Sobre Nomadland

[*]

Luis García Orso, S.J.[**]

 

En medio de un paisaje helado y gris, Fern es una mujer de unos 60 años de edad, sin familia, sin casa, sin lugar. Su esposo trabajaba en una compañía minera en un pueblito de Nevada. Al morir él, ella decidió quedarse ahí. Con la crisis económica de 2008 la compañía cerró, la gente se fue y el pueblo desapareció. Pero Fern no se rinde; ahora vive y se mueve en una furgoneta y va tomando trabajos temporales. El último fue en un gran almacén de embalaje de Amazon.

Una amiga le recomienda a Fern que conozca una agrupación de jubilados que viajan en caravanas y viven sólo con lo necesario y como empleados eventuales; una comunidad de caminantes, de peregrinos, que realizan un encuentro periódico en el desierto de Arizona. Fern va allá a conocerlos. Entonces la película se enlaza con el documental, pues esa comunidad, de hecho, existe. Su líder, Bob Wells, y personas reales se vuelven también protagonistas en el filme, especialmente Linda y Charlene. Así, la historia y el viaje de Fern siguen, y nosotros con ella, y la ficción se va tejiendo junto con la realidad. Nomadland: una tierra de nómadas, de descartados del sistema, de sobrevivientes, de gente que sigue, a pesar de todo, porque cree en la vida aunque el imperio norteamericano ya no crea en ellos.

Una historia en el camino, en la furgoneta, de gente que ha perdido casi todo, pero sigue adelante porque es más importante lo que la vida va trayendo que llegar a la meta; porque son más valiosos los encuentros con cada persona que las cosas, y porque no hay un lugar fijo, sino aquél que existe en el corazón. El viaje de Fern no se entiende sin ese paisaje abierto y solitario que la abraza con el frío, las estrellas, el fuego, el desierto, las montañas, la nieve. Y sin los recuerdos que atesora: las fotos antiguas, la imagen indeleble de su esposo, el anillo de matrimonio, los platos que le dio su padre, la canción con Nat King Cole, el poema que recita al chico solo, el horizonte sin límites detrás de su antigua casa. “Hogar no es sólo una palabra o un lugar, sino aquello que llevas dentro de ti”. Más allá del desarraigo físico, la dignidad y la esperanza animan la vida.

La actriz Frances McDormand se presentó con el libro Nomadland de Jessica Bruder —titulado en español País nómada. Supervivientes del siglo XXI— para proponérselo a una directora casi desconocida. La joven cineasta de origen chino Chloé Zhao (Pekín, 1982) estudió en Reino Unido y en Nueva York. Ha filmado Songs My Brothers Taught Me (2015) y The Rider (2017) con actores y actrices no profesionales, eligiendo indígenas norteamericanos como protagonistas, aunque estas dos obras no han tenido distribución en México. Con Nomadland logra una película íntima y contemplativa, en la misma tierra que el filme Badlands (1973) de Terrence Malick . Para ambos cineastas el ser humano es una diminuta creación inmensamente digna en medio de un universo sin medida que lo arropa y de seres humanos que llegan como un regalo. La película sostiene su belleza con la gran presencia de Frances McDormand, la fotografía precisa de Joshua James Richard y la música al piano del italiano Ludovico Einaudi. El filme ha sido premiado en todos los festivales en los que ha estado.

Es un hecho extraordinario, en los 93 años del Óscar, que el premio para mejor directora del mejor filme haya sido para una joven mujer asiática. Al recibir la presea, Chloé la dedicó “A quienes tienen la fe y la valentía de mantener la bondad en sí mismos y la bondad de los demás, sin importar lo difícil que sea”.

 Nomadland se atreve a hacer a un lado los valores predominantes en la sociedad actual, consumista, indiferente, ansiosa, y toma por protagonistas a personas que el sistema desechó. Entonces ellas eligen una vida simple, ver por los demás, formar una comunidad de intercambios, no correr en pos de alguna meta o un lugar, detenerse y contemplar, volver al corazón, buscar lo esencial de la vida. Todos somos caminantes. No hay un adiós definitivo, sino un “te veré en el camino”, nos hemos de encontrar algún día. La vida sigue, también en este año de pandemia y de pérdidas. Estamos vivos porque alguien nos recuerda y a alguien recordamos; incluso a los que ya dejaron este mundo.

 

[*] Chloé Zhao, Nomadland (película), Mollye Asher, Dan Janvey, Frances McDormand et al. (productores), Highwayman Films/Hear/Say Productions/Cor Cordium Productions, Estados Unidos, 2020 (color, 108 min.).

[**] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México, y miembro de signis (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

Sobre la filosofía de nuestro momento

Jorge Ordóñez Burgos[*]

 

Recepción: 1 de mayo de 2021
Aprobación: 19 de mayo de 2021

 

Resumen. Ordóñez Burgos, Jorge. Sobre la filosofía de nuestro momento. La relación entre la filosofía y su historia ha sido —y es todavía— un tema que exige no sólo un gran conocimiento de fuentes y tradiciones, sino también un ejercicio reflexivo profundo en el que la historiografía, la filología y la revisión filosófica de la filosofía misma se complementen como un todo articulado. En este texto propongo meditar sobre las modalidades que puede tener el hoy como marco en el que la filosofía se desarrolla y, a la vez, como punto de partida de una filosofía de “este momento”. El presente, la contemporaneidad, la filosofía de nuestro tiempo, la filosofía actual y las vanguardias filosóficas no pueden entenderse como sinónimos, pues cada una se instala de manera diferente en las circunstancias. La filosofía del hoy puede ser un tema de interés para Latinoamérica, una región con vocación y realidades muy diferentes a las europeas.

Palabras clave: filosofía contemporánea, filosofía de la filosofía, filosofía latinoamericana.

 

Abstract. Ordóñez Burgos, Jorge. On the Philosophy of Our Moment. The relationship between philosophy and its history has been—and still is—a topic that calls for not only an extensive knowledge of sources and traditions, but also a deep reflective exercise in which historiography, philology, and the philosophical review of philosophy itself complement one another in an interrelated whole. In this text I propose to meditate on the modalities that today can have as a framework in which philosophy develops and, at the same time, as a point of departure for a philosophy of “this moment.” The present, contemporariness, the philosophy of our time, current philosophy and the philosophical avant–garde cannot be understood as synonyms because each term situates itself differently in the circumstances. The philosophy of today can be a topic of interest for Latin America, a region with a vocation and realities that are very different from those of Europe.

Key words: contemporary philosophy, philosophy of philosophy, Latin American philosophy

 

Del presente efímero…

Al revisar la iconografía alusiva de asociaciones, programas, publicaciones, instituciones y congresos relacionados con la filosofía, podemos notar que la abrumadora mayoría de las composiciones están integradas por efigies, vocablos y escenarios que aluden al pasado. Los bustos de los célebres griegos son tan populares como… predecibles. Parecería que la exaltación de un glorioso antaño justifica la filosofía de nuestros días; daría la impresión de que, al refugiarnos tras la lacónica figura de Kant, el pensamiento que desarrollemos hoy adquiere un salvoconducto para transitar libre por el mundo. Así pues, las imágenes hablan más de lo que le gustaría a Platón y a sus seguidores, porque se tornan en un manifiesto disciplinar capaz de mostrar con nitidez milimétrica una manera casi generalizada de hacer y regurgitar la filosofía. Los tratados geniales, las robustas escuelas y los sistemas sin grietas ni contradicciones son el fruto de un tiempo que fue; la filosofía vive de una nostalgia incurable, camuflada de autoconciencia histórica. Caer en la moda y la meditación intrascendente es quizá una de las fobias más arraigadas en nuestro oficio, y su antídoto más socorrido consiste en recrear el pretérito con pequeños retoques.

Este trabajo invita a considerar y a enfrentarnos al ámbito temporal en el que habitamos —denominémoslo hoy, este o nuestro momento, actualidad o presente— entendiéndolo como materia fundamental para una filosofía interesada por concentrarse en pensar más allá de lo heredado. El tiempo que vivimos se nos va de las manos; fenece constantemente sin que nos tomemos la molestia de reflexionar en él. El presente, como la música, muere en el momento mismo de nacer; pero sus efectos son tan hondos que moldean nuestras vidas. Pensar el presente exige de una auscultación más rigurosa que la exigida para revisar el ayer, así como de una crítica más intensa contra algunas maneras comodinas de hacer “filosofía”.

El esquema de exposición y reflexión aquí desarrollado se compone de los elementos descritos a continuación:

1) Cuestionamiento del pilar central de la mayoría de las filosofías producidas en Occidente, a saber, la historia de la filosofía. Exhibición de un proyecto de historia de las ideas omnipresente y provisto de una historiografía inexistente o, en el mejor de los casos, raquítica. Acotación de la erudición filosófica en tanto saber conseguido por estudiosos excepcionales, y no por la mayoría de quienes estudiamos o ejercemos la filosofía. 2) Revisión sucinta de paradojas anacrónicas que resultan del choque frontal de ideales de la filosofía “contemporánea” contra pesadas estructuras prefabricadas y adheridas a todo pensamiento posible que florece en nuestras comunidades filosóficas. Ténganse como ejemplo la “vigencia” de una Ilustración abstracta, ahistórica, atemporal, inmaterial y presente en la ética de los derechos humanos, en la imposición de la democracia como el sistema de gobierno, organización y participación ciudadana, así como fuente absoluta de inspiración para políticas “incluyentes”. La actualidad de la Ilustración se apoya en la omisión de su contexto histórico–antropológico. En sociedades que buscan estar al día resulta extraño tal apego a una manera de pensamiento de la que no es tan sencillo desmarcar el esclavismo, la visión polar Europa–resto del planeta, o bien, la adoración fetichista de una Razón cuyas fronteras se moldean según la conveniencia del usurario. 3) Breve revisión de modos de nombrar “este momento” en la filosofía: contemporaneidad, nuestro tiempo, actualidad, presente y vanguardias. En este punto se acotará la dimensión cronológica práctica que cada uno tiene.

Es importante señalar que esta reflexión se construye a partir de nuestros propios errores y omisiones, por lo que se ha citado lo menos posible a otros autores. Nuestro trabajo no busca dinamitar el pensamiento del pasado, sino sólo poner a consideración del paciente lector un enfoque personal de las cosas.

Los hechos que el mundo ha presenciado entre 2020 y lo que llevamos de 2021 (la pobreza normalizada y masificada en México y buena parte de América Latina; la falsedad de la máxima “velar por el interés superior del menor”, que se escucha como un balar inconsciente por todos los rincones de nuestra república juarista, o, entre otros, la violencia panorámica que azota nuestro país desde hace décadas) son escenarios en los que la filosofía debe meditar, para lo cual es necesario hacerse de instrumentos adecuados. A continuación ponemos unas cuantas ideas a consideración de quien nos lee.

 

La conjugación filosófica

Cuando se hace o se estudia una filosofía que reflexiona sobre temas y circunstancias de nuestro nicho espacio–temporal resulta difícil ubicarla con exactitud en la dimensión a la que pertenece. Máxime cuando la filosofía convencional se abandona con gran frecuencia a “historizar”[1] las ideas, saturando indiscriminada y acríticamente las meditaciones de referencias librescas que se citan y repiten sin el menor examen,[2] quizá por método, quizá por imitación mecánica, pretendiendo encontrar en unas frases —pocas o muchas— cierta validación a través de recetas ya probadas con anterioridad. Se hace pasar como ejercicio de la razón filosófica la aceptación pasiva de discursos e historias del pensamiento que están más cercanas a la mitología que a la investigación rigurosa.[3] Entiendo por “filosofía convencional” aquélla que depende absolutamente de las ideas producidas por otros; convirtiéndose en un recuento que remueve los cimientos del pensamiento no sólo para encontrar el punto de origen de las cosas, sino para desenterrar meditaciones, retocándolas y haciéndolas pasar como producto del esfuerzo del filósofo interesado por la inmediatez. Identifico también, como uno de sus rasgos más característicos, la referencia incansable a la historia de la filosofía, que, bajo esas circunstancias, dista mucho de ser histórica por carecer de métodos rigurosos de documentación, revisión, comparación y recreación del pasado, así como de una historiografía sólida que dé razón de la manera en que se componen los anales de nuestra disciplina. Adolece por igual de rigor filosófico capaz de hacerle voltear los ojos sobre sí misma para cuestionarse en tanto disciplina con claroscuros. Es impensable sostener un diálogo filosófico, es decir, crítico acerca de temas tan espinosos como la universalidad restrictiva (con que se desarrolló la filosofía política durante la Ilustración francesa), sobre el racismo descarado de Kant o acerca de la exclusión sistemática del pensamiento tildado de “marginal”, “periférico”, “alternativo” o “inmaduro” gestado en África, Iberoamérica o buena parte de Asia. Por filosofía convencional también entiendo un ejercicio que tiende a andar con paso inseguro por las veredas desgastadas y predecibles del pensamiento, en contraste con la atención a la vocación exploratoria de la filosofía capaz de arriesgarse a quedar extraviada o a inventar nuevas rutas. La filosofía convencional tiende a la esterilidad y a la censura de todo aquello que no se apega a las recetas, no digamos probadas, sino aceptadas por ciertas comunidades.

Se le niega al pensar del hoy, casi por completo, cierta autonomía del legado del pasado. El denso y voluminoso tratado, el opúsculo o el famoso artículo que cambió el destino de la filosofía han de ser evocados una y otra vez hasta la náusea. El momento que fugazmente se nos escapa, llamado por convención “presente”, representa en sí un problema filosófico que intentaré esbozar en las siguientes páginas. Se le resta importancia por considerarse una temporalidad ya dada y a la mano, y de la cual se obvia su comprensión porque se habita en ella y punto. Se acepta su complejidad y dinámica constantes, pero, generalmente, se rehúye abordarlo como tema de la filosofía por temor a caer en modas triviales.[4] El comentario laudatorio o tendente a la polémica acotada del legado de antaño es una constante en gran cantidad de los estudios filosóficos de los últimos ciento cincuenta años. Sin menospreciar la conciencia histórica que toda disciplina debe tener, urge conseguir cierto desapego de las ideas del ayer.

La filosofía es como un lienzo pintado por incontables manos que paulatinamente es llenado de figuras, colores y texturas. Generaciones de pintores entregan su contribución a la inmensa obra entera. Hay que tener en mente que el cuadro colectivo no es homogéneo; que su verdadero valor radica en ser, al mismo tiempo, retrato y paisaje, expresión realista, abstracta y fantástica. Los ejecutantes de los pinceles ni siquiera llegarán a un acuerdo unánime sobre lo que es la pintura y qué significa el acto de pintar. Y los trazos que se han adherido al paso de los siglos pueden revelar nuevas escenas o intentar corregir otras anteriores a partir de ciertas bases muy generales. Empero, la mano y el momento que cubren un trozo más de la superficie en blanco del lienzo filosófico siempre aportan algo nuevo. Es casi imposible inventar nuevos colores o figuras geométricas —la creación a partir de la nada es una tarea exclusiva de Dios—; sin embargo, se cae en excesos cuando se acepta la reflexión dirigida exclusivamente por referencias librescas como única vía posible para filosofar. Es entonces cuando se anda en círculos al hacer observaciones, comentarios, revisiones, recuentos… y, sin cesar, se “descubren vigencias”, supliendo con ellos el esfuerzo por producir ideas para pensar el propio entorno. Andar por propio pie —y no inventar el acto de andar— es una iniciativa que en algunas comunidades académicas es vista con suspicacia, tildándola de ser una expresión pseudofilosófica, un acto de rebeldía disciplinar o expresión de la más rotunda ignorancia de fuentes, autores y tradiciones que se hacen a un lado al omitirlos como cimiento e inspiración, al rehuir revisarlos y debatir sobre ellos.[5]

La erudición filosófica es una virtud que se adquiere a través de la consagración de una vida al estudio riguroso de textos e idiomas. La verdadera erudición filosófica es un logro excepcional más que un saber disciplinar que cualquier profesional del área tiene. Un conocimiento de esa naturaleza no sólo habilita en la identificación de tradiciones, sino que lleva a la comprensión panorámica de la humanidad, superando la visión especializada y tal vez narcisista que la filosofía puede tener de sí misma. La polimatía es capaz de configurar escenarios articulados en los que el derecho, la teología, la tecnología, la retórica, la historia, las ciencias, las artes, las lenguas, los mitos y la medicina colaboran para abrir ventanas que permiten observar la realidad en su pleno movimiento. La erudición, pues, no podría definirse como el refugio en una oscura biblioteca, sino como una sed insaciable que lleva a beber en cuanto arroyo y río sale al paso. Y para encontrarse con los cauces de agua es preciso andar.

Acercarse, pues, al tiempo que está aquí es un ejercicio que suele complicar la meditación de una filosofía corta de miras. Hay que tomar a la filología y a la historia de las ideas como el motor que impulsa toda reflexión posible. En una actitud revisionista de esa postura veremos que los filósofos más ilustres no han sido, por definición, conocedores acuciosos del pensamiento de sus predecesores, y no es regla que el glosado de las obras célebres constituya parte de la metodología seguida por todo filósofo. Sin desligar el filosofar de sus raíces, considero que pensar el aquí y el hoy debe efectuarse con una noción clara de ambos adverbios; de lo contrario, el pasado se estaría prolongando una y otra vez, o bien, se pensaría en la quimera del futuro irrealizable. Ciertamente, somos el resultado del pasado, pero me rehúso a concebirnos como sus esclavos. Al proponer concentrarnos en este momento para filosofar no me pronuncio por una tacañería reflexiva, sino por la apropiación de las circunstancias que nos “pertenecen” —y son irrepetibles— atendiendo el turno de filosofar que otros (en el pretérito) no despreciaron. Consagrarse a pensar en la filosofía contemporánea, de nuestro tiempo, del presente, de la actualidad, o esforzarse por participar en las vanguardias filosóficas, de manera alguna garantiza la originalidad, la novedad, la adhesión a un pensamiento de conciencia política y social, o ser partícipe de la tan anhelada filosofía práctica que obsequia sus frutos a un sinfín de actividades humanas.

El cambio social es un factor activo presente en la mentalidad del hombre civilizado. Desde el siglo XVIII hasta nuestros días el “cambio” está manifiesto en la concepción de esferas como las revoluciones nacionales, cuya madre primigenia es la Revolución francesa —o, al menos, eso dice el manual—. También se refleja en la mejora constante, es decir, un proceso de adaptación que bien puede encontrarse tanto en los sistemas educativos como en los de producción; o bien, entre muchos otros, en la actualización iterativa que distingue los avances tecnológicos (especialmente en materia de telecomunicaciones y en los desarrollos de la medicina). A pesar de que el cambio es una constante, cuando se lo aborda como engrane articulador de la filosofía viva que nos rodea se lo ve con desconfianza, se lo deja fuera, se lo desconecta de lo que se considera el pensamiento significativo y verdaderamente trascendente para la humanidad. Parecería que algunas filosofías anhelan asirse a un punto fijo e invariable, pues de esa manera pueden atenerse a fotografías en las que el movimiento se insinúa mientras se prescinde del cambio o sólo se lo sugiere como algo que existe en algún lugar, pero que, de ser introducido al filosofar, pervierte un pensamiento serio y riguroso. Estudiar la filosofía del aquí y el hoy exige un esfuerzo extraordinario que conduce a la revisión de fuentes que se producen en el momento mismo. Cabe resaltar que las “fuentes” de tales investigaciones pueden resultar efímeras y poco ortodoxas en comparación con los densos materiales usados para internarse en los grandes sistemas de la filosofía. En ciertas circunstancias, una publicación en Twitter, un video tomado con un teléfono celular o los productos culturales desechables emanados de la mentalidad consumista, tan influyente en nuestros días, podrían representar una referencia de las meditaciones de este momento.

La filosofía más cercana al aquí y al hoy, ésa que se discute en congresos y se estudia en las múltiples facultades con la etiqueta “contemporánea”, en el mejor de los casos, data de veinte o treinta años atrás. Entonces, ¿cómo se han pensado los años más recientes? Es una pregunta tan incómoda como incitante para hacer una filosofía diferente, que obliga al interesado a entablar diálogo directo con quien propone un conjunto de ideas; a observar las reacciones de grupos e interlocutores que discrepan de ciertas posturas; a comprender la articulación de los tentáculos de la política académica que reaccionan en contra o a favor de posicionamientos educativos, políticos, económicos, sociales, jurídicos, religiosos y estéticos, es decir, áreas de la vida de las que nuestra disciplina no puede desconectarse para refugiarse en investigaciones abstractas.

Esa filosofía del pasado, que tanto admiramos, también poseía un alma, un soplo que la mantenía en movimiento. ¿Cómo habríamos percibido a los cínicos, a Carneades o a Vico si hubiésemos sido sus contemporáneos? No me estoy manifestando contra las tradiciones de nuestra disciplina, contra el valor innegable de las reflexiones del pasado o las aportaciones de los maestros de siglos atrás; tan sólo hago una invitación a pensar el momento que nos pertenece y que podemos poseer en tanto hábitat nuestro.

En el contexto que vivimos, buena parte de las tradiciones[6] filosóficas no pueden separar la historia de la filosofía del filosofar. Ello construye una relación de dependencia en la que la reflexión de lo que está a la mano se convierte en algo anecdótico o en un pretexto para verificar, una vez más, la vigencia y actualidad de lo que se dijo y pensó en circunstancias muy diferentes a las nuestras. Me abstendré de hablar de los griegos, no por carecer de importancia, sino para evitar caer en lugares comunes. Pongamos por caso a Alexander Gottlieb Baumgarten, un filósofo que incluyen los manuales de filosofía como una referencia obligada para entender la ontología y la estética en tanto áreas formales de nuestra disciplina, cuyo origen nos remite a la nada despreciable cátedra del profesor (Lehrstuhl). Ahora hagamos memoria de nuestras experiencias académicas: ¿con cuántos estudios del pensamiento de este hombre ilustre nos hemos topado a lo largo de nuestra carrera? Por supuesto, no sólo me refiero a los escritos en lengua castellana, sino también en otros idiomas occidentales. ¿Qué tan frecuente es la revisión de sus ideas en clases, seminarios y foros académicos? El ambiente de la cátedra alemana en las universidades de los siglos xviii y xix merece un tratamiento, a la par, historiográfico y de la filosofía de la cultura, ya que su estructura y resultados influyen todavía en la construcción del conocimiento. Las ciencias, las artes y la filosofía han encontrado ahí un espacio en el que, simultáneamente, pueden darse tanto la sujeción y la censura como la libertad y el diálogo abierto. En varios países de América Latina no existe la figura de la cátedra y el catedrático, al ser este último un simple sinónimo de “profesor universitario”. En tales condiciones ¿podríamos vislumbrar una tradición alrededor de la filosofía de alguien con la influencia de Baumgarten? El ejemplo citado pretende señalar la obstrucción y apresuramiento para construir una autoconciencia histórica de la filosofía a partir de menciones de un filósofo de nombre célebre, pero realmente desconocido en su quehacer (por lo que se cae en una evocación vacía de “famosos”). He traído a colación, pues, el caso de un filósofo que pudiera considerarse “marginal”, no porque los estudios de figuras como Aristóteles, Avicena o Rousseau estén exentos de semejantes huecos, sino para evidenciar prácticas muy arraigadas que sólo conducen a tener una visión superficial de la historia de nuestra disciplina. Si en el caso de Baumgarten (relativamente bien acotado) saltan inconsistencias, ¿qué podemos esperar de figuras que han sido objeto de caracterizaciones reduccionistas, manejos facciosos, manipulaciones en sus escritos o especulaciones incansables a lo largo de los siglos? Entonces, ¿qué tan clara es y qué tanto alcance tiene la auscultación de la identidad histórica de la filosofía académica?

La filosofía no ha sido la excepción de recortes y trasquiladas generalizadas hoy que la austeridad y la simplificación imperan en la educación universitaria de todo el mundo. El estudio meticuloso de las fuentes se evade con mayor descaro al visualizarlo como una carga engorrosa encomendada a los especialistas. El conocimiento de lenguas, así como los saberes relativos al tratamiento de textos se extirpa, casi del todo, de las aulas de licenciatura para postergarse a posgrados ideales que son cursados por semi–ángeles. En el mundo real, diversas maestrías y doctorados en filosofía se diseñan, administran y evalúan pensando en la eficiencia terminal, más que en la generación de nuevo conocimiento. Esos programas buscan robustecer números y porcentajes, y se preocupan por complacer a funcionarios y políticos para que la “filosofía” no sea desterrada del presupuesto. No es poco común que se evada el rigor confundiendo la laxitud y la pereza mental con la adaptación a las necesidades del mundo actual. Así, me pregunto, ¿qué tanto se cuida y nutre esa tradición histórica en la enseñanza y cultivo de la filosofía en el siglo XXI? ¿Qué tanta conciencia filosófica se forja en realidad? ¿De qué manera, pues, se distingue la filosofía de su historia? En estos meses de pandemia, en los que es imposible mantenerse al margen de los controles sanitarios, de los reportes epidemiológicos de los gobiernos del mundo o de las restricciones para transitar dentro y fuera de nuestras propias ciudades, se ha hecho patente la insultante pobreza padecida por la mayoría de los países de América Latina. Todo parece indicar que el sistema de castas no se ha ido, que millones de personas están desconectadas de los sistemas de información más elementales. Podría parecer imposible de creer, pero hay contemporáneos nuestros que aún no se han enterado de que atravesamos por una pandemia. No es cuestión de ignorancia o indolencia, es marginación flagrante. Factores que forman parte de la cotidianidad de los estudiantes de clase media, como el exceso de tráfico en la red, el aburrimiento por asistir a la escuela frente a una pantalla, la improvisación, a veces no muy afortunada, de los sistemas educativos de todo el mundo, así como problemas de salud vinculados al sedentarismo están fuera del espectro de la realidad de la mayoría de los habitantes de nuestro continente. Ante los hechos rotundos, creo necesario preguntar lo siguiente: ¿nuestra filosofía académica está lista para pensar sobre estos escenarios? ¿Cómo se plantean las condiciones de países para los cuales los avances tecnológicos, la justicia social y la democracia son utópicos? ¿Con qué herramientas contamos para enfrentar esas condiciones? ¿Qué actitud toman los filósofos ante este aplastante presente?

 

La filosofía contemporánea

La filosofía, a ojos de muchos que son ajenos a ella, es una disciplina estrictamente histórica que vuelve sobre sus pasos una y otra vez. Parecería que el pasado fue el gran momento que sirvió para filosofar, que ahora sólo se vive de la remembranza del ayer. Cuando se piensa en el momento que habitamos, tradicionalmente se habla de una filosofía contemporánea, dándose por sentado qué se entiende por tal adjetivo. Sin embargo, la demarcación cronológica no es tan clara como podría creerse. El Diccionario de la lengua española define el adjetivo “contemporáneo” en tres acepciones, a saber, 1) Existente en el mismo tiempo que otra persona o cosa. 2) Perteneciente o relativo al tiempo o época en que se vive. 3) Perteneciente o relativo a la Edad Contemporánea.[7] Más allá de ubicar en la misma temporalidad algo o a alguien, el Diccionario no aporta mucho.[8] El tercer significado nos remite a una cronología acotada, en el mismo diccionario, como la “edad histórica más reciente, que suele entenderse como el tiempo transcurrido desde fines del siglo XVIII o principios del XIX”. Por deprimente y anacrónico que pudiera parecer, no es tan descabellado pensar en una filosofía cuyos hilos nos atan a la Ilustración y a la época dorada de los evolucionismos decimonónicos en una dimensión amplísima que toca todas las esferas de la vida colectiva de las personas. Democracia, educación, ciencia, tolerancia, tecnología y libertades ciudadanas son los tópicos a los que la filosofía no ha podido renunciar desde entonces, dando por hecho que estaban en el pensamiento racional europeo de hace más de 200 años. Los debates y las polémicas pueden cuestionar los prolegómenos de la mentalidad originaria de entonces, pero jamás llegarán a revisarlos a profundidad. Bajo esas condiciones la Ilustración es la pauta a seguir para la mayoría de las filosofías del Occidente (aun a finales del siglo XX y lo que llevamos del XXI). La llamada “filosofía clásica griega” queda relegada y adquiere importancia sólo en función de sus posibles conexiones con la mentalidad y la axiología ilustradas. De ahí que me atreva a preguntar qué tan actualizada está nuestra contemporaneidad. Se han visto caer sistemas monárquicos, marxismos, dictaduras y regímenes teocráticos, considerados por muchos filósofos como etapas ya superadas de la historia social. Empero, ¿acaso no ha sufrido la democracia serios descalabros no sólo en América Latina, sino en economías sólidas de Europa? Pese a ello, algunas ideas vigentes acuñadas en la Francia ilustrada siguen guiando la política, la economía y la educación de muchos de nuestros pueblos. Se olvidan o minimizan los mecanismos y efectos del poder colonial que buscaba justificar el esclavismo, la explotación de los semejantes y la discriminación; mecanismos legalizados a partir de un derecho y una razón confeccionados a la justa medida de las necesidades de quienes tenían el poder. Las cosas no han cambiado tanto: ese derecho internacional (hijo pródigo de la Ilustración) que garantiza el respeto por los derechos humanos nunca llevará ante un tribunal internacional a los artífices de guerras y abusos inhumanos cometidos por mandatarios de Estados Unidos, Inglaterra, Holanda, Francia, Rusia, China… Sin el afán de hacer un juicio moral de la historia, es importante enfatizar las flagrantes contradicciones de las sociedades herederas de cierta manera de pensar y hacer las cosas.

Encuentro en la preservación de algunas concepciones del racionalismo ilustrado cierta discordancia con la mentalidad que impera en nuestro tiempo, preocupada por detectar señales de prácticas caducas y anacrónicas, tendente a la renovación absoluta y, a veces, angustiada por desmontar la memoria colectiva y personal. Nuestros dispositivos electrónicos no podrían captar mejor el espíritu de este momento: teléfonos, consolas de videojuegos y computadoras nos acosan diariamente para pedirnos autorización de descargar nuevos contenidos para que los usuarios mantengan más seguros sus equipos, para que estén mejor comunicados, para aprovechar al máximo las bondades de las incontables aplicaciones presentes en todos los aspectos de nuestras vidas. Así pues, el ímpetu de estar al día podría ser un tanto contradictorio con mantener unos prolegómenos ilustrados que, si bien han inspirado cambios sociales importantes, también resultan inequitativos e insultantes en las sociedades autodenominadas progresistas. ¿Qué límites tiene la filosofía contemporánea? ¿Qué tan comprometidos estamos para revisar filosóficamente el pensamiento que nos guía? Me refiero a reflexionar de forma crítica sobre las raíces que sostienen a nuestra civilización.

Gustavo Leyva propone la conexión de la filosofía mexicana con el quehacer filosófico mundial contemporáneo desarrollado principalmente en la Europa continental:

[…] para plantear en modo más preciso una interrogación sobre la autocomprensión del país en el horizonte de la cultura hispanoamericana y, en general, del mundo contemporáneo, ofreciendo, además, un territorio más fértil para la recepción de la filosofía europea (especialmente la alemana y la francesa) y para la institucionalización y profesionalización de la disciplina en México.[9]

Al momento de reducir la actualización filosófica a dos países se cancela un sinfín de posibilidades de pensamiento de las que podríamos nutrirnos. De igual modo, se asume que Francia y Alemania poseen una lucidez intelectual que otros pueblos no tienen. Sin duda, hay una rancia tradición en ambos, pero la tradición no lo es todo en filosofía. Por ejemplo, la filosofía de Europa del Este y del mundo eslavo nos es casi desconocida. El caldero espiritual de la península ibérica medieval forjó tradiciones por toda Europa y América colonial, y, a la fecha, no es estudiado con la seriedad merecida (por no consignar la de otros continentes). Según lo anterior, la filosofía contemporánea podría entenderse como la filiación a unas líneas específicas de pensamiento a las que debe estarse atento para mantenerse al día.

Algunos sostienen que Nietzsche podría considerarse contemporáneo nuestro por la vigencia de algunas de sus críticas dirigidas al cristianismo, a la racionalidad y a la filología clásica no sólo como manifestaciones del espíritu, sino como credos de Occidente. Empero, localizar parte de nuestra contemporaneidad más de cien años atrás trae consigo algunas dificultades historiográficas. Por ejemplo, habríamos de reconocer que muchos filósofos nacidos décadas después de Nietzsche desarrollaron ideas que nada tienen en común con nuestro entorno.[10] Y no es sencillo establecer la manera en que construimos los nexos con los que vivimos y los mecanismos para dejar dentro o fuera reflexiones y pensadores. Quizá sea más fácil elaborar una visión del pasado lejano porque está distante y porque es menos dificultoso ponerlo en blanco y negro, idealizarlo o armarlo arbitrariamente como rompecabezas hecho bajo pedido que altera el tamaño de sus piezas y, de ser necesario, inventa algunas que nunca existieron. Cabe preguntarnos hasta dónde estamos dispuestos a hacer llegar a la historia de las ideas. La crítica de Michel Onfray es de suyo pertinente:

Los mismos autores, los mismos textos de referencia, los mismos olvidos, los mismos descuidos, las mismas periodizaciones, las mismas ficciones, sin duda asombrosas y, que, sin embargo, han sido repetidas hasta la saciedad (por ejemplo, la existencia de un Demócrito presocrático, por definición anterior a Sócrates, pese a haberle sobrevivido entre treinta y cuarenta años). Entonces, ¿por qué esos objetos diferentes para expresar una versión idéntica de algo tan variado y tan profuso?[11]

Pensemos, para ilustrarlo, en la visión que hoy tienen muchos círculos acerca de la Edad Media y de su filosofía o, mejor dicho, sus filosofías: un esbozo poco serio y carente por completo de rigor metodológico, concentrado en un puño de obras, autores y líneas de investigación que descartan códices casi desconocidos, tradiciones olvidadas o ignoradas; además de que manifiesta absoluto desinterés por reconstruir la vida de sociedades pensantes cuya complejidad y capacidad de diálogo superan a algunas del siglo XXI.

 

La filosofía de nuestro tiempo

Es fácil engancharse con el espejismo de la contemporaneidad entendiéndola como el momento que nos resulta común en el tiempo; ahí donde compartimos lugares y acontecimientos, un marco referencial que facilita el diálogo construido a partir del lenguaje específico del presente —vehículo de ideas para transitar por una reflexión más o menos común—. O bien, la contemporaneidad puede ser vista como el espacio que contiene las vanguardias del pensamiento. No obstante, hay una pregunta que sale al paso: ¿cómo erigir las fronteras de esta temporalidad? ¿Cuál es nuestro tiempo histórico? ¿Podría separárselo de un tiempo filosófico? Hoy y aquí, al entender de algunos, vivimos una posglobalización. Otros se concentran en las telecomunicaciones, en particular en las redes sociales, al colocarlas como epicentro de nuestro tiempo. Pero hay otros parámetros como el poscolonialismo o las libertades sin precedente, que, según nos dicen, disfrutamos. Otra versión del hoy podría ser la “Edad del Plástico”, así como hubo una Edad del Bronce —¿o podríamos visualizarla como la “Edad de la Comida Rápida” o la “Edad de la Economía Corporativa”, “Edad del Teléfono Inteligente”, la “Era Digital”?—. ¿Cuál nota define nuestro momento? Y este momento, ¿qué tanta conexión puede tener con los siglos xix y xx? Entiendo que la historia no puede reducirse sólo a un aspecto aislado, a una práctica o un territorio. La cuestión aquí es justificar cuál es el ambiente que será tomado como primario, del que dependen los demás. Por poner sólo un ejemplo, podría decirse que las redes sociales tienen hoy un papel determinante en la seguridad personal e internacional, en el comercio, la educación, la salud y un largo etcétera de esferas. Parecería, pues, que hay dependencia absoluta de estas redes virtuales; sin embargo, si se toma en cuenta la totalidad de la población mundial, bien podríamos preguntar cuántos seres humanos existen en ellas. Hace falta vivir aquí y hoy para entender la necesidad de conservar una postura mesurada respecto a la insultante marginación que padecen la mayoría de los seres humanos del planeta, a pesar de la proliferación de dispositivos electrónicos e infinidad de aplicaciones que éstos pueden albergar. Es preciso forjarse una opinión filosófica del tiempo que compartimos para así pensar en las cosas que lo integran.

Entiendo por “filosofía de nuestro tiempo” un acto de apropiación en el que pensamos las circunstancias que nos constituyen como individuos y comunidades. En este acto se producen conceptos, ideas, argumentos, reflexiones y —¿por qué no decirlo también?— prejuicios, ideas preconcebidas, absurdos y contradicciones. La sumatoria de todo ello constituye un filosofar con sello propio y provisto de raíces e historia; aunque, de cierta forma, independiente y original. La búsqueda de identidad histórica podría ser uno de los aspectos constitutivos más importantes de la filosofía de nuestro tiempo. Se tiene temor de ensayar en este campo y de caer en modas vacías, tal como lo consigna Caturelli.[12] Se mira al pasado comparándose siempre con filósofos y tradiciones, la mayoría de las veces idealizados y vistos de manera desproporcionada. Podría decirse que recurrir a la historia de la filosofía, en este contexto, es más una búsqueda de refugio que un acto de autoconciencia. En la cercanía, Russell, Wittgenstein, Heidegger, Foucault, Gadamer y Habermas son concebidos como los representantes actuales de una manera “monumental” de hacer filosofía, es decir, una que trasciende fronteras e idiomas, que reanima el legado filosófico milenario, a la vez que brinda meditaciones frescas y vigentes. En suma, es una filosofía con vocación social capaz de inspirar mejores formas de convivencia colectiva. Ese filosofar ejemplar difícilmente puede emularse; de ahí que se evada el riesgo de meditar en lo cercano y que sean admirados los pensadores consagrados del siglo pasado, más por reflejo que por el conocimiento crítico y minucioso de su trabajo. Reitero, no hago una exhortación a la anarquía filosófica, sino sólo a un ejercicio de conciencia.

A lo largo de la historia de la filosofía nos encontramos con incontables “facciones”, “escuelas”, “tradiciones” (como prefiera uno llamarlas) que han compartido una misma época mientras se han dado a la tarea de desacreditar al contrario hasta el extremo de considerarlo alguien completamente ajeno a la filosofía. En nuestro tiempo es un tanto complicado explorar el quehacer filosófico entendiéndolo como un espacio homogéneo y terso en el que las ideas se desarrollan con tolerancia y armonía. Las disputas filosóficas ya no son nuevas; por ejemplo, las controversias entre estoicos y escépticos o entre cartesianos y empiristas radicales no nos llegan directamente como las contiendas desarrolladas hace menos de setenta años. En algunos espacios —de Europa y América Latina— donde todavía no se da vuelta a la página de temas trillados, es frecuente que la filosofía esté envuelta en torrentes de pasiones y egos, y que no siempre entable diálogos mesurados y tendentes al intercambio de ideas. Cuando pretendemos mantener una perspectiva imparcial de nuestra disciplina, hay puntos en los que resulta imposible. Recurriendo al desgastado ejemplo del neopositivismo lógico y de algunas afirmaciones de Wittgenstein en el Tractatus,[13] me viene la pregunta sobre cómo hacerlas coincidir con otras maneras de pensamiento desarrolladas en ese momento (como el existencialismo), que eran incompatibles, sabiendo que ambas se descalificaban la una a la otra como parte de la filosofía. El estudioso que reconcilia los bandos contrarios desde una perspectiva “mesurada” y “neutral”, con la intención de hacer un sumario filosófico, parte de una definición operativa de lo que la disciplina es. Y por mucho que se esfuerce en fungir como árbitro, en no menospreciar ni sobrevalorar, quedará de relieve cierta preferencia.

