Acontecimiento revolucionario y verdad. La noción de revolución en la discusión contemporánea sobre la acción política

Carlos Alfonso Garduño Comparán[*]

 

Resumen. Garduño, Carlos. Acontecimiento revolucionario y verdad. La noción de revolución en la discusión contemporánea sobre la acción política. En este texto tengo el propósito de discutir la noción de acontecimiento revolucionario en dos momentos, con el fin de mostrar su pertinencia en la discusión contemporánea sobre la acción política. En el primero revisaré la crítica de Hannah Arendt al marxismo como forma de pensamiento que reinterpreta las categorías tradicionales de jerarquización de la actividad humana y que pretende determinar el sentido del acontecimiento a través de una verdad teórica, lo cual, a juicio de la autora, condiciona su fracaso como proceso emancipador. Posteriormente, en el segundo momento, desarrollo una respuesta marxista a la postura de Arendt a partir de las críticas de Cornelius Castoriadis, Alain Badiou y Slavoj Žižek, y de los desarrollos de Badiou y Žižek sobre la vinculación entre acontecimiento y verdad.

Palabras clave: revolución, acontecimiento, verdad, Hannah Arendt, Alain Badiou, Cornelius Castoriadis, Slavoj  Zižek.

 

Abstract. Garduño, Carlos. Revolutionary Event and Truth. The Notion of Revolution in the Contemporary Discussion of Political Action. In this text my aim is to discuss the notion of revolutionary event in two moments, in order to show its relevance in the contemporary discussion of political action. In the first step, I look at Hannah Arendt’s critique of Marxism as a way of thinking that reinterprets the traditional categories for hierarchizing human activity and seeks to determine the meaning of the event on the basis of a theoretical truth, which, in Arendt’s view, conditions its failure as an emancipating process. Subsequently, in the second moment, I develop a Marxist response to Arendt’s position on the basis of the critiques by Cornelius Castoriadis, Alain Badiou and Slavoj Žižek, and of Badiou and Žižek’s developments of the link between event and truth.

Key words: revolution, event, truth, Hannah Arendt, Alain Badiou, Cornelius Castoriadis, Slavoj Žižek.

 

Las revoluciones son acontecimientos fundamentales de la teoría política moderna. Su efecto sobre el curso de la historia ha determinado el destino del mundo contemporáneo, por lo que su comprensión es uno de los problemas filosóficos más relevantes de la actualidad.

En específico, la tradición marxista ha hecho de la revolución el centro de su proyecto político, como referencia que da dirección histórica a su complejo edificio teórico. Es como si todo, desde su perspectiva, llevara a la revolución; como si fuera inevitable incluso, independientemente de su éxito, eficacia o conveniencia.

Desde sus escritos de juventud el pensamiento de Marx se desarrolló bajo su convicción política revolucionaria, en una época marcada precisamente por la primavera de los pueblos de 1848. En su “Introducción para la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel” de 1844, por ejemplo, concibe una transformación radical de las condiciones en las que los hombres se han de organizar políticamente a partir de una crítica de la religión, como “el impulso que ha de eliminar un estado que tiene necesidad de ilusiones”,[1] con la finalidad de que “arroje[n] de sí esa esclavitud y recoja[n] la flor viviente”.[2] La revolución es aquí concebida como la reorganización de las actividades humanas a partir de un ordenamiento político que funcione más allá de los condicionamientos ideológicos que nos mantienen atados a una falsa relación con el mundo, al ser ésta la “tarea de la historia [… de] establecer la verdad del acá, después de que haya sido disipada la verdad del allá”.[3] El deber auténtico de la filosofía, más allá de su labor teorética, “está al servicio de la historia”,[4] por lo que su obligación es tornar la crítica de la religión y de los presupuestos ideológicos en crítica del derecho y, por tanto, en crítica política que debe estar subordinada al objetivo de modificar las condiciones en las que los hombres se asocian y, en consecuencia, el marco legal de sus instituciones de Estado.

En el mismo tenor, bajo el espíritu de la tesis xi sobre Feuerbach, “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”,[5] Marx y Engels plantean en La ideología alemana la necesidad de realizar una crítica de las condiciones ideológicas que han dado forma a las relaciones sociales en función de la organización de las fuerzas productivas, no sólo para generar conciencia al respecto, sino para modificarlas radicalmente y superar con ello el estado de alienación que se pretende perpetuar a través del orden jurídico. Ya desde esta obra de 1846 especulan sobre la naturaleza del acontecimiento revolucionario y sobre la posibilidad de aprovecharlo políticamente con el fin de instaurar una forma de asociación comunista. Ahí conciben al comunismo, empíricamente, “[…] como la acción ‘coincidente’ o simultánea de los pueblos dominantes […]”,[6] y no como un estado que acontece mecánicamente ni como “[…] un ideal al que haya de sujetarse la realidad”.[7] De tal manera, afirman la inclinación práctica y política de su pensamiento en contra de la crítica que se contenta con discernir condiciones sociales e ideas reguladoras, planteando como fin el comunismo en tanto “[…] movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”,[8] es decir, como la acción que realiza el acontecimiento revolucionario.

El título dedicado a la sección sobre el comunismo en La ideología alemana es relevante para destacar el carácter revolucionario del pensamiento que aquí se pretende desarrollar. El comunismo no es un estado de cosas que acontece como efecto o resultado del desarrollo espontáneo de las relaciones sociales y sus conflictos, sino que es posible en virtud de la “producción de la forma misma de intercambio”,[9] debido a que “[…] aborda de un modo consciente todas las premisas naturales como creación de los hombres anteriores, despojándolas de su carácter natural y sometiéndolas al poder de los individuos asociados”.[10] Aunque su institución sea esencialmente económica, es al mismo tiempo política, porque “[…] hace de las condiciones existentes condiciones para la asociación”.[11] La revolución es el acontecimiento histórico en el que se producen las condiciones para el desarrollo del comunismo a través de la acción política.

Desde entonces, la naturaleza del acontecimiento revolucionario ha sido un tema central en el pensamiento marxista, no tanto como elemento de la crítica de la economía política, sino como núcleo de la acción política que determina todo su proyecto práctico —y, como resaltamos, no hay pensamiento marxista que no se considere a sí mismo esencialmente práctico—. El Manifiesto comunista, de 1848, La guerra civil en Francia, sobre la Comuna de 1871, o la Crítica del programa de Gotha, de 1875 (publicada en 1891), son célebres ejemplos de las preocupaciones de Marx y Engels por definir el tipo de acción política adecuada para el logro de la revolución comunista en cada uno de sus momentos históricos.

De hecho, podemos asegurar que este motivo teórico de reflexión ha estado presente en los logros prácticos más importantes de la tradición política marxista, por ejemplo, en los meses previos a la Revolución de Octubre (1917), con El Estado y la revolución de Lenin e, incluso, varios años antes, con su ¿Qué hacer? de 1902, donde reflexiona sobre formas concretas de organización y estrategias para llevar a cabo la revolución.

Pensadores fundamentales de la tradición marxista como Lukács y Althusser han reconocido que la determinación teórico–práctica de la naturaleza del acontecimiento revolucionario, con miras a una adecuada organización de la acción política, a la que contribuyen figuras políticas como Lenin —no sólo con acción sino con su reflexión—,[12] es uno de los pilares del pensamiento marxista, sin el cual correría el riesgo de degradarse en especulación e interpretación crítica de la realidad social sin repercusiones prácticas.

En relación con lo anterior, el propósito específico de este texto es mostrar la actualidad y pertinencia de la noción de acontecimiento revolucionario que la tradición marxista ha elaborado en el contexto filosófico contemporáneo, en el marco de las discusiones sobre la acción política requerida en las condiciones actuales. Para ello, se propone explorar la noción en dos momentos.

En el primero, con el fin de establecer un punto de confrontación de la perspectiva marxista por parte de una de las pensadoras más relevantes de la acción política, revisaremos la crítica de Hannah Arendt al marxismo como forma de pensamiento que, al enfrentarse a los problemas del mundo contemporáneo, surgido en el siglo xix, intenta reinterpretar la tradición filosófica iniciada por Platón, trastocando las categorías que jerarquizaban la actividad humana en la concepción política antigua, lo cual, a juicio de la autora, llevó al fracaso los intentos revolucionarios emprendidos bajo tales principios. Arendt ejemplifica este fracaso con un análisis de la Revolución francesa en contraposición con el éxito de la norteamericana, y lo achaca a la intromisión de motivaciones sociales en el ámbito político. Además, argumenta que el error en la comprensión del sentido de una revolución consiste en tratar de determinar su desenlace a través de verdades teóricas, en lugar de instituir las condiciones políticas que posibiliten la expresión de la libertad en el acontecimiento, entendida como participación en los asuntos públicos.

En el segundo momento enfrentaremos la perspectiva de Arendt a posturas de influyentes pensadores contemporáneos que se nutren del espíritu revolucionario del marxismo, aun cuando se mantengan críticos a concepciones ortodoxas en ciertos puntos específicos. Partiremos de las críticas que realizan Cornelius Castoriadis y Alain Badiou de la apreciación de Arendt del acontecimiento revolucionario y de su noción de acción política. Junto con Badiou y Slavoj Žižek, posteriormente, repasaremos argumentos para considerar el acontecimiento como esencialmente vinculado a la noción de verdad, de naturaleza platónica, así como su efecto de transformación del mundo a través de procesos dialécticos, destacando cómo cada uno concibe a su manera el impacto que ejerce sobre el sujeto y su significación política, siempre en oposición a las ideologías de corte liberal que suelen abogar por reformas políticas en la conservación de inequidades sociales.

En último término, más allá de las divergencias que los autores en cuestión tienen respecto de las posturas marxistas tradicionales,[13] el objetivo del texto es mostrar que, a pesar de críticas como la de Arendt, la noción de acontecimiento revolucionario, que tiene su origen en Marx, aún es, en la actualidad, de gran importancia para pensar el rumbo que ha de tomar la acción política en nuestras sociedades.

 

El fracaso marxista frente a la tradición según Arendt, o por qué hay acontecimientos pero no verdad

Múltiples son las críticas al marxismo que se han esbozado, pero quizá la que se vincula con más claridad al desarrollo de la tradición de pensamiento occidental es la de Hannah Arendt.

Arendt reconoce a Marx como un filósofo de talla, heredero legítimo —quizá el último— de la tradición de pensamiento iniciada por Platón: “Quienquiera que alude a Marx alude a la tradición de pensamiento occidental”.[14] El problema de que el pensamiento marxista se haya convertido en objetivo oficial de varios regímenes y en una de las tendencias más relevantes en nuestro horizonte político no radica, en opinión de Arendt, en un punto particular de su complejo y sólido aparato teórico, sino en el destino del pensamiento occidental, en cuanto tal, en asuntos políticos. Y su examen se ha vuelto urgente por su vínculo con el mundo contemporáneo —que tiene como su base la Revolución Industrial y las revoluciones políticas del siglo xviii—, cuya crisis coincide con el surgimiento de los regímenes totalitarios del siglo xx.

Según Arendt, el marxismo hace posible “el sueño de Platón de someter la acción política a los rigurosos principios del pensamiento filosófico”,[15] lo cual, lejos de favorecer la instrumentación de la idea de justicia en la experiencia concreta de la vida política, es una de las condiciones de la crisis de la actividad política en el mundo contemporáneo. Ciertamente, esta autora reconoce que Marx intentó hacer frente a los principales problemas de este mundo, que tienen sus primeras manifestaciones en el siglo xix. Sin embargo, al enfrentarse a situaciones inéditas, en las que “por vez primera en nuestra historia, la igualdad política se extendió a las clases trabajadoras”,[16] las categorías políticas tradicionales perdieron sentido.

Para nuestra autora, filósofos como Hegel y Marx trataron de sustituir las categorías tradicionales por las de labor e historia. La labor fue presentada como la fuente de riqueza y origen de los valores sociales, con la consecuencia de que el resto de las actividades humanas fueron reinterpretadas como provenientes de la labor. La historia, por su parte, fue postulada como el absoluto del pensamiento, por lo que toda filosofía —incluyendo la lógica y la naturaleza misma— debía pensarse como momentos constantemente superados en el devenir. De acuerdo con la interpretación de Arendt, estos presupuestos condicionan la pretensión de Marx de “eliminar la historia en total”,[17] lo que genera el problema de considerar la acción política a través de categorías que trastocan por completo el vínculo con las nociones tradicionales.

Respecto de la labor, esta actividad deja de pertenecer al espacio privado y se convierte en un hecho público de primer orden. Mientras que la tradición la relegaba al ámbito de la necesidad, de las funciones inferiores de consumo, donde los esclavos debían encargarse de satisfacerlas para hacer posible la vida libre de quienes participaban en asuntos públicos —liberados, pues, por el trabajo de otros—, el marxismo introduce su ámbito de actividad en la discusión política, con lo que posibilita la aparición en el espacio público de la distinción entre gobernantes y gobernados, el fenómeno de control o dominación política de una clase sobre otra y los antagonismos que dividen a la sociedad; lo cual además plantea, como objetivo político y del desarrollo histórico, la posibilidad de emancipación de la labor, así como la igualdad política de la clase trabajadora. Todo ello a costa de modificar radicalmente la concepción del hombre como un animal laborans: en Marx “no es la libertad sino la compulsión lo que hace humano al hombre”.[18] En su intento de hacer justicia a la labor de la clase trabajadora a través de su emancipación política, Marx pone en entredicho la libertad política como actividad superior del hombre y privilegia la actividad determinada por la necesidad.

Respecto de la historia, al plantearse como el absoluto del pensamiento, la autora muestra que el significado de la acción sólo puede emerger cuando aquélla ha llegado a su fin: “Fin y Verdad se han vuelto idénticos”;[19] lo cual genera un “antagonismo entre vida y verdad”.[20] La dialéctica hegeliano–marxista pone entonces en cuestión los criterios de verdad al dar cuenta del conflicto en el que las referencias que requiere la vida no pueden reconocerse al comienzo de sus procesos históricos, sino cuando han llegado a su fin, por lo que, durante su desarrollo, no funcionan como guías de la acción en la conformación del orden sociopolítico. De manera interesante, Arendt muestra que este problema no es propio del siglo xix, sino que tiene su origen en la época de Platón, cuando la tradición de la polis griega entró en crisis y estuvo por llegar a su fin: “Surgió entonces el problema de cómo el hombre, si ha de vivir en una polis, puede vivir fuera de la política”.[21] Los hombres empezaron a vivir en una condición semejante a la de los apátridas, con lo que su problema fue intentar determinar cómo podían participar de la vida política sin pertenecer a una comunidad fundada bajo una serie de principios presentes y conservados desde su origen.

Marx, pues, comparte con la tradición filosófica que lo precede el problema de determinar teóricamente los criterios para guiar la actividad política en la ausencia de una comunidad que defina desde su fundación los principios que han de guiar la vida en común, lo cual es un reflejo de que, como Platón, “vivió en un mundo cambiante y su grandeza consistió en la precisión con que captó el centro de este cambio. Vivimos en un mundo cuyo rasgo principal es el cambio; un mundo en el que el cambio mismo ha llegado a ser cosa tan natural que corremos el peligro de olvidar eso que ha cambiado por completo”.[22] La dialéctica, desde Platón hasta Marx, a pesar de los esfuerzos platónicos por determinar la esencia de las Ideas eternas, parece que termina por reducir los procesos mundanos y políticos a lo accidental y pasajero, donde no es posible precisar lo que ha de ser conservado en una tradición que encuentre su representación en instituciones.

Así pues, el enfoque historicista de Marx y su toma de partido por la clase trabajadora son dos caras de la misma moneda: “El lado realmente anti–tradicional y carente de precedentes de su pensamiento es su glorificación de la labor y su reinterpretación de la clase social que la filosofía desde su comienzo había siempre despreciado: la clase trabajadora”.[23] Su emancipación es posible bajo la premisa de que todos los procesos políticos son históricos y están sujetos a cambios que terminan con ciertos órdenes sociopolíticos y posibilitan el surgimiento de otros nuevos en los que, quizá, la igualdad como objetivo político sea realmente posible.

Este aspecto del marxismo es cuestionable para Arendt porque el lugar de la labor respecto del resto de las actividades, en su opinión, no es histórico o determinado por las condiciones materiales de una sociedad, sino que es parte de la condición humana, cuyos principios fundamentales han sido olvidados a causa del desarrollo de la modernidad.

A juicio de esta autora, lo que sucedió en el proceso fue un desplazamiento en los fines de la vida activa que, al modificar todo el horizonte de actividad humana, terminó por erosionar la vida teorética. En el apartado final de La condición humana describe este proceso como la victoria del animal laborans.[24]

Desde la Antigüedad los fines de la vida humana se definían en términos de una racionalidad que encontraba su perfección en el equilibrio de la vida pública y la contemplación. A su vez, ello permitía ubicar al hombre en un horizonte de trascendencia e inmortalidad, tanto personal como colectiva, en función de una noción de infinito que le posibilitaba medir sus obras y pensamientos en proporción a la grandeza que lo superaba y de la cual dependía. La vida moderna, en cambio, terminó dominada por una racionalidad económica en la que se impuso la noción de que el hombre vive para trabajar y producir.

Esta pérdida de inmortalidad no sólo implica que las sociedades se hayan secularizado, sino que ya no haya certeza de lo superior. En consecuencia, se perdió la noción de los fines, que fueron sustituidos por medios —como la riqueza—, lo cual era considerado, por pensadores como Aristóteles, equivalente a privilegiar lo antinatural y a un tipo de esclavitud.[25]

Para nuestra autora, lejos de que la laboriosidad amplíe el ámbito de actividad mundana, nos repliega en nuestra individualidad, nubla la certeza de nuestro destino y nos aísla; con el agregado de que, en nuestra época, hemos perdido las herramientas culturales para aprovechar esa soledad: “El hombre moderno, cuando perdió la certeza de un mundo futuro, se lanzó dentro de sí mismo y no del mundo”.[26] La reducción de la actividad humana a lo económico, y el consecuente repliegue de los individuos, ocasionaron que la vida de éstos se sumergiera en el “total proceso vital de la especie”;[27] en un tipo de regresión a la que Aristóteles denominaba la vida apetitiva del animal,[28] aunque se realice bajo las condiciones de una estructura técnico–científica.[29]

Arendt supone que la situación podría superarse si se recupera la dimensión contemplativa a través de la acción política: “El pensamiento […] todavía es posible, y sin duda real, siempre que los hombres vivan bajo condiciones de libertad política”.[30] Sin embargo, ¿qué tipo de acción política tiene en mente, si no es una que modifique radicalmente las condiciones de labor y trabajo, y en donde se satisfagan las necesidades sociales y humanas, como propone Marx?

En Sobre la revolución la autora lleva a cabo una reevaluación del significado de las revoluciones modernas como formas de acción política que podrían promover la fundación de una comunidad tal como ella la entiende, distinguiéndose claramente de la concepción marxista. En su opinión, en el acontecimiento revolucionario se manifiesta “la entrada en escena de la libertad”,[31] en coincidencia “con la experiencia de un nuevo comienzo”.[32] En específico, esta emancipación consiste “en la admisión en la esfera pública”[33] para actuar en conjunto con el resto de los ciudadanos en la constitución de una comunidad; lo cual es, “al mismo tiempo, la experiencia de la capacidad del hombre para comenzar algo nuevo”.[34]

Bajo esta perspectiva, una revolución no se define en función de condiciones materiales o necesidades sociales, sino por la libertad de actuar en conjunto para instituir una nueva vida en común: “Sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución”.[35]

Para ilustrar su idea, Arendt compara las revoluciones norteamericana y la francesa. Concluye que la primera triunfó en la constitución de un novus ordo seclorum, y que la segunda fracasó al haber sido impulsada por motivos semejantes a los de Marx.

El problema de la Revolución francesa fue que impuso como eje rector la satisfacción de necesidades o las cuestiones sociales:[36] “Bajo el imperio de esta necesidad, la multitud se lanzó en apoyo de la Revolución francesa, la inspiró, la llevó adelante y, llegado el día, firmó su sentencia de muerte, debido a que se trataba de la multitud de pobres”.[37] En contraste, en América la Revolución fue promovida por hombres libres de cargas laborales, con sus necesidades básicas satisfechas, Francia fue impulsada por las carencias de los sans–culottes. Esto, para Arendt, significa una “abdicación de la libertad ante el imperio de la necesidad”,[38] que tuvo como consecuencia que el acontecimiento revolucionario se degradara en violencia sin sentido político: “Fue la necesidad, las necesidades perentorias del pueblo, la que desencadenó el terror y la que llevó a su tumba la Revolución”.[39]

A los ojos de esta autora, las ideas de Robespierre son equivalentes a las de Marx o Lenin, ya que se basan, más que en la acción en conjunto, en antagonismos sociales que desvirtúan el carácter de la Revolución por hacerla depender de “la pasión de la compasión”.[40] La virtud del acontecimiento americano, por el contrario, radica en que el “problema que planteaban no era social, sino político, y se refería a la forma de gobierno, no a la ordenación de la sociedad”.[41] La conclusión de Arendt es que, en una revolución, las necesidades sociales deben ser excluidas de manera “automática de una participación activa en el gobierno”;[42] por lo que sólo podría ser motivada por “la pasión por la distinción”,[43] a saber, el reconocimiento de la opinión de cada individuo en los procesos públicos.

Sin duda, el rechazo de Arendt hacia las cuestiones sociales —en torno a las que gira el pensamiento marxista— se debe a que, a partir de ellas, no es posible plantear con certeza la acción política en términos de durabilidad, representatividad o libertad, lo cual pone en entredicho la posibilidad de instrumentar un marco de instituciones basado en el derecho. Por ello, en su lugar, postula que el objetivo de una revolución debería ser la fundación de un espacio para la participación de los individuos en asuntos públicos: “La fundación de un cuerpo político que garantice la existencia de un espacio donde pueda manifestarse la libertad”[44] a través de la ley y de una autoridad representativa, cuyo reconocimiento vincule a los ciudadanos y permita iniciar una tradición, de cuya duración han de responsabilizarse.

La tradición es entendida por esta autora en sentido romano, como la aumentación (augere) de los vínculos establecidos en la fundación a través de alianzas legalmente constituidas.[45] Un revolucionario debería entonces ser impulsado por una pasión por la libertad pública, que se realiza en el goce de participar en cuerpos políticos donde los ciudadanos se reúnen a deliberar con el “deseo de ser visto[s], oído[s], juzgado[s], aprobado[s] y respetado[s] por las personas que lo[s] rodean y constituyen sus relaciones”,[46] unidos por vínculos de confianza en un pacto que representa su decisión de conformar un nuevo orden donde se desarrollará su acción en común y bajo formas de autoridad que provienen del orden social imperante y que deben ser conservadas.[47]

La propuesta de Arendt puede calificarse como una revolución conservadora: el inicio de un nuevo orden político con base en un entramado de instituciones representativas, en la conservación de las formas de autoridad que rigen la dinámica social y bajo la legitimación del pacto o alianza de los sectores que la componen. Con ello pretende responder de mejor manera que el pensamiento marxista a los retos políticos del mundo contemporáneo sin romper con las jerarquías tradicionales de la actividad humana, en las que, a su parecer, debe basarse el orden sociopolítico.

 

Una respuesta marxista: la verdad del acontecimiento

Para un pensador como Cornelius Castoriadis, de convicciones revolucionarias y educado en el marxismo, en contra de la interpretación de Arendt, “la grandeza y la originalidad de la Revolución francesa se hallan […] justamente en aquello que se le reprocha tan a menudo: que tiende a cuestionar, en derecho, la totalidad de la institución existente de la sociedad. La Revolución francesa no puede crear políticamente si no destruye socialmente”.[48] El núcleo central de una revolución no puede limitarse a un cambio en las instituciones políticas, pues consiste en la transformación radical de las actividades sociales, incluso a costa de subvertir las referencias tradicionales e invertir sus jerarquías, cuestionando su supuesto arraigo en la condición humana.

Por ello, para Castoriadis, “Hannah Arendt comete una equivocación enorme cuando reprocha a los revolucionarios franceses el ocuparse de la cuestión social, presentando a ésta como una vuelta a cuestiones filantrópicas y a la piedad por los pobres”.[49] El punto de Castoriadis es que “la cuestión social es una cuestión política”,[50] porque el poder económico determina las condiciones del poder político y porque cada forma de gobierno depende de condiciones sociales específicas y, si se desea instrumentar un orden político más justo, se deben modificar las condiciones sociales a partir de sus elementos económicos.

A continuación, en Francia el Antiguo Régimen no es una estructura simplemente política; es una estructura social total […]. Es todo el edificio social lo que hay que reconstruir, sin lo cual es materialmente imposible una transformación política. La Revolución francesa no puede —como ella [Arendt] quería— superponer simplemente una organización política democrática a un régimen social que permanezca intacto.[51]

Además, el ejemplo de la Revolución americana es inadecuado porque, al acontecer en un orden social de pequeños productores, y no en las condiciones de desigualdad del Antiguo Régimen, no puede dar cuenta plenamente de las exigencias políticas del mundo contemporáneo.

Cualquier forma de pensamiento marxista, por principio, se opone a la separación de lo político y lo social, como la que pretende Arendt, en donde se busca transformar el orden institucional conservando en lo esencial las estructuras sociales que determinan las jerarquías de las actividades cotidianas. Para un marxista no puede haber igualdad política si no se fomenta la igualdad social.

Tal separación, como ilustra la argumentación de Arendt, coincide con el espíritu liberal del parlamentarismo, característico de las revoluciones anglosajonas, y se opone a las revoluciones sociales radicales, como la francesa o las que busca concebir el marxismo, las cuales no simplemente desean mejorar la representación política, sino transformar las estructuras fundamentales de la vida en común, que tradicionalmente han legitimado la desigualdad estructural y justificado formas de explotación —como la esclavitud— y segregación.

La polémica reflexión de Arendt sobre los acontecimientos de Little Rock puede servir para ilustrar los límites de la acción política liberal. En 1957 se decretó en Arkansas la prohibición de la segregación racial en escuelas, y Arendt criticó la medida por considerarla una cuestión social sin consecuencias políticas. Aun cuando se opone a la discriminación racial, no piensa que la desegregación pueda abolirla y forzar una transformación social.[52]

Su convicción es que las condiciones sociales no pueden modificarse desde las instituciones políticas, pues pertenecen a esferas distintas de la actividad humana. La esfera pública tan sólo asegura el derecho de ciudadanía garantizando la libertad de pensamiento, expresión y asociación, pero no afecta directamente el curso de las interacciones sociales, aunque éstas generen dinámicas injustas como la segregación. Más aún, considera que la discriminación es un fenómeno esencial de la vida social que no debe abolirse, sino mantenerse “confinada dentro de la esfera social, donde es legítima”.[53] Los planteamientos de Arendt no buscan el logro de la justicia social, sino que lo social y lo político se mantengan en su propio espacio con el fin de preservar la supuesta esencia de las actividades humanas independientemente de los cambios históricos.

