@uaslp.mx

 

[1].    El presente texto se enmarca en el proyecto “Estudio sobre cuatro jesuitas novohispanos —Clavigero, Alegre, Márquez y Landívar—” que forma parte del trabajo colaborativo del Cuerpo Académico de la uaslp, Estudios Decoloniales (ca–251).

[2].    Para profundizar en estos tres aspectos de los intereses de Clavigero véase su biografía en Juan Luis Maneiro, Vidas de algunos mexicanos ilustres, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988, pp. 442–463; o bien, el texto de Arturo Reynoso, el más reciente y completo escrito sobre nuestro autor, presentado ahí como un pensador —filósofo y científico— y un religioso que vive estas dimensiones en continua tensión: Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero. El aliento del espíritu, Fondo de Cultura Económica/Artes de México/Universidad Iberoamericana, México, 2018.

[3].    En términos muy generales, en estos autores sobresalía la idea de que las poblaciones americanas eran del todo inferiores a las europeas, tanto natural como socialmente. Además, en los tres casos se manejaba la idea general de que América era un territorio con un clima tan malo que degeneraba tanto a los criollos (hijos de españoles nacidos en América) como a las especies animales traídas de Europa. Sobre las obras principales de estos tres autores puede verse una magistral síntesis en Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero…, pp. 365–411.

[4].    Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero…, pp. 87–88 y 133.

[5].    Tal área mesoamericana corresponde a la contenida en la actual definición de Mesoamérica dada por Paul Kirchhoff, “Mesoamérica. Sus Límites Geográficos, Composición Étnica y Caracteres Culturales” en Suplemento de la revista Tlatoani, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, Nº 3, 1960. Para este autor esa área se delimitaba, al noroeste de México, por el río Sinaloa; al noreste, por el río Pánuco; al centro, por el río Lerma, y hacia el sur se extendía hasta la península de Nicoya, en el noroeste de Costa Rica. La definición de Kirchhoff incluye, además, los caracteres sociales y culturales fundamentales de los habitantes de esta enorme extensión territorial durante la época prehispánica, y los del contacto con los conquistadores españoles; área y habitantes a los que Clavigero también se refiere principalmente.

[6].    Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua de México, Porrúa, México, 1968 (Colección “Sepan cuantos…”, Nº 29).

[7].    Véase Juan Luis Maneiro, Vidas de algunos…

[8].    Ibidem, p. 447.

[9].    Ibidem, p. 452.

[10]Idem.

[11].  Francisco Xavier Clavigero, “Prólogo del autor”, Historia antigua de México, Porrúa, México, 1968, p. xxi.

[12]Idem.

[13].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua de México, L. X. “Sexta disertación”, p. 544.

[14]Ibidem, p. 547.

[15]Idem.

[16]Ibidem, p. 545.

[17]Ibidem, L. VII, p. 267, nota 65.

[18]Ibidem, L. VII, p. 269, nota 70.

[19].  David Brading ha sugerido a un Clavigero “ilustrado a la europea”. Véase David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla (1492–1867), Fondo de Cultura Económica, México, 2013, p. 498. Por su parte, la historiadora brasileña Domingues sugiere a un Clavigero enmarcado en una “Ilustración Criolla”. Véase Beatriz Helena Domingues, “Clavigero y la Ilustración. Consideraciones sobre América y los americanos desde la perspectiva del exilio” en Alfonso Alfaro Barreto, Iván Escamilla, Ana Carolina Ibarra y Arturo Reynoso Bolaños (Coords.), Francisco Xavier Clavigero. Un humanista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, pp. 280-281.

[20]Tarahumara es un exónimo dado por los españoles durante la época colonial, y empleado actualmente por los externos que visitan al grupo. Aquéllos se nombran a sí mismos rarámuri (si habitan la montaña) o rarómari (si habitan en la barranca). En adelante me referiré al grupo como tarahumara o tarahumaras, por ser el nombre con el que más se los conoce fuera de la Sierra Tarahumara, y por ser éste el nombre con el que ellos mismos se identifican frente a los externos.

[21].  Carta que puede verse en Luis González Rodríguez, Crónicas de la Sierra Tarahumara, Secretaría de Educación Pública, México, 1987, pp. 186–193.

[22].  Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Encuesta intercensal, 2015, http://www3.inegi.org.mx/sistemas/TabuladosBasicos/Default.aspx?c=27303&s=est  Consultado 14/ii/2017.

[23].  Lumholtz describió a los tarahumaras de finales del siglo xix como los corredores de más resistencia en el mundo, véase Carl Lumholtz, El México desconocido. Tomo i, Instituto Nacional Indigenista, México, 1981, p. 297; y, tanto en el siglo xx como más actualmente, los etnógrafos siguen refiriéndose a ellos como los corredores por excelencia (véanse Ángel Acuña Delgado, “Usos del cuerpo en la construcción de la persona rarámuri (Chihuahua, México)” en Gazeta de Antropología, Universidad de Granada, Granada, Nº 25/2, agosto de 2009, p. 341; y Wendell Clark Bennett y Robert Mowry Zingg, Los Tarahumaras. Una tribu del Norte de México, Instituto Nacional Indigenista, México, 1978.

[24].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua…, L. I, p. 9.

[25]Ibidem, L. II, p. 68.

[26]Ibidem, L. VII, p. 224

[27].  Pueden consultarse estas dos traducciones del original escrito en latín por este misionero originario de Praga, quien vivió en la Sierra Tarahumara entre 1681 y 1731. Véase Joseph Neumann, Historia de las Sublevaciones Indias en la Tarahumara, Universidad Carolina, Praga, 1994; o bien, la edición hecha en México: Joseph Neumann, Historia de las rebeliones en la Sierra Tarahumara (1626–1724), Editorial Camino, Chihuahua, 1991.

[28].  Véase Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero…, pp. 100–101.

[29].  Véase, por ejemplo, en Ángel Acuña Delgado, Etnología de la danza, Universidad de Granada, Granada, 2006; y en Abel Rodríguez López, Praxis religiosa, simbolismo e historia de los rarámuri del Alto Río Conchos, Abya–Yala, Quito, 2013.

[30].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua…, L. VII, p. 234.

[31]Ibidem, L. VII, p. 234, nota 26.

[32]Ibidem, L. VII, p. 247.

[33]Ibidem, L. X. “Primera disertación”, p. 430. Las cursivas son de Clavigero.

[34]Ibidem, L. X. “Sexta disertación”, pp. 556–557.

[35].  Pueden verse biografías de Tomás de Guadalajara en Luis González Rodríguez, Crónicas…, pp. 319–320; y en Abel Rodríguez López, Gramática Tarahumara, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Universidad Autónoma de Chihuahua/Instituto Chihuahuense de Cultura, México, 2010, pp. 65–81. En ambas biografías se hace un recuento de los escritos del padre Guadalaxara.

[36].  Luis González Rodríguez, Crónicas…, p. 319.

[37].  Francisco Xavier Clavigero a Lorenzo Hervás, Correspondencia, Biblioteca Apostólica Vaticana, Vat. lat. 9803, manuscrito fotocopiado y consultado en Archivo Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, Sección 6, fondo Manuel Ignacio Pérez Alonso (mipa), 515 folios completos.

[38].  Texto en el cual la oración del “Padre Nuestro” aparece escrita en 300 lenguas.

[39]39. Ibidem, f. 229r. Los subrayados corresponden al manuscrito original de Clavigero.

[40].  Como lo establece su biografía presentada por la Real Academia de la Historia, Lorenzo Hervás y Panduro. El Horcajo de Santiago (Cuenca), 2018, http://dbe.rah.es/biografias/11994/lorenzo-hervas-y-panduro Consultado/iii/2020.

[41].  Véase Leopoldo Valiñas Coalla, “Reflexiones en torno a las lenguas guazapar y tarahumara coloniales” en Anales de Antropología, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 36, 2002, pp. 249–282. También véase Otto Schumann, “Movimientos lingüísticos en el Norte de México” en Hers Marie–Areti, José Luis Mirafuentes, María de los Dolores Soto et al. (Eds.), Nómadas y sedentarios en el Norte de México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000, pp. 169–174.

[42].  Francisco Xavier Clavigero a Lorenzo Hervás, f. 207v.

[43]Idem.

[44]Idem.

[45]Ibidem, f. 208r.

[46].  Francisco Xavier Clavigero, “Prólogo” en Historia antigua…, p. xxi.

[47].  Juan Luis Sariego Rodríguez, El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra Tarahumara, Instituto Nacional Indigenista, México, 2002, p. 11.

[48].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua…, L. II, pp. 52–53, nota 15.

Claus y Lucas: narrar lo verdadero, sin sentimentalismos

José Miguel Tomasena[*]

 

Recepción: 18 de septiembre de 2020

 

Si es verdad que un buen libro debe ser “el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros” —como dice la frase célebre de Franz Kafka que circula recurrentemente en Facebook—, debo decir que el hacha que en los últimos años ha roto con más fuerza mi hielo interior es Claus y Lucas[1] de Agota Kristof.

Basta leer este párrafo en una de sus primeras páginas para constatarlo:

La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre.
Nosotros la llamamos abuela.
La gente la llama la Bruja.
Ella nos llama «hijos de perra». 

Quienes narran son los gemelos Claus y Lucas, que en medio de la Segunda Guerra Mundial han sido enviados a vivir a una aldea con su abuela, mientras su padre marcha al frente y su madre sobrevive en la ciudad asediada por las bombas. Lo que leemos es lo que han escrito los hermanos en un cuaderno en el que consignan lo que les pasa. La novela en la que cuentan estos hechos se llama El gran cuaderno.

Porque, en realidad, este libro es una recopilación de tres novelas de la misma autora que triunfaron en Europa en los años ochenta y noventa. Agota Kristof ganó por ellas varios premios literarios europeos importantes. Inexplicablemente, quedaron descatalogadas, hasta que la editorial española Libros del Asteroide las reeditó en 2019 en un solo volumen. Además de El gran cuaderno (1986), este volumen reúne La prueba (1988) y La tercera mentira (1992). Las tres tienen como protagonistas a los hermanos Claus y Lucas. Y las tres son excelentes; pero en esta reseña me centraré en la primera novela.

El encanto demoledor de El gran cuaderno viene del tono que tiene la voz de los niños, que narra desde un “nosotros” descarnado y objetivo. No se sabe en realidad dónde comienza y dónde termina la identidad de cada uno de los gemelos, parapetados detrás de este nosotros que al mismo tiempo esconde al responsable de muchas de las cosas que hacen; un nosotros que al final de El gran cuaderno se revela como un asunto decisivo.

Quizá Kristof pudo conseguir este tono infantil porque no escribía en su lengua materna. La autora, nacida en Hungría y forzada por la guerra a exiliarse en Suiza, escribió las novelas en francés, mientras trabajaba como obrera en una fábrica de relojes. En este sentido, hay algo extraño, des–centrado, des–naturalizado en su escritura que la emparienta con otros narradores y escritoras que han trabajado en una lengua extranjera, como Nabokov, Gombrowicz, Beckett o Junot Díaz.

En otro pasaje de su cuaderno Claus y Lucas escriben las reglas que rigen su labor:

Para decidir si algo está «bien» o «mal», tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.
Por ejemplo, está prohibido escribir «la abuela se parece a una bruja». Pero sí está permitido escribir: «la gente llama a la abuela “la Bruja”» […] Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.

Y así, esta voz narrativa —fiel a los hechos y libre de todo sentimentalismo— consigna en el gran cuaderno el hambre, los bombardeos, el saqueo de los ejércitos invasores, el asesinato, la prostitución, la corrupción eclesial. Pero también es capaz de narrar —sin sentimentalismos y con fidelidad a los hechos— lo opuesto: actos de solidaridad, de camaradería y de generosidad que nacen en las situaciones más desesperadas.

Los gemelos Claus y Lucas, orillados a vivir en el desamparo y la miseria que provoca la guerra, producen así su propio código moral. Un código moral que no sólo es acción —lo que hacen por sobrevivir y por proteger a los suyos—, sino discursivo: contar la verdad, en toda su concreción y objetividad posible, y rechazar los eufemismos, la ambigüedad, toda clase de sentimentalismo.

El resultado es una de las obras maestras de la literatura europea de la segunda mitad del siglo xx; una obra literaria que explora la moralidad de los seres humanos en las condiciones más crueles y las posibilidades de la literatura para seguir hachando —fiel a los hechos, sin sentimentalismos— el mar helado que llevamos dentro.

 

[*] Escritor, periodista y profesor universitario. Es autor de las novelas El rastro de los cuerpos, Grijalbo, México, 2019; La caída de Cobra, Tusquets, México, 2016, y ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?, Paraíso Perdido, México, 2018. www.jmtomasena.com

 

[1].    Agota Kristof, Claus y Lucas, Libros del Asteroide, Barcelona, 2019. Traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué.

 

Adolescentes en el cine mexicano actual

Luis García Orso, S.J.[*]

Recepción: 21 de octubre de 2020

 

Un cine que desea ser honesto se acerca a la realidad social y trata de mirarla con hondura, respeto, amor; porque en esa mirada quizás descubramos todos algo más de nuestra vida y de la respuesta que podemos ofrecer —como individuos y como grupos— para que nuestra convivencia sea más digna y justa. Una de esas realidades sociales que siempre hay que abordar es la de la infancia y la juventud, máxime cuando en América Latina es población mayoritaria. Los menores de edad en México representan el 32 por ciento de la población total; sin embargo, este sector permanece en situaciones de marginación y de falta de oportunidades en educación y crecimiento humano, y deriva en riesgos de frustración, delincuencia, violencia, pérdida de sentido. El cine actual trata de reflejarlo.

Este año, 2020, entre las mejores películas mexicanas —y que fueron seleccionadas para el máximo reconocimiento de nuestro cine, el Ariel— destacan aquéllas que tienen adolescentes como protagonistas de sus historias. Las reseñamos aquí brevemente por la importancia de la realidad que muestran y por su calidad cinematográfica. Las podemos hallar en las plataformas de cine en casa.

 

Esto no es Berlín[1]

El director mexicano Hari Sama (Ciudad de México, 1967) recuerda sus búsquedas a los 18 años de edad (en 1986) por ser él mismo, por probar su libertad, por descubrir otra realidad en medio de su posición social acomodada, por ir más allá de lo convencional. En aquel ambiente, mientras los papás intentan guardar una doble moral, la de las apariencias y la del prestigio, y creen tener autoridad sobre la familia, sus hijos e hijas se lanzan sin control a un mundo subterráneo y contracultural de drogas, alcohol, promiscuidad, experiencias sensoriales, música de rebeldía. “Dejen de copiar. Esto no es Berlín”, les cuestiona otro joven. Unos jóvenes se divierten y otros mueren de sida; el peso mexicano se devalúa y México presume su Mundial de fútbol de 1986. Los jovencitos van aprendiendo desde los límites entre la libertad y la muerte.

 

Ya no estoy aquí[2]

En medio de un país arrastrado por la violencia del sexenio de Calderón y el poder de los Zetas, los jóvenes de barrios populares en Monterrey buscan sobrevivir en bandas que les den identidad y pertenencia. Una de ellas, los Terkos, roza su mundo ideal con las cumbias colombianas “rebajadas”. Pero autoridades y narco todo lo invaden y destrozan. Ulises, el líder de los Terkos, huye a Nueva York para escapar de la muerte, sólo para probar otro desamparo en un valle de penas, en una lejanía triste, como la cumbia de Lisandro Meza. La belleza de la cinematografía de esta historia nos hace sentir de otra forma el desarraigo de los adolescentes, pero también su propia terquedad por ser ellos, extraños hasta en su propia tierra. Es la ganadora de la mayoría de los Arieles 2020. Realización contundente del joven cineasta Luis Fernando Frías de la Parra (Ciudad de México, 1985).

 

Chicuarotes[3]

A los habitantes de San Gregorio Atlapulco, Xochimilco, se les llama “chicuarotes”, como a un chile propio de esa tierra, que es duro, picante y aguantador. En un México de pobreza, de enormes desigualdades sociales y de falta de oportunidades para vivir, los más jóvenes, educados en la agresión y el machismo, sólo ven un presente en la delincuencia. Desde ahí, los dos protagonistas adolescentes, chicuarotes, tratan de salir de Atlapulco hacia otro mundo deseado pero igualmente corrupto y violento. Entonces, el desorden social y moral se traga sus vidas. Dirige Gael García Bernal (Guadalajara, 1978).

 

Cómprame un revólver[4]

Julio Hernández Cordón (Raleigh, N.C., 1975) ha filmado todas sus películas teniendo adolescentes como protagonistas. Su propia hija de nueve años lo es en ésta, su última película, en la cual se acerca al doloroso y no resuelto problema de la desaparición, violencia y asesinato de mujeres en México, narrado ahora desde la mirada de una niña, quizás para que el horror sea soportable. En la historia, su papá es un hombre abandonado a sí mismo, impotente, débil, esclavo de los poderosos. El narco es un monstruo que todo lo devora; los niños son una posible víctima o la imaginación de una vida diferente para sobrevivir en medio del desierto. Los comentaristas han anotado cómo esta película une a Huckleberry Finn con Mad Max, porque quizás sólo la imaginación de los niños puede salvarnos de la barbarie.

 

[*] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México, y miembro de SIGNIS (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

 

[1].    Hari Sama, Esto no es Berlín (película), Ale García, Hari Sama, Antonio Urdapilleta et al. (productores), Catatonia Films, México, 2019 (dvd, color, 115 min.).

[2].    Luis Fernando Frías de la Parra, Ya no estoy aquí (película), Gerardo Gatica, Alberto Muffelmann, Gerry Kim et al. (productores), Panorama Global/ppw Films, coproducción México–Estados Unidos, 2019 (dvd, color, 106 min.).

[3].    Gael García Bernal, Chicuarotes (película), Gael García Bernal y Marta Núñez Puerto (productores), La Corriente del Golfo/Pulse Films, México, 2019 (dvd, color, 96 min.).

[4].    Julio Hernández Cordón, Cómprame un revólver (película), Rafael Rey, María José Córdova, Julio Hernández Cordón et al. (productores), Woo Films/Burning Blue, México, 2018 (dvd, color, 84 min.).

 

“Lo tomó, dio gracias, lo partió y lo dio”: materia en trans–, una vía hacia la teología en Xavier Zubiri

Pedro Antonio Reyes Linares , S.J.[*]

 

Recepción: 11 de febrero de 2020
Aprobación: 14 de agosto de 2020

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio. “Lo tomó, dio gracias, lo partió y lo dio”:  materia en trans–, una vía hacia la teología en Xavier Zubiri. En el presente artículo pretendo recuperar la peculiar noción de “materia”, que Xavier Zubiri formuló en sus últimos trabajos filosóficos, recuperando sus propuestas anteriormente elaboradas en Sobre la esencia, el curso sobre la materia y los cursos sobre la persona que se editaron en El hombre y Dios, para someterla después a una profunda transformación a partir de la trilogía de Inteligencia sentiente, que pone de relieve el concepto de “actualidad” como una profundización del término “sustantividad”, fundamental en los primeros tratamientos. La pertinencia de esta profundización se nota en la elaboración teológica que Zubiri hace del sacramento de la eucaristía, modificando un trabajo anterior y resignificando el concepto de “trans–sustantivación” con el de “trans–actualización”. Este juego de conceptos apunta a un enriquecimiento de su noción de materia que le permite jugar como puente interdisciplinar para la filosofía de la humanidad, de la historia y la teología.

Palabras clave: Zubiri, materia, inteligencia, actualización, sustantividad, teología, eucaristía.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio. “He Took It, Gave Thanks, Broke It and Gave It”: Matter in Trans–, a Path Toward Theology in Xavier Zubiri. This article seeks to recover the peculiar notion of “matter” that Xavier Zuribi formulated in his final philosophical works, recovering the proposals that he previously worked out in On Essence, the course on matter and the courses on the person that were edited in Man and God, in order to then subject them to a profound transformation on the basis of the trilogy of Sentient Intelligence, which highlights the concept of “actuality” as a deepening of the term “substantivity,” fundamental in the first treatises. The relevance of this deepening can be seen in the theological elaboration that Zubiri undertakes of the sacrament of the Eucharist, modifying a previous work and resignifying the concept of “trans–substantiation” as “trans–actualization.” This play of concepts points toward an enrichment of his notion of matter, allowing it to serve as an interdisciplinary bridge for the philosophy of humanity, of history and of theology.

Key words: Zubiri, matter, intelligence, actualization, substantivity, theology, Eucharist.

 

Introducción

Hacia el final de la primera década del siglo xxi, el trabajo de edición de los cursos de Xavier Zubiri sufrió un viraje singular. Desde la muerte del filósofo vasco, varios de ellos ya habían sido editados bajo la perspectiva de Ignacio Ellacuría de facilitar la presentación del pensamiento del autor, eliminando lo que podrían parecer repeticiones o comentarios que tendiesen a interrumpir la lectura fluida de quienes se acercaran a los cursos (impartidos en sus más de 60 años de magisterio), y recuperando lo que pareciese conducir a las tesis fundamentales del autor. Sin embargo, una nueva generación de investigadores sugirió encontrar nuevas posibilidades de dar unidad y coherencia al pensamiento de Zubiri volviendo a los escritos originales que la Fundación Xavier Zubiri, en Madrid, cuidaba con celo. El archivo de Zubiri fue entonces destino de visitantes que volvían a los cursos ya editados para recuperar los textos originales (con las notas al margen del mismo Zubiri), que descifraban su difícil caligrafía y que revisaban cada una de las repeticiones en búsqueda de perspectivas todavía inéditas e inexploradas del pensamiento de este original filósofo. De este trabajo surgieron nuevas ediciones de obras como El hombre y Dios y de algunos cursos que el propio Zubiri había revisado, tal vez para una futura publicación, pero que habían quedado en un estadio todavía incompleto de revisión. Es en uno de ellos que quiero llamar la atención en este artículo: el curso sobre “El concepto de materia”, reeditado para el volumen Espacio, Tiempo, Materia, publicado en 2008 en una nueva edición por Alianza Editorial y la Fundación Xavier Zubiri.[1]

La novedad de esta edición del curso apunta a la recuperación de ciertos comentarios del autor vasco que permiten señalar su preocupación de que este curso se concibiera en unidad con todo su pensamiento antropológico. A lo largo del texto, en múltiples ocasiones se nota que su intención unificante del cosmos y la vida pretendía extenderse aun a la consideración de la materialidad en la humanidad y en sus procesos, aprovechando la potencia de su análisis de la inteligencia sentiente, que permitiría dar una vista más plena a su propuesta de un “materismo”[2] en el que también lo humano encontrara su lugar sin someterse a las reducciones injustas que los anteriores conceptos de materia le imponían, y en el que los dualismos habían sido reacción liberadora frente a la injusticia de esas reducciones. Sin embargo, este final del trabajo, anunciado en múltiples ocasiones a lo largo de las páginas, no encontró cumplimiento en el curso.[3]

Esto no obsta para que los comentarios nos señalen ya cuál es la dirección que el pensamiento del donostiarra ambicionaba y que modelaba también los análisis anteriores. Máxime que en otros escritos de Zubiri podemos encontrar los conceptos que nacen de estos análisis ya aplicándose a la realidad humana o permitiendo señalar su peculiaridad en la constitución de un cosmos unitario, pero que da cabida también a la diversidad de modos de realización material; inclusive a acoger momentos no materiales en la materialidad, como en el caso de la humanidad. En su fondo más profundo, la reflexión de Zubiri sobre la materia podía leerse como un intento de elaborar una sistematización plausible de la unidad cósmica que, lejos de reducir a la humanidad a una concepción físico–química o naturalista de la materia, permitiría expandirla y reconocerla como dimensión influyente en la constitución de la humanidad, pero en la cual ésta también tiene y ejerce un poder que la abre, la dinamiza y la deja mostrarse en una plenitud que ningún dinamismo meramente material podría darle. En el eje de esta unidad, y como fundamento de su posible apertura y dinamismo, Zubiri colocó en su curso el par sustantividad–actualidad, que le permitió desarrollar un concepto de materia que respondiera a las demandas de la diversidad que le exigían dar los mismos dinamismos elementales, moleculares, corpóreos, vivientes y humanos.

Pretendemos en este artículo dar cuenta de ese concepto y de la potencia del par sustantividad–actualidad en su núcleo como fuente de toda su riqueza. Creemos que este par conceptual planteado por Zubiri resulta muy importante para enfrentar una versión cientificista en la comprensión de los procesos cósmicos. Esta propuesta no pide renunciar al análisis de las diversas ciencias y a su método, sino situarlas en su medida justa y abrirlas a la interdisciplinariedad que les exige su objeto de estudio. Por otro lado, también creemos que este concepto nos permite incluir en esa interdisciplinariedad, aunque en otros niveles del diálogo la reflexión metafísica sobre la praxis humana misma e, inclusive, la constitución de una realidad intersubjetiva y transpersonal como la comunión personal, que encontraríamos a la base de la unidad última que se albergaría en la unidad cósmica, sin reducción a ésta, contraviniendo el pensamiento que estaría en la raíz de un historicismo de corto alcance y encerrado en su propio dinamismo, sin reconocimiento de la novedad y originalidad de la acción y la comunión personales. A partir de ahí pensamos que es posible relanzar una reflexión —que no intentaremos aquí— de lo que tal vez esté en el núcleo de la discusión entre el cristianismo y la filosofía: el hecho de la encarnación y su papel en la configuración de la unidad última en la que habríamos de entender, desde una perspectiva de fe, a la humanidad.

 

De las cualidades sensibles a la sustantividad. La materia en dinamismo

Empecemos con el concepto de “sustantividad”. El lugar donde Zubiri enraíza la construcción de este concepto es la discusión sobre el carácter de las cualidades sensibles. Este punto de partida pone a Zubiri en el quicio de la discusión fundamental entre el objetivismo y el empirismo que, en cualquiera de los dos extremos, hace imposible —desde el punto de vista del autor y de buena parte de los autores que han pensado fenomenológicamente el problema de la materia— un tratamiento adecuado de la materia, puesto que, o es convertida en una mera afección subjetiva, atómica, o se la considera como algo propio de las cosas mismas que se representa inmaterialmente en la inteligencia, exigiendo un puente entre ésta y las cosas reales que se vuelve imposible de formular. Para Zubiri, cualquiera de estas dos posiciones implica un compromiso con una teoría sobre el conocimiento y la realidad, que evita el penoso trabajo del análisis del modo como se nos dan las cosas materiales, es decir, la impresión. Al analizar esta última, Zubiri parece afiliarse a la tradición empirista; pero, fiel al análisis que plantea, rechaza la consideración atómica de la cualidad, pues ésta no provino del examen concreto de lo que es un color, un sonido o cualquier otra manera en que se nos está dando lo que sentimos. Afirma:

Si es una ingenuidad (y lo es efectivamente) admitir que las cualidades sensibles pertenecen a las cosas allende lo percibido, no es menos ingenuidad ahorrarse el explicar lo que es el color o el sonido al ser percibida la cosa, declarándolos simplemente subjetivos: es un subjetivismo ingenuo.[4]

Así, Zubiri propone el terreno donde se llevará adelante el análisis: la impresión en la cual queda la cosa misma sentida.

Para seguir ese camino debemos tomar la cualidad tal como se presenta en la impresión. Y ahí la cualidad misma exhibe una insuficiencia que remite a un doble sentido. Por un lado, remite a la misma impresión como su lugar concreto en tanto cualidad sensible. La impresión es el lugar donde la cualidad está; e ignorarlo, tomar la cualidad como si descansara en sí misma, es pasar por alto ese carácter de insuficiencia que la constituye en tanto percibida. Pero, por otro lado, la realidad de la cualidad está siendo reclamada en esa insuficiencia, de modo que la propia impresión queda lanzada, desde la cualidad, a un exceso, un más allá de la cualidad, que puede dar cuenta de lo que verdaderamente le permite estar dándose así, con esas cualidades, en la percepción. Es decir, desde cada una de sus cualidades, la impresión se extiende a dar cuenta del sistema que está dándolas a ser percibidas, a ser notadas: “Las cualidades son realidad en la percepción, son la realidad perceptiva de lo que cósmicamente excede de ellas”.[5] No se trata de dos realidades, sino de una misma realidad que está siendo sentida, a la vez, en dos modos: en el modo perceptivo y, desde éste, en el modo de fundamento de esa percepción. Estos dos modos son los que apuntan a dos preguntas diferentes respecto de la misma aprehensión; preguntas que no quedan desligadas, sino que remiten una a la otra, como lo fundado a lo que fundamenta, y viceversa: ¿qué estoy sintiendo?, es decir, ¿cómo se me está dando perceptivamente esta realidad? y ¿por qué la estoy sintiendo así?, ¿qué hay en esta realidad que puede percibirse de esta manera concreta? La unión de las dos preguntas se funda en la misma insuficiencia denunciada en la percepción y en la remisión inexorable a buscar dar cuenta de lo que, con suficiencia, soporta esas cualidades que se muestran insuficientes por sí mismas.

Este doble carácter en que se presentan las cosas en la impresión es lo que Zubiri ha expresado como carácter de “hacia” o “direccionalidad”, que es la pieza básica de todo su análisis sobre la inteligencia y la realidad. Esta direccionalidad es el modo concreto en que está dándose la remisión desde las cualidades que se perciben hacia la unidad que las sostiene: es esa unidad la que está dándose en impresión en esas cualidades. No es sólo que la unidad esté dando las cualidades, como si fueran efluvios o rayos de la propia unidad, sino que es la unidad misma la que está dándose en modo perceptivo. Estar en modo perceptivo no necesariamente implica la misma constitución que puede haber allende el modo perceptivo. En este último, las cualidades están dando la unidad en un cierto modo de estructuración, en tanto revelan configuraciones, matices, estructuras que pueden incluso variar en el curso mismo de la percepción, por no decir de un percipiente a otro.[6] Esta variación es lo que ha hecho llegar apresuradamente a conclusiones que descualifican a las cualidades como verdaderas propiedades de las cosas, de modo que la esencia se imagina descualificada, abstracta respecto de la impresión, y se vuelve un objeto imposible de alcanzar por la percepción sensible (de ahí las posiciones dualistas). Pero Zubiri quiere corregir este equívoco, pues el análisis no permite la descualificación de las cualidades, sino que pide, eso sí, que se las sitúe en la percepción: estar en la percepción no es menos que estar allende la percepción; es simplemente otro modo de darse las cosas,
de manera que la descripción deberá tomar en cuenta esos dos modos de estar, si es que quiere mantener su fidelidad. No habrá una descripción completa si no se da cuenta del estar dándose la cosa en la percepción y, a la vez, de lo que puede estar sosteniendo ese modo de darse en la percepción, aunque eso que sostiene no pueda darse sino allende la percepción, no en ella. Realidad implicará necesariamente estos dos modos: “Realidad no es sólo lo que es la cosa allende la percepción, sino también lo que es en ella”.[7]

Con este tipo de asertos nacidos de su análisis de la cosa misma en tanto percibida, Zubiri complejiza la noción de realidad y, por ende, lo que pueda comprenderse como su esencia. Esta última no puede ser únicamente un elemento abstracto de toda cualidad sensible, sino que las mismas cualidades sensibles están consideradas en la esencia como aquello que se encuentra en la percepción reclamando fundamento, no sólo en su contenido sino también en su propia manera de darse como “sólo en la percepción”. Estas cualidades sensibles ocuparán un lugar en la constitución de la realidad, de modo que es necesario distinguir “dos zonas de realidad: la realidad ‘en’ la percepción y la realidad ‘allende’ la percepción”,[8] y ambas zonas habrán de ser comprendidas en una descripción completa de la realidad de las cosas. Una debe llevar a la otra indefectiblemente mostrando la manera en la que puede constituirse la unidad de la cosa, a la vez en la percepción y allende la percepción. De esta manera, el conocimiento de lo real, que pretende la ciencia, no puede ser “ya sólo una explicación de lo percibido, sino una explicación de la realidad entera del cosmos: es la labor ingente de los conceptos, las leyes y las teorías científicas”.[9] Esta ciencia de lo real, lejos de cualquier reduccionismo, será el trabajo de comprender las cosas en su materialidad, en toda su complejidad, de manera que se dé cuenta plena de su unidad en y allende la percepción.