Esas filosofías de principios del siglo pasado todavía dejan sentir su impacto en el pensamiento que hoy se reproduce y construye: reflexiones surgidas en la primera década del siglo XX, enmarcadas en una Europa monárquica de mentalidad abiertamente colonial, fiada de la ciencia y la tecnología; en un Estados Unidos de política racial, o bien, “democracias en las que la mujer era jurídicamente menor de edad. Haciendo examen de honestidad nos preguntamos si esos años forman parte de nuestro tiempo. Parecería que los elementos enumerados pertenecen a una época a siglos de distancia de la nuestra. Pretender allanar cualquier periodo de la historia mientras se ignoran los claroscuros inherentes a todo proceso humano puede conducirnos a perspectivas tan lamentables como las versiones oficiales de las guerras de independencia de nuestros países en América Latina. En los años en que se gestaron tales procesos hubo partidarios y detractores, pero también facciones que permanecían indiferentes. Reconstruir el proceso ideológico de las emancipaciones nacionales de Latinoamérica exige adentrarse en los recovecos de entonces, de la misma manera que es una tarea ineludible para la comprensión de la filosofía de nuestro tiempo.

Así, la definición de la filosofía cercana a nosotros en el tiempo no puede perfilarse de forma tan clara como parecería. Este hecho
no debe redundar en la renuncia de producir filosofía vinculada con las cosas que nos atañen; sin embargo, lo que debe tomarse en cuenta son las encrucijadas metodológicas[14] que deben resolverse para conseguir abordar nuestra temporalidad con mayor tino. Nunca alcanzaremos una total nitidez de la realidad, y no estaría tan seguro de que el pensamiento menos alejado de nuestra generación y época sea ése del que tenemos más elementos para comprender. Quiero colocar sobre la mesa, pues, la gran dificultad que estriba en configurar una idea operativa de una filosofía de nuestro tiempo. En principio, existe escaso consenso para hacer y estudiar la filosofía producida en los últimos cien años. A partir de ese punto, pues, abordemos el problema como una cuestión propia de la filosofía de la historia y de la filosofía de la filosofía al colocarnos a nosotros mismos, los practicantes de la filosofía, como entidades que, al pensar y disentir, poco contribuimos a consolidar el quehacer filosófico con mayor uniformidad. La filosofía vive de la polémica y el desacuerdo, y minimizar un factor capital de nuestra disciplina conduce a la normalización de las ideas, lo que desnaturaliza la inquietud de quienes se atreven a pensar.

La filosofía de nuestro tiempo puede verse con la lente del anacronismo o como un campo de batalla en el que están en disputa territorios y posturas que, en los hechos, quizá nunca entrarían en controversia. Es también un hecho que ahí se producen pseudopolémicas al calor de los estudios librescos de las cosas. Por consecuencia, se enfrentan a muerte colegas que, sencillamente, discrepan en puntos de vista, pero cuya coexistencia civilizada es parte de una realidad disciplinar desconocida por quienes pretenden reconstruirla a la distancia o al cobijo de una visión binaria de las cosas. Describo circunstancias en las que florece la polémica; no porque se pueda transitar entre ellas sin caer en excesos y errores, sino todo lo contrario: las muestro como una parte de los obstáculos que debe sortear quien busque adentrarse en el pensamiento reciente. La comunicación y el entendimiento no son las capacidades más desarrolladas en la posmodernidad. Entonces, ¿qué hacer ante tales circunstancias? ¿Guardar silencio? Definitivamente, no. Los errores y pronunciamientos partidarios que manifestemos son parte del espíritu de nuestro tiempo; delatan la apropiación que hagamos del pensamiento vivo al que nos acerquemos. ¡Con cuánta autoridad son señaladas las lecturas sesgadas que Spinoza o Leibniz hicieron de Descartes, en las que salta a la luz su parcialidad que reduce la exégesis a la proyección de sus pensamientos en una filosofía ya en el centro de la atención y el debate de las comunidades filosóficas de buena parte de América y Europa! Con la misma nitidez serán ajusticiadas nuestras lecturas filosóficas de la Escuela de Frankfurt, del posestructuralismo, de la teología de la liberación, de la fenomenología o del psicoanálisis. Considero necesario lanzar una pregunta: ¿qué tanta disposición tenemos para dedicarnos al estudio del pensamiento que se construye en nuestro tiempo? Sin ir tan lejos, enfoquémonos
en la parte del mundo que habitamos. Pienso en mi caso particular, en Ciudad Juárez, una zona fronteriza a la que se le acentúa su condición de complejidad y de tránsito, siempre en movimiento. Sin embargo, esta concepción no pasa de ser una mera descripción, y no un ejercicio filosófico real y concentrado en adentrarse en maneras de pensar y en expresiones diversas dentro del terreno de las religiones, la ciencia y la tecnología, grupos sociales, comunidades literarias e inmigrantes de Latinoamérica y de otras partes del mundo. Esto respecto del territorio mexicano de la frontera, y si se considera la zona de Estados Unidos (comprendida por el área del extremo–oeste de Texas, el sur y centro de Nuevo México, el sur de Arizona y una porción del centro–sur de California), la diversidad cultural se dispara a niveles exponenciales.

 

La filosofía actual, la filosofía del presente

He englobado en el mismo apartado los conceptos “actual” y “presente” por considerarlos profundamente emparentados en virtud de la manera en que buena parte de la tradición filosófica occidental los aborda. Como he expuesto hasta ahora, es complicado que las circunstancias a la mano sean examinadas sin que un volumen importante de reflexiones pretéritas sirva como garante del filósofo. Ciertamente, lo provee de puntos de apoyo; sin embargo, en algunos casos puede distraer u opacar su creatividad reflexiva. Las observaciones de Mauricio Beuchot, relativas a la arquitectura de una historia de la filosofía mexicana del siglo XX, son un reflejo de la directriz que guía la mentalidad aludida:

Si abordo solamente a los [filósofos] que han muerto es porque mi experiencia me señala que estudiar las discusiones recientes debe desembocar en textos provisorios, y que es muy pronto para registrarlos en una historia de esta índole. Todavía están demasiado vivos, y es difícil calcular los efectos que surtan […]. Entiendo esta breve historia del pensamiento filosófico en México del siglo pasado como el contexto en el que se debe mirar nuestra reflexión para ver por dónde continúa y aún por dónde debe seguir nuestra filosofía, es decir, la filosofía que hacemos en este país en el presente. Creo que en esto consiste hacer filosofía de la historia y no sólo hacer historia de la filosofía, sino que, a partir de ella, hemos de extraer conclusiones que nos sirvan para el presente y para el futuro […] solamente se hace filosofía de la historia con respecto al pasado; nadie se atreve a introducir o abducir lo que del pasado nos sirve para comprender nuestro presente y para avizorar nuestro futuro.[15]

Es comprensible que cualquier historia se atenga a ciertas “condiciones fijas”, por decirlo de alguna manera. Empero, para captar el espíritu de la filosofía de una región y de un siglo se debe tener, desde mi punto de vista, el atrevimiento de registrar polémicas e ideas que muy posiblemente sean reconsideradas y quizá hasta desechadas en recuentos ulteriores. No hay historias definitivas. En la teoría puede existir un arquetipo de la historia de la filosofía, pero semejante ideal no pasa de ser una mera idealización. Una de las bondades del conocimiento humano es que siempre puede ser reescrito. Beuchot y otros tantos filósofos ilustres están vivos, y sería un rotundo error excluirlos de los anales de la filosofía por permanecer todavía en este mundo,[16] por no poder calcular aún la trascendencia “exacta” de sus ideas. Toda historia exhibe tanto una visión del pasado como una del momento en que es escrita, y las historias de la filosofía, al ser revisadas desde una óptica de la filosofía de la cultura, nos permitirán echar una mirada más certera al modo en que entendemos el mundo, el tiempo, las personas y las cosas. Nos iluminarán sobre el papel y los vínculos que damos a la filosofía y sus historias.

La filosofía “actual” y la filosofía del “presente” comparten la condición de ser “efímeras” en comparación con los periodos gloriosos grabados en piedra para la memoria de la humanidad. Actualidad y presente son inmunes a la poderosa anestesia que aniquila cualquier reflejo y palpitación, y su vitalidad se rebela contra el reposo exigido para tomar la fotografía filosófica que cimenta y consuela. Surgen las siguientes preguntas: ¿toda filosofía es hecha para ser recogida por la historia? ¿Todo filosofar desprovisto del abrigo de la historia ha de ser rechazado? ¿El filósofo debe pensar atendiendo fórmulas historiográficas si anhela ser considerado por la posteridad? La filosofía actual es aquélla que se produce en circunstancias particulares que están aquí, tan cercanas y vigentes que, a veces, cuesta detectarlas como motivo de reflexión. La actualidad es tan viva como la música que fenece al momento mismo de ser producida, pero cuyo impacto queda plenamente plasmado en la conciencia. La existencia es una inmensa colección de momentos que se agotan al instante mismo de producirse. ¿Qué se capta de semejante torrente? Inconciencia y conciencia son parte del pensamiento, de la sensibilidad, de la espiritualidad… Acto y realidad pueden vincularse; tal vez podrían verse como sinónimos bajo cierta perspectiva; sin embargo, para el propósito de este artículo, pienso que el acto repele los complejos procesos metafísicos de abstracción inherentes a la idea de realidad. El acto puede ser antecedido por un proyecto, pero al llevarse a cabo, al entrar en contacto con infinidad de variables, es muy posible que sea por completo infiel a la idea de la cual surgió. La filosofía actual tiene como entorno un movedizo medio que podría parecer caprichoso. De ahí la reticencia para adentrarse en un pensamiento desprovisto de anclaje.[17]

Para ensayar una reflexión sobre la filosofía de la actualidad propongo tomar la idea del procedimiento judicial. El proceso consiste en desahogar una controversia entre las partes. Ejecutarla no es el fin mismo del derecho, sino la resolución que dará por desenlace condiciones de estabilidad social. El veredicto podrá ser revisado por otra instancia o ser aceptado por los contendientes; podrá sentar precedentes y nutrir la jurisprudencia, pero el proceso en sí tiende a agotarse. A pesar de ser “momentáneo” es imposible desestimarlo en el contexto global de la legalidad y la justicia. El proceso es producto de antecedentes históricos al mismo tiempo que se completa a través de perspectivas diferentes de las cosas. Considero que la filosofía de la actualidad se integra a partir de un mecanismo similar, pues así como no existe una justicia perfecta, tampoco hay una manera de pensar inmune a bagatelas, modas y polémicas nutridas de humo. Pero ¿no es la filosofía una búsqueda constante?

De los tiempos en que pensamos, pasado y futuro son modalidades susceptibles de ser reacomodadas con cierta facilidad. El antes puede ser exagerado, idealizado, mutilado para insertarle episodios anacrónicos diseñados a conveniencia. Frecuentemente, es el basurero del que
se dice que proviene la polución que hoy nos asfixia, así como el paraíso en el que todo era mejor que hoy. El futuro es el punto en el que la catástrofe absoluta ha de cumplirse, o bien, es el receptáculo de esperanzas y la postergación de soluciones para condiciones mejores. ¿Qué es el presente? Por dos grandes razones, un espacio incómodo para pensar. Tales razones son las siguientes: primera, este presente resulta difícil de sujetar, y, segunda, estamos inmersos en él. Con frecuencia se teme proponer una perspectiva de condiciones tan sensibles. Pongamos como muestra pivote la vandalización del Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Los hechos ofrecen múltiples complicaciones para ser tratados por la filosofía. ¿Cómo pensarlos sin entregarse cómodamente a los hechos del pasado? Militantes paseándose con la bandera confederada, cuerpos antimotines repeliendo y tolerando ataques, bustos y esculturas de los padres fundadores manchadas de sangre. ¿Paralelismos de lo que ha pasado en el mundo?, ¿reminiscencias del pasado?, ¿predicciones de un nuevo orden? ¡Hay quienes están resucitando Watergate o la Kristallnacht! ¿Sería posible que declinemos pensar sobre estas circunstancias argumentando filosóficamente nuestra postura, o bien, meditemos diseñando una filosofía del presente? Seguir cualquier camino implica salir de la zona de comodidad.

 

Vanguardias filosóficas

Para muchos círculos filosóficos de América Latina es difícil tan sólo imaginar que aquí se puedan desarrollar reflexiones capaces de abrir nuevos horizontes para los colegas de todo el mundo. Parecería que hay unas “condiciones ontológicas” que nos impiden tomar iniciativas e innovar; mientras que las vanguardias son flores que crecen en otros suelos, vistas con admiración y, a veces, con la convicción absoluta de que somos habitantes del páramo. Las vanguardias son visualizadas como esas propuestas renovadoras y geniales, herencia de las cátedras universitarias centenarias, de ambientes jurídico–filosóficos en los que se legisla para la humanidad de la posteridad, de grupos de artistas visionarios o de los archivos inmensos que atesoran manuscritos desconocidos que pueden cambiar el rumbo de la filosofía. Es evidente que la delantera ha surgido dentro de espacios semejantes, pero da la impresión de que la mentalidad progresista suele minimizar el hecho de que también tienen cabida la inercia, la censura, los intereses de grupo y una larga lista de factores que hacen de las “vanguardias” peso muerto para el avance de la filosofía.

De alguna manera, cada una o dos generaciones se redescubre la filosofía del pasado con entusiasmo. Marx, por ejemplo, encontró la clave para interpretar a Epicuro y Heráclito de manera “correcta”. Es parte inherente de nuestro oficio manejar a los célebres maestros de antaño; lo cual también es una manera de apropiarse de la filosofía tornándola en una de nuestro tiempo. El gran problema estriba en mantenerse al tanto de aquello que se recibe, un esfuerzo que puede llevar más de una vida para concretarse. Por otro lado, reducir las vanguardias a estudios históricos demerita las contribuciones originales y propias de cada época. No pueden rechazarse los descubrimientos de textos perdidos en monasterios o encontrados en misteriosos funerales, así como tampoco la corrección de traducciones canónicas que han pasado por alto detalles importantes, o el desciframiento de lenguas muertas capaces de ofrecer otra perspectiva de la Antigüedad y la Edad Media. No obstante, la filosofía tiene otras investigaciones de punta además de ésas.

En América Latina surgen constantemente facciones y mandatarios que reivindican independencias y revoluciones. Reflexionar sobre las tendencias políticas de nuestros países suele subestimarse; empero, no perdamos de vista que nuestras condiciones son irrepetibles en otros continentes. Creer en la demagogia desde la filosofía puede ser también una vanguardia. Admiramos, en sus primeros años, la existencia de un Parlamento Europeo, así como los debates sobre derechos humanos entablados en Francia, Bélgica, Holanda y Alemania, e idolatramos la educación finesa y las libertades de las que gozan islandeses y daneses. Allá se marca el camino a seguir, están “posibilitados ontológicamente” para hacerlo porque no tienen instituciones corruptas, no padecen hambre ancestral, no fueron conquistados por los españoles… Sin demeritar el genio y originalidad de algunos colegas europeos, es importante recapacitar en las condiciones que allá se viven: la existencia de una monarquía constitucional —monarquía con privilegios insultantes, a fin de cuentas— en Inglaterra y otros países de la región, una xenofobia más arraigada de lo que quiere aceptarse, la intolerancia religiosa y la política intervencionista que pretexta la lucha por la “libertad”. Todos estos ejemplos son condiciones que, a mi entender, nos obligan a no aceptar mecánicamente todo lo que viene de los “países desarrollados”. Es valioso conocer lo que se hace y piensa en esos lugares, pero es menester observarlo y observarnos con más imparcialidad. Para considerar una propuesta filosófica en calidad de vanguardia ha de pensarse en mucho más que en la geografía y el pedigrí.[18]

Acercarse al pensamiento antiguo, antiquísimo de la humanidad puede ser tan complejo como hacerlo con el de vanguardia. El primero nos es muy distante en tiempo y espacio; tan es así que perdemos la noción de toda vida cotidiana, exageramos la religiosidad y la tiranía de entonces haciéndolas caer en una ingenuidad que raya en la estupidez, a la vez que idealizamos vocaciones y tradiciones insertándolas en ficciones románticas. Por el contrario, para acercarnos al hoy nos ciega el temor de caer en la moda pasajera o nos inflama la soberbia al grado de considerarnos en la cúspide de la escala evolutiva. ¿Cómo distinguir una moda del pensamiento trascendente? Pregunta pivote: ¿cuántos de nuestros colegas de la primera década del siglo pasado se reían de hacer filosofía del cine? Es complicado pensar en un tiempo tan cercano, tan doloroso y placentero a la vez. Somos hijos de nuestro tiempo; lo olvidamos con frecuencia a la hora de hacer filosofía.

 

Conclusiones

Es imprescindible tener un posicionamiento historiográfico claro no solamente para pensar y estudiar el pasado, sino para acercarse al hoy. No pretendo fomentar una teorización exagerada buscando que se analice cada segundo que vivimos antes de meditar. Mi intención es sólo colocar el “presente”, el “hoy”, la “época contemporánea”, “nuestro tiempo”, las “vanguardias” —o como se le llame al escenario que habitamos— en los ejes de una temática filosófica. El academicismo que impera en la mayoría de las universidades de nuestros países se preocupa poco por trazar pautas para pensar en el ambiente al que pertenecemos; un medio complejo que podría desdoblarse en varias dimensiones temporales. De ahí que considere que las diferentes modalidades revisadas someramente no sean sinónimas. Como ejercicio filosófico propongo invertir el orden de nuestros amados cursos de historia de la filosofía en el nivel de licenciatura. ¿Qué pasaría si a nuestros estudiantes de primeros semestres los iniciamos en el cultivo de la filosofía del hoy y dejamos para cursos avanzados el estudio de medievales y griegos? Quizá la respuesta unánime sea que esos discípulos imaginarios carecerían de las bases esenciales de la filosofía, a lo que en mi total atrevimiento cuestiono lo siguiente: ¿qué tanto sabemos de esos cimientos quienes recibimos una instrucción convencional sobre este particular? De manera alguna busco una nueva quema de Alejandría (es importante que el paciente lector sepa que más de la mitad de mi vida la he dedicado a desarrollar investigaciones sobre filosofía antigua). La cuestión aquí es preguntarnos qué tan filosófico es nuestro ejercicio de la filosofía.

 

Fuentes documentales

Aguirre, Gerardo (Comp.), Filosofía en el mundo actual, memorias del Primer Congreso de Filosofía Zona Norte 2011, Gobierno del Municipio de Durango, Durango, 2012.

Beuchot, Mauricio, Ciencia y filosofía en México en el siglo XX, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006.

——  Filosofía mexicana del siglo xx, Torres, México, 2012.

——  La filosofía en la Academia Mexicana de la Lengua, Academia Mexicana de la Lengua, México, 2018.

Caturelli, Alberto, Historia de la filosofía en la Argentina 1600–2000, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 2001.

De Miguel y Navas, Raimundo, Nuevo diccionario latino–español etimológico, Visor, Madrid, 2003.

Gallegos Rocafull, José María, De la Cueva, Mario et al., Estudios de historia de la filosofía en México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1973.

Gómez de Silva, Guido, Breve diccionario etimológico de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

Ibargüengoitia, Antonio, Filosofía mexicana en sus hombres y textos, Porrúa, México, 1996.

Islas Mondragón, Damián, Teorías contemporáneas del progreso científico: Un análisis filosófico en torno al progreso cognitivo de la ciencia, Plaza y Valdés, México, 2015.

Leyva, Gustavo, La filosofía en México en el siglo xx, Fondo de Cultura Económica, México, 2018.

Martínez Lorca, Andrés, La filosofía en Al Ándalus, Almuzara, Córdoba, 2017.

Onfray, Michel, Las sabidurías de la Antigüedad. Contrahistoria de la filosofía, i, Anagrama, Barcelona, 2006.

Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, en https://dle.rae.es

Saladino García, Alberto, Reivindicar la memoria. Epistemología y metodología sobre la historia de la filosofía en América Latina, Universidad Autónoma del Estado de México/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2012.

Sanabria Tapia, José Rubén y Beuchot, Mauricio, Historia de la filosofía cristiana en México, Universidad Iberoamericana, México, 1994.

Serrano Sánchez, Jesús Antonio, Filosofía actual: en perspectiva latinoamericana, Universidad Pedagógica Nacional/San Pablo, Bogotá, 2007.

Vasconcelos, José, Memorias: i. Ulises criollo. La tormenta, Fondo de Cultura Económica, México, 1983.

Wittgenstein, Ludwig, Tractatus Logico–Philosophicus. Logisch–philosophische Abhandlung, Suhrkamp Verlag, Berlín, 2001.

 

[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor–investigador en el Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. vonschlegel@gmail.com

 

[1].    Por “historizar” me refiero a convertir el pensamiento en un discurso limitado, encasillado en un esquema que consiste en colocar las ideas bajo una etiqueta que las nombra de acuerdo con tradiciones o escuelas preestablecidas. Tal clasificación no siempre está sólidamente documentada en rubros como la comprensión plena de influencias y antecedentes que perfilan a cada escuela, o bien, la cuidadosa revisión historiográfica de sus obras y autores más representativos. No todo pensamiento sólido y significativo cumple con unas condiciones de manual. Por consignar sólo unos cuantos ejemplos, observemos las reflexiones indígenas de todo nuestro continente (manifestaciones de sabiduría popular plasmadas en leyendas, cuentos, refranes o mitos, que no pueden rechazarse tajantemente) o las meditaciones que se dan en las comunidades académicas de filosofía, que, por su “novedad”, no pueden ser encuadradas en una “historia”. En resumen, por historizar el pensamiento entiendo un proceso de normalización no siempre orientado por el rigor y el autoexamen. Gustavo Leyva sostiene: “[…] la historia de sí misma, la historia de la filosofía, continúa desempeñando un papel central para la comprensión que ella tiene de sí misma, de la sociedad y del mundo y de su relevancia para el presente”. Gustavo Leyva, La filosofía en México en el siglo XX, Fondo de Cultura Económica, México, 2018, p. 714.

[2].    Hay dos trabajos sobre historia de la filosofía en México que abren horizontes para repensar la historiografía y la definición de nuestra disciplina, con lo cual se insinúan nuevas ópticas para revisar la reflexión de los últimos cien años. El primero, de José Rubén Sanabria Tapia y Mauricio Beuchot, construye un inventario de algunos filósofos cristianos del país. De inicio es una idea interesante y hasta un tanto “desafiante” si se toma en cuenta que se plantea en un territorio cuyo régimen se declara, por tradición y necesidad, laico, y en el que se observan con suspicacia expresiones religiosas desarrolladas en ámbitos académicos y científicos. En la introducción se expresa la postura que guiará la investigación de los autores: “[…] el cristianismo —como realidad histórica— influyó —y sigue influyendo— en el pensamiento y en la cultura […]. Sólo una razón absoluta, desligada de la realidad existencial y de la vida, puede pretender construir estructuras de ideas descarnadas. Pero, esto no es filosofía, es, cuando mucho, logomaquia, fantasmagoría”. José Rubén Sanabria Tapia y Mauricio Beuchot, Historia de la filosofía cristiana en México, Universidad Iberoamericana, México, 1994, p. 15. El libro dedica un buen espacio al estudio de filósofos novohispanos; sin embargo, pone especial cuidado en perfilar el pensamiento de filósofos del siglo xx, así como en algunas comunidades filosóficas activas. Comienza con Antonio Gómez Robledo y termina con Emma Godoy. El segundo trabajo, de Mauricio Beuchot (La filosofía en la Academia Mexicana de la Lengua, Academia Mexicana de la Lengua, México, 2018), sugiere una idea que es esbozada, pero que no se desarrolla plenamente. Rastrear la presencia de filósofos en la Academia Mexicana de la Lengua es una iniciativa que bien podría llevarse a todos los países de habla castellana, brindando otro bastión para comprender la trascendencia del filosofar en nuestro idioma, así como para entender la cimentación idiomática y lingüística que articula a la filosofía. Bien podría servir para auscultar los elementos con que se filosofa y se traduce filosofía de otras lenguas. La obra comienza con el arzobispo Clemente de Jesús Murguía y cierra con Benjamín Valdivia.

[3].    Alberto Saladino comenta: “[…] no existe una historia de la filosofía única, sino pluralidad de ellas […] en América Latina el cultivo de la historia de la filosofía no se restringe a la mera disciplina intelectual sino [sic] se encuentra comprometida con la contextualización de las formaciones económicas y políticas en cada época, [es necesaria] la clarificación de una periodización alternativa […]”. Alberto Saladino García, Revindicar la memoria. Epistemología y metodología sobre la historia de la filosofía en América Latina, Universidad Autónoma del Estado de México/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2012, p. 121. Como muestra de una historiografía más abierta del pensamiento, Andrés Martínez Lorca reflexiona acerca de la filosofía islámica ibérica en tanto filosofía extremo–occidental. Sus cuestionamientos invitan a reconsiderar las rígidas categorías con las que se clasifican las ideas. Cfr. Andrés Martínez Lorca, La filosofía en Al Ándalus, Almuzara, Córdoba, 2017, pp. 7–9.

[4].    Alberto Caturelli configura en uno de sus estudios la idea de “moda” de la siguiente manera: “[…] es necesario tener cuidado con la moda (manera, modo o modus transitorio) que irrumpe, parece dominarlo todo […] y retorna a la nada”. Alberto Caturelli, Historia de la filosofía en la Argentina 1600–2000, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 2001, p. 48.

[5].    En Memorias: i. Ulises criollo. La tormenta, Vasconcelos cita un comentario que Antonio Caso le hizo en la época del Ateneo. A partir de él podemos dilucidar algunos elementos que definían la creatividad filosófica dentro de ese círculo: “Es curioso —observó—: ha escrito usted bastantes páginas sin hacer cita y sin perder de vista su tema […]. Es raro que nosotros no podamos escribir así […]. En fin: es original su trabajo y lo felicito”. José Vasconcelos, Memorias: I. Ulises criollo. La tormenta, Fondo de Cultura Económica, México, 1983, p. 235.

[6].    Alberto Caturelli define la tradición en los siguientes términos: “Es claro que la tradición es acto presente de dar (trado, de trans y do, yo doy); acto que supone el pasado no como mero pretérito sino como presente y, al mismo tiempo, con distención hacia el futuro (presencia del futuro). Luego,
el tiempo interior (tiempo histórico) es tradición en cuanto acto de transmitir, es decir, el tránsito del pasado al futuro y, en ese sentido, es tensión hacia el futuro como proyección del pasado en el presente, hasta podría decirse que es cierta memoria del futuro”. Alberto Caturelli, Historia de la filosofía…, p. 41.

[7].    Real Academia Española, “Contemporáneo”, en Diccionario de la lengua española, en https://dle.rae.es/contemporáneo Consultado 3/v/2021.

[8].    Sobre la filosofía producida en la segunda mitad del siglo XX, Jesús Antonio Serrano Sánchez señala: “Tenemos así una flexible franja de tiempo que nos permite incluir a importantes autores pertenecientes a la escuela fenomenológica y a sus críticos, quienes desarrollan importantes aportaciones como reacción de estupor, indignación o esperanza ante los horrores vividos en la guerra, pasamos posteriormente a los existencialismos, tanto ateo como cristiano, enfocados ambos en el problema del sentido del ser humano en el mundo. Esta periodización nos permite contar con unos cuarenta o cincuenta años de distancia, tiempo suficiente para evaluar el aporte de cada autor y constatar las representaciones de su pensamiento. El tiempo nos da perspectiva y nos permite juzgar más equitativamente todos los aportes, no obstante, en no pocos casos, la controversia sigue en torno a ciertos personajes”. Jesús Antonio Serrano Sánchez, Filosofía actual: en perspectiva latinoamericana, Universidad Pedagógica Nacional/San Pablo, Bogotá, 2007, p. 6. Es de señalarse que Serrano establece como sinónimos “filosofía contemporánea” y “filosofía actual” (ibidem, p. 8), y, a pesar de que la obra citada declara una perspectiva latinoamericana, se expone la filosofía del siglo pasado como una actividad exclusiva del continente europeo, sin menospreciar el hecho de que siempre se busque una visión histórica de las ideas (parecería que, irremediablemente, no hay otra óptica de nuestra disciplina). Por desgracia, en América Latina también hemos tenido nuestras guerras. Pienso, por ejemplo,
en los levantamientos de Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras, las irrupciones de golpistas en Argentina, Chile y Venezuela, la guerra sucia vivida en México o los interminables conflictos por el narcotráfico y la guerrilla en Colombia… ¿Son guerras que no tienen la talla para ser pensadas por la filosofía universal?

[9].    Gustavo Leyva, La filosofía en México…, p. 13. Cursivas del autor.

[10].  Como muestra del problema que implica delimitar la contemporaneidad y la actualidad, véase Damián Islas Mondragón, Teorías Contemporáneas del Progreso Científico: Un análisis filosófico en torno al progreso cognitivo de la ciencia, Plaza y Valdés, México, 2015, pp. 15–19. En esa obra, ambas se establecen como sinónimos, a pesar de que la segunda se articula a partir de posicionamientos evolucionistas de Benn y de Sarton. A lo largo del texto se citan autores más recientes, aunque llama la atención que la temporalidad se fije en esos términos.

[11].  Michel Onfray, Las sabidurías de la Antigüedad. Contrahistoria de la filosofía, I, Anagrama, Barcelona, 2006, p. 17.

[12].  Alberto Caturelli, Historia de la filosofía…, p. 48.

[13].  Por ejemplo, “Er muß diese Sätze überwinden, dann sieht er die Welt richtig” (6.54). “Debe superar estas proposiciones, entonces verá el mundo de forma correcta”. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico–Philosophicus. Logisch-philosophische Abhandlung, Suhrkamp Verlag, Berlín, 2001, p. 115. Traducción propia.

[14].  Yo le llamaría “hacer una filosofía de la filosofía”.

[15].  Mauricio Beuchot, Filosofía mexicana del siglo XX, Torres, México, 2012, pp. 8–10. Cursivas del autor.

[16].  Cabe resaltar que Beuchot es incluido dentro del volumen Historia de la filosofía cristiana en México de José Rubén Sanabria Tapia y Mauricio Beuchot (pp. 195–202) en un artículo escrito por Bernabé Valdivia. La obra recoge el pensamiento de filósofos vivos, cuyas entradas escritas por Beuchot están dedicadas a Adolfo García de la Sierna (pp. 207–211), José Rubén Sanabria Tapia (pp. 243–256) y Benjamín Valdivia (pp. 349–350). Por último, a manera de apéndice, aparece la referencia a un destacado grupo de novohispanistas (pp. 368–375), todavía activo, cuyas contribuciones al estudio de la filosofía en nuestro continente ha marcado pauta. Beuchot, en otro de sus trabajos, apunta: “Mi esperanza es que este libro acerque a la filosofía mexicana actual, por la lectura de los filósofos que hoy en día destacan. Hay en México un trabajo filosófico muy importante; al menos quisiera dar algunas muestras de ello. Quedan muchos más autores, pensadores que merecen estudios cuidadosos; y eso es algo bueno, pues nos habla de la fecundidad del pensamiento filosófico de esta hora en nuestra patria. Por ahora, éstos nos servirán de ejemplo y aliciente, para llevar adelante esa labor filosófica en la que estamos empeñados muchos mexicanos”. Mauricio Beuchot, Ciencia y filosofía en México en el siglo xx, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006, p. 10. Como puede verse, el estudio de la filosofía que nos es cercana resulta entonces una cuestión complicada que no puede encasillarse en las mismas categorías usadas para reconstruir épocas lejanas.

[17].  Revisando superficialmente la génesis de la palabra “actualidad” encontramos sus orígenes en actuālis, de ago (“hacer”, “activo”, “práctico”) y actus (“movimiento que se imprime a una cosa”, “impulso”, “representación teatral”, “acto”, “acción”, “cargo”, “función”, “oficio”, “procedimiento judicial”, “parte de una colmena”). “Actualidad”, de actualitatem, del latín medieval, “el presente”. Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

[18].  Pablo Guadarrama González, en el prólogo a uno de los estudios de Alberto Saladino sobre filosofía latinoamericana, apunta: “Este trabajo constituye un severo golpe frente a los aún escépticos rezagados que aún dudan sobre la riqueza y profundidad de los aportes emanados desde estas tierras a la cultura filosófica universal”. Alberto Saladino García, Revindicar la memoria…, p. 16. Tal actitud es necesaria para valorar en su justa dimensión las vanguardias aquí gestadas.

El deber en la ética de Kant y el deber en los derechos humanos

Gerardo Ballesteros de León[*]

 

 

Recepción: 1 de marzo de 2021
Aprobación: 21 de abril de 2021

 

 

Resumen. Ballesteros de León, Gerardo. El deber en la ética de Kant y el deber en los derechos humanos. En un mundo, posible o probable, en el que se cumplen los imperativos categóricos, emblemas de la ética kantiana, nosotros, las personas, somos responsables de ser libres, autónomos y dignos; porque ser éticos exige que los demás sean tan libres, autónomos y dignos como nosotros. Suspender nuestro deber–ser en otros mundos, de futuros imaginados en paraísos sobrenaturales o tecnologías promisorias, y abandonar el deber personal en épicas trascendentales como la gloria divina o la grandeza de la nación, así como buscar el deber en sentimientos como la felicidad, el éxito, la fama, la autorrealización o la riqueza son formas de existir en ilusiones trascendentales que nos desvinculan del presente, nos alejan de la responsabilidad inmediata hacia los otros y con el mundo. Los derechos humanos tienen el sello kantiano en su concepto y fundamento (racionalidad y universalidad); pero también son producto de ilusiones trascendentales (la nación, la identidad, la felicidad) que, particularmente, nos desvinculan del deber–ser. Es decir, los derechos humanos, como cláusulas del contrato social, como instrumentos jurídicos y formas histórico-políticas, no contienen el cemento social del deber–ser.

Palabras clave: deber, derecho, libertad, imputabilidad.

 

Abstract. Ballesteros de León, Gerardo.  Duty in Kant’s Ethics and Duty in Human Rights. In a possible and probable world where those emblems of Kant’s ethics, the categorical imperatives, are fulfilled, we, the people, are responsible for being free, autonomous and worthy, because being ethical demands that others be as free, autonomous and worthy as we are. Suspending our ought in other worlds, of imagined futures in supernatural paradises or promising technologies, and abandoning personal duty in transcendental epics such as divine glory or national greatness, as well as looking for duty in feelings like happiness, success, fame, self–fulfillment or wealth are ways of existing in transcendental illusions that decouple us from the present, distance us from immediate responsibility for others and the world. Human rights have the Kantian imprint on their concept and foundation (rationality and universality), but they are also the product of transcendental illusions (nation, identity, happiness) that, in particular, decouple us from the ought. In other words, human rights, as clauses of the social contract, as legal instruments and historical–political forms, do not contain the social cement of the ought.

Key words: duty, right, freedom, imputability.

 

 

Re–descubriendo a Kant en los derechos humanos

Haciendo un punto de inflexión, aquí se piensa a Kant desde la discusión sobre los derechos humanos. Las personas que estudiamos estos derechos frecuentemente encontramos señales del filósofo de Königsberg entre las ideas y teorías contemporáneas. Tomando la posición de Giovanni Papini acerca del filósofo, “para juzgarlo, para ver bien su cara, es preciso disipar las brumas, trepar a la montaña y prescindir de panegíricos. En una palabra: hay que volver a descubrir a Kant”.[1]

La fuente del redescubrimiento de Kant la encontramos primero en la obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres, como foco de intensidad, y sucesivamente en sus textos Metafísica de las costumbres y La paz perpetua, que tienen una estrecha relación con la teoría del derecho y la filosofía del derecho, y una fuerte asociación conceptual con la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948), que constituye el texto fundacional del derecho internacional de los derechos humanos.[2]

Los elementos más importantes que deben considerarse en la obra de nuestro autor para este ejercicio son el imperativo categórico, las nociones del deber y la autonomía de la voluntad. Éstos se ponen a discusión en tanto que forman una ética deontológica, fundada en nuestra capacidad humana de hacer lo correcto sin depósitos en la divinidad o en la cultura, en la nación o en el egoísmo. La ética kantiana se asienta en los pilares de la racionalidad, la universalidad y el humanismo. Papini expone esta aportación a la ética: “Despojado de todo móvil interesado, despojado de la consideración de las finalidades, establecida la racionalidad y universalidad de la ley, ya tenemos a la moral todo lo autónoma y científica que se puede desear”.[3]

Voluntad, libertad y dignidad son asignados a la persona, y universalidad, racionalidad y humanismo son asignados al mundo. Esta morada de reflexión ética se vuelve un duro examen de Kant que no todas las fórmulas éticas, jurídicas o filosóficas pueden superar. Desde las fórmulas generales del imperativo categórico, el filósofo desarrolla estos principios:[4]

El principio de universalidad establece: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”.[5] El principio de racionalidad, que es a su vez de coherencia con el conocimiento científico del universo, expresa: “obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”.[6] El principio del humanismo, en el que tiene asiento la dignidad humana como límite, dice: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”.[7] El principio de autonomía de la voluntad, que es el precursor necesario de la libertad, enuncia: “obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines”.[8]

 

Kant en el debate de las normas éticas y las normas jurídicas

Un elemento permanente y persistente en Kant es el deber–ser; pero este aspecto no es tomado con la misma seriedad en el derecho que en los imperativos categóricos. Aunque basta sólo con leer de nuevo al filósofo de Königsberg en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres[9] y captar la importancia que le da al deber–ser de todas las personas como requisito mínimo para que sean libres, es curioso ver cómo, en oposición a los científicos del derecho, son filósofos y teólogos quienes re–descubren el deber–ser kantiano como la hipóstasis (aquello que se encuentra debajo) del sentido de nuestra existencia y como la única posibilidad de ser personas dignas, libres y autónomas. En cambio, vemos que en los tratados internacionales, exposiciones de motivos, artículos constitucionales y cuerpos legislativos que versan en forma directa sobre los derechos humanos, difícilmente encontramos nociones del deber–ser anclado a los sujetos. De manera permanente las personas, ciudadanos o individuos, son ignorados como primeros respondientes de la ética pública y la responsabilidad.

En la ciencia jurídica moderna se hace una gran división entre ética y derecho, de modo que no advertimos la permanente convivencia entre ambos. Vale la pena presentar esta dualidad y polaridad desde ahora para encontrar aquellos ámbitos permeables y necesarios entre la primera y el segundo, y para atisbar en los principios kantianos de humanismo, universalidad y racionalidad su vinculación con los derechos humanos.[10]

Tal como afirma Eduardo García Máynez, las normas morales son autónomas y unilaterales porque su cumplimiento depende de la voluntad de la persona, y las normas jurídicas son heterónomas y bilaterales porque hay una autoridad y una fuerza exterior a aquélla que pueden forzar su cumplimiento.[11] A partir de ahí empieza la nebulosa división entre las convicciones personales y las formas de la autoridad, que no siempre se aclaran. Los grandes debates de la teoría y filosofía del derecho, entre el iusnaturalismo y el positivismo, se zanjan desde aquí.[12]

La bondad, la justicia, la templanza y las virtudes que definen la ética pública no se desarrollan desde la “experiencia interior” porque no son objetos empíricos, sino actos sociales. Así pues, sirve abandonar en este momento de la lectura las ideas de superación personal, de cultos al éxito y de liderazgo, que suelen describirse como discursos éticos. El bien, la dignidad, la libertad y la justicia sólo son posibles en el contacto con el mundo, y no desde la introspección psicológica, la experiencia motivacional o religiosa. Este aspecto se vuelve especialmente importante desde la ética kantiana y su posición ante las ilusiones trascendentales.

Los derechos humanos, creados desde la Declaración Universal de 1948, generalmente tienen la característica conceptual de figurar, en palabras de Rafael de Asís, como “pretensiones éticas de validez universal”,[13] que después son inscritas en las constituciones nacionales y en las normas escritas, generando esta dualidad ética y jurídica.

Los derechos humanos son instrumentos jurídicos racionales porque son construidos a partir del conocimiento (y no de alguna ley eterna, falacia naturalista o verdad revelada); son universales porque su validez no es diferente en algún país o comunidad (no es cuestionable ante ninguna profesión religiosa, étnica o cultural), y, como derechos públicos subjetivos, son bilaterales y coercibles porque la norma jurídica los dota de facultad, de autoridad y de sanción.