Por ello, la autora afirma incluso que forzar a niños de color a asistir a las escuelas de los blancos atenta contra los derechos de éstos a la privacidad y libre asociación, tan típicos de la mentalidad liberal y que, en todo caso, el Estado tiene la obligación de asegurar que no se apliquen cambios que intervengan contra la dinámica discriminatoria.[54] Si se quiere atacar el problema social, sugiere, debe hacerse desde una institución social como la Iglesia, que aboga por la igualdad de los hombres en tanto hijos de Dios, y no desde el entramado institucional; porque al ir más allá de sus límites esenciales estaría en riesgo de imponer su poder por la fuerza y no por medios políticos.[55]

Para Alain Badiou, la limitación de la acción política al marco ideológico del liberalismo no es más que un síntoma del actual orden hegemónico, el cual tiene como misión teórica no sólo desvincular la política de la transformación radical de las condiciones sociales, sino justificarlo en función de una condena de la pretensión platónica de fundamentar la justicia en una noción de verdad singular, universal y absoluta.[56]

En múltiples lugares de su obra Arendt critica la pretensión filosófica de fundamentar la acción política en nociones teóricas de verdad,[57] y, en vez de ello, prefiere recurrir a la crítica kantiana para dilucidar las condiciones en que acontece la política, como intercambio de opiniones.[58] Para Badiou, sin embargo, esta crítica encubre una legitimación de la democracia parlamentaria: “Hablar de ‘lo’ político es aquí la máscara de la defensa filosófica de una política. Lo que no hace sino confirmar lo que creo: que toda filosofía está bajo condición de una política real”.[59]

Si toda filosofía se desarrolla bajo condición de una política real,[60] más que pensar lo político en sus términos, la labor teórica debe consistir en cuestionar la verdad de su condición. En su análisis de la fundamentación de Arendt,[61] Badiou considera que su estrategia reduce la política “al ejercicio del ‘libre juicio’ en un espacio público donde, en definitiva, no cuentan más que las opiniones”.[62] Si el juicio reflexionante kantiano es la base de la política, ésta no puede ser ni una verdad ni una acción, lo cual es una doble negación de lo que debería ser desde una postura marxista: un procedimiento de verdad[63] que modifica la estructura del colectivo desde lo social y su actividad, y que se desarrolla a partir del acontecimiento revolucionario, que es su referencia fundamental. El juicio sobre el que se apoya la acción debe ser determinante y no de gusto, tanto en lo referente a sus estrategias como en la militancia. “Hannah Arendt felicita a Kant, por ejemplo, porque ‘dice cómo tomar a los otros en consideración, pero no dice cómo uno puede asociarse con ellos para actuar’. El punto de vista del espectador es sistemáticamente privilegiado”.[64]

Badiou ataca la tendencia de la democracia parlamentaria hacia la reducción de los sujetos a espectadores que enjuician la opinión pública, pero a los cuales no se les permite establecer formas de asociación militante encaminadas a modificar sus condiciones sociales. Esto coincide con la actitud de Kant respecto de la Revolución francesa: “Como espectáculo público, la Revolución es admirable, mientras que sus militantes son odiosos. Entusiasmo por la Revolución, aborrecimiento por Robespierre y Saint–Just: ¿qué hay que interpretar por ‘política’ para llegar a semejante separación?”[65]

Lo que se juzga aquí, en función de la preferencia por un tipo de fundamentación, es el carácter de la acción política en el acontecimiento revolucionario. Robespierre y Saint–Just son auténticos sujetos políticos para Badiou, no porque enjuicien opiniones en la seguridad institucional del espacio público liberal, sino porque tratan de modificar las condiciones sociales de la vida, amparados en la verdad del acontecimiento, de naturaleza platónica.

Por tanto, lo que está en juego en la discusión sobre la esencia del acontecimiento revolucionario es la naturaleza política del sujeto. En Arendt éste tiene su base en la noción kantiana de sentido común como fundamento del espacio público donde la pluralidad de opiniones se despliega en condiciones de igualdad política y de desigualdad social. En Badiou el sujeto “está constituido por el proceso político mismo. Y esta constitución es precisamente lo que lo arranca del régimen de la opinión”.[66] Aquí el sujeto se erige en defensa de una verdad, desde una posición determinada por la “singularidad absoluta de un acontecimiento”,[67] a partir de la que sólo puede conformarse una política singular, y nunca una pluralidad bajo un espacio común: “Nos opondremos a toda visión consensual de la política. Un acontecimiento nunca es compartido, incluso si la verdad que se infiere del mismo es universal, porque su reconocimiento como acontecimiento forma una unidad con la decisión política”.[68]

Al contrario de Arendt, Badiou considera que el acontecimiento no instituye un espacio público plural, sino un espacio de reconocimiento de una verdad singular, universal e incluso eterna,[69] que no puede compartirse con quienes la nieguen o no la reconozcan. El nazismo, por ejemplo, para este mismo autor, no es la negación de la política —como lo plantearía Arendt—, sino una política más, que debe combatirse, por su falsedad, desde el reconocimiento de la verdad de los acontecimientos de la época.[70] En los casos de discriminación racial no se trata de discutir públicamente el gusto por la segregación de ciertos sectores de la sociedad, intentando convencer a la opinión pública, sino de combatirla desde sus raíces sociales hasta eliminarla bajo la premisa de que es esencialmente falsa en función de la verdad del acontecimiento de lucha por los derechos civiles.

Bajo tal perspectiva de acción política revolucionaria, Badiou se ve en la necesidad de reinterpretar el sentido de la tradición filosófica desde Platón mismo. En su opinión, la filosofía no es una actividad natural y espontánea del intelecto, pues de hecho requiere que previamente acontezcan ciertas condiciones para realizarse, en las cuales se hace posible el entrecruzamiento entre ser, verdad y sujeto. Tales condiciones son invariables, aunque se den en distintos momentos históricos, por lo que él las califica como procedimientos genéricos (política, arte, ciencia y amor). Entonces, las condiciones de posibilidad de la filosofía no pueden identificarse a priori en la estructura del sujeto, sino en los acontecimientos singulares que desencadenan procedimientos genéricos en función de los cuales se constituyen los sujetos. La filosofía de cada época es precedida por acontecimientos del mismo género; sólo hay filosofía bajo la condición de grandes revoluciones políticas, científicas, artísticas o de auténticos encuentros amorosos.

Según este mismo autor, la primera forma de filosofía en Occidente que intentó pensar sus condiciones fue la de Platón, pues se trata de la “primera configuración filosófica que se propone disponer estos procedimientos, el conjunto de estos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así, en el pensamiento que son composibles”.[71] La teoría de las Ideas ofrece el espacio conceptual en el que se pueden pensar las relaciones de lo que ha acontecido y puede siempre, por ello, llegar a acontecer. Por ejemplo, para Badiou, en la República, “la cuestión de saber si existe o puede existir es indiferente y, por lo tanto, no se trata aquí de política, sino de política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las cuales no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible”.[72] Tanto la República platónica como el comunismo marxista son expresiones ideales, fundadas sobre la verdad de acontecimientos revolucionarios, que tienen validez no por el éxito de su instrumentación en un Estado o un entramado institucional, sino porque pueden pensarse como invenciones realmente posibles. La filosofía se apoya en la verdad del acontecimiento e intenta hacer concebibles los procedimientos en que una vida verdadera puede realizarse independientemente del éxito conseguido.

En franca oposición a Arendt, Badiou considera que el problema de la acción política no radica en garantizar que se realice en condiciones de libertad, sino en que se apoye en el acontecimiento de la verdad, para lo cual debe ser pensado filosóficamente. Lo fundamental en Badiou, por tanto, es comprender en qué radica la naturaleza de tal acontecimiento. ¿Qué es una revolución y por qué, más que un momento de libertad, es un momento de acontecer de la verdad?

Un acontecimiento es el suplemento de una situación dada que no puede representarse por ningún recurso en ella. Este suplemento es lo que posibilita que haya una verdad en la situación. ¿Cómo entonces podemos saber de la verdad si nada en la situación permite representar el suplemento? Éste puede inscribirse en la situación “por una nominación singular, la puesta en juego de un significante de más”.[73] La labor de la filosofía consiste en “reunir todos los nombres–de–más[74] en su espacio conceptual sin que ello implique que pueda definir la verdad o determinar la manera en que acontece en toda situación. Lo que hace, más bien, es “pronuncia[r] […] la coyuntura —es decir, la conjunción pensable— de las verdades”[75] al ubicarse en “la brecha del tiempo”,[76] en las crisis, aperturas, paradojas, revoluciones o momentos de cambio radical que definen lo que es un acontecimiento.

Los análisis dialécticos, desde Platón hasta Marx, tienen, en este sentido, la función de vincular teóricamente la verdad acontecida con la posibilidad de realización de un proyecto político que sea coherente con ella. Sin embargo, ¿cómo se puede evitar mistificar el acontecimiento o convertirlo en una referencia de autoridad de tipo religioso, lo cual corre el peligro no sólo de promover tendencias conservadoras, sino autoritarias y, en su extremo, totalitarias?

Badiou, como el marxismo en general, pretende retomar la cuestión bajo la condición histórica de la muerte de Dios,[77] calificando la situación como “del múltiple–sin–Uno, o de las totalidades fragmentarias, infinitas e indiscernibles”.[78] El problema aquí es cómo podría desarrollarse un pensamiento sobre la verdad a partir de una dialéctica y sin la presuposición del Uno.

En lugar de intentar recuperar el Uno, Badiou asegura que éste es sólo una presuposición basada en un discurso poético, el cual es inconsistente como sostén del sujeto.[79] Con esto pretende mostrar que confiar la ontología a fundamentos literarios lleva a la desubjetivación.[80] Ahora bien, para recobrar la certeza de los principios sobre los que se ha de basar la acción del sujeto, más que recurrir al empirismo para tratar de salvar la objetividad, nuestro autor propone “producir un concepto de sujeto tal que no se apoye en ninguna mención del objeto, un sujeto, podríamos decir, sin frente a frente”.[81] La respuesta de Badiou al liberalismo imperante de nuestra época —que privilegia la opinión individual basada en criterios de gusto—, como una forma de continuar la tradición filosófica iniciada por Platón, es un idealismo sin Uno, que se funda sobre un concepto puro de sujeto. Y el tipo de ontología que requiere tal propuesta es “un platonismo de lo múltiple”.[82]

La ontología de lo múltiple de Badiou implica renunciar a la identidad del ser y del Uno para presentar al ser como múltiple, lo que nos lleva al problema de si es posible pensarlo. “Además, si el ser es múltiple, es menester que una verdad también lo sea, a menos que no tenga ser en absoluto”.[83] En consecuencia, aunque la verdad es singular por depender del acontecimiento, y de ella sólo se puede seguir una política y no un espacio público de pluralidad de opiniones, hay múltiples acontecimientos de los que se siguen verdades distintas —políticas, científicas, artísticas o amorosas—. La cuestión es entonces la siguiente: si los acontecimientos revolucionarios deben pensarse en su multiplicidad, ¿cómo podemos asegurar que son de tendencia comunista y que el desarrollo de su verdad consiste en poner en marcha procesos de transformación del orden social en relación con la idea de justicia?

Para Slavoj Žižek, a pesar de congeniar con la postura política de Badiou,[84] resulta problemática su noción de verdad determinada por el acontecimiento como referencia de los procesos de acción política emancipadora. En el primer capítulo de Menos que nada, Žižek cuestiona precisamente el sentido de la Idea de verdad platónica. Su punto de partida es la indicación de Lacan, según la cual, “la verdad posee la estructura de una ficción”,[85] en el sentido de que la ficción soporta el modo de aparición de la verdad o de que la verdad sólo aparece en la forma de ficción, por lo que la cuestión fundamental es cómo juzgar un acontecimiento a través de las representaciones ficticias en las que lo percibimos.

La verdad, continuando con las intuiciones psicoanalíticas, implica un trauma, pues cuando se percibe deja una marca indeleble en el sujeto, que lo incomoda a lo largo de su vida y de la cual no puede dar cuenta por completo. Es decir, la verdad, aunque requiere acontecer en algún tipo de representación, se define por no poder ser representada por completo. En una proposición, por tanto, que intente expresar la verdad, hay una brecha infranqueable entre el contenido del enunciado y la posición subjetiva de enunciación: el sujeto desea enunciar la verdad, pero su misma posición como enunciador no le permite decirla toda. La verdad siempre es no–toda; siempre está en exceso respecto de su representación.[86]

¿Cómo podemos dar cuenta de ella? Porque deja una marca en la forma de la representación; una distorsión que debe ser interpretada como un síntoma al igual que un psicoanalista interpreta los lapsus del paciente. En este sentido, se puede decir que la verdad no está en los hechos objetivos —como ya destacaba Badiou—, sino en la manera en la que el acontecimiento afecta la identidad del sujeto, de modo que determina todos sus recuerdos y percepciones; todo es visto a partir de la lente del acontecimiento. Como en el caso de los traumas, sin embargo, lo real del acontecimiento se resiste al sentido. No podemos no reconocerlo porque todo lleva su marca; pero al mismo tiempo, no podemos explicarlo en una trama coherente.

Aquí es donde Platón es relevante para Žižek. Según su interpretación, “las Ideas no son más que la forma misma de la apariencia”[87] en la que la verdad acontece para el sujeto, por lo que el problema político de una revolución puede resumirse en comprender cómo su acontecer distorsiona la forma del aparecer de las cosas en el mundo, lo cual implica que el mundo mismo, desde su base social de intercambios simbólicos, se está modificando.

Así, por ejemplo, Žižek tiene una valoración distinta a Badiou respecto de la opinión de Kant sobre la Revolución francesa. El entusiasmo al que Kant refiere debe ser visto no sólo como el efecto sobre la subjetividad de un espectador distanciado y no comprometido con el destino del acontecimiento, sino como el reconocimiento de que ahí está teniendo lugar una forma de violencia simbólica que está modificando la estructura total de la sociedad, dejando en suspenso cualquier noción de autoridad.[88]

Lo revolucionario en el pensamiento de Platón, que de cierta manera reconoció Kant, es la noción de que una Idea eterna puede brillar a través de la apariencia de la realidad empírica, como signo de verdad, y que ello puede ejercer en el sujeto un entusiasmo para involucrarse en el acontecimiento, independientemente de sus circunstancias.[89] ¿En qué difiere entonces Žižek respecto de Badiou? En que, a juicio de aquél, tanto Platón como Badiou se equivocan en su ontologización del acontecimiento y su verdad porque, a su parecer, la realidad de éstos es insustancial y virtual.

Žižek señala que los acontecimientos no sólo no son hechos empíricos de naturaleza objetiva, sino que tampoco están arraigados en el ser —como en Badiou—, en una especie de reino pre–subjetivo de lo múltiple, más allá de la percepción unificada del sujeto que los advierte como verdad. Las revoluciones acontecen como interrupciones de sentido en la estructura simbólica que condiciona la identidad del sujeto. Su naturaleza es negativa y su efecto sobre la forma de las representaciones indica el espacio vacío hacia el que todo en la realidad del sujeto tiende, como su límite y sentido indescifrable, porque no es susceptible de llenarse con un significado.

Irónicamente, esto lo vuelve lo Real para el sujeto: “el punto focal inamovible alrededor del cual circulan todos los elementos”.[90] Todo aparece sobre el fondo de esa nada, y hacia esa nada se mueve de regreso. Este movimiento, a los ojos de Žižek, puede ser explicado hegelianamente como una negación de la negación; la transformación de la realidad que pone en marcha el acontecimiento es un proceso dialéctico en el que el sujeto percibe la verdad del origen de su mundo en la nada, en función del cual se compromete en una misión de negar la negación para reconstituir el orden simbólico en su misma revocación (Aufhebung).

Respecto de posiciones como la de Arendt, para Žižek se trata de juicios errados sobre la naturaleza del acontecimiento porque no lo juzgan desde las circunstancias del sujeto y los efectos que sufre, sino desde lo que en retrospectiva piensan que debieron ser. “Un agente histórico nunca se ve directamente ante la elección entre terror revolucionario o Estado racional y orgánico. En el amanecer revolucionario, la única elección es entre el viejo orden ‘orgánico’ y la revolución, incluso su terror”.[91] Es decir, en un auténtico acontecimiento el sujeto no actúa para crear un orden formalmente neutro que posibilite la participación política de todos por igual, independientemente de sus posiciones sociales e ideológicas, sino que parte de un compromiso parcial con una causa que sólo le compete a él y a los que fueron afectados como él por el acontecimiento, que a partir de ese momento será la referencia de su existencia.

Finalmente, en contra de la ontología de Badiou, eso significa que la verdad no puede plantearse en términos de ser, aunque se lo considere en su multiplicidad, sino sólo en forma de negativa, como un Uno que no es. Žižek critica a Badiou porque, a su parecer, es insuficiente la explicación de éste sobre cómo las verdades se originan en la multiplicidad pura del ser y se inscriben en la unidad de los mundos.

No basta con suponer que en la multiplicidad del ser se da el acontecimiento, y que su reconocimiento por un conjunto de sujetos permite a éstos constituirse como colectivo para transformar su mundo. Para Žižek, el acontecimiento es posible por las condiciones de la estructura trascendental del sujeto, por lo que su verdad es analizable en sus efectos sobre la representación. Para superar el dualismo entre lo múltiple y la representación, el acontecimiento debe interpretarse de forma negativa como Uno que, aunque regula el aparecer desde el marco de representación, en realidad es no–Uno. El acontecimiento es así un inexistente: no tiene existencia positiva y sólo puede referirse negativamente como punto de torsión sintomática del orden simbólico que “funciona como ‘singular universal’, un elemento singular que directamente participa en el universal (pertenece a su mundo), pero carece de un lugar determinado en él”.[92]

El proletariado es el ejemplo por excelencia del singular universal como significante vacío, pues representa a la clase que no tiene un lugar reconocido en el mundo, aunque su existencia depende de los efectos de exclusión de la estructura del orden simbólico. Su aparición en el espacio público genera la percepción de que viene de afuera del sistema, cuando, de hecho, es producto de él. Por ello, su manifestación pública es un acontecimiento revolucionario, ya que hace visibles los antagonismos que constituyen la estructura del orden de representación como su síntoma, lo cual abre la posibilidad de transformación a través de la acción política organizada del colectivo que identifique en el acontecimiento la verdad de su causa e identidad.[93]

De acuerdo con lo desarrollado en este texto, hemos de reconocer que, desde la época de Marx y Engels hasta la discusión contemporánea sobre la praxis política, la revolución es considerada el acontecimiento determinante del destino de las luchas por la emancipación. La cuestión fundamental al respecto es cómo identificar un auténtico acontecimiento y cómo actuar de manera organizada en correspondencia con él. Ya en Marx y Engels, más allá de los análisis de las relaciones sociales condicionadas por el desarrollo de los medios de producción a lo largo de la historia, la revolución ocurre como una especie de excepción que genera las condiciones de acción política requeridas para la transformación del mundo, lo cual es el objetivo explícito del pensamiento marxista. Pero esta excepción sólo puede ser reconocida por sujetos cuya conciencia esté en condiciones de hacerlo, por lo que la crítica basada en la dialéctica filosófica se vuelve necesaria como herramienta para disipar las distorsiones ideológicas y aclarar el juicio sobre la verdad del acontecimiento. La discusión aquí presentada responde a este esfuerzo crítico de aclaración, como base teórica que permite al sujeto comprometerse activamente con la transformación y constitución del orden político, y como continuación contemporánea de las preocupaciones marxistas. En ese tenor, me atrevo a decir que el comunismo sigue presentándose a modo de una Idea platónica y como el paradigma atemporal en relación con el cual el sujeto puede moldear su carácter y emprender la lucha por realizar su destino común junto a las almas afines; ya sea que esté inscrito como lo Uno o lo múltiple en el ser, o que sólo sea el vacío que curva la estructura simbólica que condiciona la percepción de la realidad y la dirige, en consecuencia, a un incierto horizonte, como su verdad, en el que todo está aún por escribirse.

 

Fuentes documentales

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[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Profesor–investigador en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). eidoshumanidades1@gmail.com

 

[1].    Karl Marx, “Introducción para la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel” en Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Filosofía del derecho, Claridad, Buenos Aires, 1968, p. 8. Las cursivas se encuentran en el original.

[2].    Idem.

[3].    Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[4].    Idem.

[5].    Karl Marx, “Tesis sobre Feuerbach” en Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1974, p. 668. Las cursivas se encuentran en el original.

[6].    Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, p. 37.

[7].    Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[8].    Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[9].    Ibidem, p. 82.

[10].  Idem.

[11].  Idem.

[12].  Véase Georg Lukács, Lenin. Estudio sobre la coherencia de su pensamiento, Gorla, Buenos Aires, 2007; y Louis Althusser, “Lenin y la filosofía” en Louis Althusser, La soledad de Maquiavelo, Akal, Madrid, 2008.

[13].  Castoriadis y Badiou, por ejemplo, son críticos de la organización estatal y burocrática (que suele terminar por asumir la acción política comunista) y condenan su degeneración estalinista. Castoriadis, Badiou y Žižek, además, tienden a otorgar un papel secundario a las teorías económicas de Marx respecto de los logros políticos de la revolución.

[14].  Hannah Arendt, Karl Marx y la tradición de pensamiento político occidental, Encuentro, Madrid, 2007, p. 17.

[15]Ibidem, p. 14.

[16]Ibidem, p. 19.

[17]Ibidem, p. 20.

[18]Ibidem, p. 28.

[19]Ibidem, p. 20.

[20]Idem.

[21]Ibidem, p. 21.

[22]Ibidem, p. 23.

[23]Ibidem, p. 24.

[24].  Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2009, p. 344.

[25].  Aristóteles, Ética nicomáquea, Gredos, Madrid, 1985, Libro I, capítulo V, p. 134.

[26].  Hannah Arendt, La condición…, p. 344.

[27]Ibidem, p. 346.

[28].  Aristóteles, Acerca del alma, Gredos, Madrid, 1978, Libro ii, capítulo iii, pp. 175–178.

[29].  Véase la crítica de la autora al desarrollo científico sin consideraciones humanas en Hannah Arendt, “La conquista del espacio y la estatura del hombre” en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 2016, pp. 403–426.

[30].  Hannah Arendt, La condición…, p. 348.

[31].  Hannah Arendt, “Sobre la revolución” en Revista de Occidente, Madrid, Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, 1967, pp. 175–189, p. 35.

[32]Idem.

[33]Ibidem, p. 39.

[34]Ibidem, p. 41.

[35]Ibidem, p. 42.

[36].  Sobre la cuestión social en Arendt, véase Ferenc Fehér, “Freedom and the ‘Social Question’ (Hannah Arendt’s Theory of the French Revolution)” en Philosophy & Social Criticism, sage Publications, Thousand Oaks, California, vol. 12, Nº 1, abril de 1987, pp. 1–30.

[37].  Hannah Arendt, “Sobre la revolución”, p. 68.

[38]Ibidem, p. 69.

[39]Idem.

[40].  Ibidem, p. 79.

[41].  Ibidem, p. 77.

[42]Idem.

[43]Ibidem, p. 78.

[44]Ibidem, p. 135.

[45].  Sobre la noción de tradición política en la autora, véase Hannah Arendt, “La tradición en la época moderna” en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro…, pp. 33–66.

[46].  Hannah Arendt, Sobre la revolución, p. 129.

[47].  Sobre la noción de autoridad en esta autora, véase Hannah Arendt, “¿Qué es la autoridad?” en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro…, pp. 145–226.

[48].  Cornelius Castoriadis, “¿La idea de la revolución tiene sentido todavía?” en Estudios filosofía/historia/letras, Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica, vol. 24, 1991, pp. 7–25, p. 9.

[49]Idem.

[50]Idem.

[51]Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[52].  Hannah Arendt, “Reflections on Little Rock” en Dissent, Nueva York, invierno de 1959, pp. 49–50.

[53]Ibidem, p. 51.

[54]Ibidem, p. 55.

[55]Ibidem. Para una crítica del problema de la discriminación racial en Arendt, véase Kathryn T. Gines, Hannah Arendt and the Negro Question, Indiana University Press, Bloomington, Indiana, 2014. Sobre la ilegitimidad de la violencia en asuntos políticos, véase Hannah Arendt, Sobre la violencia, Joaquín Mortiz, México, 1970.

[56].  “Prefacio” en Alain Badiou, Lógica de mundos. El ser y el acontecimiento 2, Manantial, Buenos Aires, 2008, pp. 17–59.

[57].  Hannah Arendt, La promesa de la política, Paidós, Barcelona, 2008. Ver los capítulos “Sócrates” y “El final de la tradición”, pp. 43–129.

[58].  Véase Hannah Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, Barcelona, 2003.

[59].  Alain Badiou, Metapolitics, Verso, Londres, 2005, p. 16.

[60].  O, más formalmente, lo que Badiou llama procedimientos genéricos: la política, el arte, la ciencia y el amor. Todos implican el desarrollo militante de una verdad, que se manifestó como acontecimiento, el cual es el punto de anclaje de la vida del sujeto. Alain Badiou, “Condiciones” en Alain Badiou, Manifiesto por la filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990, pp. 13–19.

[61].  Badiou confronta las ideas de Arendt a partir de la interpretación de Myriam Revault d’Allones, quien respondió en el siguiente artículo: Myriam Revault d’Allones, “Qui a peur de la politique? Réponse à Alain Badiou” en Esprit, Editions Esprit, París, vol. 12, Nº 248, diciembre de 1998, pp. 236–242.

[62].  Alain Badiou, Metapolitics, p. 11.

[63].  En referencia a los procedimientos genéricos que tienen su origen en el reconocimiento de la verdad del acontecimiento por parte del sujeto, véase la nota 60.

[64].  Alain Badiou, Metapolitics, pp. 11–12.

[65]Ibidem, p. 12.

[66].  Ibidem, p. 22. Las cursivas se encuentran en el original.

[67]Ibidem, p. 23.

[68]Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[69].  Alain Badiou, “Gesto platónico” en Manifiesto…, pp. 69–72.

[70].  Alain Badiou, Metapolitics, p. 19.

[71].  Alain Badiou, Manifiesto…, p. 14. Las cursivas se encuentran en el original. El término composibilidad (compossibilité) es retomado por Badiou de Leibniz para referir al espacio que ofrece la filosofía para pensar la posibilidad de los procedimientos y sus relaciones, a partir de acontecimientos que han sido posibles o podrían serlo.

[72]Ibidem, p. 15.

[73]Ibidem, p. 16. Las cursivas se encuentran en el original.

[74]Idem. Las cursivas se encuentran en el original.

[75]Ibidem, p. 18. Las cursivas se encuentran en el original.

[76]Idem.

[77].  Para Badiou, el mito y la religión no ofrecen un acercamiento a la verdad, sino que sólo fijan y determinan la estructura legal y de saber de un contexto. Al respecto, resulta particularmente interesante el libro de Alain Badiou, San Pablo. La fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999. En esta obra, el autor argumenta que el apóstol se mantiene fiel a la verdad del acontecimiento cristiano porque, más que poner las bases de una religión al difundir un mito, lleva a cabo una estrategia política que le permite organizar una militancia que transforma su mundo en nombre de una nueva forma de universalidad e igualdad. Sobre la lectura de Badiou, véase Slavoj Žižek, “La política de la verdad, o Alain Badiou como lector de San Pablo” en Slavoj Žižek, El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 137–182.

[78].  Alain Badiou, Manifesto…, p. 36.

[79].  Así, Badiou evita la empresa heideggeriana de fundar un pensamiento que supere la oposición moderna sujeto/objeto a través del decir poético, y más bien se propone reformularla en función de la noción platónica de verdad. Véase la “Introducción” en Alain Badiou, El ser y el acontecimiento, Manantial, Buenos Aires, 2001.

[80].  Alain Badiou, Manifiesto…, pp. 47–63.

[81].  Ibidem, p. 64. Las cursivas se encuentran en el original.

[82]Ibidem, p. 65. Las cursivas se encuentran en el original.

[83]Ibidem, p. 74.

[84].  Véase, por ejemplo, Slavoj Žižek, “Badiou pense à tout” en Libération, sfr Presse, París, 22 de marzo de 2007. https://next.liberation.fr/livres/2007/03/22/badiou-pense-a-tout_88141 Consultado 26/II/2017.

[85].  Slavoj Žižek, Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico, Akal, Madrid, 2015, p. 33.

[86].  Para una discusión sobre el no–todo de la verdad, véase Alain Badiou y Slavoj Žižek, “Badiou & Žižek – Is Lacan An Anti–Philosopher? (Complete)” en YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=Fv5VMf-RJx4  Consultado 26/II/2017.