Es precisamente esta búsqueda la que, según Zubiri, necesita conceptos como “sistema” para poder formularse. El sistema da cuenta de lo que el análisis nos ha permitido considerar: una insuficiencia en las cualidades que revela, exigiéndola, una unidad que las sostiene para darse así, insuficientes para sostenerse en sí mismas y pudiendo solamente sostenerse así como se dan en la percepción. Esta unidad se está presentando precisamente en las cualidades sensibles como lo que les está dando lugar propio (en la impresión y allende la impresión) y suficiencia para estar ahí, en alguna forma de respectividad con todas las otras cualidades que pudiesen o no sentirse, pero que se coligen por la demanda de suficiencia como necesarias. Es en cada una de estas cualidades (o notas) en respectividad donde se está dando la cosa real en su estructuración como suficiencia, en su sustantividad, para sostenerse a sí misma y sostener su presentación en la percepción (su actuación “presentacional”, en términos de Zubiri).[10] Esta estructuración denunciará algunas de sus notas como fundadas en otras fundamentales; y ese discernimiento, que se va haciendo conforme se comprende la estructuración en cuanto se está dando a conocer, es lo que permite distinguir principios constitutivos que determinan el modo concreto de darse de todas las demás notas.

 

El par sustantividad–actualidad. La materia en vía de plenificación dinámica

Lo interesante es que estos principios constitutivos no pueden considerarse al margen de la complejidad propuesta, según la cual la sustantividad ha de sostener, al mismo tiempo, el modo de darse la cosa en sí misma y el modo en que está dándose en impresión. Una nueva cualidad en la impresión pedirá también que la sustantividad deba darse de una manera más rica para poder sostener la novedad, con lo que la cosa misma estará evidenciando un estado de estructuración distinto que toma en cuenta esa riqueza. Si en la impresión se hace posible ver lo que antes no se veía, la cosa misma habrá de estructurarse de tal manera que se pueda sostener en ella lo que ahora se ve, pero también el fundamento que soporta la ceguera anterior con suficiencia. Es decir, no será válido dar por entendido que ya estaba ahí lo que ahora se mira con tanta claridad, y sostener que era nuestra sensibilidad (o nuestros instrumentos) la atrofiada, sino que también deberá entrar en nuestra consideración la posibilidad de una verdadera novedad que pudiese venir por un despliegue y desarrollo de las potencias ya presentes en la sustantividad o, también, de una auténtica innovación que, apoyada en esa sustantividad, ha dado como resultado una cosa nueva, un nuevo sistema, una nueva sustantividad, una trans–sustantivación.

No perdamos de vista, sin embargo, que la posibilidad de esta trans–sustantivación ha implicado también el lugar, el “aquí” propio en que está dándose. Si hay algo nuevo mostrándose en la impresión, esa novedad exige reexaminar nuestro ejercicio de estructuración de la sustantividad para que pueda efectivamente sostener esa novedad. No se trata sólo de una novedad en la facultad que recibe la impresión; pues, de ser así, la novedad no tendría ningún valor en la realidad de la cosa, sino únicamente en la curación de nuestra facultad visiva. Pero en el planteamiento de Zubiri no es así. Puede ser que la novedad sí nos exija una mejor atención a lo que ya estaba, aunque no–visto, en la cosa misma; pero también —y habrá que investigar esa posibilidad— es igualmente válido pensar que ese “ver” es una actividad que apunta a una novedad en la cosa, que esta actividad es principio en su sustantividad, y entra en respectividad con otros principios sistémicos en ella, tomando el papel de fundamento de una nueva manera de sostener con suficiencia toda su sustantividad: la nueva sustantividad que el “ver” ha inaugurado en ella.

De este modo, tenemos que reconocer otra condición en el fundamento de la sustantividad que no puede darse por supuesto en ella. Es la condición de “actualidad”, señalada por Zubiri con la expresión “estar–en”, la cual, aunque no la habíamos explicitado, ha permanecido presente en nuestra consideración desde el principio, cuando nos referíamos a la unidad y a la diferencia del estar en la impresión y el estar allende la impresión. De acuerdo con nuestro autor, este “estar–en” implica “una especie de presencialidad física de este algo”; pero de inmediato aclara que no es la presencialidad lo que formalmente es la actualidad, sino que la presencia es una consecuencia de ella. La actualidad es “estar por ser real”, estar dando de sí lo que constituye sustantivamente en respectividad a lo que también esté dando de sí, antes de cualquier actuación de uno sobre el otro, como condición primordial, por ser real. No implica con esto un cambio en la cosa, aunque todo cambio está fundado en ella; pero es un verdadero devenir en tanto “estar” es estar dando de sí en apertura y respectividad; estarse constituyendo y estar constituyendo esa respectividad en su propio modo de sustantividad.

La consideración de este carácter de actualidad permite a Zubiri concebir la sustantividad no como procesos encerrados en su propia suficiencia, sino abiertos a constitución dinámica en sí mismos y en otros, reconstituyendo unidades más complejas y ricas en sustantividad por trans–sustantivación. Esta reconstitución no necesariamente implica la pérdida de propiedades, sino su resignificación en la nueva configuración de la unidad, de modo que las unidades mayores no abrogan a las menores, sino que se constituyen como una nueva manera en que están o pueden estar. Esa unidad mayor no encontrará su fundamento en lo mismo que lo encontraba la unidad menor, sino que denunciará (como ya vimos en las cualidades sensibles) un fundamento que pueda dar cuenta de su dinamismo sustantivo mayor y de la participación de todos los menores en éste. En virtud del concepto de actualidad, unido al de sistema, sustantividad y estructura, Zubiri se ha dotado de un poderoso aparato para poder considerar los sistemas complejos en los que se estructura la materialidad, desde los procesos de las partículas elementales hasta los laberintos de la evolución de la vida y la conformación de la biósfera e, incluso, la formación de la comunidad histórica. Ignacio Ellacuría fue pionero en la valoración de este entramado conceptual;[11] y varias obras de Zubiri, desde Sobre la esencia hasta la trilogía de Inteligencia sentiente, pasando por los cursos de Estructura dinámica de la realidad y Sobre el espacio, dieron cuenta de la importancia que les concedió su autor.

 

La persona en materia

Sin embargo, a pesar de las muchas indicaciones del interés de Zubiri por introducir el problema del hombre en aquel curso acerca de la materia, las últimas lecciones recogidas dejan evidencia de que el profesor vasco no llegó a plantearlo ampliamente. Es verdad que todo lo que hemos comentado respecto de la materia corresponde a lo que está comprendiendo una “inteligencia sentiente”, e incluso el mismo Zubiri lo indica cuando analiza la percepción;[12] no obstante, no precisa cómo se constituye la persona humana desde la materialidad, como sí lo hace en el caso de los otros vivientes. Y si afirma que la vida resulta en una novedad en el orden material —“Materia viva y materia física son cada una un positivo modo de ser”,[13] y no una propiedad sobreañadida a la materia—, no nos presenta cómo somos nosotros también materia viviente y en qué radica la peculiaridad de ser “materia viva humana” respecto de los demás vivientes. Esto es lo que nos proponemos investigar.

Empecemos con el estilo de trans–sustantivación en que consiste la vida. Apéndices recuperados de aquel curso acerca de la materia indican que la materia viva está, a diferencia de la materia física, en actividad. Este “estar” es el modo propio de actualidad del viviente, que funciona como principio básico de su sustantividad: todo lo que éste vive lo integra en su actividad; todo está ahora en actividad, pues aquél queda orientado intrínsecamente a ésta. La trans–sustantivación que implica la vida lleva consigo, a su vez, una trans–actualización: todo lo que constituye la sustantividad del viviente, lo constituye porque ha sido actualizado en–actividad, como un estar–en–actividad. Eso nos permite comprender la vida como un principio de la sustantividad, precisamente porque trans–actualiza y reclama una sustantividad que soporte esa nueva actualidad: “actualizar es lo propio de un principio”, aclara Zubiri.

Esta trans–actualización en vida, en la actividad de la vida, se da de acuerdo con la índole propia de cada uno de los vivientes, que Zubiri llama “habitud”.[14] La habitud implica también una trans–actualización, en tanto lo que constituye al viviente no conforma la vida del viviente en general, sino la de éste en particular. Qué tanto pueda afectarle el medio donde vive, qué le resulta estimulante y cómo está expresándose esa estimulación, qué puede desestructurar su vida hasta el punto de la destrucción o de llevarla solamente al riesgo de destrucción; todo ello está marcado en el modo peculiar de actualidad que la habitud implica. En los vivientes sensibles —que es lo propio de la vida animal, según Zubiri— la materia misma queda constituida en materia sentiente. El principio de actualidad que rige en esta sustantividad la constituye en patentizadora de lo que está estimulándola; y es la unidad de estos dos aspectos lo que conforma dinámicamente su materia en materia en impresión. Su modo de ser materia en actividad es expresar impresionadamente la orientación de su actividad. En el modo que Zubiri describe como “estimúlico”, ésta queda orientada en una clase específica de impresión. El modo en que se da la impresión marca un ámbito expresivo limitado por un patrón genéticamente establecido. Lo que puede presentarse en la impresión está originariamente, por transmisión genética, enclasado de acuerdo con el mapa preciso de una actividad bajo el régimen de la especie. Toda su actividad es modulada por este principio de actualidad que exige una sustantividad acorde a su límite específico. La trans–actualización se da constituyendo una materia viviente–sentiente bajo régimen estricto de la constitución filética de la especie. Ese régimen puede dar lugar a diferentes grados de independencia entre la percepción y las situaciones en las cuales se inscribe, lo que concede variedad y riqueza enormes a la vida animal; pero Zubiri defiende —a partir de sus conocimientos de los estudios sobre el comportamiento animal— que, “a pesar de su variabilidad, la vida animal es fundamentalmente una vida rígida; su variabilidad es esencialmente ‘plasticidad’ y accionalmente ‘elasticidad’”.[15]

Pero ¿podría darnos esto un indicio de cómo pensar a la persona humana en esta misma línea de pensamiento sobre el dinamismo material? No podemos negar que somos materia viviente y sentiente, como ya expusimos acerca de los animales; pero el análisis que originalmente realizamos de las cualidades sensibles —y la captación de su “insuficiencia” en la percepción que nos reclama pensarlas en diversas zonas de realidad— no sería posible si la impresión solamente diera para la orientación rígida propia de la especie. Todo lo que cae en esa orientación rígida inmanentiza la impresión, de modo que el estímulo queda como un motivo de acción, incluido en la acción misma que se desarrolla extendiéndose en él, explotando todas sus virtualidades en la impresión, constituyendo al viviente en una más o menos rica plasticidad respecto de su situación. Lo que no se da, según el análisis de Zubiri que seguimos, es que el estímulo, la cualidad sentida, denuncie en su aparecer algo “propio” que lo funda, que está dándose en la impresión como tal estímulo o cualidad, pero que no está en la impresión, sino que descansa en sí mismo (aunque la estructura de ese descanso pueda ser tan compleja como el mismo cosmos). Ahí, el principio de actualidad de esta realidad que puede ser así impresionada, el que trans–actualiza en la impresión, exige estar no meramente en actividad, sino en activa receptividad de algo otro que se me da, según las expresiones canonizadas por el análisis zubiriano, “en propio” o “de suyo” cuando se me presenta en esta o aquella cualidad en mi impresión. Es lo que constituye la impresión de realidad.

Este principio de actualidad nos exige considerar que aquí la materia no es meramente viviente y sentiente, sino que es materia sintiendo lo propio de las cosas en cada una de las notas que siente. Es decir, una materia que siente la realidad en cuanto tal, una materia inteligente. Este modo de la materialidad implica una receptividad de lo otro de las cosas en su sentido pleno. Su sustantividad queda exigida por esa trans–actualización en receptividad de lo real en su sentido pleno de dar de sí cabida a esa alteridad, teniendo que hacerse a ella, constituir su propia sustantividad en esa actualidad que es la de receptividad plena de lo propio de lo otro, y no meramente de lo que ya está marcado en algún patrón genético (o en sus habitualidades adquiridas). Al estar en esa plenitud de receptividad, la materia no puede darse por ya hecha, sino que está siempre haciéndose en la alteridad que la impresiona, haciéndose para recibirla con toda su plenitud conforme eso propio de lo otro se va dando. Es en esa receptividad dinámica donde se encontraría el principio de actualidad de la realidad humana y personal. Estamos, por esta trans–actualización, en una trans–sustantivación de una realidad material; cada realidad humana, que se encuentra en vías de ser persona, está constitutivamente prometida y exigida de ser persona.

Lo anterior nos lleva a otra peculiaridad de este dinamismo ligado al principio de receptividad plena de lo real en cuanto tal. Tiene que ver con la prisa con la cual consideramos estas expresiones como “la materia no puede darse por ya hecha”, pues debemos recordar que el principio de trans–actualidad, involucra que lo otro está dándose en el entramado dinámico que implica el prefijo “trans–” y que da razón del uso del gerundio cuando decíamos “siempre haciéndose en la alteridad”. La alteridad no llega en pureza, sino precisamente en el dinamismo material de la trans–actualización, es decir, en respectividad con todo lo ya sentido, y estructurado de algún modo en la impresión,[16] donde exige ser reconocida en su novedad. Es cierto que algo ya ha cambiado; pero esta novedad ha de ser tomada de ese entramado, resaltada en él, atendida, para que no quede sumergida en una estructura rígida que le da sin duda un espacio, aunque injusto, en lo que toca a su novedad. No necesitamos decir que, salvo contadas ocasiones, la mayor parte de las cosas que nos impresionan tienen esta suerte, y algunas quedarán así por mucho tiempo o por todo lo que dure nuestra propia vida. Pero también es cierto que esto no obsta para que se pueda reconocer —y ejercitarse en reconocer— la novedad de lo que impresiona, pues la condición está dada en la misma constitución de la materia sentiente e inteligente que somos, modelando la vida para que la trans–actualización en la que nos pone esa novedad pueda orientar nuestras acciones y vivirse con la máxima plenitud que nos va haciendo posibles. No otro es el esfuerzo que planteó desde sus inicios la fenomenología;[17] pero este esfuerzo nos revela una segunda novedad implicada en la trans–actualización: la realidad personal debe conceder dar acogida a la novedad que la impresiona, haciéndose ella misma nueva, pues convierte su acción libre —acoger en su modo propio como lo hace posible— en principio de actualidad para su propia realidad y para todas las realidades que fundan la impresión así como se está dando: como impresión de su propia realidad y del mundo en trance de darse en otro modo, en trance de novedad. Me parece que en este trance puede comprenderse la afirmación de Zubiri de que la persona humana no es una respectividad meramente cósmica, sino “transcósmica”.[18] La descripción de esta transcosmicidad, que hemos intentado aquí, nos permite ver la articulación precisa de la persona en cosmos, que Zubiri no concluyó en el curso.

Hay en este trance dos principios de sustantividad que se presentan irreductiblemente: el principio del mundo que se mundifica y el principio de la persona que se personifica. No es solamente la resolución de una situación que probaría la capacidad que tiene un viviente de integrar la situación en su esquema sentiente específico. La persona debe dar de sí una forma propia para acoger el mundo que se le da así (en impresión de lo que siente), y esa forma aparece como una creación libre: el mundo habrá de probarse como suficiente para poder sostener no sólo lo sentido, sino también la forma creada por la persona para acogerlo e, incluso, a la persona como principio de libre creación. De esta última, sin embargo, el mundo no puede dar cuenta suficiente; y así la persona puede conocerse como principio de sí misma, aunque también puede conocerse al realizarse desde su principio propio, como deudora en muchos aspectos de su realización. Este conocimiento de la persona, en su peculiar manera de ser principio, convierte la pura receptividad en responsabilidad y responsorialidad: la persona vive sus propias acciones como fundadas en su realidad como principio básico de su sustantividad; las vive como respuesta a lo que recibe en impresión y que le está dando al mundo como dinamismo fundante en la impresión. La persona se constituye en la misión de estar siendo, en cada impresión, más persona en el mundo, creando formas de habitarlo que hagan de él más realidad fundante para que las personas sean más personas.

 

Tomó, dio gracias, lo partió y lo dio

Esta última parte que he descrito no aparece ya en el curso acerca de la materia (aunque puede seguirse en el conjunto de la obra zubiriana, especialmente en Inteligencia sentiente y Estructura dinámica de la realidad); sin embargo, es posible conectarla también —y encontrar en ella una buena manera de presentarla— con la exposición que hace Zubiri sobre la religación y la tensión teologal en El hombre y Dios y en otros escritos sobre problemas teológicos. De modo que hay razones para detenerse en la descripción del dinamismo humano personal en la materia, ya que también puede extenderse para dar cuenta de una de las apuestas más ambiciosas del proyecto zubiriano: describir el modo como Dios está presente en la materia (o la materia en Dios, como principio trans–actualizante) y el modo peculiar en que esto queda realizado en la encarnación de Jesucristo. De esta manera, la exposición del “materismo” zubiriano[19] podría ofrecer también un terreno fértil para establecer un diálogo fecundo entre esta teoría de la realidad y la teología, que parecería faltar en tiempos donde el problema teológico aparenta ser arrinconado en los dominios de lo cultural, de lo sentimental y de la interpretación.

Para esta parte tomaré como motivo el último escrito que Zubiri elaboró y presentó en la Universidad de Deusto, en la lección inaugural de 1981–1982, cuando se le otorgó el doctorado honoris causa: “Reflexiones teológicas sobre la eucaristía”.[20] Este texto resulta interesante, en conexión con el curso acerca de la materia, porque en él aparecen de nuevo, y en un modo muy central para la argumentación, los dos términos clave que hemos seguido en nuestra presentación anterior, trans–sustantivación y trans–actualización, ahora referidos a la acción de Cristo.[21] Sin embargo, Zubiri describe esta acción sólo a partir de uno de los cuatro verbos, “tomar”, que la liturgia nos ha dejado para conmemorar este momento. Me parece importante ampliar este análisis de la acción de Cristo desde los cuatro verbos, con el fin de describir el modo en que Dios está presente en la materia; no sólo en la persona del Verbo encarnado, sino también como presencia trinitaria. Por eso no seguiré todo el análisis de Zubiri en este artículo, sino sólo aquello que me permite dar cuenta de esa actualidad de Dios en la materia.

Tomó. Jesús toma el pan. Este pan es ya una realidad trans–actualizada, que queda en función de la vida de los comensales: es alimento. Zubiri lo presenta así, siguiendo a Buenaventura y contra Tomás, pero no da cuenta suficiente de la trans–actualización que ya implica el ser alimento. El pan que está tomando Jesús es principio de actualidad de una comunidad que ha comido y trabajado ese pan. Jesús, para tomar el pan, lo recibe de esa comunidad que se actualiza en él. La comunidad ha trans–actualizado tanto el pan como el mundo que lo sostiene para ser ese pan, para convertirlo en alimento disponible para cualquiera que pueda tomarlo. Para ello, la comunidad actualiza, en su misma acción de dar el pan, su propia recepción del mundo que brinda sostén a ese pan que da. Así hace presente su receptividad y también la novedad que se le está dando en el pan–alimento que está haciendo posible. Por ambos lados, las personas humanas se constituyen en su esencia de receptividad, precisamente recibiendo lo que ellas no son, dándose un modo en que puedan recibirlo.

Este doble modo expresa lo que Zubiri ha tematizado como religación, constitutiva en la realidad personal. La religación está dando a las personas poder de ser tales, instándolas a encontrar el modo propio en que puedan dar de sí en la concreción de las cosas que constituyen el mundo. En la religación está actualizándose el fundamento del poder de trans–actualización que ha trans–sustantivado el mundo para dar el pan–alimento y ha trans–sustantivado a las personas de modo que se realicen como necesitadas, deseosas y satisfechas con el gozo de ese pan. En ese modo de estarse dando al mismo tiempo la realidad del pan y de las personas se funda la petición “danos el pan de cada día” que, Zubiri recuerda, es el pan del sustento material. Esta petición actualiza en el pan a las personas que se reciben trascendidas por una alteridad que les permite recibir y recibirse así en el pan: ellas se actualizan como pudiendo ser principio de su propia personificación, tomando el pan o pidiéndolo si no lo tienen; y el mundo se trans–actualiza como sistema de respectividad en donde las personas se hacen capaces de dar a otras lo que necesitan para su sustento. El pan–alimento revela así, en la receptividad constitutiva de las personas, una remisión hacia una alteridad que es fuente, al mismo tiempo, de la propia persona que toma el pan y de lo que constituye al mundo como fuente de posibilidades para una personificación que implica tomar el pan, a la vez, materia física, materia viviente, materia personal y comunitaria, que recoge de las anteriores y se entrega en trabajo para dar el pan.

Esta realidad fontanal, que es principio de trans–actualización y trans–sustantivación de las personas y del mundo, no es meramente trascendente, sino “transcendificante”, como expone Zubiri: “religados al poder de lo real de las cosas, Dios nos arrastra en ellas hacia Él justamente al ir a las cosas y al estar en las cosas mismas. Por ser transcendente en las cosas, Dios me hace transcender; es, si se me permite la expresión, ‘transcendificante’”.[22] En esa transcendificación, en la trans–actualización en las personas y del mundo para éstas, es donde se actualiza la realidad fontanal de Dios, tomando como principio de actualidad la realidad que las afecta, las arrastra sentientemente a su realización más plena; es decir, Dios se está actualizando en la realidad material en cuanto la materia queda trans–actualizada en el ámbito de su poder de dar cada vez una más plena personificación. Persona, comunidades personales y mundo están así, cada uno en su propio modo, viniendo a realizarse en el poder de esta alteridad, que es principio fontanal de personificación, que está haciendo posible que en el mundo se den personas.

Dio gracias. Este segundo verbo profundiza la experiencia que comenzamos a describir en el “tomar”. Si el tomar el pan–alimento ya nos remite a una alteridad a la que se le puede pedir, también nos remite a la acción de esa alteridad que nos lo ha dado. El pan que podemos tomar es manifestación de su don, que atraviesa nuestra propia realidad como principio de personificación y la realidad del mundo historizado también como fuente de posibilidades para esa personificación. En el mundo historizado, el don se expresa especialmente en las personas que han dado el pan, que lo han tomado como principio de actualidad para su propia personificación a favor de sí mismas y de otros. Por eso, en buen discernimiento de lo que está dándose en esa actualidad, a tomar el pan le seguiría dar gracias. Se da gracias uniendo en esa acción a cada una de las realidades con la fuente y actualizando a la fuente primigenia del don como principio de comunicación en todas ellas, que las constituye en comunión. Esta comunión es una trans–actualización de todas esas realidades bajo un nuevo principio de sustantividad: todas están realizando el don en su suficiencia última, absoluta. De esta manera, el don está pidiendo ser recibido en ellas como verdadero principio de comunión; está pidiendo actualizar cada una de las cosas reales, cada una de las personas que constituyen el mundo como viniendo del don y dándolo.

Cuando Jesús da gracias al tomar el pan da cuenta del don que se le está dando en el modo concreto en que se le está dando. No es solamente lo que del don está en impresión, sino que aquello en impresión anuncia el don que sostiene a ésta. La alteridad se nos hace presente en el don, en tanto se nos va entregando, anunciando la plenitud todavía por darse, por venir de esa misma alteridad como última suficiencia, fuente absoluta del don que atraviesa dándoseme en la realidad. Podemos pensar aquí que esa realidad quizá no sea del todo material. Zubiri no lo niega y nosotros tampoco; pero no cabe duda de que también la materialidad, que está a la base de la impresión, es el modo en que esa alteridad se nos hace presente sentientemente. Es su actuación “presentacional” en la misma materia, denunciando insuficiencia de un modo eminente, en tanto que en esa presentación contingente se está dando un vestigio de lo absoluto, todavía por venir a dar más hasta plenificar la realidad. Esa fuente absoluta del don que plenifica a la persona y al mundo como hogar de personas es lo que llamamos, en grado excelso, “bondad”, “bondad absoluta”. Al dar gracias, Jesús da testimonio de esa alteridad que siempre está dando más, que es principio ya activo de todo don; está ya dándose y consiste precisamente en dar siempre más. Él mismo, en su propia realidad material necesitada de alimento, cuando toma el pan, está recibiéndose como beneficiado por ese don. Por eso se le impone, con la fuerza de la verdad, la gratitud. Podría rehusarse a dar asentimiento a esa verdad; pero se negaría la posibilidad de trans–actualizarse en beneficio (es decir, en algo que hace bien) y quedaría constreñido en los límites que su realización pudiera darle, sin reconocimiento de esa alteridad que es fuente de toda bondad.

Lo partió. En el ámbito de ese don, Jesús parte el pan que ha tomado. Su acción hace presente, en la actualidad del pan, el carácter divisible de la materialidad. En su insuficiencia, las cualidades sensibles nos han actualizado la unidad “allende” que las funda como momentos múltiples suyos. Esa unidad es la que está tomando cuerpo en la multiplicidad de las notas, las incorpora en su propia realidad unitaria; y cada una de ellas, o las configuraciones de ellas, se actualizan como partes de esa unidad. Zubiri reconoce ahí una forma de actualidad que llama “somática”. El “soma” es la actualización de la unidad de la cosa en sus partes, físicas o procesos, acciones, etcétera. Fundada en esa actualidad somática, la partición del pan–alimento no implica la pérdida de su unidad, sino, por el contrario, hace posible que “extienda” su actualidad como alimento. Una migaja de pan podría parecer insignificante para un ser humano; pero no por ello deja de actualizar la posibilidad de ser alimento si se dan las condiciones en su sustantividad para sostener esa actualidad: una de ellas es la necesidad, el hambre de un viviente. Como hemos dicho antes, esa sustantividad no sostiene al pan solamente como una cosa física, sino en su actualidad como alimento y, por tanto, todo el entramado físico y humano, en la fuente del don.

De manera que, cuando Jesús parte el pan, no solamente toma el pan–alimento, sino que actualiza en él esa unidad que lo sostiene tan pronto se extiende para alcanzar, con sus partes, a quienes lo necesitan. Es la expresión del estado en que Jesús se encuentra al momento de partir el pan, como dice Zubiri, el “estado de su pasión y muerte”,[23] donde reconoce la grave situación de necesidad a la que urge dar una forma de remedio. Partirlo es una acción libre de Jesús que responde a esa urgencia; le da al pan–alimento una forma concreta, personal, para actualizarse en el mundo como principio de comunión entre quien lo parte y quien lo necesita. Zubiri se refiere a esa comunión como “banquete”,[24] donde quien parte el pan se actualiza en su cuerpo como principio posibilitante de esa comunión. El banquete es la propuesta con la cual Jesús responde libremente a la situación de pasión y muerte que enfrenta. Trans–actualiza la situación de pasión y muerte en situación de banquete; y para ello toma formalmente el pan como principio de actualización de su propia persona, como principio posibilitante de comunión: al partir él este pan, su propia persona se hace presente como fundamento para este banquete. Jesús “modaliza”[25] su principio de actualidad, se trans–actualiza incluyendo al pan partido en su soma, pues expresa en él su propia realidad personal como un cuerpo que se ofrece como invitación a un banquete. El banquete es un modo concreto en que las cosas se orientan materialmente para sanar el hambre de los necesitados.

Lo dio diciendo… En esta concreción de la acción, Jesús se realiza en asentimiento libre con la fuente de bondad, co–actualizando el beneficio para las personas en su propio cuerpo y en el pan. Se actualiza así la unidad formal de Jesús, en su libre entrega, con la entrega libre en que consiste la realidad fontanal. En el don se actualizan en unidad la realidad libre de Jesús y la libre y absoluta realidad fontanal. Están unidas en el mismo principio de bondad, al modo de una realidad material, la de Jesús, y una realidad fundante, la de Dios. El grado de perfección suprema en esta unión es objeto de confesión de fe; pero la unión de la realidad humana y la divina en la bondad es una oportunidad para pensar la gracia vivida humanamente. En la acción de Jesús se actualiza un modo personal de estar en un mundo que le da “así” el pan, actualizado en situación de pasión y muerte, es decir, en violenta resistencia a que el hambre sea saciada y a que el beneficio que Jesús ofrece llegue a su cumplimiento. La acción libre de Jesús crea, en esa situación de violencia, una posibilidad de recibir su acción como ese principio favorable para la vida de otros, de la persona que decide apoyar su propia realización en esa acción libre y, así, realizarse en seguimiento de esa acción libre. Esta segunda realización en la posibilidad abierta por Jesús pide una creación libre de un modo de ser seguidor que va más allá de la pura receptividad del beneficio, pero que se funda en ella. Por la acción libre de Jesús, la realidad material, viviente, personal, histórica, se realiza en seguimiento del don, es decir, de la realidad fontanal.

La transcendificación que actualiza la realidad de Dios como dador de vida se actualiza ahora también como orientación del don de esa realidad encarnada en Jesús y en sus seguidores; como respuesta y remedio de la necesidad de otras personas a lo largo de la historia. Es la trans–actualización de la realidad comunitaria humana en ecclesia, unidad de actualidad en donde cada persona queda trans–actualizada como soma de Jesús, como cuerpo en que Jesús está extendiendo la salvación que se actualiza en el pan que se da y se comparte en seguimiento suyo. Es la “incorporación al cuerpo de Cristo” que realiza la razón formal de la eucaristía, donde toda la materia queda orientada a transcenderse (trans–actualizarse en esa unidad de actualidad dando así principio a la trans–sustantivación) para que pueda gobernar en ella un principio responsorial a la necesidad de las personas. Este principio ha de realizarse libremente por cada persona, creando ellas su modo propio de alcanzar la vida de aquellas personas a quienes beneficia. La vida eclesial se enriquece y la transcendificación se actualiza como un proceso que da a la historia y al mundo, también en su materialidad, su orientación última, es decir, su destino propio y final. La realidad fontanal se nos actualiza así como el Señor de la Historia, en quien, por su acción libre, le ha dado espacio de manifestación en su propio cuerpo realizándose materialmente en el mundo. Es el modo concreto del amor mutuo entre las personas el que, como dice San Juan, constituye el único modo en que podemos, en nuestra humanidad, conocer a Dios.[26]

 

Fuentes documentales

Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2019.

Zubiri, Xavier, El hombre y Dios. Nueva edición, Alianza, Madrid, 2012.

——   Espacio, Tiempo, Materia. Segunda edición, Alianza, Madrid, 2008.

——  Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid, 2006.

——  “Reflexiones teológicas sobre la Eucaristía” en Estudios eclesiásticos: Revista de investigación e información teológica y canónica, Universidad de Deusto, Bilbao, vol. 56, Nº 216–217, 1981, pp. 41–59.

 

[*] Doctor en Filosofía por la Universidad de Comillas. Profesor del ITESO. parl@iteso.mx

 

[1].    La edición anterior había sido preparada por Antonio Ferraz en 1996.

[2].    Xavier Zubiri, Espacio, Tiempo, Materia. Segunda edición, Alianza, Madrid, 2008, p. 424.

[3].    El mismo editor de la nueva edición lo señala en la nota 38, p. 438, en referencia al comentario con el cual Zubiri cerraba el párrafo: “El hombre posee, pues, una estricta sustantividad. De ello y de su articulación más precisa con el cosmos nos ocuparemos después más detenidamente”.

[4].    Ibidem, p. 339.

[5].    Ibidem, p. 345.

[6].    Ibidem, pp. 337–338.

[7].    Ibidem, p. 340.

[8].    Idem.

[9].    Ibidem, p. 345.

[10]Ibidem, p. 338.

[11].  Por ejemplo, su inacabada —pues lo asesinaron en 1989 antes de poder terminarla— Filosofía de la realidad histórica (Ignacio Ellacuría, Filosofía de la realidad histórica, Madrid, Trotta, 1991) y los artículos que publicó anteriormente sobre estos temas y que preparaban esta magna obra; entre ellos, especialmente, “La idea de la estructura en la filosofía de Zubiri”, publicada en Realitas I. Trabajos 1972–1973. Seminario de Xavier Zubiri, Sociedad de Estudios y Publicaciones/Editorial Moneda y Crédito, Madrid, 1974, pp. 71–139.

[12].  Xavier Zubiri, Espacio…, pp. 330–335.

[13]Ibidem, p. 558.

[14]Ibidem, p. 571.

[15]Ibidem, p. 598.

[16].  Esto es lo que Zubiri llama “instalación”; véase Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid, 2006, p. 15. Aun cuando primariamente sea instalación en la realidad, ésta se nos da ya actualizada en diversos modos de estar en ella, cargados con su propio peso, y presiona, como marco, a toda novedad en la impresión, y puede implicar ya no la instalación de la persona, sino su obturación. Sobre esta dualidad de instalación y obturación se juega el problema del poder, como he analizado en un trabajo anterior. Véase Pedro Antonio Reyes Linares, La Realidad del Poder, tesis de Maestría en Filosofía Social, iteso, Tlaquepaque, 2005. Puede consultarse en https://www.academia.edu/28253343/La_Realidad_del_Poder-Tesis

[17].  Por eso me parece que es un error considerar a Zubiri solamente como un crítico de la fenomenología, y no como una manera de continuar esa intención primera. He intentado demostrarlo en la primera parte de mi tesis doctoral inédita. Véase Pedro Antonio Reyes Linares, Sobre la Disyunción. Una clave fenomenológica en la filosofía de la realidad de Xavier Zubiri, tesis de Doctorado en Filosofía, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2015.