Podemos encontrar la relación entre ética kantiana y derechos humanos en la mayoría de las convenciones y tratados de Naciones Unidas sobre tales derechos, así como en el repertorio de derechos alojado en las constituciones nacionales de los Estados miembros y, subsecuentemente, en el derecho positivo, a través de leyes nacionales, federales, orgánicas, sustantivas, etcétera. Este ADN de los derechos humanos, que observamos en los distintos instrumentos jurídicos, internacionales, nacionales y locales, refleja una impronta conceptual e histórica en la que se busca la racionalidad y la universalidad en la forja de sus conceptos y fundamentos.[14]

 

El sui–juris

En la época de la Ilustración, de la emergencia científica y del descubrimiento de las leyes de la naturaleza, Kant, como Descartes o Pascal, entendieron que la conducta humana no puede estudiarse bajo los mismos supuestos de la naturaleza.[15] Según Kant, esto se debe a que estamos frente a una realidad que se configura entre hechos y conductas forjadas con la voluntad. Y aquí entramos a un portal de enormes despliegues: la voluntad es un terreno filosófico, psicológico, antropológico y jurídico de vastos campos; pero la aportación de Kant a estos dilemas es crucial para las ciencias sociales, el derecho y los derechos humanos.

En esta energía que deriva del racionalismo moderno inicial de la Ilustración —y que Jacques Chevalier nos relata en las mentes de Pascal, Descartes y Kant— es que se intenta explicar el universo a través de las leyes naturales de las matemáticas, de la física y de la geometría hasta encontrar los fundamentos originales, las mónadas, los noúmenos o proles sine matre creata.[16] Pero Kant hace una distinción, relevante para el derecho y los derechos humanos, entre la persona y la existencia humana: el sui iuris.[17] Esta característica singular de Kant nos la describe Xavier Zubiri: mientras que, para Descartes, por ejemplo, la existencia humana es sustancia (res), Kant, en cambio descubre a la persona, al sujeto, al yo, y lo inscribe en una misión ética: es el sui–juris, que tiene un deber fundamental hacia lo justo, lo universal, lo correcto.[18]

El sui–juris es la base para entendernos en una sociedad liberal, de personas libres y dignas, que ejercen su voluntad autónoma para actuar. Al respecto, Kant escribe: “Yo sostengo que a todo ser racional que tiene voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra”.[19]

Al filósofo de Königsberg se acude constantemente en la teoría penal y la teoría del delito, que es una de las disciplinas científicas del derecho más profundas, y con mayores aportaciones a la psicología, la sociología y la filosofía. El imperativo categórico —que reza: “obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines”,[20] y que establece como centro el principio de autonomía de la voluntad—cobra aquí enorme relevancia.

La corriente penalista, que se centra en la teoría de la imputación, es decir, la asignación de responsabilidad a las personas por sus actos, estudia profusamente a Kant. Llega a la conclusión de que la libertad de toda persona y la imputación de sus actos son dos caras de una misma moneda. Sólo es posible hablar de derechos y libertades en sociedades que entienden, persona a persona, tanto el deber de cuidado que tienen sobre los demás, como la responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos.

La fórmula kantiana “si puedes, entonces debes” impone más obligaciones que derechos.[21] Proteger nuestra vida, nuestra integridad física y nuestra dignidad, más allá de las sanciones y juicios penales que pueda establecer un Estado, son imperativos dirigidos a nuestra conducta, y depende de nuestro sentido del deber hacia los demás que esto sea posible o probable. Para Joachim Hruschka, Claus Roxin, Günther Jakobs y otros penalistas de enorme relevancia del siglo xx, sólo es posible el derecho a partir de una sociedad interactuante de Personas (con “P” mayúscula) a las que se les atribuya la protección de la vida, el bienestar y la libertad de los otros miembros de la sociedad.[22]

Jakobs lo pone en perspectiva cuando aduce la imputabilidad en la sociedad liberal. Afirma:

En efecto, incluso sin tener en cuenta que “liberalidad” pura ni siquiera se encuentra en las concepciones del Estado de Locke y Kant, sino tan sólo en el “cada uno a lo suyo” del estado natural de Hobbes, lo cierto es que también el pensamiento clásico comienza con el reconocimiento de la Persona, y por ello nos hallamos ya ante un punto de partida positivo. Se trata, pues, de una liberalidad cimentada positivamente, a saber, centrada en la personalidad del otro, una liberalidad que reconoce al otro como Persona, que presupone el vínculo de la personalidad.[23]

Reiterando, para el derecho penal, para el derecho en general y para los derechos humanos es indispensable una sociedad de Personas libres y, por lo tanto, imputables por sus actos. La relevancia del sui–juris es capital, y no debe perderse su centralidad en ningún momento. Somos legisladores y súbditos en un “reino de los fines”.

 

El deber–ser frente al mal

Lo más opuesto a la ética y a los derechos es el mal. Las catástrofes, las calamidades, el hambre, la enfermedad y la muerte forman parte de nuestro horizonte; pero también, como seres libres y dotados de voluntad, significamos un peligro para nosotros mismos. Por esa razón existe el derecho, desde los diez mandamientos judeocristianos o el código de Hammurabi, el derecho romano, el derecho medieval y colonial, hasta las normas jurídicas actuales. Se prohíbe robar, invadir o matar, y debe, por lo tanto, crearse un poder capaz de enfrentar y neutralizar ese mal intrínsecamente posible en cada miembro de la sociedad (en cada uno de nosotros).

Según Kant, el mal no es un acontecer natural, sino una acción de la libertad, producto de una relación tensa entre naturaleza, impulsos y razón, que da como resultado la sinrazón, el crimen, la violación y el daño. Rüdiger Safranski sigue de cerca a nuestro autor para problematizar el mal. Concluye que éste supone la violación al imperativo categórico y a su principio de humanismo (obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio).[24]

Cuando el amor propio, así como cualquiera de sus variantes perversas y perniciosas, hace que una persona utilice a la otra como medio para sus propios fines (deseos, posesiones, privilegios), y cuando engaña, explota, atormenta o mata, en ese momento, siguiendo a Kant y Safranski, la regla del mal es la autoafirmación egoísta y la negación del otro.[25]  Desde el punto de vista del derecho, cuando esto ocurre se comete un crimen, y, como hemos visto, el derecho penal conoce y castiga a los perpetradores del mal.

Por eso, Max Horkheimer aduce que la libertad social no puede existir sin la coerción, porque no estamos destinados a ser libres y dignos, sino que debemos trabajar contra nosotros mismos y nuestra capacidad de hacer el mal.

La humanidad se ha autoafirmado y ha prevalecido desde siempre en la naturaleza mediante el dominio, la explotación, el asesinato, el sometimiento de las restantes criaturas, en caso necesario incluso del propio género. Es la especie más sangrienta y cruel del mundo conocido. Nada ha sido para ella lo suficientemente sagrado, incluidas la verdad y la religión, como para dejar de utilizarlo como instrumento de poder […]. Cierto es que la libertad social no puede existir sin coerción. No pocas actividades oscuras resultan indispensables para mantener en pie la sociedad […].[26]

Al ser conscientes de que el mal es un producto de la conducta individual y de que forma parte de nuestra cultura —y, en ambos casos, es subproducto de la libertad—, merece la pena contrastar el deber–ser kantiano con la banalidad del mal que nos presenta Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén.[27] El primer aspecto de la banalidad que descubrió Arendt en el juicio a Adolf Eichmann fue que se trataba de un proceso penal que apuntaba a ser un gran momento para la justicia universal, pero terminó por ser vernáculo y pueril, más cercano a las lapidaciones de la Antigüedad o a los ajusticiamientos comunitarios de la Edad Media.

Banalidad, de hecho, es un término que proviene de ban, instrumento jurídico vernáculo de las comunidades políticas medievales (ducados, condados, reinos), en el que destacan las medidas penales para castigar a los enemigos externos e internos. El juicio a Eichmann fue jurídicamente medieval, en tanto que fue la exposición de un enemigo de guerra y el espectáculo de su ajusticiamiento. Israel era un Estado–nación muy reciente, con apenas meses de emerger después del fin del mandato británico, y carecía de tradición jurídica penal para entender lo que estaba juzgando.

El otro lado de la banalidad se encuentra detrás de Eichmann y sus encargos públicos en el Tercer Reich. Es acusado y narrado como un gran monstruo perpetrador del Holocausto; pero, conforme avanzan y profundizan en los crímenes del acusado, encontramos una espeluznante rutinización de la crueldad, una asociación de la maldad con la vida cotidiana, a tal grado que su significación es agotada en procedimientos burocráticos o en venganzas banales, todas ellas posibles y probables en la cotidianidad.[28]

Es aquí donde la ética kantiana y el pilar de la racionalidad se vuelven más necesarios para comprender el origen y el desarrollo del mal. Nunca debemos perder de vista que los humanos somos seres pasionales, proclives al ajusticiamiento, y que el mal no siempre es producto de grandes villanos o monstruos humanos, sino que también emerge de la terrible normalidad que habita en nuestros hogares, nuestras parroquias y comunidades, y de la que formamos parte todo el tiempo.

En el traspaso de las sociedades primitivas a las modernas, las amenazas y los depredadores cambian lentamente de forma. La ecuación de la violencia cambia con nuestra relación frente a la naturaleza y respecto a la manera de vincularnos entre nosotros como miembros de la misma especie. Las amenazas se revelan en la realidad en forma de violencia, pero, simultáneamente, abandonamos la capacidad individual y organizada de ser conscientes de ella, porque los miedos habitan el mundo de los símbolos inconscientes y aumentan su pulso en la negación de la realidad, en la infantilización del carácter y en la transferencia de la responsabilidad hacia la figura del Estado.[29]

Esto último es la expresión del mal en nuestra época, y ayuda leer la ética de Kant para reconocer que estas amenazas son realizadas por otras personas, comunes y corrientes, que actúan de manera negligente, irresponsable, indiferente, o de forma concreta como depredadores de nuestra vida y dignidad. Regresando a los penalistas de la teoría de la imputación, nuestras grandes amenazas son perpetradas por personas libres y autónomas que se encuentran muy alejadas de un comportamiento digno, pero muy cerca del mundo–de–la–vida.[30] El mal habita en nosotros y tenemos un problema cuando no se reconoce. Se muestra desde la conducta humana próxima, íntima, comunitaria, dentro de los hogares, familias, escuelas, centros de trabajo y redes sociales. Pero aprendemos a desprenderla de nuestra conciencia de la realidad y a transferirla a los umbrales simbólicos del Estado.

Los derechos humanos se inclinan permanentemente al papel del Estado, y no a la responsabilidad de la gente común. Esta tara semántica se convierte en una disfunción de proporciones masivas. Las actividades represivas de Estados autoritarios, que son legítimamente señaladas desde los derechos humanos y la democracia, hasta ahora sólo se abordan como límites al poder. Esto es, que la violencia legítima del Estado, a la que se refería Max Weber y que se desarrolla en la política criminal, se detiene y se regula desde los derechos humanos. En lo que no se reflexiona acertadamente es en que las medidas autoritarias y represivas, que son generalmente aprobadas y solicitadas por las mayorías, son producto de una ausencia del deber–ser en nuestras vidas cotidianas; un deber–ser que no encontramos en las cláusulas positivas de los derechos humanos.

Kant se resistió a llevar el deber–ser al derecho. Se “judicializaría la moral” con el derecho, diría él,[31] y lo ubicaría siempre en la última–ratio: cuando se trata de proteger a la sociedad de quienes trasgreden la dignidad de manera grave. A este respecto, Hans Kelsen, principal referente del iuspositivismo, comenta: “Se está moralmente, no jurídicamente, obligado a no robar, lo jurídico es tan sólo el deber de castigar el robo. Quien roba debe ser castigado jurídicamente. Esta opinión significa únicamente que se renuncia a la construcción auxiliar de las normas jurídicas secundarias. Mas no por eso se destruye el deber jurídico”.[32] Jürgen Habermas, en su obra Facticidad y validez, aborda este problema describiéndolo como el “principio de marginalidad” de las normas, es decir, que las normas jurídicas no pueden legislar todos los aspectos del mundo–de–la–vida, sino que regulan desde principios rectores que ayudan a resolver situaciones y casos concretos.[33] 

Qué es derecho y qué es “únicamente” moral, reflexiona Jakobs, no es una cuestión inmutable, “sino que depende de qué configuración de la sociedad se entienda que ha de ser garantizada formalmente y cuál, en cambio, informal y sin garantía”.[34]

“La voluntad de preferir la vida a la muerte” —sostiene Michel Foucault— va a fundar la soberanía, “una soberanía que es tan jurídica y legítima como la constituida según el modelo de la institución y el acuerdo mutuo”.[35] Pero ¿cómo vamos a labrar un deber en torno a la vida, contra la violencia, si no somos capaces de hacernos responsables de ella? Retomando a Fromm: “Desde un punto de vista puramente biológico, el temor a la muerte es quizá el más profundo; desde un punto de vista específicamente humano, el miedo más grande es el miedo a la locura”.[36] El miedo al delito nos conduce a la negación como mecanismo de protección y certidumbre, pero se convierte en una maquinaria silenciosa de enajenación.[37]

La enajenación de nuestra sociedad se refleja en el desprendimiento de su asiento ético, formando personas que son distantes de sus propias amenazas, distantes del mal que habitan y que eventualmente practican, en una locura que consiste en desvincularse de las causas del mal y donde sólo encuentran refugio y justificación en el castigo realizado por el Estado.

En esta alienación, en la que no se distinguen los depredadores ni se comprende el mal, y donde no hay un deber inscrito en la vida cotidiana, el derecho se parece más a una guerra cuya única racionalidad posible es la represión y donde la justicia se resuelve con aclamaciones sentimentales y un batiburrillo de venganzas justificadas.

 

Colectivismo, felicidad y escatología. El deber–ser inscrito en futuros promisorios

¡Apresúrate, oh posteridad, a traernos la hora
de la igualdad y la justicia, de la felicidad!

—Erich Fromm, Las cadenas de la ilusión[38]

 

En palabras de Papini, Kant, como persona civilizada y maestro de filosofía, tenía la necesidad de una moral, y como cristiano y estudioso de la mecánica, necesitaba que la moral estuviese de acuerdo con el Evangelio y que fuese compatible con las leyes de la ciencia. Lo que encuentra es la necesidad de que la ética humana sea como el imperativo categórico: autónomo, racional y universal. Y, principalmente, lo que hace este filósofo es desprender la moral de lo divino y hacerla humana. “Resulta un gesto hermoso el devolver al hombre lo que el hombre ha dado a Dios, y Kant hizo eso”.[39] De este modo emerge la ética deóntica frente a la ética teológica. En ese amanecer de la modernidad liberal, el deber–ser no se orienta al reino de los cielos, sino a la humanidad libre, responsable y autónoma.

Como bien apunta Lipovetsky en El crepúsculo del deber, en la modernidad no parecen existir dudas en cuanto a las libertades públicas o los derechos del hombre y del ciudadano; pero en el área de los deberes se inscriben distintos caminos, muy diversos unos de otros. El rompimiento con el deber teológico es el único punto de partida común: “[…] la afirmación de deberes obligatorios ajenos a los dogmas de cualquier religión revelada, la difusión social de una moral liberada de cualquier divinidad tutelar”.[40]

Para comparar la ética moderna con la ética teológica medieval, Ernst Cassirer describe a los operadores de la ética en la Edad Media: no son las personas comunes, sino los jerarcas de la Iglesia quienes describen un imaginario social religioso en el paraíso y el infierno. Así, el sentido de las vidas personales y sociales se integra a un imaginario de sometimiento: se desarrolla la industria de la salvación, y su Dios habla a través de información sagrada e irrebatible con la Biblia.[41]

Cassirer explica entonces el mensaje original y central de los operadores medievales: “La vida es en sí misma algo cambiante y fluyente, pero su verdadero valor hay que buscarlo en un orden eterno que no admite cambios”.[42] Gregorio Peces–Barba Martínez denomina agustinismo político a este imaginario colectivo que organiza personas y sociedades desde la ética teológica.[43] Desde el punto de vista histórico, tal agustinismo político sufre severas escisiones con los cismas del protestantismo.

Las ilusiones trascendentales (como el alma, Dios el mundo o, en cierto sentido, la libertad), desde la perspectiva kantiana se explican en tanto que no son elementos que encontramos en el ámbito de la experiencia material, sino ideas regulativas que, eventualmente, pueden adquirir realidad. Es en ese entendimiento que figuran también los derechos. Pero hay ilusiones trascendentales que son incompatibles con la ética kantiana.[44] Lo que importa distinguir aquí, desde esa ética, es el presente y nuestra responsabilidad como legisladores y súbditos de la realidad, frente a las ilusiones trascendentales de la vida eterna, el paraíso y el progreso que están en función de un mundo sobrenatural, promisorio o utópico y que nos sustraen del presente y de nuestro deber.

Desde este páramo de la ética teológica medieval, que Peces–Barba describe en el agustinismo político, las personas somos irresponsables de nuestra condición actual, de la condición de nuestros semejantes, de nuestras familias, comunidades y naciones, porque al ser de “este mundo” nuestras acciones carecen de valor trascendental. Así, toda ética que tenga como propósito la “salvación” prescinde de libertad, autonomía y responsabilidad.

La ética moderna se inscribe en este proceso de des–sacralización del mundo, de sustitución de la Providencia como guía de la humanidad, para incorporar lo que Josetxo Beriain explica en la modernización–sin–fin, o bien, en el progreso como gran orientador de las conductas individuales y sociales, la ciencia y la técnica.[45]

Dentro de la cultura occidental y moderna, con el nacimiento y desarrollo de los Estados–nación, emergen diversas formas de ética pública ligada al derecho, al poder y a la identidad. Observamos que los nacionalismos emergen con fuerza, a manera de cemento social, identidad, cultura y horizonte teleológico. El positivismo al estilo de Auguste Comte, que despliega una idea de futuro sublime a través de la ciencia y la tecnología, nos inscribe en un porvenir promisorio, desprendido del presente, no muy distinto del agustinismo político.[46]  Una fórmula diametralmente opuesta al sujeto de la ética kantiana, la cual parte de la persona para proyectar la universalidad.

Lipovetsky describe brillantemente en El crepúsculo del deber cómo la escisión de Dios y la religión en la ética pública, en lugar de desembocar en libertad, se asoma con invocaciones al sacrificio individual, a las metáforas colectivistas en relación con la guerra, los mártires, las batallas, la sangre y la muerte características del nacionalismo de los siglos XIX y XX. La persona, en esta ética nacionalista, es un instrumento de la grandeza de su país (el que le tocó por nacimiento o familia), y las formas de sacrificio individual hacia el colectivo se erigen desde la guerra, la ciencia, la técnica, el desarrollo y la peculiar modernidad que le toca. Esta construcción moral de la persona sigue siendo muy intensa, a veces compitiendo y a veces fusionándose con la identidad religiosa, étnica y cultural.[47]

Ciertamente, la orientación moral de las personas hacia la grandeza o la victoria de su nación carece de las notas de autonomía kantiana, pues en lugar de figurar personas con dignidad y derecho propio, son medios de una gran empresa colectiva. En las mentes de Comte o Thomas Carlyle se erige una ciudadanía secular como empresa colectiva; en Joseph Arthur de Gobineau o Rosemberg, como destino de la sangre o la raza, y en el marxismo como la universalidad del “hombre nuevo”.[48] Es muy claro aquí el efecto pernicioso del colectivismo y su alejamiento de los principios de autonomía y libertad kantianos. Desde la mirada de los derechos humanos podemos constatar conflictos permanentes en los colectivismos modernos con respecto a los derechos de las mujeres, las niñas, niños y adolescentes, los derechos de los pueblos indígenas, los derechos de la diversidad sexual, de los migrantes, que claramente rozan con la idea de ciudadanía y con su papel en la conservación de la cultura nacional. Es un tema que en la filosofía del derecho se zanja entre el pluralismo, el multiculturalismo y la sociedad liberal.

La ética pública que subyace en los derechos humanos tiene notas similares a la ética kantiana que descubrimos en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Lo que Peces–Barba denomina antropocentrismo laico, Kant lo encuentra en la racionalidad, la universalidad y la forja del sui–juris como elemento nodal para la construcción de la ética. Así emergen y se entienden los valores superiores de una sociedad liberal —que Peces–Barba recoge como núcleo de la moralidad de la modernidad—, los cuales se incorporan al Estado social y democrático de derecho, y eventualmente se convierten en valores jurídicos: la libertad, la igualdad, la solidaridad y la seguridad jurídica. Algunos autores, incluyendo a Peces–Barba, incorporan la dignidad como uno más de los valores superiores.[49] Se podrían añadir otros de nueva forja, tales como la inclusión y la sororidad–fraternidad.

La universalidad kantiana se asoma desde la ética subyacente de los derechos humanos y permite pensar, como especie humana, que existen apartados fundamentales del mundo, de la vida, de la humanidad, del bien, de la virtud, de lo correcto y lo verdadero, que pueden compartirse con cualquier persona en el mundo. Esta ética pública de los derechos humanos se sostiene con los principios de racionalidad y universalidad kantianos. Si bien los derechos humanos podrían ser conocidos también como ilusiones trascendentales (por no existir como cosas en sí), guardan una sustancial diferencia frente a otras ilusiones trascendentales (como la salvación o el progreso), pues su cumplimiento es éticamente sostenible con los imperativos categóricos kantianos, que hacen a las personas responsables de sus actos y cuya realización, además, se da en el aquí y ahora, a diferencia de las ilusiones trascendentales de asiento sobrenatural o de futuros sociales utópicos.

El problema de esta ética pública —o moral moderna—, que se asienta en valores superiores, consiste en que presenta una débil concreción del deber en sus practicantes. No hay ese sentimiento de cohesión que ofrecen el colectivismo nacional o el religioso. No hay asiento místico, miliciano o visceral en torno a los valores de la libertad, la igualdad o la solidaridad, sino algunos espejismos que advertimos en éticas de corte utilitarista o posmoderno.

En la ética utilitarista, las conductas humanas se calibran para llegar a un estado en el que la felicidad sería probable para todos. Rodolfo Vázquez lo expone así: “Para el utilitarismo, la pena no se justifica moralmente por el hecho de que quien la recibe haya hecho algo malo en el pasado, sino para promover la felicidad general de cara al futuro”.[50] Desde la visión kantiana, la felicidad no es un ámbito de la ética; no es un fin moral de nuestras acciones, sino una probable consecuencia. Apunta el filósofo de Königsberg: “[…] el precepto de la felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad”.[51]

Aquí vuelve Lipovetsky en El crepúsculo del deber para darnos otra pista sobre la ceguera moral y la impostura de lo efímero de nuestro tiempo. El “derecho a la felicidad” evoluciona desde la cultura individualista y tiene su principal palanca en la ética utilitarista. Los derechos soberanos del individuo colonizan todos los aspectos de la vida y desvanecen la moral religiosa, estatal, comunitaria y familiar. Hay una emancipación de los regímenes colectivistas y controles de la identidad que nos ha traído una sociedad abierta y plural; pero, como nos encontramos en democracias capitalistas, el consumo es un poderoso vehículo de construcción de la identidad; el deber se diluye en culturas del éxito, del liderazgo, de la meditación, del fisiculturismo o de la sociabilidad. Como ciudadanos y votantes, coincide Félix Ovejero, las personas se comportan como consumidores groseros que no tienen más interés que la satisfacción de sus necesidades y caprichos inmediatos. Sus necesidades se encuentran en constante crecimiento hacia el ocio y el desperdicio.[52]

 

El presente revelado y el presente racional

Para Kant tenemos, antes que nada, un deber en el que todos somos legisladores y súbditos de nuestra propia realidad (“obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines”).[53] Importa resaltar este aspecto de la ética kantiana porque hay otras construcciones éticas, desde la religiosidad, que no se dirigen al paraíso o la salvación sino al aquí y ahora. No todas las éticas religiosas se orientan a la ilusión trascendental del mismo modo. Para algunos religiosos, el Reino de Dios, más que un futuro inconmensurable de las almas, es un presente. Y no sólo es la orientación al presente y al mundo, sino a la dignidad de las personas que lo habitan. Javier Ballesteros Ybarra lo estima en su estudio sobre la cláusula “venga tu reino” en la oración más relevante del cristianismo, el padrenuestro. “El advenimiento del reino corresponde a la llegada de Cristo, porque Cristo es el reino. Lo trae él, no como quien trae una noticia, sino como quien abre las manos o señala el corazón”.[54]

Esta aproximación religiosa, entendida desde el término griego parusía, es una forma de “estar presente”, y revierte el horizonte de la trascendencia cristiana porque ya no se orienta a un reino preternatural a donde las almas van después de la muerte, sino a vivir un Reino de Dios como exigencia ética y religiosa. Desde la metáfora de la “restauración de Israel” se construye la escatología de un pueblo, que se acerca al Reino de Dios, como ideal y como refugio final de las almas, pero desde la realidad política y cultural de su presente. El presente se vuelve una manera de construir un deber–ser en los miembros de la comunidad, que los hace responsables de sus actos y del destino de su pueblo.[55]

Encontramos en Hans Küng, en su obra Ser cristiano, la descripción de una teología de las realidades terrenas, una teología de la liberación orientada hacia la ética; porque para los pobres, los desposeídos, los “postergados”, como cita Küng, es imposible el libre ejercicio de la cristiandad en condiciones de hambre, miseria, epidemias, violencia, analfabetismo y marginación. Esa condición no es una necesidad natural, sino un producto de un despiadado sistema social. Así, en la teología de la liberación se propone “una teología capaz de elaborar un proyecto histórico de liberación política, económica, cultural y sexual, que sea el signo real de anticipación del proyecto definitivo, escatológico, de plena libertad del Reino de Dios”.[56]

En estas posiciones del pensamiento religioso y la ética teológica encontramos más vínculo con los valores superiores de igualdad y solidaridad, una noción del deber–ser más concreta, una posición más decidida a la construcción de un reino de fines.

Otro descubrimiento para el deber–ser kantiano lo encontramos en Simone Weil y su obra titulada Echar raíces.[57] Éste es un tratado de reconstrucción de la sociedad antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Ciudades destruidas, pueblos fantasma, fábricas abandonadas, heridos, cuerpos humanos en descomposición, millones de muertos (soldados y civiles), familias desmembradas y el exilio. Todo aquello es el presente de Simone Weil, y con él, ella lucha contra el desarraigo de las almas a las que incita a subir el pulso para la recuperación de la civilización extraviada por la crueldad y el genocidio.

Para echar raíces, merece la pena citar sus primeras palabras en el apartado “Necesidades del alma”:

La noción de obligación prima sobre la del derecho, que está subordinado a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde. El cumplimiento efectivo de un derecho no depende de quien lo posee, sino de los demás hombres, que se sienten obligados a algo hacia él. La obligación es eficaz desde el momento en que queda establecida. Pero una obligación no reconocida por nadie no pierde un ápice de la plenitud de su ser. Un derecho no reconocido por nadie no es gran cosa.[58]

En este apartado, Weil desarrolla sus nociones sobre la libertad, la obediencia, la responsabilidad, el honor, el castigo, la propiedad privada y la propiedad colectiva mediante una proyección constitutiva de la ética, en lenguaje deóntico, anclado en la realidad humana, con el fin de habitar una sociedad de personas dignas, porque es la forma en la que las almas humanas pueden prosperar en el mundo.

De vuelta al terreno secular y la deontología, en Hans Jonas encontramos una de las construcciones más brillantes de la ética kantiana. Jonas expone una variación de los imperativos categóricos: “Actúa de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica”. “No pongas en peligro la continuidad de la humanidad en la tierra”.[59] El espectro de acción contemplado en Kant se incorpora en una perspectiva de futuro y se extiende, en términos de responsabilidad humana, a la naturaleza entera. En la ética deóntica de Jonas, el sui–juris trasciende hacia el entorno planetario porque vivimos en una consanguinidad de ambientes naturales y técnicos que afectan directamente la condición humana y su capacidad de acción. Esto es, el espectro de afectación de nuestra conducta tiene efectos simultáneos en otras regiones del mundo. La cadena de consecuencias de nuestros actos es mucho mayor que el que captura nuestra conciencia de nuestro mundo–de–la–vida.

Con Jonas el problema tecnológico se entiende como uno de tipo ambiental. La tecnología es parte sustancial de nuestro medioambiente, aunque puede desempeñarse como un agente depredador. Aquí descubrimos las variantes del mal, entre el descuido, la irresponsabilidad y la cosificación de los seres humanos como medios al servicio de la tecnología y la economía, hasta el uso de la técnica para el aniquilamiento.[60] Jonas reflexiona en torno a las formas de intervención humana sobre la naturaleza y sobre la sociedad. El desarrollo tecnológico ha conseguido involucrarse en fronteras humanas que antes habían sido infranqueables. La ética entonces debe diseñarse en la misma magnitud de las dimensiones del poder creado con las nuevas tecnologías y sistemas.[61]

De aquí que Jonas ofrezca la regla profética con la cual nos invita a imaginar los escenarios más distópicos del mundo y la sociedad, y al imaginar los daños eventualmente ocurridos en estos mundos distópicos construye el deber como una trazabilidad del futuro distópico hacia el presente real. Desde la ética deóntica trae el futuro al presente, porque todas nuestras acciones y conductas presentes son imputables a los humanos en el futuro. Describe un apocalipsis gradual que resulta del imperativo tecnológico y la conducta depredadora de los seres humanos.

Así somos testigos del presente como un cernidor de diversas ilusiones trascendentales que nos evaden de la realidad y del deber–ser. El presente revelado ya no sólo es el de la parusía (o la fusión de los reinos humano y divino en las comunidades cristianas primitivas), también es una revelación mística que busca la dignidad de las almas en el aquí y ahora, como en los casos de Weil y Küng, quienes descubren el presente como una revelación de la verdad, del bien y del mal, y la conciencia del presente revelado como una forma de ser conscientes y libres. Tenemos también, en un ejercicio literario de la distopía, la revelación de una profecía que forja la ética de nuestro presente en esta aguda evolución de la ética kantiana emprendida por Jonas.

La libertad y la autonomía de los individuos se forja en el presente y con el deber de cada una de las personas que hemos de ejercer el sui iuris en un proyecto social y cultural.

 

Adiaforización o la ética indolora de nuestro tiempo

Desde la perspectiva de este artículo, el desprendimiento del deber–ser en la construcción de los derechos humanos genera el mismo efecto de las ilusiones trascendentales que critica Kant. Tal desprendimiento también se propicia por desinterés o insensibilidad. Este fenómeno es conocido por Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis como adiaphoron, que significa etimológicamente “algo sin importancia”. Pero añade lo siguiente: “un adiaphoron es una retirada temporal de la propia zona de sensibilidad; la capacidad de no reaccionar o de reaccionar como si algo les ocurriera no a personas, sino a objetos físicos, a cosas, a no humanos”.[62]

En la ética kantiana no es difícil encontrar el deber de todas las personas, tanto en el ámbito de su vida privada como social, de no contaminar ciudades, ríos, lagunas, bosques o mares. No es complicado hallar el deber de las personas de cuidar a sus propios hijos e hijas, no abandonarlos en la calle, no explotarlos laboral ni sexualmente, no golpearlos, etcétera. Y tampoco es difícil comprender que no se debe abusar física o emocionalmente de las mujeres por su condición de ser tales.

Por el contrario, pretender que el deber de las personas se inscriba sólo en su libertad religiosa, en su superación personal y en su búsqueda de la felicidad individual, y, al mismo tiempo, suponer que hay una cúpula estatal y jurídica que tiene la obligación de cuidarnos y que está desvinculada de nuestras conductas individuales, genera el efecto que nos explica Bauman al decir que se nos desprende de la posibilidad de tener opciones: nos hace irresponsables.

De acuerdo con Bauman, suponer nuestra salvación a partir de eventos sobrenaturales hace a las personas irresponsables de sus actos, pues su intervención poco importa. El efecto que causa es un desprendimiento de la realidad, y lo mismo pasa en una sociedad que construye derechos sin deberes.[63] Así nos inscribimos en una carrera demencial cuando sólo fija el deber hacia “el derecho inalienable a la felicidad”. Es la misma ética indolora que consigna Lipovetsky en el Crepúsculo del deber.

Si este efecto lo exponemos en la existencia del mal y de los perpetradores o depredadores de la dignidad humana, entonces la separación de nuestro deber ético frente a los derechos humanos se hace más grave. Porque se sabe que muchas de las grandes violaciones de los derechos humanos son producto de la banalidad, y que los depredadores de la dignidad humana están entre nosotros: en el hogar, el barrio, el espacio público, el entorno laboral y las redes sociales, y generalmente no realizan sus actos violentos o criminales por orden de una organización estatal, sino en el ejercicio de su propia libertad individual y cotidiana.

El Estado es una personificación, igual que Dios, pues sólo se lo imagina en formas humanizadas. Pero no seguimos aquí a Kelsen cuando sostiene que aquél es una personificación del derecho, porque el reino de los fines que caracteriza al Estado se construye más bien desde la cultura.[64] El lenguaje del deber se forja desde la ética.[65] Los derechos humanos, siguiendo a los penalistas de la teoría de la imputación, son personificaciones del derecho en el Estado —y no en las personas—, al que se asigna una expectativa de vida, una voluntad autónoma y libertad para actuar. Y es aquí donde comienza la transferencia colectiva en los derechos, la pérdida del deber–ser: es la responsabilidad abstracta del Estado, y no el deber de las personas que lo habitamos.

Un Estado sin el deber–ser de quienes lo componen es una gestalt infantil, una fórmula perpetua de auto–discriminación en los binomios del victimario y la víctima, entre el opresor y el oprimido. En el mismo sentido, un derecho humano sin el deber–ser de quienes lo reconocen es una fórmula perpetua de incriminación del otro como responsable y, eventualmente, del otro como el enemigo, el victimario y opresor. Estas posiciones iniciales son lejanas a las de la ética kantiana, pues se oponen a las nociones de autonomía de la voluntad, de dignidad y de libertad. Pero lo más grave es el síntoma de ceguera moral hacia la realidad: esa incapacidad autoafirmada de hacernos responsables de nosotros mismos, esa banalidad del mal que se desarrolla impunemente dentro de hogares, escuelas, centros de trabajo, espacios públicos y redes sociales. Cuando se construyen los derechos con la némesis del opresor y el victimario, se diluye la racionalidad y se construye la hipóstasis del Estado sentimental, resultado de invocaciones pueriles de la autoridad.  De este modo, los derechos humanos se tematizan desde formas de lenguaje impulsivas que evidencian una sociedad poco responsable de sí misma y de sus miembros. Desde esta conclusión, es plausible exigir que los derechos humanos de nuestro tiempo se forjen con el deber–ser de todas las personas, como personas responsables, libres e imputables.

 

Fuentes documentales

Alvarado Dávila, Víctor, “Ética y filosofía del derecho en Kant y su influencia en la Declaración Universal de Derechos Humanos” en Revista de Ciencias Jurídicas, Universidad de Costa Rica/Colegio de Abogados de Costa Rica, San José, Nº 110, mayo/agosto de 2006, pp. 200–217.

Arendt, Hannah, Eichmann in Jerusalem. A report on the banality of evil, The Viking Press, Nueva York, 1964.

Asís Roig, Rafael de, Sobre el concepto y el fundamento de los derechos: una aproximación dualista, Dykinson, Madrid, 2001.

Ballesteros de León, Gerardo, Rendición de Cuentas y Derechos Humanos, Esbozo de un modelo teórico, tesis de Doctorado en Estudios Avanzados en Derechos Humanos, Instituto Bartolomé de las Casas/Universidad Carlos iii de Madrid, Madrid, 2014.

Ballesteros Ybarra, Javier, Venga a nosotros tu Reino. Comentarios sobre la segunda petición del Padrenuestro, México, 2021, en https://editor.reedsy.com/book/262255/r/YCltoF6WZTa57Hc1/copyright

Barroso Ramos, Moisés y Pérez Chico, David, Un libro de huellas. Aproximaciones al pensamiento de Emmanuel Lévinas, Trotta, Madrid, 2008.

Bauman, Zygmunt y Donskis, Leonidas, Ceguera moral, Paidós, Barcelona, 2015.

——  Postmodern ethics, Blackwell, Reino Unido/Estados Unidos, 1993.

Berger, Peter y Luckmann, Thomas, The Social Construction of Reality. A Treatise in the Sociology of Knowledge, Penguin Books, Londres, 1991.

Beriain, Josetxo, Estado de Bienestar. Planificación e Ideología, Editorial Popular, Madrid, 1990.

Biesta, Gert y Stams, Geert–Jan, “Towards Postmodern Theory of Moral Education. Part ii: Mapping the Terrain (Zigmunt Bauman’s Postmodern Ethics)” en eric – Institute of Education Sciences, 01/iv/2001, en https://files.eric.ed.gov/fulltext/ED453133.pdf Consultado 30/v/2021, pp. 2–33.

Cassirer, Ernst, Antropología filosófica, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.

——  El mito del Estado, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.

Chacón Fuentes, Pedro, “Razón e ilusión trascendental en Kant: Miseria y grandeza de la finitud humana” en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, vol. ii, 1981, pp. 159–170.

Chevalier, Jacques, Historia del Pensamiento. Tomo iii. El Pensamiento Moderno de Descartes a Kant, Aguilar, Valencia, 1969.

De Siqueira, José Eduardo, “El principio de responsabilidad en Hans Jonas” en Acta Bioethica, Universidad de Chile, Santiago de Chile, vol. vii, Nº 2, 2001, pp. 277–285.

Fernández, Eusebio, Estudios de Ética jurídica, Debate, Madrid, 1990.

Foucault, Michel, Hay que defender la sociedad, Akal, Madrid, 2003.

Fromm, Erich, “Conciencia y Sociedad Industrial” en Fromm, Erich, Horowitz, Irving, Gorz, André et al., La sociedad industrial contemporánea, Siglo XXI, México, 1980, pp. 1–15.

——  Las cadenas de la ilusión, Paidós, México, 2016.

Fuentes Hinojo, Pablo, “La Caída de Roma: Imaginación apocalíptica e ideologías de poder en la tradición cristiana antigua (siglos ii al v)” en Studia Histórica: Historia Antigua, Universidad de Salamanca, Salamanca, Nº 27, 2009, pp. 73–102.

García Máynez, Eduardo, Introducción al Estudio del Derecho, Porrúa, México, 2002.

Greimas, Algirdas Julien, Semiótica y Ciencias Sociales, Fragua, Madrid, 1980.

Habermas, Jürgen, Facticidad y Validez, Trotta, Madrid, 1998.

Hikal, Wael, “Bases de política de Seguridad Pública sobre instrumentos internacionales de Naciones Unidas” en Letras Jurídicas, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, Nº 19, enero de 2009, pp. 1–10.

Horkheimer, Max, Sociedad, razón y libertad, Trotta, Madrid, 2005.

Houellebecq, Michel, Ampliación del Campo de Batalla, Anagrama, Barcelona, 1999.

Jonas, Hans, Técnica, medicina, ética. Sobre la práctica del principio de responsabilidad, Paidós, Barcelona, 1997.

——  The Imperative of Responsibility: In Search of Ethics of the Technological Age, University of Chicago Press, Chicago, 1979.

Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Pedro M. Rosario Barbosa, San Juan, Puerto Rico, 2007.

Kelsen, Hans, Teoría General del Estado, Universidad Nacional Autónoma de México/Ediciones Coyoacán, México, 2004.

Küng, Hans, Ser cristiano, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1977.

Lévinas, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca, 2002.

Lipovetsky, Gilles, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 2000.

Llorente, Jaime, Lévinas: el sujeto debe responsabilizarse de los otros hasta el punto de renunciar a sí mismo, RBA, Madrid, 2005.