[87].  Slavoj Žižek, Menos que nada…, p. 42.

[88]Ibidem, pp. 45–46.

[89]Ibidem, p. 47.

[90]Ibidem, p. 48.

[91]Ibidem, p. 83.

[92]Ibidem, p. 883.

[93].  Para una crítica de las nociones de verdad y acontecimiento de Badiou y Žižek, por considerarlas insuficientes como fundamentos revolucionarios frente a un sistema resiliente como el del capitalismo neoliberal, véase Nathan Eckstrand, “Does Fidelity to Revolutionary Truths Undo Itself? Systems Theory on Badiou and Žižek” en Radical Philosophy Review, Radical Philosophy Association/Philosophy Documentation Center, Charlottesville, Virginia, vol. 22, Nº 1, 2019, pp. 59–84.

Campaña por el salario para el trabajo doméstico: poner la reproducción en el centro del análisis marxista

Elsa Ivette Jiménez Valdez[*]

Recepción: 30 de agosto de 2020
Aprobación: 25 de septiembre de 2020

 

Resumen. Jiménez Valdez, Elsa Ivette. Campaña por el salario para el trabajo doméstico: poner la reproducción en el centro del análisis marxista. En este artículo presentaré algunas de las principales argumentaciones y aportes que las teóricas feministas involucradas en la Campaña por el salario para el trabajo doméstico elaboraron para explicar los modos en los que el capitalismo explota a sujetos no asalariados, particularmente a las mujeres. Apoyándose en el pensamiento de Marx —pero también desafiándolo— estas autoras mostraron que el capitalismo, más que un modo de producción, es una forma de organizar las relaciones sociales, ya que separa, jerarquiza y estructura las sociedades para asegurar la acumulación. Naturalizar la reproducción es una estrategia clave para asegurar e invisibilizar la explotación de las mujeres en el hogar, haciendo pasar por amor el trabajo no pagado que beneficia a los varones y, a través de ellos, al capital. Su obra demostró que poner la reproducción en el centro del análisis transforma, profundiza y expande los horizontes de la lucha anticapitalista.

Palabras clave: Campaña salario por el trabajo doméstico, feminismo marxista, reproducción, trabajo doméstico.

Abstract. Jiménez Valdez, Elsa Ivette. Campaign for a Salary for Unpaid Domestic Labor: Putting Reproduction at the Center of Marxist Analysis. In this article I will present some of the main arguments and contributions that feminist theoreticians involved in the Campaign for a Salary for Unpaid Domestic Labor have formulated to explain the ways capitalism exploits non–salaried subjects, particularly women. Building on—but also challenging—Marx’s thinking, these authors showed that capitalism, more than a means of production, is a way to organize social relations, inasmuch as it separates, hierarchizes and structures societies in order to ensure accumulation. Naturalizing reproduction is a key strategy for ensuring and making invisible the exploitation of women in the home, framing as love the unpaid labor that benefits men, and through them, capital. Their work demonstrates that putting reproduction at the center of the analysis transforms, deepens and expands the horizons of anti–capitalist struggle.

Key words: Campaign for a salary for unpaid domestic labor, Marxist feminism, reproduction, domestic work.

 

Introducción

En este artículo busco presentar algunas de las principales argumentaciones y aportes que las teóricas feministas involucradas en la Campaña por el salario para el trabajo doméstico, desarrollada en la década de los años setenta, elaboraron para explicar los modos en los que el capitalismo explota a sujetos no asalariados, particularmente a las mujeres. Lo que me interesa destacar son las discusiones conceptuales que aquéllas sostuvieron con Marx y la manera en que se apropiaron, reformularon y consiguieron ensanchar su edificio categorial y analítico. Buscaré destacar algunos caminos que abrieron para pensar los modos en que el capital produce, organiza y modela el conjunto de relaciones sociales y, a partir de ello, las estrategias que propusieron para orientar la lucha.

Con esta finalidad, ofreceré una breve descripción de las demandas de la Campaña por el salario doméstico[1] y presentaré algunos datos de Silvia Federici, Mariarosa Della Costa, María Mies y Leopoldina Fortunati, cuyas reflexiones serán el material de análisis en este texto. En los siguientes dos apartados sintetizaré el andamiaje teórico–conceptual que estas teóricas y activistas desarrollaron para explicar la imbricación entre la producción y la reproducción en las sociedades capitalistas, y el papel que las mujeres desempeñan en la acumulación. He estructurado estos dos apartados de tal modo que, al igual que ellas lo hicieron, partamos de Marx para cuestionar y expandir sus análisis y categorías. En el tercer apartado describiré algunas problemáticas que estas autoras exploraron en torno a los efectos que la explotación capitalista y patriarcal genera en las mujeres, y que las llevaron a rechazar el trabajo doméstico y a buscar la anulación de la figura del ama de casa. Me ha parecido importante incorporar, en el siguiente apartado, una síntesis de la relectura histórica que estas autoras elaboraron para explicar cómo se produjeron las condiciones materiales que determinaron que las mujeres fueran “liberadas” para ser subyugadas en el hogar. En las reflexiones finales ofrezco un punteo de lo que, en mi opinión, son los principales aportes de estas mujeres al pensamiento crítico y la manera en que su estudio de la reproducción las llevó, de rechazarla, a colocarla en el centro de la lucha anticapitalista, anticolonial y feminista.

 

Campaña por el salario para el trabajo doméstico

En este artículo no abordaré la historia e hitos de la Campaña por el salario doméstico, que tuvo pretensión de convertirse en un movimiento internacional. Tampoco analizaré su influencia en las huelgas feministas recientes. Mi exposición se limitará a explicitar y sintetizar la argumentación que estas teóricas y activistas desarrollaron con el objeto de articular la lucha marxista con sus preocupaciones y demandas como mujeres. Si bien varias autoras participaron en este debate, que se desarrolló principalmente en Europa occidental y Estados Unidos, aquí recuperaré las voces de las exponentes más destacadas: Silvia Federici, Mariarosa Della Costa, María Mies y Leopoldina Fortunati, para refrendar su vigencia y las provocaciones que suscita su pensamiento.

La Campaña para el salario doméstico surgió en Italia. En su emergencia tuvieron un papel fundamental Mariarosa Dalla Costa y Selma James. Estas autoras pusieron en tensión el papel de los trabajos de reproducción en el sostenimiento y expansión del modo capitalista de producción, argumentando que la explotación capitalista de las mujeres está mediada por el salario masculino.[2] Como resultado de esta reflexión, plantearon su rechazo al trabajo doméstico y la abolición de la figura de ama de casa. Posteriormente, Mariarosa Dalla Costa y Silvia Federici adoptaron la lucha por el salario doméstico como estrategia organizativa para visibilizar su importancia y lugar en el entramado de relaciones de explotación. Para ellas no tenía sentido optar entre la lucha feminista o la marxista: ambas están intrínsecamente articuladas y deben caminar juntas.

Las autoras que formaron el núcleo central de la Campaña no sólo eran feministas y marxistas, sino que también poseían una experiencia amplia y diversa en distintas causas y movimientos de resistencia. Silvia Federici es, con seguridad, el referente más distinguido en nuestro país. Conocida por su vinculación con múltiples movimientos y propuestas alternativas del Sur Global, es una historiadora de origen italiano que trabajó en Nigeria y en Estados Unidos. Además de su participación en la Campaña, ha militado en otros colectivos, entre ellos, el Committee for Academic Freedom in Africa, que apoya a estudiantes y docentes para luchar contra los recortes estructurales y educativos en el continente. También es parte del Midnight Notes Collective, un grupo de estudio crítico que está aportando lecturas renovadas sobre los cercamientos y los comunes.[3] María Mies es alemana, fue profesora de sociología en su país natal y en Holanda, y vivió varios años en la India. Sus investigaciones incorporan la preocupación por el medio ambiente y una fuerte crítica al desarrollo. Mies ha trabajado con Vandana Shiva y es integrante de la sección feminista de Attac, una organización altermundista que promueve el control democrático de los mercados financieros. Leopoldina Fortunati es italiana. Ha trabajado diversidad de temas culturales y de tecnología desde la perspectiva feminista. Fue, junto con Mariarosa Dalla Costa, integrante de Poder Obrero y de Lotta Feminista. Dalla Costa ha sido pionera en la discusión sobre la violencia ginecológica articulando su análisis con una perspectiva ecofeminista. Sin duda, esta diversidad de lecturas, enfoques e intereses enriqueció su pensamiento y le permitió desarrollar una mirada compleja y profunda que hilvanó distintas problemáticas y mostró las articulaciones entre ellas.

La Campaña por el salario doméstico se desarrolló a contrapelo de los movimientos de izquierda y del feminismo de cuño liberal logrando recoger y replantear aspectos centrales del feminismo radical. Frente a la primera postura, las feministas marxistas debieron disputar la descalificación de sus reclamos como separatistas subyugando sus peticiones al triunfo de la revolución proletaria que, por añadidura, se supone que terminaría con la división sexual del trabajo y erradicaría la familia burguesa. Al feminismo de cuño liberal le cuestionó que la demanda de “igualdad” carezca de una crítica a la estructura que organiza el derecho, la economía y el ejercicio político que legitima y garantiza la explotación de clase. Por otro lado, nuestras autoras coinciden con las feministas radicales en el cuestionamiento al ámbito de lo privado, a la familia y a la sexualidad, pero rechazan que la raíz del problema sea cultural. Afirman que estas construcciones sociales, tal como las conocemos ahora, son obra de la reorganización social que impulsó el capitalismo para subsumir la reproducción a la búsqueda de acumulación.

La conclusión a la que arribaron las impulsoras de la Campaña por el salario doméstico es que, para el capitalismo, fue indispensable reorganizar las relaciones patriarcales para asegurarse la reproducción de su mercancía más valiosa: la fuerza de trabajo. Para ello recurrió a atomizar las relaciones familiares configurando la familia moderna, fuertemente jerarquizada, como espacio para la reproducción del trabajador y de las futuras generaciones de obreros. Con esta finalidad produjo las condiciones que obligarían a las mujeres a integrarse en desventaja a estas unidades de producción: despojándolas de autonomía económica, política y social, así como de la facultad para decidir sobre su cuerpo y su sexualidad.

Sus análisis contribuyeron a ampliar la mirada sobre las relaciones capitalistas más allá de los espacios de producción e interpelaron a las feministas para cuestionar la dimensión material de la opresión femenina. Postularon que las construcciones genéricas son parte de la reorganización social que el capital indujo para apropiarse de los trabajos, cuerpos y energía de las mujeres, y ponerlas bajo su servicio.

¿Qué las llevó a concebir la exigencia del salario para el trabajo doméstico como una perspectiva revolucionaria para transformar las condiciones de las mujeres y del conjunto de la clase trabajadora?[4] Algunas razones que ofrecieron apuntan a la socialización intensa a la que son sometidas las mujeres —y, de manera análoga, los varones— para incorporar las condiciones que requiere la división sexual del trabajo como aspecto inherente o “natural” a cada sexo. Formar trabajadoras expertas en el hogar, sumisas y convencidas requiere un gran esfuerzo de articulación y reforzamiento de los saberes, actitudes y disposiciones que ponen al servicio del conjunto de varones y del capital, en última instancia. Por otra parte, producir masas de obreros que, humillados y explotados por las condiciones de producción capitalista, acudan a sus hogares para recibir los servicios físicos, emocionales y sexuales que requieren para presentarse al día siguiente en la línea de producción o en el escritorio, implica buscar resarcir su agotamiento y alienación con una empleada doméstica. Desnaturalizar el conjunto de identidades producidas por la fusión entre patriarcado y capitalismo obliga a reconocer que en su totalidad nuestros cuerpos, mentes, emociones y expectativas han sido distorsionados para ser funcionales a la acumulación capitalista, y descubrir “que el sistema ha tenido y tiene ganancias por nuestro cocinar, fornicar y sonreír”.[5] Exigir un salario por el trabajo doméstico obliga a evidenciar y buscar retribución, en una economía de mercado, por el caudal de esfuerzo, energía y trabajo realizado por las mujeres que, en lugar de orientarse a su satisfacción personal, tienen como fin la reposición diaria y generacional del trabajador.

 

El análisis marxista: el capitalismo como modo de producción

Es de sobra conocido que Marx se concentró en el análisis de la sociedad inglesa porque consideraba que en ella se encontraban más desarrolladas las fuerzas productivas. En la época en la que él vivió la Revolución Industrial estaba en plena expansión. Al radicar en Londres pudo ver de cerca las condiciones de vida de masas obreras sometidas a las condiciones más brutales de explotación, a la vez que participó activamente en organizaciones de trabajadores cuya finalidad era emprender la revolución para instalar la dictadura del proletariado que prometía poner fin a la historia.

En este horizonte el análisis marxista se centró en desentrañar las relaciones de explotación capitalista. Comprender cómo en una época en la que se estaba generando más riqueza que nunca sus verdaderos creadores —las masas proletarias— vivían en condiciones extremas de miseria se convirtió en uno de sus motores de indagación. Para ello se dedicó a escudriñar el proceso fabril en aras de revelar científicamente cómo el capitalista se enriquece a costa del trabajo ajeno. Esto le llevó a concentrar su análisis en el proceso de producción tras considerar que es ahí donde se genera el valor que el capitalista acapara para sí.

Una de las aportaciones centrales de Marx es la teoría del valor. Por éste (el valor) entiende el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía. Esta definición tiene como punto neurálgico la concepción marxista de trabajo, que nuestro autor concibió como la actividad humana a partir de la cual el hombre transforma la realidad para satisfacer sus necesidades. Marx distingue entre el trabajo destinado
a satisfacer las necesidades humanas indispensables para la subsistencia (que da pie a la categoría de valor de uso) y el trabajo que se destina a elaborar mercancías, cuya finalidad es su intercambio (al que denomina valor de cambio). En la sociedad capitalista la producción ha dejado de tener como destino fundamental la satisfacción de las necesidades humanas para orientarse a la producción de mercancías —que contienen ambos tipos de valor— con fines de enriquecimiento. La característica central del capitalismo es la búsqueda incesante de valor —que es producto del trabajo humano, objetivado en dinero— para volverlo capital y continuar acrecentándolo para el enriquecimiento privado. El autor afirma que la finalidad de la acumulación capitalista es la “valorización del valor” y explica que es un movimiento “infatigable de la obtención de ganancias” que se vuelve un afán absoluto por el enriquecimiento.[6]

La plusvalía es la categoría creada por Marx para dar cuenta del trabajo realizado por el obrero; trabajo que el capitalista se apropia porque no lo paga, pues de esta parte no pagada es como obtiene su ganancia. Es decir, mientras la ficción capitalista sostiene que aquél paga al obrero lo equivalente a su trabajo, en realidad el salario es siempre menor al valor que éste produce con su jornada. La plusvalía, trabajo no pagado del que se apropia el capitalista, es la única fuente de riqueza porque es lo único que produce valor en el proceso de producción. El capitalista, como dueño del dinero, posee o compra los medios de producción: materias primas y maquinaria, pero no consigue nada con sólo reunir los distintos componentes. Es únicamente el trabajo, la acción humana intencionada y dirigida a transformar la materia lo que produce su transformación. Sólo el trabajo humano produce las mercancías, a partir de cuya venta se materializa la ganancia del empleador. Sólo el trabajo humano produce valor.

En el proceso productivo a este factor que genera valor, que radica y pone en marcha la persona del obrero, Marx lo denomina fuerza de trabajo, que define como el “conjunto de las facultades físicas y mentales que existen en la corporeidad, en la persona viva de un ser humano y que él pone en movimiento cuando produce”.[7] Es esta capacidad lo que el capitalista intenta extraer del trabajador y poner en movimiento para crear valor, y lo que se considera mercancía es la fuerza de trabajo a la que se asigna un pago.

A cambio de vender su fuerza de trabajo al capitalista el obrero percibe un salario según lo pactado en el contrato consentido por ambos. Dado que el pago se realiza periódicamente después de que el obrero ha culminado cierto plazo de trabajo, el salario resultante es sólo una parte del valor que él mismo produjo al laborar en la producción. Se genera así una escisión entre el producto del trabajo y el trabajo mismo del obrero; escisión mediada por el dinero que éste recibe como salario por su participación en la producción. De ahí que la relación que sostiene el asalariado con su salario sea compleja, pues éste es sólo una fracción de lo que el trabajador en realidad ha producido. Pese a ello, el trabajador se ve obligado a someterse a este proceso de explotación una y otra vez, porque el salario es la mediación que necesita para obtener sus medios de vida, para reproducirse en una sociedad capitalista. Marx señala al respecto:

El obrero mismo, por consiguiente, produce constantemente la riqueza objetiva como capital, como poder que le es ajeno, que lo domina y lo explota, y el capitalista, asimismo, constantemente produce la fuerza de trabajo como fuente subjetiva y abstracta de riqueza, separada de sus propios medios de objetivación y efectivización, existente en la mera corporeidad del obrero; en una palabra, produce al trabajador como asalariado. Esta constante reproducción o perpetuación del obrero es la [conditio] sine qua non de la producción capitalista.[8]

El salario, destaca Marx, debe cubrir el fondo de medios de subsistencia del propio trabajador, es decir, debe ser suficiente para asegurar su autoconservación y reproducción. Y no puede ser más que ello, porque de permitir al obrero tener un ingreso adicional éste podría escapar de la relación de explotación, y el capitalista necesita que esté sujeto a ella para acumular la riqueza que aquél le genera. Por ello es indispensable para el capitalista reproducir continuamente al obrero, perpetuarlo. Incluso es indispensable que exista siempre un excedente de ellos, un ejército de reserva que permita mantener los salarios bajos y, al mismo tiempo, fracturar los intentos de organización obrera que busquen mejorar las condiciones laborales y salariales.

Sobre el salario del obrero, Marx postula que está destinado al consumo individual, a sus actos personales al margen del proceso de producción. Por ello distingue esta modalidad de consumo de lo que denomina consumo productivo, ejercido durante la producción para elaborar mercancías. Examinemos más de cerca este consumo que Marx califica como improductivo. De él declara que tiene como finalidad reponer continuamente la fuerza de trabajo que explota el capitalista. Estos medios de subsistencia se transforman en los “músculos, nervios, huesos y cerebro de obreros […]; se reconvierten en fuerza de trabajo nuevamente explotable por el capital: es la producción y reproducción del medio de producción más indispensable para el capitalista: el obrero mismo”.[9] Más adelante, sin embargo, Marx incorpora una nota interesante, al afirmar que el consumo del obrero es improductivo para él mismo, pero es productivo para el capitalista y el Estado porque reproduce la fuerza que crea la riqueza ajena.[10]

El capitalista está continuamente buscando reducir el salario del obrero. Es importante tener presente que la plusvalía es la riqueza que genera el obrero que el capital no paga; mientras que la parte que sí paga toma la forma de salario.[11] Por tanto, el capitalista se encuentra en búsqueda continua de mecanismos que permitan disminuirlo para aumentar su margen de ganancia. A ello abona el aumento de productividad, que baja los costos de las mercancías que consumen los obreros, al igual que la búsqueda de bienes de consumo más baratos que los sacien sin que necesariamente deban nutrirlos o satisfacerlos, sino tan sólo reproducir la fuerza de trabajo que requiere el capital para la producción.

Ahora bien, para Marx:

La conservación y reproducción constantes de la clase obrera siguen siendo una condición constante para la reproducción del capital. El capitalista puede abandonar confiadamente el desempeño de esa tarea a los instintos de conservación y reproducción de los obreros. Sólo vela por que en lo posible el consumo individual de éstos se reduzca a lo necesario.[12]

En este punto se focalizaron las reflexiones de nuestras autoras, quienes pugnaron por desnaturalizar la esfera doméstica tras reconocer cómo opera en ella la división sexual del trabajo y el sometimiento de los cuerpos de las mujeres a los ritmos y necesidades del capital. Para realizar esta tarea las feministas marxistas hicieron uso crítico del arsenal teórico de Marx buscando trascender la mirada de este autor ciego, como tantos otros, al entramado de relaciones y estructuras que operan en el ámbito doméstico y entre los sexos. De ahí que las integrantes de la Campaña revisaran críticamente las categorías marxistas de trabajo, producción, reproducción y salario, entre otras, para reconceptualizarlas, como explicaré en el apartado siguiente.

 

El trabajo doméstico y la reproducción de la mercancía más preciada para el capitalista

Para desarrollar la crítica a las categorías marxistas emplearé como fuente principal el trabajo de Leopoldina Fortunati, cuya obra, El arcano de la reproducción,[13] analiza exhaustivamente el corpus marxiano a partir de la experiencia feminista para desmenuzar los puntos que trataremos aquí.

El primer aspecto que el feminismo marxista pone en tensión es la división arbitraria entre el ámbito productivo y el reproductivo, pues argumenta que son parte de una misma unidad. Ambas son parte constitutiva del ciclo de producción capitalista: están unidas y son interdependientes. La separación simbólica y cognitiva que se establece entre ambas se fundamenta en la ficción de la producción de no–valor en el ámbito reproductivo, que lo diferencia del productivo, en donde sí se produce valor.

Como lo expresé antes, el capital reduce al trabajador, su persona, a fuerza de trabajo. Esta última se considera por aquél como mercancía que “compra” al obrero para su empleo en el proceso de producción. De ahí la paradoja: si la fuerza de trabajo —que, como ya señalamos, se identifica con la corporalidad viviente del obrero, sus habilidades y destrezas— es tratada por el capitalismo como una mercancía más que se incorpora al proceso de producción, y si toda mercancía es fruto de un proceso en el que la materia prima es transformada a partir del trabajo humano, ¿por qué no se reconoce que la mercancía fuerza de trabajo es también producto de un trabajo previo y que, como cualquier otra mercancía, contiene valor?

Fortunati explica que la negación del valor del trabajador es un proceso irrenunciable para el capitalista, ya que le resulta conveniente por dos vías. La primera es que, al devaluar la humanidad del obrero, al tratarlo como un no–valor, puede relacionarse con él como mera fuerza de trabajo, por lo que consigue obligarlo a vender su trabajo —su corporalidad y habilidades— como mercancía. El capital no acepta su relación con el obrero como individuo, sino sólo con su trabajo, pues supone que paga el precio justo o, al menos, el que dicta el mercado por la labor del obrero durante el tiempo pactado. Pero, como vimos, requiere devaluar la aportación de éste para poder pagarle menos y mantenerlo en condición de perpetua dependencia y, a la vez, extraer plusvalía.

El capital precisa crear las condiciones sociales y materiales que identifiquen a la persona del obrero como un no–valor para forzarlo a intercambiar por dinero lo único que le queda: su fuerza de trabajo. Marx abunda en la producción de estas condiciones en El capital. Entre ellas están la siguientes: despojarlo de sus medios de subsistencia; segmentar, controlar y descalificar el proceso de producción para volverlo reemplazable; inducirle la dependencia del salario, entre otras. La segunda vía por la que el capitalista niega el valor del trabajador, que las feministas ponen en evidencia y problematizan, es el interés de aquél en ocultar los enormes volúmenes de trabajo implicados en la reproducción del obrero para evitar pagarlos (por esta razón los invisibiliza y devalúa). En síntesis, la producción capitalista requiere la reproducción del obrero; pero tanto éste como su reproducción deben aparecer carentes de valor.

La reproducción, entonces, debe ser percibida como producción de no–valor, en contraste con la producción de valor que realiza el proceso de producción. Para ello se necesita que esta serie de trabajos, tareas y actividades se consideren naturales; que se les niegue su carácter de trabajo. Esta separación vuelve indispensable la división de esferas: fábrica/hogar; productivo/improductivo; asalariado/no asalariado, trabajo/no trabajo, entre otras que disocian y jerarquizan ambos espacios. El ámbito doméstico tiene que aparecer como un espacio precapitalista, una reminiscencia de tiempos antiguos atrapada en el mundo capitalista. Afuera impera la tecnología y el afán de lucro; en el hogar, la colaboración y el amor desinteresado.

Fortunati afirma que, en la esfera reproductiva, las mujeres producen valor del que también se apropia el capitalista. Pero ¿cómo ocurre esta generación de valor y cómo se realiza su extracción? Vayamos por pasos. La relación hombre/mujer —generalmente sancionada por la institución del matrimonio— aparece como de carácter individual. Formalmente, parecería que las mujeres no tienen relación con el capital y que su vínculo respecto del hombre implica la realización de un servicio personal. Las actividades que ejecuta la mujer con objeto de que el obrero satisfaga sus necesidades alimenticias, sexuales y de cuidados se basan en la división sexual del trabajo, donde ellas, en su papel de esposas, amas de casa y madres de familia, se encuentran en una posición de menor poder respecto del varón, jefe de familia. Esta diferencia de poder tiene una base material. El varón como asalariado adquiere, mediante su trabajo en la esfera de la producción, los medios económicos que le permiten consumir el trabajo vivo de la mujer. Esta relación aparece como cooperación cuando en realidad se basa en la situación de desventaja de las mujeres respecto del salario del varón. Más aún, todo el caudal de trabajo que las mujeres realizan para el capital, por mediación de los obreros a quienes sirven directamente, se oculta al asumirse que lo hacen por amor, cuando en realidad no tienen otra opción que participar en la prestación de estos servicios hacia los obreros, porque el capitalismo ha establecido las condiciones que las fuerzan a ceder su capacidad de reproducción a cambio de su propio salario y del masculino.

Para Fortunati, el varón compra la fuerza de trabajo de la mujer para realizar su reproducción y la de su descendencia. Pero, mientras el trabajo de la mujer aparece como mero valor de uso para satisfacción del obrero, es valor de cambio cuando el obrero lo usa para su consumo individual en aras de reproducirse como fuerza de trabajo. De ahí que, aun cuando el trabajo femenino aparezca como no–valor, en realidad produce valor de cambio mediado por la persona del obrero. Esta relación se extiende a sus vástagos.

Este intercambio que garantiza la reproducción de la fuerza de trabajo del capital debe negarse en todo momento. Debe aparecer como no organizado de manera capitalista para ocultar la explotación en el hogar. Así, el obrero intercambia parte de su salario por medios de subsistencia o entrega este dinero a la mujer, para que los adquiera. Parecería que el intercambio es equivalencial, pero en realidad sucede que el obrero consume los medios de subsistencia transformados por el trabajo de la mujer. Así, aquél adquiere la fuerza de trabajo de la mujer con la finalidad de reproducir su propia fuerza de trabajo. Esta apropiación no es para sí mismo, sino para venderla al capital; de modo que éste se apropia de la plusvalía de manera diferenciada, extrayéndola a dos sujetos, y no sólo al obrero, a cambio de un solo salario.

El hecho de que la mujer sea el sujeto no asalariado en esta ecuación es resultado de múltiples aristas. Por un lado, como ya expliqué, se debe a la necesidad de ocultar que el trabajo que ellas realizan es productivo, genera valor. Pero también porque es indispensable invisibilizar el enorme caudal de trabajo que ellas efectúan sin pausa ni tregua a lo largo del día —y del año, “hasta que la muerte los separe”—, y en el que va entreverada su propia reproducción. Al mismo tiempo, que la mujer no reciba salario por este trabajo implica que ella sólo tenga derecho a consumir medios de subsistencia, y es en esta restricción como consumidora que se encuentra sometida al consentimiento del obrero. Ella sólo tiene derecho de uso sobre la posesión de otro. El consumo de la obrera está limitado cuantitativamente por la percepción que recibe del obrero, y está limitado cualitativamente en función de la aprobación y disposición de éste.