[18].  Xavier Zubiri, Espacio…, p. 437.

[19]Ibidem, p. 424.

[20].  Véase Xavier Zubiri, “Reflexiones teológicas sobre la Eucaristía” en Estudios eclesiásticos: Revista de investigación e información teológica y canónica, Universidad de Deusto, Bilbao, vol. 56, Nº 216–217, 1981, pp. 41–59.

[21]Ibidem, pp. 48 y 55.

[22].  Xavier Zubiri, El hombre y Dios. Nueva edición, Alianza, Madrid, 2012, p. 213.

[23].  Xavier Zubiri, “Reflexiones teológicas…”, p. 54.

[24]Ibidem, p. 57.

[25] Ibidem, p. 55.

[26].  1 Jn 4.

 

El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica

Pablo Igartua Martínez*

Recepción: 29 de noviembre de 2019
Aprobación: 17 de agosto de 2020

 

Resumen. Igartua Martínez, Pablo. El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica. Es fácil actuar siguiendo ciertos preceptos y normas morales, como también lo es predicar la propia moral; fundamentarla, en cambio, es complicado. Ante semejante tarea, compleja e incluso inacabable, lo que propongo en este artículo es reflexionar sobre el camino abierto e iluminado por tres propuestas específicas que podrían denominarse éticas deontológicas: la fundamentación kantiana, la ética del discurso de Apel y Habermas, y el contractualismo rawlsiano. Arguyo que hay elementos compartidos por las tres posiciones que resultan esenciales para erigir los cimientos de una posible fundamentación de la moral en los tiempos —de relativismo y  desorientación, de subjetivismo y emotivismo— que corren en la actualidad: la exigencia de universalidad de los principios morales y de las máximas de acción, la defensa a ultranza de la libertad y de la autonomía de todos los seres humanos para autogobernarse y autolegislarse, y el interés por alcanzar, finalmente, un consenso que pueda ser aceptado por todos.

Palabras clave: fundamentación de la moral, éticas deontológicas, Kant, Apel–Habermas, Rawls.

 

Abstract. Igartua Martínez, Pablo. The Problem of the Substantiation of Morality: A Deontological Perspective. It is easy to act by following certain moral precepts and norms, just as it is to preach one’s own morality: substantiating it, on the other hand, is complicated. In the face of such a task—complex and even never–ending—what I propose in this article is to reflect on the path that is opened up and illuminated by three specific proposals that could be called deontological ethics: Kantian substantiation, the ethics of Apel and Habermas’s discourse, and Rawlsian contractualism. I argue that there are elements common to the three positions that prove to be essential for laying the foundations for a possible substantiation of morality in the midst of the relativism and disorientation, the subjectivism and emotivism that characterize our present times: the demand for universality of moral principles and maxims for action, the all–out defense of freedom and the autonomy of all human beings to self–govern and self–legislate, and the interest in reaching, eventually, a consensus that everyone can accept.

Key words: substantiation of morality, deontological ethics, Kant, Apel–Habermas, Rawls.

 

Este es un problema cuya excesiva dificultad se atestigua por el hecho de que no sólo los filósofos de todos los tiempos y países han fracasado con él, sino que incluso todos los dioses de Oriente y Occidente le deben a él su existencia.[1]

— Arthur Schopenhauer

 

Como el título indica, el propósito de este escrito es reflexionar acerca del problema de la fundamentación de la moral. Es un problema muy complejo que, al igual que la Tebas de las cien puertas, puede ser abordado desde muchos lados y, a través de todos ellos, unos más unos menos, acceder directamente al centro de la cuestión. He decidido emprender mi marcha por la puerta de las éticas deontológicas porque a mi parecer es la opción más convincente, sobre todo en nuestros tiempos, para intentar fundamentar verdaderamente la moral.

En las tres posiciones deontológicas que abordaré a lo largo de mi argumentación —la fundamentación kantiana de la moral, la ética del discurso de Apel y de Habermas, y el contractualismo rawlsiano— hay algunos elementos compartidos que me parecen de vital importancia: la exigencia de universalidad de los principios morales y de las máximas de acción, el énfasis profundo en la libertad y la autonomía de cada uno de los seres humanos convertidos en legisladores —es decir, una apuesta por la capacidad de autodeterminación y autolegislación humana—, y la propensión a alcanzar (sobre todo en Apel y en Habermas, aunque también en Rawls de manera hipotética), por medio del discurso argumentativo, un consenso acerca de cuáles son las normas que podríamos aceptar como válidas para todos.

Ahora, ¿por qué creo que éstos son elementos que podrían servirnos para intentar fundamentar la moral en nuestra situación actual? O, mejor dicho, ¿cuál es la situación actual en la que nos encontramos? En sus Lecciones de ética, Ernst Tugendhat asumió la necesidad de realizar un diagnóstico de nuestro tiempo:

Nuestra situación se caracteriza por el hecho de que, o bien quedamos atrapados en un relativismo de las convicciones morales, lo que quiere decir, como intenté mostrar antes, que deberíamos abandonar la moral en sentido habitual, o bien debemos buscar una comprensión no trascendente de la justificación de los juicios morales.[2]

Considero que el diagnóstico es muy certero. El suelo sobre el que estamos parados se presagia —y esto lo digo sin afán de ser melodramático ni de llegar al extremo del patetismo y del recurso hiperbólico— francamente sombrío, difuso, tal vez hasta tortuoso. La situación misma parece ser la que nos empuja y nos obliga a tomar ese primer camino que señala Tugendhat: el camino del subjetivismo moral y del relativismo que, tarde o temprano, desemboca en el abandono de las convicciones morales y, junto con ellas, en el de la posibilidad de toda moral. O, tal vez, más que en el abandono de toda moral, en la exaltación de una moral débil y lastimera, de una moral diletante, arrimadiza, convenenciera; de la moral de la resistencia impávida, pero no por valor ni arrojo, sino más bien por dejadez y cobardía, ante la crueldad y el sinsentido de todo cuanto hay. De aquí al nihilismo radical hay un solo paso, pues la resolución consecuente de una moral de este tipo no podría ser más que una sola: “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.[3]

El otro camino, el de la búsqueda de una fundamentación de la moral o, siquiera, de un esclarecimiento de la cuestión que ofrezca algún sostén sobre el cual apoyar el sentido de nuestra existencia y de toda nuestra experiencia cotidiana de la moralidad, me parece un camino más complicado, pedregoso, hostil y, por supuesto, solitario. Se trata del camino filosófico, el del verdadero pensar que se pregunta por el fundamento; un pensar que cuestiona las posibilidades y la verdad de la cosa misma, aunque siempre teniendo en cuenta, como si tuviéramos todos nosotros un Cerbero furioso y atento asegurándose de nuestra honestidad intelectual y custodiando nuestro caminar justo y recto, que no podemos arrancarnos la propia piel, que no podemos, tramposamente y como quien no quiere la cosa, saltar sobre nuestra propia sombra, esto es, que no podemos pasar por alto la temporalidad, la historicidad, el carácter de apertura e indeterminación. En una palabra: que no podemos eludir la inexorable y radical finitud humana. Pero también, acaso, y sobre todo en estos tiempos de desorientación, podría ser el camino en el que resplandece con más fuerza la tarea señorial de la filosofía.

En mi opinión los pilares fundamentales que comparten las tres filosofías morales ya señaladas bajo la denominación de éticas deontológicas son elementos que nos pueden dar mucha luz y empuje en el intento de dar sentido a la experiencia moral en nuestros días, pues ninguna de ellas dice qué se tiene que hacer en una situación específica; ninguna dice cuál es el contenido de lo moral, sino que, sencillamente, su carácter formal puede lograr orientar la acción humana concreta, pues nos exhorta, por medio de sus exigencias, a emprender la búsqueda por nuestra propia cuenta, a ser nosotros mismos quienes nos gobernemos por medio de normas que, libremente, decidamos, acatemos y respetemos.

Sin embargo, a menudo se suelen escuchar muchas versiones del mismo cuestionamiento que busca desdeñar la idealidad de los argumentos de las éticas deontológicas. Se entiende que estas éticas no son descriptivas, sino normativas, formales o procedimentales, y suelen recurrir a elementos ideales, a constructos contrafácticos, a parámetros que van más allá de lo que podemos constatar a través de nuestra experiencia. Por ello, un argumento común es tratar de desestimarlas apelando a la famosa falacia naturalista acuñada por el filósofo analítico George Edward Moore y que ya había sido ilustrada por Hume en el Libro iii de su Tratado de la naturaleza humana:[4] no se puede dar el paso del ser al deber ser sin desviarse del camino recto. Bien, estoy de acuerdo; pero no creo ser la única persona inconforme con el estado actual en el que se encuentra la moral, pues cedemos poco a poco ante el subjetivismo, el emotivismo y el relativismo, y nos decantamos por renunciar de una vez por todas a justificar y defender la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, en favor de un cosmopolitismo multicultural y de un pluralismo de convicciones que parece engullirnos a todos y dejar la reflexión filosófica sobre la moral en un estado de laxitud y escisión. Por eso me pregunto si tal vez, sólo tal vez, ir más allá del ser al deber ser sea justamente lo que necesitemos.

Vale la pena matizar lo que estoy diciendo. Sé bien de los peligros que implica dejar volar la imaginación en esos vastos cielos del deber ser. No soy ingenuo ni ciego ante la posibilidad de desembocar en fundamentaciones religiosas obsoletas y en fruslerías tanto conservadoras y retrógradas como disparatadas e irrisorias que nunca podrían llegar a darse en la vida real. Pero estoy convencido de que no llegaríamos hasta ese extremo porque las propuestas deontológicas en las que estoy pensando tienen muy bien clavados los pies en la tierra. Si van a ese mundo del deber ser para intentar fundamentar la moral es porque se trata de una moralidad que ya opera, de hecho, en la razón común de las personas, pues siempre compartimos ciertas intuiciones morales. Por ello, fundamentar implica esclarecer y, de ahí, dirigir la acción según ese marco de referencia; no tejer naderías metafísicas y buscar aplicarlas a un mundo ajeno a esas construcciones abstractas.

Asimismo, también me pregunto si, en estos tiempos en los que se miran con mucha sospecha las propuestas que tratan de universalizar las máximas de acción, no sería precisamente esta exigencia de universalidad e imparcialidad lo que, tal vez más que nunca, necesitamos. Así, frente a la reticencia actual al universalismo, por lo que éste puede tener de abstracto, uniformador y negador de la diferencia y de la heterogeneidad de concepciones morales, se trataría más bien de lograr instaurar un universalismo desde el cual se afronten problemas comunes, reales y compartidos por pocos o por muchos, sin negar las diferencias ni las singularidades culturales, resguardando siempre la libertad irrebatible de cada uno. Y eso sería posible por el carácter tanto formal como procedimental de las propuestas de Kant, de Apel–Habermas y de Rawls; pues con esta cuestión del universalismo tiene que ver un elemento fundamental de la propuesta deontológica que a mí me interesa. Me refiero a la exigencia de poder querer universalizar las máximas de acción y los preceptos morales. De hecho, éste es el punto de partida de Kant en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres; el cual, además, es compartido como elemento principal por la ética del discurso y por el contractualismo rawlsiano.

¿Cómo llega Kant a ese punto de partida? Para empezar —y esto es algo que me parece muy relevante— se trata de una exigencia que, en un primer momento, va dirigida específicamente al recinto subjetivo del agente. No a las acciones ni a las consecuencias de éstas, sino a la intención, a la voluntad humana que cada uno pueda tener en cada caso, pues esto es lo único que podría ser bueno en sí mismo, sin importar las contingencias exteriores o las inclinaciones de diversa índole: “No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad”.[5] Semejante voluntad brillaría cual joya inusitada que posee su pleno valor en sí misma. Esta noción de buena voluntad resulta valiosa porque cualquiera la puede comprender y, probablemente, cualquiera podría asumirla como criterio para medir y valorar la moralidad de todas sus acciones. En efecto, si albergamos buenas intenciones, podríamos considerarnos morales.

Ahora, si lo único que hace buena a una buena voluntad es su querer, ¿qué es lo que debe querer la buena voluntad? El debe de la pregunta no es en ningún sentido accidental, pues el buen querer de la buena voluntad es un deber. De hecho, una buena voluntad lo que quiere es el deber por el deber mismo. Es en nuestro interior donde se decide todo: “Precisamente ahí se cifra el valor del carácter, que sin parangón posible representa el supremo valor moral, a saber, que se haga el bien por deber y no por inclinación”.[6] Entonces lo único que debe determinar mi acción es la máxima de dar cumplimiento a una ley. ¿Cuál es esa ley?

Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las acciones en general, que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en ley universal mi máxima.[7]

Para obrar moralmente, lo que debo hacer es limitarme a comprobar si pudiera querer ver convertida mi máxima en una ley con validez universal, es decir, conjeturar si cualquier otra persona, sea quien sea, podría también querer que esa máxima pudiera ser adoptada por cualquiera en todo momento y circunstancia.[8] Se trata de una pregunta que tendríamos que hacernos a nosotros mismos, cada uno y en cada caso, para valorar nuestras acciones. En este sentido, resulta similar a la pretensión de imparcialidad que busca Rawls al plantear las condiciones ideales de la posición original. Si se exige imparcialidad es porque la ley tiene que ser absoluta, tiene que ser válida para cualquier ser humano. El filósofo estadounidense lo que busca es exhortarnos a que, al menos desde el punto de vista ideal, pensemos desde la perspectiva de la imparcialidad. Es un ejercicio mental que cada uno debería hacer, y me parece que el imperativo categórico kantiano funciona de igual manera.

Por otra parte —y esto tiene que ver con el segundo elemento que considero fundamental—, lo interesante es que se trata de una ley que nos imponemos a nosotros mismos como necesaria de suyo. La forma del imperativo es “debes hacer tal y cual cosa, y punto”. No obedece a ninguna autoridad externa, sino que es un mandato que nosotros mismos, como seres racionales, nos damos. Se trata de una idea que estimo loable: cada uno de nosotros es, ineludiblemente, su propia autoridad moral. Por eso Kant habla de autonomía. Los seres humanos, por ser tales, compartimos cierta personalidad, cierta dignidad inherente que nos permite ser capaces de autodeterminarnos y autolegislarnos. Pero para ello, primero hay que ser libres. MacIntyre escribe en su Historia de la ética que “el debes del imperativo categórico sólo puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido, debes implica puedes”.[9] La libertad, pues, es el presupuesto último de toda moralidad.

Del mismo modo, es evidente que, para que funcione, el deber no puede ser una mera coacción, sino que se tiene que querer. Querer el imperativo sería querer el deber de mi autodeterminación y la compatibilidad con la autodeterminación universal de los seres humanos. Es decir, la ley de la autonomía ordena a la voluntad la autodeterminación universal. Por eso el presupuesto de estas éticas es que hay libertad, igualdad y dignidad intrínsecas a todos los seres racionales. Creo que esto funciona bien para nuestra sociedad individualista y liberal, y por eso me convence: permite que los individuos sean moralmente soberanos por sí mismos. Esto implica, además, que no hay autoridad externa que valga como fundamento: sólo la ley moral que sale del interior y que cada uno tiene el deber de respetar.

Rawls también pone mucho énfasis en la autonomía y en la libertad de los individuos. Se trata de que sean los mismos seres humanos quienes decidan bajo cuáles reglas quieren vivir. Por eso la propuesta de Rawls es contractualismo. Pero lo específicamente peculiar de él es cómo configura y plantea la situación contractual, pues propone elementos ideales para confeccionar esa posición necesaria de imparcialidad. No hay que olvidar que la pretensión rawlsiana era elaborar una concepción político–moral aplicable a la organización social y política bajo condiciones modernas, es decir, aplicable a nuestras democracias constitucionales y liberales. Por algo configura así su contractualismo y por algo toma como presupuesto varias cosas. Por ejemplo, Rawls presupone que los principios de justicia serían el resultado al que se llegaría partiendo de la posición original en la que impera el velo de la ignorancia, lo que supone fuertes restricciones al conocimiento poseído por las partes contratantes, a fin de impedir que los principios de justicia sean elegidos en función de la concreta situación que cada uno puede llegar a ocupar en la estructura social. Se presupone que esas personas, libres e iguales, son capaces de actuar tanto racional como razonablemente, es decir, de cooperar con los demás sin renunciar a su propio interés. Sólo así sería posible la convivencia y la cooperación en sociedades modernas en las que reina una pluralidad de concepciones del bien y, por tanto, de máximas de acción.[10]

Ya ha quedado claro el porqué de la exigencia de universalizar las máximas de acción. Sin embargo, seguimos en la mera formalidad: cada uno se tiene que dar su propio contenido a sí mismo. Éste podría ser un punto sumamente problemático desde ciertas perspectivas. El propio Rawls podría objetar que, aunque la ley pueda ser universal, no asegura que por ello sea justa. El problema es que no hay contenido concreto. Otro problema ocurre al intentar justificar mi máxima de acción frente a otras personas. ¿Qué pasa si las máximas que supuestamente universalizamos no son, en efecto, aceptadas por todos? ¿Cómo decidir cuál máxima sí y cuál no?

Ante este cuestionamiento la ética del discurso efectúa una transposición dialógica del imperativo categórico. Apel dejó muy en claro que hay una interacción humana, a la que él denomina racionalidad comunicativa, que apela al entendimiento de quienes participan en esa comunicación y que busca, en última instancia, el consenso. Por tanto, convencer de manera racional al otro de que acepte como válidas las máximas de acción y las normas morales que yo acepto como válidas es posible mediante el discurso argumentativo. ¿Por qué es así? Según Apel, cuando alguien argumenta con sinceridad respecto de una pretensión de validez, está presuponiendo algo: una comunidad ideal de comunicación (o una situación ideal de habla, en términos habermasianos). Éste sería el a priori de la ética. Evidentemente se trata de un ideal: es el presupuesto de que uno está argumentando bajo las mejores condiciones posibles y se asume que si se argumenta con verdadera sinceridad, la argumentación puede trascender el contexto propio.

Entonces, para que sea válida, toda norma debe satisfacer la condición de que sea aceptada sin coacción alguna por todos los afectados; y no sólo la norma, sino también las consecuencias y los efectos secundarios que se puedan derivar de ella. Éste sería el principio U de Habermas, aquél que refiere a la exigencia de universalización del principio discursivo:

Que una norma es válida únicamente cuando las consecuencias y efectos laterales que se desprenderían previsiblemente de su seguimiento general para las constelaciones de intereses y orientaciones valorativas de cada cual podrían ser aceptadas sin coacción conjuntamente por todos los interesados.[11]

Pero esa aceptación general debe darse realmente; es decir, los conflictos reales respecto de nuestras convicciones morales pueden ser resueltos de manera discursiva ahí donde las pretensiones puedan ser sometidas a una argumentación real entre varios participantes reales. Habermas también cree que, en principio, en tal situación y siempre que los participantes se ajusten a las condiciones de la situación ideal de habla, el argumento que ganaría sería el mejor argumento. Lo que me parece importante es esa anticipación, ese a priori del que hablaba Apel. No se trata de un mero constructo teórico, pues por más contrafáctico que sea, opera en el proceso de la comunicación como una suposición inevitable que podemos anticipar. El presupuesto que tenemos en tal situación es que realmente existe la posibilidad de entender al otro y de llegar a un acuerdo. Por ello, ya se puede entender la necesidad de la ética del discurso de ir más allá de la posición kantiana. La transposición dialógica que realiza la ética del discurso es necesaria para que, en palabras de Thomas McCarthy:

[…] más que atribuir como válida a todos los demás cualquier máxima que yo pueda querer que se convierta en ley universal, tengo que someter mi máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su pretensión de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual puede querer sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo que todos pueden acordar que se convierta en una norma universal.[12]

Se trata de un constante y, tal vez, interminable proceso en el que la libertad, la autonomía y la capacidad de autodeterminación y autolegislación se concitan como elementos fundamentales en la exigencia de ir perfeccionando, poco a poco, las máximas de acción, no sólo por medio del ejercicio ideal y mental que yo pueda hacer por mi propia cuenta, sino por medio del diálogo y de la discusión argumentativa que pueda tener con otras personas interesadas en valorar y fundamentar sus máximas de acción y sus juicios morales. Es decir, más allá de las divergencias que puedan existir entre los distintos puntos de vista, a pesar de los choques entre subjetividades ocasionados por la pluralidad de convicciones morales al buscar un punto en común, la posibilidad de alcanzar un acuerdo es real. Y la plausibilidad del consenso reviste de fortaleza nuestras tentativas de fundamentación. De esta manera nos guarecemos de caer en esa posición tan perjudicial para la moral que es la resignación apocada ante el relativismo, el subjetivismo y el emotivismo tan en boga en nuestras sociedades actuales.

En una sociedad caótica como la nuestra, en la que rige una suerte de anarquía moral, en la que parece imposible presuponer concepciones morales comunes, aventurarnos a emprender la búsqueda de una fundamentación no es otra cosa que abrazar osadamente la esperanza en la recuperación de un espíritu común, de alguna forma de sostén que nos vincule y nos acerque a los demás. Y como ya señalé al comienzo de este escrito, la tarea de intentar fundamentar la moral puede tener muchos caminos diversos que, en su mayoría, podrían considerarse correctos. Yo elegí éste porque a mí me parece el más convincente y consistente para nuestros tiempos. En primer lugar, se privilegia la autonomía de la voluntad humana, lo cual consigue, desde un comienzo, que nos alejemos de las implicaciones del relativismo que engullen como arenas movedizas todo movimiento que busque apearse de ellas. Y también, lo importante es que esa apuesta por la autonomía es conjunta a la de la libertad: los seres humanos podemos llegar a ser morales sólo porque, en menor o mayor medida, somos libres. Por tanto, depende enteramente de nosotros decidir si queremos hacerlo o no.

En segundo lugar, se parte de cierta intuición moral común que tenemos todos (por eso se apela a la propia comprensión y aceptación moral). Lo que logra Kant con la Fundamentación para una metafísica de las costumbres no es, de ninguna manera, un principio desde el cual se puedan deducir normas de contenido generales; sino que, como confirma Hans–Georg Gadamer, consigue “una aclaración conceptual de algo que en su evidencia no requiere una justificación filosófica”.[13] El deber hacia nosotros mismos no nos constriñe a adoptar contenidos de cualquier tipo, solamente nos impacta en el cómo debemos comportarnos frente a nosotros mismos. Por esta razón se pone de relieve la validez del formalismo kantiano, incluso —o sobre todo— en estos tiempos.

Una vez esclarecida la intuición moral común —la evidencia del deber, la cual sería ostensible para todos en la práctica misma de la moralidad—, se puede dar el paso a una normatividad y a una exigencia de introspección y de examen constante sobre nuestros propios móviles y máximas de acción. ¿Cómo hacer esto? Examinando si podemos querer universalizar una máxima, pues un verdadero precepto moral es aquél que tiene la posibilidad de ser universalizado de forma consistente. Y esto, el anhelado fundamento universal, aunque tal vez pueda parecer desmedido por la pluralidad de concepciones que pululan en nuestro mundo globalizado, es posible por la voluntad y por la razón que es común a todos los seres humanos. Pero todavía no resolvemos nada, pues una vez que lo logramos, nunca van a faltar los momentos en los que nos veamos enfrentados a personas que nieguen la validez de nuestras pretensiones, porque la pesquisa por la fundamentación no se puede hacer de manera subjetiva, sino en contextos intersubjetivos, en la compañía de otros que tienen el mismo interés que nosotros.

Compartir tal interés en la fundamentación es clave, pero eso no impide que muchas veces, o casi siempre, estos otros esgriman concepciones divergentes a las nuestras acerca de lo que podría ser ese fundamento. Para ello sería necesario poner sobre la mesa y discutir racionalmente, argumentativamente, todas nuestras convicciones morales; lo cual es posible, pues ya vimos que Habermas y Apel mostraron la existencia de un saber previo, compartido por todo ser humano, relativo a las reglas que hacen plausible lograr un consenso.[14] Son reglas presupuestas en todo juego del lenguaje intersubjetivo —como podría ser que, una vez acordado algo, hemos de respetar lo convenido— que, de forma apriorística, regulan la intersubjetividad en general y, por tanto, presuponen la existencia y validez de normas éticas universales —como no mentir o no negarse a escuchar el desarrollo de un argumento racional— sin las cuales es imposible la comunidad de argumentación y, con ella, toda fundamentación intersubjetiva. Por eso se trata de una ética discursiva, la cual invita a la disposición y a la apertura al diálogo y a la alteridad; componentes que me parecen laudables en cualquier intento de salir de nuestro recinto subjetivo y alcanzar acuerdos con los otros, ya que tejen puentes entre las distintas convicciones morales que pueda haber y permiten apuntar nuestras flechas a una instancia común, mucho más estable y universal. He ahí su riqueza: crean espacios y puntos de encuentro en los que podríamos, con voluntad y con mucho trabajo de por medio, habitar y llegar a sentirnos en casa, con independencia de las particularidades que nos diferencian o que incluso podrían enemistarnos.

Nuestras pretensiones de validez, tanto la verdad de los enunciados como la rectitud de las normas que defendemos, se tienen que poner sobre la mesa para ser discutidas, y quedan sujetas a la argumentación y al posible consenso que pueda ser resultado de ella. Se trata de una situación discursiva en la que se supone que ganaría el mejor argumento y, así, se propiciaría el consenso. Y lo importante aquí es que la anticipación de la situación ideal de habla nos libra de quedar maniatados por una verdad relativa, limitada al contexto histórico y social particular en el que acaece la situación discursiva de las argumentaciones, y se puede defender —al menos idealmente, al menos contrafácticamente— un concepto absoluto de la verdad, en el sentido de que, quien argumenta que algo es verdadero, presupone que lo es para todos los seres humanos de todos los tiempos; que al propugnar la verdad de algo se está dirigiendo, necesariamente, a toda la humanidad.[15]

Esta suposición contrafáctica opera, de hecho, en el proceso de argumentación, pues no es sino la condición de posibilidad para comprender el habla en general, y sirve de norma crítica para sopesar los discursos de facto. En ese sentido, es una especie de principio trascendental que está presente en todo ser racional. Lo sepamos o no, los seres humanos asumimos esto en nuestra vida diaria, especialmente cuando tenemos una pretensión de validez respecto de la verdad de un enunciado o de la corrección de una convicción moral; pues hablar, intentar argumentar y explicar una convicción, esperar ser escuchados, tomados en serio, comprendidos, es darlas por sentado.[16] Por esta razón se trata de una transformación lingüística de la filosofía kantiana, en la que el hecho principal es que nos encontramos insertos en medio de una comunidad estructurada lingüísticamente. Las reglas son trascendentales porque son el presupuesto de toda ética y de todo conocimiento. No podemos no aceptarlas, sencillamente, porque somos seres racionales. Y quien dice que no las acepta, quien osa renegar de ellas, en realidad lo que está haciendo es intentar excluirse a sí mismo, vanamente, de la razón humana.

Entonces, la ética universal se basaría en el discurso, en la propia racionalidad. De esta manera, lo que se logra es colocar en las manos del ser humano, en su propia decisión, la posibilidad de construir un mundo ético mediante la voluntad y la razón, a través del diálogo con los otros. La primera formulación del imperativo categórico se ha dialogizado, y todos los seres humanos, en conjunto, son detentores de una suerte de responsabilidad solidaria que implica a los otros; se necesita de la colaboración, por medio del diálogo, del discurso argumentativo, de los otros. Por eso escribe Habermas que “la ética discursiva justifica el contenido de una moral del igual respeto y la responsabilidad solidaria para con todos”.[17] Se trata de la situación de fundamentación compartida, intersubjetiva, a la que todo ser racional querría sumarse, pues el fondo de todo esto es la búsqueda de un principio universal de imparcialidad —como el que exigía Rawls— que pueda ser aceptado y validado por todos.

Los elementos del diálogo y la alteridad crean un mundo de sentido compartido en donde es posible el fundamento. Por eso, no se trata de la búsqueda de una mera ilusión, sino de “una forma aceptable de precepto moral para la emergente sociedad individualista y liberal”.[18] Y me parece que la apelación a la alteridad, a una posible conquista de la universalidad por medio del diálogo con los otros, instaura sobre nosotros un deber, un cierto escozor en el pecho que nos empuja a buscar conjuntamente ese fundamento. Y esa búsqueda, la propia del insondable camino filosófico, no se puede hacer en solitario, como aseguraba al principio, sino en compañía; pues si algo nos ha enseñado la hermenéutica es que está en el carácter de la razón que hasta el pensamiento más solitario sea siempre, de alguna manera, dialógico y comunicativo. Por tanto, el imperativo, compartido por todo ser racional, es un imperativo intersubjetivo, dialógico; razón por la cual siempre es posible alcanzar el consenso y, por otra parte, la fundamentación universal se presiente asequible.

Lo que así se logra es entonar una especie de canto, un peán en honor a la finitud humana. Como depende sólo de nosotros y de nadie más, se trata de una apuesta, una defensa encarnizada de nuestra finitud, en cuyo fondo radicaría el fundamento mismo. Por tanto, esta forma de fundamentación, que esbocé a partir de las tres éticas deontológicas, logra compaginar una existencia, que es al mismo tiempo finita y autónoma, con una forma de fundamento moral, que es intersubjetiva, compartida, común. ¡Y qué pretensión, qué arrojo más desmedido y digno de admiración que ése puede haber! ¡Qué proceder más honesto es el asumirnos como seres que experimentan su propia facticidad, su propia contingencia en el mundo, y que por eso mismo aspiran a asir de alguna manera un fundamento que sea coherente con la inexcusable situación finita que viven! ¡Y qué grandes son las posibilidades de que nuestras flechas yerren, de que se pierdan en el vasto cielo, precisamente por nuestra más radical e insoslayable finitud!

Por eso digo que se trata de un intento de fundamentación que me parece consistente y que podría funcionar en los tiempos que vivimos. Pero tal vez no, tal vez no sea así; pues asumir la propia finitud implica muchas veces abrir la puerta a la incertidumbre y lanzar los dados al azar, tal como escribía Foucault en Las palabras y las cosas: “La finitud del hombre, anunciada en la positividad, se perfila en la forma paradójica de lo indefinido; indica, más que el rigor del límite, la monotonía de un camino que, sin duda, no tiene frontera, pero que quizá no tenga esperanza”.[19] Siempre existe el riesgo de que no funcione y de que todos nuestros esfuerzos estén abocados al fracaso. Sin embargo, creo que el camino, la búsqueda, por momentos tormentosa pero también por momentos iluminada por una cálida y rutilante luz solar, vale la pena. Es la única búsqueda que podemos hacer como los seres finitos, accidentales y falibles que somos; una que es propia, que nosotros hacemos sólo si queremos y podemos. El criterio de la moralidad nos lo debemos imponer nosotros a nosotros mismos, pues cada uno es, ineludiblemente, su propia autoridad moral (por eso la defensa exacerbada de la autonomía y la libertad). Las máximas de acción que elijamos como válidas deberán doblegar y dirigir nuestro querer porque, por una parte, dada la exigencia de universalidad, tienen valor absoluto y, por otra parte, somos nosotros mismos quienes nos animamos a imponernos esas reglas y a autogobernarnos.

No existe maestro ni autoridad externa, ni siquiera divina, que sea tomada como válida y nos proporcione un criterio para la moralidad, sino que éste debe provenir del fondo de nuestra cabeza y del interior de nuestro pecho. De nada sirve poner los ojos en blanco y mirar al cielo en busca de apoyo y orientación. Lo único que funciona aquí es, por medio de la razón y la voluntad, esforzarnos por modificarnos a nosotros mismos, a disponernos a la propia comprensión moral de la mano de los otros, en diálogo con los otros. Tal es, me parece, la mayor legitimidad de este intento concreto de fundamentación de la moral. Somos nosotros y nadie más quienes decidimos tomar en serio la exigencia socrática de preguntarnos por el bien, por la justicia y por la verdad; sólo nosotros podemos interesarnos en saber si hacemos cosas justas o injustas, actos propios de personas buenas o de personas malas;[20] y sólo nosotros, definitivamente, sólo los seres humanos, unidos en nuestra honda y a veces terrible finitud, podemos iniciar la larga búsqueda del fundamento y optar por ocuparnos de la virtud de una buena vez por todas.

 

Fuentes documentales

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

Gadamer, Hans–Georg, “Ethos y Ética” en Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2017, pp. 201–228.

Habermas, Jürgen, “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral” en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 70–78.

Kant, Immanuel, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002.

MacIntyre, Alasdair, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 2006.