O’Donnel, Guillermo, Schmitter, Philippe y Whitehead, Laurence (Eds), Transitions from Authoritarian Rule: Comparative perspectives, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1993.

Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Estudio Mundial sobre el homicidio. Resumen Ejecutivo, 2013, en https://www.unodc.org/documents/gsh/pdfs/GLOBAL_HOMICIDE_Report_ExSum_spanish.pdf

——  Recopilación de reglas y normas de las Naciones Unidas en la esfera de la prevención del delito y la justicia penal, Viena/Nueva York, 2007, en http://www.unodc.org/pdf/criminal_justice/Compendium_UN_Standards_and_Norms_CP_and_CJ_Spanish.pdf

Organización de los Estados Americanos/Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos, en http://www.cidh.org/countryrep/seguridad/seguridadii.sp.htm

Ovejero, Félix, La libertad inhóspita: modelos humanos y democracia, Paidós, Barcelona, 2002.

Papini, Giovanni, Obras. Tomo iv. Religión/filosofía, Aguilar, Madrid, 1968.

Peces–Barba Martínez, Gregorio, “Los Deberes Fundamentales” en Doxa, Universidad de Alicante, Alicante, Nº 4, noviembre de 1987, pp. 329–341.

——  Curso general de derechos fundamentales. Teoría general, Dikinson, Madrid, 1998.

——  Ética, Poder y Derecho, Fontamara, México, 1994.

Rivera Castro, Faviola, “El imperativo categórico en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” en Revista Digital Universitaria, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 5, Nº 11, diciembre de 2004, pp. 2–6.

Roxin, Claus, Jakobs, Günther, Schünemann, Bernd et al., Sobre el estado de la teoría del delito, Civitas, Madrid, 2000.

Safranski, Rüdiger, El mal o El drama de la libertad, Tusquets, México, 2016.

Santiago Cordini, Nicolás, “La teoría de la imputación en Hruschka y sus implicancias en la teoría del delito” en Papeles del Centro de Investigaciones, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina, año 2, No. 11, 2013, pp. 1–29.

Universidad Nacional Autónoma de México, Los imperativos kantianos: el categórico y el hipotético, en http://www.revista.unam.mx/vol.5/num11/art81/art81-1.htm

Vázquez, Rodolfo, Teorías contemporáneas de la justicia. Introducción y notas críticas, Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad de Querétaro/Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, 2019.

Weil, Simone, Echar raíces, Trotta, Madrid, 1996.

Zubiri, Xavier, Naturaleza, historia, Dios, Editorial Nacional, Madrid, 1981.

 

[*] Doctor en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid. Profesor en el Programa de Doctorado en Derecho por la Universidad de Guadalajara. gerardo.ballesteros.de.leon@gmail.com

 

[1].    Giovanni Papini, “El Ocaso de los Filósofos” en Giovanni Papini, Obras. Tomo iv. Religión/filosofía, Aguilar, Madrid, 1968, pp. 1069–1089, p. 1069.

[2].    Víctor Alvarado Dávila, “Ética y filosofía del derecho en Kant y su influencia en la Declaración Universal de Derechos Humanos” en Revista de Ciencias Jurídicas, Universidad de Costa Rica/Colegio de Abogados de Costa Rica, San José, Nº 110, mayo/agosto de 2006, pp. 200–217.

[3].    Giovanni Papini, “El Ocaso de los Filósofos”, p. 1075.

[4].    Universidad Nacional Autónoma de México, Los imperativos kantianos: el categórico y el hipotético, http://www.revista.unam.mx/vol.5/num11/art81/art81-1.htm  Documento electrónico sin paginación.

[5].    Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Pedro M. Rosario Barbosa, San Juan, Puerto Rico, 2007, p. 47.

[6].    Idem.

[7].    Ibidem, p. 54.

[8].    Ibidem, p. 63.

[9].    Destaco las siguientes afirmaciones en torno al deber en Kant a lo largo de toda la obra: ser bondadoso y ser moral es un deber antes que una inclinación (ibidem, p. 18); “una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta” (ibidem, p. 25. Las cursivas se encuentran en el original); “el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley” (ibidem, p, 14. Las cursivas se encuentran en el original); “[…] que
no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso” (ibidem, p. 29); “porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón, que determina la voluntad por fundamentos a priori” (ibidem, p. 35); “cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar al interés en el objeto, sino meramente en la acción misma y su principio en la razón (la ley)” (ibidem, p. 40); “que si el deber es un concepto que debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos” (ibidem, p. 50); “el deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida” (ibidem, p. 59), “aun cuando bajo el concepto de deber pensamos una sumisión a la ley, sin embargo, nos representamos cierta sublimidad y dignidad en aquella persona que cumple todos sus deberes” (ibidem, p. 64).

[10].  Para este aparato crítico, como parte del homenaje a Kant, merece la pena compartir este breve artículo, que resulta una contribución trabajada con sencillez y que siempre se agradece: Faviola Rivera Castro, “El imperativo categórico en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” en Revista Digital Universitaria, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 5, Nº 11, diciembre de 2004, pp. 2–6.

[11].  Eduardo García Máynez, “Capítulo ii: Moral y Derecho” en Eduardo García Máynez, Introducción al Estudio del Derecho, Porrúa, México, 2002, pp. 15–24.

[12].  Ver los debates, hasta Hart, explicados por Rodolfo Vázquez: “a) La pretensión de que no existe conexión necesaria entre el derecho y la moral. b) La pretensión de que el análisis (o estudio del significado) de los conceptos jurídicos es algo que vale la pena hacer y algo que debe ser diferenciado de las indagaciones históricas sobre las causas u orígenes de las normas, de las indagaciones sobre la relación entre el derecho y otros fenómenos sociales, y de la crítica o evaluación del derecho, ya sea en términos de moral, objetivos sociales u otros. c) La pretensión de que las leyes son órdenes de seres humanos (teoría imperativa de las normas). d) La pretensión de que un sistema jurídico es un ‘sistema lógicamente cerrado’ en el que las decisiones jurídicas correctas pueden ser deducidas de normas jurídicas predeterminadas por medios lógicos, sin referencia a propósitos sociales, estándares morales o líneas de orientación. e) La pretensión de que los juicios morales no pueden ser establecidos o defendidos, como lo son los juicios de hecho, por argumentos, pruebas o demostraciones racionales (teorías no cognoscitivistas)”. Rodolfo Vázquez, Teorías contemporáneas de la justicia. Introducción y notas críticas, Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad de Querétaro/Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, 2019, p. 8.

[13].  Rafael de Asís Roig, Sobre el concepto y el fundamento de los derechos: una aproximación dualista, Dykinson, Madrid, 2001.

[14].  Gregorio Peces–Barba Martínez, Ética, Poder y Derecho, Fontamara, México, 1994; Eusebio Fernández, Estudios de Ética jurídica, Debate, Madrid, 1990.

[15].  Víctor Manuel Rojas Amandi, “La Filosofía del Derecho de Immanuel Kant” en Revista de la Facultad de Derecho de México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 54, Nº 242, 2004, pp. 165–198.

[16].  Cfr. Jacques Chevalier, “Descartes tal como fue” en Jacques Chevalier, Historia del Pensamiento. Tomo III. El Pensamiento Moderno de Descartes a Kant, Aguilar, Valencia, 1969, pp. 109–145.

[17].  “Los términos originarius, derivatus, aplicados por Kant a la intuición, fueron tomados por él de la lengua del derecho, lo mismo que tomó de los jurisconsultos […] la distinción de la cuestión de derecho (quid juris) y de la cuestión de hecho (quid facti), y el término ‘deducción’, por el cual designa
la primera, la que debe demostrar el derecho o la legitimidad de la tesis, y de la que se sirve Kant, en la ‘deducción’ trascendental de las categorías, para explicar cómo los conceptos a priori pueden referirse a objetos. De  manera análoga […] el intuitus originarius es el que no supone nada antes que él y el que crea su objeto, lo mismo que la ‘acquisitio originaria’ no supone ningún ‘ser jurídico’ y hace que ‘alguna cosa sea mía’, es decir, crea un derecho, en tanto que el intuitus derivatus supone antes que él un objeto del que procede, de la misma manera que la ‘acquisitio derivata’ procede de lo que ‘otro ha hecho ya suyo’, es decir, supone un derecho anterior preexistente. Así, en su caso, el objeto es dado por el espíritu, que lo crea enteramente —lo que no podría convenir más que a Dios—, en el otro, el objeto es dado al espíritu, que lo recibe y se siente afectado por él —por los sentidos, dirá Kant—, cual es el caso de un ser finito como es el hombre”. Jacques Chevalier, Historia del Pensamiento…, p. 559. Las cursivas se encuentran en el original.

[18].  Xavier Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Editorial Nacional, Madrid, 1981, p. 369.

[19].  Immanuel Kant, Fundamentación…, p. 61.

[20].  Ibidem, p. 63.

[21].  Claus Roxin, Günther Jakobs, Bernd Schünemann et al., Sobre el estado de la teoría del delito, Civitas, Madrid, 2000, p. 113.

[22].  Nicolás Santiago Cordini, “La teoría de la imputación en Hruschka y sus implicancias en la teoría del delito” en Papeles del Centro de Investigaciones, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina, año 2, No. 11, 2013, pp. 1–29.

[23].  Günther Jakobs, “La omisión: estado de la cuestión” en Claus Roxin, Günther Jakobs, Bernd Schünemann et al., Sobre el estado…, pp. 129–154, p. 146. Las comillas aplicadas al término “liberalidad” son mías. Ello con el propósito de facilitar la lectura de un concepto que Jakobs emplea de forma ordinaria, pero que significa una condición social necesaria para hacer proclive una teoría
de la imputación penal de las conductas: suponemos que somos libres y responsables de antemano.

[24].  Cfr. Rüdiger Safranski, El mal o El drama de la libertad, Tusquets, México, 2016, p. 168.

[25].  Idem.

[26].  Max Horkheimer, Sociedad, razón y libertad, Trotta, Madrid, 2005.

[27].  Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem. A report on the banality of evil, The Viking Press, Nueva York, 1964.

[28].  Idem.

[29].  Eric Fromm, Las cadenas de la ilusión, Paidós, México, 2016.

[30].  El concepto “mundo–de–la–vida” lo he tomado de la obra clásica La construcción social de la realidad de Peter Berger y Thomas Luckmann, quienes se apoyan en Alfred Schütz y la importancia que éste otorga tanto al sentido común de las personas en la construcción de su vida cotidiana como a la vinculación de la cotidianidad con las maquinarias simbólicas que dan horizonte a comunidades, instituciones, sociedades y civilizaciones. Ver Peter Berger y Thomas Luckmann, The Social Construction of Reality. A Treatise in the Sociology of Knowledge, Penguin Books, Londres, 1991.

[31].  Günther Jakobs, “La omisión…”, p. 145.

[32].  Hans Kelsen, Teoría General del Estado, Universidad Nacional Autónoma de México/Ediciones Coyoacán, México, 2004, p. 80.

[33].  A lo largo de su obra Facticidad y Validez, y particularmente en su capítulo denominado “Derecho y Moral (Tanner lectures, 1986)”, Habermas sostiene que los fundamentos morales de los sistemas jurídicos generalmente los encontramos en las normas primarias que moderan comportamientos humanos concretos. Pero aquellas conductas derivadas de las primarias, que se desenvuelven en instituciones, comunidades, ámbitos culturales y regímenes políticos no pueden ser reguladas con la misma concreción y exhaustividad respecto de las conductas primarias. El derecho, así, encauza conductas, procesos e instituciones desde el principio de marginalidad (por su distancia normativa respecto de los asientos morales básicos), pero lo hace empleando la axiología como método para resolver conforme a los fundamentos éticos de los sistemas jurídicos vigentes. Cfr. Jürgen Habermas, Facticidad y Validez, Trotta, Madrid, 1998, pp. 535–587.

[34].  Günther Jakobs, “La omisión…”, p. 145.

[35].  Michel Foucault, Hay que defender la sociedad, Akal, Madrid, 2003, p. 55.

[36].  Erich Fromm, “Conciencia y Sociedad Industrial” en Erich Fromm, Irving Horowitz, André Gorz et al., La sociedad industrial contemporánea, Siglo XXI, México, 1980, p. 13.

[37].  Cfr. Eric Fromm, “El individuo enfermo y la sociedad enferma” en Eric Fromm, Las cadenas de la ilusión, pp. 69–98.

[38].  Ibidem, p. 86. Eric Fromm cita a Robespierre.

[39].  Giovanni Papini, “El Ocaso de los Filósofos”, pp. 1070–1075.

[40].  Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 1944, p. 28.

[41].  Zygmunt Bauman hace aquí una reflexión que conecta con la ética posmoderna. En la ética religiosa medieval no hay una responsabilidad porque el nacimiento y la salvación tienen asiento en actos sobrenaturales, atribuidos a Dios. Cfr. Zygmunt Bauman, Postmodern ethics, Blackwell, Reino Unido/Estados Unidos, 1993, p. 77.

[42].  Ernst Cassirer, Antropología filosófica, Fondo de Cultura Económica, México, 1974, p. 25. Cassirer conduce estas ideas enclavadas desde el estoicismo helénico hasta la Edad Media. Ese orden eterno también está oculto a la evidencia. Cito: “El Dios de que nos habla es un Deus absconditus, un Dios oculto; por eso, tampoco su imagen, el hombre, puede ser otra cosa que misterio. El hombre es también un homo absconditus (ibidem, p. 31).

[43].  “Por otra parte el llamado agustinismo político producirá el mismo efecto al negar la autonomía del individuo en el uso de su razón y en la búsqueda de la verdad. La luz del ser humano no será propia, sino solo derivada de la luz de Dios. Sin ella no cabe nada, ni tampoco la dignidad. La modernidad producirá como reacción el proceso de liberación de esas ataduras, como humanización y racionalización, que tendrán como objeto principal la devolución de la autonomía de la dignidad humana”. Gregorio Peces–Barba Martínez, Curso general de derechos fundamentales. Teoría general, Dikinson, Madrid, 1998, p. 82.

[44].  De acuerdo con Pedro Chacón Fuentes (“Razón e ilusión trascendental en Kant: Miseria y grandeza de la finitud humana” en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, vol. II, 1981, pp. 159–170), Kant se refiere a la ilusión trascendental en la dialéctica trascendental,  particularmente cuando “se suprime el saber, para dar sitio a la fe”, porque la metafísica desea alcanzar principios supremos que no son comprobados en la experiencia (ideas trascendentales: alma, Dios, mundo). Por su parte, Jacques Chevalier aborda el punto de las ilusiones trascendentales relacionadas con la ética a partir de la tercera antinomia de la razón pura, que reza: a) la causalidad natural no es la única de la que pueden derivar los fenómenos del mundo; es necesario admitir también, para explicarlos, una causalidad libre, y b) no hay libertad, y todo en el mundo sucede únicamente según las leyes naturales. Añade: “La clave de ello se encuentra en el idealismo trascendental que nos enseña que los objetos de la experiencia, tanto interna como externa, únicos accesibles a nuestra facultad de intuición sensible, no nos son nunca dados en sí, sino solamente en la experiencia y que no tienen existencia alguna fuera de ella. Desde este momento, es evidente que la razón comete un abuso cuando pretende culminar la síntesis de las condiciones en un objeto trascendental fuera del espacio y del tiempo […]. La libertad es, en ese sentido, una idea trascendental pura, en la que nada fue tomado de la experiencia” (Jacques Chevalier, Historia del Pensamiento…, pp. 566 y 568). Luego cita directamente de la “Dialéctica trascendental” lo siguiente: “Yo no podría pues, admitir a Dios, la libertad y la inmortalidad según la necesidad que tiene de ello mi razón en su uso práctico necesario, sin rechazar al mismo tiempo las pretensiones de la razón pura a puntos de vista trascendentales, porque para alcanzar estos puntos de vista, le es preciso servirse de principios que no se extienden en la realidad más que a objetos de la experiencia posible y que si se los aplica a una cosa que no puede ser objeto de una experiencia, la transforman realmente y siempre en fenómeno, y declaran así imposible toda extensión práctica de la razón pura. He tenido, pues, que suprimir el saber para sustituirlo por la creencia” (ibidem, p. 571).

[45].  Josetxo Beriain, Estado de Bienestar. Planificación e Ideología, Editorial Popular, Madrid, 1990.

[46].  Cassirer apunta sobre Comte: “Si designamos este sujeto con el término ‘humanidad’ tendremos que afirmar entonces que no es la humanidad la que debe ser explicada por el hombre sino el hombre por la humanidad”. Ernst Cassirer, Antropología filosófica, p. 102.

[47].  Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 2000.

[48].  El planteamiento inicial que tomamos de Cassirer en su obra Antropología filosófica adquiere concreción en su libro El mito del Estado. A Gobineau y Rosemberg los encontramos en el capítulo xvi, “Del culto a los héroes al culto a la raza” (pp. 264–292); a Carlyle, en el capítulo xv, “Las lecciones de Carlyle sobre el culto al héroe” (pp. 222–262), y a Comte, en el capítulo xxviii, “La Técnica de los mitos políticos modernos” (pp. 327–351). Cfr. Ernst Cassirer, El mito del Estado, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.

[49].  Ésta es una de las principales tesis y aportaciones de Gregorio Peces–Barba Martínez en Ética, Poder y Derecho y en Gregorio Peces–Barba Martínez, “Los Deberes Fundamentales” en Doxa, Universidad de Alicante, Alicante, Nº 4, noviembre de 1987, pp. 329–341.

[50].  Rodolfo Vázquez, Teorías contemporáneas de la justicia…, p. 17.

[51].  Immanuel Kant, Fundamentación…, p. 13.

[52].  Félix Ovejero, La libertad inhóspita: modelos humanos y democracia, Paidós, Barcelona, 2002.

[53].  Ibidem, p. 63.

[54].  Javier Ballesteros Ybarra, Venga a nosotros tu Reino. Comentarios sobre la segunda petición del Padrenuestro, México, 2021. En https://editor.reedsy.com/book/262255/r/YCltoF6WZTa57Hc1/copyright

[55].  “Comunidades enteras aguardaban la parusía como un acontecimiento próximo, que regeneraría el universo y transformaría radicalmente sus propias existencias. Tal es el caso de las hermandades judeocristianas de Siria y Palestina, como los ebionitas (del hebreo ebion, pobre), que si bien negaban la naturaleza divina de Jesús, creían en su resurrección e inminente retorno. La Didaché, un compendio de enseñanzas litúrgicas y morales, compuesto hacia el año 110, para el buen gobierno de una de estas comunidades judeocristianas sirias, concluye con una exhortación final a la perseverancia, en la que se refleja la actitud expectante del grupo ante la venida del Señor”. Pablo Fuentes Hinojo, “La Caída de Roma: Imaginación apocalíptica e ideologías de poder en la tradición cristiana antigua (siglos ii al v)” en Studia Histórica: Historia Antigua, Universidad de Salamanca, Salamanca, Nº 27, 2009, pp. 73–102, p. 79.

[56].  Hans Küng, Ser cristiano, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1977, pp. 712–713.

[57].  Después de la muerte de la autora, Albert Camus ayudó a compilar y publicar esta obra en su calidad de editor de la colección Espoir de Gallimard. Pero Camus quedó particularmente fascinado por la vida de esa mujer, sus escritos, anotaciones y composiciones filosóficas que realizó mientras era portavoz de los desempleados en la Confederación General del Trabajo (cgt); cuando escribía artículos en las revistas La Révolution prolétarienne, L’École émancipée y Libres propos; mientras trabajaba como obrera en las fábricas de Alsthom, de J. J. Carnaud et Forges y en la Renault para conocer más a fondo la condición obrera; cuando viajaba a España durante la guerra civil con el fin de unirse al campo anarquista; mientras laboraba como obrera agrícola en Saint–Marcel–d’Ardèche, y cuando se inscribió como enfermera de primera línea de la resistencia en la guerra contra la invasión nazi.

[58].  Simone Weil, Echar raíces, Trotta, Madrid, 1996.

[59].  Un buen texto de introducción y exposición de Jonas lo encontramos en José Eduardo de Siqueira, “El principio de responsabilidad en Hans Jonas” en Acta Bioethica, Universidad de Chile, Santiago de Chile, vol. vii, Nº 2, 2001, pp. 277–285. La presente cita se localiza dentro de este mismo texto, p. 279.

[60].  Véase Hans Jonas, The Imperative of Responsibility: In Search of Ethics of the Technological Age, University of Chicago Press, Chicago, 1979.

[61].  “De lo que la técnica produce no sólo son característicos el equipo técnico, los aparatos, la maquinaria, los medios de intervención en el mundo, sino también los objetos del poder; es decir, aquello a lo que el poder se puede extender o aquello que el poder puede producir: esto ha añadido a la acción humana provincias enteramente nuevas, que antes ni siquiera en el círculo del poder humano y en gran parte ni siquiera dentro del círculo de los deseos humanos”. Hans Jonas, Técnica, medicina, ética. Sobre la práctica del principio de responsabilidad, Paidós, Barcelona, 1997, p. 176. Véase también Gerardo Ballesteros de León, Rendición de Cuentas y Derechos Humanos, Esbozo de un modelo teórico, tesis de Doctorado en Estudios Avanzados en Derechos Humanos, Instituto Bartolomé de las Casas/Universidad Carlos III de Madrid, Madrid, 2014.

[62].  Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, Ceguera moral, Paidós, Barcelona, 2015, p. 53.

[63].  Gert Biesta y Geert–Jan Stams, “Towards Postmodern Theory of Moral Education. Part ii: Mapping the Terrain (Zigmunt Bauman’s Postmodern Ethics)” en eric – Institute of Education Sciences, pp. 2–33. 01/iv/2001, en https://files.eric.ed.gov/fulltext/ED453133.pdf  Consultado 30/v/2021.

[64].  Erich Fromm, Las cadenas de la ilusión.

[65].  “La función esencial del Derecho es el deber jurídico. Sea cualquiera el concepto que se tenga de la facultad, lo cierto es que la facultad de uno presupone el deber de otro. La protección de mi interés consiste en que hay alguien que está jurídicamente obligado a aquella conducta en la cual yo tengo interés […]. El derecho de uno no es sino la consecuencia del deber de otro”. Hans Kelsen, Teoría General del Estado, pp. 78–79.

La tercera Crítica y la nueva escuela francesa

Leopoldo Tillería Aqueveque[*]

 

Recepción: 22 de febrero de 2021
Aprobación: 17 de marzo de 2021

 

Resumen. Tillería Aqueveque, Leopoldo Edgardo. La tercera Crítica y la nueva escuela francesa. Propongo el término “nueva escuela francesa” para aglutinar algunas recepciones contemporáneas centradas en la arquitectónica de la tercera Crítica. Los comentarios de los filósofos galos Alexis Philonenko, Baldine Saint Girons y Frank Pierobon —representantes de dicha nueva escuela— ponen en liza el verdadero conflicto en la última Crítica entre fenomenología y epistemología, o, si se prefiere, experiencia emocional y trascendentalidad. La bipolarización del filósofo prusiano entre juicios sintéticos y juicios analíticos muestra entonces la paradoja de una filosofía trascendental flanqueada, por un lado, por una arquitectónica de la ciencia, y, por el otro, por una arquitectónica de la razón. Este último flanco, según la crítica francófona, sería precisamente la arquitectónica de la Crítica del juicio.

Palabras clave: epistemología, fenomenología, Kant, posestructuralismo, tercera Crítica.

 

Abstract. Tillería Aqueveque, Leopoldo Edgardo. The Third Critique and the New French School. I coin the term “New French School” to bring together different contemporary receptions that revolve around the architecture of the third Critique. The comments made by the French philosophers Alexis Philonenko, Baldine Saint Girons and Frank Pierobon—representatives of this new school—lay bare the real conflict in the last Critique between phenomenology and epistemology, or, if you will, between emotional experience and transcendentality. The bipolarization of the Prussian philosopher between synthetic judgments and analytical judgments thus shows the paradox of a transcendental philosophy flanked on the one side by an architecture of science and on the other by an architecture of reason. This latter flank, according to the francophone critique, would be precisely the architecture of the Critique of Judgment.

Key words: epistemology, phenomenology, Kant, post–structuralism, third Critique.

 

 

Introducción

 A pesar de la hegemonía de la crítica alemana, la relación de Kant con el pensamiento francés ha bregado por imponerse en el escenario filosófico. Haciendo un deliberado reduccionismo, podría decirse que en la interpretación del filósofo de Königsberg se ha jugado una segunda guerra franco–prusiana en la que, aparentemente, han sacado ventaja los teutones; no sólo porque el interpretado es parte —no voluntaria— de uno de los bandos, sino porque, y sobre todo, los “locales” han contado en sus filas con comentaristas, muchos de ellos neokantianos, de nivel portentoso. Sólo algunos de ellos son los siguientes: Hermann Cohen, Heinrich Rickert, Stephan Körner, Hans–Georg Gadamer, Theodor Adorno e, incluso, el mismo Martin Heidegger y, ¡cómo no!, Hannah Arendt, por no hablar de filósofos más contemporáneos como Reinhard Brandt, Dieter Lohmar y Christel Fricke.

Pero el asunto que me interesa tratar en este trabajo no es la conexión alemana de Kant. Lo que quiero desarrollar, aunque de modo preliminar, es la relación entre Kant y Francia, a propósito de la nutrida e influyente crítica hecha por algunos autores franceses en torno al dictum kantiano, especialmente durante las últimas décadas. Ahora, pensado desde la propia bitácora de Kant, es sabida la simpatía del filósofo prusiano por la Revolución francesa; pero primordialmente por los principios que ésta encarnaba, a tal punto que no son pocos quienes han visto en el alemán la imagen de un consumado revolucionario.

Sobre esta conexión de los fundamentos racionales de la filosofía práctica y política de Kant es posible constatar en Francia, a finales de la década de los sesenta del siglo XX, la irrupción de una teoría posestructuralista que aglutinaba por igual desarrollos filosóficos, literarios, psiquiátricos y semióticos. A tal amalgama de posiciones teóricas yo la llamaría, un poco abusivamente, “escuela posestructuralista francesa”. Aunque sus representantes son archiconocidos, y puesto que acabo de enumerar a varios pensadores germanos, quisiera nombrar algunos posestructuralistas franceses que han centrado sus trabajos —muchos de los cuales yo calificaría de esenciales— en el kantismo: Jean–François Lyotard, Gilles Deleuze, Jean Baudrillard, Jacques Derrida, Georges Bataille, Roland Barthes, Jacques Lacan, Julia Kristeva, Michelle Foucault y Pierre Klossowski. Todo esto con la salvedad de que estos diez autores —y seguramente varios más— no podrían encajar en una misma línea filosófica, ni francesa, ni posestructuralista, ni, menos aún, kantiana. Lo que intentaré en el presente artículo será poner en juego —como ya anunciaba el título— la idea de lo que denominaré arriesgadamente “nueva escuela francesa”, término que muestra con cierta claridad que es posible reunir en un mismo grupo algunos pensadores francófonos que han desarrollado, aunque por líneas paralelas, una renovada recepción de la filosofía de Kant, en especial de la tercera Crítica. Al respecto, si hubiera que reconocer un hilván común a la crítica neo–francesa, éste sería precisamente su interés en una cierta arquitectónica de la Crítica del juicio (en lo sucesivo, CJ). Esta idea no es nueva y ya fue elaborada por pensadores de la talla de Daniel Dumouchel, para quien la última Crítica abre el camino a una interpretación romántica e idealista de la estética filosófica de Kant y proporciona el material para el fundamento metafísico de las filosofías del arte posteriores, en la medida que reaviva la analogía entre belleza y finalidad natural.[1]

Primero, comentaré brevemente la escuela posestructuralista francesa. Segundo, discutiré la recepción de Kant en la nueva escuela francesa, personificada —con un sesgo imposible de soslayar— en los filósofos Alexis Philonenko, Baldine Saint Girons y Frank Pierobon. Por último, intentaré corroborar mi intuición de que su crítica a la filosofía de Kant se centra, con todos los matices del caso, en la arquitectónica de la CJ.

 

La crítica posestructuralista francesa

Sin tener en cuenta las ideas de los posestructuralistas franceses, costaría entender cómo esta nueva escuela francesa ha comprendido a Kant. Tales ideas podrían formar por sí mismas una doctrina sobre el filósofo prusiano. Abordaré dos interpretaciones que creo fundamentales sobre la filosofía de Kant en general y la CJ en particular. Se trata de las recepciones de Deleuze y Derrida, quienes, desde posiciones posestructuralistas distintas, cambiaron definitivamente la manera de ver la tercera Crítica.

En la comprensión de Deleuze, y como señala la filósofa lituana JūratėBaranova, la tercera Crítica parece ser la más importante de las tres, ya que considera la capacidad de armonizar el fundamento de las dos primeras, que se completarían sólo en la última. En todo caso, lo fundamental en la crítica deleuziana sería la noción de fuerzas en juego en la convivencia armónica entre imaginación y entendimiento.[2] Más aún, Deleuze entenderá el sistema de Kant a partir de la idea de una crítica inmanente, es decir, el método trascendental no sería sino la fórmula que el filósofo germano ha ideado para que la razón se erija como el único juez de sus propios intereses. Para tal propósito, piensa el autor francés, Kant propondrá una arquitectónica interna de la razón compuesta por capacidades del espíritu que ponen nuestras representaciones en una relación diferenciada con objetos y con el propio sujeto, según sea el caso. En otras palabras, lo que hace la CJ es revelar la facultad de sentir en su forma superior como ultra–objetiva, en el sentido de que, a diferencia de las facultades superiores expuestas en las dos primeras Críticas, esa facultad “[…] no tiene dominio (ni fenómenos, ni cosas en sí); tampoco expresa las condiciones a las que ha de someterse un género de objetos, sino únicamente las condiciones subjetivas para el ejercicio de las facultades”.[3]

Sobre la relación de Derrida con la CJ, es cierto que el filósofo argelino aborda en varios de sus textos los desarrollos de la última Crítica, pero es en La verdad en pintura donde somete al Kant estético a una inmisericorde deconstrucción. No me extenderé en este extraño concepto de Derrida; aunque sí creo necesario, al menos, definirlo. La deconstrucción, en palabras de su propio autor, es un “anacronismo en sincronismo”, lo que lleva a Mark Dooley y a Liam Kavanagh a sugerir que aquélla es el intento de sintonización de su lectura con los demás vínculos desarticulados, trátese de un texto filosófico o de una institución política o cultural.[4] Si el propósito (mesiánico o no) de Derrida era la deconstrucción de la metafísica, con mayor razón la de la tercera Crítica, el buque insigne del filósofo de Königsberg. En La verdad en pintura, Derrida desarrolla virtualmente una teoría propia de la CJ, centrada en la figura del “parergon”, un concepto apenas nombrado por Kant en su teoría de lo bello. A partir de un tratamiento híper–fraccionado de la CJ, el propio texto de Derrida se convierte en un experimento deconstructivo en el que marco y fondo parecen indiscernibles e indescifrables.

Ahora bien, hay una sugerente relación que el francés propone en torno a la noción de “lo excluido” que habría entre las ideas de lo bello y lo sublime. Se trata de que en la CJ lo realmente decisivo, es decir, lo que tiene que ver cardinalmente con la filosofía pura de Kant, es la cuestión de lo que se excluye, de lo que se niega en la experiencia de lo bello y lo sublime. Lo de veras importante es la contra–finalidad, que se anuncia, por un lado, en el sin del corte puro de la belleza libre, y, por el otro, como “razón de lo colosal” en la naturaleza bruta de lo sublime.[5] Sin embargo, persiste en la crítica de Derrida el problema de la conexión entre el antropo–teologismo y el analogismo. Hubiera sido tal vez esperable una deconstrucción todavía más radical de un proyecto como el de Kant, en especial de la tercera Crítica; empero, eso no ocurre. Hay —es innegable— una deconstrucción de la crítica como método, pero no una destrucción, por así decirlo, más ontológica o política. No sabemos exactamente por qué; pero parecería adquirir aquí pleno sentido la pregunta que ha dejado pendiente Aggie Hirst sobre la cuestión de las dimensiones eurocéntricas y colonizadoras del pensamiento deconstructivo en sí mismo.[6]

 

Una arquitectónica de campos noemáticos

La crítica posestructuralista francesa abre por sí misma y radicalmente una escisión en el macizo teórico kantiano. Si en Pierobon, más tarde, se tratará de un despertar a la doxa kantiana de su propio “sueño dogmático” para adentrarse en las posibilidades de la paradoxa, el mérito de la crítica de Deleuze a Kant se halla precisamente en determinar que el límite —en primer lugar, ontológico— ya no es del orden de una frontera infranqueable, sino que aquello que aparentaba ser permanente se desengancha en una variación continua, torciéndose más allá de sí mismo.[7] Los desarrollos de la nueva escuela francesa sobrepasan —en una virtual conspiración fenomenológica— los embates posestructuralistas contra la filosofía kantiana centrados en el conflicto entre ser y pensamiento. Ahora, si en Deleuze lo fundamental era establecer que la intuición del ser no es la de las esencias ni la del sentido, sino la de una diferencia intensiva,[8] en Philonenko, en cambio, consistirá en sugerir que el objeto de la filosofía de Kant es la unidad de una multiplicidad; unidad que se encuentra en las funciones a priori unificadoras y objetivantes de la razón[9] (o, en Saint Girons, en reconocer cierta sublimidad en el sacrificio del genio ante la inminente disolución del sujeto). Del mismo modo, toda la crítica estética —¿y filosófica?— de Derrida a Kant queda reducida a una sola palabra: “parergon”. En este concepto no cabe ver sino un infinito punto de fuga en dirección, por así decirlo, de una inevitable post–crítica que prefigura, con todos los matices del caso, los trabajos de la nueva escuela francesa.

A guisa de este más que casual guiño al posestructuralismo francés, Philonenko corrobora en su crítica a Kant —bastante extensa en el ámbito de la filosofía de la historia— la idea de una filosofía trascendental. El centro de su comentario a la CJ será justamente una arquitectónica formada por dos campos noemáticos generales. La última Crítica estableció estos dos campos, que se insertan entre el de la persona y el del fenómeno en general, a fin, por un lado, de establecer una clasificación en relación con el fenómeno de lo viviente, y, por el otro, de completar la unidad de la filosofía trascendental.[10] En razón de estos dos campos generales —el del sujeto y el de la naturaleza—, Philonenko designa los cuatro subcampos que completarán el sistema de la cj: el de lo bello y el de lo sublime (en la Crítica de la facultad de juzgar estética), el de una teoría de la organización y el de una teoría de la vida (en la Crítica de la facultad de juzgar teleológica).

Así, la crítica teleológica —que para Philonenko determinará, desde luego, una estética teleológica— es puesta por Kant a continuación
de la crítica estética, en el cenit de la tercera Crítica, cerrando la presentación de su filosofía. Esto se comprende en razón de que Kant quiso atenerse a una fenomenología de la naturaleza que utilizase como análogo el proyecto del arte humano. Sin embargo, “[…] es así como la Crítica de la facultad de juzgar estética precedió a la Analítica de la facultad de juzgar teleológica, la cual fue rechazada, para su gran desgracia, a un segundo lugar, como si fuera una simple extensión de los desarrollos presentados en la Crítica de la razón pura”.[11]

Es decir, la intención original de Kant al compendiar la CJ en dos críticas distintas (la estética y la teleológica, y cada una de ellas, además, en una analítica y una dialéctica) no fue sólo establecer un sistema de racionalidad absoluta, sino además desarrollar una arquitectónica a partir de una perspectiva distinta, organizando campos noemáticos en sentido estricto, a modo de campos de inteligibilidad.[12] Basado en esta conjetura, Philonenko cree que, efectivamente, la CJ puede entenderse dividida en dos partes; aunque éstas serían, en esta perspectiva de inteligibilidad y no sistematicidad, esferas que duplicarían la profundidad de la arquitectónica. Por un lado, se halla la arquitectónica de la reflexión trascendental, que conecta los campos noemáticos, y, por el otro, la arquitectónica interna del conocimiento, a través de la cual el mundo se revela como inteligible en sus dimensiones estética y teleológica. El mismo autor enfatizará que esta arquitectónica permite a Kant que cada campo noemático pueda, en teoría, tener su especificidad limpia e inconfundible. En cualquier caso, lo esencial es que Kant tuvo especial cuidado en no caer en una subjetivación radical ni del fenómeno estético ni del teleológico.

No obstante, concediendo la posibilidad del argumento fenomenológico, persiste en la crítica de Philonenko una suerte de escepticismo metodológico, cuestión que también parece definir los “hechos” atribuibles a los campos noemáticos en juego. Esta duda doctrinaria tiene que ver no con la “pureza” de los campos noemáticos que forman la CJ, sino con la arquitectónica “mayor” del sistema kantiano: con la relación noemática de la propia cj con las dos primeras Críticas. La duda de Philonenko se relaciona con la célebre carta de Kant a Reinhold a finales de 1787. El problema con esto es que Kant no da una visión clara de cómo se alinea la arquitectónica de las tres Críticas con las facultades del alma que presenta: ¿cómo la “inminente” crítica del gusto da pie finalmente a una Crítica de la facultad de juzgar? Aunque hay otro problema —que para Philonenko pone una cuña en la propia, no diría justificación, pero sí argumentación noemática desarrollada por Kant en la CJ—: el filósofo de Königsberg no ha logrado presentar todos los campos noemáticos con la obligada translucidez fenomenológica esperable para el caso. Tal asunto apuntaría en esencia a la inteligibilidad pura de la tercera Crítica, que muestra su mayor debilidad arquitectónica en la Crítica de la facultad de juzgar estética, tesis de largo tiempo y discutida por varios comentaristas de Kant (William Desmond, Andrew Bowie, George Dickie, Antonio Rosmini).[13] Esta falencia, en todo caso, no se refiere a una falla conceptual en la argumentación ni a una relación espuria entre las facultades. Esta falta de translucidez, afirma Philonenko, tiene que ver con que una arquitectónica sólo puede apropiarse del campo noemático en la medida en que éste se encuentra inscrito en una historia natural. Es decir, hecho (fenómeno) e inteligibilidad (filosofía pura) deben estar fundados coordinadamente en una explicación histórica del contenido noemático; cuestión que colocaría a Philonenko al límite de una hermenéutica de corte schleiermacheriano.

Kant concibió por anticipado que en el fondo de las cosas había ya una arquitectónica (¿la de la inaccesible cosa en sí?) y que, por eso, la propia filosofía tenía que ser arquitectónica. De ahí que, para Philonenko, la cj se convierte en la búsqueda de un acuerdo entre la sustancia de las cosas y la forma del sistema de la razón pura.

 

“Crítica de la fuerza crítica”

La filósofa francesa Baldine Saint Girons centra sus trabajos sobre Kant en la pregunta por el abismo existente entre lo bello y lo sublime. De hecho, buena parte de su exégesis sobre la tercera Crítica tiene que ver con una suerte de confrontación doctrinaria a la que somete a Kant sobre lo sublime. Sin embargo, el fondo de su investigación apunta a la diferencia de sentido entre la cj y las dos Críticas anteriores. En efecto, mientras que las dos primeras Críticas hacen posible la constitución de los Primeros principios metafísicos de una ciencia de la naturaleza y de los Primeros principios metafísicos de la doctrina de la virtud, la cj no se refiere a ningún uso determinado de la razón, sino a una fuerza o entelequia que preside todo juicio y no cesa de “decidir” sin determinar: “Es ante todo una lucha entre la fuerza y el derecho, y no sería una aberración traducir Kritik der Urteilsckraft por ‘crítica de la fuerza crítica’”.[14]

Si seguimos de cerca esta tesis, caemos en cuenta de que esta fuerza misteriosa parece redistribuir el papel de lo sublime no sólo en la crítica estética, sino en todo el texto de la cj. De manera que, si bien la tercera Crítica no tematiza ningún uso determinado de la razón, sí reserva a lo sublime un papel decisivo en la organización del mundo estético: “[…] lo sublime kantiano es una doble empresa agridulce del sujeto que termina en una celebración del principio último de la humanidad, es decir, la razón”.[15] ¿Y si se tratara de algo más? O, mejor dicho, ¿si aquello sublime ya hubiera sido anticipado en la propia analítica de lo bello?