De ello no debe desprenderse que tal relación esté exenta de conflicto y negociación. Muchas mujeres han demandado que el salario del obrero les sea entregado directamente para distribuirlo; para que sean ellas quienes decidan y administren las necesidades y sus formas de satisfacción. Incluso, defiende Dalla Costa, la demanda de las mujeres a sus esposos para sostener o incrementar el consumo familiar tuvo un papel importante en evitar que los salarios cayeran continuamente, permitiendo su sostenimiento por décadas.[14] La contracara de estos avances, por otro lado, radica en que, durante periodos de crisis, de ajuste estructural y de deterioro de las condiciones laborales (que son una constante desde la década de los ochenta), son las mujeres quienes han tenido que llevar sobre sus hombros y resolver como han podido la reproducción familiar con menor capacidad de consumo.

La relación entre obrero y obrera del hogar —como denomina Fortunati a las amas de casa— está atravesada por múltiples contradicciones. El intercambio que ejecuta el obrero implica que éste continuamente entregue su salario a cambio de trabajo vivo para su reproducción. Es decir, de esta relación él no obtendrá a cambio dinero, sino únicamente servicios. Por tanto, el obrero se encuentra continuamente entregando su salario en el intercambio y empobreciéndose al mismo tiempo. De ahí que la autora determine con crudeza que los trabajos de reproducción “en realidad ‘valoran’[15] al capital y devalúan al obrero”.[16]

Esta reflexión desafía la aseveración de Marx sobre la productividad del consumo obrero, pues evidencia que éste resulta triplemente productivo para el capital al sostener la reproducción de la fuerza de trabajo de aquél, la del ama de casa y la de la futura generación de obreros. Entendemos, pues, que el capital, como forma de organización social, ha conseguido reconfigurar el proceso de reproducción social para trocarlo en reproducción capitalista: producción destinada a reproducir la fuerza de trabajo. Queda claro que el capitalismo no puede funcionar sin el patriarcado: sin reestructurar y fortalecer la opresión de las mujeres. La acumulación capitalista se volvería insostenible si el capital pagara el valor producido por las obreras del hogar.

Otra de las categorías marxistas que estas feministas sometieron a revisión es la de explotación, que dejó de ser una relación que sucede exclusivamente entre el obrero y el capitalista, para extenderse a otras poblaciones no asalariadas, tal como reflexionaban el marxismo negro y la teoría de la dependencia. De modo que, para Mies, la explotación debía entenderse de una manera amplia, como “la jerarquización y separación más o menos permanente creada entre productores y consumidores, y por lo cual estos últimos pueden apropiarse de los productos y servicios de los primeros sin ser productores de los mismos”.[17] La explotación, así formulada, da cuenta del conjunto de relaciones asimétricas, jerárquicas y explotadoras, ya sea que se realicen dentro o fuera de la producción, entre hombres y mujeres o al interior de cada sexo, así como a escala mundial.

En consecuencia, identificamos que el salario, como mecanismo de fetichización que oculta la explotación del obrero, también se convierte en instrumento de jerarquización y de explotación a través del cual este último se apropia del trabajo de la mujer; relación que puede ampliarse a otros sujetos no asalariados. Como afirma Dalla Costa, “el salario controla una cantidad de trabajo mayor que la que aparecía en el convenio de la fábrica”,[18] ya que organiza una compleja división del trabajo que asegura la acumulación.

La demanda de las integrantes de la Campaña buscaba erosionar, a través de la percepción de un salario para las amas de casa otorgado por el Estado, las diferencias de poder y las jerarquías entre mujeres y hombres en una sociedad estructurada con base en la clase social.[19] La condición de no asalariadas, además de colocarlas en situación de desventaja en los hogares, repercute en el mercado laboral: “Estamos acostumbradas a trabajar por nada y […] estamos tan desesperadas por lograr un poco de dinero para nosotras mismas que pueden obtener nuestro trabajo a bajo precio”.[20] Así, la demanda por el salario se percibe como un ataque directo a los beneficios del capital.

 

La familia, el trabajo doméstico y la heterosexualidad: pilares de la organización capitalista

Los procesos descritos en el apartado anterior toman lugar en el llamado ámbito privado: la familia moderna. Este modo de relación de carácter patriarcal, heterosexual, monógamo, nuclear e institucionalizado por el Estado mediante el matrimonio fue el centro de las reflexiones, sobre todo a partir del papel que les fue asignado a las mujeres como amas de casa. Para Dalla Costa, el asumir que las mujeres son amas de casa es el punto de partida, pues éstas, aunque trabajen fuera del hogar, se encuentran sujetas a tal caracterización.

Aun cuando el capital haya incorporado masivamente a las mujeres al empleo en determinados momentos históricos, se ha cuidado de que se mantengan, primeramente, como amas de casa. Esto ocurre así, apunta Silvia Federici,[21] porque le interesa consumir todo el tiempo posible de éstas para asegurar la reproducción; pero también porque esta estereotipación es clave para hacerlas trabajar por salarios bajos cuando se incorporan al mercado laboral.[22] De esta manera, sujetos no asalariados, como las mujeres, funcionan a modo de un segundo ejército de reserva, que es llamado a la acción cuando urge contener las crisis y renovar las formas de acumulación.

El trabajo doméstico presenta características que lo diferencian de otros trabajos y que produce formas particulares de alienación en las mujeres. Estas autoras destacan que la falta de tecnificación para realizar labores domésticas no corresponde con los avances adoptados en otros ámbitos. También refieren al término incierto de la jornada, que no conoce de horarios ni días de descanso: el ama de casa está siempre en servicio porque el cuidado humano se requiere continuamente. Como a ellas se les responsabiliza de resolver la subsistencia diaria de su marido y sus hijos, y debido al involucramiento afectivo y mediante el chantaje emocional éstos se convierten en los demandantes directos de su realización. Están tan acostumbrados a ser atendidos “en toda forma desde el momento en que nacieron … [que] ni siquiera saben que se les ha atendido, tan natural les resulta”[23] beneficiarse de la subordinación de las mujeres.

Nuestras autoras reflexionaron profundamente sobre la manera en la que la sexualidad de las mujeres fue cooptada para servir a los fines del capital. Ellas fueron despojadas de su capacidad creadora, del gozo y el placer sexual, así como de sus fuerzas generativas para convertirlas en reproductoras de fuerza de trabajo. Como lo hizo con los músculos, brazos y cerebros de los obreros en las fábricas, el orden capitalista ha buscado gestionar el funcionamiento de su vientre, su pecho y sus genitales, desarticulando los cuerpos y modelándolos para usar las partes que requiere a fin de convertirlas en instrumento de trabajo. Este proceso de reorganización para la acumulación pasa por la producción de significados y valores diferenciados de los cuerpos de hombres y mujeres para adecuarlos a sus necesidades en cada tiempo y momento histórico. Si para los hombres el carecer de salario puede implicar  no tener acceso al sexo, para las mujeres la falta de salario determina su esclavitud sexual en el hogar o fuera de él, en condición de doble desventaja.[24]

Estas autoras se preocuparon también por desmenuzar los efectos psicológicos que produce el encapsulamiento como amas de casa. Dalla Costa problematizó el vínculo entre el aislamiento que sufren las mujeres en el hogar y la producción de su aparente incapacidad, señalando que su exclusión de diferentes procesos y la resultante limitación de sus relaciones sociales les impide desarrollar múltiples capacidades. El capitalismo produce una fractura que, al separar a hombres y mujeres para convertir a estas últimas en complementos masculinos, atrofia su potencialidad, las encapsula y limita. La pasividad que se espera y se fomenta en las mujeres las convierte en el receptáculo de las presiones y demandas del obrero, explotado pero a la vez productivo y satisfecho por tener una sirvienta personal.

El ama de casa, por tanto, funciona también como válvula de escape para las tensiones sociales producidas por el capital. Ellas se ven forzadas a asumir su papel como acto de amor, elección individual y proyecto de vida. Federici sostiene: “Mediante el salario del hombre, el matrimonio y la ideología del amor, el capitalismo había dado al hombre el poder de mandar en nuestro trabajo no remunerado y de imponer disciplina en nuestro tiempo y espacio”.[25] Disciplina que incluye la violencia como último recurso para imponer el orden patriarcal.

Las mujeres, impedidas de autonomía personal y atrofiadas en el desarrollo de su capacidad, han sublimado su frustración a través de una serie de mecanismos que incluyen el consumo o el perfeccionamiento compulsivo del trabajo de casa. Al condenárseles a realizar tareas monótonas y triviales y a adoptar un papel sexual pasivo viven continuamente reprimidas. De ahí que se hayan convertido por igual en figuras represivas que contribuyen al disciplinamiento ideológico y psicológico de su familia cumpliendo la función de educar a sus hijos como futuros obreros y de arengar al marido para trabajar, pues su salario es crucial en el hogar. De cara a esta situación, nuestras autoras plantearon la abolición de la figura de ama de casa, rechazaron el trabajo doméstico y, con ello, continuar reproduciendo a otros “como trabajadores, como fuerza de trabajo, como mercancías”.[26]

 

Patriarcado, capitalismo y domestificación de las mujeres

“¿Cómo sería la historia del desarrollo del capitalismo si en lugar de contarla desde el punto de vista del proletariado asalariado se contase desde las cocinas y los dormitorios?”[27] Para dar cuenta de la producción de la figura del ama de casa estas autoras se apoyaron en el materialismo histórico desenredando la madeja que permite explicar la forma en la que el capital generó las condiciones para su opresión. Sus conclusiones muestran que el patriarcado antecede a las relaciones capitalistas, pero que éste ha tenido la capacidad de profundizarlo, reorganizarlo y actualizarlo en distintos momentos.

Marx llama acumulación originaria al proceso de despojo sistemático y a gran escala que sufrió el campesinado europeo entre los siglos XV y XVIII. Su análisis es decisivo para explicar la acumulación extraordinaria en manos de unos pocos que se consolidaron como clase capitalista, así como la separación de masas de campesinos de sus medios de subsistencia para inducir su dependencia económica y obligarlos a constituirse en asalariados. Este doble movimiento de acumulación y despojo se produjo con la expulsión de los campesinos de la tierra a la que estaban arraigados y su cercamiento para convertirla en propiedad privada.

Para Federici[28] y Mies,[29] la descripción marxista está amputada: omitió cómo estos procesos afectaron diferenciadamente a las mujeres. La caza de brujas ocurrió en el mismo periodo y fue un episodio que transformó dramáticamente la condición y posición de las mujeres, por lo que se abocaron a estudiarla. Ellas mostraron cómo la feroz guerra que la Iglesia y el Estado desataron contra las mujeres (cualquiera podía ser acusada de bruja) ocasionó su pérdida de acceso a los bienes de producción, de por sí diezmados durante los cercamientos, al tiempo que se produjo la separación entre el ámbito productivo y reproductivo. En este periodo se dirigió un conjunto de medidas legales en su contra, pues al tiempo que se les negó el acceso a la tierra se les prohibió trabajar, la prostitución fue criminalizada y se permitió la violación, sin pena alguna, a mujeres de clase baja. Paralelamente, se inició una campaña de devaluación de las mujeres y de sus trabajos para expulsarlas de las labores que anteriormente realizaban; se estableció que sus actividades en el hogar no eran trabajo y que, cuando trabajaran fuera del hogar, se les pagara menos que a los varones. Estas políticas se acompañaron de otra campaña de persecución, tortura, violación y desprestigio que consiguió disciplinarlas para asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo con costes casi nulos para los capitalistas.

El despojo a las mujeres y la devaluación de su trabajo les negó independencia y las forzó a subordinarse a su parentela masculina. Para éstas la caza de brujas significó la pérdida de sus saberes y de su autonomía corporal, la vigilancia y la instauración de leyes que las obligaron a parir hijos para incrementar la población con objeto de sostener la acumulación ampliada y los salarios bajos. Todo esto provocó una profunda alienación en ellas respecto de sus cuerpos, a los que vieron convertidos en sus enemigos, pues eran forzadas a procrear en contra de su voluntad. De este modo se “liberó” a las mujeres “de cualquier obstáculo que les impidiera funcionar como máquinas para producir mano de obra”.[30]

Una vez que el capital produjo las condiciones materiales que sustentan el sometimiento de las mujeres, la teoría y la práctica política modernas institucionalizaron el nuevo orden al establecer su encapsulamiento como esposas, amas de casa y madres. Y aunque no es parte del grupo de teóricas que analizamos aquí, conviene recuperar el trabajo de la filósofa política Carole Pateman, quien en su obra El contrato sexual[31] —publicada por primera vez en 1988— desmenuzó las argumentaciones y los conceptos de los teóricos del contrato social que desde el siglo XVII fundamentaron la separación entre el ámbito privado y el público, y la minoría de edad legal para las mujeres, justificando su exclusión de la esfera política.

Pateman puso en evidencia el proceso de construcción, ocultación y desplazamiento que edificó teórica y cognitivamente a la familia como un espacio premoderno donde prevalecen las relaciones jerárquicas y la servidumbre femenina. Esta concepción ayudaría a legitimar la exclusión de las mujeres burguesas de la práctica y el pensamiento político, y su sometimiento como trabajadoras domésticas en el hogar. La teoría del contrato —medular en la política liberal— sentó las bases para la posterior domestificación[32] de las mujeres de clases proletarias y campesinas, así como de las mujeres de las colonias y los países subdesarrollados.

En el siglo XIX se produjo lo que Federici denomina el patriarcado del salario: momento en que culminaron las luchas obreras tras pactar el salario familiar. Con él se subordinaron los varones al trabajo capitalista a cambio de un salario que les sirve para someter a las mujeres de su familia. En este periodo, que ya no presenció Marx, se reforzó la jerarquía entre los sexos, que se basó en dividir a la familia en una parte asalariada y en otra no asalariada.[33] Las mujeres fueron subyugadas a los varones y al capital en un doble movimiento.

 

Reflexiones finales

Las obras de estas autoras son sumamente ricas por su capacidad de análisis y por la crítica a la que someten la teoría, pero también porque consiguieron entretejer una variedad de temas, enfoques y problemáticas que no fue posible recuperar por falta de tiempo y espacio. Lo que aquí he presentado es tan sólo una síntesis de los argumentos centrales que sustentan el análisis que emprendieron para inteligir la relación entre trabajo doméstico y capitalismo que, como espero haber mostrado, las llevó a desafiar y ensanchar la lectura marxista.

La idea de que el capitalismo es un modo de relación social ya fue apuntada por Marx, pero había recibido escasa atención. Las autoras que revisamos retoman esta concepción para identificar las formas en las que el capital produce múltiples separaciones, fracturas y jerarquías entre las poblaciones para explotarlas. Demostraron que la devaluación y el ocultamiento son estratagemas que el capital emplea no sólo para negar la explotación del proletariado, sino también de una constelación de trabajos y poblaciones que parecían no tener relación con él. Esto ocurre con el trabajo doméstico, pero también con el trabajo esclavo, con las colonias y en la relación entre los seres humanos y la naturaleza. El feminismo marxista permitió comprender que el capitalismo se fundamenta en una red de expropiaciones que atraviesa al conjunto de la sociedad, estratificándola, poniéndola en oposición y produciendo o reconfigurando otros sistemas de dominación.

Como vimos, estas autoras partieron del rechazo al trabajo doméstico y de la figura del ama de casa; sin embargo, tras indagar en las relaciones al interior del hogar y en la articulación entre el ámbito productivo y reproductivo cayeron en cuenta de que el segundo es el pilar que sostiene a todas las sociedades: el ámbito reproductivo es
el productivo por excelencia. Esto lleva a reconceptualizar la noción de productividad para entenderla, ante todo, como la “capacidad de los seres humanos de producir y reproducir la vida dentro del proceso histórico”.[34]

Colocar en el centro la reproducción de la vida permite visibilizar que este espacio está atravesado por entramados de valores, afectos, trabajos y deseos que no han sido capturados totalmente por el capitalismo. En él subsisten otros modos de relación. También muestra los intentos continuos de este último por subordinarlos para reorganizarlos con fines de acumulación. La reproducción social se convierte entonces en un espacio de resistencia y lucha. El objetivo ahora es liberar la reproducción de los valores y demandas capitalistas para construir formas de reproducción social más cooperativas y conscientes de la vulnerabilidad e interdependencia entre los seres humanos y entre éstos y la naturaleza, superando las divisiones instaladas por el capital.

Concebir la reproducción como un espacio de lucha y un lugar privilegiado de emergencia y reforzamiento de relaciones no capitalistas repercute en el desplazamiento del sujeto político revolucionario. Aparecen como actores nodales las mujeres y otros sujetos no asalariados que participan en los sectores de producción y reproducción. No es de extrañar que, frente a los renovados embates del capital, miles de personas se levanten para defender la vida en todo el planeta, particularmente en el Sur Global.

Considero que, no obstante este giro en el pensamiento de nuestras autoras, las reflexiones que desarrollaron en el marco de la Campaña continúan vigentes y constituyen una provocación que nos obliga a cavar más a fondo y a situarnos de un modo distinto frente a las relaciones de explotación y violencia. Su análisis revela la potencia que subyace a la politización del trabajo que realizan las mujeres en el hogar. Aún no se reconoce que son sus cuerpos y energías los que permiten que millones de niños y adultos satisfagan sus necesidades elementales. No es el empresariado ni el pib ni las políticas públicas; son ellas quienes incansablemente y en las condiciones de mayor precariedad resuelven el sustento diario. Mientras que estos caudales de trabajo y aportes permanezcan invisibilizados, no reconocidos o recubiertos por el fetichismo del amor, continuará abierta la puerta para su explotación.

En ese sentido, la cantidad de trabajo que las mujeres realizan sin pago ni valoración, en situación de aislamiento y explotación en el hogar, es un problema que se ha agravado en las condiciones actuales de confinamiento. La permanencia en casa ha sido una de las principales estrategias adoptadas a escala mundial para enfrentar la propagación del coronavirus, lo cual ha traído un cúmulo de dificultades que afectan particularmente a las mujeres. Las familias han visto acrecentadas las demandas de trabajo doméstico, a lo que se suman las tareas de cuidados y educación que solían realizarse fuera de casa. En esta transición han sido escasos los avances en el involucramiento de los varones en estas tareas, cuya resolución suelen ver como apoyo y no como responsabilidad suya. Las condiciones de las viviendas, su falta de acceso a distintos servicios y a los recursos tecnológicos también han complicado la reorganización de estas actividades. Las condiciones económicas, de por sí precarias, se han agudizado en este periodo, produciendo mayores dificultades para resolver las necesidades diarias de sustento. Esta combinación de factores propicia altos niveles de estrés y empobrece la situación de vida de las familias. El confinamiento ha provocado la exacerbación de la violencia dirigida contra niñas, niños y mujeres; resultado de las diferencias de poder y de que el abuso físico, económico y sexual ha servido históricamente como herramienta de explotación y de disciplinamiento patriarcal y capitalista en los hogares. Para estas poblaciones, el hogar, lejos de ser un espacio armónico y seguro, es el lugar donde se encuentran en mayor riesgo. Esta serie de problemas, considerados privados y que recaen principalmente sobre las mujeres, deben ser leídos y tratados de un modo distinto para amortiguar y socializar el peso de la reproducción, actualmente atomizado y dejado a suerte de cada quien, con sus propias capacidades y recursos.

Es importante tener presente que esta tendencia, alimentada por la coyuntura actual, se suma a una dinámica de más largo aliento, en la cual el Estado ha abandonado de manera sistemática y continua tareas que antes realizaba —no sin sesgos androcéntricos y otras limitaciones— para proveer servicios de bienestar y cuidado colectivo. Sandra Ezquerra[35] denomina a esta tendencia “acumulación por desposesión de la reproducción”, la cual implica descargar estas tareas, antes financiadas y proveídas por el Estado, sobre las mujeres y las familias individuales como estrategia para paliar las crisis presupuestales y las medidas de ajuste estructural. De tal manera que tendríamos que mantenernos alerta de que esta situación se revierta una vez que termine la crisis de emergencia, con la finalidad de que las mujeres no salgamos de ella en condiciones aún más desventajosas que las que había cuando ingresamos. Esto vuelve indispensable rescatar el énfasis que nuestras autoras pusieron en la dimensión material de la sujeción de las mujeres, el modo en que sus trabajos y cuerpos son apropiados y puestos al servicio del conjunto de varones, pero también del capital. Tener esto presente es decisivo para desmontar discursos feministas que no contribuyen a transformar la raíz de nuestra opresión.

 

Fuentes documentales

Dalla Costa, Mariarosa y James, Selma, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, Siglo xxi, México, 1977.

Ezquerra Samper, Sandra, “La crisis o nuevos mecanismos de acumulación por desposesión de la reproducción” en Papeles de Rela-

ciones Ecosociales y Cambio Global, Fundación fuhem, Madrid, Nº 124, 2013–2014, pp. 53–62.

Federici, Silvia, Calibán y la bruja, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.

——  El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2018.

——  Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2013.

——  “Salario contra el trabajo doméstico” en Debate Feminista, Instituto de Investigaciones y Estudios de Género/Universidad Nacional Autónoma de México, México, año 11, vol. 22, octubre de 2000, pp. 52-61.

Fortunati, Leopoldina, El arcano de la reproducción, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.

Mies, María, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.

Marx, Karl, El capital. Tomo I, Siglo XXI, México, 2018.

Pateman, Carole, El contrato sexual, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, Barcelona, 1995.

 

[*] Maestra en Derechos Humanos y Paz por el ITESO. Maestra en Ciencias Sociales por El Colegio de Sonora. elsaivette@gmail.com

 

[1].    A lo largo del artículo utilizaré indistintamente los nombres Campaña por el salario para el trabajo doméstico y Campaña por el salario doméstico, ya que ambos son empleados en las traducciones al español de los textos que trabajamos aquí.

[2].    Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, Siglo xxi, México, 1977. La obra fue publicada originalmente en 1972.

[3]     Estas categorías refieren a la acumulación originaria, momento de transición entre la Edad Media y la modernidad europea; periodo en el que, de acuerdo con Marx, se sentaron las bases para la acumulación de los capitalistas a partir del despojo de los campesinos de sus medios de producción mediante el cercamiento de tierras y el desgarramiento de las formas de organización comunitarias. La tesis del Midnight Notes Collective es que la acumulación originaria constituye un proceso inherente a la expansión y desarrollo del sistema capitalista que se produce reiteradamente con la finalidad de lanzar nuevas oleadas de acumulación a escala mundial.

[4].    Silvia Federici, “Salario contra el trabajo doméstico” en Debate Feminista, Instituto de Investigaciones y Estudios de Género/Universidad Nacional Autónoma de México, México, año 11, vol. 22, octubre de 2000, pp. 52–61.

[5].    Idem.

[6].    Karl Marx, El capital. Tomo i, Siglo xxi, México, 2018, pp. 186–187.

[7].    Ibidem, p. 203.

[8].    Ibidem, pp. 701–702. Las cursivas son del original.

[9].    Ibidem, p. 705.

[10].  Idem.

[11].  Marx distingue entre salario y capital variable. Usa el primero para referirse al pago que recibe el obrero por alquilar su fuerza de trabajo, y con el segundo busca distinguir la participación y aporte de la fuerza de trabajo en el proceso de producción y consumo. En el presente trabajo me referiré sólo al salario —incorporando en él la significación de capital variable— con objeto de facilitar la exposición, así como la comprensión para quienes no tengan familiaridad con la teoría marxista.

[12]Ibidem, p. 704.

[13].  Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.

[14].  Mariarosa Dalla Costa, “Las mujeres y la subversión de la comunidad” en Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer…, pp. 22–65.

[15].  Este vocablo debe interpretarse como el proceso de incremento de valor en términos marxistas.

[16].  Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción, p. 107.

[17].  María Mies, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019, p. 105.

[18].  Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer…, p. 32.

[19].  Silvia Federici, Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2013, p. 24.

[20].  Silvia Federici, El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2018, p. 33.

[21]Ibidem, p. 53.

[22].  María Mies, Patriarcado y acumulación…

[23].  Mariarosa Dalla Costa y Selma James, El poder de la mujer…, p. 55.

[24].  Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción, p. 61.

[25].  Silvia Federici, El patriarcado del salario…, p. 63.

[26]Ibidem, p. 42.

[27]Ibidem, p. 63.

[28].  Silvia Federici, Calibán y la bruja, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004.

[29].  María Mies, Patriarcado y acumulación…

[30].  Ibidem, p. 252.

[31].  Carole Pateman, El contrato sexual, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa, Barcelona, 1995.

[32].  María Mies, Patriarcado y acumulación…

[33].  Silvia Federici, El patriarcado del salario…

[34].  María Mies, Patriarcado y acumulación…, p. 125.

[35].  Véase Sandra Ezquerra Samper, “La crisis o nuevos mecanismos de acumulación por desposesión de la reproducción” en Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, Fundación fuhem, Madrid, Nº 124, 2013–2014, pp. 53–62.

Para una Teoría Crítica del racismo en México: el caso de la caravana migrante

Dinora Hernández López[*]

 

Recepción: 19 de marzo de 2020
Aprobación: 25 de mayo de 2020

 

Resumen. Hernández López, Dinora. Para una crítica del racismo en México: el caso de la caravana migrante. En este artículo me propongo esbozar una serie de aproximaciones críticas al racismo en México. Para ello recurro al caso de la caravana migrante, que abordo como una imagen que problematiza la realidad del racismo en nuestro país, ya que pone en tela de juicio la autopercepción de los mexicanos como sociedad incluyente, respetuosa de la diversidad y no racista. No se trata de hacer una exploración sociológica exhaustiva sobre la cuestión, sino de reconfigurar una imagen muy extendida entre la opinión pública sobre este acontecimiento, a partir de un muestrario que recoge principalmente algunas fuentes periodísticas, encuestas de opinión y análisis de instituciones gubernamentales. Al final, esta reflexión nos conduce a destacar las implicaciones políticas y teóricas del predominio del discurso del mestizaje en México, así como las consecuencias de privilegiar el análisis culturalista. Por medio de este trabajo recupero la mirada dialéctica para pensar las tensiones y la conflictividad alrededor de las diferencias socioculturales, tomando como columna vertebral algunos planteamientos de la teoría crítica negativa de la Escuela de Frankfurt, así como algunas ideas
de la sociología crítica.

Palabras clave: teoría crítica, racismo, migrantes, prejuicio, Theodor W. Adorno.

Abstract. Hernández López, Dinora. For a Critical Theory of Racism in Mexico: The Case of the Migrant Caravan. In this article I set out to sketch a series of critical approaches to racism in Mexico. For this purpose I take the migrant caravan, which I propose as an image that problematizes the reality of racism in our country inasmuch as it questions Mexicans’ self–image as an inclusive society, respectful of diversity and not racist. The aim is not to carry out an exhaustive sociological exploration of the issue, but to reconfigure an image that is widespread in the public opinion about this matter, on the basis of a sample of journalistic sources, opinion polls and analyses of government institutions. At the end, this reflection serves to point out the political and theoretical implications of the predominant discourse of mestizaje, or racial blending, in Mexico, as well as the consequences of giving priority to culturalist analysis. In this article I resort to the dialectical approach to think about the tensions and inherent conflicts of sociocultural differences, taking as the anchor of my argument certain proposals from the negative critical theory of the School of Frankfurt, as well as some ideas from critical sociology.

Key words: critical theory, racism, migrants, prejudice, Theodor W. Adorno.

 

Quien no se deja apear de la diferencia y la crítica no puede ponerse en lo justo.