McCarthy, Thomas, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1987.

Platón, “Apología de Sócrates” en Diálogos I, Gredos, Madrid, 1981, pp. 137–186.

Tugendhat, Ernst, Lecciones de ética, Gedisa, Barcelona, 2001.

 

[*] Estudiante de la Licenciatura en Filosofía y Ciencias Sociales en el ITESO. pablo95_07@hotmail.com

 

[1].    Arthur Schopenhauer, “Escrito concursante sobre el fundamento de la moral” en Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo xxi, Madrid, 2009, pp. 146–147.

[2].    Ernst Tugendhat, Lecciones de ética, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 23. Me parece pertinente constatar que el diagnóstico de Tugendhat es muy similar al realizado por otros dos grandes filósofos morales contemporáneos, Bernard Williams y Alasdair MacIntyre.

[3].    1 Co 15, 32; Is 22, 13.

[4].    Véase David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Tecnos, Madrid, 2011, pp. 633–634.

[5].    Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002, p. 79. Las cursivas se encuentran en el original.

[6].    Ibidem, p. 89.

[7].    Ibidem, p. 94. Las cursivas se encuentran en el original.

[8].    El célebre ejemplo kantiano de la promesa resulta ser muy esclarecedor en este sentido.

[9].    Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 2006, p. 213.

[10].  Aunque esto ya sería, ciertamente, ir un poco más allá de las bases de la propuesta rawlsiana, pues forma parte del velo de la ignorancia la restricción de no conocer la propia concepción del bien.

[11].  Jürgen Habermas, “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral” en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999, p. 75. Las cursivas se encuentran en el original.

[12].  Thomas McCarthy, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1987, p. 377.

[13].  Hans–Georg Gadamer, “Ethos y Ética” en Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2017, p. 209.

[14].  Vale la pena precisar que no se trata de un saber previo en el sentido heideggeriano o gadameriano, pues esto implicaría contenidos específicos que radican más allá de la pura forma trascendental de las reglas compartidas por todo ser racional. Lo que se comparte más bien es una cierta infraestructura formal de racionalidad, reconocible en las acciones comunicativas y en los procesos de argumentación.

[15].  Véase Jürgen Habermas, Verdad y justificación: ensayos filosóficos, Trotta, Madrid, 2002, pp. 248–250. La situación ideal de habla es un presupuesto regulativo de la argumentación. Es el presupuesto de que se está argumentando bajo condiciones ideales, las cuales, en cuanto tales, nunca se cumplirán del todo en los discursos reales y, por tanto, no se trata de una situación fáctica, sino más bien contrafáctica.

[16].  Pensemos, por ejemplo, en las cuatro suposiciones que, según Habermas, hacemos en los discursos con la finalidad de que el mejor argumento pueda salir a la luz y consigamos alcanzar un consenso: “a) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; b) a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportaciones; c) los participantes tienen que decir lo que opinan; d) la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como externas, de modo que las tomas de posición con un sí o un no ante las pretensiones de validez susceptibles de crítica únicamente sean motivadas por la fuerza de la convicción de los mejores argumentos”. Jürgen Habermas, “Una consideración genealógica…”, p. 219.

[17]Ibidem, p. 211.

[18].  Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, p. 214.

[19].  Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo xxi, México, 2010, p. 327.

[20].  Platón, “Apología de Sócrates”  en Diálogos i, Gredos, Madrid, 1981, pp. 137-186.

Acontecimiento revolucionario y verdad. La noción de revolución en la discusión contemporánea sobre la acción política

Carlos Alfonso Garduño Comparán[*]

 

Resumen. Garduño, Carlos. Acontecimiento revolucionario y verdad. La noción de revolución en la discusión contemporánea sobre la acción política. En este texto tengo el propósito de discutir la noción de acontecimiento revolucionario en dos momentos, con el fin de mostrar su pertinencia en la discusión contemporánea sobre la acción política. En el primero revisaré la crítica de Hannah Arendt al marxismo como forma de pensamiento que reinterpreta las categorías tradicionales de jerarquización de la actividad humana y que pretende determinar el sentido del acontecimiento a través de una verdad teórica, lo cual, a juicio de la autora, condiciona su fracaso como proceso emancipador. Posteriormente, en el segundo momento, desarrollo una respuesta marxista a la postura de Arendt a partir de las críticas de Cornelius Castoriadis, Alain Badiou y Slavoj Žižek, y de los desarrollos de Badiou y Žižek sobre la vinculación entre acontecimiento y verdad.

Palabras clave: revolución, acontecimiento, verdad, Hannah Arendt, Alain Badiou, Cornelius Castoriadis, Slavoj  Zižek.

 

Abstract. Garduño, Carlos. Revolutionary Event and Truth. The Notion of Revolution in the Contemporary Discussion of Political Action. In this text my aim is to discuss the notion of revolutionary event in two moments, in order to show its relevance in the contemporary discussion of political action. In the first step, I look at Hannah Arendt’s critique of Marxism as a way of thinking that reinterprets the traditional categories for hierarchizing human activity and seeks to determine the meaning of the event on the basis of a theoretical truth, which, in Arendt’s view, conditions its failure as an emancipating process. Subsequently, in the second moment, I develop a Marxist response to Arendt’s position on the basis of the critiques by Cornelius Castoriadis, Alain Badiou and Slavoj Žižek, and of Badiou and Žižek’s developments of the link between event and truth.

Key words: revolution, event, truth, Hannah Arendt, Alain Badiou, Cornelius Castoriadis, Slavoj Žižek.

 

Las revoluciones son acontecimientos fundamentales de la teoría política moderna. Su efecto sobre el curso de la historia ha determinado el destino del mundo contemporáneo, por lo que su comprensión es uno de los problemas filosóficos más relevantes de la actualidad.

En específico, la tradición marxista ha hecho de la revolución el centro de su proyecto político, como referencia que da dirección histórica a su complejo edificio teórico. Es como si todo, desde su perspectiva, llevara a la revolución; como si fuera inevitable incluso, independientemente de su éxito, eficacia o conveniencia.

Desde sus escritos de juventud el pensamiento de Marx se desarrolló bajo su convicción política revolucionaria, en una época marcada precisamente por la primavera de los pueblos de 1848. En su “Introducción para la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel” de 1844, por ejemplo, concibe una transformación radical de las condiciones en las que los hombres se han de organizar políticamente a partir de una crítica de la religión, como “el impulso que ha de eliminar un estado que tiene necesidad de ilusiones”,[1] con la finalidad de que “arroje[n] de sí esa esclavitud y recoja[n] la flor viviente”.[2] La revolución es aquí concebida como la reorganización de las actividades humanas a partir de un ordenamiento político que funcione más allá de los condicionamientos ideológicos que nos mantienen atados a una falsa relación con el mundo, al ser ésta la “tarea de la historia [… de] establecer la verdad del acá, después de que haya sido disipada la verdad del allá”.[3] El deber auténtico de la filosofía, más allá de su labor teorética, “está al servicio de la historia”,[4] por lo que su obligación es tornar la crítica de la religión y de los presupuestos ideológicos en crítica del derecho y, por tanto, en crítica política que debe estar subordinada al objetivo de modificar las condiciones en las que los hombres se asocian y, en consecuencia, el marco legal de sus instituciones de Estado.

En el mismo tenor, bajo el espíritu de la tesis xi sobre Feuerbach, “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”,[5] Marx y Engels plantean en La ideología alemana la necesidad de realizar una crítica de las condiciones ideológicas que han dado forma a las relaciones sociales en función de la organización de las fuerzas productivas, no sólo para generar conciencia al respecto, sino para modificarlas radicalmente y superar con ello el estado de alienación que se pretende perpetuar a través del orden jurídico. Ya desde esta obra de 1846 especulan sobre la naturaleza del acontecimiento revolucionario y sobre la posibilidad de aprovecharlo políticamente con el fin de instaurar una forma de asociación comunista. Ahí conciben al comunismo, empíricamente, “[…] como la acción ‘coincidente’ o simultánea de los pueblos dominantes […]”,[6] y no como un estado que acontece mecánicamente ni como “[…] un ideal al que haya de sujetarse la realidad”.[7] De tal manera, afirman la inclinación práctica y política de su pensamiento en contra de la crítica que se contenta con discernir condiciones sociales e ideas reguladoras, planteando como fin el comunismo en tanto “[…] movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”,[8] es decir, como la acción que realiza el acontecimiento revolucionario.

El título dedicado a la sección sobre el comunismo en La ideología alemana es relevante para destacar el carácter revolucionario del pensamiento que aquí se pretende desarrollar. El comunismo no es un estado de cosas que acontece como efecto o resultado del desarrollo espontáneo de las relaciones sociales y sus conflictos, sino que es posible en virtud de la “producción de la forma misma de intercambio”,[9] debido a que “[…] aborda de un modo consciente todas las premisas naturales como creación de los hombres anteriores, despojándolas de su carácter natural y sometiéndolas al poder de los individuos asociados”.[10] Aunque su institución sea esencialmente económica, es al mismo tiempo política, porque “[…] hace de las condiciones existentes condiciones para la asociación”.[11] La revolución es el acontecimiento histórico en el que se producen las condiciones para el desarrollo del comunismo a través de la acción política.

Desde entonces, la naturaleza del acontecimiento revolucionario ha sido un tema central en el pensamiento marxista, no tanto como elemento de la crítica de la economía política, sino como núcleo de la acción política que determina todo su proyecto práctico —y, como resaltamos, no hay pensamiento marxista que no se considere a sí mismo esencialmente práctico—. El Manifiesto comunista, de 1848, La guerra civil en Francia, sobre la Comuna de 1871, o la Crítica del programa de Gotha, de 1875 (publicada en 1891), son célebres ejemplos de las preocupaciones de Marx y Engels por definir el tipo de acción política adecuada para el logro de la revolución comunista en cada uno de sus momentos históricos.

De hecho, podemos asegurar que este motivo teórico de reflexión ha estado presente en los logros prácticos más importantes de la tradición política marxista, por ejemplo, en los meses previos a la Revolución de Octubre (1917), con El Estado y la revolución de Lenin e, incluso, varios años antes, con su ¿Qué hacer? de 1902, donde reflexiona sobre formas concretas de organización y estrategias para llevar a cabo la revolución.

Pensadores fundamentales de la tradición marxista como Lukács y Althusser han reconocido que la determinación teórico–práctica de la naturaleza del acontecimiento revolucionario, con miras a una adecuada organización de la acción política, a la que contribuyen figuras políticas como Lenin —no sólo con acción sino con su reflexión—,[12] es uno de los pilares del pensamiento marxista, sin el cual correría el riesgo de degradarse en especulación e interpretación crítica de la realidad social sin repercusiones prácticas.

En relación con lo anterior, el propósito específico de este texto es mostrar la actualidad y pertinencia de la noción de acontecimiento revolucionario que la tradición marxista ha elaborado en el contexto filosófico contemporáneo, en el marco de las discusiones sobre la acción política requerida en las condiciones actuales. Para ello, se propone explorar la noción en dos momentos.

En el primero, con el fin de establecer un punto de confrontación de la perspectiva marxista por parte de una de las pensadoras más relevantes de la acción política, revisaremos la crítica de Hannah Arendt al marxismo como forma de pensamiento que, al enfrentarse a los problemas del mundo contemporáneo, surgido en el siglo xix, intenta reinterpretar la tradición filosófica iniciada por Platón, trastocando las categorías que jerarquizaban la actividad humana en la concepción política antigua, lo cual, a juicio de la autora, llevó al fracaso los intentos revolucionarios emprendidos bajo tales principios. Arendt ejemplifica este fracaso con un análisis de la Revolución francesa en contraposición con el éxito de la norteamericana, y lo achaca a la intromisión de motivaciones sociales en el ámbito político. Además, argumenta que el error en la comprensión del sentido de una revolución consiste en tratar de determinar su desenlace a través de verdades teóricas, en lugar de instituir las condiciones políticas que posibiliten la expresión de la libertad en el acontecimiento, entendida como participación en los asuntos públicos.

En el segundo momento enfrentaremos la perspectiva de Arendt a posturas de influyentes pensadores contemporáneos que se nutren del espíritu revolucionario del marxismo, aun cuando se mantengan críticos a concepciones ortodoxas en ciertos puntos específicos. Partiremos de las críticas que realizan Cornelius Castoriadis y Alain Badiou de la apreciación de Arendt del acontecimiento revolucionario y de su noción de acción política. Junto con Badiou y Slavoj Žižek, posteriormente, repasaremos argumentos para considerar el acontecimiento como esencialmente vinculado a la noción de verdad, de naturaleza platónica, así como su efecto de transformación del mundo a través de procesos dialécticos, destacando cómo cada uno concibe a su manera el impacto que ejerce sobre el sujeto y su significación política, siempre en oposición a las ideologías de corte liberal que suelen abogar por reformas políticas en la conservación de inequidades sociales.

En último término, más allá de las divergencias que los autores en cuestión tienen respecto de las posturas marxistas tradicionales,[13] el objetivo del texto es mostrar que, a pesar de críticas como la de Arendt, la noción de acontecimiento revolucionario, que tiene su origen en Marx, aún es, en la actualidad, de gran importancia para pensar el rumbo que ha de tomar la acción política en nuestras sociedades.

 

El fracaso marxista frente a la tradición según Arendt, o por qué hay acontecimientos pero no verdad

Múltiples son las críticas al marxismo que se han esbozado, pero quizá la que se vincula con más claridad al desarrollo de la tradición de pensamiento occidental es la de Hannah Arendt.

Arendt reconoce a Marx como un filósofo de talla, heredero legítimo —quizá el último— de la tradición de pensamiento iniciada por Platón: “Quienquiera que alude a Marx alude a la tradición de pensamiento occidental”.[14] El problema de que el pensamiento marxista se haya convertido en objetivo oficial de varios regímenes y en una de las tendencias más relevantes en nuestro horizonte político no radica, en opinión de Arendt, en un punto particular de su complejo y sólido aparato teórico, sino en el destino del pensamiento occidental, en cuanto tal, en asuntos políticos. Y su examen se ha vuelto urgente por su vínculo con el mundo contemporáneo —que tiene como su base la Revolución Industrial y las revoluciones políticas del siglo xviii—, cuya crisis coincide con el surgimiento de los regímenes totalitarios del siglo xx.

Según Arendt, el marxismo hace posible “el sueño de Platón de someter la acción política a los rigurosos principios del pensamiento filosófico”,[15] lo cual, lejos de favorecer la instrumentación de la idea de justicia en la experiencia concreta de la vida política, es una de las condiciones de la crisis de la actividad política en el mundo contemporáneo. Ciertamente, esta autora reconoce que Marx intentó hacer frente a los principales problemas de este mundo, que tienen sus primeras manifestaciones en el siglo xix. Sin embargo, al enfrentarse a situaciones inéditas, en las que “por vez primera en nuestra historia, la igualdad política se extendió a las clases trabajadoras”,[16] las categorías políticas tradicionales perdieron sentido.

Para nuestra autora, filósofos como Hegel y Marx trataron de sustituir las categorías tradicionales por las de labor e historia. La labor fue presentada como la fuente de riqueza y origen de los valores sociales, con la consecuencia de que el resto de las actividades humanas fueron reinterpretadas como provenientes de la labor. La historia, por su parte, fue postulada como el absoluto del pensamiento, por lo que toda filosofía —incluyendo la lógica y la naturaleza misma— debía pensarse como momentos constantemente superados en el devenir. De acuerdo con la interpretación de Arendt, estos presupuestos condicionan la pretensión de Marx de “eliminar la historia en total”,[17] lo que genera el problema de considerar la acción política a través de categorías que trastocan por completo el vínculo con las nociones tradicionales.

Respecto de la labor, esta actividad deja de pertenecer al espacio privado y se convierte en un hecho público de primer orden. Mientras que la tradición la relegaba al ámbito de la necesidad, de las funciones inferiores de consumo, donde los esclavos debían encargarse de satisfacerlas para hacer posible la vida libre de quienes participaban en asuntos públicos —liberados, pues, por el trabajo de otros—, el marxismo introduce su ámbito de actividad en la discusión política, con lo que posibilita la aparición en el espacio público de la distinción entre gobernantes y gobernados, el fenómeno de control o dominación política de una clase sobre otra y los antagonismos que dividen a la sociedad; lo cual además plantea, como objetivo político y del desarrollo histórico, la posibilidad de emancipación de la labor, así como la igualdad política de la clase trabajadora. Todo ello a costa de modificar radicalmente la concepción del hombre como un animal laborans: en Marx “no es la libertad sino la compulsión lo que hace humano al hombre”.[18] En su intento de hacer justicia a la labor de la clase trabajadora a través de su emancipación política, Marx pone en entredicho la libertad política como actividad superior del hombre y privilegia la actividad determinada por la necesidad.

Respecto de la historia, al plantearse como el absoluto del pensamiento, la autora muestra que el significado de la acción sólo puede emerger cuando aquélla ha llegado a su fin: “Fin y Verdad se han vuelto idénticos”;[19] lo cual genera un “antagonismo entre vida y verdad”.[20] La dialéctica hegeliano–marxista pone entonces en cuestión los criterios de verdad al dar cuenta del conflicto en el que las referencias que requiere la vida no pueden reconocerse al comienzo de sus procesos históricos, sino cuando han llegado a su fin, por lo que, durante su desarrollo, no funcionan como guías de la acción en la conformación del orden sociopolítico. De manera interesante, Arendt muestra que este problema no es propio del siglo xix, sino que tiene su origen en la época de Platón, cuando la tradición de la polis griega entró en crisis y estuvo por llegar a su fin: “Surgió entonces el problema de cómo el hombre, si ha de vivir en una polis, puede vivir fuera de la política”.[21] Los hombres empezaron a vivir en una condición semejante a la de los apátridas, con lo que su problema fue intentar determinar cómo podían participar de la vida política sin pertenecer a una comunidad fundada bajo una serie de principios presentes y conservados desde su origen.

Marx, pues, comparte con la tradición filosófica que lo precede el problema de determinar teóricamente los criterios para guiar la actividad política en la ausencia de una comunidad que defina desde su fundación los principios que han de guiar la vida en común, lo cual es un reflejo de que, como Platón, “vivió en un mundo cambiante y su grandeza consistió en la precisión con que captó el centro de este cambio. Vivimos en un mundo cuyo rasgo principal es el cambio; un mundo en el que el cambio mismo ha llegado a ser cosa tan natural que corremos el peligro de olvidar eso que ha cambiado por completo”.[22] La dialéctica, desde Platón hasta Marx, a pesar de los esfuerzos platónicos por determinar la esencia de las Ideas eternas, parece que termina por reducir los procesos mundanos y políticos a lo accidental y pasajero, donde no es posible precisar lo que ha de ser conservado en una tradición que encuentre su representación en instituciones.

Así pues, el enfoque historicista de Marx y su toma de partido por la clase trabajadora son dos caras de la misma moneda: “El lado realmente anti–tradicional y carente de precedentes de su pensamiento es su glorificación de la labor y su reinterpretación de la clase social que la filosofía desde su comienzo había siempre despreciado: la clase trabajadora”.[23] Su emancipación es posible bajo la premisa de que todos los procesos políticos son históricos y están sujetos a cambios que terminan con ciertos órdenes sociopolíticos y posibilitan el surgimiento de otros nuevos en los que, quizá, la igualdad como objetivo político sea realmente posible.

Este aspecto del marxismo es cuestionable para Arendt porque el lugar de la labor respecto del resto de las actividades, en su opinión, no es histórico o determinado por las condiciones materiales de una sociedad, sino que es parte de la condición humana, cuyos principios fundamentales han sido olvidados a causa del desarrollo de la modernidad.

A juicio de esta autora, lo que sucedió en el proceso fue un desplazamiento en los fines de la vida activa que, al modificar todo el horizonte de actividad humana, terminó por erosionar la vida teorética. En el apartado final de La condición humana describe este proceso como la victoria del animal laborans.[24]

Desde la Antigüedad los fines de la vida humana se definían en términos de una racionalidad que encontraba su perfección en el equilibrio de la vida pública y la contemplación. A su vez, ello permitía ubicar al hombre en un horizonte de trascendencia e inmortalidad, tanto personal como colectiva, en función de una noción de infinito que le posibilitaba medir sus obras y pensamientos en proporción a la grandeza que lo superaba y de la cual dependía. La vida moderna, en cambio, terminó dominada por una racionalidad económica en la que se impuso la noción de que el hombre vive para trabajar y producir.

Esta pérdida de inmortalidad no sólo implica que las sociedades se hayan secularizado, sino que ya no haya certeza de lo superior. En consecuencia, se perdió la noción de los fines, que fueron sustituidos por medios —como la riqueza—, lo cual era considerado, por pensadores como Aristóteles, equivalente a privilegiar lo antinatural y a un tipo de esclavitud.[25]

Para nuestra autora, lejos de que la laboriosidad amplíe el ámbito de actividad mundana, nos repliega en nuestra individualidad, nubla la certeza de nuestro destino y nos aísla; con el agregado de que, en nuestra época, hemos perdido las herramientas culturales para aprovechar esa soledad: “El hombre moderno, cuando perdió la certeza de un mundo futuro, se lanzó dentro de sí mismo y no del mundo”.[26] La reducción de la actividad humana a lo económico, y el consecuente repliegue de los individuos, ocasionaron que la vida de éstos se sumergiera en el “total proceso vital de la especie”;[27] en un tipo de regresión a la que Aristóteles denominaba la vida apetitiva del animal,[28] aunque se realice bajo las condiciones de una estructura técnico–científica.[29]

Arendt supone que la situación podría superarse si se recupera la dimensión contemplativa a través de la acción política: “El pensamiento […] todavía es posible, y sin duda real, siempre que los hombres vivan bajo condiciones de libertad política”.[30] Sin embargo, ¿qué tipo de acción política tiene en mente, si no es una que modifique radicalmente las condiciones de labor y trabajo, y en donde se satisfagan las necesidades sociales y humanas, como propone Marx?

En Sobre la revolución la autora lleva a cabo una reevaluación del significado de las revoluciones modernas como formas de acción política que podrían promover la fundación de una comunidad tal como ella la entiende, distinguiéndose claramente de la concepción marxista. En su opinión, en el acontecimiento revolucionario se manifiesta “la entrada en escena de la libertad”,[31] en coincidencia “con la experiencia de un nuevo comienzo”.[32] En específico, esta emancipación consiste “en la admisión en la esfera pública”[33] para actuar en conjunto con el resto de los ciudadanos en la constitución de una comunidad; lo cual es, “al mismo tiempo, la experiencia de la capacidad del hombre para comenzar algo nuevo”.[34]

Bajo esta perspectiva, una revolución no se define en función de condiciones materiales o necesidades sociales, sino por la libertad de actuar en conjunto para instituir una nueva vida en común: “Sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución”.[35]

Para ilustrar su idea, Arendt compara las revoluciones norteamericana y la francesa. Concluye que la primera triunfó en la constitución de un novus ordo seclorum, y que la segunda fracasó al haber sido impulsada por motivos semejantes a los de Marx.

El problema de la Revolución francesa fue que impuso como eje rector la satisfacción de necesidades o las cuestiones sociales:[36] “Bajo el imperio de esta necesidad, la multitud se lanzó en apoyo de la Revolución francesa, la inspiró, la llevó adelante y, llegado el día, firmó su sentencia de muerte, debido a que se trataba de la multitud de pobres”.[37] En contraste, en América la Revolución fue promovida por hombres libres de cargas laborales, con sus necesidades básicas satisfechas, Francia fue impulsada por las carencias de los sans–culottes. Esto, para Arendt, significa una “abdicación de la libertad ante el imperio de la necesidad”,[38] que tuvo como consecuencia que el acontecimiento revolucionario se degradara en violencia sin sentido político: “Fue la necesidad, las necesidades perentorias del pueblo, la que desencadenó el terror y la que llevó a su tumba la Revolución”.[39]

A los ojos de esta autora, las ideas de Robespierre son equivalentes a las de Marx o Lenin, ya que se basan, más que en la acción en conjunto, en antagonismos sociales que desvirtúan el carácter de la Revolución por hacerla depender de “la pasión de la compasión”.[40] La virtud del acontecimiento americano, por el contrario, radica en que el “problema que planteaban no era social, sino político, y se refería a la forma de gobierno, no a la ordenación de la sociedad”.[41] La conclusión de Arendt es que, en una revolución, las necesidades sociales deben ser excluidas de manera “automática de una participación activa en el gobierno”;[42] por lo que sólo podría ser motivada por “la pasión por la distinción”,[43] a saber, el reconocimiento de la opinión de cada individuo en los procesos públicos.

Sin duda, el rechazo de Arendt hacia las cuestiones sociales —en torno a las que gira el pensamiento marxista— se debe a que, a partir de ellas, no es posible plantear con certeza la acción política en términos de durabilidad, representatividad o libertad, lo cual pone en entredicho la posibilidad de instrumentar un marco de instituciones basado en el derecho. Por ello, en su lugar, postula que el objetivo de una revolución debería ser la fundación de un espacio para la participación de los individuos en asuntos públicos: “La fundación de un cuerpo político que garantice la existencia de un espacio donde pueda manifestarse la libertad”[44] a través de la ley y de una autoridad representativa, cuyo reconocimiento vincule a los ciudadanos y permita iniciar una tradición, de cuya duración han de responsabilizarse.

La tradición es entendida por esta autora en sentido romano, como la aumentación (augere) de los vínculos establecidos en la fundación a través de alianzas legalmente constituidas.[45] Un revolucionario debería entonces ser impulsado por una pasión por la libertad pública, que se realiza en el goce de participar en cuerpos políticos donde los ciudadanos se reúnen a deliberar con el “deseo de ser visto[s], oído[s], juzgado[s], aprobado[s] y respetado[s] por las personas que lo[s] rodean y constituyen sus relaciones”,[46] unidos por vínculos de confianza en un pacto que representa su decisión de conformar un nuevo orden donde se desarrollará su acción en común y bajo formas de autoridad que provienen del orden social imperante y que deben ser conservadas.[47]

La propuesta de Arendt puede calificarse como una revolución conservadora: el inicio de un nuevo orden político con base en un entramado de instituciones representativas, en la conservación de las formas de autoridad que rigen la dinámica social y bajo la legitimación del pacto o alianza de los sectores que la componen. Con ello pretende responder de mejor manera que el pensamiento marxista a los retos políticos del mundo contemporáneo sin romper con las jerarquías tradicionales de la actividad humana, en las que, a su parecer, debe basarse el orden sociopolítico.

 

Una respuesta marxista: la verdad del acontecimiento

Para un pensador como Cornelius Castoriadis, de convicciones revolucionarias y educado en el marxismo, en contra de la interpretación de Arendt, “la grandeza y la originalidad de la Revolución francesa se hallan […] justamente en aquello que se le reprocha tan a menudo: que tiende a cuestionar, en derecho, la totalidad de la institución existente de la sociedad. La Revolución francesa no puede crear políticamente si no destruye socialmente”.[48] El núcleo central de una revolución no puede limitarse a un cambio en las instituciones políticas, pues consiste en la transformación radical de las actividades sociales, incluso a costa de subvertir las referencias tradicionales e invertir sus jerarquías, cuestionando su supuesto arraigo en la condición humana.

Por ello, para Castoriadis, “Hannah Arendt comete una equivocación enorme cuando reprocha a los revolucionarios franceses el ocuparse de la cuestión social, presentando a ésta como una vuelta a cuestiones filantrópicas y a la piedad por los pobres”.[49] El punto de Castoriadis es que “la cuestión social es una cuestión política”,[50] porque el poder económico determina las condiciones del poder político y porque cada forma de gobierno depende de condiciones sociales específicas y, si se desea instrumentar un orden político más justo, se deben modificar las condiciones sociales a partir de sus elementos económicos.

A continuación, en Francia el Antiguo Régimen no es una estructura simplemente política; es una estructura social total […]. Es todo el edificio social lo que hay que reconstruir, sin lo cual es materialmente imposible una transformación política. La Revolución francesa no puede —como ella [Arendt] quería— superponer simplemente una organización política democrática a un régimen social que permanezca intacto.[51]

Además, el ejemplo de la Revolución americana es inadecuado porque, al acontecer en un orden social de pequeños productores, y no en las condiciones de desigualdad del Antiguo Régimen, no puede dar cuenta plenamente de las exigencias políticas del mundo contemporáneo.

Cualquier forma de pensamiento marxista, por principio, se opone a la separación de lo político y lo social, como la que pretende Arendt, en donde se busca transformar el orden institucional conservando en lo esencial las estructuras sociales que determinan las jerarquías de las actividades cotidianas. Para un marxista no puede haber igualdad política si no se fomenta la igualdad social.

Tal separación, como ilustra la argumentación de Arendt, coincide con el espíritu liberal del parlamentarismo, característico de las revoluciones anglosajonas, y se opone a las revoluciones sociales radicales, como la francesa o las que busca concebir el marxismo, las cuales no simplemente desean mejorar la representación política, sino transformar las estructuras fundamentales de la vida en común, que tradicionalmente han legitimado la desigualdad estructural y justificado formas de explotación —como la esclavitud— y segregación.

La polémica reflexión de Arendt sobre los acontecimientos de Little Rock puede servir para ilustrar los límites de la acción política liberal. En 1957 se decretó en Arkansas la prohibición de la segregación racial en escuelas, y Arendt criticó la medida por considerarla una cuestión social sin consecuencias políticas. Aun cuando se opone a la discriminación racial, no piensa que la desegregación pueda abolirla y forzar una transformación social.[52]

Su convicción es que las condiciones sociales no pueden modificarse desde las instituciones políticas, pues pertenecen a esferas distintas de la actividad humana. La esfera pública tan sólo asegura el derecho de ciudadanía garantizando la libertad de pensamiento, expresión y asociación, pero no afecta directamente el curso de las interacciones sociales, aunque éstas generen dinámicas injustas como la segregación. Más aún, considera que la discriminación es un fenómeno esencial de la vida social que no debe abolirse, sino mantenerse “confinada dentro de la esfera social, donde es legítima”.[53] Los planteamientos de Arendt no buscan el logro de la justicia social, sino que lo social y lo político se mantengan en su propio espacio con el fin de preservar la supuesta esencia de las actividades humanas independientemente de los cambios históricos.

Por ello, la autora afirma incluso que forzar a niños de color a asistir a las escuelas de los blancos atenta contra los derechos de éstos a la privacidad y libre asociación, tan típicos de la mentalidad liberal y que, en todo caso, el Estado tiene la obligación de asegurar que no se apliquen cambios que intervengan contra la dinámica discriminatoria.[54] Si se quiere atacar el problema social, sugiere, debe hacerse desde una institución social como la Iglesia, que aboga por la igualdad de los hombres en tanto hijos de Dios, y no desde el entramado institucional; porque al ir más allá de sus límites esenciales estaría en riesgo de imponer su poder por la fuerza y no por medios políticos.[55]

Para Alain Badiou, la limitación de la acción política al marco ideológico del liberalismo no es más que un síntoma del actual orden hegemónico, el cual tiene como misión teórica no sólo desvincular la política de la transformación radical de las condiciones sociales, sino justificarlo en función de una condena de la pretensión platónica de fundamentar la justicia en una noción de verdad singular, universal y absoluta.[56]

En múltiples lugares de su obra Arendt critica la pretensión filosófica de fundamentar la acción política en nociones teóricas de verdad,[57] y, en vez de ello, prefiere recurrir a la crítica kantiana para dilucidar las condiciones en que acontece la política, como intercambio de opiniones.[58] Para Badiou, sin embargo, esta crítica encubre una legitimación de la democracia parlamentaria: “Hablar de ‘lo’ político es aquí la máscara de la defensa filosófica de una política. Lo que no hace sino confirmar lo que creo: que toda filosofía está bajo condición de una política real”.[59]

Si toda filosofía se desarrolla bajo condición de una política real,[60] más que pensar lo político en sus términos, la labor teórica debe consistir en cuestionar la verdad de su condición. En su análisis de la fundamentación de Arendt,[61] Badiou considera que su estrategia reduce la política “al ejercicio del ‘libre juicio’ en un espacio público donde, en definitiva, no cuentan más que las opiniones”.[62] Si el juicio reflexionante kantiano es la base de la política, ésta no puede ser ni una verdad ni una acción, lo cual es una doble negación de lo que debería ser desde una postura marxista: un procedimiento de verdad[63] que modifica la estructura del colectivo desde lo social y su actividad, y que se desarrolla a partir del acontecimiento revolucionario, que es su referencia fundamental. El juicio sobre el que se apoya la acción debe ser determinante y no de gusto, tanto en lo referente a sus estrategias como en la militancia. “Hannah Arendt felicita a Kant, por ejemplo, porque ‘dice cómo tomar a los otros en consideración, pero no dice cómo uno puede asociarse con ellos para actuar’. El punto de vista del espectador es sistemáticamente privilegiado”.[64]

Badiou ataca la tendencia de la democracia parlamentaria hacia la reducción de los sujetos a espectadores que enjuician la opinión pública, pero a los cuales no se les permite establecer formas de asociación militante encaminadas a modificar sus condiciones sociales. Esto coincide con la actitud de Kant respecto de la Revolución francesa: “Como espectáculo público, la Revolución es admirable, mientras que sus militantes son odiosos. Entusiasmo por la Revolución, aborrecimiento por Robespierre y Saint–Just: ¿qué hay que interpretar por ‘política’ para llegar a semejante separación?”[65]

Lo que se juzga aquí, en función de la preferencia por un tipo de fundamentación, es el carácter de la acción política en el acontecimiento revolucionario. Robespierre y Saint–Just son auténticos sujetos políticos para Badiou, no porque enjuicien opiniones en la seguridad institucional del espacio público liberal, sino porque tratan de modificar las condiciones sociales de la vida, amparados en la verdad del acontecimiento, de naturaleza platónica.