Saint Girons desgarra la aparente formalidad de lo bello y lo pone de frente a un conjunto de decisiones que Kant ha tomado en la Crítica de la facultad de juzgar estética. El principio que el alemán deduce en esta especie de interregno sería en realidad uno que no es estético, sino metaestético, movimiento que se vio forzado a realizar en el §42, justamente para no negar a priori el acceso de la belleza al mundo del arte. De igual modo, en la formulación de la teoría del genio, lo bello ha requerido un cierto sacrificio (¿lo subrepticio de su aparición se condice con la deducción trascendental de lo bello?) para satisfacer el argumento de que toda verdadera estética dependería de una metaestética.

Mas esta “negación” de lo sublime en lo bello tiene un correlato en la propia reabsorción de la analítica de lo sublime. En efecto, la evocación de lo monstruoso, de lo informe, de lo deforme, de lo salvaje debe quedar alejada de toda noción de placer puro. Sólo debe tratarse de estremecimiento y conmoción. El aporte hermenéutico de Saint Girons radica en que restituye el valor estético a la sensibilidad, a pesar de que, algunos pasajes antes, Kant ya la había excluido de la esfera de lo bello por la vía del derecho: “Sólo que, en lugar de elevar lo negativo a lo positivo para encontrar el placer dentro del propio movimiento de sublimación, Kant pone lo positivo sólo del lado de la razón”.[16] Sin embargo, la concesión no puede ser completa, y la sensibilidad, incluso la negativa, pronto se reintroduce en una nueva forma mediante fórmulas que muestran una gran finura dinámica, asegurando que lo auténtico sublime no puede estar contenido en ninguna forma sensible y que se refiera únicamente a las ideas de la razón: “Kant insiste, no obstante, en el hecho de que las ideas son ‘recordadas y reavivadas por esta misma insuficiencia’. Sólo que esta sensibilidad negativa ya no se llama ‘gusto’”.[17]

De modo que, en primer lugar, cuanto hay en esta interpretación es la idea de lo sublime como fruto de una deliberada metamorfosis a partir de su exclusión de toda deducción (al menos de naturaleza estética), y, en segundo lugar, las “afecciones” que provoca (horror, terror, pavor, etcétera) dejan de tener el estatus de placer sensible y convierten lo sublime en un simple sentimiento relativo de desagrado que se asocia a la conmoción, al agobio de los sentidos y al respeto. Con un solo y mismo movimiento, Kant reduce el objeto a un simple pretexto, desensualiza el sentimiento de placer/displacer y se niega a ceder al sujeto movido fuera de sí mismo un estatus específico que lo distinga de la apercepción trascendental: “¿No habría que reconocer que es un a priori de la experiencia emocional que es al mismo tiempo una disolución del sujeto y una forma de destitución del objeto perceptivo?”[18] A estas alturas no debería sorprendernos la conjetura de Saint Girons: la pieza inconclusa, no sólo de la estética sino de toda la filosofía de Kant, es el enfoque trascendental del afecto, la emoción, el sentimiento, la pasión; o sea, lo sublime. Sin embargo, este estatus originario “en última instancia, también se desvanece” y sólo parece resurgir con la teoría del genio en el §46.

La tesis de nuestra filósofa, que consiste en desplazar el centro de la CJ
a la esfera de lo sublime, nos recuerda la misteriosa frase de Kant de que la Crítica de la facultad de juzgar estética es la propedéutica de toda filosofía. ¿Es acaso la analítica de lo sublime esta enigmática propedéutica?

 

¿Una arquitectónica de la razón?

Desde una cuerda estrictamente fenomenológica, Frank Pierobon comprenderá la arquitectónica de Kant como la relación reflexiva de la mente con su objetividad formal, de cara al problema de la distinción entre una filosofía objetiva y una filosofía subjetiva.[19] En cierto modo, podría decirse que la Crítica de la razón pura “agota” el modelo de una arquitectónica euclidiano–newtoniana y requiere de una nueva Vorzeichung en dirección, precisamente —según la famosa carta a Reinhold—, a una CJ.

El análisis de Pierobon se centra en la Crítica de la razón pura, cuya arquitectónica se le muestra “manifiesta y poderosamente sistemática”. La primera Crítica expone de pronto un trazo real de fuerza (la tabla de categorías) que desde entonces se encuentra en todas partes de la obra crítica “sin que Kant explique efectivamente su origen”. Este dispositivo de organización de las posibilidades del Juicio permitirá que Marc Richir equipare la arquitectónica de Kant con el Gestell heideggeriano. Tal arquitectónica adquirirá en la recepción de Richir un sentido bifrontal: mientras que, por un lado, la lógica del Gestell se cierra sobre sí misma, aprisionando al pensamiento en un anillo donde daría vueltas y vueltas indefinidamente, por otro lado, lo sublime se revela —inopinadamente— como el momento fundacional del fenómeno en su apariencia original. “La consecuencia es que el fenómeno siempre estaría perdido ya en su concepto, científico o empírico, y que la fenomenología, en estas condiciones, siempre se vería ya privada de su objeto, el fenómeno”.[20]

Pero las dudas persisten y parecería que la arquitectónica se transforma ella misma, a ojos del francés, en un meta–sistema que pierde así su carácter constructivista y crítico, y pasa a debatirse entre una exposición analítica y otra sintética. En su modo analítico, el método ofrece poco sostén al tipo de lectura analítica de la filosofía actual, que consiste en discutir lo que un autor ha expresado explícitamente y limitarse a ello. En su expresión sintética, en cambio, se muestra verdaderamente como método, sin descuidar el detalle de los textos, pero considerándolos en su conjunto como un sistema. Pero ¿implementa la CJ la misma arquitectónica de la Crítica de la razón pura, tensionada entre una búsqueda epistémica sintética y otra analítica? ¿O podría, rehabilitando el peso de la razón sobre el del entendimiento, tratarse de una arquitectónica propia de la CJ? Pierobon se inclina por esto último. La facultad de juzgar tiene la interminable tarea de verificar y restaurar la arquitectónica que la metafísica sistemática de la primera Crítica ha perdido en su afán de entrar en una representación: “A la inversa, toda representación que se somete al trabajo de la reflexión gana en coherencia, en ‘unidad’, como diría Kant, lo que pierde en visibilidad, es decir en ‘representabilidad’, si nos podemos permitir esta barbaridad”.[21]

De esta forma, la arquitectónica de la CJ recompondrá una relación trascendental con la naturaleza que la síntesis a priori había desechado hasta ahora: “Esta ‘gran diferencia’ en la manera de pensar estas relaciones no es otra que la que practicamos cuando distinguimos entre perspectivas epistemológicas y fenomenológicas”.[22]

El criticismo de Pierobon da justo en el talón de Aquiles de la crítica kantiana, en la paradoja que supone, por una parte, la intencionalidad epistemológica de Kant, traducida en la fundamentación sintética a priori de la ciencia, y centrada en la labor del entendimiento (no en el fenómeno dado, sino en el objeto construido ¡sin ontología!), y, por otra parte, la arquitectónica de la razón o segundo constructivismo. En otros términos: “[…] entre lo sublime como fenómeno originario en su infranqueable indeterminación y el Gestell como sistema último de determinaciones que permite perder totalmente lo vivo y lo viviente dentro del fenómeno”.[23] Lo que sí queda en evidencia es el escepticismo epistemológico con el que Pierobon mira el sistema crítico de Kant. Como observa el francés en lo que sería una crítica definitiva a las pretensiones epistémicas del filósofo de Königsberg, “La aporía en cuestión aquí es pasar subrepticiamente de un lado a otro, no siendo capaz de diferenciar en principio la donación y la producción, ni de impedir su implosión recíproca cuando se afirma que están vinculadas entre sí”.[24]

 

Conclusiones

Con el riesgo de que nuestra catalogación de una “nueva escuela francesa” pueda resultar forzada, quisiera defenderla argumentando que, si el leitmotiv de la “escuela posestructuralista francesa” fue el conflicto entre las facultades del sistema, el centro de esta nueva escuela es, casi con seguridad, su arquitectónica. La tercera Crítica aflora ella misma en un conflicto con su propia totalización, a tal punto que la versión de una arquitectónica en dúplex (por un lado, la de la reflexión trascendental, y, por el otro, la interna del conocimiento) no parece tan alejada de la tesis de una nueva arquitectónica fundada en lo sublime. Esta segunda Restauración halla su fundamento —en pleno corazón de la Crítica de la facultad de juzgar estética— en la idea de un sujeto emocional del que Kant parece haber huido tan rigurosa como silenciosamente. La mítica frase de que la Crítica de la facultad de juzgar estética constituye la propedéutica de toda filosofía sugiere, precisamente, un reconocimiento solapado de Kant del “bastardo” de la tercera Crítica. De igual manera, la bipolarización del alemán entre juicios sintéticos y juicios analíticos mostraría la paradoja de una filosofía trascendental flanqueada, por un lado, por una arquitectónica de la ciencia, y, por el otro, una arquitectónica de la razón. La misma paradoja —a propósito del juicio de Kant sobre la Revolución francesa— que presenta al filósofo de ojos azules como un tolerante ciudadano ante el terror de Robespierre.

 

Fuentes documentales

Ayas, Tugba, “Kant’s notions of the sublime and cosmopolitanism in the 21st century” en Filosofia Unisinos, Universidade do Vale do Rio dos Sinos, San Leopoldo, Brasil, vol. 14, Nº 2, 2013, pp. 113–127.

Baranova, Jūratė, “Kantas ir Deleuze’as: Kokia yra giliaus ia vaizduotės paslaptis?” en Problemos, Vilnius University, Vilnius, Lituania, vol. 84, 2013, pp. 153–169.

Bergen, Véronique, “Deleuze et la question de l’Ontologie” en Symposium: Canadian Journal of Continental Philosophy, Philosophy Documentation Center, Charlottesville, Virginia, vol. 10, N° 1, 2006, pp. 7–22.

Bowie, Andrew, Estética y subjetividad. La filosofía alemana de Kant a Nietzsche y la teoría estética actual, Visor, Madrid, 1999.

Deleuze, Gilles, La filosofía crítica de Kant, Cátedra, Madrid, 1997.

Derrida, Jacques, La verdad en pintura, Paidós, Buenos Aires, 2001.

Desmond, William, “Kant and the Terror of Genius: Between Enlightenment and Romanticism” en Parret, Herman (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 594–614.

Dickie, George, El siglo del gusto, Machado, Madrid, 2003.

Dooley, Mark y Kavanagh, Liam, The Philosophy of Derrida, Routledge, Stocksfield, Reino Unido, 2007.

Dumouchel, Daniel, “Genèse de la Troisième Critique: le rôle de l’esthétique dans l’achèvement du système critique” en Parret, Herman (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 18–40.

González, Agustín, “El criticismo kantiano” en Thémata. Revista de Filosofía, Universidad de Sevilla, Sevilla, N° 34, 2005, pp. 69–86.

Hirst, Aggie, “Derrida and Political Resistance: The Radical Potential of Deconstruction” en Globalizations, Taylor & Francis, Abingdon, Reino Unido, vol. 12, Nº 1, 2015, pp. 6–24.

Kant, Immanuel, Crítica de la facultad de juzgar, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1992.

Philonenko, Alexis, “L’architectonique de la Critique de la faculté de juger” en Parret, Herman (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 41–52.

Pierobon, Frank, “L’aporie architectonique dans la phénoménologie richirienne” en Acta Universitatis Carolinae Interpretationes Studia Philosophica Europeanea, Univerzita Karlova, Praga, vol. 9, Nº 1, 2019, pp. 161–175.

——  “L’architectonique et la faculté de juger” en Parret, Herman (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 1–17.

——  Kant et la fondation architectonique de la métaphysique, Éditions Jérôme Millon, Grenoble, 1990.

Rosmini, Antonio, A New Essay Concerning the Origin of Ideas, Rosmini House, Durham, Reino Unido, 2001.

Saint Girons, Baldine, “Kant et la mise en cause de l’esthétique” en Parret, Herman (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 706–720.

——  “Le goût du sublime chez Montesquieu et Burke” en Montesquieu.it, Dipartimento di Filosofia e Comunicazione, Università di Bologna, Bolonia, vol. 7, 2015, pp. 1–19.

 

[*] Doctor en Filosofía por la Universidad de Chile. Académico e investigador del Área de Tecnologías de la Información y Ciberseguridad en la Universidad Tecnológica de Chile. leopoldo.tilleria@inacapmail.cl

 

[1].    Daniel Dumouchel, “Genèse de la Troisième Critique: le rôle de l’esthétique dans l’achèvement du système critique” en Herman Parret (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 18–40.

[2].    Jūratė Baranova, “Kantas ir Deleuze’as: Kokia yra giliaus ia vaizduotės  paslaptis?” en Problemos, Vilnius University, Vilnius, Lituania, vol. 84, 2013, pp. 153–169, p. 161. Traducción propia.

[3].    Gilles Deleuze, La filosofía crítica de Kant, Cátedra, Madrid, 1997, p. 86.

[4].    Mark Dooley y Liam Kavanagh, The Philosophy of Derrida, Routledge, Stocksfield, Reino Unido, 2007, p. 17.

[5].    Jacques Derrida, La verdad en pintura, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 111–142.

[6].    Aggie Hirst, “Derrida and Political Resistance: The Radical Potential of Deconstruction” en Globalizations, Taylor & Francis, Abingdon, Reino Unido, vol. 12, Nº 1, 2015, pp. 6–24.

[7].    Véronique Bergen, “Deleuze et la question de l’Ontologie” en Symposium: Canadian Journal of Continental Philosophy, Philosophy Documentation Center, Charlottesville, Virginia, vol. 10, N° 1, 2006, pp. 7–22, p. 8. Traducción propia.

[8].    Ibidem, p. 15.

[9].    Agustín González, “El criticismo kantiano” en Thémata. Revista de Filosofía, Universidad de Sevilla, Sevilla, N° 34, 2005, pp. 69–86, p. 75.

[10].  Alexis Philonenko, “L’architectonique de la Critique de la faculté de juger” en Herman Parret (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 41–52, p. 44.

[11]Ibidem, p. 4. Traducción propia. Las cursivas son del original.

[12]Ibidem, p. 48.

[13].  William Desmond, “Kant and the Terror of Genius: Between Enlightenment and Romanticism” en Herman Parret (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 594–614. Andrew Bowie, Estética y subjetividad. La filosofía alemana de Kant a Nietzsche y la teoría estética actual, Visor, Madrid, 1999. George Dickie, El siglo del gusto, Machado, Madrid, 2003. Antonio Rosmini, A New Essay Concerning the Origin of Ideas, Rosmini House, Durham, Reino Unido, 2001. Esta última obra consta de tres volúmenes.

[14].  Baldine Saint Girons, “Kant et la mise en cause de l’esthétique” en Herman Parret (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 706–720, p. 706. Traducción propia.

[15].  Tugba Ayas, “Kant’s notions of the sublime and cosmopolitanism in the 21st century” en Filosofia Unisinos, Universidade do Vale do Rio dos Sinos, San Leopoldo, Brasil, vol. 14, Nº 2, 2013, pp. 113–127, p. 118. Traducción propia.

[16].  Baldine Saint Girons, “Kant et la mise…”, p. 717.

[17].  Baldine Saint Girons, “Le goût du sublime chez Montesquieu et Burke” en Montesquieu.it, Dipartimento di Filosofia e Comunicazione, Università di Bologna, Bolonia, vol. 7, 2015, pp. 1–19, p. 11. Traducción propia.

[18].  Baldine Saint Girons, “Kant et la mise…”, p. 717. Las cursivas son del original.

[19].  Frank Pierobon, “L’architectonique et la faculté de juger” en Herman Parret (Ed.), Kants Ästhetik, Walter de Gruyter, Berlín/Nueva York, 1998, pp. 1–17.

[20].  Frank Pierobon, “L’aporie architectonique dans la phénoménologie richirienne” en Acta Universitatis Carolinae Interpretationes Studia Philosophica Europeanea, Univerzita Karlova, Praga, vol. 9, Nº 1, 2019, pp. 161–175, p. 166. Traducción propia.

[21].  Frank Pierobon, Kant et la fondation architectonique de la métaphysique, Éditions Jérôme Millon, Grenoble, 1990, p. 16. Traducción propia.

[22]Ibidem, p. 130.

[23].  Frank Pierobon, “L’aporie architectonique…”, p. 170.

[24]Ibidem, p. 172.

Presentación

En la disciplina filosófica ha llegado a pensarse que un “clásico” es aquél cuya obra resulta simultánea con cualquier presente, y que por lo tanto permanece como un contemporáneo. Immanuel Kant, según ello, no sólo sería un clásico, sino posiblemente el más clásico de los filósofos clásicos; el pensador más influyente en la historia de la filosofía después de Aristóteles. Ésta, sin duda, es una hipótesis plausible, y a tenor de ella fue que decidimos, en medio del —para muchos— aciago 2020, el título de este número de verano y el tema de su primera carpeta.

En esta carpeta temática no pretendemos, desde luego, demostrar una hipótesis de tal envergadura (ni una revista es el mejor canal para hacerlo), pero sí aspiramos a dejarnos guiar un poco por ella. Nuestra intención es tomarle el pulso al interés que sigue suscitando el filósofo de Königsberg y escudriñar su legado contemporáneo en cualquiera de las tres grandes áreas —epistemología, ética y estética— a las que dedicó su programa crítico. En este número 115 y en tal tesitura ofrecemos los dos primeros artículos.

En el primero de ellos, su autor, Leopoldo Tillería Aqueveque, bajo la denominación de “nueva escuela francesa” repasa los rasgos de una renovada recepción francófona del pensamiento de Kant (de antecedente posestructuralista), la cual tendría como hilván común el interés en la tercera Crítica, especialmente por reconocer en ésta una cierta arquitectónica. Tal recepción, de sesgo predominantemente fenomenológico, hallaría “su fundamento —en pleno corazón de la Crítica de la facultad de juzgar estética— en la idea de un sujeto emocional del que Kant parece haber huido tan rigurosa como silenciosamente”.

En el segundo artículo, firmado por Gerardo Ballesteros de León, se propone una reflexión en torno a la repercusión del pensamiento ético de Kant en el concepto, el fundamento y la cultura de los derechos humanos. Ballesteros arguye que, si bien estos derechos conservan el sello kantiano en sus pretensiones de universalidad y racionalidad, también pervierten su carácter estrictamente moral cuando en su práctica histórica sucumben a ciertas “ilusiones trascendentales” (la nación, la identidad, la felicidad). Por ello al final de su artículo el autor clama por una cultura de los derechos humanos que no desvincule derecho y deber; que asuma, en este sentido, la condición de persona como única fuente de libertad y responsabilidad, esto es, como único sui–juris.

Nuestra segunda carpeta, Acercamientos Filosóficos, como es sabido, no se ciñe a alguna temática específica. Tan es así que en esta ocasión proponemos un artículo que —con alguna ligereza— podría pensarse en las antípodas de la primera carpeta. En este texto Jorge Ordóñez Burgos pone a consideración del lector una meditación crítica sobre los modos habituales en que se estudia y se practica la filosofía. El autor aboga por una filosofía atrevida y no comodina, que asuma su propio tiempo, lugar y momento como objeto vivo de reflexión, en lugar de refugiarse en el tantas veces estéril y excluyente ejercicio de recapitulación de su ayer.

En nuestra tercera carpeta, Cine y Literatura, presentamos, respectivamente, dos reseñas. La primera, a cargo de Luis García Orso, S.J. —nuestro principal colaborador en la sección cinematográfica—, sobre Nomadland, un filme de la cineasta Chloé Zhao que invita a acompañar la historia y
el viaje perseverante de Fern, mujer en torno a los 60 años que encarna el desarraigo tanto como la dignidad y la esperanza de “gente que sigue, a pesar de todo”; no por inercia, sino por genuina lealtad a la vida.

Por su parte, José Miguel Tomasena —ya un habitual colaborador en la sección literaria— nos reseña Las malas, novela de Camila Sosa Villada que también acompaña la historia de otras que siguen, a pesar de todo; en este caso, una comunidad de travestis en la ciudad de Córdoba, Argentina, cuyos miembros convierten la fiesta, la solidaridad y el humor en antídoto contra su condición marginal y la violencia que padecen y ejercen.

Finalmente, en nuestra cuarta y última carpeta, Justicia y Sociedad, esta vez publicamos dos artículos. En el primero de ellos, Gabriel Mendoza Zárate recorre la trayectoria histórica (1891–2017) en la que fueron configurándose la comprensión y la práctica actuales del apostolado social en la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús. El autor reconoce varias fases en ese proceso, todas inspiradas en la estima de Ignacio de Loyola “por los pobres, enfermos y marginados”, pero también determinadas, cada una, por las particulares condiciones históricas y el diagnóstico de sus principales retos espirituales y sociales.

El segundo artículo de esta carpeta comparte con el anterior un enfoque predominantemente historiográfico. En éste, Ramón Manuel Pérez Martínez introduce la figura del jesuita y predicador novohispano Juan Martínez de la Parra, S.J. (ca. 1652–1701) con la finalidad de destacar sus destrezas oratorias —a través de argumentos inductivos o exempla—, clasificar los temas principales de sus pláticas y revelar el tipo de dimensión política que el orador despliega en ellas, a partir de lo cual el autor concluye que Martínez de la Parra “enseñaba con cuentos la buena conducción de la república; pero, a diferencia de los ‘espejos de príncipes’ medievales, hablaba y escribía para el pueblo llano”.

En estos tiempos de fragilidad e incertidumbre, pero ya también de esperanza, en Xipe totek tenemos presentes a nuestros electores y les agradecemos el interés con el que mantienen viva la revista.

Miguel Fernández Membrive

La Sierra Tarahumara y los tarahumaras en dos escritos de Francisco Xavier Clavigero

Abel Rodríguez López[*]

 

Recepción: 1 de abril de 2020
Aprobación: 21 de julio de 2020

 

Resumen. Rodríguez López, Abel. La Sierra Tarahumara y los tarahumaras en dos escritos de Francisco Xavier Clavigero. En el presente artículo reviso tanto la Historia antigua de México, obra de Francisco Xavier Clavigero, como una parte de la correspondencia de este autor exiliado en Bolonia a partir de 1767. El objetivo principal es mostrar el “acercamiento” y conocimiento de este autor sobre la Sierra Tarahumara y los tarahumaras, una relación no explorada hasta hoy. Concluyo apuntando la relevancia que han tenido este grupo indígena y su territorio como referentes de la historia de México, así como señalando el punto de vista de Clavigero en tanto seguidor de una política de la diferencia que aboga por el respeto a la identidad y el reconocimiento de las poblaciones indígenas, más allá de los intereses religiosos universalistas de su época.

Palabras clave: Clavigero, escritos, Sierra Tarahumara, indígenas tarahumaras.

 

Abstract. Rodríguez López, Abel. The Sierra Tarahumara and the Tarahumara People in the Writings of Francisco Xavier Clavigero. This article looks at both the Ancient History of Mexico, by Francisco Xavier Clavigero, and part of this same author’s correspondence during his exile in Bologna starting in 1767. The main purpose is to show the author’s “approximation” and knowledge of the Sierra Tarahumara and the Tarahumara themselves, a relation that that has not been explored before. The conclusion points to the relevance that this indigenous group and its territory have had as referents in Mexican history, and underscores Clavigero’s perspective as a follower of a politics of difference that advocates respect for the identity and recognition of the indigenous populations, over and above the universalist religious interests of the time.

Key words: Clavigero, writings, Sierra Tarahumara, Tarahumara people.

 

Introducción[1]

¿Será posible plantear una relación entre Francisco Xavier Clavigero y los tarahumaras? En principio, podría decirse que no, porque Clavigero vivió la mayor parte de su vida en la capital de la Nueva España y en otras provincias muy lejanas de la Sierra Tarahumara. Al haber sido principalmente formador de religiosos, él estaba muy interesado en la reformulación de los programas de estudio de los colegios de la Compañía de Jesús, así como también estaba preocupado por formular una concepción filosófica de la naturaleza.[2] Y aun cuando sus biógrafos y una parte de su propia obra demuestran que siempre estuvo interesado en el mundo indígena, esto no implica forzosamente que haya tenido una inclinación particular por los tarahumaras. No obstante, dado que los intereses de Clavigero eran amplios, aquí me propongo exponer que sí es posible pensar en alguna relación entre este autor y los tarahumaras.

Como es sabido, Francisco Xavier Clavigero fue el autor de la Historia antigua de México (1781), obra que le sirvió para oponerse a la “verdad distorsionada” que sobre América y los americanos habían desarrollado en sus escritos algunos filósofos europeos de la segunda mitad del siglo xviii. Era el caso de Cornelio de Pauw, del Conde de Buffon y de William Robertson, especialmente, quienes escribieron obras en las que calificaban como “inferior” y “decadente” tanto el territorio como la población de América.[3] Diez libros y nueve disertaciones que componen esta obra sirvieron a Clavigero para objetar todas esas ideas falsas y exageradas, establecidas por aquellos ilustrados modernos que ni siquiera conocieron físicamente América ni a los americanos, sino que lo hicieron sólo a través de historias contadas, por relatos de algunos que efectivamente habían pisado estas tierras.

Además de su talante intelectual y de su dedicación a formar nuevos jesuitas durante la mayor parte de su tiempo —y antes de que la orden ignaciana fuera expulsada de todos los territorios españoles de ultramar por decreto de Carlos III en 1767—, Clavigero siempre estuvo ampliamente interesado en su entorno indígena, lo cual le serviría a la postre como base para formular su Historia antigua de México. De acuerdo con Arturo Reynoso, mientras que nuestro autor realizaba sus estudios de teología, tuvo la oportunidad de revisar los códices donados por Carlos de Sigüenza al Colegio Máximo, dirigido por los jesuitas novohispanos. Este interés suyo se muestra también en el hecho de que, antes de ser ordenado sacerdote, manifestó a sus superiores el anhelo de misionar en California.[4]

Si bien en la formulación de esta obra Clavigero enfoca su atención en el área mesoamericana de tiempos prehispánicos,[5] no olvida ni el territorio mexicano del norte ni el resto de “naciones” (como llamaban los misioneros y militares de la época colonial a los grupos indígenas que iban conociendo en su avance hacia el septentrión). En consecuencia, para sostener, ampliar, profundizar y ejemplificar, en general, ideas sobre los pueblos americanos y la tierra americana, Clavigero, en su Historia antigua de México, remite en repetidas ocasiones a la Sierra Tarahumara y a los tarahumaras. Esto demuestra, por un lado, un marcado interés de este autor por la pluralidad social y cultural de su patria —como él llamó a México desde su exilio— y, por otro lado, revela mucho más que un somero conocimiento de las “naciones” norteñas de su tiempo. Mi objetivo aquí será precisamente poner de relieve el acercamiento de Clavigero al tema indígena en general y al tarahumara en particular. Mostraré así que el personaje fue un seguidor de una política de la diferencia que abogaba por el respeto a la identidad y el reconocimiento de las poblaciones indígenas, más allá de los intereses religiosos universalistas de su tiempo.

Para probar lo anterior, en primer lugar, resumiré la biografía de este jesuita criollo. En segundo lugar, mostraré cómo esta Historia antigua de México evidencia los amplios intereses de Clavigero en una diversidad de lenguas y pueblos indígenas americanos, incluso más allá de su conocimiento y manejo del idioma náhuatl. En tercer lugar, luego de nombrar algunas características de los tarahumaras históricos y contemporáneos, señalaré los pasajes donde aparecen en su citada obra tanto el territorio tarahumara como el grupo indígena del mismo nombre. Y, en cuarto lugar, expondré una parte de la correspondencia de Clavigero que demuestra también su acercamiento al mundo tarahumara. Esta correspondencia forma parte de una fuente de archivo importante, pues se trata de la comunicación que nuestro autor sostuvo con un colega suyo, el abate Lorenzo Hervás y Panduro, promotor principal de la lingüística comparada. Ahí, una misiva entre ambos letrados revela un fortuito pero sorpresivo manejo, por parte de Clavigero, de la lengua de los tarahumaras y de otras lenguas indígenas del norte
de México afines a ésta.

La versión de la Historia antigua de México sobre la que baso parte de la siguiente exposición corresponde a la segunda edición del original, escrito en castellano, de Francisco Xavier Clavigero, publicada en 1968 en México por la casa editorial Porrúa,[6] obra compuesta por 10 libros y nueve disertaciones con edición y prólogo de Mariano Cuevas. En adelante, esta obra la cito así: L, seguida de números romano y arábigo, que indican respectivamente libro, número de libro y página (ejemplo: L. II, p. 65). Si me refiero a alguna disertación —todas corresponden al libro X—, lo hago siempre con numeración ordinal (quinta, sexta…) y página (ejemplo: L. X. “Séptima disertación”, p. 456). Sólo para referirme al “Prólogo del autor”, consigno la paginación exclusivamente con números romanos.

 

Francisco Xavier Clavigero

Francisco Xavier Clavigero nació en Veracruz el 9 de septiembre de 1731. Fue hijo de Blas Clavigero, un funcionario público oriundo de un pueblo del Reino de León (España), y de María Isabel Echegaray, una mujer descendiente de vascos. El niño Clavigero creció empapado de la formación religiosa inculcada por sus padres. Muy joven ingresó al seminario diocesano angelopolitano para poco tiempo después, en 1748, a los 17 años de edad, pedir su admisión en la Compañía de Jesús. Maneiro —su biógrafo oficial—sostiene que, tres años después de ordenado sacerdote, Clavigero fue enviado al Colegio de San Gregorio, donde aprendió sistemáticamente el náhuatl, lengua en la que muy pronto podría predicar y conversar familiarmente.[7]

De su formación intelectual, primero como alumno y luego como profesor de filosofía, se ha dicho que leyó a Duhamel, Descartes, Newton y Leibniz,[8] y que llegó incluso a explicar con claridad, en un perfecto latín, al mismo Descartes, a Francis Bacon y a Benjamin Franklin.[9] Además, mantenía conversaciones con sus compañeros Alegre, Márquez, Castro y otros, con quienes discutía sus tesis de filosofía y ciencia, y a quienes, en alguno de sus escritos inéditos, según Maneiro, propuso lo siguiente: “En el estudio de la física debemos emplear un método que nos lleve a la investigación real de la verdad y de ninguna manera sostener algún postulado establecido arbitrariamente por los antiguos”.[10] Además de estos profundos intereses en los estudios de la naturaleza, nuestro autor no perdía de vista el amplio abanico cultural indígena novohispano, y más allá de éste, el hispanoamericano.

 

Interés por las lenguas y pueblos indígenas

Además de una continua referencia a los pueblos indígenas, mesoamericanos y norteños, y más allá de haber aprendido el náhuatl y de haber convivido con personas hablantes de ésta y otras lenguas de la Nueva España, la Historia antigua de México demuestra que, previamente a su necesidad de escribir sobre el mundo indígena, Clavigero estaba muy interesado en él y en su composición políglota. Comprometido además con la verdad, como exponía a sus compañeros y declaró en su propia obra,[11] él mismo se encargó de dejar en claro la amplitud de sus intereses en estos temas, así como lo que sabía al respecto.

De este modo, nuestro autor afirma que, para acreditar la realización de su obra, contó con “haber aprendido la lengua mexicana”.[12] Del mismo modo, en la “Sexta disertación”, la cual le sirve para exponer la cultura de los antiguos mexicanos, dirá: “Yo aprendí la lengua mexicana y la oí hablar a los mexicanos muchos años”.[13]

Asimismo, al apuntar las vastas posibilidades de la lengua náhuatl para contar grandes cantidades y emplear conceptos abstractos, sostiene también que esto lo podría afirmar de otras lenguas “como la otomí, matlatzinca, mixteca, zapoteca, totonaca y popoluca”.[14] No obstante, Clavigero no asevera esto porque él se manejara en estas lenguas sino más bien porque, dice, “igualmente se han compuesto gramáticas y diccionarios de todas estas lenguas […] como haremos ver en el catálogo prometido”;[15] catálogo al que me referiré más adelante en este artículo.

Aun así, el interés del autor de la Historia antigua de México no se limitaba sólo a las lenguas de su entorno inmediato, la capital de Nueva España o las regiones cercanas a ésta. Es lo que sugiere su referencia a la lengua araucana, de la que también declara contar con materiales y de la cual señala que “tiene voces para explicar aun millones”.[16] Un ejemplo más de ello es su referencia al término pulque, del cual afirma: “La voz pulque [la] tomaron los españoles de la lengua araucana que se habla en Chile en la cual pulcu es el nombre genérico de toda bebida que embriaga; pero es difícil adivinar cómo pasó esta palabra a México”.[17] Y lo mismo muestra su explicación del término tabaco, perteneciente a la lengua haitiana de los taínos. De éste comenta que “tabaco es nombre tomado de la lengua haitiana. Los mexicanos tenían dos especies de tabaco diferentísimos en la magnitud de la planta y de las hojas”.[18]

Aparte de mostrar la amplitud de sus intereses sobre las lenguas indígenas, y el mundo indígena en general, estos datos certifican por igual que, además de ser nahuatlato, Clavigero tenía nociones de otras muchas lenguas indígenas. Gracias, sobre todo, a los materiales en los que basó sus referencias y, como él mismo reconoce, también —y veremos más adelante en su correspondencia— “conjetura algunas cosas”.

De este modo, aun cuando nuestro autor fuese un religioso formador de nuevos sacerdotes, historiador y pensador, o un ilustrado —como se lo ha calificado—[19] recluido mucho tiempo en las bibliotecas de los colegios jesuitas e interesado sobre todo en temas filosóficos, también experimentó de cerca el mundo indígena que lo rodeaba. Llegado el momento, no tuvo dificultad para interesarse y conocer a los indígenas del norte de México. Así lo demuestra la lectura de la Historia antigua de México, pues esta obra proyecta a un Clavigero con un conocimiento sólido sobre el tema tarahumara, ya que sorprende incluso el número de remisiones que en esta obra hace a los tarahumaras y al territorio que aún hoy habita este grupo originario.

 

Los tarahumaras

Los rarámuri, rarómari o tarahumaras[20] son un grupo indígena disperso entre montañas y barrancas de la Sierra Madre Occidental, en la porción correspondiente a la Sierra Tarahumara de Chihuahua, al noroeste de México. En una carta anual escrita en 1611 el jesuita catalán Joan Font describió a los “taraumaros” como “dóciles al cristianismo”, y además elaboró una etnografía amplia. En ésta detalló el tipo de vivienda tarahumara en cuevas, los adornos personales y el vestido que usaban desde niños; la religión y su idea de la inmortalidad; su temperamento y la forma de guardar el luto, así como el trato a sus muertos; la alimentación y bebida, su patrón de asentamiento disperso, sus padecimientos por una epidemia de viruela, etcétera.[21] Desde entonces y hasta 1767, en su primera etapa en México, la Compañía de Jesús misionó entre ellos.

Actualmente, según cifras recientes, viven en la Sierra Tarahumara unas 73,856 personas mayores de tres años hablantes de la lengua rarámuri, y alrededor de 110 mil en total, dispersos tanto en las principales ciudades del estado de Chihuahua como en los estados de Durango, Sinaloa, Sonora y Coahuila, primordialmente.[22] Son predominantemente agricultores, pastores de ganado caprino y vacuno en baja escala, artesanos y jornaleros. Sus principales cultivos y alimentos son el frijol y el maíz; aunque su dieta se complementa con la caza, la recolección y la pesca estacional, en un hábitat propio del bosque de coníferas y de las calurosas barrancas. Todos ellos preparan el tesgüino, cerveza local hecha a base del fermentado de maíz, y empleada en toda reunión comunitaria de trabajo y en prácticas religiosas. Son bien conocidos por practicar las carreras de bola (por parte de los varones) y de aros (por parte de las mujeres). Estas carreras (sobre todo la de varones) pueden durar hasta un día completo.[23] Algunos hombres producen instrumentos musicales, herramientas de trabajo y otros utensilios de madera, y algunas mujeres fabrican cestos, ollas, ropa y cobijas a base de palmilla, barro, lana, hilos y manta. En épocas previas a la siembra y la cosecha hay quienes se emplean en la recolección de manzana en ranchos menonitas y mestizos, en la construcción de viviendas y hasta como mecánicos, traductores o empleadas domésticas en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, Ciudad Juárez y otros sitios del mismo estado, o en la pizca del tomate en Sinaloa, etcétera.

 

Los tarahumaras en la Historia antigua de México

Más allá de la frecuente alusión a los pueblos mesoamericanos prehispánicos, como los mexicas, cempoaltecas, tlaxcaltecas, mixtecos, otomíes y otros, al referirse a los grupos indígenas norteños o de otras latitudes de México y América en general, Clavigero señala, ejemplifica y compara sus prácticas y usos con aquéllas de los tarahumaras, más que con ningún otro grupo del norte de México. De este modo, el autor nos deja la impresión de que, ya para la segunda mitad del siglo xviii, cuando escribió su Historia antigua de México, los tarahumaras eran, tanto como hoy, uno de los grupos más relevantes del orbe indiano en México y, quizá, como en nuestros días, el más relevante del norte del país.

Nuestro autor revela un amplio conocimiento de la geografía del territorio novohispano, y sabe perfectamente qué distancia se consideraba entonces entre la capital de la Nueva España y la Sierra Tarahumara. Y así, alude a este nicho ecológico y lo ubica al referirse a él como la “Sierra Madre Occidental” o la “Tarahuamara”, “la cual dista 400 leguas de México”.[24]

Además, Clavigero ubica de modo perfecto la región de Casas Grandes, y muy correctamente la posiciona dentro del valle de San Buenaventura, aún hoy considerado parte de la Sierra Tarahumara. De esta manera, rememorando el itinerario seguido por los mexicas rumbo a la “tierra prometida”, infiere una relación entre aquella tierra tarahumara y el viaje de los mexicanos al país de Anáhuac. Así, reconstruye:

Pasando el río Gila hicieron varias jornadas al sur hasta el amenísimo valle de San Buenaventura, en donde subsisten unas fábricas magníficas y de un gusto particular con el nombre vulgar de ‘Casas Grandes’” […] de aquí dirigiéndose al sureste por la Tarahumara, la Tepehuana y la Sinaloa, arribaron a Hueicolhuacan que es al presente la villa de Culiacán.[25]

Por otro lado, para hacer relevante el pasado prehispánico, Clavigero debe recurrir a su presente —años setenta del siglo xviii—, que representa una analogía de aquel pasado. Una de las admirables destrezas prácticas entre los tarahumaras, de la que se tuvo noticia durante la época colonial, es su notable habilidad en el uso del arco y la flecha. De este modo, al referirse a las armas de los antiguos mexicanos, reconocerá que “Los tehuacanenses eran celebrados especialmente por su destreza en disparar tres y cuatro flechas de un solo tiro. Los prodigios que hacen hoy con la flecha los tarahumaras, los yaquis y otras naciones de aquellos países pueden dar una idea de los que harían los antiguos mexicanos.”[26]

Es un hecho que nuestro autor nunca pisó tierras tarahumaras y, de seguro, nunca vio por sí mismo esos prodigios de los flecheros de los que habla. ¿Cómo podría saber Clavigero sobre “los prodigios que hacen hoy con la flecha los tarahumaras”? Esto quizá se explica porque su curiosidad era diligente y, seguramente, llegó a tener en sus manos escritos como las cartas anuales que escribían todos los misioneros a su provincial para informarle de lo acontecido en sus misiones y en aquellas latitudes; o bien, pudo haber conocido el texto de Joseph Neumann sobre las rebeliones tarahumaras;[27] o tal vez se interesaba en las noticias sobre las incursiones de los apaches —a quienes también se refiere en su obra—; o, incluso, pudo haber consultado de manera personal a religiosos de las misiones tarahumaras, con quienes seguramente tuvo algún contacto de primera mano, quizá en Tepotzotlán, de donde salían a las misiones del norte, o bien, a donde arribaban los enviados a nuevos destinos tras haber misionado en la Sierra Tarahumara, Sinaloa, Sonora o Durango. En Tepotzotlán, por ejemplo, Clavigero conoció a Everard Hellen, jesuita de origen alemán y misionero en California entre 1719 y 1735. En este último año, por razones de salud, el misionero germano debió pasar a Tepotzotlán, donde, al parecer, Clavigero estudió con él hebreo y griego —lenguas en las que Hellen era experto—.[28] Este tipo de experiencias, sin duda, infundieron en nuestro autor interés por el mundo indígena del norte.