—Theodor W. Adorno, Dialéctica negativa

 

Introducción

En octubre de 2018 una multitud de centroamericanos, de origen mayoritariamente hondureño, cruzaba la frontera sur de nuestro país, en un acto cuyo dramatismo fue capturado en múltiples medios de comunicación y redes sociales. Esta caravana migrante, como posteriormente fue conocida, tenía el objetivo de llegar a la franja norte de México, puesto que sus miembros se proponían solicitar protección como refugiados al gobierno de Estados Unidos;[1] una petición de asilo justificada por las condiciones sociales que padecen los ciudadanos de varios países de Centroamérica: pobreza extrema y violencia (que tienen detrás una historia de guerras civiles), corrupción e intervencionismo. La siguiente afirmación de una mujer de 16 años de edad, integrante del colectivo en movimiento, pone en claro la dramática situación social que precede a la irrupción de la caravana: “No hay trabajo ni nada. No hay cómo vivir en Honduras. No hay dinero […]. No hay ayuda del gobierno. No hay nada”.[2]

Y es que las catástrofes tecnológicas y naturales, que definen lo que algunos, a finales del siglo pasado, no dudaron en considerar una sociedad caracterizada por el riesgo y la contingencia,[3] son acompañadas por diversas manifestaciones de violencia y pobreza extrema que orillan al desplazamiento forzado de multitudes de individuos en el mundo contemporáneo. Ante esta circunstancia, las alternativas para los más vulnerables oscilan entre permanecer en la exclusión casi completa del proceso de reproducción de la vida social en sus países de origen o, si las circunstancias socioeconómicas, históricas y geopolíticas lo permiten, intentar la residencia ilegal, que los condena a una existencia sumamente precaria. De este modo, Joseph Achille Mbembe propone la existencia de un cuarto mundo dentro del primero, conformado por población local en situación de no–lugar (refugiados e inmigrantes en su mayoría)[4] y, por su parte, Zigmunt Bauman habla de población desechable para referirse a aquéllos que, en ausencia de espacios dentro de la estructura formal de la sociedad, son prescindibles para los circuitos de generación del valor.[5] La mayoría de las personas en esta condición tiene rostros con marcadores que muestran cierta constante, de modo que la calamidad sobreviene a determinados individuos y grupos, y no a otros, en una distribución estratificada y diferencial de la vulnerabilidad, como lo ha hecho ver Judith Butler.[6]

La caravana migrante contabilizó entre 6 mil y 7 mil personas que viajaban en grupo. Esta estrategia de desplazamiento colectivo se debió no sólo a las condiciones histórico–sociales de partida anteriormente descritas (que inducen al éxodo masivo), sino también a la necesidad humana básica de contar con un mínimo de protección,[7] la cual resultaba indispensable, al menos durante el mes que llevó la travesía de los migrantes por México.

El evento causó de inmediato una reacción masiva de la opinión pública, que dejó registros en las redes sociales a través de miles de posts y tuits que más tarde fueron recolectados en notas y artículos de opinión en medios nacionales e internacionales. Asimismo, el fenómeno dio pie al levantamiento de encuestas y al análisis especializado, tanto por parte de empresas privadas como de instituciones de gobierno. De la documentación que arrojó el paso de la caravana pueden recuperarse algunas imágenes que dibujan un estado mínimo de la cuestión y configuran un cuadro tentativo de aproximaciones conceptuales a las reacciones de los mexicanos. Estos datos permiten apuntalar las consideraciones críticas a las cuales pretende arribar este trabajo.

 

Imágenes del racismo en México

En primera instancia, quisiera referirme a algunas valoraciones tomadas de la opinión pública sobre la caravana migrante. La reacción general se polarizó entre la aceptación (reflejada en obras como donaciones de comida, agua y viajes gratuitos) y el rechazo (por el riesgo de que los migrantes significaran un problema para la seguridad de la población y una competencia para el empleo). Según la Consulta Mitofsky, que levantó una encuesta en octubre de 2018,[8] siete de cada diez mexicanos reconocían saber algo de la caravana, y aun cuando la respuesta general de la población consultada era ambivalente predominaban las actitudes positivas; de manera que, mientras uno de cada tres mexicanos opinaba que los centroamericanos debían volver a su lugar de origen, más de la mitad coincidía en prestarles ayuda y protección para que arribaran a su destino. Los segmentos más solidarios eran los habitantes de localidades rurales y de nivel económico más bajo; mientras que el mayor rechazo se produjo entre votantes del pan (en las elecciones de julio de 2018), del Sureste y Occidente/Bajío, y entre personas de nivel económico medio; aunque en este mismo grupo, de acuerdo con el estudio, la mayoría apoyaba el movimiento. Según los resultados de la encuesta, se puede concluir que la motivación de la gente que favorecía al colectivo en movimiento era de naturaleza ético–moral: de humanismo, de muestras de bondad nacional y de ejemplaridad en el trato con el migrante; mientras que las razones para estar en su contra eran, principalmente, miedo a la inseguridad económica y a la violencia, así como falta de certeza sobre quiénes eran realmente esos individuos.

Los detalles de los datos de la investigación de Mitofsky pueden contrastarse con ciertas actitudes y creencias derivadas de una protesta en Tijuana. Alrededor de 300 personas se manifestaron en el refugio para migrantes de esta ciudad. La fotografía que encabeza la nota de El País, que da cuenta de este hecho ocurrido el 19 de noviembre de 2018,[9] muestra un par de individuos con banderas de México, quienes cantan el himno nacional, y también revela a otra persona con un penacho y un escudo (en clara alusión a la vestimenta azteca). Según esta fuente, algunos participantes portaban camisetas con leyendas fascistas y otros tantos hablaban de una invasión disfrazada de migración: “Vienen siete millones de migrantes, tenemos que salvar Tijuana”. Además, varios manifestantes insistían en que no eran racistas, sino ciudadanos preocupados por la carga económica que la llegada del éxodo centroamericano pudiera representar para la ciudad. Así, en la misma nota encontramos afirmaciones como las siguientes: “No estamos en contra de la migración, pero esta caravana es masiva y es violenta”, según Guadalupe Barrera, tijuanense de 40 años, y “Habrá más crímenes”, de acuerdo con Rafael Larios, de 63 años (quien, por cierto, cuando se le preguntó si había sido agredido o perjudicado directamente, lo negó).

Y es que, más que buscar recurrir a métodos criminales para favorecer su desplazamiento, es de esa situación de la cual los miembros de la caravana provenían y parecían estar huyendo. Como es sabido, el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) es una de las regiones más violentas del planeta. Las exageraciones de los manifestantes llegaron al punto de señalar que experimentaban sensaciones de amenaza de guerra y a difundir la idea de que los migrantes utilizaban niños y mujeres como “escudos humanos”. Quizá el supuesto antropológico que cobija toda esta gama de muestras de rechazo y hostilidad contra los migrantes quede sintetizado en la declaración de Juan Manuel Gastélum, el entonces alcalde de Tijuana, quien en su momento sostuvo: “Los derechos humanos son para los humanos derechos”.

El Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación (Conapred), en su documento “Mitos y realidades sobre la caravana migrante y las personas refugiadas”, analizó algunas de las creencias y actitudes que caracterizaron las reacciones de los mexicanos durante este evento. Así, a las imágenes de inferiorización y delincuentización de los miembros de la caravana, reflejadas en afirmaciones que los describían como “personas analfabetas, pobres, holgazanes, pandilleros, asesinos, lo peorcito”,[10] el organismo gubernamental atribuyó actitudes de xenofobia y raciclasismo.

Los prejuicios se caracterizan por ser opiniones y creencias que no tienen un sustento objetivo. En relación con esto, la teoría crítica,[11] como lo mostraré más adelante, dio cuenta de cómo condiciones estructurales de producción y reproducción del miedo y de la incertidumbre (como la inestabilidad política o las crisis económicas) configuran un caldo de cultivo idóneo para la reactivación del prejuicio racial. En nuestro mundo contemporáneo, enmarcado en la promoción formal de la libertad, opera la generación social del miedo y de la incertidumbre. Esta fabricación de inseguridad es favorecida por la naturaleza de los procesos económicos del capitalismo contemporáneo, de incertidumbre laboral y de empobrecimiento y reducción de derechos, que en conjunto precarizan y excluyen a gran cantidad de personas del circuito del capital. Un factor que, bien aprovechado, puede tener rendimientos políticos, particularmente si consideramos nuestra situación geopolítica, la cual, por necesidades sociales de distinto calibre, hace que algunos sectores de la sociedad mexicana sean especialmente propensos a los influjos estadounidenses. Sobre este punto habría que considerar el referente de la posición antiinmigrante de Trump, la cual fue convertida en el top trending de su campaña para las elecciones intermedias.

En el caso de nuestro país, hay que sumar a este ambiente el factor miedo, provocado en significativa medida por las prácticas terroristas y horroristas de la mafia del narcotráfico; un sector de la delincuencia que se caracteriza por recurrir a técnicas violentas, propias de lo que Sayak Valencia ha denominado capitalismo gore,[12] y que también están dirigidas, desde hace algunos años, contra población inerme.[13] Estos procesos de incertidumbre y miedo acrecientan la sensación de inseguridad y la percepción de pérdida de control sobre el entorno. Además, sobrevivimos en una circunstancia de “políticas de vida”, en las que el control y la administración de diversos ámbitos de la reproducción social, antes a cargo de los poderes estatales, han formado parte de las responsabilidades de los ciudadanos; situación que se agrava por la fragilidad de los vínculos sociales (atomización, obturación de la empatía, etcétera), que tendría el papel de atenuar los efectos psico–físicos de esas modificaciones.[14] Habría que preguntarse, con el apoyo de la teoría crítica, si estos procesos no potencializan el malestar social y las tendencias a la descarga de agresión contra individuos y grupos vulnerables, atenuando los efectos positivos que se proponen conseguir las políticas, campañas culturales y educativas en pro de la tolerancia, el multiculturalismo, la interculturalidad, etcétera. Regresaré a estas reflexiones más adelante.

Los hallazgos del Conapred confirmaron la existencia de actitudes racistas entreveradas con otras reacciones. Asimismo, dentro de algunos círculos de opinión, las posiciones más claras sostenían que se trataba de actitudes xenófobas mezcladas con prejuicios clasistas, un fenómeno calificado por Adela Cortina con el término aporofobia: el miedo al pobre y desamparado.[15] Sin embargo, esta tensión no hizo desaparecer —sobre todo a raíz de las reacciones más nacionalistas— la sensación de que circulaba un componente racista en el ambiente; componente que, no obstante ser inaprehensible en su totalidad, confrontaba en lo inasible de su existencia la autoimagen de nuestro país como una nación tolerante, abierta y respetuosa de la diferencia. Ciertamente, estábamos dentro de una corriente de opinión masiva atravesada por actitudes de diversas formas de hostilidad contra los miembros de la caravana que, en apariencia, poca o ninguna relación tenían con el racismo entendido como un conjunto de creencias y actitudes de intolerancia y aversión contra individuos considerados diferentes e inferiores por sus rasgos fenotípicos o étnicos. Participábamos de un imaginario que reproducimos en la cotidianidad —y que no logramos objetivar cabalmente ni llamar por su nombre—; un conjunto de prácticas evidentes en ciertos hechos (por ejemplo, en los modelos promovidos por las industrias culturales mexicanas, que transmiten imágenes de estatus superior para lo blanco, asociado con el éxito, mientras que lo moreno asume una posición social inferior, dependiente o subordinada, y se lo utiliza para la promoción de las políticas sociales), pero que, por alguna extraña razón, nos resistimos a aceptar que permea nuestra interacción cotidiana e influye de manera importante en la estructura y la estratificación político–económica de nuestra sociedad.

El problema del racismo se complejiza en la medida en que la racialización de un individuo o grupo atiende a diversos componentes en los que se mezclan rasgos fenotípicos con otros elementos de la presentación de la persona (religión e idioma son algunos de los más visibilizados y politizados) en diferentes momentos y contextos. Dentro de esta gama pueden entrar aspectos como formas de hablar, acentos, formas de vestir, de alimentarse, lenguajes corporales, etcétera. Esta mezcolanza de atributos biológicos y caracteres culturales es propia también de algunas legislaciones en la materia, en las cuales se define la discriminación racial como un agregado de elementos entre los que figuran el color de piel y la lengua.[16]

Por lo tanto, el racismo parece constituir, por estas mismas cualidades, una práctica naturalizada, que precisa hacerse visible; un verdadero tabú que requiere ser nombrado cabalmente, ya que uno de sus componentes centrales, al menos en América Latina, es el ser negado con insistencia y en distintos grados, que van desde el negacionismo radical hasta sus versiones interpretativa y justificatoria.[17] Ariel Dulitzky ha analizado la posición negacionista de distintos gobiernos de América Latina con respecto del racismo. Éste se presenta principalmente de tres maneras: negación absoluta (“en nuestros países no ha existido ni existe el racismo, ni la discriminación racial”), negativa interpretativa (“no hay racismo, sino otras cosas, por ejemplo, clasismo, lo cual hace que la discriminación racial sea más presentable”) y negación justificatoria (“no hay este tipo de poblaciones, aquí todos somos mestizos”). En este último caso el racismo se cobija con estrategias de acotación de espacios de desempeño social colorizados (“ellos son sobresalientes en el deporte, la música…”) y por medio de comparaciones ventajosas (“no somos Estados Unidos, no somos Sudáfrica…”), gracias al legalismo (“las denuncias por este motivo son mínimas”) y mediante el aislamiento (“no es un problema sistémico, no es un problema estatal, no existe en la ley”).

Las ciencias sociales —particularmente la antropología social— llevan décadas intentando sacar a la luz las dinámicas del racismo, tanto en México como en el resto de América Latina. Ésta es una tendencia impulsada, en buena medida, a raíz de la irrupción de movimientos indígenas y negros en nuestra región, lo que en años recientes ha colocado el tema en una posición importante dentro de la agenda académica. Tal efervescencia es notoria en el aumento de publicaciones, congresos, debates y análisis de las dinámicas del privilegio racial, como lo ha mostrado Mónica Moreno, quien ha encabezado la investigación sobre el estado del arte en cuestiones de racismo en México.[18] Esta tendencia es clara por igual en los análisis de instituciones y agencias de gobierno; por ejemplo, en 2005 se realizó la Primera Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, que a partir de 2010 adquirió una periodicidad de uno o dos años. La encuesta de 2017 estuvo dedicada al tono de piel e incluía ítems sobre prejuicio racial, que arrojaron resultados como, por ejemplo, que 43 por ciento de los encuestados opinaba que los indígenas tendrán siempre una limitación social por sus características raciales.[19]

Por su parte, en el ámbito de la filosofía, las reflexiones sobre el racismo en nuestro país han sido tematizadas actualmente desde el horizonte del pensamiento decolonial,[20] incluyendo su vertiente feminista.[21] Estos desarrollos parten de las tesis sobre la colonialidad interna, propuesta por Pablo González Casanova,[22] y la colonialidad del poder, expuesta por Aníbal Quijano,[23] quien analiza la dominación en la transversalidad de las categorías de trabajo, género y raza para dar cuenta de cómo la racialización opera dentro de un patrón de acumulación capitalista instaurado con la modernidad–colonialidad. Aunque el enfoque decolonial es actualmente el más socorrido para entablar una reflexión en la coordenada de la dominación racial en Latinoamérica, en esta exposición quisiera ensayar otras posibilidades críticas que pudieran abonar al esclarecimiento de este tema.

 

Acercamientos críticos al racismo en México

En su brillante trabajo “Racismo en México: apuntes críticos sobre etnicidad y diferencias culturales” la socióloga Emiko Saldívar[24] elabora un análisis de las políticas y el discurso del mestizaje y la etnicidad para mostrar la vigencia de estas narrativas en los debates contemporáneos sobre diversidad cultural y, sobre todo, para dar cuenta de cómo han abonado a la invisibilización del racismo en nuestro país. En este sentido, Saldívar afirma que esos recursos de análisis no han ayudado a esclarecer suficientemente el grado en que el racismo justifica la dominación, la desigualdad y el privilegio, ni la manera en la que el discurso racista legitima la estratificación y el trato excluyente de algunos individuos y grupos, primordialmente de poblaciones indígenas.

Según Saldívar, dentro de la ideología de la mezcla, que predominó a principios del siglo xx, se impulsó una política de armonía posracial, que adoptó el punto de vista de la etnicidad, explicando la diversidad a través de marcadores culturales que permitían la aculturación, en sustitución del de la raza, a fin de encontrar una “solución” adecuada al “problema indígena”. Este discurso de democratización racial se sostiene en la idea de que somos sociedades mestizas, lo cual hace de la diversidad algo no visible, mientras obtura la identificación de grupos racializados, limitando con ello la búsqueda de reivindicaciones de igualdad para ellos.[25]

Al configurar la idea de un periodo posracial caracterizado por la armonía y la conciliación, la narrativa del mestizaje no contribuye a una toma de conciencia colectiva sobre las manifestaciones del racismo y sus consecuencias económico–políticas, lo que favorece la configuración de una autoimagen de ausencia de miedo a la mezcla (física y cultural), y de inclusión de las personas diferentes, que no ha abonado a hacer visible la estructura de desigualdad y privilegio definida por el prejuicio racista. Podríamos añadir a esta reflexión de Saldívar que la autorrepresentación tampoco ha contribuido a establecer claramente la relación que el nacionalismo puede tener con las dinámicas de autoafirmación excluyente.

Más allá de las explicaciones de la conflictividad por diferencias culturalistas y sus derivados psicologistas, el racismo, señala Saldívar, es un modo de dominación política y económicamente estructurado que legitima y conserva las asimetrías de poder.[26] Además, con Teun van Dijk podemos puntualizar que el racismo conforma una ideología que organiza representaciones sociales, actitudes y prácticas, y ordena la jerarquía social, el acceso a recursos y la relación interpersonal. En el caso de América Latina, para las poblaciones alejadas del modelo fenotípico europeo, el orden racista puede potencializar la marginación, en distintos grados, del acceso a los recursos materiales de una sociedad (educación, salud, vivienda digna, etcétera).[27]

Al ignorar el carácter estructural del fenómeno racista, el enfoque de la etnicidad se identifica con las vías de solución conciliatoria (enfocadas en la educación y en el cambio de mentalidad). En el campo de la filosofía tenemos múltiples ejemplos de esta orientación, principalmente las vías pluralista,[28] transmoderna[29] e intercultural, que mediante el recurso del reconocimiento legal e institucional de la diferencia, el diálogo o la educación interculturales[30] han pretendido atenuar las tensiones sociales por diferencia, principalmente en lo que concierne a la hostilidad contra los indígenas.[31] Las limitaciones de estos enfoques radican en que pierden de vista que la dominación estructural implica un entramado de causas políticas, culturales y económicas de largo alcance y muy resistentes al cambio. Sin negar los alcances positivos de estas perspectivas, en términos de logros jurídicos y educativos, los enfoques de la sociología crítica a los que me he referido, así como las reflexiones de la teoría crítica, nos señalan rumbos de problematización a los que sería necesario recurrir para un esclarecimiento mayor de las tensiones en temas de diversidad y diferencia, que no desatiendan la coordenada de la dominación estructural por fenotipo y color de piel, ni los aspectos inconscientes e irracionales que inciden en la generación del prejuicio racial. A estas indagaciones se suman igualmente algunos estudios recientes que han arrojado datos para comenzar a iluminar la cuestión desde otras coordenadas.

Me refiero a estudios institucionales que incluyen la variable racial y que comenzaron a estudiar, en décadas recientes y cada vez con más fuerza, la realidad del privilegio por color de piel y fenotipo, en temas de ingresos, acceso a oportunidades y posición social (por ejemplo, a través de ítems que incorporan la percepción y relación del color con el estatus). Así, la edición 2010 de la Encuesta Nacional sobre discriminación en México sostiene que alrededor de 70 por ciento de los encuestados advierte en el color de piel una razón para discriminar.[32] La edición de 2017 ya mostraba que 43 por ciento de los entrevistados opinó que los indígenas tendrán siempre una limitación social por sus características raciales.[33] Por otra parte, entre las indagaciones especializadas no–gubernamentales destaca el Proyecto perla (Proyecto sobre Etnicidad y Raza en América Latina), de la Universidad de Princeton, el cual ha analizado las dinámicas de la pigmentocracia. Lo relevante de estos estudios es que desmienten, entre otras cuestiones, la idea de que la integración de la población indígena en las políticas sociales del desarrollo (educativas, políticas, laborales, etcétera) contribuye a disminuir radicalmente la desigualdad y la discriminación de los individuos racializados.

Además, esta dinámica estructural no queda desmentida por la lógica de la excepción. La categoría blanquitud, acuñada por Bolívar Echeverría, ayuda a clarificar este punto, pues explica los casos en los que individuos de grupos minorizados obtienen estatus o acceden a puestos de reconocimiento. La blanquitud, más que caracterizarse por un fenotipo particular, lo hace por un ethos económico fincado en los valores del trabajo, la productividad y el ascetismo, que toman figura en cuerpos, lenguajes, actitudes, gestualidades, etcétera. Según Echeverría, esta identidad —en grado cero— es neutral ante las identidades concretas, a las que tolera, siempre y cuando consigan un acomodo dentro de sus principios generales. En este sentido, es relativamente abierta con las diferencias fenotípicas y étnicas; aunque en determinadas circunstancias de reacomodos del Estado–nación (de situaciones críticas, como ya lo señalé en páginas previas) saque a relucir reivindicaciones racistas, fincadas en la blancura, que fue su primer asentamiento.[34]

 

Teoría crítica del racismo

En este apartado quiero referirme a algunos elementos extraídos de los trabajos sobre antisemitismo y prejuicio de la teoría crítica negativa de la Escuela de Frankfurt, que considero iluminadores para el esclarecimiento de algunas dinámicas del racismo, como la lógica que subyace a la formación de la subjetividad (personalidad) racista, así como la manera como ésta ejerce violencia contra los individuos racializados. El propósito es indicar algunas rutas que ayudan para el discernimiento del fenómeno racista, sin pretender agotar los caminos que abre el pensamiento de los frankfurtianos con respecto de este tema. Las indagaciones de los teóricos del Instituto de Investigación Social produjeron un conjunto de planteamientos filosóficos y sociológicos estrechamente relacionados, que son contribuciones relevantes para la comprensión de algunas tensiones propias de las dinámicas racializantes: estereotipo y maniqueísmo, que son efecto de la personalización y su sustento fetichista.

Desde el ángulo de la teoría crítica, la raza es un constructo social, una proyección situada dentro de una red de relaciones de poder, de índole subjetiva y objetiva, que permite asignar valores, sentido y posiciones sociales determinados a las diferencias fenotípicas o culturales entre las personas, de modo análogo a como se asigna un género al sexo identificado al nacer. El racismo es, además, una construcción variable en tiempo y espacio (contextual). De aquí se desprende la conclusión de que, para la teoría crítica, la raza no tiene estatus de sustancia; no es una objetividad determinada, sino un rasgo que es efecto de una acción, la cual, tomando características físicas o sociales con cierto grado de particularidad, asigna o atribuye sitios ontológicos, generalmente minimizantes y subordinados, a individuos y grupos. De este modo, a partir de las reflexiones aportadas por la teoría crítica podemos inferir que, cuando nos referimos al racismo, no se trata de remitirse a opiniones y actitudes relativas a un sustantivo (raza), sino de apuntar hacia un acto de asignación (racialización).

Theodor Adorno sostenía que el prejuicio racial opera personalizando. La personalización consiste en un acto de atribución por el cual las penurias de la explotación y dominación sociales son imputadas a causas concretas e identificables. Así, individuos o colectivos se presentan en calidad de responsables de los efectos de los poderes sociales que, ante la consciencia, aparecen como fuerzas de determinación anónimas (sean éstas políticas, culturales o económicas).

Marx había utilizado el concepto personificación para hablar del quid pro quo que hace de los sujetos títeres del valor abstracto. La base de este planteamiento es la teoría del fetichismo de la mercancía: la inversión de sujeto y objeto, por la cual la realidad objetiva, social, parece adquirir vida propia al presentarse como “segunda naturaleza”; es decir, como una entidad independiente de sus creadores. Para Marx la suma del trabajo, de la producción, tiene a los hombres como actores y sostenes; sin embargo, esta esfera se ha extrañado, solidificado, objetivado y autonomizado, de modo que es ahora la que parece dirigir la dinámica social tomando a los individuos como sus apéndices.[35]

En un emplazamiento de esta categoría Adorno explica los procesos de concreción de fenómenos sociales y económicos, anónimos y opacos en individuos y grupos con determinadas características. Un mecanismo que sirve para canalizar la hostilidad (racionalizándola), puesto que ésta se descarga en figuras que se perciben como causas del malestar producido socialmente, y estas figuras pueden ser variables, de acuerdo con las necesidades subjetivas (psicológicas) y objetivas (históricas y sociales) en juego: negros, mexicanos, migrantes. En este sentido, a partir de los hallazgos de la teoría crítica, José Antonio Zamora y Jordi Maiso han visto en la relación entre fetichismo y antisemitismo un “componente estructural” de la sociedad moderna, que hace plenamente vigente la reflexión de Adorno.[36]

La personalización otorga la posibilidad de compensar la impotencia que los individuos experimentan frente a la sobrecarga de la totalidad social.[37] Se trata de proyectar los efectos de las circunstancias objetivas sobre atributos personales; la constitución de determinadas personas o grupos de personas.[38] Estamos ante una conciencia fetichizada que no identifica las causas reales de la marcha de la totalidad social y sus consecuencias calamitosas. Y frente a tal situación canaliza sus frustraciones contra un objeto que no devuelva el golpe; contra lo débil y todo lo instalado en la zona de lo extraño, lo vulnerable a ser violentado, a sucumbir a la intolerancia, a la exclusión y, en casos extremos, al exterminio.

La personalización opera bajo los esquemas particulares del estereotipo y el maniqueísmo. El maniqueísmo requiere la ausencia de matices en la percepción de aquellos individuos considerados pertenecientes al grupo de membresía, y los extraños a él; individuos que son colocados dentro de categorías colectivas, perdiendo con ello sus peculiaridades, los rasgos de su individualidad.[39] Por su parte, el estereotipo permite que la realidad pueda ser organizada económicamente al admitir la simplificación de las potenciales complejidades implicadas en el conocimiento de los individuos, y dar pie a una orientación relativamente fácil en la realidad. Además, en tanto adquiere la forma de lo anquilosado, el estereotipo suspende la dinámica ensayo–error y, en este sentido, posee la propiedad cuasi química de naturalizar las características negativas de los otros; es decir, el estereotipo, al ser un esquema profundamente rígido de percepción de la diferencia, tiende a dejar entre paréntesis la experiencia directa con los individuos racializados, aun cuando ésta contradiga sus directrices. En estos esquemas tienen cabida el etnocentrismo y la racionalización de actitudes xenófobas y racistas.

Para la teoría crítica, el estereotipo y el maniqueísmo definen la relación con la diferencia, con individuos vulnerables por poseer rasgos que están fuera de los límites de los parámetros de normalidad dentro de un contexto determinado. En este punto podría introducirse un matiz más: el narcisismo de las pequeñas diferencias apunta a que la necesidad de diferenciarse es más intensa cuando los individuos son más cercanos entre sí. Recordemos que por razones históricas, las poblaciones centroamericanas, dado su perfil sociodemográfico, fenotípico y cultural, son muy similares a algunos sectores sociales de nuestro país.[40]

En este último plano, Stefan Gandler, apuntalando una cuestión más de las aportaciones de la teoría crítica, concibe el planteamiento de los frankfurtianos como una “teoría psicofisiológica dialéctica”. Esta lectura frankfurtiana, según el estudioso de la teoría crítica, tiene el valor de ser una explicación del racismo que no apunta exclusivamente a la racionalidad, sino que da cabida a las emociones, a los aspectos irracionales y a la memoria. De esta manera, la teoría crítica del racismo no analiza la proyección, que sostiene el prejuicio, desde una mirada positivista, que apela a un sujeto racional dotado con las capacidades necesarias para distinguir entre juicios correctos (fundados y objetivos) e incorrectos (subjetivos y anticipados),[41] como parecerían sugerirlo las soluciones que apelan al diálogo intercultural y al cambio de mentalidades (que ya abordé en el apartado anterior), sino que hace emerger la relevancia de los aspectos inconscientes y no sujetos a plena voluntad, que influyen en la percepción negativa de la diferencia.