Por tanto, lo que está en juego en la discusión sobre la esencia del acontecimiento revolucionario es la naturaleza política del sujeto. En Arendt éste tiene su base en la noción kantiana de sentido común como fundamento del espacio público donde la pluralidad de opiniones se despliega en condiciones de igualdad política y de desigualdad social. En Badiou el sujeto “está constituido por el proceso político mismo. Y esta constitución es precisamente lo que lo arranca del régimen de la opinión”.[66] Aquí el sujeto se erige en defensa de una verdad, desde una posición determinada por la “singularidad absoluta de un acontecimiento”,[67] a partir de la que sólo puede conformarse una política singular, y nunca una pluralidad bajo un espacio común: “Nos opondremos a toda visión consensual de la política. Un acontecimiento nunca es compartido, incluso si la verdad que se infiere del mismo es universal, porque su reconocimiento como acontecimiento forma una unidad con la decisión política”.[68]

Al contrario de Arendt, Badiou considera que el acontecimiento no instituye un espacio público plural, sino un espacio de reconocimiento de una verdad singular, universal e incluso eterna,[69] que no puede compartirse con quienes la nieguen o no la reconozcan. El nazismo, por ejemplo, para este mismo autor, no es la negación de la política —como lo plantearía Arendt—, sino una política más, que debe combatirse, por su falsedad, desde el reconocimiento de la verdad de los acontecimientos de la época.[70] En los casos de discriminación racial no se trata de discutir públicamente el gusto por la segregación de ciertos sectores de la sociedad, intentando convencer a la opinión pública, sino de combatirla desde sus raíces sociales hasta eliminarla bajo la premisa de que es esencialmente falsa en función de la verdad del acontecimiento de lucha por los derechos civiles.

Bajo tal perspectiva de acción política revolucionaria, Badiou se ve en la necesidad de reinterpretar el sentido de la tradición filosófica desde Platón mismo. En su opinión, la filosofía no es una actividad natural y espontánea del intelecto, pues de hecho requiere que previamente acontezcan ciertas condiciones para realizarse, en las cuales se hace posible el entrecruzamiento entre ser, verdad y sujeto. Tales condiciones son invariables, aunque se den en distintos momentos históricos, por lo que él las califica como procedimientos genéricos (política, arte, ciencia y amor). Entonces, las condiciones de posibilidad de la filosofía no pueden identificarse a priori en la estructura del sujeto, sino en los acontecimientos singulares que desencadenan procedimientos genéricos en función de los cuales se constituyen los sujetos. La filosofía de cada época es precedida por acontecimientos del mismo género; sólo hay filosofía bajo la condición de grandes revoluciones políticas, científicas, artísticas o de auténticos encuentros amorosos.

Según este mismo autor, la primera forma de filosofía en Occidente que intentó pensar sus condiciones fue la de Platón, pues se trata de la “primera configuración filosófica que se propone disponer estos procedimientos, el conjunto de estos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así, en el pensamiento que son composibles”.[71] La teoría de las Ideas ofrece el espacio conceptual en el que se pueden pensar las relaciones de lo que ha acontecido y puede siempre, por ello, llegar a acontecer. Por ejemplo, para Badiou, en la República, “la cuestión de saber si existe o puede existir es indiferente y, por lo tanto, no se trata aquí de política, sino de política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las cuales no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible”.[72] Tanto la República platónica como el comunismo marxista son expresiones ideales, fundadas sobre la verdad de acontecimientos revolucionarios, que tienen validez no por el éxito de su instrumentación en un Estado o un entramado institucional, sino porque pueden pensarse como invenciones realmente posibles. La filosofía se apoya en la verdad del acontecimiento e intenta hacer concebibles los procedimientos en que una vida verdadera puede realizarse independientemente del éxito conseguido.

En franca oposición a Arendt, Badiou considera que el problema de la acción política no radica en garantizar que se realice en condiciones de libertad, sino en que se apoye en el acontecimiento de la verdad, para lo cual debe ser pensado filosóficamente. Lo fundamental en Badiou, por tanto, es comprender en qué radica la naturaleza de tal acontecimiento. ¿Qué es una revolución y por qué, más que un momento de libertad, es un momento de acontecer de la verdad?

Un acontecimiento es el suplemento de una situación dada que no puede representarse por ningún recurso en ella. Este suplemento es lo que posibilita que haya una verdad en la situación. ¿Cómo entonces podemos saber de la verdad si nada en la situación permite representar el suplemento? Éste puede inscribirse en la situación “por una nominación singular, la puesta en juego de un significante de más”.[73] La labor de la filosofía consiste en “reunir todos los nombres–de–más[74] en su espacio conceptual sin que ello implique que pueda definir la verdad o determinar la manera en que acontece en toda situación. Lo que hace, más bien, es “pronuncia[r] […] la coyuntura —es decir, la conjunción pensable— de las verdades”[75] al ubicarse en “la brecha del tiempo”,[76] en las crisis, aperturas, paradojas, revoluciones o momentos de cambio radical que definen lo que es un acontecimiento.

Los análisis dialécticos, desde Platón hasta Marx, tienen, en este sentido, la función de vincular teóricamente la verdad acontecida con la posibilidad de realización de un proyecto político que sea coherente con ella. Sin embargo, ¿cómo se puede evitar mistificar el acontecimiento o convertirlo en una referencia de autoridad de tipo religioso, lo cual corre el peligro no sólo de promover tendencias conservadoras, sino autoritarias y, en su extremo, totalitarias?

Badiou, como el marxismo en general, pretende retomar la cuestión bajo la condición histórica de la muerte de Dios,[77] calificando la situación como “del múltiple–sin–Uno, o de las totalidades fragmentarias, infinitas e indiscernibles”.[78] El problema aquí es cómo podría desarrollarse un pensamiento sobre la verdad a partir de una dialéctica y sin la presuposición del Uno.

En lugar de intentar recuperar el Uno, Badiou asegura que éste es sólo una presuposición basada en un discurso poético, el cual es inconsistente como sostén del sujeto.[79] Con esto pretende mostrar que confiar la ontología a fundamentos literarios lleva a la desubjetivación.[80] Ahora bien, para recobrar la certeza de los principios sobre los que se ha de basar la acción del sujeto, más que recurrir al empirismo para tratar de salvar la objetividad, nuestro autor propone “producir un concepto de sujeto tal que no se apoye en ninguna mención del objeto, un sujeto, podríamos decir, sin frente a frente”.[81] La respuesta de Badiou al liberalismo imperante de nuestra época —que privilegia la opinión individual basada en criterios de gusto—, como una forma de continuar la tradición filosófica iniciada por Platón, es un idealismo sin Uno, que se funda sobre un concepto puro de sujeto. Y el tipo de ontología que requiere tal propuesta es “un platonismo de lo múltiple”.[82]

La ontología de lo múltiple de Badiou implica renunciar a la identidad del ser y del Uno para presentar al ser como múltiple, lo que nos lleva al problema de si es posible pensarlo. “Además, si el ser es múltiple, es menester que una verdad también lo sea, a menos que no tenga ser en absoluto”.[83] En consecuencia, aunque la verdad es singular por depender del acontecimiento, y de ella sólo se puede seguir una política y no un espacio público de pluralidad de opiniones, hay múltiples acontecimientos de los que se siguen verdades distintas —políticas, científicas, artísticas o amorosas—. La cuestión es entonces la siguiente: si los acontecimientos revolucionarios deben pensarse en su multiplicidad, ¿cómo podemos asegurar que son de tendencia comunista y que el desarrollo de su verdad consiste en poner en marcha procesos de transformación del orden social en relación con la idea de justicia?

Para Slavoj Žižek, a pesar de congeniar con la postura política de Badiou,[84] resulta problemática su noción de verdad determinada por el acontecimiento como referencia de los procesos de acción política emancipadora. En el primer capítulo de Menos que nada, Žižek cuestiona precisamente el sentido de la Idea de verdad platónica. Su punto de partida es la indicación de Lacan, según la cual, “la verdad posee la estructura de una ficción”,[85] en el sentido de que la ficción soporta el modo de aparición de la verdad o de que la verdad sólo aparece en la forma de ficción, por lo que la cuestión fundamental es cómo juzgar un acontecimiento a través de las representaciones ficticias en las que lo percibimos.

La verdad, continuando con las intuiciones psicoanalíticas, implica un trauma, pues cuando se percibe deja una marca indeleble en el sujeto, que lo incomoda a lo largo de su vida y de la cual no puede dar cuenta por completo. Es decir, la verdad, aunque requiere acontecer en algún tipo de representación, se define por no poder ser representada por completo. En una proposición, por tanto, que intente expresar la verdad, hay una brecha infranqueable entre el contenido del enunciado y la posición subjetiva de enunciación: el sujeto desea enunciar la verdad, pero su misma posición como enunciador no le permite decirla toda. La verdad siempre es no–toda; siempre está en exceso respecto de su representación.[86]

¿Cómo podemos dar cuenta de ella? Porque deja una marca en la forma de la representación; una distorsión que debe ser interpretada como un síntoma al igual que un psicoanalista interpreta los lapsus del paciente. En este sentido, se puede decir que la verdad no está en los hechos objetivos —como ya destacaba Badiou—, sino en la manera en la que el acontecimiento afecta la identidad del sujeto, de modo que determina todos sus recuerdos y percepciones; todo es visto a partir de la lente del acontecimiento. Como en el caso de los traumas, sin embargo, lo real del acontecimiento se resiste al sentido. No podemos no reconocerlo porque todo lleva su marca; pero al mismo tiempo, no podemos explicarlo en una trama coherente.

Aquí es donde Platón es relevante para Žižek. Según su interpretación, “las Ideas no son más que la forma misma de la apariencia”[87] en la que la verdad acontece para el sujeto, por lo que el problema político de una revolución puede resumirse en comprender cómo su acontecer distorsiona la forma del aparecer de las cosas en el mundo, lo cual implica que el mundo mismo, desde su base social de intercambios simbólicos, se está modificando.

Así, por ejemplo, Žižek tiene una valoración distinta a Badiou respecto de la opinión de Kant sobre la Revolución francesa. El entusiasmo al que Kant refiere debe ser visto no sólo como el efecto sobre la subjetividad de un espectador distanciado y no comprometido con el destino del acontecimiento, sino como el reconocimiento de que ahí está teniendo lugar una forma de violencia simbólica que está modificando la estructura total de la sociedad, dejando en suspenso cualquier noción de autoridad.[88]

Lo revolucionario en el pensamiento de Platón, que de cierta manera reconoció Kant, es la noción de que una Idea eterna puede brillar a través de la apariencia de la realidad empírica, como signo de verdad, y que ello puede ejercer en el sujeto un entusiasmo para involucrarse en el acontecimiento, independientemente de sus circunstancias.[89] ¿En qué difiere entonces Žižek respecto de Badiou? En que, a juicio de aquél, tanto Platón como Badiou se equivocan en su ontologización del acontecimiento y su verdad porque, a su parecer, la realidad de éstos es insustancial y virtual.

Žižek señala que los acontecimientos no sólo no son hechos empíricos de naturaleza objetiva, sino que tampoco están arraigados en el ser —como en Badiou—, en una especie de reino pre–subjetivo de lo múltiple, más allá de la percepción unificada del sujeto que los advierte como verdad. Las revoluciones acontecen como interrupciones de sentido en la estructura simbólica que condiciona la identidad del sujeto. Su naturaleza es negativa y su efecto sobre la forma de las representaciones indica el espacio vacío hacia el que todo en la realidad del sujeto tiende, como su límite y sentido indescifrable, porque no es susceptible de llenarse con un significado.

Irónicamente, esto lo vuelve lo Real para el sujeto: “el punto focal inamovible alrededor del cual circulan todos los elementos”.[90] Todo aparece sobre el fondo de esa nada, y hacia esa nada se mueve de regreso. Este movimiento, a los ojos de Žižek, puede ser explicado hegelianamente como una negación de la negación; la transformación de la realidad que pone en marcha el acontecimiento es un proceso dialéctico en el que el sujeto percibe la verdad del origen de su mundo en la nada, en función del cual se compromete en una misión de negar la negación para reconstituir el orden simbólico en su misma revocación (Aufhebung).

Respecto de posiciones como la de Arendt, para Žižek se trata de juicios errados sobre la naturaleza del acontecimiento porque no lo juzgan desde las circunstancias del sujeto y los efectos que sufre, sino desde lo que en retrospectiva piensan que debieron ser. “Un agente histórico nunca se ve directamente ante la elección entre terror revolucionario o Estado racional y orgánico. En el amanecer revolucionario, la única elección es entre el viejo orden ‘orgánico’ y la revolución, incluso su terror”.[91] Es decir, en un auténtico acontecimiento el sujeto no actúa para crear un orden formalmente neutro que posibilite la participación política de todos por igual, independientemente de sus posiciones sociales e ideológicas, sino que parte de un compromiso parcial con una causa que sólo le compete a él y a los que fueron afectados como él por el acontecimiento, que a partir de ese momento será la referencia de su existencia.

Finalmente, en contra de la ontología de Badiou, eso significa que la verdad no puede plantearse en términos de ser, aunque se lo considere en su multiplicidad, sino sólo en forma de negativa, como un Uno que no es. Žižek critica a Badiou porque, a su parecer, es insuficiente la explicación de éste sobre cómo las verdades se originan en la multiplicidad pura del ser y se inscriben en la unidad de los mundos.

No basta con suponer que en la multiplicidad del ser se da el acontecimiento, y que su reconocimiento por un conjunto de sujetos permite a éstos constituirse como colectivo para transformar su mundo. Para Žižek, el acontecimiento es posible por las condiciones de la estructura trascendental del sujeto, por lo que su verdad es analizable en sus efectos sobre la representación. Para superar el dualismo entre lo múltiple y la representación, el acontecimiento debe interpretarse de forma negativa como Uno que, aunque regula el aparecer desde el marco de representación, en realidad es no–Uno. El acontecimiento es así un inexistente: no tiene existencia positiva y sólo puede referirse negativamente como punto de torsión sintomática del orden simbólico que “funciona como ‘singular universal’, un elemento singular que directamente participa en el universal (pertenece a su mundo), pero carece de un lugar determinado en él”.[92]

El proletariado es el ejemplo por excelencia del singular universal como significante vacío, pues representa a la clase que no tiene un lugar reconocido en el mundo, aunque su existencia depende de los efectos de exclusión de la estructura del orden simbólico. Su aparición en el espacio público genera la percepción de que viene de afuera del sistema, cuando, de hecho, es producto de él. Por ello, su manifestación pública es un acontecimiento revolucionario, ya que hace visibles los antagonismos que constituyen la estructura del orden de representación como su síntoma, lo cual abre la posibilidad de transformación a través de la acción política organizada del colectivo que identifique en el acontecimiento la verdad de su causa e identidad.[93]

De acuerdo con lo desarrollado en este texto, hemos de reconocer que, desde la época de Marx y Engels hasta la discusión contemporánea sobre la praxis política, la revolución es considerada el acontecimiento determinante del destino de las luchas por la emancipación. La cuestión fundamental al respecto es cómo identificar un auténtico acontecimiento y cómo actuar de manera organizada en correspondencia con él. Ya en Marx y Engels, más allá de los análisis de las relaciones sociales condicionadas por el desarrollo de los medios de producción a lo largo de la historia, la revolución ocurre como una especie de excepción que genera las condiciones de acción política requeridas para la transformación del mundo, lo cual es el objetivo explícito del pensamiento marxista. Pero esta excepción sólo puede ser reconocida por sujetos cuya conciencia esté en condiciones de hacerlo, por lo que la crítica basada en la dialéctica filosófica se vuelve necesaria como herramienta para disipar las distorsiones ideológicas y aclarar el juicio sobre la verdad del acontecimiento. La discusión aquí presentada responde a este esfuerzo crítico de aclaración, como base teórica que permite al sujeto comprometerse activamente con la transformación y constitución del orden político, y como continuación contemporánea de las preocupaciones marxistas. En ese tenor, me atrevo a decir que el comunismo sigue presentándose a modo de una Idea platónica y como el paradigma atemporal en relación con el cual el sujeto puede moldear su carácter y emprender la lucha por realizar su destino común junto a las almas afines; ya sea que esté inscrito como lo Uno o lo múltiple en el ser, o que sólo sea el vacío que curva la estructura simbólica que condiciona la percepción de la realidad y la dirige, en consecuencia, a un incierto horizonte, como su verdad, en el que todo está aún por escribirse.

 

Fuentes documentales

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——  Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 2016.

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——  La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2009.

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——  Manifiesto por la filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990.

——  Metapolitics, Verso, Londres, 2005.

——  San Pablo. La fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999.

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——  El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Paidós, Buenos Aires, 2001.

——  Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico, Akal, Madrid, 2015.

 

[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Profesor–investigador en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). eidoshumanidades1@gmail.com

 

[1].    Karl Marx, “Introducción para la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel” en Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Filosofía del derecho, Claridad, Buenos Aires, 1968, p. 8. Las cursivas se encuentran en el original.

[2].    Idem.

[3].    Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[4].    Idem.

[5].    Karl Marx, “Tesis sobre Feuerbach” en Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1974, p. 668. Las cursivas se encuentran en el original.

[6].    Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, p. 37.

[7].    Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[8].    Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[9].    Ibidem, p. 82.

[10].  Idem.

[11].  Idem.

[12].  Véase Georg Lukács, Lenin. Estudio sobre la coherencia de su pensamiento, Gorla, Buenos Aires, 2007; y Louis Althusser, “Lenin y la filosofía” en Louis Althusser, La soledad de Maquiavelo, Akal, Madrid, 2008.

[13].  Castoriadis y Badiou, por ejemplo, son críticos de la organización estatal y burocrática (que suele terminar por asumir la acción política comunista) y condenan su degeneración estalinista. Castoriadis, Badiou y Žižek, además, tienden a otorgar un papel secundario a las teorías económicas de Marx respecto de los logros políticos de la revolución.

[14].  Hannah Arendt, Karl Marx y la tradición de pensamiento político occidental, Encuentro, Madrid, 2007, p. 17.

[15]Ibidem, p. 14.

[16]Ibidem, p. 19.

[17]Ibidem, p. 20.

[18]Ibidem, p. 28.

[19]Ibidem, p. 20.

[20]Idem.

[21]Ibidem, p. 21.

[22]Ibidem, p. 23.

[23]Ibidem, p. 24.

[24].  Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2009, p. 344.

[25].  Aristóteles, Ética nicomáquea, Gredos, Madrid, 1985, Libro I, capítulo V, p. 134.

[26].  Hannah Arendt, La condición…, p. 344.

[27]Ibidem, p. 346.

[28].  Aristóteles, Acerca del alma, Gredos, Madrid, 1978, Libro ii, capítulo iii, pp. 175–178.

[29].  Véase la crítica de la autora al desarrollo científico sin consideraciones humanas en Hannah Arendt, “La conquista del espacio y la estatura del hombre” en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 2016, pp. 403–426.

[30].  Hannah Arendt, La condición…, p. 348.

[31].  Hannah Arendt, “Sobre la revolución” en Revista de Occidente, Madrid, Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, 1967, pp. 175–189, p. 35.

[32]Idem.

[33]Ibidem, p. 39.

[34]Ibidem, p. 41.

[35]Ibidem, p. 42.

[36].  Sobre la cuestión social en Arendt, véase Ferenc Fehér, “Freedom and the ‘Social Question’ (Hannah Arendt’s Theory of the French Revolution)” en Philosophy & Social Criticism, sage Publications, Thousand Oaks, California, vol. 12, Nº 1, abril de 1987, pp. 1–30.

[37].  Hannah Arendt, “Sobre la revolución”, p. 68.

[38]Ibidem, p. 69.

[39]Idem.

[40].  Ibidem, p. 79.

[41].  Ibidem, p. 77.

[42]Idem.

[43]Ibidem, p. 78.

[44]Ibidem, p. 135.

[45].  Sobre la noción de tradición política en la autora, véase Hannah Arendt, “La tradición en la época moderna” en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro…, pp. 33–66.

[46].  Hannah Arendt, Sobre la revolución, p. 129.

[47].  Sobre la noción de autoridad en esta autora, véase Hannah Arendt, “¿Qué es la autoridad?” en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro…, pp. 145–226.

[48].  Cornelius Castoriadis, “¿La idea de la revolución tiene sentido todavía?” en Estudios filosofía/historia/letras, Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica, vol. 24, 1991, pp. 7–25, p. 9.

[49]Idem.

[50]Idem.

[51]Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[52].  Hannah Arendt, “Reflections on Little Rock” en Dissent, Nueva York, invierno de 1959, pp. 49–50.

[53]Ibidem, p. 51.

[54]Ibidem, p. 55.

[55]Ibidem. Para una crítica del problema de la discriminación racial en Arendt, véase Kathryn T. Gines, Hannah Arendt and the Negro Question, Indiana University Press, Bloomington, Indiana, 2014. Sobre la ilegitimidad de la violencia en asuntos políticos, véase Hannah Arendt, Sobre la violencia, Joaquín Mortiz, México, 1970.

[56].  “Prefacio” en Alain Badiou, Lógica de mundos. El ser y el acontecimiento 2, Manantial, Buenos Aires, 2008, pp. 17–59.

[57].  Hannah Arendt, La promesa de la política, Paidós, Barcelona, 2008. Ver los capítulos “Sócrates” y “El final de la tradición”, pp. 43–129.

[58].  Véase Hannah Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, Barcelona, 2003.

[59].  Alain Badiou, Metapolitics, Verso, Londres, 2005, p. 16.

[60].  O, más formalmente, lo que Badiou llama procedimientos genéricos: la política, el arte, la ciencia y el amor. Todos implican el desarrollo militante de una verdad, que se manifestó como acontecimiento, el cual es el punto de anclaje de la vida del sujeto. Alain Badiou, “Condiciones” en Alain Badiou, Manifiesto por la filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990, pp. 13–19.

[61].  Badiou confronta las ideas de Arendt a partir de la interpretación de Myriam Revault d’Allones, quien respondió en el siguiente artículo: Myriam Revault d’Allones, “Qui a peur de la politique? Réponse à Alain Badiou” en Esprit, Editions Esprit, París, vol. 12, Nº 248, diciembre de 1998, pp. 236–242.

[62].  Alain Badiou, Metapolitics, p. 11.

[63].  En referencia a los procedimientos genéricos que tienen su origen en el reconocimiento de la verdad del acontecimiento por parte del sujeto, véase la nota 60.

[64].  Alain Badiou, Metapolitics, pp. 11–12.

[65]Ibidem, p. 12.

[66].  Ibidem, p. 22. Las cursivas se encuentran en el original.

[67]Ibidem, p. 23.

[68]Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[69].  Alain Badiou, “Gesto platónico” en Manifiesto…, pp. 69–72.

[70].  Alain Badiou, Metapolitics, p. 19.

[71].  Alain Badiou, Manifiesto…, p. 14. Las cursivas se encuentran en el original. El término composibilidad (compossibilité) es retomado por Badiou de Leibniz para referir al espacio que ofrece la filosofía para pensar la posibilidad de los procedimientos y sus relaciones, a partir de acontecimientos que han sido posibles o podrían serlo.

[72]Ibidem, p. 15.

[73]Ibidem, p. 16. Las cursivas se encuentran en el original.

[74]Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[75]Ibidem, p. 18. Las cursivas se encuentran en el original.

[76]Idem.

[77].  Para Badiou, el mito y la religión no ofrecen un acercamiento a la verdad, sino que sólo fijan y determinan la estructura legal y de saber de un contexto. Al respecto, resulta particularmente interesante el libro de Alain Badiou, San Pablo. La fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999. En esta obra, el autor argumenta que el apóstol se mantiene fiel a la verdad del acontecimiento cristiano porque, más que poner las bases de una religión al difundir un mito, lleva a cabo una estrategia política que le permite organizar una militancia que transforma su mundo en nombre de una nueva forma de universalidad e igualdad. Sobre la lectura de Badiou, véase Slavoj Žižek, “La política de la verdad, o Alain Badiou como lector de San Pablo” en Slavoj Žižek, El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 137–182.

[78].  Alain Badiou, Manifesto…, p. 36.

[79].  Así, Badiou evita la empresa heideggeriana de fundar un pensamiento que supere la oposición moderna sujeto/objeto a través del decir poético, y más bien se propone reformularla en función de la noción platónica de verdad. Véase la “Introducción” en Alain Badiou, El ser y el acontecimiento, Manantial, Buenos Aires, 2001.

[80].  Alain Badiou, Manifiesto…, pp. 47–63.

[81].  Ibidem, p. 64. Las cursivas se encuentran en el original.

[82]Ibidem, p. 65. Las cursivas se encuentran en el original.

[83]Ibidem, p. 74.

[84].  Véase, por ejemplo, Slavoj Žižek, “Badiou pense à tout” en Libération, sfr Presse, París, 22 de marzo de 2007. https://next.liberation.fr/livres/2007/03/22/badiou-pense-a-tout_88141 Consultado 26/II/2017.

[85].  Slavoj Žižek, Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico, Akal, Madrid, 2015, p. 33.

[86].  Para una discusión sobre el no–todo de la verdad, véase Alain Badiou y Slavoj Žižek, “Badiou & Žižek – Is Lacan An Anti–Philosopher? (Complete)” en YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=Fv5VMf-RJx4  Consultado 26/II/2017.

[87].  Slavoj Žižek, Menos que nada…, p. 42.

[88]Ibidem, pp. 45–46.

[89]Ibidem, p. 47.

[90]Ibidem, p. 48.

[91]Ibidem, p. 83.

[92]Ibidem, p. 883.

[93].  Para una crítica de las nociones de verdad y acontecimiento de Badiou y Žižek, por considerarlas insuficientes como fundamentos revolucionarios frente a un sistema resiliente como el del capitalismo neoliberal, véase Nathan Eckstrand, “Does Fidelity to Revolutionary Truths Undo Itself? Systems Theory on Badiou and Žižek” en Radical Philosophy Review, Radical Philosophy Association/Philosophy Documentation Center, Charlottesville, Virginia, vol. 22, Nº 1, 2019, pp. 59–84.

No. 114 Marx y Marxismos II

Periodo: Año 29. Vol II. No. 114. Enero – junio 2021

Lanzar dos “llamados” para la temática Marx y marxismos, así como dedicarle la carpeta temática de nuestra revista en dos números consecutivos, han sido valiosas oportunidades para tomarle el pulso a esta tradición de pensamiento, tanto en términos del interés que aún suscita como de su relevancia para nuestro mundo contemporáneo. Respecto del interés, queremos agradecer a las muchas y muchos autores que nos propusieron textos para publicación; los seis artículos publicados en esta carpeta entre el número 113 y el actual 114 no reflejan, ciertamente, todo su alcance. En cuanto a la relevancia, aun cuando nos hemos forjado nuestro propio juicio, preferimos apelar al buen criterio de nuestras lectoras y lectores, con la esperanza de no haberlos defraudado ni defraudarlos en este número, el cual pone pausa por un tiempo indefinido a esta temática.

Miguel Fernández Membrive

Publicado: 2021-01-10

Contenido

  • Presentación

    Presentación
    Miguel Fernández Membrive
  • Marx y marxismos

    Para una Teoría Crítica del racismo en México: el caso de la caravana migrante
    Dinora Hernández López
  • Campaña por el salario para el trabajo doméstico: poner la reproducción en el centro del análisis marxista
    Elsa Ivette Jiménez Valdez
  • Acontecimiento revolucionario y verdad. La noción de revolución en la discusión contemporánea sobre la acción política
    Carlos Alfonso Garduño Comparán
  • Acercamientos filosóficos

    El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica
    Pablo Igartua Martínez
  • “Lo tomó, dio gracias, lo partió y lo dio”: materia en trans–, una vía hacia la teología en Xavier Zubiri
    Pedro Antonio Reyes Linares , S.J.
  • Cine y literatura

    Adolescentes en el cine mexicano actual
    Luis García Orso, S.J.
  • Claus y Lucas: narrar lo verdadero, sin sentimentalismos
    José Miguel Tomasena
  • Justicia y sociedad

    La Sierra Tarahumara y los tarahumaras en dos escritos de Francisco Xavier Clavigero
    Abel Rodríguez López

Campaña por el salario para el trabajo doméstico: poner la reproducción en el centro del análisis marxista

Elsa Ivette Jiménez Valdez[*]

Recepción: 30 de agosto de 2020
Aprobación: 25 de septiembre de 2020

 

Resumen. Jiménez Valdez, Elsa Ivette. Campaña por el salario para el trabajo doméstico: poner la reproducción en el centro del análisis marxista. En este artículo presentaré algunas de las principales argumentaciones y aportes que las teóricas feministas involucradas en la Campaña por el salario para el trabajo doméstico elaboraron para explicar los modos en los que el capitalismo explota a sujetos no asalariados, particularmente a las mujeres. Apoyándose en el pensamiento de Marx —pero también desafiándolo— estas autoras mostraron que el capitalismo, más que un modo de producción, es una forma de organizar las relaciones sociales, ya que separa, jerarquiza y estructura las sociedades para asegurar la acumulación. Naturalizar la reproducción es una estrategia clave para asegurar e invisibilizar la explotación de las mujeres en el hogar, haciendo pasar por amor el trabajo no pagado que beneficia a los varones y, a través de ellos, al capital. Su obra demostró que poner la reproducción en el centro del análisis transforma, profundiza y expande los horizontes de la lucha anticapitalista.

Palabras clave: Campaña salario por el trabajo doméstico, feminismo marxista, reproducción, trabajo doméstico.

Abstract. Jiménez Valdez, Elsa Ivette. Campaign for a Salary for Unpaid Domestic Labor: Putting Reproduction at the Center of Marxist Analysis. In this article I will present some of the main arguments and contributions that feminist theoreticians involved in the Campaign for a Salary for Unpaid Domestic Labor have formulated to explain the ways capitalism exploits non–salaried subjects, particularly women. Building on—but also challenging—Marx’s thinking, these authors showed that capitalism, more than a means of production, is a way to organize social relations, inasmuch as it separates, hierarchizes and structures societies in order to ensure accumulation. Naturalizing reproduction is a key strategy for ensuring and making invisible the exploitation of women in the home, framing as love the unpaid labor that benefits men, and through them, capital. Their work demonstrates that putting reproduction at the center of the analysis transforms, deepens and expands the horizons of anti–capitalist struggle.

Key words: Campaign for a salary for unpaid domestic labor, Marxist feminism, reproduction, domestic work.

 

Introducción

En este artículo busco presentar algunas de las principales argumentaciones y aportes que las teóricas feministas involucradas en la Campaña por el salario para el trabajo doméstico, desarrollada en la década de los años setenta, elaboraron para explicar los modos en los que el capitalismo explota a sujetos no asalariados, particularmente a las mujeres. Lo que me interesa destacar son las discusiones conceptuales que aquéllas sostuvieron con Marx y la manera en que se apropiaron, reformularon y consiguieron ensanchar su edificio categorial y analítico. Buscaré destacar algunos caminos que abrieron para pensar los modos en que el capital produce, organiza y modela el conjunto de relaciones sociales y, a partir de ello, las estrategias que propusieron para orientar la lucha.