En su Historia antigua de México el autor admira continuamente las capacidades prácticas de los indígenas americanos y, de manera relevante, describe a los tarahumaras como muy aptos en el seguimiento de los animales de caza. Esto es algo que se ha destacado incluso por los etnógrafos durante el siglo xxi.[29] De esta manera, al hablar sobre la caza y la forma de cazar de los mexicanos, asegura que “lo más admirable que tienen en esta materia, es el tino que tienen para perseguir a las fieras por el rastro”.[30]

Aún más admirable es lo que se ve en los tarahumaras, ópatas y otras naciones de más allá del trópico perseguidas por los bárbaros apaches; y es que por el contacto y observación de las huellas de sus enemigos conocen, poco más o menos, el tiempo en que pasaron por el lugar que observaban.[31]

Un rasgo cultural más de los tarahumaras señalado por Clavigero es el juego de pelota de hule, el cual requería una cancha en forma de “I latina”. Y aunque este juego es, al parecer, de manufactura y de influencia mesoamericanas, no hay duda de que se practicaba muy al norte de México. Este señalamiento de nuestro autor refuerza la teoría de las relaciones interétnicas prehispánicas —no sólo de guerras— entre grupos norteños y mesoamericanos; un excelente aporte de la Historia antigua de México al que los mesoamericanistas no han aludido. Clavigero sugiere que todavía en la segunda mitad del siglo xviii al menos, este juego aún se practicaba en la Sierra Tarahumara. Al describir los juegos y, en especial, el juego de pelota de hule, afirma:

Los mismos reyes lo jugaban frecuentemente y solían desafiarse, como sabemos de Moctezuma II y Nezahualpili. Dura hasta hoy este juego entre los sinaloas, los ópatas, los tarahumaras y otras naciones del norte, y cuantos españoles lo han visto celebran la prodigiosa habilidad de los jugadores.[32]

El autor sabe de la diversidad lingüística de México e infiere el concepto de lengua madre, pues los materiales con que cuenta —gramáticas y diccionarios— y su conocimiento del náhuatl le sugieren la afinidad de algunas lenguas, es decir, el parentesco que podría haber entre ellas. Y así, da cuenta de esto ejemplificando con lenguas que tienen afinidad con la lengua tarahumara. De este modo, al precisar quiénes fueron los pobladores de América y sus lenguas, sentencia que

En el reino de México he contado treintaicinco [lenguas] de las conocidas hasta ahora. En la América meridional son muchas más […] es verdad que entre algunas de estas lenguas se advierte una afinidad tal, que luego da a conocer que han nacido de una misma madre, como la endeve [eudeve], la ópata y la tarahumara en la América septentrional […].[33]

Por otro lado, debido a la necesidad que Clavigero tiene de presentar a Europa la diversidad de lenguas americanas y las amplias posibilidades que éstas tienen de estar a la altura de las lenguas europeas, presenta catálogos de gramáticas, vocabularios y doctrinas que compusieron españoles y criollos entre los siglos xvi y xviii en muchas de estas lenguas. Asimismo, Clavigero consigna a los autores de esos trabajos escritos en lengua tarahumara, y, de esta forma, al desarrollar el catálogo de “autores europeos y criollos que han escrito de doctrina y moral cristiana en lenguas de la Nueva España”, nombra a Agustín [de] Roa como uno de estos autores que escribió sobre esas artes en lengua tarahumara. Asimismo, al desarrollar el catálogo de autores de gramáticas y diccionarios alude a Gerónimo de Figueroa y, otra vez, a Agustín [de] Roa; al primero como autor de gramática y diccionario en lengua tarahumara; y al segundo como estudioso de gramática en esta misma lengua. Del mismo modo, expone a Tomás de Guadalajara como autor de gramática en lengua tepehuana.[34] Aclaro aquí que, a mi parecer, Clavigero comete un error al incluir a Tomás de Guadalajara como autor de gramática en lengua tepehuana, considerando que él fue el primero y el único en la época colonial que publicó una gramática, pero era en lengua tarahumara y guazapar, impresa en Puebla de los Ángeles en 1683.[35] En el mejor de los casos, si consistiera en alguna de esas obras que nuestro autor señala como “particularmente apreciadas de los inteligentes”, sea manuscrito o impreso, podría tratarse de un texto perdido. Lo anterior es una posibilidad porque, de acuerdo con González Rodríguez, entre los años de 1690 y 1696 Tomás de Guadalajara trabajó en el rectorado de la misión tepehuana,[36] tiempo y lugar en los cuales pudo haber llevado a cabo un trabajo así.

 

Clavigero, traductor de lenguas indígenas

En el Archivo Histórico de la Compañía de Jesús en México localicé una carpeta que contiene, entre otros documentos, fotocopias de la correspondencia que sostuvo durante algún tiempo Francisco Xavier Clavigero con el abate don Lorenzo Hervás. De inmediato se deja ver entre las cartas que van a Bolonia y vuelven a Cesena, respectivamente, que el asunto es la petición del segundo hacia el primero para que lo apoye para traducir la oración del “Padre Nuestro” a distintas lenguas originarias de la América Septentrional.[37]

Al parecer, la finalidad del abate Hervás era elaborar tanto su Catálogo de lenguas de las naciones conocidas (1785)[38] como el Ensayo práctico de la lengua (1787) y su Vocabulario polígloto (1787), textos en los cuales incluye siempre elementos, aspectos y relaciones de las lenguas septentrionales de la Nueva España. De estas tres obras también existe copia incompleta en el Archivo de los Jesuitas de México. En su carta, Clavigero narra cómo infirió la traducción del “Padre Nuestro” a las lenguas pima, eudeve, ópata, tarahumara y tubar, a partir de algunos materiales con los que contaba. A continuación transcribo esta carta del 26 de agosto de 1783 firmada por Clavigero desde Bolonia y dirigida a don Lorenzo Hervás.

Amigo y Sr. Mío: había diferido el volver a V. [usted] Sus papeles del Pater Noster [Padre Nuestro, P.N.] esperando adquirir alguna cosa más de lo qual al presente le envío; pero ya perdí la esperanza. De las lenguas pima, eudeve, opata, tarahumara y tubar no hai ya quien pueda dar razón: y así lo que va interpretado destas lenguas es por mera conjetura mía aunque fundada en reflexiones y combinaciones mui prolijas. De la lengua Hiaqui [yaqui] no ha quedado más de un viejo, el qual por haber pasado muchos años sin el ejercicio de la lengua, apenas se acuerda de ella: hizo la interpretación a tientas y con mil dudas, y así no podemos fiarnos de ella; de la lengua Otomí, no hai más de uno que está [¿lejos?] donde no es fácil consultarlo. El de la lengua Cora q[ue] es también único, ha mudado algo en el Pater Noster respecto de cómo lo dio el año de 71 ó 72. Él único que sabe de la [lengua] Cochimí es un viejo escrupuloso, el que ha hecho dictamen de no dar el P.N. traducido […] de él, lo más que se ha podido conseguir es que ponga con distinción las peticiones como van en el adjunto papel y q[ue] da algunas noticias de la lengua: cuyo papel suplico a V [usted], me restituya quando le haya servido, juntamente con lo que envié de la gramática mexicana. En el P.N. en Tubar, observará V alguna cosa mudada; es el caso de q[ue] pongo dos copias dadas por uno mismo con algunas variedades (lo qual no había yo advertido hasta ahora) y quando leía el que V escribió tenía yo delante la copia diferente de la que envié a V. Y creyendo que V se había equivocado lo emendé: pero después advertí que estaba la de V conforme a la que yo le envié, como no podemos averiguar qual de las dos copias es la más exacta V verá si ha de quedar como va enmendado, o si se ha de poner conforme a la primera copia que despaché a V. Deseo a V buena salud. De V[uestro], Amigo y Servidor. Xavier.[39]

Enseguida transcribo los textos que Clavigero tradujo —o conjeturó, como él mismo establece en su carta— en lengua tarahumara, tubar, ópata y eudeve —estas tres últimas, ya extintas—, y que aun así podrían ser útiles para la lingüística comparada de estas lenguas coloniales, una disciplina de la cual, como he dicho, Hervás fue pionero.[40] Además, en estas traducciones de Clavigero, que pudo realizar gracias a los materiales con los que contaba, queda sugerido el parentesco entre estas lenguas, hoy conocidas como provenientes del tronco lingüístico yuto–nahua.[41]

En lengua tarahumara:

Tamu Nonó ma mu regui guami gariqui, tamí noirerie mu–
regua: celimeyá requiena: tamí nagualigua muyelaliqui
gena guechi moba, mataachivereguega guami regui negua–
ligua. Tamí netuyé hipesa: tamí guecagüie puché tamí
guiqueameque tamí sa tuye reregati gameque mec–
chá yura. Amén.[42]

En lengua tubar:

Ite canár tegmuecarichin catemat, imit tegmarac militu–
rabá teochigualac: imit quegmua carin ite bacachin assi–
saguin: imit aramunarir echic nañigualac imó cuipan,
amó nachie tegmuecarichin. Ite cocuatart essemer tañi–
guerit iabbá ite micam: ite tatacoli iquiri, atzomua
ite iquirirain: ite bacachin cale quegmua nañiguacain–
tem: ite ogmui taracoli bacachin cale ite muetzerac. Amén.[43]

En lengua ópata:

Tamo Masteguicachiguacacame, amo tegua santo á: amo
reino tame macte: amo hinadua iguati tevepa ania te–
gucachi veri. Chiama tamo guaca veu tamo mac: guatame
neavere tamo cai naideni aca, api tame neavere tamo opa–
gua: gua cai tame taoriteudate; cai naideni chiguadu. Amén.[44]

En lengua eudeve:

Tamo Nono teuictze catzi, amo teguar canne vehva
vitzuateradau: amo queidagua canne tame verie–
hassem: amo hinadodau canne yuhtepatz endaie te–
uictze endateven. Tamo badagua haona teguique oqui
tame mac: tamo cadeni emdahiezeuai tamo ovitze–
uai tamo naventziurahteven: tame sesva eme hiagtu tu
de amo emneoquetara endo cabeco diabro tatacoride
hiagtudo; nassa haona eadenitzevai tame nesináh. Amén.[45]

 

A modo de conclusión

Por un lado, las descripciones de Clavigero de los grupos indígenas norteños en su Historia antigua de México y en su correspondencia aquí presentada nos muestran a un pensador novohispano informado, de visión amplia y profunda, sobre los pueblos indígenas, y no sólo de lo que fue la Nueva España, sino de América en general. Por otro lado, el hecho de acercarse puntualmente a las lenguas indígenas norteñas para traducir a éstas alguna oración, y con el antecedente de su conocimiento de la lengua náhuatl, da testimonio además de un pensador interesado en conocer no sólo las formas sino el fondo de la alteridad indígena, incluso más allá de la necesidad que tuvo en su momento de escribir enalteciendo este mundo para rebatir las ideas denostativas de lo que nuestro autor llamó la “turba increíble de escritores modernos de la América”.[46] En este sentido, queda claro que Clavigero fue un seguidor de la política de la diferencia, y que abogó además por el respeto hacia la identidad indígena americana y el reconocimiento de lo particular, más allá de los intereses religiosos universalistas impuestos por las estructuras de poder de su tiempo y la tendencia de Occidente a la uniformidad. La relevancia del mundo indígena en general, y de los tarahumaras en particular, no aparece en estos escritos de Clavigero, por ejemplo, en el sentido de ser objetos de la conquista espiritual, sino en el sentido de ser considerados parte de la misma patria a la que el veracruzano se experimentó ligado y que tal vez añoró en su exilio en Bolonia.

Además, los escritos de Clavigero sobre los pueblos de la América septentrional novohispana, y en concreto sobre los tarahumaras (lengua, territorio y algunos rasgos de su cultura), nos muestran la relevancia que debieron tener todos estos grupos durante el siglo xviii; relevancia
que continúan teniendo hoy, tanto para la historia general de México como para la formulación de la identidad de la actual nación mexicana.

Estas exposiciones xaverianas, además, nos remiten al universo políglota en donde todavía convivieron los blancos y mestizos de la época, e incluso a la explotación minera y del bosque virgen, así como al resto de la flora y fauna de la Sierra Tarahumara; pero, sobre todo, a los usos, costumbres y prácticas de los pueblos que habitaban este enorme macizo montañoso, considerado hoy “con una extensión territorial aproximada de 60 mil kilómetros cuadrados”.[47]

Del mismo modo, las referencias a los tarahumaras en los escritos de Clavigero aquí examinados quizá también se debieron a que se trataba del grupo más numeroso y conocido en el norte de México, o tal vez a la fama que alcanzaron por las rebeliones que se conjuraron en la Sierra Tarahumara y que devastaron misiones jesuitas establecidas entre los siglos xvii y xviii. Hoy, como parece haber sido en tiempos de Clavigero, los tarahumaras aún son el grupo indígena más numeroso y conocido en el norte de México, y los jesuitas continúan trabajando entre ellos.

Por último, una denominación con la que fueron reconocidos los grupos norteños, más allá de sólo los tarahumaras, teniendo como referencia geográfica y cultural la frontera mesoamericana, primero por los mexicas y luego por los españoles, es la de chichimecas. Si bien la Sierra Tarahumara y los tarahumaras se encuentran mucho más allá del trópico de cáncer —límite general y un tanto arbitrario entre Mesoamérica y el Norte de México—, esto no impedía que esa denominación incluyera a los diversos grupos que habitaron aquella serranía y más allá de ésta; todos eran chichimecas. En cuanto a la todavía discutible definición de “chichimeca”, Clavigero nos ofrece también su hipótesis al señalar que a los grupos norteños se los reconocía con ese nombre. Sobre este término, escribe:

Varios autores se han quebrado la cabeza tratando de adivinar la etimología de chichimecatl. Torquemada dice que este nombre se tomó de Techichimani, que significa chupador, porque los chichimecas chupaban la sangre de los animales que cazaban; pero desde luego se conoce la violencia de esta etimología, especialmente entre unas naciones que no acostumbran alterar los nombres en la derivación. Betancourt se persuade a que dicho nombre se deriva de chichimé, que significa, dice, perros, que así les llamaban por desprecio las demás naciones; pero si fuera así no se gloriarían ellos como se gloriaban del nombre chichimecas. Yo conjeturo que tal nombre se derivase de algún lugar llamado Chichiman, como de Acolman, Acolmecatl.[48]

 

Fuentes documentales

Acuña Delgado, Ángel,  “Usos del cuerpo en la construcción de la persona rarámuri (Chihuahua, México)” en Gazeta de Antropología, Universidad de Granada, Granada, Nº 25/2, agosto de 2009, Edición digital.

Bennett, Wendell Clark  y Zingg, Robert Mowry, Los Tarahumaras. Una tribu del Norte de México, Instituto Nacional Indigenista, México, 1978, Edición digital.

Brading, David, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla (1492–1867), Fondo de Cultura Económica, México, 2013.

Clavigero, Francisco Xavier, Francisco Xavier Clavigero a Lorenzo Hervás, Correspondencia, Biblioteca Apostólica Vaticana, Vat. lat. 9803, manuscrito fotocopiado y consultado en Archivo Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, Sección 6, fondo Manuel Ignacio Pérez Alonso (mipa).

——  Historia antigua de México, Porrúa, México, 1968 (Sepan cuantos… 29).

Domingues, Beatriz Helena, “Clavigero y la Ilustración. Consideraciones sobre América y los americanos desde la perspectiva del exilio” en Alfaro Barreto, Alfonso, Escamilla, Iván, Ibarra, Ana Carolina y Reynoso Bolaños, Arturo  (coords.), Francisco Xavier Clavigero. Un humanista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, pp. 280-281.

González Rodríguez, Luis, Crónicas de la Sierra Tarahumara, Secretaría de Educación Pública, México, 1987 (cien de México).

Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Encuesta intercensal, 2015, http://www3.inegi.org.mx/sistemas/TabuladosBasicos/Default.aspx?c=27303&s=est  Consultado 14/ii/2017.

Kirchhoff, Paul, “Mesoamérica. Sus Límites Geográficos, Composición Étnica y Caracteres Culturales” en Suplemento de la revista Tlatoani, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, Nº 3, 1960, Edición digital.

Lumholtz, Carl, El México desconocido. Tomo i, Instituto Nacional Indigenista, México, 1981.

Maneiro, Juan Luis, Vidas de algunos mexicanos ilustres, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988.

Neumann, Joseph, Historia de las rebeliones en la Sierra Tarahumara (1626–1724), Editorial Camino, Chihuahua, 1991.

Reynoso Bolaños, Arturo, Francisco Xavier Clavigero. El aliento del espíritu, Fondo de Cultura Económica/Artes de México/Universidad Iberoamericana campus Ciudad de México, México, 2018.

Rodríguez López, Abel, Gramática Tarahumara, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Universidad Autónoma de Chihuahua/Instituto Chihuahuense de Cultura, México, 2010.

——  Praxis religiosa, simbolismo e historia de los rarámuri del Alto Río, Conchos, Abya–Yala, Quito, 2013.

Sariego Rodríguez, Juan Luis, El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra Tarahumara, Instituto Nacional Indigenista, México, 2002 (Antropología Social).

Schumann, Otto, “Movimientos lingüísticos en el Norte de México” en Hers, Marie–Areti, Mirafuentes, José Luis, Soto, María de los Dolores et al. (Eds.), Nómadas y sedentarios en el Norte de México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000, Edición digital.

Valiñas Coalla, Leopoldo, “Reflexiones en torno a las lenguas guazapar y tarahumara coloniales” en Anales de Antropología, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 36, 2002, pp. 249–282.

 

[*]  Doctor en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Investigador en el Instituto de Investigaciones Humanísticas de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP). abel.rodriguez@uaslp.mx

 

[1].    El presente texto se enmarca en el proyecto “Estudio sobre cuatro jesuitas novohispanos —Clavigero, Alegre, Márquez y Landívar—” que forma parte del trabajo colaborativo del Cuerpo Académico de la uaslp, Estudios Decoloniales (ca–251).

[2].    Para profundizar en estos tres aspectos de los intereses de Clavigero véase su biografía en Juan Luis Maneiro, Vidas de algunos mexicanos ilustres, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988, pp. 442–463; o bien, el texto de Arturo Reynoso, el más reciente y completo escrito sobre nuestro autor, presentado ahí como un pensador —filósofo y científico— y un religioso que vive estas dimensiones en continua tensión: Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero. El aliento del espíritu, Fondo de Cultura Económica/Artes de México/Universidad Iberoamericana, México, 2018.

[3].    En términos muy generales, en estos autores sobresalía la idea de que las poblaciones americanas eran del todo inferiores a las europeas, tanto natural como socialmente. Además, en los tres casos se manejaba la idea general de que América era un territorio con un clima tan malo que degeneraba tanto a los criollos (hijos de españoles nacidos en América) como a las especies animales traídas de Europa. Sobre las obras principales de estos tres autores puede verse una magistral síntesis en Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero…, pp. 365–411.

[4].    Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero…, pp. 87–88 y 133.

[5].    Tal área mesoamericana corresponde a la contenida en la actual definición de Mesoamérica dada por Paul Kirchhoff, “Mesoamérica. Sus Límites Geográficos, Composición Étnica y Caracteres Culturales” en Suplemento de la revista Tlatoani, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, Nº 3, 1960. Para este autor esa área se delimitaba, al noroeste de México, por el río Sinaloa; al noreste, por el río Pánuco; al centro, por el río Lerma, y hacia el sur se extendía hasta la península de Nicoya, en el noroeste de Costa Rica. La definición de Kirchhoff incluye, además, los caracteres sociales y culturales fundamentales de los habitantes de esta enorme extensión territorial durante la época prehispánica, y los del contacto con los conquistadores españoles; área y habitantes a los que Clavigero también se refiere principalmente.

[6].    Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua de México, Porrúa, México, 1968 (Colección “Sepan cuantos…”, Nº 29).

[7].    Véase Juan Luis Maneiro, Vidas de algunos…

[8].    Ibidem, p. 447.

[9].    Ibidem, p. 452.

[10]Idem.

[11].  Francisco Xavier Clavigero, “Prólogo del autor”, Historia antigua de México, Porrúa, México, 1968, p. xxi.

[12]Idem.

[13].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua de México, L. X. “Sexta disertación”, p. 544.

[14]Ibidem, p. 547.

[15]Idem.

[16]Ibidem, p. 545.

[17]Ibidem, L. VII, p. 267, nota 65.

[18]Ibidem, L. VII, p. 269, nota 70.

[19].  David Brading ha sugerido a un Clavigero “ilustrado a la europea”. Véase David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla (1492–1867), Fondo de Cultura Económica, México, 2013, p. 498. Por su parte, la historiadora brasileña Domingues sugiere a un Clavigero enmarcado en una “Ilustración Criolla”. Véase Beatriz Helena Domingues, “Clavigero y la Ilustración. Consideraciones sobre América y los americanos desde la perspectiva del exilio” en Alfonso Alfaro Barreto, Iván Escamilla, Ana Carolina Ibarra y Arturo Reynoso Bolaños (Coords.), Francisco Xavier Clavigero. Un humanista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, pp. 280-281.

[20]Tarahumara es un exónimo dado por los españoles durante la época colonial, y empleado actualmente por los externos que visitan al grupo. Aquéllos se nombran a sí mismos rarámuri (si habitan la montaña) o rarómari (si habitan en la barranca). En adelante me referiré al grupo como tarahumara o tarahumaras, por ser el nombre con el que más se los conoce fuera de la Sierra Tarahumara, y por ser éste el nombre con el que ellos mismos se identifican frente a los externos.

[21].  Carta que puede verse en Luis González Rodríguez, Crónicas de la Sierra Tarahumara, Secretaría de Educación Pública, México, 1987, pp. 186–193.

[22].  Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Encuesta intercensal, 2015, http://www3.inegi.org.mx/sistemas/TabuladosBasicos/Default.aspx?c=27303&s=est  Consultado 14/ii/2017.

[23].  Lumholtz describió a los tarahumaras de finales del siglo xix como los corredores de más resistencia en el mundo, véase Carl Lumholtz, El México desconocido. Tomo i, Instituto Nacional Indigenista, México, 1981, p. 297; y, tanto en el siglo xx como más actualmente, los etnógrafos siguen refiriéndose a ellos como los corredores por excelencia (véanse Ángel Acuña Delgado, “Usos del cuerpo en la construcción de la persona rarámuri (Chihuahua, México)” en Gazeta de Antropología, Universidad de Granada, Granada, Nº 25/2, agosto de 2009, p. 341; y Wendell Clark Bennett y Robert Mowry Zingg, Los Tarahumaras. Una tribu del Norte de México, Instituto Nacional Indigenista, México, 1978.

[24].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua…, L. I, p. 9.

[25]Ibidem, L. II, p. 68.

[26]Ibidem, L. VII, p. 224

[27].  Pueden consultarse estas dos traducciones del original escrito en latín por este misionero originario de Praga, quien vivió en la Sierra Tarahumara entre 1681 y 1731. Véase Joseph Neumann, Historia de las Sublevaciones Indias en la Tarahumara, Universidad Carolina, Praga, 1994; o bien, la edición hecha en México: Joseph Neumann, Historia de las rebeliones en la Sierra Tarahumara (1626–1724), Editorial Camino, Chihuahua, 1991.

[28].  Véase Arturo Reynoso Bolaños, Clavigero…, pp. 100–101.

[29].  Véase, por ejemplo, en Ángel Acuña Delgado, Etnología de la danza, Universidad de Granada, Granada, 2006; y en Abel Rodríguez López, Praxis religiosa, simbolismo e historia de los rarámuri del Alto Río Conchos, Abya–Yala, Quito, 2013.

[30].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua…, L. VII, p. 234.

[31]Ibidem, L. VII, p. 234, nota 26.

[32]Ibidem, L. VII, p. 247.

[33]Ibidem, L. X. “Primera disertación”, p. 430. Las cursivas son de Clavigero.

[34]Ibidem, L. X. “Sexta disertación”, pp. 556–557.

[35].  Pueden verse biografías de Tomás de Guadalajara en Luis González Rodríguez, Crónicas…, pp. 319–320; y en Abel Rodríguez López, Gramática Tarahumara, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Universidad Autónoma de Chihuahua/Instituto Chihuahuense de Cultura, México, 2010, pp. 65–81. En ambas biografías se hace un recuento de los escritos del padre Guadalaxara.

[36].  Luis González Rodríguez, Crónicas…, p. 319.

[37].  Francisco Xavier Clavigero a Lorenzo Hervás, Correspondencia, Biblioteca Apostólica Vaticana, Vat. lat. 9803, manuscrito fotocopiado y consultado en Archivo Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, Sección 6, fondo Manuel Ignacio Pérez Alonso (mipa), 515 folios completos.

[38].  Texto en el cual la oración del “Padre Nuestro” aparece escrita en 300 lenguas.

[39]39. Ibidem, f. 229r. Los subrayados corresponden al manuscrito original de Clavigero.

[40].  Como lo establece su biografía presentada por la Real Academia de la Historia, Lorenzo Hervás y Panduro. El Horcajo de Santiago (Cuenca), 2018, http://dbe.rah.es/biografias/11994/lorenzo-hervas-y-panduro Consultado/iii/2020.

[41].  Véase Leopoldo Valiñas Coalla, “Reflexiones en torno a las lenguas guazapar y tarahumara coloniales” en Anales de Antropología, Universidad Nacional Autónoma de México, México, vol. 36, 2002, pp. 249–282. También véase Otto Schumann, “Movimientos lingüísticos en el Norte de México” en Hers Marie–Areti, José Luis Mirafuentes, María de los Dolores Soto et al. (Eds.), Nómadas y sedentarios en el Norte de México, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000, pp. 169–174.

[42].  Francisco Xavier Clavigero a Lorenzo Hervás, f. 207v.

[43]Idem.

[44]Idem.

[45]Ibidem, f. 208r.

[46].  Francisco Xavier Clavigero, “Prólogo” en Historia antigua…, p. xxi.

[47].  Juan Luis Sariego Rodríguez, El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra Tarahumara, Instituto Nacional Indigenista, México, 2002, p. 11.

[48].  Francisco Xavier Clavigero, Historia antigua…, L. II, pp. 52–53, nota 15.

Claus y Lucas: narrar lo verdadero, sin sentimentalismos

José Miguel Tomasena[*]

 

Recepción: 18 de septiembre de 2020

 

Si es verdad que un buen libro debe ser “el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros” —como dice la frase célebre de Franz Kafka que circula recurrentemente en Facebook—, debo decir que el hacha que en los últimos años ha roto con más fuerza mi hielo interior es Claus y Lucas[1] de Agota Kristof.

Basta leer este párrafo en una de sus primeras páginas para constatarlo:

La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre.
Nosotros la llamamos abuela.
La gente la llama la Bruja.
Ella nos llama «hijos de perra». 

Quienes narran son los gemelos Claus y Lucas, que en medio de la Segunda Guerra Mundial han sido enviados a vivir a una aldea con su abuela, mientras su padre marcha al frente y su madre sobrevive en la ciudad asediada por las bombas. Lo que leemos es lo que han escrito los hermanos en un cuaderno en el que consignan lo que les pasa. La novela en la que cuentan estos hechos se llama El gran cuaderno.

Porque, en realidad, este libro es una recopilación de tres novelas de la misma autora que triunfaron en Europa en los años ochenta y noventa. Agota Kristof ganó por ellas varios premios literarios europeos importantes. Inexplicablemente, quedaron descatalogadas, hasta que la editorial española Libros del Asteroide las reeditó en 2019 en un solo volumen. Además de El gran cuaderno (1986), este volumen reúne La prueba (1988) y La tercera mentira (1992). Las tres tienen como protagonistas a los hermanos Claus y Lucas. Y las tres son excelentes; pero en esta reseña me centraré en la primera novela.

El encanto demoledor de El gran cuaderno viene del tono que tiene la voz de los niños, que narra desde un “nosotros” descarnado y objetivo. No se sabe en realidad dónde comienza y dónde termina la identidad de cada uno de los gemelos, parapetados detrás de este nosotros que al mismo tiempo esconde al responsable de muchas de las cosas que hacen; un nosotros que al final de El gran cuaderno se revela como un asunto decisivo.

Quizá Kristof pudo conseguir este tono infantil porque no escribía en su lengua materna. La autora, nacida en Hungría y forzada por la guerra a exiliarse en Suiza, escribió las novelas en francés, mientras trabajaba como obrera en una fábrica de relojes. En este sentido, hay algo extraño, des–centrado, des–naturalizado en su escritura que la emparienta con otros narradores y escritoras que han trabajado en una lengua extranjera, como Nabokov, Gombrowicz, Beckett o Junot Díaz.

En otro pasaje de su cuaderno Claus y Lucas escriben las reglas que rigen su labor:

Para decidir si algo está «bien» o «mal», tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.
Por ejemplo, está prohibido escribir «la abuela se parece a una bruja». Pero sí está permitido escribir: «la gente llama a la abuela “la Bruja”» […] Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.

Y así, esta voz narrativa —fiel a los hechos y libre de todo sentimentalismo— consigna en el gran cuaderno el hambre, los bombardeos, el saqueo de los ejércitos invasores, el asesinato, la prostitución, la corrupción eclesial. Pero también es capaz de narrar —sin sentimentalismos y con fidelidad a los hechos— lo opuesto: actos de solidaridad, de camaradería y de generosidad que nacen en las situaciones más desesperadas.

Los gemelos Claus y Lucas, orillados a vivir en el desamparo y la miseria que provoca la guerra, producen así su propio código moral. Un código moral que no sólo es acción —lo que hacen por sobrevivir y por proteger a los suyos—, sino discursivo: contar la verdad, en toda su concreción y objetividad posible, y rechazar los eufemismos, la ambigüedad, toda clase de sentimentalismo.

El resultado es una de las obras maestras de la literatura europea de la segunda mitad del siglo xx; una obra literaria que explora la moralidad de los seres humanos en las condiciones más crueles y las posibilidades de la literatura para seguir hachando —fiel a los hechos, sin sentimentalismos— el mar helado que llevamos dentro.

 

[*] Escritor, periodista y profesor universitario. Es autor de las novelas El rastro de los cuerpos, Grijalbo, México, 2019; La caída de Cobra, Tusquets, México, 2016, y ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?, Paraíso Perdido, México, 2018. www.jmtomasena.com

 

[1].    Agota Kristof, Claus y Lucas, Libros del Asteroide, Barcelona, 2019. Traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué.

 

Adolescentes en el cine mexicano actual

Luis García Orso, S.J.[*]

Recepción: 21 de octubre de 2020

 

Un cine que desea ser honesto se acerca a la realidad social y trata de mirarla con hondura, respeto, amor; porque en esa mirada quizás descubramos todos algo más de nuestra vida y de la respuesta que podemos ofrecer —como individuos y como grupos— para que nuestra convivencia sea más digna y justa. Una de esas realidades sociales que siempre hay que abordar es la de la infancia y la juventud, máxime cuando en América Latina es población mayoritaria. Los menores de edad en México representan el 32 por ciento de la población total; sin embargo, este sector permanece en situaciones de marginación y de falta de oportunidades en educación y crecimiento humano, y deriva en riesgos de frustración, delincuencia, violencia, pérdida de sentido. El cine actual trata de reflejarlo.

Este año, 2020, entre las mejores películas mexicanas —y que fueron seleccionadas para el máximo reconocimiento de nuestro cine, el Ariel— destacan aquéllas que tienen adolescentes como protagonistas de sus historias. Las reseñamos aquí brevemente por la importancia de la realidad que muestran y por su calidad cinematográfica. Las podemos hallar en las plataformas de cine en casa.

 

Esto no es Berlín[1]

El director mexicano Hari Sama (Ciudad de México, 1967) recuerda sus búsquedas a los 18 años de edad (en 1986) por ser él mismo, por probar su libertad, por descubrir otra realidad en medio de su posición social acomodada, por ir más allá de lo convencional. En aquel ambiente, mientras los papás intentan guardar una doble moral, la de las apariencias y la del prestigio, y creen tener autoridad sobre la familia, sus hijos e hijas se lanzan sin control a un mundo subterráneo y contracultural de drogas, alcohol, promiscuidad, experiencias sensoriales, música de rebeldía. “Dejen de copiar. Esto no es Berlín”, les cuestiona otro joven. Unos jóvenes se divierten y otros mueren de sida; el peso mexicano se devalúa y México presume su Mundial de fútbol de 1986. Los jovencitos van aprendiendo desde los límites entre la libertad y la muerte.

 

Ya no estoy aquí[2]

En medio de un país arrastrado por la violencia del sexenio de Calderón y el poder de los Zetas, los jóvenes de barrios populares en Monterrey buscan sobrevivir en bandas que les den identidad y pertenencia. Una de ellas, los Terkos, roza su mundo ideal con las cumbias colombianas “rebajadas”. Pero autoridades y narco todo lo invaden y destrozan. Ulises, el líder de los Terkos, huye a Nueva York para escapar de la muerte, sólo para probar otro desamparo en un valle de penas, en una lejanía triste, como la cumbia de Lisandro Meza. La belleza de la cinematografía de esta historia nos hace sentir de otra forma el desarraigo de los adolescentes, pero también su propia terquedad por ser ellos, extraños hasta en su propia tierra. Es la ganadora de la mayoría de los Arieles 2020. Realización contundente del joven cineasta Luis Fernando Frías de la Parra (Ciudad de México, 1985).

 

Chicuarotes[3]

A los habitantes de San Gregorio Atlapulco, Xochimilco, se les llama “chicuarotes”, como a un chile propio de esa tierra, que es duro, picante y aguantador. En un México de pobreza, de enormes desigualdades sociales y de falta de oportunidades para vivir, los más jóvenes, educados en la agresión y el machismo, sólo ven un presente en la delincuencia. Desde ahí, los dos protagonistas adolescentes, chicuarotes, tratan de salir de Atlapulco hacia otro mundo deseado pero igualmente corrupto y violento. Entonces, el desorden social y moral se traga sus vidas. Dirige Gael García Bernal (Guadalajara, 1978).

 

Cómprame un revólver[4]

Julio Hernández Cordón (Raleigh, N.C., 1975) ha filmado todas sus películas teniendo adolescentes como protagonistas. Su propia hija de nueve años lo es en ésta, su última película, en la cual se acerca al doloroso y no resuelto problema de la desaparición, violencia y asesinato de mujeres en México, narrado ahora desde la mirada de una niña, quizás para que el horror sea soportable. En la historia, su papá es un hombre abandonado a sí mismo, impotente, débil, esclavo de los poderosos. El narco es un monstruo que todo lo devora; los niños son una posible víctima o la imaginación de una vida diferente para sobrevivir en medio del desierto. Los comentaristas han anotado cómo esta película une a Huckleberry Finn con Mad Max, porque quizás sólo la imaginación de los niños puede salvarnos de la barbarie.

 

[*] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México, y miembro de SIGNIS (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

 

[1].    Hari Sama, Esto no es Berlín (película), Ale García, Hari Sama, Antonio Urdapilleta et al. (productores), Catatonia Films, México, 2019 (dvd, color, 115 min.).

[2].    Luis Fernando Frías de la Parra, Ya no estoy aquí (película), Gerardo Gatica, Alberto Muffelmann, Gerry Kim et al. (productores), Panorama Global/ppw Films, coproducción México–Estados Unidos, 2019 (dvd, color, 106 min.).

[3].    Gael García Bernal, Chicuarotes (película), Gael García Bernal y Marta Núñez Puerto (productores), La Corriente del Golfo/Pulse Films, México, 2019 (dvd, color, 96 min.).

[4].    Julio Hernández Cordón, Cómprame un revólver (película), Rafael Rey, María José Córdova, Julio Hernández Cordón et al. (productores), Woo Films/Burning Blue, México, 2018 (dvd, color, 84 min.).

 

“Lo tomó, dio gracias, lo partió y lo dio”: materia en trans–, una vía hacia la teología en Xavier Zubiri

Pedro Antonio Reyes Linares , S.J.[*]

 

Recepción: 11 de febrero de 2020
Aprobación: 14 de agosto de 2020

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio. “Lo tomó, dio gracias, lo partió y lo dio”:  materia en trans–, una vía hacia la teología en Xavier Zubiri. En el presente artículo pretendo recuperar la peculiar noción de “materia”, que Xavier Zubiri formuló en sus últimos trabajos filosóficos, recuperando sus propuestas anteriormente elaboradas en Sobre la esencia, el curso sobre la materia y los cursos sobre la persona que se editaron en El hombre y Dios, para someterla después a una profunda transformación a partir de la trilogía de Inteligencia sentiente, que pone de relieve el concepto de “actualidad” como una profundización del término “sustantividad”, fundamental en los primeros tratamientos. La pertinencia de esta profundización se nota en la elaboración teológica que Zubiri hace del sacramento de la eucaristía, modificando un trabajo anterior y resignificando el concepto de “trans–sustantivación” con el de “trans–actualización”. Este juego de conceptos apunta a un enriquecimiento de su noción de materia que le permite jugar como puente interdisciplinar para la filosofía de la humanidad, de la historia y la teología.

Palabras clave: Zubiri, materia, inteligencia, actualización, sustantividad, teología, eucaristía.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio. “He Took It, Gave Thanks, Broke It and Gave It”: Matter in Trans–, a Path Toward Theology in Xavier Zubiri. This article seeks to recover the peculiar notion of “matter” that Xavier Zuribi formulated in his final philosophical works, recovering the proposals that he previously worked out in On Essence, the course on matter and the courses on the person that were edited in Man and God, in order to then subject them to a profound transformation on the basis of the trilogy of Sentient Intelligence, which highlights the concept of “actuality” as a deepening of the term “substantivity,” fundamental in the first treatises. The relevance of this deepening can be seen in the theological elaboration that Zubiri undertakes of the sacrament of the Eucharist, modifying a previous work and resignifying the concept of “trans–substantiation” as “trans–actualization.” This play of concepts points toward an enrichment of his notion of matter, allowing it to serve as an interdisciplinary bridge for the philosophy of humanity, of history and of theology.

Key words: Zubiri, matter, intelligence, actualization, substantivity, theology, Eucharist.