Retornando a la crítica de Adorno, los perfiles de los individuos autoritarios, intolerantes a la diferencia, son renuentes a la argumentación, en la medida en que el esclarecimiento de los mecanismos de defensa, las proyecciones y personalizaciones son esquemas utilizados para mitigar su malestar y no contrariar sus posibilidades de autoconservación social exitosa. La conciencia de la situación real de opresión es inasimilable por el sujeto; pone en riesgo su adaptación al medio. Por este motivo, la proyección y la racionalización, los mecanismos compensatorios, encuentran canales adecuados para manifestarse.[42]

Teun van Dijk afirma que “El racismo se aprende y por lo tanto se enseña”.[43] Si bien las actitudes racializantes son efecto de la socialización, Adorno ya detectaba las tensiones a las que da cabida una apuesta teórica que sobredimensiona el cambio de mentalidades debido a la resistencia a la reflexividad y la incapacidad de diferenciación de los individuos intolerantes a la diferencia (renuentes a escuchar y reconfigurar sus esquemas de percepción). Con estos planteamientos, la teoría crítica se aparta de las explicaciones que sobredimensionan una sola causa del fenómeno racial (sea ésta política, cultural o económica), dando cabida a una dialéctica entre objetividad social y subjetividad; es decir, a la relación recíproca entre mentalidades y actitudes, y sus determinaciones estructurales.

 

A manera de cierre

La búsqueda de reivindicaciones socioeconómicas y las disputas por reconocimiento de identidades basadas en la raza, el género, el lenguaje, la etnia y la orientación sexual han tenido presencia a lo largo de la modernidad y continúan interpelando las bases de la legitimidad de las democracias constitucionales. Este proceso, luego de la coyuntura de finales de los sesenta, tuvo un rebrote muy importante durante la última década del siglo pasado, una vez materializadas las catastróficas consecuencias de las medidas neoliberales que desmantelaron el Estado de bienestar. En las discusiones teóricas ético–políticas este momento se reflejó primordialmente en las disputas entre los paradigmas centrados en las políticas de reconocimiento —a las que ya hice referencia— y los de la distribución, con variantes híbridas en medio. En el plano estatal no fue sino hasta hace poco cuando los gobiernos de América Latina entraron en una ola de reformas legislativas para dar sitio al reconocimiento de la diversidad cultural (consta en los casos de México, Bolivia y Ecuador). Asimismo, al inicio de esta centuria, el Estado mexicano comenzó a instrumentar políticas públicas contra la discriminación, efecto de la firma de normatividades internacionales con carácter vinculante. Sin embargo, ni los movimientos sociales, ni las soluciones positivas de las teorías y filosofías ético–políticas, ni las medidas promovidas por el Estado han sido suficientes para visibilizar y disminuir las dinámicas del racismo.

Incluso donde más parece haber avance en la indagación se desplazan las explicaciones de la estratificación racial al pasado, atribuyéndola a un colonialismo remasterizado que pierde de vista cómo la ideología y las prácticas racistas favorecen el capitalismo y su vertiente neoliberal. Con respecto de este punto, ya Max Horkheimer señalaba en un escrito polémico y contundente: “Pero quien no quiera hablar de capitalismo debería callar también sobre el fascismo”.[44] Además, estos análisis, enfocados en el colonialismo y la colonialidad, persisten en una narrativa de la historia progresiva, por lo que dan la impresión de sugerir que basta con eliminar los resabios de periodos premodernos para alcanzar un estadio de superación donde el racismo ya no tendría sitio.

Análogamente, la atribución proyectiva de los efectos perniciosos de las actitudes racistas a los otros tampoco contribuye a hacer las explicaciones más atinadas. En contraposición, la teoría crítica dio un viraje hacia la perspectiva del sujeto, es decir, puso sobre la mesa la idea de que el problema de la hostilidad contra los individuos y grupos minoritarios no está en el sitio de quien la padece, sino de quien la manifiesta.

Comprender y atacar frontalmente el fenómeno del racismo requiere rebasar el punto de vista culturalista, de la etnicidad y las soluciones conciliatorias que sustenta (psicologistas, de cambio de mentalidades, racionalistas, de diálogo intercultural, legalistas y de reconocimiento), y acercarse a la problematización de la base económica y su relación dialéctica con la subjetividad, abordada desde sus componentes irracionales e inconscientes. Es esta manera de afrontar el tema la que aportan la teoría crítica y la sociología crítica que he revisado en este trabajo.

 

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[*] Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Actualmente es profesora–investigadora en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara. dinora.hernandez@csh.udg.mx

[1].    La solicitud de asilo en un puesto fronterizo podría demorar meses. Los funcionarios estadounidenses restringen la cantidad de solicitantes (entre 40 y 100 por día) en el puerto de entrada de El Chaparral, en Tijuana. Los migrantes podrían quedarse en el refugio durante meses o incluso años, pero algunos creen que presionar masivamente es una forma de acelerar el proceso de aceptación.

[2].    Testimonio de Jennifer Paola López, originaria de Yoro, Honduras. Daniele Volpe y Kirk Semple, “Las voces de la caravana migrante” en The New York Times, 19/X/2018, https://www.nytimes.com/es/2018/10/19/espanol/america-latina/caravana-honduras-migracion.html  Consultado 3/iii/2019.

[3].    Ulrich Beck, La sociedad del riesgo global, Siglo xxi, Madrid, 2002; Anthony Giddens, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestros días, Taurus, México, 2002.

[4].    Joseph Achille Mbembe, Necropolítica, Melusina, Madrid, 2011.

[5].    Zigmunt Bauman, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós, Buenos Aires, 2005.

[6].    Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.

[7].    Por seguridad y para evitar pagar más de 10 mil dólares a un traficante de personas que los lleve hasta la frontera deseada, “Se arriesgan a sufrir asaltos, robos, secuestros, violaciones e incluso asesinatos en su intento de atravesar México sin pagar a un contrabandista”, explica la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos. De acuerdo con este organismo, 99 por ciento de los crímenes contra inmigrantes denunciados en México nunca se investigan. Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, 9 preguntas (y respuestas) sobre la caravana de migrantes centroamericanos, 30/x/2018, https://www.wola.org/es/analisis/9-preguntas-respuestas-caravana-migrantes  Consultado 23/iii/2019.

[8].    Consulta Mitofsky, Consulta Mitofsky. Encuesta Nacional en Vivienda. Octubre 2018, http://www.consulta.mx/index.php/encuestas-e-investigaciones  Consultado 19/iii/2019.

[9].    Elías Camhaji, “La xenofobia sale a las calles de Tijuana” en El País, Grupo Prisa, 19/xi/2018, https://elpais.com/internacional/2018/11/18/mexico/1542511725_499305.html  Consultado 23/iii/2019.

[10].  Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, Mitos y realidades de la caravana migrante y las personas refugiadas, Segob, https://www.conapred.org.mx/userfiles/files/mr_Caravana_ok.pdf  Consultado 13/iii/2019.

[11].  Con teoría crítica me refiero a las ideas del conjunto de pensadores que dieron vida a la Escuela de Frankfurt en su periodo fundacional (desde los años veinte hasta finales de los años setenta del siglo xx), y que se caracteriza por ser una teoría negativa. Este artículo está enfocado primordialmente en las reflexiones de Theodor W. Adorno, pero hay que tener en mente que sus planteamientos no pueden separarse radicalmente de los desarrollos teóricos de sus colegas del Instituto de Investigación Social.

[12].  Sayak Valencia, Capitalismo gore, Melusina, Madrid, 2010.

[13].  Adriana Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea, Anthropos/uam, México, 2009.

[14].  Zigmunt Bauman, Modernidad y ambivalencia, Anthropos, Madrid, 2011.

[15].  Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia, Paidós, Barcelona, 2017.

[16].  De este modo, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial —el más completo instrumento relativo a la lucha contra la discriminación racial—, en su Artículo 1, sostiene que la discriminación racial denota “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública”. Organización de las Naciones Unidas, Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, https://www.ohchr.org/sp/ProfessionalInterest/Pages/cerd.aspx  Consultado 3/ii/2020.

[17].  Véase Ariel Dulitzky, “La negación de la discriminación racial y el racismo en América Latina” en Rogelio Flores Pantoja (Coord.), Derechos humanos en Latinoamérica y el Sistema Interamericano. Modelos para (des)armar, Instituto de Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro, Querétaro, 2017, pp. 649–674.

[18].  Mónica Moreno Figueroa, “El archivo del estudio del racismo en México” en Desacatos. Revista de ciencias sociales, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México, Nº 51, mayo/agosto de 2016, pp. 92–107. En su investigación, Moreno sostiene que en México se publica un promedio de 1.11 artículos por año desde 1956, aunque en 2001 hubo una explosión de 18 artículos en revistas, tal vez por una suerte de efecto poszapatista y debido a la apertura de la investigación del análisis interseccional género–etnia–raza. Es por ello que algunos de estos trabajos aparecen en números de revistas feministas.

[19].  INEGI, Encuesta Nacional sobre Discriminación, cndh/unam/Conacyt/inegi https://www.inegi.org.mx/programas/enadis/2017/ Consultado 17/iii/2020.

[20].  Véase Nelson Maldonado Torres, “Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto” en El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2007, pp. 127-167.

[21].  Para una aproximación general a temas centrales del feminismo decolonial véase María Lugones, “Colonialidad y género. Hacia un feminismo descolonial” en Walter Mignolo (Comp.), Género y descolonialidad, Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2014, pp. 13–42.

[22].  Véase Pablo González Casanova, “Colonialidad interna (una redefinición)” en Atilio Alberto Borón, Javier Amadeo y Sabrina González (Comps.), La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2006, pp. 409–434.

[23].  Véase Aníbal Quijano, “Colonialidad de poder, eurocentrismo y América Latina” en Edgardo Lander (Comp.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2000, pp. 201–246.

[24].  Véase Emiko Saldívar Tanaka, “Racismo en México: apuntes críticos sobre etnicidad y diferencias culturales” en Alicia Castellanos Guerrero y Griselda Landázuri Benítez (Coords.), Racismos y otras formas de intolerancia de Norte a Sur en América Latina, Juan Pablos Editor, México, 2012, pp. 49–76.

[25].  Ariel Dulitzky, “La negación…”, p. 15.

[26].  Véase Emiko Saldívar, “Racismo…”.

[27].  Teun van Dijk, Dominación étnica y racismo discursivo en España y América Latina, Gedisa, Barcelona, 2008.

[28].  Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Paidós/unam, México, 2002.

[29].  Enrique Dussel, El encubrimiento del indio: 1492, hacia el origen del mito de la modernidad, Cambio xxi, México, 1994.

[30].  Raúl Fournet–Betancourt, Crítica intercultural de la filosofía latinoamericana actual, Trotta, Madrid, 2004.

[31].  Estas posiciones filosóficas tomaron impulso por los debates alrededor del Quinto Centenario, pero también responden a los aires de los tiempos neoliberales, que implicaron la promoción de la diferencia, la diversidad y el multiculturalismo, ahora vistos como potencialidades positivas para conseguir la igualdad en la diversidad y que también se conectan con ciertos ecos de las disputas teóricas multiculturalistas en países como Canadá y Estados Unidos. Para ello piénsese en las supuestas contraposiciones entre las políticas de la igualdad y las políticas de la diferencia (en cuanto a este último punto, véase Charles Taylor, El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, Fondo de Cultura Económica, México, 2009).

[32].  Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, Encuesta Nacional sobre la Discriminación en México–Enadis 2010, Segob, https://www.conapred.org.mx/index.php?contenido=pagina&id=424&id_opcion=436&op=436 Consultado 17/iii/2019.

[33].  Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, Encuesta Nacional sobre la Discriminación en México 2005, Segob, https://www.conapred.org.mx/index.php?contenido=noticias&id=3308&id_opcion=108&op=214  Consultada 17/iii/2019.

[34].  Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud, Ediciones era, México, 2010.

[35].  Véase Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política. Tomo I, Siglo XXI, México, 2016, pp. 87–102.

[36].  José Antonio Zamora y Jordi Maiso, “Teoría Crítica del antisemitismo” en Constelaciones. Revista de Teoría Crítica, Centro de Ciencias Humanas y Sociales/Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, vol. 4, diciembre de 2012, pp. 133–177.

[37].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, “Estudios sobre la personalidad autoritaria” en Escritos sociológicos II, Vol. 1, Akal, Madrid, 2009.

[38].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, Introducción a la dialéctica, Eterna cadencia, Buenos Aires, 2010, p. 230.

[39].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, “Estudios…”, p. 294.

[40].  Appadurai ensaya esta idea —expuesta por Freud en ensayos como El malestar en la cultura y Psicología de las masas— para explicar los conflictos étnicos de los Balcanes. Véase Arjun Appadurai, El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia, Barcelona, Tusquets, 2007, pp. 107–108.

[41].  Véase Stefan Gandler, Fragmentos de Frankfurt, Siglo xxi, México, 2013, pp. 32–33.

[42].  Véase Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, Educación para la emancipación, Morata, Barcelona, 1998, p. 125.

[43].  Teun van Dijk, Dominación…, p. 110.

[44].  Véase Max Horkheimer, “Los judíos y Europa” en Constelaciones. Revista de Teoría Crítica, Centro de Ciencias Humanas y Sociales/Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, vol. 4, diciembre de 2012, pp. 2–24.

Presentación

Lanzar dos “llamados” para la temática Marx y marxismos, así como dedicarle la carpeta temática de nuestra revista en dos números consecutivos, han sido valiosas oportunidades para tomarle el pulso a esta tradición de pensamiento, tanto en términos del interés que aún suscita como de su relevancia para nuestro mundo contemporáneo. Respecto del interés, queremos agradecer a las muchas y muchos autores que nos propusieron textos para publicación; los seis artículos publicados en esta carpeta entre el número 113 y el actual 114 no reflejan, ciertamente, todo su alcance. En cuanto a la relevancia, aun cuando nos hemos forjado nuestro propio juicio, preferimos apelar al buen criterio de nuestras lectoras y lectores con la esperanza de no haberlos defraudado ni defraudarlos en este número, el cual pone pausa por un tiempo indefinido a esta temática.

Son tres los artículos seleccionados para la carpeta temática Marx y marxismos ii. En el primero de ellos Dinora Hernández López aborda el problema del prejuicio racial, y más específicamente, del racismo en México, apuntalándolo con el caso de la caravana migrante de 2018 y decantándose por un enfoque de análisis que privilegia las aportaciones teóricas de la Escuela de Frankfurt —especialmente, en la figura de Theodor Adorno— y de la sociología crítica sobre los planteamientos de corte culturalista.

En el segundo artículo, Elsa Ivette Jiménez Valdez recorre los argumentos que algunas teóricas del feminismo desarrollaron en los años setenta en el marco de la Campaña por el salario para el trabajo doméstico. Estos argumentos arraigan en el pensamiento de Marx, pero también lo desafían y profundizan: por remitir a la intersección entre capitalismo y trabajo doméstico, y por poner la reproducción de la vida en el centro de sus análisis. También por estas razones, de acuerdo con la autora del trabajo, tales reflexiones “continúan vigentes y constituyen una provocación que nos obliga a cavar más a fondo y a situarnos de un modo distinto frente a las relaciones de explotación y violencia”.

En el tercer y último artículo de esta capeta Carlos Garduño propone reconocer la pertinencia teórica de la noción de revolución como “acontecimiento determinante del destino de las luchas por la emancipación”. Con tal propósito, el autor despliega un argumento que parte de Marx, pasa por la recepción crítica de su pensamiento en Hannah Arendt y recae, finalmente, en la manera en que autores como Castoriadis, Badiou y Žižek revitalizan —en directa o indirecta confrontación con el pensamiento de Arendt— una noción de revolución de inspiración marxista.

En la carpeta Acercamientos Filosóficos en esta ocasión presentamos dos artículos. En el primero de ellos Pablo Igartua Martínez remarca la importancia de plantear la pregunta por la fundamentación de la moral en un mundo y en un tiempo como los nuestros, donde no hacerlo puede ser un síntoma de relativismo fácil, de dejadez o incluso de cobardía. Ante esta alternativa el autor ofrece sus propias razones para apostar por la tradición deontológica de fundamentación que vincula a autores como Kant, Apel, Habermas y Rawls, la cual destaca elementos como la exigencia de universalidad, el énfasis en la autonomía y la necesidad de consenso intersubjetivo.

En el segundo artículo de esta carpeta Pedro Reyes Linares, s.j., recala en uno de los cursos originales de Xavier Zubiri, “El concepto de materia” (reeditado y publicado en 2008 en el volumen Espacio, Tiempo, Materia), que puede ser especialmente valioso para los estudios zubirianos; no sólo porque en éste, a través de la dupla conceptual sustantividad–actualidad, el filósofo vasco se dota “de un poderoso aparato para poder considerar los sistemas complejos en los que se estructura la materialidad”, sino también porque, con ello y al mismo tiempo —como lo sugiere y desarrolla el autor del artículo—, Zubiri sienta las bases para una reinterpretación de su propia antropología y para un diálogo fecundo con la teología.

En nuestra carpeta Cine y Literatura en esta ocasión presentamos, por lo que respecta al cine, un conjunto temático de reseñas, a cargo de nuestro principal colaborador en esta sección, Luis García Orso, s.j., quien esta vez escribe sobre cuatro largometrajes mexicanos con al menos dos elementos en común: tienen adolescentes como protagonistas y retratan con hondura y calidad cinematográfica la difícil realidad de esta etapa de la vida en las condiciones del México actual, y, asimismo, las cuatro películas fueron seleccionadas para los premios Ariel 2020. Por lo que respecta a la literatura, José Miguel Tomasena nos ofrece su segunda colaboración en la revista con la reseña de un libro que compila tres novelas de Agota Kristof, Claus y Lucas, a su juicio “una de las obras maestras de la literatura europea de la segunda mitad del siglo xx”. Para ello, nuestro colaborador se centra en la primera novela de esta trilogía, El gran cuaderno, que, al igual que las otras dos novelas que la componen, tiene como protagonistas a Claus y Lucas, hermanos gemelos que se las arreglan para sobrevivir en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, tanto a través de acciones como de un código de moral discursiva: “contar la verdad, en toda su concreción y objetividad posible, y rechazar los eufemismos, la ambigüedad, toda clase de sentimentalismo”.

Finalmente, en nuestra carpeta Justicia y Sociedad presentamos un artículo de Abel Rodríguez López sobre Francisco Xavier Clavigero. En éste el autor del texto recurre tanto a pasajes precisos de la Historia antigua de México como a la correspondencia de Clavigero con el abate —y “pionero de la lingüística comparada”— Lorenzo Hervás y Panduro, con el fin de mostrar un aspecto poco explorado hasta ahora de los intereses y de la obra del jesuita e historiador: su aproximación al territorio, la lengua y otros rasgos culturales de los tarahumaras; todo lo cual refuerza la imagen de Clavigero como “un pensador interesado en conocer no sólo las formas sino el fondo de la alteridad indígena”.

Desde Xipe totek agradecemos a todas y todos nuestros lectores por un año más de interés en nuestra revista, y les deseamos que el próximo 2021 les conceda la libertad y la salud que muchos hemos añorado en este 2020.

Miguel Fernández Membrive

La Comisión de la Verdad y Reconciliación peruana como una plataforma para la sanación comunal. Un análisis psicosocial

[*]

Pleun Elsa Andriessen[**] 

 

Recepción: 7 de agosto de 2019
Aprobación: 9 de marzo de 2020

 

Resumen. Andriessen, Pleun Elsa. La Comisión de Verdad y Reconciliación peruana como una plataforma para la sanación comunal. Un análisis psicosocial. En este artículo analizo, desde un enfoque psicosocial, las primeras etapas (2001–2003) de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (cvr), en Perú. Cuestiono la pertinencia y eficacia de la práctica normalizada de contar la verdad como medio de sanación individual y colectiva al destacar, por el contrario, el controvertido papel que en ello desempeñan la comunicación, el lenguaje y la historia cultural en estas dinámicas. En el caso peruano, la cvr intentó acortar la brecha entre la sanación nacional y la sanación individual; pero debido a su pasado colonial, a la falta de adaptación contextual y a un continuo enfoque vertical, hubo malentendidos y revictimización, en lugar de sanación. Lo anterior prueba que, a pesar de las buenas intenciones de la cvr, la sanación individual es distinta de la comunal, y que a menudo se enfrenta la exigencia de dejar el pasado atrás. De este análisis se siguen dos conclusiones importantes: la primera, que la cvr contiene aportes relevantes en el terreno de la justicia transicional y, la segunda, que para ser eficaz la sanación requiere la incorporación de un enfoque más holístico.

Palabras clave: Justicia transicional, sanación individual y colectiva, comisiones de la verdad

 

Abstract. Andriessen, Pleun Elsa. Peru’s Truth and Reconciliation Commission as a Platform for Communal Healing. A Psychosocial Analysis. This article uses a psychosocial approach to analyze the main stages (2001–2003) of the Truth and Reconciliation Commission (trc), in Peru. I question the suitability and efficacy of the normalized practice of telling the truth as a means for individual and collective healing by highlighting the contentious role played by communication, language and cultural history in such dynamics. In the Peruvian case, the trc attempted to bridge the gap between national healing and individual healing, but due to the country’s colonial past, the lack of contextual adaptation and an insistently vertical approach, what came out of the process was misunderstanding and revictimization instead of healing. This shows that, in spite of the trc’s good intentions, individual healing is different from communal healing and often calls for leaving the past behind. This analysis leads to two important conclusions: first, that the trc makes important contributions to the field of transitional justice, and second, that healing, if it is to be effective, requires the incorporation of a more holistic approach.

Key words: transitional justice, individual and collective healing, truth commissions

 

Introducción

El concepto de comisión de la verdad se ha convertido en mecanismo clave entre las prácticas de justicia transicional, en las que ‘decir la verdad’ se presenta como una manera en que la sociedad lidia con atrocidades sufridas. Si bien este mecanismo ha evolucionado desde su primera puesta en práctica en los años ochenta en Argentina, lo mismo ha sucedido con las críticas contra las comisiones de la verdad: principalmente se señala que están políticamente motivadas, facilitan amnistías injustificadas, se enfocan poco en las víctimas o excluyen a muchas de éstas e, incluso, que en lugar de ofrecer una plataforma para la sanación, provocan más daño.[1]

La crítica según la cual una comisión de la verdad no facilita necesariamente la sanación debe analizarse a través de una perspectiva psicosocial, considerando que tal perspectiva, cuando se trata de sanar, se centra en el bienestar psicológico de individuos —o comunidades—, a los que entiende en relación con su entorno. Este artículo se centra en el caso peruano, ya que hasta el día de hoy su comisión de la verdad ha sido reconocida tanto por sus buenas prácticas como criticada por sus limitaciones psicosociales. Con este ejercicio se busca contribuir al debate sobre las intervenciones psicosociales y su lugar en el plano macrosocial; más concretamente, esta investigación busca articular la tensión entre el entendimiento psicosocial de la sanación y el enfoque macrosocial que de ésta tiene la comisión de la verdad.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación (en adelante, cvr), en Perú, fue establecida como consecuencia del conflicto interno vivido por ese país durante casi veinte años. Su mandato fue no sólo “responder a las demandas de justicia de las víctimas del conflicto, sino también parar ciclos políticos de violencia divisivos en favor de la reconciliación, construir consenso y solidaridad nacional, y legitimar el nuevo estado”.[2] Este trabajo asume el hecho de que la mayoría de las víctimas formaban parte de comunidades indígenas y, en consecuencia, revisa el trabajo de la comisión de la verdad desde un enfoque psicosocial, cuya exigencia es contar y responder a las diferentes cosmovisiones de estas comunidades sobre la sanación. Debido al alcance del artículo y, de acuerdo con la perspectiva psicosocial (cuyo énfasis sobre la sanación recae en el proceso, más que en los resultados cuantificables), sólo serán discutidas las prácticas primarias de publicidad y recolección de testimonios de la cvr.

En la primera parte del artículo se enmarcan los fundamentos teóricos de las comisiones de la verdad dentro de la dimensión psicosocial. A lo largo de la segunda parte se expone la tensión entre la Comisión de la Verdad y las comunidades indígenas. Esta tensión sale a la superficie al analizar, por un lado, el uso del lenguaje y la comunicación, y por el otro, el contexto histórico; ambas dinámicas situadas dentro de la dimensión psicosocial. En la tercera parte se discuten las nociones de
la sanación nacional y comunitaria. Finalmente, se vinculan los hallazgos de los análisis antes señalados, permitiendo así volver tangible la interconectividad de un análisis psicosocial.

 

Primera parte

Las comisiones de la verdad y la dimensión psicosocial

Las comisiones de la verdad surgieron en el marco de un conjunto global de ideales,[3] entre los que se incluía la convicción según la cual ‘decir la verdad lleva a la sanación’, un concepto con raíces en el individualismo liberal.[4] Una de las premisas fundamentales consiste en que las comisiones de la verdad se establecen y autorizan por parte de un Estado y que, de acuerdo con Freeman,[5] su principal tarea es investigar e informar sobre las principales causas y consecuencias de amplios y recientes patrones de violencia severa o de represión que hayan ocurrido en un Estado, a fin de elaborar recomendaciones tanto para su reparación como para su futura prevención.[6] Este papel investigativo —el de establecer una verdad— que tiene una comisión de la verdad es un acto de poder político, ya que vincula conocimiento con autoridad[7] y, por lo tanto, se opone a la creencia según la cual una comisión de la verdad se enfoca por definición en las víctimas. En consecuencia, una crítica recurrente se dirige precisamente contra la tensión entre la comisión entendida como una práctica organizada por el Estado y la naturaleza de la participación civil en ella. Surgen, por lo tanto, dudas acerca de cómo las comisiones de la verdad pueden servir a las necesidades de las personas, cuando sus mandatos son diseñados por las élites del Estado, que velan por intereses nacionales antes que individuales.

Paradójicamente —y partiendo del punto anterior— este enfoque vertical se basa por completo en la participación de la sociedad civil, a fin de alcanzar su objetivo de hallar verdades y de hacer recomendaciones para establecer reparaciones adecuadas.[8] Aunque los individuos son los sujetos primarios de este mecanismo vertical —además de ser los beneficiarios de los resultados de la comisión de la verdad—, no son quienes se encuentran al mando del volante. Si se considera la diversidad de la sociedad afectada —en especial una tan multicultural como la peruana— Laplante y Theidon argumentan de manera acertada que, a pesar de los mencionados fundamentos, las comisiones de la verdad no pueden y no deberían entenderse como un mecanismo uniforme de justicia transicional, debido al alto grado de influencias contextuales que determinan su práctica.[9] Así, tras reconocer la diversidad de una sociedad y la diversidad de su sufrimiento, uno podría cuestionar la conveniencia de crear una narrativa nacional de un conflicto y de promover una única manera de conducir un proceso de sanación.

Es esta necesidad de una narrativa singular, entre otras cosas, lo que se cuestiona cuando las comisiones de la verdad se analizan desde un enfoque psicosocial. Este enfoque implica entender los sistemas de significado utilizados por las víctimas respecto de lo que supone ‘sanar’,[10] lo cual exige tomar en cuenta tanto el contexto social como el psicológico. Además, la traumatización extrema se caracteriza por un proceso individual o colectivo que ocurre en un contexto social específico.[11] En consecuencia, las víctimas responden al trauma de acuerdo con lo que significa para ellas. El significado de una atrocidad se vuelve entonces crítico para los supervivientes y para su proceso de sanación. Al recuperar la verdad y crear una perspectiva realista sobre abusos a los derechos humanos, las comisiones de la verdad pueden contribuir a este proceso. Una comisión de la verdad autorizada puede proveer un marco de referencia a partir del cual las víctimas empiecen a entender, integrar y crear nuevos significados ellas mismas.[12]

Este potencial comúnmente aceptado, a pesar de la poca investigación y evidencia empírica, respalda la capacidad de un proceso de recuperación de la verdad para contribuir a la sanación y reconciliación con el pasado, en especial si se considera que ‘sanar’ no es necesariamente un proceso lineal o sencillo.[13] Por lo tanto, resulta cuestionable la capacidad a largo plazo de una declaración concreta, el testimonio público o una única verdad nacional para lidiar con la totalidad del impacto psicológico del pasado.