Con esta finalidad, ofreceré una breve descripción de las demandas de la Campaña por el salario doméstico[1] y presentaré algunos datos de Silvia Federici, Mariarosa Della Costa, María Mies y Leopoldina Fortunati, cuyas reflexiones serán el material de análisis en este texto. En los siguientes dos apartados sintetizaré el andamiaje teórico–conceptual que estas teóricas y activistas desarrollaron para explicar la imbricación entre la producción y la reproducción en las sociedades capitalistas, y el papel que las mujeres desempeñan en la acumulación. He estructurado estos dos apartados de tal modo que, al igual que ellas lo hicieron, partamos de Marx para cuestionar y expandir sus análisis y categorías. En el tercer apartado describiré algunas problemáticas que estas autoras exploraron en torno a los efectos que la explotación capitalista y patriarcal genera en las mujeres, y que las llevaron a rechazar el trabajo doméstico y a buscar la anulación de la figura del ama de casa. Me ha parecido importante incorporar, en el siguiente apartado, una síntesis de la relectura histórica que estas autoras elaboraron para explicar cómo se produjeron las condiciones materiales que determinaron que las mujeres fueran “liberadas” para ser subyugadas en el hogar. En las reflexiones finales ofrezco un punteo de lo que, en mi opinión, son los principales aportes de estas mujeres al pensamiento crítico y la manera en que su estudio de la reproducción las llevó, de rechazarla, a colocarla en el centro de la lucha anticapitalista, anticolonial y feminista.

 

Campaña por el salario para el trabajo doméstico

En este artículo no abordaré la historia e hitos de la Campaña por el salario doméstico, que tuvo pretensión de convertirse en un movimiento internacional. Tampoco analizaré su influencia en las huelgas feministas recientes. Mi exposición se limitará a explicitar y sintetizar la argumentación que estas teóricas y activistas desarrollaron con el objeto de articular la lucha marxista con sus preocupaciones y demandas como mujeres. Si bien varias autoras participaron en este debate, que se desarrolló principalmente en Europa occidental y Estados Unidos, aquí recuperaré las voces de las exponentes más destacadas: Silvia Federici, Mariarosa Della Costa, María Mies y Leopoldina Fortunati, para refrendar su vigencia y las provocaciones que suscita su pensamiento.

La Campaña para el salario doméstico surgió en Italia. En su emergencia tuvieron un papel fundamental Mariarosa Dalla Costa y Selma James. Estas autoras pusieron en tensión el papel de los trabajos de reproducción en el sostenimiento y expansión del modo capitalista de producción, argumentando que la explotación capitalista de las mujeres está mediada por el salario masculino.[2] Como resultado de esta reflexión, plantearon su rechazo al trabajo doméstico y la abolición de la figura de ama de casa. Posteriormente, Mariarosa Dalla Costa y Silvia Federici adoptaron la lucha por el salario doméstico como estrategia organizativa para visibilizar su importancia y lugar en el entramado de relaciones de explotación. Para ellas no tenía sentido optar entre la lucha feminista o la marxista: ambas están intrínsecamente articuladas y deben caminar juntas.

Las autoras que formaron el núcleo central de la Campaña no sólo eran feministas y marxistas, sino que también poseían una experiencia amplia y diversa en distintas causas y movimientos de resistencia. Silvia Federici es, con seguridad, el referente más distinguido en nuestro país. Conocida por su vinculación con múltiples movimientos y propuestas alternativas del Sur Global, es una historiadora de origen italiano que trabajó en Nigeria y en Estados Unidos. Además de su participación en la Campaña, ha militado en otros colectivos, entre ellos, el Committee for Academic Freedom in Africa, que apoya a estudiantes y docentes para luchar contra los recortes estructurales y educativos en el continente. También es parte del Midnight Notes Collective, un grupo de estudio crítico que está aportando lecturas renovadas sobre los cercamientos y los comunes.[3] María Mies es alemana, fue profesora de sociología en su país natal y en Holanda, y vivió varios años en la India. Sus investigaciones incorporan la preocupación por el medio ambiente y una fuerte crítica al desarrollo. Mies ha trabajado con Vandana Shiva y es integrante de la sección feminista de Attac, una organización altermundista que promueve el control democrático de los mercados financieros. Leopoldina Fortunati es italiana. Ha trabajado diversidad de temas culturales y de tecnología desde la perspectiva feminista. Fue, junto con Mariarosa Dalla Costa, integrante de Poder Obrero y de Lotta Feminista. Dalla Costa ha sido pionera en la discusión sobre la violencia ginecológica articulando su análisis con una perspectiva ecofeminista. Sin duda, esta diversidad de lecturas, enfoques e intereses enriqueció su pensamiento y le permitió desarrollar una mirada compleja y profunda que hilvanó distintas problemáticas y mostró las articulaciones entre ellas.

La Campaña por el salario doméstico se desarrolló a contrapelo de los movimientos de izquierda y del feminismo de cuño liberal logrando recoger y replantear aspectos centrales del feminismo radical. Frente a la primera postura, las feministas marxistas debieron disputar la descalificación de sus reclamos como separatistas subyugando sus peticiones al triunfo de la revolución proletaria que, por añadidura, se supone que terminaría con la división sexual del trabajo y erradicaría la familia burguesa. Al feminismo de cuño liberal le cuestionó que la demanda de “igualdad” carezca de una crítica a la estructura que organiza el derecho, la economía y el ejercicio político que legitima y garantiza la explotación de clase. Por otro lado, nuestras autoras coinciden con las feministas radicales en el cuestionamiento al ámbito de lo privado, a la familia y a la sexualidad, pero rechazan que la raíz del problema sea cultural. Afirman que estas construcciones sociales, tal como las conocemos ahora, son obra de la reorganización social que impulsó el capitalismo para subsumir la reproducción a la búsqueda de acumulación.

La conclusión a la que arribaron las impulsoras de la Campaña por el salario doméstico es que, para el capitalismo, fue indispensable reorganizar las relaciones patriarcales para asegurarse la reproducción de su mercancía más valiosa: la fuerza de trabajo. Para ello recurrió a atomizar las relaciones familiares configurando la familia moderna, fuertemente jerarquizada, como espacio para la reproducción del trabajador y de las futuras generaciones de obreros. Con esta finalidad produjo las condiciones que obligarían a las mujeres a integrarse en desventaja a estas unidades de producción: despojándolas de autonomía económica, política y social, así como de la facultad para decidir sobre su cuerpo y su sexualidad.

Sus análisis contribuyeron a ampliar la mirada sobre las relaciones capitalistas más allá de los espacios de producción e interpelaron a las feministas para cuestionar la dimensión material de la opresión femenina. Postularon que las construcciones genéricas son parte de la reorganización social que el capital indujo para apropiarse de los trabajos, cuerpos y energía de las mujeres, y ponerlas bajo su servicio.

¿Qué las llevó a concebir la exigencia del salario para el trabajo doméstico como una perspectiva revolucionaria para transformar las condiciones de las mujeres y del conjunto de la clase trabajadora?[4] Algunas razones que ofrecieron apuntan a la socialización intensa a la que son sometidas las mujeres —y, de manera análoga, los varones— para incorporar las condiciones que requiere la división sexual del trabajo como aspecto inherente o “natural” a cada sexo. Formar trabajadoras expertas en el hogar, sumisas y convencidas requiere un gran esfuerzo de articulación y reforzamiento de los saberes, actitudes y disposiciones que ponen al servicio del conjunto de varones y del capital, en última instancia. Por otra parte, producir masas de obreros que, humillados y explotados por las condiciones de producción capitalista, acudan a sus hogares para recibir los servicios físicos, emocionales y sexuales que requieren para presentarse al día siguiente en la línea de producción o en el escritorio, implica buscar resarcir su agotamiento y alienación con una empleada doméstica. Desnaturalizar el conjunto de identidades producidas por la fusión entre patriarcado y capitalismo obliga a reconocer que en su totalidad nuestros cuerpos, mentes, emociones y expectativas han sido distorsionados para ser funcionales a la acumulación capitalista, y descubrir “que el sistema ha tenido y tiene ganancias por nuestro cocinar, fornicar y sonreír”.[5] Exigir un salario por el trabajo doméstico obliga a evidenciar y buscar retribución, en una economía de mercado, por el caudal de esfuerzo, energía y trabajo realizado por las mujeres que, en lugar de orientarse a su satisfacción personal, tienen como fin la reposición diaria y generacional del trabajador.

 

El análisis marxista: el capitalismo como modo de producción

Es de sobra conocido que Marx se concentró en el análisis de la sociedad inglesa porque consideraba que en ella se encontraban más desarrolladas las fuerzas productivas. En la época en la que él vivió la Revolución Industrial estaba en plena expansión. Al radicar en Londres pudo ver de cerca las condiciones de vida de masas obreras sometidas a las condiciones más brutales de explotación, a la vez que participó activamente en organizaciones de trabajadores cuya finalidad era emprender la revolución para instalar la dictadura del proletariado que prometía poner fin a la historia.

En este horizonte el análisis marxista se centró en desentrañar las relaciones de explotación capitalista. Comprender cómo en una época en la que se estaba generando más riqueza que nunca sus verdaderos creadores —las masas proletarias— vivían en condiciones extremas de miseria se convirtió en uno de sus motores de indagación. Para ello se dedicó a escudriñar el proceso fabril en aras de revelar científicamente cómo el capitalista se enriquece a costa del trabajo ajeno. Esto le llevó a concentrar su análisis en el proceso de producción tras considerar que es ahí donde se genera el valor que el capitalista acapara para sí.

Una de las aportaciones centrales de Marx es la teoría del valor. Por éste (el valor) entiende el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía. Esta definición tiene como punto neurálgico la concepción marxista de trabajo, que nuestro autor concibió como la actividad humana a partir de la cual el hombre transforma la realidad para satisfacer sus necesidades. Marx distingue entre el trabajo destinado
a satisfacer las necesidades humanas indispensables para la subsistencia (que da pie a la categoría de valor de uso) y el trabajo que se destina a elaborar mercancías, cuya finalidad es su intercambio (al que denomina valor de cambio). En la sociedad capitalista la producción ha dejado de tener como destino fundamental la satisfacción de las necesidades humanas para orientarse a la producción de mercancías —que contienen ambos tipos de valor— con fines de enriquecimiento. La característica central del capitalismo es la búsqueda incesante de valor —que es producto del trabajo humano, objetivado en dinero— para volverlo capital y continuar acrecentándolo para el enriquecimiento privado. El autor afirma que la finalidad de la acumulación capitalista es la “valorización del valor” y explica que es un movimiento “infatigable de la obtención de ganancias” que se vuelve un afán absoluto por el enriquecimiento.[6]

La plusvalía es la categoría creada por Marx para dar cuenta del trabajo realizado por el obrero; trabajo que el capitalista se apropia porque no lo paga, pues de esta parte no pagada es como obtiene su ganancia. Es decir, mientras la ficción capitalista sostiene que aquél paga al obrero lo equivalente a su trabajo, en realidad el salario es siempre menor al valor que éste produce con su jornada. La plusvalía, trabajo no pagado del que se apropia el capitalista, es la única fuente de riqueza porque es lo único que produce valor en el proceso de producción. El capitalista, como dueño del dinero, posee o compra los medios de producción: materias primas y maquinaria, pero no consigue nada con sólo reunir los distintos componentes. Es únicamente el trabajo, la acción humana intencionada y dirigida a transformar la materia lo que produce su transformación. Sólo el trabajo humano produce las mercancías, a partir de cuya venta se materializa la ganancia del empleador. Sólo el trabajo humano produce valor.

En el proceso productivo a este factor que genera valor, que radica y pone en marcha la persona del obrero, Marx lo denomina fuerza de trabajo, que define como el “conjunto de las facultades físicas y mentales que existen en la corporeidad, en la persona viva de un ser humano y que él pone en movimiento cuando produce”.[7] Es esta capacidad lo que el capitalista intenta extraer del trabajador y poner en movimiento para crear valor, y lo que se considera mercancía es la fuerza de trabajo a la que se asigna un pago.

A cambio de vender su fuerza de trabajo al capitalista el obrero percibe un salario según lo pactado en el contrato consentido por ambos. Dado que el pago se realiza periódicamente después de que el obrero ha culminado cierto plazo de trabajo, el salario resultante es sólo una parte del valor que él mismo produjo al laborar en la producción. Se genera así una escisión entre el producto del trabajo y el trabajo mismo del obrero; escisión mediada por el dinero que éste recibe como salario por su participación en la producción. De ahí que la relación que sostiene el asalariado con su salario sea compleja, pues éste es sólo una fracción de lo que el trabajador en realidad ha producido. Pese a ello, el trabajador se ve obligado a someterse a este proceso de explotación una y otra vez, porque el salario es la mediación que necesita para obtener sus medios de vida, para reproducirse en una sociedad capitalista. Marx señala al respecto:

El obrero mismo, por consiguiente, produce constantemente la riqueza objetiva como capital, como poder que le es ajeno, que lo domina y lo explota, y el capitalista, asimismo, constantemente produce la fuerza de trabajo como fuente subjetiva y abstracta de riqueza, separada de sus propios medios de objetivación y efectivización, existente en la mera corporeidad del obrero; en una palabra, produce al trabajador como asalariado. Esta constante reproducción o perpetuación del obrero es la [conditio] sine qua non de la producción capitalista.[8]

El salario, destaca Marx, debe cubrir el fondo de medios de subsistencia del propio trabajador, es decir, debe ser suficiente para asegurar su autoconservación y reproducción. Y no puede ser más que ello, porque de permitir al obrero tener un ingreso adicional éste podría escapar de la relación de explotación, y el capitalista necesita que esté sujeto a ella para acumular la riqueza que aquél le genera. Por ello es indispensable para el capitalista reproducir continuamente al obrero, perpetuarlo. Incluso es indispensable que exista siempre un excedente de ellos, un ejército de reserva que permita mantener los salarios bajos y, al mismo tiempo, fracturar los intentos de organización obrera que busquen mejorar las condiciones laborales y salariales.

Sobre el salario del obrero, Marx postula que está destinado al consumo individual, a sus actos personales al margen del proceso de producción. Por ello distingue esta modalidad de consumo de lo que denomina consumo productivo, ejercido durante la producción para elaborar mercancías. Examinemos más de cerca este consumo que Marx califica como improductivo. De él declara que tiene como finalidad reponer continuamente la fuerza de trabajo que explota el capitalista. Estos medios de subsistencia se transforman en los “músculos, nervios, huesos y cerebro de obreros […]; se reconvierten en fuerza de trabajo nuevamente explotable por el capital: es la producción y reproducción del medio de producción más indispensable para el capitalista: el obrero mismo”.[9] Más adelante, sin embargo, Marx incorpora una nota interesante, al afirmar que el consumo del obrero es improductivo para él mismo, pero es productivo para el capitalista y el Estado porque reproduce la fuerza que crea la riqueza ajena.[10]

El capitalista está continuamente buscando reducir el salario del obrero. Es importante tener presente que la plusvalía es la riqueza que genera el obrero que el capital no paga; mientras que la parte que sí paga toma la forma de salario.[11] Por tanto, el capitalista se encuentra en búsqueda continua de mecanismos que permitan disminuirlo para aumentar su margen de ganancia. A ello abona el aumento de productividad, que baja los costos de las mercancías que consumen los obreros, al igual que la búsqueda de bienes de consumo más baratos que los sacien sin que necesariamente deban nutrirlos o satisfacerlos, sino tan sólo reproducir la fuerza de trabajo que requiere el capital para la producción.

Ahora bien, para Marx:

La conservación y reproducción constantes de la clase obrera siguen siendo una condición constante para la reproducción del capital. El capitalista puede abandonar confiadamente el desempeño de esa tarea a los instintos de conservación y reproducción de los obreros. Sólo vela por que en lo posible el consumo individual de éstos se reduzca a lo necesario.[12]

En este punto se focalizaron las reflexiones de nuestras autoras, quienes pugnaron por desnaturalizar la esfera doméstica tras reconocer cómo opera en ella la división sexual del trabajo y el sometimiento de los cuerpos de las mujeres a los ritmos y necesidades del capital. Para realizar esta tarea las feministas marxistas hicieron uso crítico del arsenal teórico de Marx buscando trascender la mirada de este autor ciego, como tantos otros, al entramado de relaciones y estructuras que operan en el ámbito doméstico y entre los sexos. De ahí que las integrantes de la Campaña revisaran críticamente las categorías marxistas de trabajo, producción, reproducción y salario, entre otras, para reconceptualizarlas, como explicaré en el apartado siguiente.

 

El trabajo doméstico y la reproducción de la mercancía más preciada para el capitalista

Para desarrollar la crítica a las categorías marxistas emplearé como fuente principal el trabajo de Leopoldina Fortunati, cuya obra, El arcano de la reproducción,[13] analiza exhaustivamente el corpus marxiano a partir de la experiencia feminista para desmenuzar los puntos que trataremos aquí.

El primer aspecto que el feminismo marxista pone en tensión es la división arbitraria entre el ámbito productivo y el reproductivo, pues argumenta que son parte de una misma unidad. Ambas son parte constitutiva del ciclo de producción capitalista: están unidas y son interdependientes. La separación simbólica y cognitiva que se establece entre ambas se fundamenta en la ficción de la producción de no–valor en el ámbito reproductivo, que lo diferencia del productivo, en donde sí se produce valor.

Como lo expresé antes, el capital reduce al trabajador, su persona, a fuerza de trabajo. Esta última se considera por aquél como mercancía que “compra” al obrero para su empleo en el proceso de producción. De ahí la paradoja: si la fuerza de trabajo —que, como ya señalamos, se identifica con la corporalidad viviente del obrero, sus habilidades y destrezas— es tratada por el capitalismo como una mercancía más que se incorpora al proceso de producción, y si toda mercancía es fruto de un proceso en el que la materia prima es transformada a partir del trabajo humano, ¿por qué no se reconoce que la mercancía fuerza de trabajo es también producto de un trabajo previo y que, como cualquier otra mercancía, contiene valor?

Fortunati explica que la negación del valor del trabajador es un proceso irrenunciable para el capitalista, ya que le resulta conveniente por dos vías. La primera es que, al devaluar la humanidad del obrero, al tratarlo como un no–valor, puede relacionarse con él como mera fuerza de trabajo, por lo que consigue obligarlo a vender su trabajo —su corporalidad y habilidades— como mercancía. El capital no acepta su relación con el obrero como individuo, sino sólo con su trabajo, pues supone que paga el precio justo o, al menos, el que dicta el mercado por la labor del obrero durante el tiempo pactado. Pero, como vimos, requiere devaluar la aportación de éste para poder pagarle menos y mantenerlo en condición de perpetua dependencia y, a la vez, extraer plusvalía.

El capital precisa crear las condiciones sociales y materiales que identifiquen a la persona del obrero como un no–valor para forzarlo a intercambiar por dinero lo único que le queda: su fuerza de trabajo. Marx abunda en la producción de estas condiciones en El capital. Entre ellas están la siguientes: despojarlo de sus medios de subsistencia; segmentar, controlar y descalificar el proceso de producción para volverlo reemplazable; inducirle la dependencia del salario, entre otras. La segunda vía por la que el capitalista niega el valor del trabajador, que las feministas ponen en evidencia y problematizan, es el interés de aquél en ocultar los enormes volúmenes de trabajo implicados en la reproducción del obrero para evitar pagarlos (por esta razón los invisibiliza y devalúa). En síntesis, la producción capitalista requiere la reproducción del obrero; pero tanto éste como su reproducción deben aparecer carentes de valor.

La reproducción, entonces, debe ser percibida como producción de no–valor, en contraste con la producción de valor que realiza el proceso de producción. Para ello se necesita que esta serie de trabajos, tareas y actividades se consideren naturales; que se les niegue su carácter de trabajo. Esta separación vuelve indispensable la división de esferas: fábrica/hogar; productivo/improductivo; asalariado/no asalariado, trabajo/no trabajo, entre otras que disocian y jerarquizan ambos espacios. El ámbito doméstico tiene que aparecer como un espacio precapitalista, una reminiscencia de tiempos antiguos atrapada en el mundo capitalista. Afuera impera la tecnología y el afán de lucro; en el hogar, la colaboración y el amor desinteresado.

Fortunati afirma que, en la esfera reproductiva, las mujeres producen valor del que también se apropia el capitalista. Pero ¿cómo ocurre esta generación de valor y cómo se realiza su extracción? Vayamos por pasos. La relación hombre/mujer —generalmente sancionada por la institución del matrimonio— aparece como de carácter individual. Formalmente, parecería que las mujeres no tienen relación con el capital y que su vínculo respecto del hombre implica la realización de un servicio personal. Las actividades que ejecuta la mujer con objeto de que el obrero satisfaga sus necesidades alimenticias, sexuales y de cuidados se basan en la división sexual del trabajo, donde ellas, en su papel de esposas, amas de casa y madres de familia, se encuentran en una posición de menor poder respecto del varón, jefe de familia. Esta diferencia de poder tiene una base material. El varón como asalariado adquiere, mediante su trabajo en la esfera de la producción, los medios económicos que le permiten consumir el trabajo vivo de la mujer. Esta relación aparece como cooperación cuando en realidad se basa en la situación de desventaja de las mujeres respecto del salario del varón. Más aún, todo el caudal de trabajo que las mujeres realizan para el capital, por mediación de los obreros a quienes sirven directamente, se oculta al asumirse que lo hacen por amor, cuando en realidad no tienen otra opción que participar en la prestación de estos servicios hacia los obreros, porque el capitalismo ha establecido las condiciones que las fuerzan a ceder su capacidad de reproducción a cambio de su propio salario y del masculino.

Para Fortunati, el varón compra la fuerza de trabajo de la mujer para realizar su reproducción y la de su descendencia. Pero, mientras el trabajo de la mujer aparece como mero valor de uso para satisfacción del obrero, es valor de cambio cuando el obrero lo usa para su consumo individual en aras de reproducirse como fuerza de trabajo. De ahí que, aun cuando el trabajo femenino aparezca como no–valor, en realidad produce valor de cambio mediado por la persona del obrero. Esta relación se extiende a sus vástagos.

Este intercambio que garantiza la reproducción de la fuerza de trabajo del capital debe negarse en todo momento. Debe aparecer como no organizado de manera capitalista para ocultar la explotación en el hogar. Así, el obrero intercambia parte de su salario por medios de subsistencia o entrega este dinero a la mujer, para que los adquiera. Parecería que el intercambio es equivalencial, pero en realidad sucede que el obrero consume los medios de subsistencia transformados por el trabajo de la mujer. Así, aquél adquiere la fuerza de trabajo de la mujer con la finalidad de reproducir su propia fuerza de trabajo. Esta apropiación no es para sí mismo, sino para venderla al capital; de modo que éste se apropia de la plusvalía de manera diferenciada, extrayéndola a dos sujetos, y no sólo al obrero, a cambio de un solo salario.

El hecho de que la mujer sea el sujeto no asalariado en esta ecuación es resultado de múltiples aristas. Por un lado, como ya expliqué, se debe a la necesidad de ocultar que el trabajo que ellas realizan es productivo, genera valor. Pero también porque es indispensable invisibilizar el enorme caudal de trabajo que ellas efectúan sin pausa ni tregua a lo largo del día —y del año, “hasta que la muerte los separe”—, y en el que va entreverada su propia reproducción. Al mismo tiempo, que la mujer no reciba salario por este trabajo implica que ella sólo tenga derecho a consumir medios de subsistencia, y es en esta restricción como consumidora que se encuentra sometida al consentimiento del obrero. Ella sólo tiene derecho de uso sobre la posesión de otro. El consumo de la obrera está limitado cuantitativamente por la percepción que recibe del obrero, y está limitado cualitativamente en función de la aprobación y disposición de éste.

De ello no debe desprenderse que tal relación esté exenta de conflicto y negociación. Muchas mujeres han demandado que el salario del obrero les sea entregado directamente para distribuirlo; para que sean ellas quienes decidan y administren las necesidades y sus formas de satisfacción. Incluso, defiende Dalla Costa, la demanda de las mujeres a sus esposos para sostener o incrementar el consumo familiar tuvo un papel importante en evitar que los salarios cayeran continuamente, permitiendo su sostenimiento por décadas.[14] La contracara de estos avances, por otro lado, radica en que, durante periodos de crisis, de ajuste estructural y de deterioro de las condiciones laborales (que son una constante desde la década de los ochenta), son las mujeres quienes han tenido que llevar sobre sus hombros y resolver como han podido la reproducción familiar con menor capacidad de consumo.

La relación entre obrero y obrera del hogar —como denomina Fortunati a las amas de casa— está atravesada por múltiples contradicciones. El intercambio que ejecuta el obrero implica que éste continuamente entregue su salario a cambio de trabajo vivo para su reproducción. Es decir, de esta relación él no obtendrá a cambio dinero, sino únicamente servicios. Por tanto, el obrero se encuentra continuamente entregando su salario en el intercambio y empobreciéndose al mismo tiempo. De ahí que la autora determine con crudeza que los trabajos de reproducción “en realidad ‘valoran’[15] al capital y devalúan al obrero”.[16]

Esta reflexión desafía la aseveración de Marx sobre la productividad del consumo obrero, pues evidencia que éste resulta triplemente productivo para el capital al sostener la reproducción de la fuerza de trabajo de aquél, la del ama de casa y la de la futura generación de obreros. Entendemos, pues, que el capital, como forma de organización social, ha conseguido reconfigurar el proceso de reproducción social para trocarlo en reproducción capitalista: producción destinada a reproducir la fuerza de trabajo. Queda claro que el capitalismo no puede funcionar sin el patriarcado: sin reestructurar y fortalecer la opresión de las mujeres. La acumulación capitalista se volvería insostenible si el capital pagara el valor producido por las obreras del hogar.

Otra de las categorías marxistas que estas feministas sometieron a revisión es la de explotación, que dejó de ser una relación que sucede exclusivamente entre el obrero y el capitalista, para extenderse a otras poblaciones no asalariadas, tal como reflexionaban el marxismo negro y la teoría de la dependencia. De modo que, para Mies, la explotación debía entenderse de una manera amplia, como “la jerarquización y separación más o menos permanente creada entre productores y consumidores, y por lo cual estos últimos pueden apropiarse de los productos y servicios de los primeros sin ser productores de los mismos”.[17] La explotación, así formulada, da cuenta del conjunto de relaciones asimétricas, jerárquicas y explotadoras, ya sea que se realicen dentro o fuera de la producción, entre hombres y mujeres o al interior de cada sexo, así como a escala mundial.

En consecuencia, identificamos que el salario, como mecanismo de fetichización que oculta la explotación del obrero, también se convierte en instrumento de jerarquización y de explotación a través del cual este último se apropia del trabajo de la mujer; relación que puede ampliarse a otros sujetos no asalariados. Como afirma Dalla Costa, “el salario controla una cantidad de trabajo mayor que la que aparecía en el convenio de la fábrica”,[18] ya que organiza una compleja división del trabajo que asegura la acumulación.

La demanda de las integrantes de la Campaña buscaba erosionar, a través de la percepción de un salario para las amas de casa otorgado por el Estado, las diferencias de poder y las jerarquías entre mujeres y hombres en una sociedad estructurada con base en la clase social.[19] La condición de no asalariadas, además de colocarlas en situación de desventaja en los hogares, repercute en el mercado laboral: “Estamos acostumbradas a trabajar por nada y […] estamos tan desesperadas por lograr un poco de dinero para nosotras mismas que pueden obtener nuestro trabajo a bajo precio”.[20] Así, la demanda por el salario se percibe como un ataque directo a los beneficios del capital.

 

La familia, el trabajo doméstico y la heterosexualidad: pilares de la organización capitalista

Los procesos descritos en el apartado anterior toman lugar en el llamado ámbito privado: la familia moderna. Este modo de relación de carácter patriarcal, heterosexual, monógamo, nuclear e institucionalizado por el Estado mediante el matrimonio fue el centro de las reflexiones, sobre todo a partir del papel que les fue asignado a las mujeres como amas de casa. Para Dalla Costa, el asumir que las mujeres son amas de casa es el punto de partida, pues éstas, aunque trabajen fuera del hogar, se encuentran sujetas a tal caracterización.

Aun cuando el capital haya incorporado masivamente a las mujeres al empleo en determinados momentos históricos, se ha cuidado de que se mantengan, primeramente, como amas de casa. Esto ocurre así, apunta Silvia Federici,[21] porque le interesa consumir todo el tiempo posible de éstas para asegurar la reproducción; pero también porque esta estereotipación es clave para hacerlas trabajar por salarios bajos cuando se incorporan al mercado laboral.[22] De esta manera, sujetos no asalariados, como las mujeres, funcionan a modo de un segundo ejército de reserva, que es llamado a la acción cuando urge contener las crisis y renovar las formas de acumulación.

El trabajo doméstico presenta características que lo diferencian de otros trabajos y que produce formas particulares de alienación en las mujeres. Estas autoras destacan que la falta de tecnificación para realizar labores domésticas no corresponde con los avances adoptados en otros ámbitos. También refieren al término incierto de la jornada, que no conoce de horarios ni días de descanso: el ama de casa está siempre en servicio porque el cuidado humano se requiere continuamente. Como a ellas se les responsabiliza de resolver la subsistencia diaria de su marido y sus hijos, y debido al involucramiento afectivo y mediante el chantaje emocional éstos se convierten en los demandantes directos de su realización. Están tan acostumbrados a ser atendidos “en toda forma desde el momento en que nacieron … [que] ni siquiera saben que se les ha atendido, tan natural les resulta”[23] beneficiarse de la subordinación de las mujeres.

Nuestras autoras reflexionaron profundamente sobre la manera en la que la sexualidad de las mujeres fue cooptada para servir a los fines del capital. Ellas fueron despojadas de su capacidad creadora, del gozo y el placer sexual, así como de sus fuerzas generativas para convertirlas en reproductoras de fuerza de trabajo. Como lo hizo con los músculos, brazos y cerebros de los obreros en las fábricas, el orden capitalista ha buscado gestionar el funcionamiento de su vientre, su pecho y sus genitales, desarticulando los cuerpos y modelándolos para usar las partes que requiere a fin de convertirlas en instrumento de trabajo. Este proceso de reorganización para la acumulación pasa por la producción de significados y valores diferenciados de los cuerpos de hombres y mujeres para adecuarlos a sus necesidades en cada tiempo y momento histórico. Si para los hombres el carecer de salario puede implicar  no tener acceso al sexo, para las mujeres la falta de salario determina su esclavitud sexual en el hogar o fuera de él, en condición de doble desventaja.[24]

Estas autoras se preocuparon también por desmenuzar los efectos psicológicos que produce el encapsulamiento como amas de casa. Dalla Costa problematizó el vínculo entre el aislamiento que sufren las mujeres en el hogar y la producción de su aparente incapacidad, señalando que su exclusión de diferentes procesos y la resultante limitación de sus relaciones sociales les impide desarrollar múltiples capacidades. El capitalismo produce una fractura que, al separar a hombres y mujeres para convertir a estas últimas en complementos masculinos, atrofia su potencialidad, las encapsula y limita. La pasividad que se espera y se fomenta en las mujeres las convierte en el receptáculo de las presiones y demandas del obrero, explotado pero a la vez productivo y satisfecho por tener una sirvienta personal.

El ama de casa, por tanto, funciona también como válvula de escape para las tensiones sociales producidas por el capital. Ellas se ven forzadas a asumir su papel como acto de amor, elección individual y proyecto de vida. Federici sostiene: “Mediante el salario del hombre, el matrimonio y la ideología del amor, el capitalismo había dado al hombre el poder de mandar en nuestro trabajo no remunerado y de imponer disciplina en nuestro tiempo y espacio”.[25] Disciplina que incluye la violencia como último recurso para imponer el orden patriarcal.

Las mujeres, impedidas de autonomía personal y atrofiadas en el desarrollo de su capacidad, han sublimado su frustración a través de una serie de mecanismos que incluyen el consumo o el perfeccionamiento compulsivo del trabajo de casa. Al condenárseles a realizar tareas monótonas y triviales y a adoptar un papel sexual pasivo viven continuamente reprimidas. De ahí que se hayan convertido por igual en figuras represivas que contribuyen al disciplinamiento ideológico y psicológico de su familia cumpliendo la función de educar a sus hijos como futuros obreros y de arengar al marido para trabajar, pues su salario es crucial en el hogar. De cara a esta situación, nuestras autoras plantearon la abolición de la figura de ama de casa, rechazaron el trabajo doméstico y, con ello, continuar reproduciendo a otros “como trabajadores, como fuerza de trabajo, como mercancías”.[26]

 

Patriarcado, capitalismo y domestificación de las mujeres

“¿Cómo sería la historia del desarrollo del capitalismo si en lugar de contarla desde el punto de vista del proletariado asalariado se contase desde las cocinas y los dormitorios?”[27] Para dar cuenta de la producción de la figura del ama de casa estas autoras se apoyaron en el materialismo histórico desenredando la madeja que permite explicar la forma en la que el capital generó las condiciones para su opresión. Sus conclusiones muestran que el patriarcado antecede a las relaciones capitalistas, pero que éste ha tenido la capacidad de profundizarlo, reorganizarlo y actualizarlo en distintos momentos.