 

Introducción

Hacia el final de la primera década del siglo xxi, el trabajo de edición de los cursos de Xavier Zubiri sufrió un viraje singular. Desde la muerte del filósofo vasco, varios de ellos ya habían sido editados bajo la perspectiva de Ignacio Ellacuría de facilitar la presentación del pensamiento del autor, eliminando lo que podrían parecer repeticiones o comentarios que tendiesen a interrumpir la lectura fluida de quienes se acercaran a los cursos (impartidos en sus más de 60 años de magisterio), y recuperando lo que pareciese conducir a las tesis fundamentales del autor. Sin embargo, una nueva generación de investigadores sugirió encontrar nuevas posibilidades de dar unidad y coherencia al pensamiento de Zubiri volviendo a los escritos originales que la Fundación Xavier Zubiri, en Madrid, cuidaba con celo. El archivo de Zubiri fue entonces destino de visitantes que volvían a los cursos ya editados para recuperar los textos originales (con las notas al margen del mismo Zubiri), que descifraban su difícil caligrafía y que revisaban cada una de las repeticiones en búsqueda de perspectivas todavía inéditas e inexploradas del pensamiento de este original filósofo. De este trabajo surgieron nuevas ediciones de obras como El hombre y Dios y de algunos cursos que el propio Zubiri había revisado, tal vez para una futura publicación, pero que habían quedado en un estadio todavía incompleto de revisión. Es en uno de ellos que quiero llamar la atención en este artículo: el curso sobre “El concepto de materia”, reeditado para el volumen Espacio, Tiempo, Materia, publicado en 2008 en una nueva edición por Alianza Editorial y la Fundación Xavier Zubiri.[1]

La novedad de esta edición del curso apunta a la recuperación de ciertos comentarios del autor vasco que permiten señalar su preocupación de que este curso se concibiera en unidad con todo su pensamiento antropológico. A lo largo del texto, en múltiples ocasiones se nota que su intención unificante del cosmos y la vida pretendía extenderse aun a la consideración de la materialidad en la humanidad y en sus procesos, aprovechando la potencia de su análisis de la inteligencia sentiente, que permitiría dar una vista más plena a su propuesta de un “materismo”[2] en el que también lo humano encontrara su lugar sin someterse a las reducciones injustas que los anteriores conceptos de materia le imponían, y en el que los dualismos habían sido reacción liberadora frente a la injusticia de esas reducciones. Sin embargo, este final del trabajo, anunciado en múltiples ocasiones a lo largo de las páginas, no encontró cumplimiento en el curso.[3]

Esto no obsta para que los comentarios nos señalen ya cuál es la dirección que el pensamiento del donostiarra ambicionaba y que modelaba también los análisis anteriores. Máxime que en otros escritos de Zubiri podemos encontrar los conceptos que nacen de estos análisis ya aplicándose a la realidad humana o permitiendo señalar su peculiaridad en la constitución de un cosmos unitario, pero que da cabida también a la diversidad de modos de realización material; inclusive a acoger momentos no materiales en la materialidad, como en el caso de la humanidad. En su fondo más profundo, la reflexión de Zubiri sobre la materia podía leerse como un intento de elaborar una sistematización plausible de la unidad cósmica que, lejos de reducir a la humanidad a una concepción físico–química o naturalista de la materia, permitiría expandirla y reconocerla como dimensión influyente en la constitución de la humanidad, pero en la cual ésta también tiene y ejerce un poder que la abre, la dinamiza y la deja mostrarse en una plenitud que ningún dinamismo meramente material podría darle. En el eje de esta unidad, y como fundamento de su posible apertura y dinamismo, Zubiri colocó en su curso el par sustantividad–actualidad, que le permitió desarrollar un concepto de materia que respondiera a las demandas de la diversidad que le exigían dar los mismos dinamismos elementales, moleculares, corpóreos, vivientes y humanos.

Pretendemos en este artículo dar cuenta de ese concepto y de la potencia del par sustantividad–actualidad en su núcleo como fuente de toda su riqueza. Creemos que este par conceptual planteado por Zubiri resulta muy importante para enfrentar una versión cientificista en la comprensión de los procesos cósmicos. Esta propuesta no pide renunciar al análisis de las diversas ciencias y a su método, sino situarlas en su medida justa y abrirlas a la interdisciplinariedad que les exige su objeto de estudio. Por otro lado, también creemos que este concepto nos permite incluir en esa interdisciplinariedad, aunque en otros niveles del diálogo la reflexión metafísica sobre la praxis humana misma e, inclusive, la constitución de una realidad intersubjetiva y transpersonal como la comunión personal, que encontraríamos a la base de la unidad última que se albergaría en la unidad cósmica, sin reducción a ésta, contraviniendo el pensamiento que estaría en la raíz de un historicismo de corto alcance y encerrado en su propio dinamismo, sin reconocimiento de la novedad y originalidad de la acción y la comunión personales. A partir de ahí pensamos que es posible relanzar una reflexión —que no intentaremos aquí— de lo que tal vez esté en el núcleo de la discusión entre el cristianismo y la filosofía: el hecho de la encarnación y su papel en la configuración de la unidad última en la que habríamos de entender, desde una perspectiva de fe, a la humanidad.

 

De las cualidades sensibles a la sustantividad. La materia en dinamismo

Empecemos con el concepto de “sustantividad”. El lugar donde Zubiri enraíza la construcción de este concepto es la discusión sobre el carácter de las cualidades sensibles. Este punto de partida pone a Zubiri en el quicio de la discusión fundamental entre el objetivismo y el empirismo que, en cualquiera de los dos extremos, hace imposible —desde el punto de vista del autor y de buena parte de los autores que han pensado fenomenológicamente el problema de la materia— un tratamiento adecuado de la materia, puesto que, o es convertida en una mera afección subjetiva, atómica, o se la considera como algo propio de las cosas mismas que se representa inmaterialmente en la inteligencia, exigiendo un puente entre ésta y las cosas reales que se vuelve imposible de formular. Para Zubiri, cualquiera de estas dos posiciones implica un compromiso con una teoría sobre el conocimiento y la realidad, que evita el penoso trabajo del análisis del modo como se nos dan las cosas materiales, es decir, la impresión. Al analizar esta última, Zubiri parece afiliarse a la tradición empirista; pero, fiel al análisis que plantea, rechaza la consideración atómica de la cualidad, pues ésta no provino del examen concreto de lo que es un color, un sonido o cualquier otra manera en que se nos está dando lo que sentimos. Afirma:

Si es una ingenuidad (y lo es efectivamente) admitir que las cualidades sensibles pertenecen a las cosas allende lo percibido, no es menos ingenuidad ahorrarse el explicar lo que es el color o el sonido al ser percibida la cosa, declarándolos simplemente subjetivos: es un subjetivismo ingenuo.[4]

Así, Zubiri propone el terreno donde se llevará adelante el análisis: la impresión en la cual queda la cosa misma sentida.

Para seguir ese camino debemos tomar la cualidad tal como se presenta en la impresión. Y ahí la cualidad misma exhibe una insuficiencia que remite a un doble sentido. Por un lado, remite a la misma impresión como su lugar concreto en tanto cualidad sensible. La impresión es el lugar donde la cualidad está; e ignorarlo, tomar la cualidad como si descansara en sí misma, es pasar por alto ese carácter de insuficiencia que la constituye en tanto percibida. Pero, por otro lado, la realidad de la cualidad está siendo reclamada en esa insuficiencia, de modo que la propia impresión queda lanzada, desde la cualidad, a un exceso, un más allá de la cualidad, que puede dar cuenta de lo que verdaderamente le permite estar dándose así, con esas cualidades, en la percepción. Es decir, desde cada una de sus cualidades, la impresión se extiende a dar cuenta del sistema que está dándolas a ser percibidas, a ser notadas: “Las cualidades son realidad en la percepción, son la realidad perceptiva de lo que cósmicamente excede de ellas”.[5] No se trata de dos realidades, sino de una misma realidad que está siendo sentida, a la vez, en dos modos: en el modo perceptivo y, desde éste, en el modo de fundamento de esa percepción. Estos dos modos son los que apuntan a dos preguntas diferentes respecto de la misma aprehensión; preguntas que no quedan desligadas, sino que remiten una a la otra, como lo fundado a lo que fundamenta, y viceversa: ¿qué estoy sintiendo?, es decir, ¿cómo se me está dando perceptivamente esta realidad? y ¿por qué la estoy sintiendo así?, ¿qué hay en esta realidad que puede percibirse de esta manera concreta? La unión de las dos preguntas se funda en la misma insuficiencia denunciada en la percepción y en la remisión inexorable a buscar dar cuenta de lo que, con suficiencia, soporta esas cualidades que se muestran insuficientes por sí mismas.

Este doble carácter en que se presentan las cosas en la impresión es lo que Zubiri ha expresado como carácter de “hacia” o “direccionalidad”, que es la pieza básica de todo su análisis sobre la inteligencia y la realidad. Esta direccionalidad es el modo concreto en que está dándose la remisión desde las cualidades que se perciben hacia la unidad que las sostiene: es esa unidad la que está dándose en impresión en esas cualidades. No es sólo que la unidad esté dando las cualidades, como si fueran efluvios o rayos de la propia unidad, sino que es la unidad misma la que está dándose en modo perceptivo. Estar en modo perceptivo no necesariamente implica la misma constitución que puede haber allende el modo perceptivo. En este último, las cualidades están dando la unidad en un cierto modo de estructuración, en tanto revelan configuraciones, matices, estructuras que pueden incluso variar en el curso mismo de la percepción, por no decir de un percipiente a otro.[6] Esta variación es lo que ha hecho llegar apresuradamente a conclusiones que descualifican a las cualidades como verdaderas propiedades de las cosas, de modo que la esencia se imagina descualificada, abstracta respecto de la impresión, y se vuelve un objeto imposible de alcanzar por la percepción sensible (de ahí las posiciones dualistas). Pero Zubiri quiere corregir este equívoco, pues el análisis no permite la descualificación de las cualidades, sino que pide, eso sí, que se las sitúe en la percepción: estar en la percepción no es menos que estar allende la percepción; es simplemente otro modo de darse las cosas,
de manera que la descripción deberá tomar en cuenta esos dos modos de estar, si es que quiere mantener su fidelidad. No habrá una descripción completa si no se da cuenta del estar dándose la cosa en la percepción y, a la vez, de lo que puede estar sosteniendo ese modo de darse en la percepción, aunque eso que sostiene no pueda darse sino allende la percepción, no en ella. Realidad implicará necesariamente estos dos modos: “Realidad no es sólo lo que es la cosa allende la percepción, sino también lo que es en ella”.[7]

Con este tipo de asertos nacidos de su análisis de la cosa misma en tanto percibida, Zubiri complejiza la noción de realidad y, por ende, lo que pueda comprenderse como su esencia. Esta última no puede ser únicamente un elemento abstracto de toda cualidad sensible, sino que las mismas cualidades sensibles están consideradas en la esencia como aquello que se encuentra en la percepción reclamando fundamento, no sólo en su contenido sino también en su propia manera de darse como “sólo en la percepción”. Estas cualidades sensibles ocuparán un lugar en la constitución de la realidad, de modo que es necesario distinguir “dos zonas de realidad: la realidad ‘en’ la percepción y la realidad ‘allende’ la percepción”,[8] y ambas zonas habrán de ser comprendidas en una descripción completa de la realidad de las cosas. Una debe llevar a la otra indefectiblemente mostrando la manera en la que puede constituirse la unidad de la cosa, a la vez en la percepción y allende la percepción. De esta manera, el conocimiento de lo real, que pretende la ciencia, no puede ser “ya sólo una explicación de lo percibido, sino una explicación de la realidad entera del cosmos: es la labor ingente de los conceptos, las leyes y las teorías científicas”.[9] Esta ciencia de lo real, lejos de cualquier reduccionismo, será el trabajo de comprender las cosas en su materialidad, en toda su complejidad, de manera que se dé cuenta plena de su unidad en y allende la percepción.

Es precisamente esta búsqueda la que, según Zubiri, necesita conceptos como “sistema” para poder formularse. El sistema da cuenta de lo que el análisis nos ha permitido considerar: una insuficiencia en las cualidades que revela, exigiéndola, una unidad que las sostiene para darse así, insuficientes para sostenerse en sí mismas y pudiendo solamente sostenerse así como se dan en la percepción. Esta unidad se está presentando precisamente en las cualidades sensibles como lo que les está dando lugar propio (en la impresión y allende la impresión) y suficiencia para estar ahí, en alguna forma de respectividad con todas las otras cualidades que pudiesen o no sentirse, pero que se coligen por la demanda de suficiencia como necesarias. Es en cada una de estas cualidades (o notas) en respectividad donde se está dando la cosa real en su estructuración como suficiencia, en su sustantividad, para sostenerse a sí misma y sostener su presentación en la percepción (su actuación “presentacional”, en términos de Zubiri).[10] Esta estructuración denunciará algunas de sus notas como fundadas en otras fundamentales; y ese discernimiento, que se va haciendo conforme se comprende la estructuración en cuanto se está dando a conocer, es lo que permite distinguir principios constitutivos que determinan el modo concreto de darse de todas las demás notas.

 

El par sustantividad–actualidad. La materia en vía de plenificación dinámica

Lo interesante es que estos principios constitutivos no pueden considerarse al margen de la complejidad propuesta, según la cual la sustantividad ha de sostener, al mismo tiempo, el modo de darse la cosa en sí misma y el modo en que está dándose en impresión. Una nueva cualidad en la impresión pedirá también que la sustantividad deba darse de una manera más rica para poder sostener la novedad, con lo que la cosa misma estará evidenciando un estado de estructuración distinto que toma en cuenta esa riqueza. Si en la impresión se hace posible ver lo que antes no se veía, la cosa misma habrá de estructurarse de tal manera que se pueda sostener en ella lo que ahora se ve, pero también el fundamento que soporta la ceguera anterior con suficiencia. Es decir, no será válido dar por entendido que ya estaba ahí lo que ahora se mira con tanta claridad, y sostener que era nuestra sensibilidad (o nuestros instrumentos) la atrofiada, sino que también deberá entrar en nuestra consideración la posibilidad de una verdadera novedad que pudiese venir por un despliegue y desarrollo de las potencias ya presentes en la sustantividad o, también, de una auténtica innovación que, apoyada en esa sustantividad, ha dado como resultado una cosa nueva, un nuevo sistema, una nueva sustantividad, una trans–sustantivación.

No perdamos de vista, sin embargo, que la posibilidad de esta trans–sustantivación ha implicado también el lugar, el “aquí” propio en que está dándose. Si hay algo nuevo mostrándose en la impresión, esa novedad exige reexaminar nuestro ejercicio de estructuración de la sustantividad para que pueda efectivamente sostener esa novedad. No se trata sólo de una novedad en la facultad que recibe la impresión; pues, de ser así, la novedad no tendría ningún valor en la realidad de la cosa, sino únicamente en la curación de nuestra facultad visiva. Pero en el planteamiento de Zubiri no es así. Puede ser que la novedad sí nos exija una mejor atención a lo que ya estaba, aunque no–visto, en la cosa misma; pero también —y habrá que investigar esa posibilidad— es igualmente válido pensar que ese “ver” es una actividad que apunta a una novedad en la cosa, que esta actividad es principio en su sustantividad, y entra en respectividad con otros principios sistémicos en ella, tomando el papel de fundamento de una nueva manera de sostener con suficiencia toda su sustantividad: la nueva sustantividad que el “ver” ha inaugurado en ella.

De este modo, tenemos que reconocer otra condición en el fundamento de la sustantividad que no puede darse por supuesto en ella. Es la condición de “actualidad”, señalada por Zubiri con la expresión “estar–en”, la cual, aunque no la habíamos explicitado, ha permanecido presente en nuestra consideración desde el principio, cuando nos referíamos a la unidad y a la diferencia del estar en la impresión y el estar allende la impresión. De acuerdo con nuestro autor, este “estar–en” implica “una especie de presencialidad física de este algo”; pero de inmediato aclara que no es la presencialidad lo que formalmente es la actualidad, sino que la presencia es una consecuencia de ella. La actualidad es “estar por ser real”, estar dando de sí lo que constituye sustantivamente en respectividad a lo que también esté dando de sí, antes de cualquier actuación de uno sobre el otro, como condición primordial, por ser real. No implica con esto un cambio en la cosa, aunque todo cambio está fundado en ella; pero es un verdadero devenir en tanto “estar” es estar dando de sí en apertura y respectividad; estarse constituyendo y estar constituyendo esa respectividad en su propio modo de sustantividad.

La consideración de este carácter de actualidad permite a Zubiri concebir la sustantividad no como procesos encerrados en su propia suficiencia, sino abiertos a constitución dinámica en sí mismos y en otros, reconstituyendo unidades más complejas y ricas en sustantividad por trans–sustantivación. Esta reconstitución no necesariamente implica la pérdida de propiedades, sino su resignificación en la nueva configuración de la unidad, de modo que las unidades mayores no abrogan a las menores, sino que se constituyen como una nueva manera en que están o pueden estar. Esa unidad mayor no encontrará su fundamento en lo mismo que lo encontraba la unidad menor, sino que denunciará (como ya vimos en las cualidades sensibles) un fundamento que pueda dar cuenta de su dinamismo sustantivo mayor y de la participación de todos los menores en éste. En virtud del concepto de actualidad, unido al de sistema, sustantividad y estructura, Zubiri se ha dotado de un poderoso aparato para poder considerar los sistemas complejos en los que se estructura la materialidad, desde los procesos de las partículas elementales hasta los laberintos de la evolución de la vida y la conformación de la biósfera e, incluso, la formación de la comunidad histórica. Ignacio Ellacuría fue pionero en la valoración de este entramado conceptual;[11] y varias obras de Zubiri, desde Sobre la esencia hasta la trilogía de Inteligencia sentiente, pasando por los cursos de Estructura dinámica de la realidad y Sobre el espacio, dieron cuenta de la importancia que les concedió su autor.

 

La persona en materia

Sin embargo, a pesar de las muchas indicaciones del interés de Zubiri por introducir el problema del hombre en aquel curso acerca de la materia, las últimas lecciones recogidas dejan evidencia de que el profesor vasco no llegó a plantearlo ampliamente. Es verdad que todo lo que hemos comentado respecto de la materia corresponde a lo que está comprendiendo una “inteligencia sentiente”, e incluso el mismo Zubiri lo indica cuando analiza la percepción;[12] no obstante, no precisa cómo se constituye la persona humana desde la materialidad, como sí lo hace en el caso de los otros vivientes. Y si afirma que la vida resulta en una novedad en el orden material —“Materia viva y materia física son cada una un positivo modo de ser”,[13] y no una propiedad sobreañadida a la materia—, no nos presenta cómo somos nosotros también materia viviente y en qué radica la peculiaridad de ser “materia viva humana” respecto de los demás vivientes. Esto es lo que nos proponemos investigar.

Empecemos con el estilo de trans–sustantivación en que consiste la vida. Apéndices recuperados de aquel curso acerca de la materia indican que la materia viva está, a diferencia de la materia física, en actividad. Este “estar” es el modo propio de actualidad del viviente, que funciona como principio básico de su sustantividad: todo lo que éste vive lo integra en su actividad; todo está ahora en actividad, pues aquél queda orientado intrínsecamente a ésta. La trans–sustantivación que implica la vida lleva consigo, a su vez, una trans–actualización: todo lo que constituye la sustantividad del viviente, lo constituye porque ha sido actualizado en–actividad, como un estar–en–actividad. Eso nos permite comprender la vida como un principio de la sustantividad, precisamente porque trans–actualiza y reclama una sustantividad que soporte esa nueva actualidad: “actualizar es lo propio de un principio”, aclara Zubiri.

Esta trans–actualización en vida, en la actividad de la vida, se da de acuerdo con la índole propia de cada uno de los vivientes, que Zubiri llama “habitud”.[14] La habitud implica también una trans–actualización, en tanto lo que constituye al viviente no conforma la vida del viviente en general, sino la de éste en particular. Qué tanto pueda afectarle el medio donde vive, qué le resulta estimulante y cómo está expresándose esa estimulación, qué puede desestructurar su vida hasta el punto de la destrucción o de llevarla solamente al riesgo de destrucción; todo ello está marcado en el modo peculiar de actualidad que la habitud implica. En los vivientes sensibles —que es lo propio de la vida animal, según Zubiri— la materia misma queda constituida en materia sentiente. El principio de actualidad que rige en esta sustantividad la constituye en patentizadora de lo que está estimulándola; y es la unidad de estos dos aspectos lo que conforma dinámicamente su materia en materia en impresión. Su modo de ser materia en actividad es expresar impresionadamente la orientación de su actividad. En el modo que Zubiri describe como “estimúlico”, ésta queda orientada en una clase específica de impresión. El modo en que se da la impresión marca un ámbito expresivo limitado por un patrón genéticamente establecido. Lo que puede presentarse en la impresión está originariamente, por transmisión genética, enclasado de acuerdo con el mapa preciso de una actividad bajo el régimen de la especie. Toda su actividad es modulada por este principio de actualidad que exige una sustantividad acorde a su límite específico. La trans–actualización se da constituyendo una materia viviente–sentiente bajo régimen estricto de la constitución filética de la especie. Ese régimen puede dar lugar a diferentes grados de independencia entre la percepción y las situaciones en las cuales se inscribe, lo que concede variedad y riqueza enormes a la vida animal; pero Zubiri defiende —a partir de sus conocimientos de los estudios sobre el comportamiento animal— que, “a pesar de su variabilidad, la vida animal es fundamentalmente una vida rígida; su variabilidad es esencialmente ‘plasticidad’ y accionalmente ‘elasticidad’”.[15]

Pero ¿podría darnos esto un indicio de cómo pensar a la persona humana en esta misma línea de pensamiento sobre el dinamismo material? No podemos negar que somos materia viviente y sentiente, como ya expusimos acerca de los animales; pero el análisis que originalmente realizamos de las cualidades sensibles —y la captación de su “insuficiencia” en la percepción que nos reclama pensarlas en diversas zonas de realidad— no sería posible si la impresión solamente diera para la orientación rígida propia de la especie. Todo lo que cae en esa orientación rígida inmanentiza la impresión, de modo que el estímulo queda como un motivo de acción, incluido en la acción misma que se desarrolla extendiéndose en él, explotando todas sus virtualidades en la impresión, constituyendo al viviente en una más o menos rica plasticidad respecto de su situación. Lo que no se da, según el análisis de Zubiri que seguimos, es que el estímulo, la cualidad sentida, denuncie en su aparecer algo “propio” que lo funda, que está dándose en la impresión como tal estímulo o cualidad, pero que no está en la impresión, sino que descansa en sí mismo (aunque la estructura de ese descanso pueda ser tan compleja como el mismo cosmos). Ahí, el principio de actualidad de esta realidad que puede ser así impresionada, el que trans–actualiza en la impresión, exige estar no meramente en actividad, sino en activa receptividad de algo otro que se me da, según las expresiones canonizadas por el análisis zubiriano, “en propio” o “de suyo” cuando se me presenta en esta o aquella cualidad en mi impresión. Es lo que constituye la impresión de realidad.

Este principio de actualidad nos exige considerar que aquí la materia no es meramente viviente y sentiente, sino que es materia sintiendo lo propio de las cosas en cada una de las notas que siente. Es decir, una materia que siente la realidad en cuanto tal, una materia inteligente. Este modo de la materialidad implica una receptividad de lo otro de las cosas en su sentido pleno. Su sustantividad queda exigida por esa trans–actualización en receptividad de lo real en su sentido pleno de dar de sí cabida a esa alteridad, teniendo que hacerse a ella, constituir su propia sustantividad en esa actualidad que es la de receptividad plena de lo propio de lo otro, y no meramente de lo que ya está marcado en algún patrón genético (o en sus habitualidades adquiridas). Al estar en esa plenitud de receptividad, la materia no puede darse por ya hecha, sino que está siempre haciéndose en la alteridad que la impresiona, haciéndose para recibirla con toda su plenitud conforme eso propio de lo otro se va dando. Es en esa receptividad dinámica donde se encontraría el principio de actualidad de la realidad humana y personal. Estamos, por esta trans–actualización, en una trans–sustantivación de una realidad material; cada realidad humana, que se encuentra en vías de ser persona, está constitutivamente prometida y exigida de ser persona.

Lo anterior nos lleva a otra peculiaridad de este dinamismo ligado al principio de receptividad plena de lo real en cuanto tal. Tiene que ver con la prisa con la cual consideramos estas expresiones como “la materia no puede darse por ya hecha”, pues debemos recordar que el principio de trans–actualidad, involucra que lo otro está dándose en el entramado dinámico que implica el prefijo “trans–” y que da razón del uso del gerundio cuando decíamos “siempre haciéndose en la alteridad”. La alteridad no llega en pureza, sino precisamente en el dinamismo material de la trans–actualización, es decir, en respectividad con todo lo ya sentido, y estructurado de algún modo en la impresión,[16] donde exige ser reconocida en su novedad. Es cierto que algo ya ha cambiado; pero esta novedad ha de ser tomada de ese entramado, resaltada en él, atendida, para que no quede sumergida en una estructura rígida que le da sin duda un espacio, aunque injusto, en lo que toca a su novedad. No necesitamos decir que, salvo contadas ocasiones, la mayor parte de las cosas que nos impresionan tienen esta suerte, y algunas quedarán así por mucho tiempo o por todo lo que dure nuestra propia vida. Pero también es cierto que esto no obsta para que se pueda reconocer —y ejercitarse en reconocer— la novedad de lo que impresiona, pues la condición está dada en la misma constitución de la materia sentiente e inteligente que somos, modelando la vida para que la trans–actualización en la que nos pone esa novedad pueda orientar nuestras acciones y vivirse con la máxima plenitud que nos va haciendo posibles. No otro es el esfuerzo que planteó desde sus inicios la fenomenología;[17] pero este esfuerzo nos revela una segunda novedad implicada en la trans–actualización: la realidad personal debe conceder dar acogida a la novedad que la impresiona, haciéndose ella misma nueva, pues convierte su acción libre —acoger en su modo propio como lo hace posible— en principio de actualidad para su propia realidad y para todas las realidades que fundan la impresión así como se está dando: como impresión de su propia realidad y del mundo en trance de darse en otro modo, en trance de novedad. Me parece que en este trance puede comprenderse la afirmación de Zubiri de que la persona humana no es una respectividad meramente cósmica, sino “transcósmica”.[18] La descripción de esta transcosmicidad, que hemos intentado aquí, nos permite ver la articulación precisa de la persona en cosmos, que Zubiri no concluyó en el curso.

Hay en este trance dos principios de sustantividad que se presentan irreductiblemente: el principio del mundo que se mundifica y el principio de la persona que se personifica. No es solamente la resolución de una situación que probaría la capacidad que tiene un viviente de integrar la situación en su esquema sentiente específico. La persona debe dar de sí una forma propia para acoger el mundo que se le da así (en impresión de lo que siente), y esa forma aparece como una creación libre: el mundo habrá de probarse como suficiente para poder sostener no sólo lo sentido, sino también la forma creada por la persona para acogerlo e, incluso, a la persona como principio de libre creación. De esta última, sin embargo, el mundo no puede dar cuenta suficiente; y así la persona puede conocerse como principio de sí misma, aunque también puede conocerse al realizarse desde su principio propio, como deudora en muchos aspectos de su realización. Este conocimiento de la persona, en su peculiar manera de ser principio, convierte la pura receptividad en responsabilidad y responsorialidad: la persona vive sus propias acciones como fundadas en su realidad como principio básico de su sustantividad; las vive como respuesta a lo que recibe en impresión y que le está dando al mundo como dinamismo fundante en la impresión. La persona se constituye en la misión de estar siendo, en cada impresión, más persona en el mundo, creando formas de habitarlo que hagan de él más realidad fundante para que las personas sean más personas.

 

Tomó, dio gracias, lo partió y lo dio

Esta última parte que he descrito no aparece ya en el curso acerca de la materia (aunque puede seguirse en el conjunto de la obra zubiriana, especialmente en Inteligencia sentiente y Estructura dinámica de la realidad); sin embargo, es posible conectarla también —y encontrar en ella una buena manera de presentarla— con la exposición que hace Zubiri sobre la religación y la tensión teologal en El hombre y Dios y en otros escritos sobre problemas teológicos. De modo que hay razones para detenerse en la descripción del dinamismo humano personal en la materia, ya que también puede extenderse para dar cuenta de una de las apuestas más ambiciosas del proyecto zubiriano: describir el modo como Dios está presente en la materia (o la materia en Dios, como principio trans–actualizante) y el modo peculiar en que esto queda realizado en la encarnación de Jesucristo. De esta manera, la exposición del “materismo” zubiriano[19] podría ofrecer también un terreno fértil para establecer un diálogo fecundo entre esta teoría de la realidad y la teología, que parecería faltar en tiempos donde el problema teológico aparenta ser arrinconado en los dominios de lo cultural, de lo sentimental y de la interpretación.

Para esta parte tomaré como motivo el último escrito que Zubiri elaboró y presentó en la Universidad de Deusto, en la lección inaugural de 1981–1982, cuando se le otorgó el doctorado honoris causa: “Reflexiones teológicas sobre la eucaristía”.[20] Este texto resulta interesante, en conexión con el curso acerca de la materia, porque en él aparecen de nuevo, y en un modo muy central para la argumentación, los dos términos clave que hemos seguido en nuestra presentación anterior, trans–sustantivación y trans–actualización, ahora referidos a la acción de Cristo.[21] Sin embargo, Zubiri describe esta acción sólo a partir de uno de los cuatro verbos, “tomar”, que la liturgia nos ha dejado para conmemorar este momento. Me parece importante ampliar este análisis de la acción de Cristo desde los cuatro verbos, con el fin de describir el modo en que Dios está presente en la materia; no sólo en la persona del Verbo encarnado, sino también como presencia trinitaria. Por eso no seguiré todo el análisis de Zubiri en este artículo, sino sólo aquello que me permite dar cuenta de esa actualidad de Dios en la materia.

Tomó. Jesús toma el pan. Este pan es ya una realidad trans–actualizada, que queda en función de la vida de los comensales: es alimento. Zubiri lo presenta así, siguiendo a Buenaventura y contra Tomás, pero no da cuenta suficiente de la trans–actualización que ya implica el ser alimento. El pan que está tomando Jesús es principio de actualidad de una comunidad que ha comido y trabajado ese pan. Jesús, para tomar el pan, lo recibe de esa comunidad que se actualiza en él. La comunidad ha trans–actualizado tanto el pan como el mundo que lo sostiene para ser ese pan, para convertirlo en alimento disponible para cualquiera que pueda tomarlo. Para ello, la comunidad actualiza, en su misma acción de dar el pan, su propia recepción del mundo que brinda sostén a ese pan que da. Así hace presente su receptividad y también la novedad que se le está dando en el pan–alimento que está haciendo posible. Por ambos lados, las personas humanas se constituyen en su esencia de receptividad, precisamente recibiendo lo que ellas no son, dándose un modo en que puedan recibirlo.

Este doble modo expresa lo que Zubiri ha tematizado como religación, constitutiva en la realidad personal. La religación está dando a las personas poder de ser tales, instándolas a encontrar el modo propio en que puedan dar de sí en la concreción de las cosas que constituyen el mundo. En la religación está actualizándose el fundamento del poder de trans–actualización que ha trans–sustantivado el mundo para dar el pan–alimento y ha trans–sustantivado a las personas de modo que se realicen como necesitadas, deseosas y satisfechas con el gozo de ese pan. En ese modo de estarse dando al mismo tiempo la realidad del pan y de las personas se funda la petición “danos el pan de cada día” que, Zubiri recuerda, es el pan del sustento material. Esta petición actualiza en el pan a las personas que se reciben trascendidas por una alteridad que les permite recibir y recibirse así en el pan: ellas se actualizan como pudiendo ser principio de su propia personificación, tomando el pan o pidiéndolo si no lo tienen; y el mundo se trans–actualiza como sistema de respectividad en donde las personas se hacen capaces de dar a otras lo que necesitan para su sustento. El pan–alimento revela así, en la receptividad constitutiva de las personas, una remisión hacia una alteridad que es fuente, al mismo tiempo, de la propia persona que toma el pan y de lo que constituye al mundo como fuente de posibilidades para una personificación que implica tomar el pan, a la vez, materia física, materia viviente, materia personal y comunitaria, que recoge de las anteriores y se entrega en trabajo para dar el pan.

Esta realidad fontanal, que es principio de trans–actualización y trans–sustantivación de las personas y del mundo, no es meramente trascendente, sino “transcendificante”, como expone Zubiri: “religados al poder de lo real de las cosas, Dios nos arrastra en ellas hacia Él justamente al ir a las cosas y al estar en las cosas mismas. Por ser transcendente en las cosas, Dios me hace transcender; es, si se me permite la expresión, ‘transcendificante’”.[22] En esa transcendificación, en la trans–actualización en las personas y del mundo para éstas, es donde se actualiza la realidad fontanal de Dios, tomando como principio de actualidad la realidad que las afecta, las arrastra sentientemente a su realización más plena; es decir, Dios se está actualizando en la realidad material en cuanto la materia queda trans–actualizada en el ámbito de su poder de dar cada vez una más plena personificación. Persona, comunidades personales y mundo están así, cada uno en su propio modo, viniendo a realizarse en el poder de esta alteridad, que es principio fontanal de personificación, que está haciendo posible que en el mundo se den personas.

Dio gracias. Este segundo verbo profundiza la experiencia que comenzamos a describir en el “tomar”. Si el tomar el pan–alimento ya nos remite a una alteridad a la que se le puede pedir, también nos remite a la acción de esa alteridad que nos lo ha dado. El pan que podemos tomar es manifestación de su don, que atraviesa nuestra propia realidad como principio de personificación y la realidad del mundo historizado también como fuente de posibilidades para esa personificación. En el mundo historizado, el don se expresa especialmente en las personas que han dado el pan, que lo han tomado como principio de actualidad para su propia personificación a favor de sí mismas y de otros. Por eso, en buen discernimiento de lo que está dándose en esa actualidad, a tomar el pan le seguiría dar gracias. Se da gracias uniendo en esa acción a cada una de las realidades con la fuente y actualizando a la fuente primigenia del don como principio de comunicación en todas ellas, que las constituye en comunión. Esta comunión es una trans–actualización de todas esas realidades bajo un nuevo principio de sustantividad: todas están realizando el don en su suficiencia última, absoluta. De esta manera, el don está pidiendo ser recibido en ellas como verdadero principio de comunión; está pidiendo actualizar cada una de las cosas reales, cada una de las personas que constituyen el mundo como viniendo del don y dándolo.

Cuando Jesús da gracias al tomar el pan da cuenta del don que se le está dando en el modo concreto en que se le está dando. No es solamente lo que del don está en impresión, sino que aquello en impresión anuncia el don que sostiene a ésta. La alteridad se nos hace presente en el don, en tanto se nos va entregando, anunciando la plenitud todavía por darse, por venir de esa misma alteridad como última suficiencia, fuente absoluta del don que atraviesa dándoseme en la realidad. Podemos pensar aquí que esa realidad quizá no sea del todo material. Zubiri no lo niega y nosotros tampoco; pero no cabe duda de que también la materialidad, que está a la base de la impresión, es el modo en que esa alteridad se nos hace presente sentientemente. Es su actuación “presentacional” en la misma materia, denunciando insuficiencia de un modo eminente, en tanto que en esa presentación contingente se está dando un vestigio de lo absoluto, todavía por venir a dar más hasta plenificar la realidad. Esa fuente absoluta del don que plenifica a la persona y al mundo como hogar de personas es lo que llamamos, en grado excelso, “bondad”, “bondad absoluta”. Al dar gracias, Jesús da testimonio de esa alteridad que siempre está dando más, que es principio ya activo de todo don; está ya dándose y consiste precisamente en dar siempre más. Él mismo, en su propia realidad material necesitada de alimento, cuando toma el pan, está recibiéndose como beneficiado por ese don. Por eso se le impone, con la fuerza de la verdad, la gratitud. Podría rehusarse a dar asentimiento a esa verdad; pero se negaría la posibilidad de trans–actualizarse en beneficio (es decir, en algo que hace bien) y quedaría constreñido en los límites que su realización pudiera darle, sin reconocimiento de esa alteridad que es fuente de toda bondad.

Lo partió. En el ámbito de ese don, Jesús parte el pan que ha tomado. Su acción hace presente, en la actualidad del pan, el carácter divisible de la materialidad. En su insuficiencia, las cualidades sensibles nos han actualizado la unidad “allende” que las funda como momentos múltiples suyos. Esa unidad es la que está tomando cuerpo en la multiplicidad de las notas, las incorpora en su propia realidad unitaria; y cada una de ellas, o las configuraciones de ellas, se actualizan como partes de esa unidad. Zubiri reconoce ahí una forma de actualidad que llama “somática”. El “soma” es la actualización de la unidad de la cosa en sus partes, físicas o procesos, acciones, etcétera. Fundada en esa actualidad somática, la partición del pan–alimento no implica la pérdida de su unidad, sino, por el contrario, hace posible que “extienda” su actualidad como alimento. Una migaja de pan podría parecer insignificante para un ser humano; pero no por ello deja de actualizar la posibilidad de ser alimento si se dan las condiciones en su sustantividad para sostener esa actualidad: una de ellas es la necesidad, el hambre de un viviente. Como hemos dicho antes, esa sustantividad no sostiene al pan solamente como una cosa física, sino en su actualidad como alimento y, por tanto, todo el entramado físico y humano, en la fuente del don.

De manera que, cuando Jesús parte el pan, no solamente toma el pan–alimento, sino que actualiza en él esa unidad que lo sostiene tan pronto se extiende para alcanzar, con sus partes, a quienes lo necesitan. Es la expresión del estado en que Jesús se encuentra al momento de partir el pan, como dice Zubiri, el “estado de su pasión y muerte”,[23] donde reconoce la grave situación de necesidad a la que urge dar una forma de remedio. Partirlo es una acción libre de Jesús que responde a esa urgencia; le da al pan–alimento una forma concreta, personal, para actualizarse en el mundo como principio de comunión entre quien lo parte y quien lo necesita. Zubiri se refiere a esa comunión como “banquete”,[24] donde quien parte el pan se actualiza en su cuerpo como principio posibilitante de esa comunión. El banquete es la propuesta con la cual Jesús responde libremente a la situación de pasión y muerte que enfrenta. Trans–actualiza la situación de pasión y muerte en situación de banquete; y para ello toma formalmente el pan como principio de actualización de su propia persona, como principio posibilitante de comunión: al partir él este pan, su propia persona se hace presente como fundamento para este banquete. Jesús “modaliza”[25] su principio de actualidad, se trans–actualiza incluyendo al pan partido en su soma, pues expresa en él su propia realidad personal como un cuerpo que se ofrece como invitación a un banquete. El banquete es un modo concreto en que las cosas se orientan materialmente para sanar el hambre de los necesitados.

Lo dio diciendo… En esta concreción de la acción, Jesús se realiza en asentimiento libre con la fuente de bondad, co–actualizando el beneficio para las personas en su propio cuerpo y en el pan. Se actualiza así la unidad formal de Jesús, en su libre entrega, con la entrega libre en que consiste la realidad fontanal. En el don se actualizan en unidad la realidad libre de Jesús y la libre y absoluta realidad fontanal. Están unidas en el mismo principio de bondad, al modo de una realidad material, la de Jesús, y una realidad fundante, la de Dios. El grado de perfección suprema en esta unión es objeto de confesión de fe; pero la unión de la realidad humana y la divina en la bondad es una oportunidad para pensar la gracia vivida humanamente. En la acción de Jesús se actualiza un modo personal de estar en un mundo que le da “así” el pan, actualizado en situación de pasión y muerte, es decir, en violenta resistencia a que el hambre sea saciada y a que el beneficio que Jesús ofrece llegue a su cumplimiento. La acción libre de Jesús crea, en esa situación de violencia, una posibilidad de recibir su acción como ese principio favorable para la vida de otros, de la persona que decide apoyar su propia realización en esa acción libre y, así, realizarse en seguimiento de esa acción libre. Esta segunda realización en la posibilidad abierta por Jesús pide una creación libre de un modo de ser seguidor que va más allá de la pura receptividad del beneficio, pero que se funda en ella. Por la acción libre de Jesús, la realidad material, viviente, personal, histórica, se realiza en seguimiento del don, es decir, de la realidad fontanal.