 

Segunda parte

Lenguaje y comunicación

El uso del lenguaje y del discurso, creados alrededor de una comisión de la verdad —por el Estado—, resultan decisivos para su práctica, especialmente en la promoción de su mandato, visión y llamado a la participación de la sociedad civil. Pero, debido a que la interpretación del lenguaje puede ser equívoca, el simbolismo del discurso podría impactar sobre los individuos que lo reciben haciendo que la recepción del mensaje lo modifique. Para que este mecanismo vertical sea efectivo la creación del discurso ‘correcto’ se vuelve fundamental.

En Perú, la comunicación inicial de la cvr con las comunidades afectadas se produjo principalmente a través de cinco oficinas regionales que lideraron equipos fijos y móviles encargados de promover la participación y de tomar declaraciones. Estos equipos estaban compuestos en su mayoría por voluntarios llamados “promotores de la verdad”. Además, durante varios meses se transmitieron, a través de la radio, anuncios en quechua que explicaban tanto las buenas intenciones de la Comisión como el propósito de su visita a determinadas áreas. A pesar de estos esfuerzos, los habitantes de áreas rurales aún se preguntaban quiénes eran en realidad los visitantes que querían tomar sus declaraciones y para qué usarían esa información.[14] Pese a esto, la cvr recolectó cerca de 17 mil testimonios sobre la violencia, entre los que se incluían historias de masacres, desapariciones, tortura y abuso sexual. La cvr también condujo 27 audiencias públicas retransmitidas en la televisión y radio peruanas, tanto en español como en quechua.[15]

No debe olvidarse que las áreas más afectadas por el conflicto fueron las rurales, donde la mayoría de la población era quechuahablante, con poco o ningún conocimiento del español. El hecho de que la cvr estuviese formada por comisionados hispanohablantes, de los cuales sólo uno tenía algún conocimiento del quechua, supuso un problema, tanto logístico como simbólico. En efecto, esta limitación no solamente hizo más difícil comunicar el mensaje y los objetivos de la Comisión para convencer a la gente de participar, sino que derivó en malos entendidos como consecuencia de las traducciones entre español y quechua. Por ejemplo, durante el gobierno de Toledo en 2001, el nombre de la Comisión fue cambiado a “La Comisión de la Verdad y Reconciliación”, pero esta última palabra tiene connotaciones distintas en quechua y en español. “En representaciones culturales andinas, ‘reconciliación’ significa perdón o pampachanakuy en Quechua, que significa enterrar algo en las pampas, evocando la idea de dejar ir al pasado”.[16]

Al cambiar el nombre de la Comisión las autoridades comunicaron un objetivo reconciliatorio que representaba una apuesta por vivir juntos a pesar de lo sucedido, pero fue entendido por algunas comunidades quechuas como una llamada a olvidar y perdonar, con la que no todas estuvieron de acuerdo.

De la misma manera, el hecho de que sólo uno de los miembros de la Comisión tuviera cierto nivel oral del quechua contribuyó a que las audiencias públicas fueran menos significativas —e incluso tildadas de irrespetuosas— para algunos. A menudo la falta de confianza general solía expresarse a través de estas discusiones sobre el idioma, especialmente al inicio de las actividades de la Comisión, como se argumentó en una de las audiencias: “Qué confianza puede tener la población en esta comisión de la verdad si no conocen [a] los pobladores. Quisiera que me respondan en Quechua, por favor”.[17]

Hablar en su idioma nativo podía ser visto como una forma de reconocimiento de la identidad y de la voluntad de las comunidades rurales, que a lo largo de la historia habían sido negadas por el Estado.[18] No obstante, a pesar de que circularon anuncios en quechua que informaban sobre la posibilidad de hablar en ese idioma durante las audiencias, esta opción no sólo estuvo limitada por la disponibilidad de traductores, sino que, en realidad, el idioma oficial del discurso aún era el español. Así, para participar completamente y entender el proceso de la cvr, muchos debían desarrollar competencias lingüísticas avanzadas en un segundo idioma. Este requerimiento de hablar un idioma no nativo se convirtió en un criterio para empoderarse y acceder al proceso de sanación a través de la comisión; si bien al precio de una pérdida del control sobre la identidad propia.[19]

 

Contexto histórico y participación

Además del uso del lenguaje, hay otro factor que explica la falta de confianza y la resistencia inicial a la participación en la cvr. Tal factor es la ausencia de responsabilidad del Estado y la falta de garantías de seguridad, ambas con raíces en tiempos previos al conflicto, en especial si se considera la marginalización de comunidades rurales e indígenas en países latinoamericanos como Perú desde tiempos coloniales.

La continua subordinación estructural de las sociedades indígenas en Perú (o la colonización interna)[20] ha incrementado su distanciamiento o desconfianza del gobierno. Además, según propone Hamber, “los sistemas de explicación y significado para el sufrimiento propio —‘ellos son un enemigo maligno’—”[21] se han convertido en la norma y, quizás, en parte de la propia identidad de las víctimas. Cuando tras un conflicto la narrativa oficial pasa a promover la reconciliación y la inclusión, no sólo introduce problemas para lidiar con los traumas de la guerra, sino que exige también una re–evaluación completa de la identidad propia; lo que incluye la identidad de las comunidades indígenas que consideran a un actor autoritario como el Estado una amenaza para su preservación y no un facilitador de sanación.

Sin embargo, desde esta perspectiva histórica se puede entender tanto la resistencia a participar como la decisión de hacerlo. Con independencia de que haya o no suficiente confianza en los objetivos de una comisión de la verdad como la cvr, ésta puede ser una plataforma para romper la subordinación estructural de sociedades indígenas, pues las ayuda a movilizarse y a luchar por una plataforma política más radical contra las estructuras subyacentes de la desigualdad social, a fin de conseguir la estabilidad y la seguridad que les fueron negadas en el pasado.[22] No obstante, un reconocimiento tal como el descrito en las líneas anteriores involucra asimismo un proceso de acomodación[23] de las comunidades indígenas, el cual se deriva de su propia participación en un mecanismo que —plagado de una ideología liberal— va contra su modo de vida comunitario.[24]

 

Tercera parte

La sanación nacional y colectiva

Una narrativa común es que las comisiones de la verdad pretenden generar sanación en el plano individual y nacional por medio de la práctica de ‘decir la verdad’.[25] Así, la tensión entre la sanación nacional y comunitaria para prevenir la repetición de actos pasados, y el proceso de sanación cultural, se dispara a través de las prácticas tradicionales de las comisiones de la verdad. Velázquez y otros, por ejemplo, argumentan que la participación supone un coste emocional que producirá esperanza para la sociedad post–conflicto en general,[26] mientras que Parent afirma que uno debe rendir cuentas personales para curar el ‘yo’, aunque esto no se encuentre en línea con las narrativas oficiales de sanación y reconciliación nacionales.[27] Además, la sanación de un individuo, un colectivo o una nación no son procesos similares. Ignatieff cuestiona la idea de tratar a las naciones como si sus psiques fueran similares a las de los individuos. Para este mismo autor ya es bastante problemático adjudicar a un individuo una identidad única como para hablar de la sanación de una identidad nacional, cual si se tratara de un individuo con una única conciencia, identidad y memoria.[28] Cuando aplicamos esto en el marco de referencia de la comisión de la verdad en Perú constatamos que su narrativa se dirige a incrementar las expectativas de recibir justicia mediante la promoción de la sanación nacional a través de la participación, a cambio de no reconocer la necesidad de una sanación diferente para individuos y comunidades.

La narrativa empleada por Desmond Tutu en Sudáfrica[29] fue utilizada de nuevo y en forma literal en Perú por medio de referencias directas a su postura y la distribución de los mismos panfletos que expresaban la noción de heridas compartidas que se curarían al ‘decir la verdad’. Un ejemplo de cómo la sanación individual y nacional a través de la verdad fue promovida —pero no necesariamente entendida como tal por individuos de comunidades indígenas— es un folleto llamado “Mujeres peruanas, ustedes también den su testimonio”.

El gráfico presentaba una mujer vestida con las tradicionales faldas andinas y sombreros de fieltro, atormentada por memorias traumáticas de ser violada durante la guerra por un hombre no identificado. Una de sus amigas, otra mujer del pueblo, que ya había dado su testimonio, la anima a hablar con un amable investigador de la Comisión. Le asegura que, al hablar del pasado, “se sentirá como que le han quitado un peso de encima”.[30]

No obstante, como identificó Yezer en sus estudios etnográficos en el área de Ayacucho, muchas personas del pueblo de Wiracocha consideraban que hablar sobre su doloroso pasado era un mecanismo del Estado para continuar la subordinación del campesinado, en lugar de buscar la sanación nacional.[31]

A menudo la identidad de las personas en áreas rurales depende fuertemente de costumbres y tradiciones comunes. Las comisiones de la verdad, sin embargo, suelen individualizar a las víctimas, las separan de sus comunidades y, por lo tanto, de las diferentes motivaciones políticas —o de otro tipo— de la violencia a la que fueron sometidas.[32] Así, mientras que las comisiones toman declaraciones de forma privada para asegurar la dignidad y voluntad del individuo, en el caso peruano esta dinámica fue considerada por muchos como una falta de respeto hacia sus comunidades. La tensión de las identidades colectivas en relación con la cvr se vio luego reflejada en las formas en las que los testimonios fueron recolectados. Por otra parte, algunas discrepancias en el uso del lenguaje y el simbolismo demostraron tensiones entre participantes y entrevistadores. Debido al levantamiento de declaraciones individuales, por ejemplo, los habitantes del pueblo de Wiracocha sintieron que el poder de presentar su narrativa, construida de manera común, les había sido negado; una narrativa que esperaban pudiese contribuir al cambio de una forma distinta a las narrativas individuales.[33] Además, las preguntas en los cuestionarios también dejaron inconformes a los pobladores.[34] Preguntas como “¿Después de semejante masacre, odias ahora a “Sendero Luminoso”? y “¿Hay alguna posibilidad de que logres perdonar a los rebeldes por la pérdida de tus familiares y amigos?” daban poco espacio para matices y distintas experiencias. Estas preguntas muestran un enfoque que busca generar información de naturaleza cuantitativa, antes que cualitativa, lo que da lugar a la creación de una única narración colectiva nacional, en lugar de reconocer diversas experiencias individuales o comunitarias.

Un último ejemplo que demuestra esta tensión con el discurso creado por el Estado es el de la comunidad asháninka. El modo en el que los grupos asháninkas querían establecer su identidad contrastaba con el discurso nacional creado sobre la sanación y el ‘decir la verdad’, y con la manera en la que el Estado quería reconocer errores del pasado al declarar a grupos marginados —por ejemplo, los asháninkas— como víctimas. Los grupos asháninkas preferían un reconocimiento para el futuro en donde el pasado permaneciera oculto.[35] Es claro que esta posición iba contra la idea de ‘decir la verdad’ como manera de curar y reconciliar, y puso en evidencia la limitada libertad de las minorías en un mecanismo supuestamente centrado en las víctimas. De modo más específico, lo anterior demuestra cómo la voz propia sólo tiene fuerza a través de la idea de “acomodación” que se señaló antes, así como a través del uso de los discursos e ideologías aceptadas por la cvr.[36] En otras palabras, para que las minorías sean reconocidas[37] y consideradas en futuros programas de reparación, deberían someterse a una definición de su identidad con la que no necesariamente estarían de acuerdo. En este caso, la condición es la victimización de los asháninka, lo que da lugar a grandes obstáculos para la sanación, a consecuencia de identificar el ‘yo’ con la victimización impuesta por la cvr en nombre de la reconciliación.[38]

 

Discusión

La primera parte de este trabajo introdujo la tensión a partir de la regla de ‘decir la verdad’ como manera única o superior de lidiar con la sanación en situaciones de atrocidades cometidas masivamente. Al tomar en cuenta las diferentes experiencias traumáticas de distintos grupos de personas, y la pluralidad de significados conferidos a tales experiencias (por ejemplo, los significados asignados por comunidades indígenas peruanas), este análisis ha intentado cuestionar esta regla.

La segunda parte retomó esa tensión al identificar las interpretaciones incorrectas de la narrativa de la cvr como consecuencia de la puesta en juego de diferentes idiomas e interpretaciones, y sugirió que esta narrativa no fue diseñada centrándose en la autocomprensión de las víctimas, aun cuando declaraba hacerlo. Los estudios antropológicos referidos traen al debate la subordinación estructural y las divisiones originadas en el pasado colonial peruano, que continúan incorporadas en los marcos de referencia de justicia transicional. Asimismo, la falta de adaptación contextual también pone de manifiesto el valor simbólico del lenguaje en el marco de la resistencia a participar. Esto destaca el importante valor cultural del lenguaje para las identidades indígenas frente al Estado.

Finalmente, las primeras prácticas de la cvr —y quizás de las comisiones de la verdad en general— han mostrado que se intenta acortar la distancia entre la sanación nacional e individual mediante audiencias individuales y la toma de declaraciones, lo que supondría asegurar el reconocimiento de los individuos; sin embargo, la última parte del artículo mostró que al crear una narrativa que priorizó la sanación nacional, las necesidades del individuo y las comunidades en el proceso de sanación fueron socavadas.

 

Conclusión

Si se tiene presente que en este artículo sólo se analizó una fracción de las primeras fases de la cvr, poco se puede concluir acerca de las implicaciones a largo plazo de su narrativa sobre la sanación nacional. Sin embargo, si se consideran la arbitrariedad de la participación voluntaria y la necesidad de participación de las comunidades indígenas para que sean elegibles en los programas de reparación, puede concluirse que la cvr parece haber limitado a las personas en el momento de decidir cuándo y cómo sanarse. Evidentemente, la sanación personal y colectiva son distintas entre sí, pero a menudo se contraponen a la exigencia social de seguir adelante y dejar el pasado atrás. Quizás sólo al mirar a la cvr desde un enfoque psicosocial, como aquí se ha hecho, será posible entender por qué el proceso de sanación se adentra en una dimensión política que no incluye el bienestar psicológico de manera más holística. Simultáneamente, no debe olvidarse que la cvr aún es parte de un rompecabezas, que puede seguir mejorando en sí misma y que busca, sobre todo, contribuir a mejorar una situación imperfecta.

Una comisión de la verdad puede constituir una plataforma que lleve a mejores intervenciones psicosociales que permitan distintos procesos sanativos; sin embargo, hay que insistir en que, mientras esta plataforma no comunique de manera inclusiva, no pasará de ser un mecanismo vertical incapaz de conseguir sus objetivos de centrarse en las víctimas, desde abajo hacia arriba, y permitir la sanación de todas y todos.

 

Fuentes documentales

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——  “Dealing with Painful Memories and Violent Pasts: Towards a Framework for Contextual Understanding” en Austin, Beatrix y Fischer, Martina (Eds.), Transforming War–related Identities. Individual and Social Approaches to Healing and Dealing with the Past. Handbook Dialogue No. 11, Berghof Foundation, Berlín, 2016, pp. 1–21.

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[*] Traducción del inglés de Diego Martínez Zarazúa y Valeria Reyes.

[**] Maestra en Justicia Transicional, Derechos Humanos y Principio de Legalidad por la Geneva Academy of International Humanitarian Law and Human Rights. andriessen.pleun@gmail.com

 

[1].      Brandon Hamber, “Dealing with Painful Memories and Violent Pasts: Towards a Framework for Contextual Understanding” en Beatrix Austin y Martina Fischer (Eds.), Transforming War–related Identities. Individual and Social Approaches to Healing and Dealing with the Past. Handbook Dialogue No. 11, Berghof Foundation, Berlín, 2016, pp. 1–21, p. 20.

[2].      Caroline Yezer, “Who Wants to Know? Rumors, Suspicions, and Opposition to Truth–telling in Ayacucho” en Latin American and Caribbean Ethnic Studies, Routledge/Taylor & Francis Group, Abingdon, vol. 3, Nº 3, noviembre de 2008, pp. 271–289, p. 273. Más aún, agrega Rebecca Root: “No sólo se requeriría una examinación de los crímenes perpetrados por todos los bandos durante el conflicto con Sendero Luminoso, sino también de los crímenes cometidos bajo el gobierno de Fujimori, como la intimidación a los grupos de oposición legal y la derogación de los derechos civiles. Aún más innovadora fue la decisión de que el trabajo de la comisión no reemplazaría a los procesos judiciales. En cambio, la comisión de la verdad sería el primer paso hacia procedimientos judiciales exhaustivos en todos los casos de violación de derechos humanos”. Rebecca Root, “Through the Window of Opportunity: the Transitional Justice Network in Peru” en Human Rights Quarterly, Johns Hopkins University Press, Baltimore, Maryland, vol. 31, Nº. 2, mayo 2009, pp. 452–473, p. 468.

[3].      Ashley Greenwood, “Authority, Discourse and the Construction of Victimhood” en Social Identities. Journal for the Study of Race, Nation and Culture, Routledge/Taylor & Francis Group, Abingdon, enero de 2019, pp. 746–758, p. 756.

[4].      Jennifer Balint, Julie Evans y Nesam McMillan, “Rethinking Transitional Justice, Redressing Indigenous Harm: A New Conceptual Approach” en International Journal of Transitional Justice, Oxford University Press, Oxford, vol. 8, Nº. 2, julio de 2014, pp. 194–216, p. 201.

[5].      Mark Freeman, Truth Commissions and Procedural Fairness, Cambridge University Press, Cambridge, 2006, p. 18.

[6].      Idem.

[7].      Lamont Lindstrom, “Context contests: Debatable truth statements on Tanna (Vanuatu)” en Alessandro Duranti y Charles Goodwin (Eds.), Rethinking Context: Language as an Interactive Phenomenon, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, pp. 101–124, pp. 104-105.

[8].      Lisa Laplante y Kimberly Theidon, “Truth with Consequences: Justice and Reparations in Post–Truth Commission Peru” en Human Rights Quarterly, Johns Hopkins University Press, vol. 29, Nº. 1, febrero de 2007, pp. 228–250, p. 237.

[9].      Ibidem, p. 236.

[10].    Ananda Galappatti, “What is a Psychosocial Intervention? Mapping the Field in Sri Lanka” en International Journal of Mental Health, Psychosocial Work & Counselling in Areas of Armed Conflict, War Trauma Foundation, Diemen, vol. 1, Nº. 2, septiembre de 2003, pp. 3–17, p. 4.

[11].    Brandon Hamber, “Does the Truth Heal? A Psychological Perspective on Political Strategies for Dealing with the Legacy of Political Violence” en Nigel Biggar (Ed.), Burying the Past: Making Peace and Doing Justice after Civil Conflict, Georgetown University Press, Washington, 2001, pp. 1–8, p. 2.

[12].    Ibidem, p. 3.

[13].    Ibidem, p. 2.

[14].    Caroline Yezer, “Who Wants…”, p. 272.

[15].    Jaymie Heilman, “Truth and Reconciliation Commission of Peru” en Oxford Research Encyclopedia of Latin American History, Oxford University Press, Oxford, 2019, p. 1.

[16].    Agustín Espinosa, Darío Páez, Tesania Velázquez et al., “Between Remembering and Forgetting the Years of Political Violence: Psychosocial Impact of the Truth and Reconciliation Commission in Peru” en Political Psychology, Wiley–Blackwell, Nueva Jersey, vol. 38, Nº. 5, septiembre de 2016, pp. 849–866, p. 854.

[17].    Silvio Rendón, “cvr: ¿Qué confianza puede tener la población en esta comisión?” en YouTube, 29/viii/2013, https://www.youtube.com/watch?v=kLC1acCbzlc Consultado 30/vii/2019.

[18].    Lisa Laplante y Kimberly Theidon, “Truth with…”, p. 238.

[19].    Ashley Greenwood, “Authority, Discourse…”, p. 9.

[20].    James Tully, “The Struggles of Indigenous Peoples for and of Freedom” en Duncan Ivison, Paul Patton y Will Sanders (Eds.), Political Theory and the Rights of Indigenous Peoples, Cambridge University Press, Cambridge, 2000, pp. 36–59, pp. 37–38.

[21].    Brandon Hamber, “Dealing with…”, p. 8.

[22].    Caroline Yezer, “Who Wants…”, p. 274.

[23].    Tully explica que las adaptaciones son en verdad una práctica colonial interna que permite a los subordinados ganar un poco de reconocimiento o derechos, pero a expensas de “rendir” parte de su existencia en tanto que pueblos autónomos. James Tully, “The Struggles…”, p. 41.

[24].    Ibidem, p. 45.

[25].    Simon Robins, “Failing Victims? The Limits of Transitional Justice in Addressing the Needs of Victims of Violations” en Human Rights and International Legal Discourse, Intersentia Ltd., Cambridge, vol. 11, Nº. 1, enero de 2017, pp. 41–58, p. 43.

[26].    Tesania Velázquez, Evelyn Seminario e Iris Jave, “Imágenes de la violencia. Los retos de la justicia transicional y su costo emocional” en Anthropologica, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, vol. 33, No. 34, 2015, pp. 203–225, p. 221.

[27].    Geneviève Parent, “Peacebuilding, Healing, Reconciliation: An Analysis of Unseen Connections for Peace” en International Peacekeeping, Taylor & Francis Group, Abingdon, vol. 18, Nº. 4, agosto de 2011, pp. 379–395, p. 387.

[28].    Brandon Hamber, “Does the Truth…”, p. 4.

[29].    Caroline Yezer, “Who Wants…”, p. 278. Desmond Tutu creó la retórica de heridas compartidas y de la importancia de la curación nacional. Estableció la idea de que uno tiene que decir la verdad para llegar a la curación individual, además de la nacional.

[30].    Ibidem, p. 279.

[31].    Ibidem, p. 280.

[32].    Simon Robins, “Failing Victims…”, p. 48.

[33].    Caroline Yezer, “Who Wants…”, p. 277.

[34].    Ibidem, pp. 277–278.

[35].    Ashley Greenwood, “Authority, Discourse…”, p. 10.

[36].    Lamont Lindstrom, “Context contests…”, pp. 104–105.

[37].    Ashley Greenwood, “Authority, Discourse…”, p. 10. Ver también James Tully, “The Struggles…”, p. 57.

[38].    Geneviève Parent, “Peacebuilding, Healing…”, p. 390.

La gran novela sobre el genocidio apache

José Miguel Tomasena[*]

 

Recepción: 4 de mayo de 2020
Aprobación: 7 de mayo de 2020

 

¿Qué significa contemplar un paisaje —un río, una montaña, un prado— sabiendo que sus habitantes originales ya no existen, que fueron exterminados? Ésta es una de las preguntas que me conmovieron en uno de los momentos más emotivos de Ahora me rindo y eso es todo,[1] la última novela de Álvaro Enrigue (Guadalajara, 1969), cuando el narrador y sus hijos pequeños llegan a la región que fue conocida como la apachería, en Nuevo México.

Este vacío que dejó el genocidio de los apaches —y de todo el continente— es el centro gravitacional de esta narración, construida alrededor del cruce de cuatro grandes hilos. En primer lugar, una estrambótica expedición que lidera un oficial del ejército mexicano por las montañas de Chihuahua y Nuevo México para rescatar a una viuda raptada en el primero de estos estados por una banda de apaches. En este sentido, se trata de una novela de aventuras; específicamente, de un western.

En segundo lugar, es también un ensayo histórico sobre un territorio que, a mediados del siglo xix, por avatares de la política y de la guerra,

pasó de ser mexicano a ser estadunidense. Gerónimo, el último gran jefe guerrero apache, era ciudadano mexicano —aunque él nunca se considerara tal—; después de su lengua materna, hablaba español; las conversaciones que condujeron a su rendición ante el ejército estadunidense se pronunciaron en este idioma. Aunque desde la perspectiva de los apaches, las identidades nacionales eran tan arbitrarias como vitales: esas tierras eran suyas en la misma medida en que ellos eran parte de esas tierras, y combatían a todo aquel que quisiera dominarlos, independientemente de que la coyuntura política los identificara como rarámuris, yaquis, comanches, españoles, criollos novohispanos, mexicanos o estadounidenses.

En tercer lugar, es una novela política que narra, desde distintas perspectivas de oficiales y políticos estadunidenses y mexicanos, la campaña final contra Gerónimo hasta su rendición frente al general Miles, cuando pronuncia las palabras que Enrigue ha usado para titular su narrativa: “Ahora me rindo y eso es todo”.

Finalmente, la novela también cuenta, en primera persona, el viaje que el autor y su familia emprendieron desde Nueva York hasta las montañas de Nuevo México para conocer la apachería. Vivimos sus conversaciones, la música que escuchan en el coche, el cruce por el río Misisipi, los juegos infantiles con la memoria de los jefes apaches, las aventuras del camino. En este sentido, es también una crónica de viaje.

La gran virtud de esta novela es la forma en que su autor cruza esos registros para crear un relato complejo, con muchas historias. Este cruce de géneros es uno de los signos distintivos de la literatura contemporánea, como en la obra de Cristina Rivera Garza, W. G. Sebald o Sergio González Rodríguez, entre otros, y es coherente con la propia trayectoria de Enrigue: su novela Muerte súbita,[2] Premio Herralde de Novela 2013, está construida alrededor de un hipotético partido de tenis entre Caravaggio y Francisco de Quevedo, y recrea el encuentro de Cortés con la Malinche, las implicaciones ideológicas de la contrarreforma y la utopía de tata Vasco en Michoacán. En resumen, son obras que borran los límites entre ficción y no ficción, ensayo y crónica, novela y cuento.

La novela también dialoga con la tradición de lo que se ha llamado “la gran novela americana”: obras que en algún sentido retratan a la sociedad estadunidense. Pienso en Moby Dick, de Herman Melville; El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, o, más recientemente, en Meridiano de Sangre, de Cormac McCarthy —esta última, también sobre la colonización del oeste y el genocidio indígena—. Con un poco de malicia he dicho que Ahora me rindo y eso es todo es la última gran novela americana, y que fue escrita por un mexicano.

Los apaches y otros indígenas que aparecen en la narración no son idealizados, con lo que Enrigue ha evitado romantizar la vida pre–hispánica. Aquí no hay estado de naturaleza idílico, ningún “buen salvaje”. La novela retrata la brutalidad de la colonización, pero los apaches son tan cabrones y tiernos, sanguinarios y nobles, generosos y ojetes como los españoles o los gringos.

Se trata de una historia que desmonta los relatos sobre la identidad blanca estadunidense y su expansión hacia el oeste: no es la tierra de la libertad conquistada por un puñado de blancos contra los “bárbaros”, sino una tierra despojada a sangre y fuego de sus habitantes originarios, construida con mano de obra esclava, y habitada —desde entonces— por gente que hablaba muchas lenguas.

Y eso, en nuestros tiempos de autoritarismo basado en ficciones de sangre o raza, es muy importante.

 

[*] Escritor, periodista y profesor universitario. Es autor de las novelas El rastro de los cuerpos, Grijalbo, México, 2019; La caída de Cobra, Tusquets, México, 2016, y ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?, Paraíso Perdido, México, 2018. www.jmtomasena.com

 

[1].      Álvaro Enrigue, Ahora me rindo y eso es todo, Anagrama, México, 2018.

[2].      Álvaro Enrigue, Muerte súbita, Anagrama, México, 2013.