Marx llama acumulación originaria al proceso de despojo sistemático y a gran escala que sufrió el campesinado europeo entre los siglos XV y XVIII. Su análisis es decisivo para explicar la acumulación extraordinaria en manos de unos pocos que se consolidaron como clase capitalista, así como la separación de masas de campesinos de sus medios de subsistencia para inducir su dependencia económica y obligarlos a constituirse en asalariados. Este doble movimiento de acumulación y despojo se produjo con la expulsión de los campesinos de la tierra a la que estaban arraigados y su cercamiento para convertirla en propiedad privada.

Para Federici[28] y Mies,[29] la descripción marxista está amputada: omitió cómo estos procesos afectaron diferenciadamente a las mujeres. La caza de brujas ocurrió en el mismo periodo y fue un episodio que transformó dramáticamente la condición y posición de las mujeres, por lo que se abocaron a estudiarla. Ellas mostraron cómo la feroz guerra que la Iglesia y el Estado desataron contra las mujeres (cualquiera podía ser acusada de bruja) ocasionó su pérdida de acceso a los bienes de producción, de por sí diezmados durante los cercamientos, al tiempo que se produjo la separación entre el ámbito productivo y reproductivo. En este periodo se dirigió un conjunto de medidas legales en su contra, pues al tiempo que se les negó el acceso a la tierra se les prohibió trabajar, la prostitución fue criminalizada y se permitió la violación, sin pena alguna, a mujeres de clase baja. Paralelamente, se inició una campaña de devaluación de las mujeres y de sus trabajos para expulsarlas de las labores que anteriormente realizaban; se estableció que sus actividades en el hogar no eran trabajo y que, cuando trabajaran fuera del hogar, se les pagara menos que a los varones. Estas políticas se acompañaron de otra campaña de persecución, tortura, violación y desprestigio que consiguió disciplinarlas para asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo con costes casi nulos para los capitalistas.

El despojo a las mujeres y la devaluación de su trabajo les negó independencia y las forzó a subordinarse a su parentela masculina. Para éstas la caza de brujas significó la pérdida de sus saberes y de su autonomía corporal, la vigilancia y la instauración de leyes que las obligaron a parir hijos para incrementar la población con objeto de sostener la acumulación ampliada y los salarios bajos. Todo esto provocó una profunda alienación en ellas respecto de sus cuerpos, a los que vieron convertidos en sus enemigos, pues eran forzadas a procrear en contra de su voluntad. De este modo se “liberó” a las mujeres “de cualquier obstáculo que les impidiera funcionar como máquinas para producir mano de obra”.[30]

Una vez que el capital produjo las condiciones materiales que sustentan el sometimiento de las mujeres, la teoría y la práctica política modernas institucionalizaron el nuevo orden al establecer su encapsulamiento como esposas, amas de casa y madres. Y aunque no es parte del grupo de teóricas que analizamos aquí, conviene recuperar el trabajo de la filósofa política Carole Pateman, quien en su obra El contrato sexual[31] —publicada por primera vez en 1988— desmenuzó las argumentaciones y los conceptos de los teóricos del contrato social que desde el siglo XVII fundamentaron la separación entre el ámbito privado y el público, y la minoría de edad legal para las mujeres, justificando su exclusión de la esfera política.

Pateman puso en evidencia el proceso de construcción, ocultación y desplazamiento que edificó teórica y cognitivamente a la familia como un espacio premoderno donde prevalecen las relaciones jerárquicas y la servidumbre femenina. Esta concepción ayudaría a legitimar la exclusión de las mujeres burguesas de la práctica y el pensamiento político, y su sometimiento como trabajadoras domésticas en el hogar. La teoría del contrato —medular en la política liberal— sentó las bases para la posterior domestificación[32] de las mujeres de clases proletarias y campesinas, así como de las mujeres de las colonias y los países subdesarrollados.

En el siglo XIX se produjo lo que Federici denomina el patriarcado del salario: momento en que culminaron las luchas obreras tras pactar el salario familiar. Con él se subordinaron los varones al trabajo capitalista a cambio de un salario que les sirve para someter a las mujeres de su familia. En este periodo, que ya no presenció Marx, se reforzó la jerarquía entre los sexos, que se basó en dividir a la familia en una parte asalariada y en otra no asalariada.[33] Las mujeres fueron subyugadas a los varones y al capital en un doble movimiento.

 

Reflexiones finales

Las obras de estas autoras son sumamente ricas por su capacidad de análisis y por la crítica a la que someten la teoría, pero también porque consiguieron entretejer una variedad de temas, enfoques y problemáticas que no fue posible recuperar por falta de tiempo y espacio. Lo que aquí he presentado es tan sólo una síntesis de los argumentos centrales que sustentan el análisis que emprendieron para inteligir la relación entre trabajo doméstico y capitalismo que, como espero haber mostrado, las llevó a desafiar y ensanchar la lectura marxista.

La idea de que el capitalismo es un modo de relación social ya fue apuntada por Marx, pero había recibido escasa atención. Las autoras que revisamos retoman esta concepción para identificar las formas en las que el capital produce múltiples separaciones, fracturas y jerarquías entre las poblaciones para explotarlas. Demostraron que la devaluación y el ocultamiento son estratagemas que el capital emplea no sólo para negar la explotación del proletariado, sino también de una constelación de trabajos y poblaciones que parecían no tener relación con él. Esto ocurre con el trabajo doméstico, pero también con el trabajo esclavo, con las colonias y en la relación entre los seres humanos y la naturaleza. El feminismo marxista permitió comprender que el capitalismo se fundamenta en una red de expropiaciones que atraviesa al conjunto de la sociedad, estratificándola, poniéndola en oposición y produciendo o reconfigurando otros sistemas de dominación.

Como vimos, estas autoras partieron del rechazo al trabajo doméstico y de la figura del ama de casa; sin embargo, tras indagar en las relaciones al interior del hogar y en la articulación entre el ámbito productivo y reproductivo cayeron en cuenta de que el segundo es el pilar que sostiene a todas las sociedades: el ámbito reproductivo es
el productivo por excelencia. Esto lleva a reconceptualizar la noción de productividad para entenderla, ante todo, como la “capacidad de los seres humanos de producir y reproducir la vida dentro del proceso histórico”.[34]

Colocar en el centro la reproducción de la vida permite visibilizar que este espacio está atravesado por entramados de valores, afectos, trabajos y deseos que no han sido capturados totalmente por el capitalismo. En él subsisten otros modos de relación. También muestra los intentos continuos de este último por subordinarlos para reorganizarlos con fines de acumulación. La reproducción social se convierte entonces en un espacio de resistencia y lucha. El objetivo ahora es liberar la reproducción de los valores y demandas capitalistas para construir formas de reproducción social más cooperativas y conscientes de la vulnerabilidad e interdependencia entre los seres humanos y entre éstos y la naturaleza, superando las divisiones instaladas por el capital.

Concebir la reproducción como un espacio de lucha y un lugar privilegiado de emergencia y reforzamiento de relaciones no capitalistas repercute en el desplazamiento del sujeto político revolucionario. Aparecen como actores nodales las mujeres y otros sujetos no asalariados que participan en los sectores de producción y reproducción. No es de extrañar que, frente a los renovados embates del capital, miles de personas se levanten para defender la vida en todo el planeta, particularmente en el Sur Global.

Considero que, no obstante este giro en el pensamiento de nuestras autoras, las reflexiones que desarrollaron en el marco de la Campaña continúan vigentes y constituyen una provocación que nos obliga a cavar más a fondo y a situarnos de un modo distinto frente a las relaciones de explotación y violencia. Su análisis revela la potencia que subyace a la politización del trabajo que realizan las mujeres en el hogar. Aún no se reconoce que son sus cuerpos y energías los que permiten que millones de niños y adultos satisfagan sus necesidades elementales. No es el empresariado ni el pib ni las políticas públicas; son ellas quienes incansablemente y en las condiciones de mayor precariedad resuelven el sustento diario. Mientras que estos caudales de trabajo y aportes permanezcan invisibilizados, no reconocidos o recubiertos por el fetichismo del amor, continuará abierta la puerta para su explotación.

En ese sentido, la cantidad de trabajo que las mujeres realizan sin pago ni valoración, en situación de aislamiento y explotación en el hogar, es un problema que se ha agravado en las condiciones actuales de confinamiento. La permanencia en casa ha sido una de las principales estrategias adoptadas a escala mundial para enfrentar la propagación del coronavirus, lo cual ha traído un cúmulo de dificultades que afectan particularmente a las mujeres. Las familias han visto acrecentadas las demandas de trabajo doméstico, a lo que se suman las tareas de cuidados y educación que solían realizarse fuera de casa. En esta transición han sido escasos los avances en el involucramiento de los varones en estas tareas, cuya resolución suelen ver como apoyo y no como responsabilidad suya. Las condiciones de las viviendas, su falta de acceso a distintos servicios y a los recursos tecnológicos también han complicado la reorganización de estas actividades. Las condiciones económicas, de por sí precarias, se han agudizado en este periodo, produciendo mayores dificultades para resolver las necesidades diarias de sustento. Esta combinación de factores propicia altos niveles de estrés y empobrece la situación de vida de las familias. El confinamiento ha provocado la exacerbación de la violencia dirigida contra niñas, niños y mujeres; resultado de las diferencias de poder y de que el abuso físico, económico y sexual ha servido históricamente como herramienta de explotación y de disciplinamiento patriarcal y capitalista en los hogares. Para estas poblaciones, el hogar, lejos de ser un espacio armónico y seguro, es el lugar donde se encuentran en mayor riesgo. Esta serie de problemas, considerados privados y que recaen principalmente sobre las mujeres, deben ser leídos y tratados de un modo distinto para amortiguar y socializar el peso de la reproducción, actualmente atomizado y dejado a suerte de cada quien, con sus propias capacidades y recursos.

Es importante tener presente que esta tendencia, alimentada por la coyuntura actual, se suma a una dinámica de más largo aliento, en la cual el Estado ha abandonado de manera sistemática y continua tareas que antes realizaba —no sin sesgos androcéntricos y otras limitaciones— para proveer servicios de bienestar y cuidado colectivo. Sandra Ezquerra[35] denomina a esta tendencia “acumulación por desposesión de la reproducción”, la cual implica descargar estas tareas, antes financiadas y proveídas por el Estado, sobre las mujeres y las familias individuales como estrategia para paliar las crisis presupuestales y las medidas de ajuste estructural. De tal manera que tendríamos que mantenernos alerta de que esta situación se revierta una vez que termine la crisis de emergencia, con la finalidad de que las mujeres no salgamos de ella en condiciones aún más desventajosas que las que había cuando ingresamos. Esto vuelve indispensable rescatar el énfasis que nuestras autoras pusieron en la dimensión material de la sujeción de las mujeres, el modo en que sus trabajos y cuerpos son apropiados y puestos al servicio del conjunto de varones, pero también del capital. Tener esto presente es decisivo para desmontar discursos feministas que no contribuyen a transformar la raíz de nuestra opresión.

 

Fuentes documentales

Dalla Costa, Mariarosa y James, Selma, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, Siglo xxi, México, 1977.

Ezquerra Samper, Sandra, “La crisis o nuevos mecanismos de acumulación por desposesión de la reproducción” en Papeles de Rela-

ciones Ecosociales y Cambio Global, Fundación fuhem, Madrid, Nº 124, 2013–2014, pp. 53–62.

Federici, Silvia, Calibán y la bruja, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.

——  El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2018.

——  Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2013.

——  “Salario contra el trabajo doméstico” en Debate Feminista, Instituto de Investigaciones y Estudios de Género/Universidad Nacional Autónoma de México, México, año 11, vol. 22, octubre de 2000, pp. 52-61.

Fortunati, Leopoldina, El arcano de la reproducción, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.

Mies, María, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.

Marx, Karl, El capital. Tomo I, Siglo XXI, México, 2018.

Pateman, Carole, El contrato sexual, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, Barcelona, 1995.

 

[*] Maestra en Derechos Humanos y Paz por el ITESO. Maestra en Ciencias Sociales por El Colegio de Sonora. elsaivette@gmail.com

 

[1].    A lo largo del artículo utilizaré indistintamente los nombres Campaña por el salario para el trabajo doméstico y Campaña por el salario doméstico, ya que ambos son empleados en las traducciones al español de los textos que trabajamos aquí.

[2].    Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, Siglo xxi, México, 1977. La obra fue publicada originalmente en 1972.

[3]     Estas categorías refieren a la acumulación originaria, momento de transición entre la Edad Media y la modernidad europea; periodo en el que, de acuerdo con Marx, se sentaron las bases para la acumulación de los capitalistas a partir del despojo de los campesinos de sus medios de producción mediante el cercamiento de tierras y el desgarramiento de las formas de organización comunitarias. La tesis del Midnight Notes Collective es que la acumulación originaria constituye un proceso inherente a la expansión y desarrollo del sistema capitalista que se produce reiteradamente con la finalidad de lanzar nuevas oleadas de acumulación a escala mundial.

[4].    Silvia Federici, “Salario contra el trabajo doméstico” en Debate Feminista, Instituto de Investigaciones y Estudios de Género/Universidad Nacional Autónoma de México, México, año 11, vol. 22, octubre de 2000, pp. 52–61.

[5].    Idem.

[6].    Karl Marx, El capital. Tomo i, Siglo xxi, México, 2018, pp. 186–187.

[7].    Ibidem, p. 203.

[8].    Ibidem, pp. 701–702. Las cursivas son del original.

[9].    Ibidem, p. 705.

[10].  Idem.

[11].  Marx distingue entre salario y capital variable. Usa el primero para referirse al pago que recibe el obrero por alquilar su fuerza de trabajo, y con el segundo busca distinguir la participación y aporte de la fuerza de trabajo en el proceso de producción y consumo. En el presente trabajo me referiré sólo al salario —incorporando en él la significación de capital variable— con objeto de facilitar la exposición, así como la comprensión para quienes no tengan familiaridad con la teoría marxista.

[12]Ibidem, p. 704.

[13].  Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.

[14].  Mariarosa Dalla Costa, “Las mujeres y la subversión de la comunidad” en Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer…, pp. 22–65.

[15].  Este vocablo debe interpretarse como el proceso de incremento de valor en términos marxistas.

[16].  Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción, p. 107.

[17].  María Mies, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019, p. 105.

[18].  Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer…, p. 32.

[19].  Silvia Federici, Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2013, p. 24.

[20].  Silvia Federici, El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2018, p. 33.

[21]Ibidem, p. 53.

[22].  María Mies, Patriarcado y acumulación…

[23].  Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer…, p. 55.

[24].  Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción, p. 61.

[25].  Silvia Federici, El patriarcado del salario…, p. 63.

[26]Ibidem, p. 42.

[27]Ibidem, p. 63.

[28].  Silvia Federici, Calibán y la bruja, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004.

[29].  María Mies, Patriarcado y acumulación…

[30].  Ibidem, p. 252.

[31].  Carole Pateman, El contrato sexual, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, Barcelona, 1995.

[32].  María Mies, Patriarcado y acumulación…

[33].  Silvia Federici, El patriarcado del salario…

[34].  María Mies, Patriarcado y acumulación…, p. 125.

[35].  Véase Sandra Ezquerra Samper, “La crisis o nuevos mecanismos de acumulación por desposesión de la reproducción” en Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, Fundación fuhem, Madrid, Nº 124, 2013–2014, pp. 53–62.

Para una Teoría Crítica del racismo en México: el caso de la caravana migrante

Dinora Hernández López[*]

 

Recepción: 19 de marzo de 2020
Aprobación: 25 de mayo de 2020

 

Resumen. Hernández López, Dinora. Para una crítica del racismo en México: el caso de la caravana migrante. En este artículo me propongo esbozar una serie de aproximaciones críticas al racismo en México. Para ello recurro al caso de la caravana migrante, que abordo como una imagen que problematiza la realidad del racismo en nuestro país, ya que pone en tela de juicio la autopercepción de los mexicanos como sociedad incluyente, respetuosa de la diversidad y no racista. No se trata de hacer una exploración sociológica exhaustiva sobre la cuestión, sino de reconfigurar una imagen muy extendida entre la opinión pública sobre este acontecimiento, a partir de un muestrario que recoge principalmente algunas fuentes periodísticas, encuestas de opinión y análisis de instituciones gubernamentales. Al final, esta reflexión nos conduce a destacar las implicaciones políticas y teóricas del predominio del discurso del mestizaje en México, así como las consecuencias de privilegiar el análisis culturalista. Por medio de este trabajo recupero la mirada dialéctica para pensar las tensiones y la conflictividad alrededor de las diferencias socioculturales, tomando como columna vertebral algunos planteamientos de la teoría crítica negativa de la Escuela de Frankfurt, así como algunas ideas
de la sociología crítica.

Palabras clave: teoría crítica, racismo, migrantes, prejuicio, Theodor W. Adorno.

Abstract. Hernández López, Dinora. For a Critical Theory of Racism in Mexico: The Case of the Migrant Caravan. In this article I set out to sketch a series of critical approaches to racism in Mexico. For this purpose I take the migrant caravan, which I propose as an image that problematizes the reality of racism in our country inasmuch as it questions Mexicans’ self–image as an inclusive society, respectful of diversity and not racist. The aim is not to carry out an exhaustive sociological exploration of the issue, but to reconfigure an image that is widespread in the public opinion about this matter, on the basis of a sample of journalistic sources, opinion polls and analyses of government institutions. At the end, this reflection serves to point out the political and theoretical implications of the predominant discourse of mestizaje, or racial blending, in Mexico, as well as the consequences of giving priority to culturalist analysis. In this article I resort to the dialectical approach to think about the tensions and inherent conflicts of sociocultural differences, taking as the anchor of my argument certain proposals from the negative critical theory of the School of Frankfurt, as well as some ideas from critical sociology.

Key words: critical theory, racism, migrants, prejudice, Theodor W. Adorno.

 

Quien no se deja apear de la diferencia y la crítica no puede ponerse en lo justo.

—Theodor W. Adorno, Dialéctica negativa

 

Introducción

En octubre de 2018 una multitud de centroamericanos, de origen mayoritariamente hondureño, cruzaba la frontera sur de nuestro país, en un acto cuyo dramatismo fue capturado en múltiples medios de comunicación y redes sociales. Esta caravana migrante, como posteriormente fue conocida, tenía el objetivo de llegar a la franja norte de México, puesto que sus miembros se proponían solicitar protección como refugiados al gobierno de Estados Unidos;[1] una petición de asilo justificada por las condiciones sociales que padecen los ciudadanos de varios países de Centroamérica: pobreza extrema y violencia (que tienen detrás una historia de guerras civiles), corrupción e intervencionismo. La siguiente afirmación de una mujer de 16 años de edad, integrante del colectivo en movimiento, pone en claro la dramática situación social que precede a la irrupción de la caravana: “No hay trabajo ni nada. No hay cómo vivir en Honduras. No hay dinero […]. No hay ayuda del gobierno. No hay nada”.[2]

Y es que las catástrofes tecnológicas y naturales, que definen lo que algunos, a finales del siglo pasado, no dudaron en considerar una sociedad caracterizada por el riesgo y la contingencia,[3] son acompañadas por diversas manifestaciones de violencia y pobreza extrema que orillan al desplazamiento forzado de multitudes de individuos en el mundo contemporáneo. Ante esta circunstancia, las alternativas para los más vulnerables oscilan entre permanecer en la exclusión casi completa del proceso de reproducción de la vida social en sus países de origen o, si las circunstancias socioeconómicas, históricas y geopolíticas lo permiten, intentar la residencia ilegal, que los condena a una existencia sumamente precaria. De este modo, Joseph Achille Mbembe propone la existencia de un cuarto mundo dentro del primero, conformado por población local en situación de no–lugar (refugiados e inmigrantes en su mayoría)[4] y, por su parte, Zigmunt Bauman habla de población desechable para referirse a aquéllos que, en ausencia de espacios dentro de la estructura formal de la sociedad, son prescindibles para los circuitos de generación del valor.[5] La mayoría de las personas en esta condición tiene rostros con marcadores que muestran cierta constante, de modo que la calamidad sobreviene a determinados individuos y grupos, y no a otros, en una distribución estratificada y diferencial de la vulnerabilidad, como lo ha hecho ver Judith Butler.[6]

La caravana migrante contabilizó entre 6 mil y 7 mil personas que viajaban en grupo. Esta estrategia de desplazamiento colectivo se debió no sólo a las condiciones histórico–sociales de partida anteriormente descritas (que inducen al éxodo masivo), sino también a la necesidad humana básica de contar con un mínimo de protección,[7] la cual resultaba indispensable, al menos durante el mes que llevó la travesía de los migrantes por México.

El evento causó de inmediato una reacción masiva de la opinión pública, que dejó registros en las redes sociales a través de miles de posts y tuits que más tarde fueron recolectados en notas y artículos de opinión en medios nacionales e internacionales. Asimismo, el fenómeno dio pie al levantamiento de encuestas y al análisis especializado, tanto por parte de empresas privadas como de instituciones de gobierno. De la documentación que arrojó el paso de la caravana pueden recuperarse algunas imágenes que dibujan un estado mínimo de la cuestión y configuran un cuadro tentativo de aproximaciones conceptuales a las reacciones de los mexicanos. Estos datos permiten apuntalar las consideraciones críticas a las cuales pretende arribar este trabajo.

 

Imágenes del racismo en México

En primera instancia, quisiera referirme a algunas valoraciones tomadas de la opinión pública sobre la caravana migrante. La reacción general se polarizó entre la aceptación (reflejada en obras como donaciones de comida, agua y viajes gratuitos) y el rechazo (por el riesgo de que los migrantes significaran un problema para la seguridad de la población y una competencia para el empleo). Según la Consulta Mitofsky, que levantó una encuesta en octubre de 2018,[8] siete de cada diez mexicanos reconocían saber algo de la caravana, y aun cuando la respuesta general de la población consultada era ambivalente predominaban las actitudes positivas; de manera que, mientras uno de cada tres mexicanos opinaba que los centroamericanos debían volver a su lugar de origen, más de la mitad coincidía en prestarles ayuda y protección para que arribaran a su destino. Los segmentos más solidarios eran los habitantes de localidades rurales y de nivel económico más bajo; mientras que el mayor rechazo se produjo entre votantes del pan (en las elecciones de julio de 2018), del Sureste y Occidente/Bajío, y entre personas de nivel económico medio; aunque en este mismo grupo, de acuerdo con el estudio, la mayoría apoyaba el movimiento. Según los resultados de la encuesta, se puede concluir que la motivación de la gente que favorecía al colectivo en movimiento era de naturaleza ético–moral: de humanismo, de muestras de bondad nacional y de ejemplaridad en el trato con el migrante; mientras que las razones para estar en su contra eran, principalmente, miedo a la inseguridad económica y a la violencia, así como falta de certeza sobre quiénes eran realmente esos individuos.

Los detalles de los datos de la investigación de Mitofsky pueden contrastarse con ciertas actitudes y creencias derivadas de una protesta en Tijuana. Alrededor de 300 personas se manifestaron en el refugio para migrantes de esta ciudad. La fotografía que encabeza la nota de El País, que da cuenta de este hecho ocurrido el 19 de noviembre de 2018,[9] muestra un par de individuos con banderas de México, quienes cantan el himno nacional, y también revela a otra persona con un penacho y un escudo (en clara alusión a la vestimenta azteca). Según esta fuente, algunos participantes portaban camisetas con leyendas fascistas y otros tantos hablaban de una invasión disfrazada de migración: “Vienen siete millones de migrantes, tenemos que salvar Tijuana”. Además, varios manifestantes insistían en que no eran racistas, sino ciudadanos preocupados por la carga económica que la llegada del éxodo centroamericano pudiera representar para la ciudad. Así, en la misma nota encontramos afirmaciones como las siguientes: “No estamos en contra de la migración, pero esta caravana es masiva y es violenta”, según Guadalupe Barrera, tijuanense de 40 años, y “Habrá más crímenes”, de acuerdo con Rafael Larios, de 63 años (quien, por cierto, cuando se le preguntó si había sido agredido o perjudicado directamente, lo negó).

Y es que, más que buscar recurrir a métodos criminales para favorecer su desplazamiento, es de esa situación de la cual los miembros de la caravana provenían y parecían estar huyendo. Como es sabido, el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) es una de las regiones más violentas del planeta. Las exageraciones de los manifestantes llegaron al punto de señalar que experimentaban sensaciones de amenaza de guerra y a difundir la idea de que los migrantes utilizaban niños y mujeres como “escudos humanos”. Quizá el supuesto antropológico que cobija toda esta gama de muestras de rechazo y hostilidad contra los migrantes quede sintetizado en la declaración de Juan Manuel Gastélum, el entonces alcalde de Tijuana, quien en su momento sostuvo: “Los derechos humanos son para los humanos derechos”.

El Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación (Conapred), en su documento “Mitos y realidades sobre la caravana migrante y las personas refugiadas”, analizó algunas de las creencias y actitudes que caracterizaron las reacciones de los mexicanos durante este evento. Así, a las imágenes de inferiorización y delincuentización de los miembros de la caravana, reflejadas en afirmaciones que los describían como “personas analfabetas, pobres, holgazanes, pandilleros, asesinos, lo peorcito”,[10] el organismo gubernamental atribuyó actitudes de xenofobia y raciclasismo.

Los prejuicios se caracterizan por ser opiniones y creencias que no tienen un sustento objetivo. En relación con esto, la teoría crítica,[11] como lo mostraré más adelante, dio cuenta de cómo condiciones estructurales de producción y reproducción del miedo y de la incertidumbre (como la inestabilidad política o las crisis económicas) configuran un caldo de cultivo idóneo para la reactivación del prejuicio racial. En nuestro mundo contemporáneo, enmarcado en la promoción formal de la libertad, opera la generación social del miedo y de la incertidumbre. Esta fabricación de inseguridad es favorecida por la naturaleza de los procesos económicos del capitalismo contemporáneo, de incertidumbre laboral y de empobrecimiento y reducción de derechos, que en conjunto precarizan y excluyen a gran cantidad de personas del circuito del capital. Un factor que, bien aprovechado, puede tener rendimientos políticos, particularmente si consideramos nuestra situación geopolítica, la cual, por necesidades sociales de distinto calibre, hace que algunos sectores de la sociedad mexicana sean especialmente propensos a los influjos estadounidenses. Sobre este punto habría que considerar el referente de la posición antiinmigrante de Trump, la cual fue convertida en el top trending de su campaña para las elecciones intermedias.

En el caso de nuestro país, hay que sumar a este ambiente el factor miedo, provocado en significativa medida por las prácticas terroristas y horroristas de la mafia del narcotráfico; un sector de la delincuencia que se caracteriza por recurrir a técnicas violentas, propias de lo que Sayak Valencia ha denominado capitalismo gore,[12] y que también están dirigidas, desde hace algunos años, contra población inerme.[13] Estos procesos de incertidumbre y miedo acrecientan la sensación de inseguridad y la percepción de pérdida de control sobre el entorno. Además, sobrevivimos en una circunstancia de “políticas de vida”, en las que el control y la administración de diversos ámbitos de la reproducción social, antes a cargo de los poderes estatales, han formado parte de las responsabilidades de los ciudadanos; situación que se agrava por la fragilidad de los vínculos sociales (atomización, obturación de la empatía, etcétera), que tendría el papel de atenuar los efectos psico–físicos de esas modificaciones.[14] Habría que preguntarse, con el apoyo de la teoría crítica, si estos procesos no potencializan el malestar social y las tendencias a la descarga de agresión contra individuos y grupos vulnerables, atenuando los efectos positivos que se proponen conseguir las políticas, campañas culturales y educativas en pro de la tolerancia, el multiculturalismo, la interculturalidad, etcétera. Regresaré a estas reflexiones más adelante.

Los hallazgos del Conapred confirmaron la existencia de actitudes racistas entreveradas con otras reacciones. Asimismo, dentro de algunos círculos de opinión, las posiciones más claras sostenían que se trataba de actitudes xenófobas mezcladas con prejuicios clasistas, un fenómeno calificado por Adela Cortina con el término aporofobia: el miedo al pobre y desamparado.[15] Sin embargo, esta tensión no hizo desaparecer —sobre todo a raíz de las reacciones más nacionalistas— la sensación de que circulaba un componente racista en el ambiente; componente que, no obstante ser inaprehensible en su totalidad, confrontaba en lo inasible de su existencia la autoimagen de nuestro país como una nación tolerante, abierta y respetuosa de la diferencia. Ciertamente, estábamos dentro de una corriente de opinión masiva atravesada por actitudes de diversas formas de hostilidad contra los miembros de la caravana que, en apariencia, poca o ninguna relación tenían con el racismo entendido como un conjunto de creencias y actitudes de intolerancia y aversión contra individuos considerados diferentes e inferiores por sus rasgos fenotípicos o étnicos. Participábamos de un imaginario que reproducimos en la cotidianidad —y que no logramos objetivar cabalmente ni llamar por su nombre—; un conjunto de prácticas evidentes en ciertos hechos (por ejemplo, en los modelos promovidos por las industrias culturales mexicanas, que transmiten imágenes de estatus superior para lo blanco, asociado con el éxito, mientras que lo moreno asume una posición social inferior, dependiente o subordinada, y se lo utiliza para la promoción de las políticas sociales), pero que, por alguna extraña razón, nos resistimos a aceptar que permea nuestra interacción cotidiana e influye de manera importante en la estructura y la estratificación político–económica de nuestra sociedad.

El problema del racismo se complejiza en la medida en que la racialización de un individuo o grupo atiende a diversos componentes en los que se mezclan rasgos fenotípicos con otros elementos de la presentación de la persona (religión e idioma son algunos de los más visibilizados y politizados) en diferentes momentos y contextos. Dentro de esta gama pueden entrar aspectos como formas de hablar, acentos, formas de vestir, de alimentarse, lenguajes corporales, etcétera. Esta mezcolanza de atributos biológicos y caracteres culturales es propia también de algunas legislaciones en la materia, en las cuales se define la discriminación racial como un agregado de elementos entre los que figuran el color de piel y la lengua.[16]

Por lo tanto, el racismo parece constituir, por estas mismas cualidades, una práctica naturalizada, que precisa hacerse visible; un verdadero tabú que requiere ser nombrado cabalmente, ya que uno de sus componentes centrales, al menos en América Latina, es el ser negado con insistencia y en distintos grados, que van desde el negacionismo radical hasta sus versiones interpretativa y justificatoria.[17] Ariel Dulitzky ha analizado la posición negacionista de distintos gobiernos de América Latina con respecto del racismo. Éste se presenta principalmente de tres maneras: negación absoluta (“en nuestros países no ha existido ni existe el racismo, ni la discriminación racial”), negativa interpretativa (“no hay racismo, sino otras cosas, por ejemplo, clasismo, lo cual hace que la discriminación racial sea más presentable”) y negación justificatoria (“no hay este tipo de poblaciones, aquí todos somos mestizos”). En este último caso el racismo se cobija con estrategias de acotación de espacios de desempeño social colorizados (“ellos son sobresalientes en el deporte, la música…”) y por medio de comparaciones ventajosas (“no somos Estados Unidos, no somos Sudáfrica…”), gracias al legalismo (“las denuncias por este motivo son mínimas”) y mediante el aislamiento (“no es un problema sistémico, no es un problema estatal, no existe en la ley”).

Las ciencias sociales —particularmente la antropología social— llevan décadas intentando sacar a la luz las dinámicas del racismo, tanto en México como en el resto de América Latina. Ésta es una tendencia impulsada, en buena medida, a raíz de la irrupción de movimientos indígenas y negros en nuestra región, lo que en años recientes ha colocado el tema en una posición importante dentro de la agenda académica. Tal efervescencia es notoria en el aumento de publicaciones, congresos, debates y análisis de las dinámicas del privilegio racial, como lo ha mostrado Mónica Moreno, quien ha encabezado la investigación sobre el estado del arte en cuestiones de racismo en México.[18] Esta tendencia es clara por igual en los análisis de instituciones y agencias de gobierno; por ejemplo, en 2005 se realizó la Primera Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, que a partir de 2010 adquirió una periodicidad de uno o dos años. La encuesta de 2017 estuvo dedicada al tono de piel e incluía ítems sobre prejuicio racial, que arrojaron resultados como, por ejemplo, que 43 por ciento de los encuestados opinaba que los indígenas tendrán siempre una limitación social por sus características raciales.[19]

Por su parte, en el ámbito de la filosofía, las reflexiones sobre el racismo en nuestro país han sido tematizadas actualmente desde el horizonte del pensamiento decolonial,[20] incluyendo su vertiente feminista.[21] Estos desarrollos parten de las tesis sobre la colonialidad interna, propuesta por Pablo González Casanova,[22] y la colonialidad del poder, expuesta por Aníbal Quijano,[23] quien analiza la dominación en la transversalidad de las categorías de trabajo, género y raza para dar cuenta de cómo la racialización opera dentro de un patrón de acumulación capitalista instaurado con la modernidad–colonialidad. Aunque el enfoque decolonial es actualmente el más socorrido para entablar una reflexión en la coordenada de la dominación racial en Latinoamérica, en esta exposición quisiera ensayar otras posibilidades críticas que pudieran abonar al esclarecimiento de este tema.