La transcendificación que actualiza la realidad de Dios como dador de vida se actualiza ahora también como orientación del don de esa realidad encarnada en Jesús y en sus seguidores; como respuesta y remedio de la necesidad de otras personas a lo largo de la historia. Es la trans–actualización de la realidad comunitaria humana en ecclesia, unidad de actualidad en donde cada persona queda trans–actualizada como soma de Jesús, como cuerpo en que Jesús está extendiendo la salvación que se actualiza en el pan que se da y se comparte en seguimiento suyo. Es la “incorporación al cuerpo de Cristo” que realiza la razón formal de la eucaristía, donde toda la materia queda orientada a transcenderse (trans–actualizarse en esa unidad de actualidad dando así principio a la trans–sustantivación) para que pueda gobernar en ella un principio responsorial a la necesidad de las personas. Este principio ha de realizarse libremente por cada persona, creando ellas su modo propio de alcanzar la vida de aquellas personas a quienes beneficia. La vida eclesial se enriquece y la transcendificación se actualiza como un proceso que da a la historia y al mundo, también en su materialidad, su orientación última, es decir, su destino propio y final. La realidad fontanal se nos actualiza así como el Señor de la Historia, en quien, por su acción libre, le ha dado espacio de manifestación en su propio cuerpo realizándose materialmente en el mundo. Es el modo concreto del amor mutuo entre las personas el que, como dice San Juan, constituye el único modo en que podemos, en nuestra humanidad, conocer a Dios.[26]

 

Fuentes documentales

Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2019.

Zubiri, Xavier, El hombre y Dios. Nueva edición, Alianza, Madrid, 2012.

——   Espacio, Tiempo, Materia. Segunda edición, Alianza, Madrid, 2008.

——  Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid, 2006.

——  “Reflexiones teológicas sobre la Eucaristía” en Estudios eclesiásticos: Revista de investigación e información teológica y canónica, Universidad de Deusto, Bilbao, vol. 56, Nº 216–217, 1981, pp. 41–59.

 

[*] Doctor en Filosofía por la Universidad de Comillas. Profesor del ITESO. parl@iteso.mx

 

[1].    La edición anterior había sido preparada por Antonio Ferraz en 1996.

[2].    Xavier Zubiri, Espacio, Tiempo, Materia. Segunda edición, Alianza, Madrid, 2008, p. 424.

[3].    El mismo editor de la nueva edición lo señala en la nota 38, p. 438, en referencia al comentario con el cual Zubiri cerraba el párrafo: “El hombre posee, pues, una estricta sustantividad. De ello y de su articulación más precisa con el cosmos nos ocuparemos después más detenidamente”.

[4].    Ibidem, p. 339.

[5].    Ibidem, p. 345.

[6].    Ibidem, pp. 337–338.

[7].    Ibidem, p. 340.

[8].    Idem.

[9].    Ibidem, p. 345.

[10]Ibidem, p. 338.

[11].  Por ejemplo, su inacabada —pues lo asesinaron en 1989 antes de poder terminarla— Filosofía de la realidad histórica (Ignacio Ellacuría, Filosofía de la realidad histórica, Madrid, Trotta, 1991) y los artículos que publicó anteriormente sobre estos temas y que preparaban esta magna obra; entre ellos, especialmente, “La idea de la estructura en la filosofía de Zubiri”, publicada en Realitas I. Trabajos 1972–1973. Seminario de Xavier Zubiri, Sociedad de Estudios y Publicaciones/Editorial Moneda y Crédito, Madrid, 1974, pp. 71–139.

[12].  Xavier Zubiri, Espacio…, pp. 330–335.

[13]Ibidem, p. 558.

[14]Ibidem, p. 571.

[15]Ibidem, p. 598.

[16].  Esto es lo que Zubiri llama “instalación”; véase Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid, 2006, p. 15. Aun cuando primariamente sea instalación en la realidad, ésta se nos da ya actualizada en diversos modos de estar en ella, cargados con su propio peso, y presiona, como marco, a toda novedad en la impresión, y puede implicar ya no la instalación de la persona, sino su obturación. Sobre esta dualidad de instalación y obturación se juega el problema del poder, como he analizado en un trabajo anterior. Véase Pedro Antonio Reyes Linares, La Realidad del Poder, tesis de Maestría en Filosofía Social, iteso, Tlaquepaque, 2005. Puede consultarse en https://www.academia.edu/28253343/La_Realidad_del_Poder-Tesis

[17].  Por eso me parece que es un error considerar a Zubiri solamente como un crítico de la fenomenología, y no como una manera de continuar esa intención primera. He intentado demostrarlo en la primera parte de mi tesis doctoral inédita. Véase Pedro Antonio Reyes Linares, Sobre la Disyunción. Una clave fenomenológica en la filosofía de la realidad de Xavier Zubiri, tesis de Doctorado en Filosofía, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2015.

[18].  Xavier Zubiri, Espacio…, p. 437.

[19]Ibidem, p. 424.

[20].  Véase Xavier Zubiri, “Reflexiones teológicas sobre la Eucaristía” en Estudios eclesiásticos: Revista de investigación e información teológica y canónica, Universidad de Deusto, Bilbao, vol. 56, Nº 216–217, 1981, pp. 41–59.

[21]Ibidem, pp. 48 y 55.

[22].  Xavier Zubiri, El hombre y Dios. Nueva edición, Alianza, Madrid, 2012, p. 213.

[23].  Xavier Zubiri, “Reflexiones teológicas…”, p. 54.

[24]Ibidem, p. 57.

[25] Ibidem, p. 55.

[26].  1 Jn 4.

 

El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica

Pablo Igartua Martínez*

Recepción: 29 de noviembre de 2019
Aprobación: 17 de agosto de 2020

 

Resumen. Igartua Martínez, Pablo. El problema de la fundamentación de la moral: una perspectiva deontológica. Es fácil actuar siguiendo ciertos preceptos y normas morales, como también lo es predicar la propia moral; fundamentarla, en cambio, es complicado. Ante semejante tarea, compleja e incluso inacabable, lo que propongo en este artículo es reflexionar sobre el camino abierto e iluminado por tres propuestas específicas que podrían denominarse éticas deontológicas: la fundamentación kantiana, la ética del discurso de Apel y Habermas, y el contractualismo rawlsiano. Arguyo que hay elementos compartidos por las tres posiciones que resultan esenciales para erigir los cimientos de una posible fundamentación de la moral en los tiempos —de relativismo y  desorientación, de subjetivismo y emotivismo— que corren en la actualidad: la exigencia de universalidad de los principios morales y de las máximas de acción, la defensa a ultranza de la libertad y de la autonomía de todos los seres humanos para autogobernarse y autolegislarse, y el interés por alcanzar, finalmente, un consenso que pueda ser aceptado por todos.

Palabras clave: fundamentación de la moral, éticas deontológicas, Kant, Apel–Habermas, Rawls.

 

Abstract. Igartua Martínez, Pablo. The Problem of the Substantiation of Morality: A Deontological Perspective. It is easy to act by following certain moral precepts and norms, just as it is to preach one’s own morality: substantiating it, on the other hand, is complicated. In the face of such a task—complex and even never–ending—what I propose in this article is to reflect on the path that is opened up and illuminated by three specific proposals that could be called deontological ethics: Kantian substantiation, the ethics of Apel and Habermas’s discourse, and Rawlsian contractualism. I argue that there are elements common to the three positions that prove to be essential for laying the foundations for a possible substantiation of morality in the midst of the relativism and disorientation, the subjectivism and emotivism that characterize our present times: the demand for universality of moral principles and maxims for action, the all–out defense of freedom and the autonomy of all human beings to self–govern and self–legislate, and the interest in reaching, eventually, a consensus that everyone can accept.

Key words: substantiation of morality, deontological ethics, Kant, Apel–Habermas, Rawls.

 

Este es un problema cuya excesiva dificultad se atestigua por el hecho de que no sólo los filósofos de todos los tiempos y países han fracasado con él, sino que incluso todos los dioses de Oriente y Occidente le deben a él su existencia.[1]

— Arthur Schopenhauer

 

Como el título indica, el propósito de este escrito es reflexionar acerca del problema de la fundamentación de la moral. Es un problema muy complejo que, al igual que la Tebas de las cien puertas, puede ser abordado desde muchos lados y, a través de todos ellos, unos más unos menos, acceder directamente al centro de la cuestión. He decidido emprender mi marcha por la puerta de las éticas deontológicas porque a mi parecer es la opción más convincente, sobre todo en nuestros tiempos, para intentar fundamentar verdaderamente la moral.

En las tres posiciones deontológicas que abordaré a lo largo de mi argumentación —la fundamentación kantiana de la moral, la ética del discurso de Apel y de Habermas, y el contractualismo rawlsiano— hay algunos elementos compartidos que me parecen de vital importancia: la exigencia de universalidad de los principios morales y de las máximas de acción, el énfasis profundo en la libertad y la autonomía de cada uno de los seres humanos convertidos en legisladores —es decir, una apuesta por la capacidad de autodeterminación y autolegislación humana—, y la propensión a alcanzar (sobre todo en Apel y en Habermas, aunque también en Rawls de manera hipotética), por medio del discurso argumentativo, un consenso acerca de cuáles son las normas que podríamos aceptar como válidas para todos.

Ahora, ¿por qué creo que éstos son elementos que podrían servirnos para intentar fundamentar la moral en nuestra situación actual? O, mejor dicho, ¿cuál es la situación actual en la que nos encontramos? En sus Lecciones de ética, Ernst Tugendhat asumió la necesidad de realizar un diagnóstico de nuestro tiempo:

Nuestra situación se caracteriza por el hecho de que, o bien quedamos atrapados en un relativismo de las convicciones morales, lo que quiere decir, como intenté mostrar antes, que deberíamos abandonar la moral en sentido habitual, o bien debemos buscar una comprensión no trascendente de la justificación de los juicios morales.[2]

Considero que el diagnóstico es muy certero. El suelo sobre el que estamos parados se presagia —y esto lo digo sin afán de ser melodramático ni de llegar al extremo del patetismo y del recurso hiperbólico— francamente sombrío, difuso, tal vez hasta tortuoso. La situación misma parece ser la que nos empuja y nos obliga a tomar ese primer camino que señala Tugendhat: el camino del subjetivismo moral y del relativismo que, tarde o temprano, desemboca en el abandono de las convicciones morales y, junto con ellas, en el de la posibilidad de toda moral. O, tal vez, más que en el abandono de toda moral, en la exaltación de una moral débil y lastimera, de una moral diletante, arrimadiza, convenenciera; de la moral de la resistencia impávida, pero no por valor ni arrojo, sino más bien por dejadez y cobardía, ante la crueldad y el sinsentido de todo cuanto hay. De aquí al nihilismo radical hay un solo paso, pues la resolución consecuente de una moral de este tipo no podría ser más que una sola: “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.[3]

El otro camino, el de la búsqueda de una fundamentación de la moral o, siquiera, de un esclarecimiento de la cuestión que ofrezca algún sostén sobre el cual apoyar el sentido de nuestra existencia y de toda nuestra experiencia cotidiana de la moralidad, me parece un camino más complicado, pedregoso, hostil y, por supuesto, solitario. Se trata del camino filosófico, el del verdadero pensar que se pregunta por el fundamento; un pensar que cuestiona las posibilidades y la verdad de la cosa misma, aunque siempre teniendo en cuenta, como si tuviéramos todos nosotros un Cerbero furioso y atento asegurándose de nuestra honestidad intelectual y custodiando nuestro caminar justo y recto, que no podemos arrancarnos la propia piel, que no podemos, tramposamente y como quien no quiere la cosa, saltar sobre nuestra propia sombra, esto es, que no podemos pasar por alto la temporalidad, la historicidad, el carácter de apertura e indeterminación. En una palabra: que no podemos eludir la inexorable y radical finitud humana. Pero también, acaso, y sobre todo en estos tiempos de desorientación, podría ser el camino en el que resplandece con más fuerza la tarea señorial de la filosofía.

En mi opinión los pilares fundamentales que comparten las tres filosofías morales ya señaladas bajo la denominación de éticas deontológicas son elementos que nos pueden dar mucha luz y empuje en el intento de dar sentido a la experiencia moral en nuestros días, pues ninguna de ellas dice qué se tiene que hacer en una situación específica; ninguna dice cuál es el contenido de lo moral, sino que, sencillamente, su carácter formal puede lograr orientar la acción humana concreta, pues nos exhorta, por medio de sus exigencias, a emprender la búsqueda por nuestra propia cuenta, a ser nosotros mismos quienes nos gobernemos por medio de normas que, libremente, decidamos, acatemos y respetemos.

Sin embargo, a menudo se suelen escuchar muchas versiones del mismo cuestionamiento que busca desdeñar la idealidad de los argumentos de las éticas deontológicas. Se entiende que estas éticas no son descriptivas, sino normativas, formales o procedimentales, y suelen recurrir a elementos ideales, a constructos contrafácticos, a parámetros que van más allá de lo que podemos constatar a través de nuestra experiencia. Por ello, un argumento común es tratar de desestimarlas apelando a la famosa falacia naturalista acuñada por el filósofo analítico George Edward Moore y que ya había sido ilustrada por Hume en el Libro iii de su Tratado de la naturaleza humana:[4] no se puede dar el paso del ser al deber ser sin desviarse del camino recto. Bien, estoy de acuerdo; pero no creo ser la única persona inconforme con el estado actual en el que se encuentra la moral, pues cedemos poco a poco ante el subjetivismo, el emotivismo y el relativismo, y nos decantamos por renunciar de una vez por todas a justificar y defender la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, en favor de un cosmopolitismo multicultural y de un pluralismo de convicciones que parece engullirnos a todos y dejar la reflexión filosófica sobre la moral en un estado de laxitud y escisión. Por eso me pregunto si tal vez, sólo tal vez, ir más allá del ser al deber ser sea justamente lo que necesitemos.

Vale la pena matizar lo que estoy diciendo. Sé bien de los peligros que implica dejar volar la imaginación en esos vastos cielos del deber ser. No soy ingenuo ni ciego ante la posibilidad de desembocar en fundamentaciones religiosas obsoletas y en fruslerías tanto conservadoras y retrógradas como disparatadas e irrisorias que nunca podrían llegar a darse en la vida real. Pero estoy convencido de que no llegaríamos hasta ese extremo porque las propuestas deontológicas en las que estoy pensando tienen muy bien clavados los pies en la tierra. Si van a ese mundo del deber ser para intentar fundamentar la moral es porque se trata de una moralidad que ya opera, de hecho, en la razón común de las personas, pues siempre compartimos ciertas intuiciones morales. Por ello, fundamentar implica esclarecer y, de ahí, dirigir la acción según ese marco de referencia; no tejer naderías metafísicas y buscar aplicarlas a un mundo ajeno a esas construcciones abstractas.

Asimismo, también me pregunto si, en estos tiempos en los que se miran con mucha sospecha las propuestas que tratan de universalizar las máximas de acción, no sería precisamente esta exigencia de universalidad e imparcialidad lo que, tal vez más que nunca, necesitamos. Así, frente a la reticencia actual al universalismo, por lo que éste puede tener de abstracto, uniformador y negador de la diferencia y de la heterogeneidad de concepciones morales, se trataría más bien de lograr instaurar un universalismo desde el cual se afronten problemas comunes, reales y compartidos por pocos o por muchos, sin negar las diferencias ni las singularidades culturales, resguardando siempre la libertad irrebatible de cada uno. Y eso sería posible por el carácter tanto formal como procedimental de las propuestas de Kant, de Apel–Habermas y de Rawls; pues con esta cuestión del universalismo tiene que ver un elemento fundamental de la propuesta deontológica que a mí me interesa. Me refiero a la exigencia de poder querer universalizar las máximas de acción y los preceptos morales. De hecho, éste es el punto de partida de Kant en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres; el cual, además, es compartido como elemento principal por la ética del discurso y por el contractualismo rawlsiano.

¿Cómo llega Kant a ese punto de partida? Para empezar —y esto es algo que me parece muy relevante— se trata de una exigencia que, en un primer momento, va dirigida específicamente al recinto subjetivo del agente. No a las acciones ni a las consecuencias de éstas, sino a la intención, a la voluntad humana que cada uno pueda tener en cada caso, pues esto es lo único que podría ser bueno en sí mismo, sin importar las contingencias exteriores o las inclinaciones de diversa índole: “No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad”.[5] Semejante voluntad brillaría cual joya inusitada que posee su pleno valor en sí misma. Esta noción de buena voluntad resulta valiosa porque cualquiera la puede comprender y, probablemente, cualquiera podría asumirla como criterio para medir y valorar la moralidad de todas sus acciones. En efecto, si albergamos buenas intenciones, podríamos considerarnos morales.

Ahora, si lo único que hace buena a una buena voluntad es su querer, ¿qué es lo que debe querer la buena voluntad? El debe de la pregunta no es en ningún sentido accidental, pues el buen querer de la buena voluntad es un deber. De hecho, una buena voluntad lo que quiere es el deber por el deber mismo. Es en nuestro interior donde se decide todo: “Precisamente ahí se cifra el valor del carácter, que sin parangón posible representa el supremo valor moral, a saber, que se haga el bien por deber y no por inclinación”.[6] Entonces lo único que debe determinar mi acción es la máxima de dar cumplimiento a una ley. ¿Cuál es esa ley?

Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las acciones en general, que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en ley universal mi máxima.[7]

Para obrar moralmente, lo que debo hacer es limitarme a comprobar si pudiera querer ver convertida mi máxima en una ley con validez universal, es decir, conjeturar si cualquier otra persona, sea quien sea, podría también querer que esa máxima pudiera ser adoptada por cualquiera en todo momento y circunstancia.[8] Se trata de una pregunta que tendríamos que hacernos a nosotros mismos, cada uno y en cada caso, para valorar nuestras acciones. En este sentido, resulta similar a la pretensión de imparcialidad que busca Rawls al plantear las condiciones ideales de la posición original. Si se exige imparcialidad es porque la ley tiene que ser absoluta, tiene que ser válida para cualquier ser humano. El filósofo estadounidense lo que busca es exhortarnos a que, al menos desde el punto de vista ideal, pensemos desde la perspectiva de la imparcialidad. Es un ejercicio mental que cada uno debería hacer, y me parece que el imperativo categórico kantiano funciona de igual manera.

Por otra parte —y esto tiene que ver con el segundo elemento que considero fundamental—, lo interesante es que se trata de una ley que nos imponemos a nosotros mismos como necesaria de suyo. La forma del imperativo es “debes hacer tal y cual cosa, y punto”. No obedece a ninguna autoridad externa, sino que es un mandato que nosotros mismos, como seres racionales, nos damos. Se trata de una idea que estimo loable: cada uno de nosotros es, ineludiblemente, su propia autoridad moral. Por eso Kant habla de autonomía. Los seres humanos, por ser tales, compartimos cierta personalidad, cierta dignidad inherente que nos permite ser capaces de autodeterminarnos y autolegislarnos. Pero para ello, primero hay que ser libres. MacIntyre escribe en su Historia de la ética que “el debes del imperativo categórico sólo puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido, debes implica puedes”.[9] La libertad, pues, es el presupuesto último de toda moralidad.

Del mismo modo, es evidente que, para que funcione, el deber no puede ser una mera coacción, sino que se tiene que querer. Querer el imperativo sería querer el deber de mi autodeterminación y la compatibilidad con la autodeterminación universal de los seres humanos. Es decir, la ley de la autonomía ordena a la voluntad la autodeterminación universal. Por eso el presupuesto de estas éticas es que hay libertad, igualdad y dignidad intrínsecas a todos los seres racionales. Creo que esto funciona bien para nuestra sociedad individualista y liberal, y por eso me convence: permite que los individuos sean moralmente soberanos por sí mismos. Esto implica, además, que no hay autoridad externa que valga como fundamento: sólo la ley moral que sale del interior y que cada uno tiene el deber de respetar.

Rawls también pone mucho énfasis en la autonomía y en la libertad de los individuos. Se trata de que sean los mismos seres humanos quienes decidan bajo cuáles reglas quieren vivir. Por eso la propuesta de Rawls es contractualismo. Pero lo específicamente peculiar de él es cómo configura y plantea la situación contractual, pues propone elementos ideales para confeccionar esa posición necesaria de imparcialidad. No hay que olvidar que la pretensión rawlsiana era elaborar una concepción político–moral aplicable a la organización social y política bajo condiciones modernas, es decir, aplicable a nuestras democracias constitucionales y liberales. Por algo configura así su contractualismo y por algo toma como presupuesto varias cosas. Por ejemplo, Rawls presupone que los principios de justicia serían el resultado al que se llegaría partiendo de la posición original en la que impera el velo de la ignorancia, lo que supone fuertes restricciones al conocimiento poseído por las partes contratantes, a fin de impedir que los principios de justicia sean elegidos en función de la concreta situación que cada uno puede llegar a ocupar en la estructura social. Se presupone que esas personas, libres e iguales, son capaces de actuar tanto racional como razonablemente, es decir, de cooperar con los demás sin renunciar a su propio interés. Sólo así sería posible la convivencia y la cooperación en sociedades modernas en las que reina una pluralidad de concepciones del bien y, por tanto, de máximas de acción.[10]

Ya ha quedado claro el porqué de la exigencia de universalizar las máximas de acción. Sin embargo, seguimos en la mera formalidad: cada uno se tiene que dar su propio contenido a sí mismo. Éste podría ser un punto sumamente problemático desde ciertas perspectivas. El propio Rawls podría objetar que, aunque la ley pueda ser universal, no asegura que por ello sea justa. El problema es que no hay contenido concreto. Otro problema ocurre al intentar justificar mi máxima de acción frente a otras personas. ¿Qué pasa si las máximas que supuestamente universalizamos no son, en efecto, aceptadas por todos? ¿Cómo decidir cuál máxima sí y cuál no?

Ante este cuestionamiento la ética del discurso efectúa una transposición dialógica del imperativo categórico. Apel dejó muy en claro que hay una interacción humana, a la que él denomina racionalidad comunicativa, que apela al entendimiento de quienes participan en esa comunicación y que busca, en última instancia, el consenso. Por tanto, convencer de manera racional al otro de que acepte como válidas las máximas de acción y las normas morales que yo acepto como válidas es posible mediante el discurso argumentativo. ¿Por qué es así? Según Apel, cuando alguien argumenta con sinceridad respecto de una pretensión de validez, está presuponiendo algo: una comunidad ideal de comunicación (o una situación ideal de habla, en términos habermasianos). Éste sería el a priori de la ética. Evidentemente se trata de un ideal: es el presupuesto de que uno está argumentando bajo las mejores condiciones posibles y se asume que si se argumenta con verdadera sinceridad, la argumentación puede trascender el contexto propio.

Entonces, para que sea válida, toda norma debe satisfacer la condición de que sea aceptada sin coacción alguna por todos los afectados; y no sólo la norma, sino también las consecuencias y los efectos secundarios que se puedan derivar de ella. Éste sería el principio U de Habermas, aquél que refiere a la exigencia de universalización del principio discursivo:

Que una norma es válida únicamente cuando las consecuencias y efectos laterales que se desprenderían previsiblemente de su seguimiento general para las constelaciones de intereses y orientaciones valorativas de cada cual podrían ser aceptadas sin coacción conjuntamente por todos los interesados.[11]

Pero esa aceptación general debe darse realmente; es decir, los conflictos reales respecto de nuestras convicciones morales pueden ser resueltos de manera discursiva ahí donde las pretensiones puedan ser sometidas a una argumentación real entre varios participantes reales. Habermas también cree que, en principio, en tal situación y siempre que los participantes se ajusten a las condiciones de la situación ideal de habla, el argumento que ganaría sería el mejor argumento. Lo que me parece importante es esa anticipación, ese a priori del que hablaba Apel. No se trata de un mero constructo teórico, pues por más contrafáctico que sea, opera en el proceso de la comunicación como una suposición inevitable que podemos anticipar. El presupuesto que tenemos en tal situación es que realmente existe la posibilidad de entender al otro y de llegar a un acuerdo. Por ello, ya se puede entender la necesidad de la ética del discurso de ir más allá de la posición kantiana. La transposición dialógica que realiza la ética del discurso es necesaria para que, en palabras de Thomas McCarthy:

[…] más que atribuir como válida a todos los demás cualquier máxima que yo pueda querer que se convierta en ley universal, tengo que someter mi máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su pretensión de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual puede querer sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo que todos pueden acordar que se convierta en una norma universal.[12]

Se trata de un constante y, tal vez, interminable proceso en el que la libertad, la autonomía y la capacidad de autodeterminación y autolegislación se concitan como elementos fundamentales en la exigencia de ir perfeccionando, poco a poco, las máximas de acción, no sólo por medio del ejercicio ideal y mental que yo pueda hacer por mi propia cuenta, sino por medio del diálogo y de la discusión argumentativa que pueda tener con otras personas interesadas en valorar y fundamentar sus máximas de acción y sus juicios morales. Es decir, más allá de las divergencias que puedan existir entre los distintos puntos de vista, a pesar de los choques entre subjetividades ocasionados por la pluralidad de convicciones morales al buscar un punto en común, la posibilidad de alcanzar un acuerdo es real. Y la plausibilidad del consenso reviste de fortaleza nuestras tentativas de fundamentación. De esta manera nos guarecemos de caer en esa posición tan perjudicial para la moral que es la resignación apocada ante el relativismo, el subjetivismo y el emotivismo tan en boga en nuestras sociedades actuales.

En una sociedad caótica como la nuestra, en la que rige una suerte de anarquía moral, en la que parece imposible presuponer concepciones morales comunes, aventurarnos a emprender la búsqueda de una fundamentación no es otra cosa que abrazar osadamente la esperanza en la recuperación de un espíritu común, de alguna forma de sostén que nos vincule y nos acerque a los demás. Y como ya señalé al comienzo de este escrito, la tarea de intentar fundamentar la moral puede tener muchos caminos diversos que, en su mayoría, podrían considerarse correctos. Yo elegí éste porque a mí me parece el más convincente y consistente para nuestros tiempos. En primer lugar, se privilegia la autonomía de la voluntad humana, lo cual consigue, desde un comienzo, que nos alejemos de las implicaciones del relativismo que engullen como arenas movedizas todo movimiento que busque apearse de ellas. Y también, lo importante es que esa apuesta por la autonomía es conjunta a la de la libertad: los seres humanos podemos llegar a ser morales sólo porque, en menor o mayor medida, somos libres. Por tanto, depende enteramente de nosotros decidir si queremos hacerlo o no.

En segundo lugar, se parte de cierta intuición moral común que tenemos todos (por eso se apela a la propia comprensión y aceptación moral). Lo que logra Kant con la Fundamentación para una metafísica de las costumbres no es, de ninguna manera, un principio desde el cual se puedan deducir normas de contenido generales; sino que, como confirma Hans–Georg Gadamer, consigue “una aclaración conceptual de algo que en su evidencia no requiere una justificación filosófica”.[13] El deber hacia nosotros mismos no nos constriñe a adoptar contenidos de cualquier tipo, solamente nos impacta en el cómo debemos comportarnos frente a nosotros mismos. Por esta razón se pone de relieve la validez del formalismo kantiano, incluso —o sobre todo— en estos tiempos.

Una vez esclarecida la intuición moral común —la evidencia del deber, la cual sería ostensible para todos en la práctica misma de la moralidad—, se puede dar el paso a una normatividad y a una exigencia de introspección y de examen constante sobre nuestros propios móviles y máximas de acción. ¿Cómo hacer esto? Examinando si podemos querer universalizar una máxima, pues un verdadero precepto moral es aquél que tiene la posibilidad de ser universalizado de forma consistente. Y esto, el anhelado fundamento universal, aunque tal vez pueda parecer desmedido por la pluralidad de concepciones que pululan en nuestro mundo globalizado, es posible por la voluntad y por la razón que es común a todos los seres humanos. Pero todavía no resolvemos nada, pues una vez que lo logramos, nunca van a faltar los momentos en los que nos veamos enfrentados a personas que nieguen la validez de nuestras pretensiones, porque la pesquisa por la fundamentación no se puede hacer de manera subjetiva, sino en contextos intersubjetivos, en la compañía de otros que tienen el mismo interés que nosotros.

Compartir tal interés en la fundamentación es clave, pero eso no impide que muchas veces, o casi siempre, estos otros esgriman concepciones divergentes a las nuestras acerca de lo que podría ser ese fundamento. Para ello sería necesario poner sobre la mesa y discutir racionalmente, argumentativamente, todas nuestras convicciones morales; lo cual es posible, pues ya vimos que Habermas y Apel mostraron la existencia de un saber previo, compartido por todo ser humano, relativo a las reglas que hacen plausible lograr un consenso.[14] Son reglas presupuestas en todo juego del lenguaje intersubjetivo —como podría ser que, una vez acordado algo, hemos de respetar lo convenido— que, de forma apriorística, regulan la intersubjetividad en general y, por tanto, presuponen la existencia y validez de normas éticas universales —como no mentir o no negarse a escuchar el desarrollo de un argumento racional— sin las cuales es imposible la comunidad de argumentación y, con ella, toda fundamentación intersubjetiva. Por eso se trata de una ética discursiva, la cual invita a la disposición y a la apertura al diálogo y a la alteridad; componentes que me parecen laudables en cualquier intento de salir de nuestro recinto subjetivo y alcanzar acuerdos con los otros, ya que tejen puentes entre las distintas convicciones morales que pueda haber y permiten apuntar nuestras flechas a una instancia común, mucho más estable y universal. He ahí su riqueza: crean espacios y puntos de encuentro en los que podríamos, con voluntad y con mucho trabajo de por medio, habitar y llegar a sentirnos en casa, con independencia de las particularidades que nos diferencian o que incluso podrían enemistarnos.

Nuestras pretensiones de validez, tanto la verdad de los enunciados como la rectitud de las normas que defendemos, se tienen que poner sobre la mesa para ser discutidas, y quedan sujetas a la argumentación y al posible consenso que pueda ser resultado de ella. Se trata de una situación discursiva en la que se supone que ganaría el mejor argumento y, así, se propiciaría el consenso. Y lo importante aquí es que la anticipación de la situación ideal de habla nos libra de quedar maniatados por una verdad relativa, limitada al contexto histórico y social particular en el que acaece la situación discursiva de las argumentaciones, y se puede defender —al menos idealmente, al menos contrafácticamente— un concepto absoluto de la verdad, en el sentido de que, quien argumenta que algo es verdadero, presupone que lo es para todos los seres humanos de todos los tiempos; que al propugnar la verdad de algo se está dirigiendo, necesariamente, a toda la humanidad.[15]

Esta suposición contrafáctica opera, de hecho, en el proceso de argumentación, pues no es sino la condición de posibilidad para comprender el habla en general, y sirve de norma crítica para sopesar los discursos de facto. En ese sentido, es una especie de principio trascendental que está presente en todo ser racional. Lo sepamos o no, los seres humanos asumimos esto en nuestra vida diaria, especialmente cuando tenemos una pretensión de validez respecto de la verdad de un enunciado o de la corrección de una convicción moral; pues hablar, intentar argumentar y explicar una convicción, esperar ser escuchados, tomados en serio, comprendidos, es darlas por sentado.[16] Por esta razón se trata de una transformación lingüística de la filosofía kantiana, en la que el hecho principal es que nos encontramos insertos en medio de una comunidad estructurada lingüísticamente. Las reglas son trascendentales porque son el presupuesto de toda ética y de todo conocimiento. No podemos no aceptarlas, sencillamente, porque somos seres racionales. Y quien dice que no las acepta, quien osa renegar de ellas, en realidad lo que está haciendo es intentar excluirse a sí mismo, vanamente, de la razón humana.

Entonces, la ética universal se basaría en el discurso, en la propia racionalidad. De esta manera, lo que se logra es colocar en las manos del ser humano, en su propia decisión, la posibilidad de construir un mundo ético mediante la voluntad y la razón, a través del diálogo con los otros. La primera formulación del imperativo categórico se ha dialogizado, y todos los seres humanos, en conjunto, son detentores de una suerte de responsabilidad solidaria que implica a los otros; se necesita de la colaboración, por medio del diálogo, del discurso argumentativo, de los otros. Por eso escribe Habermas que “la ética discursiva justifica el contenido de una moral del igual respeto y la responsabilidad solidaria para con todos”.[17] Se trata de la situación de fundamentación compartida, intersubjetiva, a la que todo ser racional querría sumarse, pues el fondo de todo esto es la búsqueda de un principio universal de imparcialidad —como el que exigía Rawls— que pueda ser aceptado y validado por todos.

Los elementos del diálogo y la alteridad crean un mundo de sentido compartido en donde es posible el fundamento. Por eso, no se trata de la búsqueda de una mera ilusión, sino de “una forma aceptable de precepto moral para la emergente sociedad individualista y liberal”.[18] Y me parece que la apelación a la alteridad, a una posible conquista de la universalidad por medio del diálogo con los otros, instaura sobre nosotros un deber, un cierto escozor en el pecho que nos empuja a buscar conjuntamente ese fundamento. Y esa búsqueda, la propia del insondable camino filosófico, no se puede hacer en solitario, como aseguraba al principio, sino en compañía; pues si algo nos ha enseñado la hermenéutica es que está en el carácter de la razón que hasta el pensamiento más solitario sea siempre, de alguna manera, dialógico y comunicativo. Por tanto, el imperativo, compartido por todo ser racional, es un imperativo intersubjetivo, dialógico; razón por la cual siempre es posible alcanzar el consenso y, por otra parte, la fundamentación universal se presiente asequible.

Lo que así se logra es entonar una especie de canto, un peán en honor a la finitud humana. Como depende sólo de nosotros y de nadie más, se trata de una apuesta, una defensa encarnizada de nuestra finitud, en cuyo fondo radicaría el fundamento mismo. Por tanto, esta forma de fundamentación, que esbocé a partir de las tres éticas deontológicas, logra compaginar una existencia, que es al mismo tiempo finita y autónoma, con una forma de fundamento moral, que es intersubjetiva, compartida, común. ¡Y qué pretensión, qué arrojo más desmedido y digno de admiración que ése puede haber! ¡Qué proceder más honesto es el asumirnos como seres que experimentan su propia facticidad, su propia contingencia en el mundo, y que por eso mismo aspiran a asir de alguna manera un fundamento que sea coherente con la inexcusable situación finita que viven! ¡Y qué grandes son las posibilidades de que nuestras flechas yerren, de que se pierdan en el vasto cielo, precisamente por nuestra más radical e insoslayable finitud!

Por eso digo que se trata de un intento de fundamentación que me parece consistente y que podría funcionar en los tiempos que vivimos. Pero tal vez no, tal vez no sea así; pues asumir la propia finitud implica muchas veces abrir la puerta a la incertidumbre y lanzar los dados al azar, tal como escribía Foucault en Las palabras y las cosas: “La finitud del hombre, anunciada en la positividad, se perfila en la forma paradójica de lo indefinido; indica, más que el rigor del límite, la monotonía de un camino que, sin duda, no tiene frontera, pero que quizá no tenga esperanza”.[19] Siempre existe el riesgo de que no funcione y de que todos nuestros esfuerzos estén abocados al fracaso. Sin embargo, creo que el camino, la búsqueda, por momentos tormentosa pero también por momentos iluminada por una cálida y rutilante luz solar, vale la pena. Es la única búsqueda que podemos hacer como los seres finitos, accidentales y falibles que somos; una que es propia, que nosotros hacemos sólo si queremos y podemos. El criterio de la moralidad nos lo debemos imponer nosotros a nosotros mismos, pues cada uno es, ineludiblemente, su propia autoridad moral (por eso la defensa exacerbada de la autonomía y la libertad). Las máximas de acción que elijamos como válidas deberán doblegar y dirigir nuestro querer porque, por una parte, dada la exigencia de universalidad, tienen valor absoluto y, por otra parte, somos nosotros mismos quienes nos animamos a imponernos esas reglas y a autogobernarnos.

No existe maestro ni autoridad externa, ni siquiera divina, que sea tomada como válida y nos proporcione un criterio para la moralidad, sino que éste debe provenir del fondo de nuestra cabeza y del interior de nuestro pecho. De nada sirve poner los ojos en blanco y mirar al cielo en busca de apoyo y orientación. Lo único que funciona aquí es, por medio de la razón y la voluntad, esforzarnos por modificarnos a nosotros mismos, a disponernos a la propia comprensión moral de la mano de los otros, en diálogo con los otros. Tal es, me parece, la mayor legitimidad de este intento concreto de fundamentación de la moral. Somos nosotros y nadie más quienes decidimos tomar en serio la exigencia socrática de preguntarnos por el bien, por la justicia y por la verdad; sólo nosotros podemos interesarnos en saber si hacemos cosas justas o injustas, actos propios de personas buenas o de personas malas;[20] y sólo nosotros, definitivamente, sólo los seres humanos, unidos en nuestra honda y a veces terrible finitud, podemos iniciar la larga búsqueda del fundamento y optar por ocuparnos de la virtud de una buena vez por todas.

 

Fuentes documentales

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

Gadamer, Hans–Georg, “Ethos y Ética” en Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2017, pp. 201–228.

Habermas, Jürgen, “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral” en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 70–78.

Kant, Immanuel, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002.

MacIntyre, Alasdair, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 2006.

McCarthy, Thomas, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1987.

Platón, “Apología de Sócrates” en Diálogos I, Gredos, Madrid, 1981, pp. 137–186.

Tugendhat, Ernst, Lecciones de ética, Gedisa, Barcelona, 2001.

 

[*] Estudiante de la Licenciatura en Filosofía y Ciencias Sociales en el ITESO. pablo95_07@hotmail.com

 

[1].    Arthur Schopenhauer, “Escrito concursante sobre el fundamento de la moral” en Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo xxi, Madrid, 2009, pp. 146–147.

[2].    Ernst Tugendhat, Lecciones de ética, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 23. Me parece pertinente constatar que el diagnóstico de Tugendhat es muy similar al realizado por otros dos grandes filósofos morales contemporáneos, Bernard Williams y Alasdair MacIntyre.

[3].    1 Co 15, 32; Is 22, 13.

[4].    Véase David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Tecnos, Madrid, 2011, pp. 633–634.

[5].    Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002, p. 79. Las cursivas se encuentran en el original.

[6].    Ibidem, p. 89.

[7].    Ibidem, p. 94. Las cursivas se encuentran en el original.

[8].    El célebre ejemplo kantiano de la promesa resulta ser muy esclarecedor en este sentido.

[9].    Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 2006, p. 213.

[10].  Aunque esto ya sería, ciertamente, ir un poco más allá de las bases de la propuesta rawlsiana, pues forma parte del velo de la ignorancia la restricción de no conocer la propia concepción del bien.

[11].  Jürgen Habermas, “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral” en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999, p. 75. Las cursivas se encuentran en el original.

[12].  Thomas McCarthy, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1987, p. 377.

[13].  Hans–Georg Gadamer, “Ethos y Ética” en Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2017, p. 209.

[14].  Vale la pena precisar que no se trata de un saber previo en el sentido heideggeriano o gadameriano, pues esto implicaría contenidos específicos que radican más allá de la pura forma trascendental de las reglas compartidas por todo ser racional. Lo que se comparte más bien es una cierta infraestructura formal de racionalidad, reconocible en las acciones comunicativas y en los procesos de argumentación.

[15].  Véase Jürgen Habermas, Verdad y justificación: ensayos filosóficos, Trotta, Madrid, 2002, pp. 248–250. La situación ideal de habla es un presupuesto regulativo de la argumentación. Es el presupuesto de que se está argumentando bajo condiciones ideales, las cuales, en cuanto tales, nunca se cumplirán del todo en los discursos reales y, por tanto, no se trata de una situación fáctica, sino más bien contrafáctica.

[16].  Pensemos, por ejemplo, en las cuatro suposiciones que, según Habermas, hacemos en los discursos con la finalidad de que el mejor argumento pueda salir a la luz y consigamos alcanzar un consenso: “a) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; b) a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportaciones; c) los participantes tienen que decir lo que opinan; d) la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como externas, de modo que las tomas de posición con un sí o un no ante las pretensiones de validez susceptibles de crítica únicamente sean motivadas por la fuerza de la convicción de los mejores argumentos”. Jürgen Habermas, “Una consideración genealógica…”, p. 219.

[17]Ibidem, p. 211.

[18].  Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, p. 214.

[19].  Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo xxi, México, 2010, p. 327.

[20].  Platón, “Apología de Sócrates”  en Diálogos i, Gredos, Madrid, 1981, pp. 137-186.