 

Acercamientos críticos al racismo en México

En su brillante trabajo “Racismo en México: apuntes críticos sobre etnicidad y diferencias culturales” la socióloga Emiko Saldívar[24] elabora un análisis de las políticas y el discurso del mestizaje y la etnicidad para mostrar la vigencia de estas narrativas en los debates contemporáneos sobre diversidad cultural y, sobre todo, para dar cuenta de cómo han abonado a la invisibilización del racismo en nuestro país. En este sentido, Saldívar afirma que esos recursos de análisis no han ayudado a esclarecer suficientemente el grado en que el racismo justifica la dominación, la desigualdad y el privilegio, ni la manera en la que el discurso racista legitima la estratificación y el trato excluyente de algunos individuos y grupos, primordialmente de poblaciones indígenas.

Según Saldívar, dentro de la ideología de la mezcla, que predominó a principios del siglo xx, se impulsó una política de armonía posracial, que adoptó el punto de vista de la etnicidad, explicando la diversidad a través de marcadores culturales que permitían la aculturación, en sustitución del de la raza, a fin de encontrar una “solución” adecuada al “problema indígena”. Este discurso de democratización racial se sostiene en la idea de que somos sociedades mestizas, lo cual hace de la diversidad algo no visible, mientras obtura la identificación de grupos racializados, limitando con ello la búsqueda de reivindicaciones de igualdad para ellos.[25]

Al configurar la idea de un periodo posracial caracterizado por la armonía y la conciliación, la narrativa del mestizaje no contribuye a una toma de conciencia colectiva sobre las manifestaciones del racismo y sus consecuencias económico–políticas, lo que favorece la configuración de una autoimagen de ausencia de miedo a la mezcla (física y cultural), y de inclusión de las personas diferentes, que no ha abonado a hacer visible la estructura de desigualdad y privilegio definida por el prejuicio racista. Podríamos añadir a esta reflexión de Saldívar que la autorrepresentación tampoco ha contribuido a establecer claramente la relación que el nacionalismo puede tener con las dinámicas de autoafirmación excluyente.

Más allá de las explicaciones de la conflictividad por diferencias culturalistas y sus derivados psicologistas, el racismo, señala Saldívar, es un modo de dominación política y económicamente estructurado que legitima y conserva las asimetrías de poder.[26] Además, con Teun van Dijk podemos puntualizar que el racismo conforma una ideología que organiza representaciones sociales, actitudes y prácticas, y ordena la jerarquía social, el acceso a recursos y la relación interpersonal. En el caso de América Latina, para las poblaciones alejadas del modelo fenotípico europeo, el orden racista puede potencializar la marginación, en distintos grados, del acceso a los recursos materiales de una sociedad (educación, salud, vivienda digna, etcétera).[27]

Al ignorar el carácter estructural del fenómeno racista, el enfoque de la etnicidad se identifica con las vías de solución conciliatoria (enfocadas en la educación y en el cambio de mentalidad). En el campo de la filosofía tenemos múltiples ejemplos de esta orientación, principalmente las vías pluralista,[28] transmoderna[29] e intercultural, que mediante el recurso del reconocimiento legal e institucional de la diferencia, el diálogo o la educación interculturales[30] han pretendido atenuar las tensiones sociales por diferencia, principalmente en lo que concierne a la hostilidad contra los indígenas.[31] Las limitaciones de estos enfoques radican en que pierden de vista que la dominación estructural implica un entramado de causas políticas, culturales y económicas de largo alcance y muy resistentes al cambio. Sin negar los alcances positivos de estas perspectivas, en términos de logros jurídicos y educativos, los enfoques de la sociología crítica a los que me he referido, así como las reflexiones de la teoría crítica, nos señalan rumbos de problematización a los que sería necesario recurrir para un esclarecimiento mayor de las tensiones en temas de diversidad y diferencia, que no desatiendan la coordenada de la dominación estructural por fenotipo y color de piel, ni los aspectos inconscientes e irracionales que inciden en la generación del prejuicio racial. A estas indagaciones se suman igualmente algunos estudios recientes que han arrojado datos para comenzar a iluminar la cuestión desde otras coordenadas.

Me refiero a estudios institucionales que incluyen la variable racial y que comenzaron a estudiar, en décadas recientes y cada vez con más fuerza, la realidad del privilegio por color de piel y fenotipo, en temas de ingresos, acceso a oportunidades y posición social (por ejemplo, a través de ítems que incorporan la percepción y relación del color con el estatus). Así, la edición 2010 de la Encuesta Nacional sobre discriminación en México sostiene que alrededor de 70 por ciento de los encuestados advierte en el color de piel una razón para discriminar.[32] La edición de 2017 ya mostraba que 43 por ciento de los entrevistados opinó que los indígenas tendrán siempre una limitación social por sus características raciales.[33] Por otra parte, entre las indagaciones especializadas no–gubernamentales destaca el Proyecto perla (Proyecto sobre Etnicidad y Raza en América Latina), de la Universidad de Princeton, el cual ha analizado las dinámicas de la pigmentocracia. Lo relevante de estos estudios es que desmienten, entre otras cuestiones, la idea de que la integración de la población indígena en las políticas sociales del desarrollo (educativas, políticas, laborales, etcétera) contribuye a disminuir radicalmente la desigualdad y la discriminación de los individuos racializados.

Además, esta dinámica estructural no queda desmentida por la lógica de la excepción. La categoría blanquitud, acuñada por Bolívar Echeverría, ayuda a clarificar este punto, pues explica los casos en los que individuos de grupos minorizados obtienen estatus o acceden a puestos de reconocimiento. La blanquitud, más que caracterizarse por un fenotipo particular, lo hace por un ethos económico fincado en los valores del trabajo, la productividad y el ascetismo, que toman figura en cuerpos, lenguajes, actitudes, gestualidades, etcétera. Según Echeverría, esta identidad —en grado cero— es neutral ante las identidades concretas, a las que tolera, siempre y cuando consigan un acomodo dentro de sus principios generales. En este sentido, es relativamente abierta con las diferencias fenotípicas y étnicas; aunque en determinadas circunstancias de reacomodos del Estado–nación (de situaciones críticas, como ya lo señalé en páginas previas) saque a relucir reivindicaciones racistas, fincadas en la blancura, que fue su primer asentamiento.[34]

 

Teoría crítica del racismo

En este apartado quiero referirme a algunos elementos extraídos de los trabajos sobre antisemitismo y prejuicio de la teoría crítica negativa de la Escuela de Frankfurt, que considero iluminadores para el esclarecimiento de algunas dinámicas del racismo, como la lógica que subyace a la formación de la subjetividad (personalidad) racista, así como la manera como ésta ejerce violencia contra los individuos racializados. El propósito es indicar algunas rutas que ayudan para el discernimiento del fenómeno racista, sin pretender agotar los caminos que abre el pensamiento de los frankfurtianos con respecto de este tema. Las indagaciones de los teóricos del Instituto de Investigación Social produjeron un conjunto de planteamientos filosóficos y sociológicos estrechamente relacionados, que son contribuciones relevantes para la comprensión de algunas tensiones propias de las dinámicas racializantes: estereotipo y maniqueísmo, que son efecto de la personalización y su sustento fetichista.

Desde el ángulo de la teoría crítica, la raza es un constructo social, una proyección situada dentro de una red de relaciones de poder, de índole subjetiva y objetiva, que permite asignar valores, sentido y posiciones sociales determinados a las diferencias fenotípicas o culturales entre las personas, de modo análogo a como se asigna un género al sexo identificado al nacer. El racismo es, además, una construcción variable en tiempo y espacio (contextual). De aquí se desprende la conclusión de que, para la teoría crítica, la raza no tiene estatus de sustancia; no es una objetividad determinada, sino un rasgo que es efecto de una acción, la cual, tomando características físicas o sociales con cierto grado de particularidad, asigna o atribuye sitios ontológicos, generalmente minimizantes y subordinados, a individuos y grupos. De este modo, a partir de las reflexiones aportadas por la teoría crítica podemos inferir que, cuando nos referimos al racismo, no se trata de remitirse a opiniones y actitudes relativas a un sustantivo (raza), sino de apuntar hacia un acto de asignación (racialización).

Theodor Adorno sostenía que el prejuicio racial opera personalizando. La personalización consiste en un acto de atribución por el cual las penurias de la explotación y dominación sociales son imputadas a causas concretas e identificables. Así, individuos o colectivos se presentan en calidad de responsables de los efectos de los poderes sociales que, ante la consciencia, aparecen como fuerzas de determinación anónimas (sean éstas políticas, culturales o económicas).

Marx había utilizado el concepto personificación para hablar del quid pro quo que hace de los sujetos títeres del valor abstracto. La base de este planteamiento es la teoría del fetichismo de la mercancía: la inversión de sujeto y objeto, por la cual la realidad objetiva, social, parece adquirir vida propia al presentarse como “segunda naturaleza”; es decir, como una entidad independiente de sus creadores. Para Marx la suma del trabajo, de la producción, tiene a los hombres como actores y sostenes; sin embargo, esta esfera se ha extrañado, solidificado, objetivado y autonomizado, de modo que es ahora la que parece dirigir la dinámica social tomando a los individuos como sus apéndices.[35]

En un emplazamiento de esta categoría Adorno explica los procesos de concreción de fenómenos sociales y económicos, anónimos y opacos en individuos y grupos con determinadas características. Un mecanismo que sirve para canalizar la hostilidad (racionalizándola), puesto que ésta se descarga en figuras que se perciben como causas del malestar producido socialmente, y estas figuras pueden ser variables, de acuerdo con las necesidades subjetivas (psicológicas) y objetivas (históricas y sociales) en juego: negros, mexicanos, migrantes. En este sentido, a partir de los hallazgos de la teoría crítica, José Antonio Zamora y Jordi Maiso han visto en la relación entre fetichismo y antisemitismo un “componente estructural” de la sociedad moderna, que hace plenamente vigente la reflexión de Adorno.[36]

La personalización otorga la posibilidad de compensar la impotencia que los individuos experimentan frente a la sobrecarga de la totalidad social.[37] Se trata de proyectar los efectos de las circunstancias objetivas sobre atributos personales; la constitución de determinadas personas o grupos de personas.[38] Estamos ante una conciencia fetichizada que no identifica las causas reales de la marcha de la totalidad social y sus consecuencias calamitosas. Y frente a tal situación canaliza sus frustraciones contra un objeto que no devuelva el golpe; contra lo débil y todo lo instalado en la zona de lo extraño, lo vulnerable a ser violentado, a sucumbir a la intolerancia, a la exclusión y, en casos extremos, al exterminio.

La personalización opera bajo los esquemas particulares del estereotipo y el maniqueísmo. El maniqueísmo requiere la ausencia de matices en la percepción de aquellos individuos considerados pertenecientes al grupo de membresía, y los extraños a él; individuos que son colocados dentro de categorías colectivas, perdiendo con ello sus peculiaridades, los rasgos de su individualidad.[39] Por su parte, el estereotipo permite que la realidad pueda ser organizada económicamente al admitir la simplificación de las potenciales complejidades implicadas en el conocimiento de los individuos, y dar pie a una orientación relativamente fácil en la realidad. Además, en tanto adquiere la forma de lo anquilosado, el estereotipo suspende la dinámica ensayo–error y, en este sentido, posee la propiedad cuasi química de naturalizar las características negativas de los otros; es decir, el estereotipo, al ser un esquema profundamente rígido de percepción de la diferencia, tiende a dejar entre paréntesis la experiencia directa con los individuos racializados, aun cuando ésta contradiga sus directrices. En estos esquemas tienen cabida el etnocentrismo y la racionalización de actitudes xenófobas y racistas.

Para la teoría crítica, el estereotipo y el maniqueísmo definen la relación con la diferencia, con individuos vulnerables por poseer rasgos que están fuera de los límites de los parámetros de normalidad dentro de un contexto determinado. En este punto podría introducirse un matiz más: el narcisismo de las pequeñas diferencias apunta a que la necesidad de diferenciarse es más intensa cuando los individuos son más cercanos entre sí. Recordemos que por razones históricas, las poblaciones centroamericanas, dado su perfil sociodemográfico, fenotípico y cultural, son muy similares a algunos sectores sociales de nuestro país.[40]

En este último plano, Stefan Gandler, apuntalando una cuestión más de las aportaciones de la teoría crítica, concibe el planteamiento de los frankfurtianos como una “teoría psicofisiológica dialéctica”. Esta lectura frankfurtiana, según el estudioso de la teoría crítica, tiene el valor de ser una explicación del racismo que no apunta exclusivamente a la racionalidad, sino que da cabida a las emociones, a los aspectos irracionales y a la memoria. De esta manera, la teoría crítica del racismo no analiza la proyección, que sostiene el prejuicio, desde una mirada positivista, que apela a un sujeto racional dotado con las capacidades necesarias para distinguir entre juicios correctos (fundados y objetivos) e incorrectos (subjetivos y anticipados),[41] como parecerían sugerirlo las soluciones que apelan al diálogo intercultural y al cambio de mentalidades (que ya abordé en el apartado anterior), sino que hace emerger la relevancia de los aspectos inconscientes y no sujetos a plena voluntad, que influyen en la percepción negativa de la diferencia.

Retornando a la crítica de Adorno, los perfiles de los individuos autoritarios, intolerantes a la diferencia, son renuentes a la argumentación, en la medida en que el esclarecimiento de los mecanismos de defensa, las proyecciones y personalizaciones son esquemas utilizados para mitigar su malestar y no contrariar sus posibilidades de autoconservación social exitosa. La conciencia de la situación real de opresión es inasimilable por el sujeto; pone en riesgo su adaptación al medio. Por este motivo, la proyección y la racionalización, los mecanismos compensatorios, encuentran canales adecuados para manifestarse.[42]

Teun van Dijk afirma que “El racismo se aprende y por lo tanto se enseña”.[43] Si bien las actitudes racializantes son efecto de la socialización, Adorno ya detectaba las tensiones a las que da cabida una apuesta teórica que sobredimensiona el cambio de mentalidades debido a la resistencia a la reflexividad y la incapacidad de diferenciación de los individuos intolerantes a la diferencia (renuentes a escuchar y reconfigurar sus esquemas de percepción). Con estos planteamientos, la teoría crítica se aparta de las explicaciones que sobredimensionan una sola causa del fenómeno racial (sea ésta política, cultural o económica), dando cabida a una dialéctica entre objetividad social y subjetividad; es decir, a la relación recíproca entre mentalidades y actitudes, y sus determinaciones estructurales.

 

A manera de cierre

La búsqueda de reivindicaciones socioeconómicas y las disputas por reconocimiento de identidades basadas en la raza, el género, el lenguaje, la etnia y la orientación sexual han tenido presencia a lo largo de la modernidad y continúan interpelando las bases de la legitimidad de las democracias constitucionales. Este proceso, luego de la coyuntura de finales de los sesenta, tuvo un rebrote muy importante durante la última década del siglo pasado, una vez materializadas las catastróficas consecuencias de las medidas neoliberales que desmantelaron el Estado de bienestar. En las discusiones teóricas ético–políticas este momento se reflejó primordialmente en las disputas entre los paradigmas centrados en las políticas de reconocimiento —a las que ya hice referencia— y los de la distribución, con variantes híbridas en medio. En el plano estatal no fue sino hasta hace poco cuando los gobiernos de América Latina entraron en una ola de reformas legislativas para dar sitio al reconocimiento de la diversidad cultural (consta en los casos de México, Bolivia y Ecuador). Asimismo, al inicio de esta centuria, el Estado mexicano comenzó a instrumentar políticas públicas contra la discriminación, efecto de la firma de normatividades internacionales con carácter vinculante. Sin embargo, ni los movimientos sociales, ni las soluciones positivas de las teorías y filosofías ético–políticas, ni las medidas promovidas por el Estado han sido suficientes para visibilizar y disminuir las dinámicas del racismo.

Incluso donde más parece haber avance en la indagación se desplazan las explicaciones de la estratificación racial al pasado, atribuyéndola a un colonialismo remasterizado que pierde de vista cómo la ideología y las prácticas racistas favorecen el capitalismo y su vertiente neoliberal. Con respecto de este punto, ya Max Horkheimer señalaba en un escrito polémico y contundente: “Pero quien no quiera hablar de capitalismo debería callar también sobre el fascismo”.[44] Además, estos análisis, enfocados en el colonialismo y la colonialidad, persisten en una narrativa de la historia progresiva, por lo que dan la impresión de sugerir que basta con eliminar los resabios de periodos premodernos para alcanzar un estadio de superación donde el racismo ya no tendría sitio.

Análogamente, la atribución proyectiva de los efectos perniciosos de las actitudes racistas a los otros tampoco contribuye a hacer las explicaciones más atinadas. En contraposición, la teoría crítica dio un viraje hacia la perspectiva del sujeto, es decir, puso sobre la mesa la idea de que el problema de la hostilidad contra los individuos y grupos minoritarios no está en el sitio de quien la padece, sino de quien la manifiesta.

Comprender y atacar frontalmente el fenómeno del racismo requiere rebasar el punto de vista culturalista, de la etnicidad y las soluciones conciliatorias que sustenta (psicologistas, de cambio de mentalidades, racionalistas, de diálogo intercultural, legalistas y de reconocimiento), y acercarse a la problematización de la base económica y su relación dialéctica con la subjetividad, abordada desde sus componentes irracionales e inconscientes. Es esta manera de afrontar el tema la que aportan la teoría crítica y la sociología crítica que he revisado en este trabajo.

 

Fuentes documentales

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[*] Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Actualmente es profesora–investigadora en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara. dinora.hernandez@csh.udg.mx

[1].    La solicitud de asilo en un puesto fronterizo podría demorar meses. Los funcionarios estadounidenses restringen la cantidad de solicitantes (entre 40 y 100 por día) en el puerto de entrada de El Chaparral, en Tijuana. Los migrantes podrían quedarse en el refugio durante meses o incluso años, pero algunos creen que presionar masivamente es una forma de acelerar el proceso de aceptación.

[2].    Testimonio de Jennifer Paola López, originaria de Yoro, Honduras. Daniele Volpe y Kirk Semple, “Las voces de la caravana migrante” en The New York Times, 19/X/2018, https://www.nytimes.com/es/2018/10/19/espanol/america-latina/caravana-honduras-migracion.html  Consultado 3/iii/2019.

[3].    Ulrich Beck, La sociedad del riesgo global, Siglo xxi, Madrid, 2002; Anthony Giddens, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestros días, Taurus, México, 2002.

[4].    Joseph Achille Mbembe, Necropolítica, Melusina, Madrid, 2011.

[5].    Zigmunt Bauman, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós, Buenos Aires, 2005.

[6].    Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.

[7].    Por seguridad y para evitar pagar más de 10 mil dólares a un traficante de personas que los lleve hasta la frontera deseada, “Se arriesgan a sufrir asaltos, robos, secuestros, violaciones e incluso asesinatos en su intento de atravesar México sin pagar a un contrabandista”, explica la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos. De acuerdo con este organismo, 99 por ciento de los crímenes contra inmigrantes denunciados en México nunca se investigan. Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, 9 preguntas (y respuestas) sobre la caravana de migrantes centroamericanos, 30/x/2018, https://www.wola.org/es/analisis/9-preguntas-respuestas-caravana-migrantes  Consultado 23/iii/2019.

[8].    Consulta Mitofsky, Consulta Mitofsky. Encuesta Nacional en Vivienda. Octubre 2018, http://www.consulta.mx/index.php/encuestas-e-investigaciones  Consultado 19/iii/2019.

[9].    Elías Camhaji, “La xenofobia sale a las calles de Tijuana” en El País, Grupo Prisa, 19/xi/2018, https://elpais.com/internacional/2018/11/18/mexico/1542511725_499305.html  Consultado 23/iii/2019.

[10].  Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, Mitos y realidades de la caravana migrante y las personas refugiadas, Segob, https://www.conapred.org.mx/userfiles/files/mr_Caravana_ok.pdf  Consultado 13/iii/2019.

[11].  Con teoría crítica me refiero a las ideas del conjunto de pensadores que dieron vida a la Escuela de Frankfurt en su periodo fundacional (desde los años veinte hasta finales de los años setenta del siglo xx), y que se caracteriza por ser una teoría negativa. Este artículo está enfocado primordialmente en las reflexiones de Theodor W. Adorno, pero hay que tener en mente que sus planteamientos no pueden separarse radicalmente de los desarrollos teóricos de sus colegas del Instituto de Investigación Social.

[12].  Sayak Valencia, Capitalismo gore, Melusina, Madrid, 2010.

[13].  Adriana Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea, Anthropos/uam, México, 2009.

[14].  Zigmunt Bauman, Modernidad y ambivalencia, Anthropos, Madrid, 2011.

[15].  Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia, Paidós, Barcelona, 2017.

[16].  De este modo, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial —el más completo instrumento relativo a la lucha contra la discriminación racial—, en su Artículo 1, sostiene que la discriminación racial denota “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública”. Organización de las Naciones Unidas, Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, https://www.ohchr.org/sp/ProfessionalInterest/Pages/cerd.aspx  Consultado 3/ii/2020.

[17].  Véase Ariel Dulitzky, “La negación de la discriminación racial y el racismo en América Latina” en Rogelio Flores Pantoja (Coord.), Derechos humanos en Latinoamérica y el Sistema Interamericano. Modelos para (des)armar, Instituto de Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro, Querétaro, 2017, pp. 649–674.

[18].  Mónica Moreno Figueroa, “El archivo del estudio del racismo en México” en Desacatos. Revista de ciencias sociales, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México, Nº 51, mayo/agosto de 2016, pp. 92–107. En su investigación, Moreno sostiene que en México se publica un promedio de 1.11 artículos por año desde 1956, aunque en 2001 hubo una explosión de 18 artículos en revistas, tal vez por una suerte de efecto poszapatista y debido a la apertura de la investigación del análisis interseccional género–etnia–raza. Es por ello que algunos de estos trabajos aparecen en números de revistas feministas.

[19].  INEGI, Encuesta Nacional sobre Discriminación, cndh/unam/Conacyt/inegi https://www.inegi.org.mx/programas/enadis/2017/ Consultado 17/iii/2020.

[20].  Véase Nelson Maldonado Torres, “Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto” en El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2007, pp. 127-167.

[21].  Para una aproximación general a temas centrales del feminismo decolonial véase María Lugones, “Colonialidad y género. Hacia un feminismo descolonial” en Walter Mignolo (Comp.), Género y descolonialidad, Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2014, pp. 13–42.

[22].  Véase Pablo González Casanova, “Colonialidad interna (una redefinición)” en Atilio Alberto Borón, Javier Amadeo y Sabrina González (Comps.), La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2006, pp. 409–434.

[23].  Véase Aníbal Quijano, “Colonialidad de poder, eurocentrismo y América Latina” en Edgardo Lander (Comp.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2000, pp. 201–246.

[24].  Véase Emiko Saldívar Tanaka, “Racismo en México: apuntes críticos sobre etnicidad y diferencias culturales” en Alicia Castellanos Guerrero y Griselda Landázuri Benítez (Coords.), Racismos y otras formas de intolerancia de Norte a Sur en América Latina, Juan Pablos Editor, México, 2012, pp. 49–76.

[25].  Ariel Dulitzky, “La negación…”, p. 15.

[26].  Véase Emiko Saldívar, “Racismo…”.

[27].  Teun van Dijk, Dominación étnica y racismo discursivo en España y América Latina, Gedisa, Barcelona, 2008.

[28].  Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Paidós/unam, México, 2002.

[29].  Enrique Dussel, El encubrimiento del indio: 1492, hacia el origen del mito de la modernidad, Cambio xxi, México, 1994.

[30].  Raúl Fournet–Betancourt, Crítica intercultural de la filosofía latinoamericana actual, Trotta, Madrid, 2004.

[31].  Estas posiciones filosóficas tomaron impulso por los debates alrededor del Quinto Centenario, pero también responden a los aires de los tiempos neoliberales, que implicaron la promoción de la diferencia, la diversidad y el multiculturalismo, ahora vistos como potencialidades positivas para conseguir la igualdad en la diversidad y que también se conectan con ciertos ecos de las disputas teóricas multiculturalistas en países como Canadá y Estados Unidos. Para ello piénsese en las supuestas contraposiciones entre las políticas de la igualdad y las políticas de la diferencia (en cuanto a este último punto, véase Charles Taylor, El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, Fondo de Cultura Económica, México, 2009).

[32].  Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, Encuesta Nacional sobre la Discriminación en México–Enadis 2010, Segob, https://www.conapred.org.mx/index.php?contenido=pagina&id=424&id_opcion=436&op=436 Consultado 17/iii/2019.

[33].  Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, Encuesta Nacional sobre la Discriminación en México 2005, Segob, https://www.conapred.org.mx/index.php?contenido=noticias&id=3308&id_opcion=108&op=214  Consultada 17/iii/2019.

[34].  Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud, Ediciones era, México, 2010.

[35].  Véase Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política. Tomo I, Siglo XXI, México, 2016, pp. 87–102.

[36].  José Antonio Zamora y Jordi Maiso, “Teoría Crítica del antisemitismo” en Constelaciones. Revista de Teoría Crítica, Centro de Ciencias Humanas y Sociales/Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, vol. 4, diciembre de 2012, pp. 133–177.

[37].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, “Estudios sobre la personalidad autoritaria” en Escritos sociológicos II, Vol. 1, Akal, Madrid, 2009.

[38].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, Introducción a la dialéctica, Eterna cadencia, Buenos Aires, 2010, p. 230.

[39].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, “Estudios…”, p. 294.

[40].  Appadurai ensaya esta idea —expuesta por Freud en ensayos como El malestar en la cultura y Psicología de las masas— para explicar los conflictos étnicos de los Balcanes. Véase Arjun Appadurai, El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia, Barcelona, Tusquets, 2007, pp. 107–108.

[41].  Véase Stefan Gandler, Fragmentos de Frankfurt, Siglo xxi, México, 2013, pp. 32–33.

[42].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, Educación para la emancipación, Morata, Barcelona, 1998, p. 125.

[43].  Teun van Dijk, Dominación…, p. 110.

[44].  Véase Max Horkheimer, “Los judíos y Europa” en Constelaciones. Revista de Teoría Crítica, Centro de Ciencias Humanas y Sociales/Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, vol. 4, diciembre de 2012, pp. 2–24.

Presentación

Lanzar dos “llamados” para la temática Marx y marxismos, así como dedicarle la carpeta temática de nuestra revista en dos números consecutivos, han sido valiosas oportunidades para tomarle el pulso a esta tradición de pensamiento, tanto en términos del interés que aún suscita como de su relevancia para nuestro mundo contemporáneo. Respecto del interés, queremos agradecer a las muchas y muchos autores que nos propusieron textos para publicación; los seis artículos publicados en esta carpeta entre el número 113 y el actual 114 no reflejan, ciertamente, todo su alcance. En cuanto a la relevancia, aun cuando nos hemos forjado nuestro propio juicio, preferimos apelar al buen criterio de nuestras lectoras y lectores con la esperanza de no haberlos defraudado ni defraudarlos en este número, el cual pone pausa por un tiempo indefinido a esta temática.

Son tres los artículos seleccionados para la carpeta temática Marx y marxismos ii. En el primero de ellos Dinora Hernández López aborda el problema del prejuicio racial, y más específicamente, del racismo en México, apuntalándolo con el caso de la caravana migrante de 2018 y decantándose por un enfoque de análisis que privilegia las aportaciones teóricas de la Escuela de Frankfurt —especialmente, en la figura de Theodor Adorno— y de la sociología crítica sobre los planteamientos de corte culturalista.

En el segundo artículo, Elsa Ivette Jiménez Valdez recorre los argumentos que algunas teóricas del feminismo desarrollaron en los años setenta en el marco de la Campaña por el salario para el trabajo doméstico. Estos argumentos arraigan en el pensamiento de Marx, pero también lo desafían y profundizan: por remitir a la intersección entre capitalismo y trabajo doméstico, y por poner la reproducción de la vida en el centro de sus análisis. También por estas razones, de acuerdo con la autora del trabajo, tales reflexiones “continúan vigentes y constituyen una provocación que nos obliga a cavar más a fondo y a situarnos de un modo distinto frente a las relaciones de explotación y violencia”.

En el tercer y último artículo de esta capeta Carlos Garduño propone reconocer la pertinencia teórica de la noción de revolución como “acontecimiento determinante del destino de las luchas por la emancipación”. Con tal propósito, el autor despliega un argumento que parte de Marx, pasa por la recepción crítica de su pensamiento en Hannah Arendt y recae, finalmente, en la manera en que autores como Castoriadis, Badiou y Žižek revitalizan —en directa o indirecta confrontación con el pensamiento de Arendt— una noción de revolución de inspiración marxista.

En la carpeta Acercamientos Filosóficos en esta ocasión presentamos dos artículos. En el primero de ellos Pablo Igartua Martínez remarca la importancia de plantear la pregunta por la fundamentación de la moral en un mundo y en un tiempo como los nuestros, donde no hacerlo puede ser un síntoma de relativismo fácil, de dejadez o incluso de cobardía. Ante esta alternativa el autor ofrece sus propias razones para apostar por la tradición deontológica de fundamentación que vincula a autores como Kant, Apel, Habermas y Rawls, la cual destaca elementos como la exigencia de universalidad, el énfasis en la autonomía y la necesidad de consenso intersubjetivo.

En el segundo artículo de esta carpeta Pedro Reyes Linares, s.j., recala en uno de los cursos originales de Xavier Zubiri, “El concepto de materia” (reeditado y publicado en 2008 en el volumen Espacio, Tiempo, Materia), que puede ser especialmente valioso para los estudios zubirianos; no sólo porque en éste, a través de la dupla conceptual sustantividad–actualidad, el filósofo vasco se dota “de un poderoso aparato para poder considerar los sistemas complejos en los que se estructura la materialidad”, sino también porque, con ello y al mismo tiempo —como lo sugiere y desarrolla el autor del artículo—, Zubiri sienta las bases para una reinterpretación de su propia antropología y para un diálogo fecundo con la teología.

En nuestra carpeta Cine y Literatura en esta ocasión presentamos, por lo que respecta al cine, un conjunto temático de reseñas, a cargo de nuestro principal colaborador en esta sección, Luis García Orso, s.j., quien esta vez escribe sobre cuatro largometrajes mexicanos con al menos dos elementos en común: tienen adolescentes como protagonistas y retratan con hondura y calidad cinematográfica la difícil realidad de esta etapa de la vida en las condiciones del México actual, y, asimismo, las cuatro películas fueron seleccionadas para los premios Ariel 2020. Por lo que respecta a la literatura, José Miguel Tomasena nos ofrece su segunda colaboración en la revista con la reseña de un libro que compila tres novelas de Agota Kristof, Claus y Lucas, a su juicio “una de las obras maestras de la literatura europea de la segunda mitad del siglo xx”. Para ello, nuestro colaborador se centra en la primera novela de esta trilogía, El gran cuaderno, que, al igual que las otras dos novelas que la componen, tiene como protagonistas a Claus y Lucas, hermanos gemelos que se las arreglan para sobrevivir en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, tanto a través de acciones como de un código de moral discursiva: “contar la verdad, en toda su concreción y objetividad posible, y rechazar los eufemismos, la ambigüedad, toda clase de sentimentalismo”.

Finalmente, en nuestra carpeta Justicia y Sociedad presentamos un artículo de Abel Rodríguez López sobre Francisco Xavier Clavigero. En éste el autor del texto recurre tanto a pasajes precisos de la Historia antigua de México como a la correspondencia de Clavigero con el abate —y “pionero de la lingüística comparada”— Lorenzo Hervás y Panduro, con el fin de mostrar un aspecto poco explorado hasta ahora de los intereses y de la obra del jesuita e historiador: su aproximación al territorio, la lengua y otros rasgos culturales de los tarahumaras; todo lo cual refuerza la imagen de Clavigero como “un pensador interesado en conocer no sólo las formas sino el fondo de la alteridad indígena”.

Desde Xipe totek agradecemos a todas y todos nuestros lectores por un año más de interés en nuestra revista, y les deseamos que el próximo 2021 les conceda la libertad y la salud que muchos hemos añorado en este 2020.

Miguel Fernández Membrive