 

Sobre El porvenir

(L’avenir)[*]

Luis García Orso, SJ[**]

 

Recepción: 14 de mayo de 2020

Aprobación: 18 de mayo de 2020

 

Nathalie es profesora de filosofía en un liceo francés; su esposo es también un estricto profesor de filosofía en la universidad; sus dos hijos son ya independientes. Parecen una familia unida, acomodada, segura, sin más preocupaciones que llevar en orden su vida. Un día, jóvenes estudiantes hacen una manifestación afuera del liceo, en protesta porque el gobierno pretende reducir las pensiones de personas mayores. Nathalie confiesa que ella participó en los movimientos estudiantiles del 68, pero que ahora “sólo le interesa dar su clase”; defiende lo inmutable de la verdad y es ajena a los cambios: “No tengo ninguna ambición de hacer la revolución. Mi proyecto es modesto: trato de enseñar a los jóvenes a pensar por sí mismos”, declara, y no entiende cómo éstos pueden preocuparse por algo que ellos mismos no viven ahora.

Pero la vida —no sólo las aulas— viene a enseñarnos. Un día, el esposo de Nathalie le anuncia que se separa de ella porque se va a vivir con una joven; luego, Nathalie tiene que hacerse cargo de su madre enferma y anciana, y sus editores le avisan que no renovarán su contrato con ella porque sus textos de filosofía resultan anticuados y poco comerciales. Nuestra protagonista ve que su mundo se desmorona, que ahora sus certezas no le sirven, que sus conocimientos son desafiados por la realidad cotidiana que le toca vivir. Sin melodramas, la actuación medida y muy auténtica de la gran Isabelle Huppert va tomando cada pieza que se rompe del engranaje emocional, en un guion sutil y verdadero como la experiencia misma. Huppert encarna un personaje enfrentado a aceptar que el desplome de las certezas en que ha vivido replantea “lo que ha de venir” (el sentido del título de la historia); la desafía a imaginar y la libera del yugo de una vida hecha. “En el estado en que estoy —escribe Nathalie—, ignorando qué soy y qué debo hacer, no conozco ni mi condición ni mi deber. Mi corazón todo tiende a saber dónde está el verdadero bien, para seguirlo; nada me costaría demasiado para la eternidad”.

Entonces, la figura de un joven exalumno, Fabien, la ayudará a abrirse a la novedad y a la esperanza. Junto con otros jóvenes filósofos Fabien se ha mudado al campo, a una granja, para trabajar ahí y para seguir reflexionando y escribiendo. Se encuentran dos visiones de la existencia: quienes creyeron que podrían cambiar el mundo mediante la revolución, y se vieron pronto decepcionados (la generación de Mayo del 68, como Nathalie), y quienes como los jóvenes de hoy —la comuna de la granja— desean cambiarse a sí mismos y aprender otra forma de vivir para, progresivamente, instaurar un nuevo sistema de valores que acabe con un orden mundial injusto y deshumanizante. Nathalie respira ahí el comienzo de su nueva etapa de vida.

En el viaje al campo, guiada por Fabien, una canción muy antigua inspira este nuevo itinerario: “Ship in the Sky”, de Woody Guthrie (1912–1967), el cantautor de causas sociales que inspiraría a Bob Dylan. “Don’t be afraid when it gets dark and rains: My Dad’ll bring your daddy back home again”, se oye en el filme, y abre a otra filosofía: la de la trascendencia desde la cotidianidad y los encuentros humanos solidarios.

En medio de su desconcierto y de su crisis, en medio de la sociedad pragmática y utilitarista en que vive —y contra la cual protestan sus alumnos—, Nathalie debe descubrir la verdad que le ofrece la realidad cotidiana si acepta hacerse cargo de ella, si acepta ir al encuentro amoroso con los otros. En el final de la historia, con una sutileza que nos desarma del todo, la culta filósofa se asume simplemente como la abuela que abraza a su nieto recién nacido. Y otra canción norteamericana clásica cierra el filme: “Unchained Melody”: “Ha sido un largo y solitario tiempo. Y el tiempo pasa tan lentamente […]. Espérame, estoy en camino a casa. Necesito tu amor”.

La joven directora Mia Hansen–Løve (París, 1981) ha escrito y dirigido esta película con la que recibió el premio a mejor dirección en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Berlín, en 2016, para luego continuar una carrera de reconocimientos. El porvenir (L’avenir) es una reflexión en cine sobre la vida y el paso del tiempo, sobre las certezas y la verdad; una película densa y profunda, bella y poética, en su aparente cotidianidad; una historia de esperanza y de amor en medio del pragmatismo y del escepticismo de nuestro tiempo.

 

[*] Mia Hansen–Løve, L’avenir (película), Charles Gillibert (productor), Arte France Cinéma/cg Cinéma/Detail Film/Rhône–Alpes Cinéma, coproducción Francia–Alemania, 2016 (dvd, color, 102 min).

[**] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México, y miembro de signis (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

La mística y la potencia diferencial de la autonomía. Una aproximación desde Gustav Landauer y la filosofía de la diferencia

Alberto Elías González Gómez[*]

 

Recepción: 14 de agosto de 2019
Aprobación: 28 de marzo de 2020

 

Resumen. González Gómez, Alberto Elías. La mística y la potencia diferencial de la autonomía. Una aproximación desde Gustav Landauer y la filosofía de la diferencia. La lucha comunitaria por la autonomía se caracteriza por el esfuerzo de potencializar la propia diferencia a modo de resistencia ante las narrativas homogeneizadoras y totalizantes del capitalismo y el Estado-nación. El objetivo de este artículo es pensar filosóficamente esta potencia diferencial de la lucha autonómica desde la mística, con el fin de articular tradiciones filosóficas, como la llamada filosofía de la diferencia, con luchas por la autonomía de los pueblos. Para ello, el artículo se concentrará en tejer un puente entre la filosofía de la diferencia y las luchas por la autonomía. Tal puente será el pensamiento de Gustav Landauer y su noción de mística anarcosocialista. En el artículo se expondrá la filosofía de la diferencia principalmente desde Deleuze, incluyendo un diálogo con Spinoza y Nietzsche para abordar a Landauer y su propuesta mística autónoma y liberadora.

Palabras clave: mística, filosofía de la diferencia, Landauer, autonomía, comunidad.

 

Abstract. González Gómez, Alberto Elías. Mysticism and the Differential Power of Autonomy. An Approach Based on Gustav Landauer and the Philosophy of Difference. The communitarian struggle for autonomy is characterized by the effort to potentialize difference itself as a form of resistance to the narratives of capitalism and the Nation State that seek to impose all–encompassing homogeneity. This article aims to think philosophically about this differential power of the struggle for autonomy from the perspective of mysticism, in order to tie together certain philosophical traditions, such as the so–called philosophy of difference, with the struggle for communities’ autonomy. To this end, the article focuses on building a bridge between the philosophy of difference and the struggles for autonomy. This bridge could be the thinking of Gustav Landauer and his notion of anarcho–socialist mysticism. The article looks at the philosophy of difference primarily from the perspective of Deleuze, including a dialogue with Spinoza and Nietzsche, as a way to approach Landauer and his proposal of an autonomous and liberating mysticism.

Key words: mysticism, philosophy of difference, Landauer, autonomy, community.

 

Introducción

La denominada filosofía de la diferencia del siglo XX —entre cuyos exponentes se encuentran Heidegger, Levinas, Derrida, Foucault y Deleuze— buscó desvelar y denunciar una de las grandes fallas de la filosofía occidental: su aparente incapacidad intrínseca para pensar la diferencia, o su tendencia a eliminarla al pensarla. El gran mérito de estos autores no fue el de agotar el problema, sino el de indicar su existencia. Cada uno, desde su trinchera, abonó a una discusión que, lejos de agotarse, simplemente se develó para ya no desaparecer.

Mi intención en este artículo es iniciar una reflexión sobre la problemática filosófica que rodea el pensar la potencialidad diferencial de las comunidades autónomas. Mi hipótesis radica en que este problema puede abordarse tejiendo un puente reflexivo entre las filosofías posmodernas o de la diferencia, los pensamientos antisistémicos y la mística.

Esencial será el papel de Gustav Landauer (1870–1919) en estas reflexiones, ya que en su anarcosocialismo comunitario y no–violento encuentro la fertilidad de ideas que permitirán tejer el puente entre pensadores como Deleuze, la mística y las luchas por la autonomía. Este escritor, pensador anarquista, filósofo y místico alemán ha sido escasamente traducido al español (e incluso al inglés). Landauer es y sigue siendo una de las mentes más brillantes de los movimientos anarquistas. Su valor radica quizás en haber logrado ser tanto un teórico como un activista, un filósofo como un militante, un místico como un anarquista. Considero que Landauer puede ser un buen puente entre la filosofía de la diferencia y la mística, en tanto que, como filósofo, su pensamiento está influenciado por dos de los principales autores que Deleuze recupera para su pensamiento. Me refiero a Spinoza y a Nietzsche.

El itinerario que seguiré es el siguiente. En un primer apartado del artículo abordaré algunos puntos de la filosofía de Deleuze que expliquen por dónde va la filosofía de la diferencia según el autor. Para ello será necesaria una breve explicación de su crítica a la filosofía de la representación. Me centraré de modo especial en su crítica a la equivocidad del ser y, posteriormente, en su propuesta de una ontología de la univocidad del ser (porque me parece el modo más adecuado para posteriormente abordar a Landauer y su mística comunitaria). El camino para entender la relación entre Landauer y Deleuze serán Spinoza y Nietzsche, por lo que desarrollaré la relación de estos autores tanto con Landauer como con Deleuze. En la segunda parte del artículo abordaré algunos hitos del pensamiento místico de Landauer tratando de hacer el puente con Deleuze. Me centraré en la primera parte de la obra de aquél, Escepticismo y mística, en la cual se encuentran las claves para pensar la potencialidad de la autonomía y su mística. Finalmente, concluiré estas reflexiones tratando de mostrar —mediante un breve esbozo que pretende apuntar a caminos que esta reflexión abre— cómo se relacionan la mística, la filosofía de la diferencia de la unicidad del ser (anarquía) y la lucha por la potencialidad diferencial de la autonomía.

 

Pensar la diferencia

Las siguientes palabras bien pueden resumir la intención deleuziana al filosofar: “Queremos pensar la diferencia en sí misma, así como la relación entre lo diferente y lo diferente, con prescindencia de las formas de la representación que las encauzan hacia lo Mismo y las hacen pasar por lo negativo”.[1] Para entender esto es necesario dar cuenta de la crítica que Deleuze lanza contra la filosofía de la representación.

La representación es aquella relación conceptual que la conciencia tiene con el objeto en la cual la diferencia queda relegada al no–ser. Según Deleuze, la representación cuenta con un cuádruple grillete: “identidad en el concepto, la oposición en el predicado, la analogía en el juicio, la semejanza en la percepción”.[2] Sin adentrarme a profundidad en explicar cada uno de estos cuatro puntos, lo que importa es señalar que la diferencia, en tanto se piensa desde las exigencias de la representación —es decir, desde cualquiera de estos cuatro puntos— no puede ser pensada desde sí misma.

¿En dónde radica el origen histórico del sometimiento de la diferencia a la lógica de la representación? Todo remite a Platón. Ya lo decía Foucault al comentar la obra de Deleuze: “¿Y si definiésemos, en última instancia, como filosofía cualquier empresa encaminada a invertir el platonismo?”[3] Deleuze retoma la clásica distinción platónica entre modelo y copia.[4] Es en esta competencia entre las copias/pretendientes a ser las más semejantes al modelo donde Deleuze encuentra la diferencia señalada, mas no pensada en sí misma. Y es que no sólo existen el modelo y las copias, también existe el simulacro; es decir, aquellas copias que no son lo suficientemente semejantes al modelo como para ser pretendientes, sino “que por el contrario interiorizan una disimilitud fundamental”.[5] En otras palabras, la representación en Platón es la lógica de la distinción entre copias y simulacros, que marginaliza al no–ser a los segundos: “Es esa voluntad platónica de exorcizar el simulacro la que conlleva la sumisión de la diferencia”.[6]

Al someter el simulacro a la prueba de lo mismo, lo semejante, lo análogo y lo opuesto, la diferencia se ve privada de su propia potencialidad. Nos encontramos frente a la lógica del fundamento, en donde todo lo otro “es” en tanto es semejante o análogo (incluso opuesto) al fundamento. En la representación la diferencia no es por sí misma, sino siempre desde alguna relación con el fundamento. Al buscar el fundamento los conceptos se distinguen entre fundantes y fundados,[7] lo que da pie a la jerarquía de los conceptos. El fundamento se convierte en lo esencial desde donde se puede pronunciar la diferencia, que se reduce entonces a mero pretendiente de semejanza al modelo; una diferencia desde adentro, negativa, nunca desde sí misma.

Después de Platón, dos corrientes filosóficas aspiran a estallar la diferencia y darle su lugar en el pensamiento. Una de ellas piensa la diferencia como diferencia específica, mientras que la otra lo hace desde la negatividad. La primera es representada principalmente por Aristóteles, pero también por Tomás de Aquino y la Escolástica; y en la segunda, por su parte, será Hegel el principal representante de la negatividad. Dejaré para más adelante la problematización de la diferencia específica en tanto analogía del ser. En cuanto a la negatividad de la dialéctica hegeliana, vale la pena rescatar la siguiente cita de Foucault que resume la opinión de Deleuze: “La soberanía dialéctica de lo mismo consiste en dejarlo ser, pero bajo la ley de lo negativo, como el momento del no ser. Creemos que contemplamos el estallido de la subversión de lo Otro, pero en secreto la contradicción trabaja para la salvación de lo idéntico”.[8]

Aunque al parecer Hegel es el filósofo de la diferencia por antonomasia al recuperar lo otro en el proceso dialéctico, en realidad reduce la diferencia al momento negativo del proceso.[9] La diferencia es el no–ser, normalmente marginalizado a esta esfera por considerarse no–racional: “Lo que es real es racional y lo que es racional es real”,[10] de donde se deduce que lo que no es racional no es real. Por otra parte, la diferencia queda atrapada en el propio proceso dialéctico en donde la identidad identifica en sí misma hasta su propia negación.[11] Por lo tanto, “la dialéctica no libera lo diferente; sino que, por el contrario, garantiza que siempre estará atrapado”.[12]

 

Equivocidad y unicidad del ser

La razón por la cual le dedico un apartado a la cuestión de la univocidad del ser es porque considero que la posibilidad de pensar una mística de la diferencia radica en ir más allá de la equivocidad del ser —ontología que ha sido un lastre en la mística— y considerar la univocidad del ser.

Retomo a Aristóteles y su noción de diferencia como diferencia específica. Aristóteles, en oposición a Platón, está interesado no en la “autentificación de las pretensiones”, sino en “establecer un ideal clasificatorio que permita subsumir las diferencias bajo la identidad de un concepto común”.[13] El ser en Aristóteles es la esencia de los entes, y las categorías “son los modos en que se ‘dice’ desde varias maneras”.[14] Al hecho de que el ser se pueda decir de muchas maneras se le conoce como la analogía del ser, la cual implica que el ser es equívoco.[15]

Los entes están determinados. En el proceso de la definición, el ser ocupa la cumbre de la pirámide. Debajo de él se van desglosando los géneros y las especies por medio de la diferencia específica. En este proceso el ser funge como concepto común del cual se predican las categorías, siendo la diferencia siempre en relación con lo mismo y lo semejante. No hay positividad de la diferencia. La diferencia específica se subsume al más englobante concepto de la especie, y los géneros son sometidos a la identidad del ser como concepto máximo:[16]

Lo que es diverso en cuanto a la especie es algo diverso, y este algo ha de darse en lo uno y lo otro, por ejemplo, si se trata de un animal diverso en cuanto a la especie, uno y otro han de ser animales. Las cosas diversas en cuanto a la especie han de pertenecer, por tanto, al mismo género. Y llamo género talmente a aquello por lo cual ambos se dice que son una y la misma cosa, y que se diferencia no–accidentalmente, bien como materia, bien de otro modo.[17]

La analogía del ser, el ser dicho de muchas maneras, no logra dar cuenta de la diferencia como positividad, sino como accidentes diferenciales del concepto “madre”: el ser. Por este motivo Deleuze se distancia de las filosofías que buscan pensar la diferencia como analogía. Frente a la equivocidad del ser —el ser dicho de muchas maneras— Deleuze prefiere la univocidad del ser. En la equivocidad del ser éste se dice de muchas maneras, lo que supone que las diferencias son al final meras derivaciones. En la univocidad del ser, por el contrario, éste se dice de una única manera. Por paradójico que parezca, en esta única manera de decir el ser radica la posibilidad de pensar la diferencia desde la diferencia misma.

La univocidad del ser consiste en el ser dicho de una única forma y en un único sentido en cada una de sus diferencias individuantes. El ser consiste entonces en las diferencias “que le constituyen y cuya univocidad no se altera por más que las modalidades individuantes en las que se expresa sean distintas”.[18] Se podría decir entonces que el ser consiste en su diferir, en su afirmación en todas y cada una de las diferencias.

En uso de su erudición en historia de la filosofía, Deleuze recupera una serie de pensamientos que ontológicamente expresan la unicidad del ser. Entre los nombres que sobresalen aparecen Spinoza y Nietzsche. Me centraré pues en señalar la influencia spinozista y nietzscheana en la univocidad del ser en Deleuze. La razón, ante todo, es que Gustav Landauer bebe también de estos autores en su filosofía, por lo que se vuelve pertinente profundizar en ellos para los fines de este artículo.

 

Spinoza y Nietzsche

En Spinoza encontramos a un filósofo de la inmanencia que no apela a ningún trascendente para explicar la causa del mundo. A diferencia de Descartes, Spinoza no parte del dualismo entre la res cogitans y la res extensa, sino que habla de una sola sustancia.[19] Ésta es, dirá Deleuze, la gran tesis teórica del spinozismo: “una sola sustancia que consta de una infinidad de atributos, Deus sive Natura, las “criaturas” siendo sólo modos de estos atributos o modificaciones de esta sustancia”.[20]

La sustancia spinozista es en sí y no necesita de otro concepto para concebirse. Por lo tanto, la sustancia es una, pero se dice de muchos modos y tiene infinitos atributos. O mejor dicho, cada uno de los modos expresa la única sustancia infinita en diversidad de atributos. Los atributos no son ni propiedades ni predicados de la sustancia, sino sólo formas distintas de decir la única sustancia infinita. En esto radica la univocidad del ser: el ser se dice de una única forma y en un solo sentido.

En la inmanentista unicidad del ser spinozista no hay lugar para jerarquías. No hay creación ni emanación. Mientras que en la diferencia específica se establece una jerarquía de las categorías, y en la dialéctica platónica del modelo y de las formas existe jerarquía entre lo fundador y lo fundado, en la ontología de Spinoza nos encontramos ante una noción más bien anárquica del ser.

La univocidad del ser presenta pues la aparición de la diferencia no como un problema de la emanación o de la negatividad, sino como la concepción de singularidades intensivas. La diferencia es una intensidad que se manifiesta desde sí misma y con su propia potencia. Deleuze, de la mano de Spinoza, habla entonces de un sistema de diferenciales o sistemas intensivos de las multiplicidades.[21] De esta manera, la diferencia tiene aire, respira por sí misma, más allá de la asfixia a la que estaba condenada por la lógica de la representación.

Sin embargo, según Deleuze, en la filosofía de Spinoza existe una insuficiencia: se mantiene una prioridad o eminencia de la sustancia con respecto a los modos, los cuales “sólo pueden expresar su esencia por medio de los atributos”.[22] En palabras de Ana María Simón Viñas, para Deleuze sería preciso que “la sustancia se dijese como tal de los modos y solamente de los modos, sin necesidad de recurrir a la mediación de los atributos, es decir, que la identidad cediese su lugar a la diferencia, y el ser al devenir”.[23] Es en este punto donde Nietzsche aparece en el escenario.

Nietzsche es sin duda la influencia mayúscula en el pensamiento de Deleuze. A diferencia de los otros autores a los que Deleuze dedicó alguna obra, y de los cuales decía que les llegaba por la espalda para embarazarlos y hacerles decir lo que él quería que dijeran, con aquél, cuenta el autor, le sucedió completamente al revés.[24] Nietzsche, al igual que Spinoza, piensa la ontología en términos de intensidades y fuerzas. Para éste no se trata de una cuestión de representación o de negatividad, sino de la emanación de la fuerza vital en toda su potencialidad de expresarse desde sí misma.

Deleuze retoma a Nietzsche ahí donde se queda Spinoza. El concepto clave es el del eterno retorno, al cual Deleuze se refiere como la “gran idea de Nietzsche”.[25] En términos nietzscheanos, el eterno retorno afirma lo siguiente: “Cualquier cosa que quieras, quiérela de tal manera que quieras también su eterno retorno”,[26] o, para decirlo con Zaratustra: “¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!”[27] Para Deleuze, Nietzsche apenas apuntó todo el peso del eterno retorno, ya que éste se refiere al devenir, al eterno retornar. Lo que retorna no es el ser ni la mismidad, como el eterno retorno según la negatividad o la dialéctica platónica; lo que retorna eternamente es el retorno mismo, lo que va a constituir al ser en tanto devenir y diferencia.

El eterno retorno es la constante afirmación de la diferencia desde un fondo caótico, anárquico, sin fundamento. No se trata de la eterna emanación desde un punto divino, sino la diferencia afirmándose a sí misma en lo diferente. Es una afirmación “gozosa del devenir, siendo precisamente este carácter afirmativo del eterno retorno el que impide que ninguna cosa vuelva, al menos en su identidad”.[28] De este modo, desde un diálogo entre Spinoza y Nietzsche, Deleuze puede dar cuenta de la univocidad del ser como una ontología de las diferencias o una ontología diferencial en donde la diferencia se piensa desde sí misma y no desde lo mismo o lo semejante.

 

Pensamiento de la diferencia

La ontología de Deleuze consiste en una ontología en la que el ser se dice de la misma manera de todas las diferencias. Es por eso que, precisa Foucault, en Deleuze las diferencias giran alrededor de sí mismas, “diciéndose el ser, de la misma manera, de todas ellas”.[29] El ser es repetición como diferencia; eterno retorno. Tal es la paradoja, afirma Foucault, de la univocidad del ser: el ser necesita ser unívoco para que la identidad no domine a la diferencia “y que la ley de lo Mismo no la fije como simple oposición en el elemento del concepto”.[30]

En la filosofía de la diferencia las jerarquías que instauraba la representación “son sustituidas por las anarquías coronadas; las distribuciones sedentarias de la representación, por las distribuciones nómades”.[31] Se podría decir que es en el reinado de los simulacros donde la diferencia se relaciona con la diferencia desde la diferencia misma. No hay, sostiene Deleuze, identidad previa ni semejanza interior.[32] El falso estallido de la diferencia cooptada por la representación y la negatividad dan en Deleuze cabida al estallido del eterno volver de la diferencia; eterno retorno de la “potencia propia de la diferencia”[33] en donde lo que retorna es siempre lo diferente, lo disímil, lo anárquico.

 

Landauer

Una vez abordadas algunas de las líneas deleuzianas de una filosofía de la diferencia, este segundo apartado del artículo se concentrará en dar cuenta del pensamiento de Gustav Landauer en tanto pensador de la diferencia. Se puede adelantar que uno de los resultados de estas reflexiones es justamente constatar que en Landauer encontramos un precursor —al igual que lo hacemos en Spinoza y en Nietzsche— de lo que en el siglo XX se denominaría filosofía de la diferencia. Lejos de pretender agotar la obra del autor, me dispongo a señalar algunos puntos que pueden favorecer futuras reflexiones sobre la mística y filosofía del anarquista alemán.

 

Nietzsche y Spinoza

A diferencia de Deleuze —quien comienza abordando a Spinoza y su unicidad del ser para después apelar al eterno retorno nietzscheano y de este modo cerrar su argumento—, considero que Landauer retoma a Nietzsche en un primer lugar y recupera a Spinoza para cerrar el argumento. Lo anterior puede verse, según Dominique Miething, en el alejamiento que tiene Landauer de la noción nietzscheana de superhombre para acercarse a la noción más spinozista de espíritu porque considera al superhombre como un rezago de antropocentrismo en Nietzsche.[34]

Sin embargo, es claro que la influencia de Nietzsche es profunda en Landauer, a quien le debemos la primera novela escrita en clave de inspiración nietzscheana.[35] En una época de polarizaciones entre los marxismos y la filosofía de Nietzsche, Landauer se postula como un fuerte crítico del marxismo. Mientras los marxistas veían la filosofía de Nietzsche como una filosofía de las élites y de las masas, Landauer la consideraba una filosofía que podía empatarse con el anarcosocialismo. Landauer recupera la noción de antipolítica de Nietzsche, quien distingue política de cultura.[36] Para este último, la primera se reduce a los ejercicios parlamentarios y jurídicos, mientras que la segunda es el espíritu de un pueblo. Landauer es un anarquista antipolítico en tanto entiende la política como la esfera del Estado, y lo social (cultural) como las auténticas relaciones de base.

Plantear la antipolítica como una ética anárquica que implica la transformación del individuo equivale a acercarnos a uno de los territorios favoritos de Nietzsche: la moral. Landauer recupera el antiesencialismo nietzscheano en la moral (la muerte de Dios) y su aproximación histórica, con la que estamos obligados a reconocer que existe una pluralidad de moralidades, lo que imposibilita hablar de una moral en sí o esencial de la naturaleza humana. La ética anti–política asume este antiesencialismo abrazando el eterno retorno nietzscheano y la afirmación de la vida y su creatividad, su posibilidad de forjar siempre valores nuevos que potencialicen la vida y no la obediencia y la dominación.

Es en este punto donde Landauer parece criticar a Nietzsche y a su noción de superhombre, la cual aparece ante los ojos de Landauer como un nuevo postulado moral con rasgos antropocéntricos y elitistas, al igual que la noción de voluntad de poder puede tener interpretaciones opresoras.[37] Spinoza parece proporcionar a Landauer una indicación de hacia dónde caminar: la mística. Landauer encuentra en Spinoza y en su noción de natura naturans —la univocidad del ser antes señalada— una respuesta tanto al individualismo como al antropocentrismo en que parecía encallar Nietzsche. Al relacionar a Spinoza con la mística medieval (particularmente la del Maestro Eckhart),[38] Landauer cree haber encontrado el paradigma apto para pensar su anarcosocialismo no–violento y comunitario.

Su aproximación a la mística no es, sin embargo, exclusivamente spinozista. Será Fritz Mauthner y sus Contribuciones a una crítica del lenguaje[39] que servirá de trampolín para comenzar sus reflexiones místicas.[40] Escepticismo y mística es el libro en el que Landauer desarrolla su aproximación a la mística. Antes de centrarme en esa obra en el siguiente apartado, vale la pena relacionar una influencia nietzscheana más en Landauer: la crítica al lenguaje. Aunque desconozco el influjo que Nietzsche pudo tener en Mauthner y su obra, es clara la influencia de aquél en Landauer particularmente en este punto. Pienso en el Nietzsche de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, y la cercanía de las ideas planteadas en este texto con las desarrolladas en Escepticismo y mística, sobre todo las relacionadas con la nihilidad y la ficción del lenguaje; pero también con la apertura a la creatividad
y a la potencia que este hecho significa.[41]

 

Escepticismo y mística

A partir del diagnóstico nietzscheano sobre el nihilismo de los tiempos modernos, Landauer se pregunta si ante estos hechos cabe otra cosa que hacer que no sea la de ser soñadores, voladores y artistas libres.[42] A cada época de los grandes destructores en filosofía, dice Landauer, les siguen “los grandes soñadores y creadores de nuevas cosmovisiones”.[43] Tal es la lectura de Landauer ante la crítica que Mauthner realiza al lenguaje, crítica “precursora de la nueva mística y de nueva acción vigorosa”.[44]

Según Mauthner, no hay razón pura. No existen conceptos universales, a priori o innatos que simplemente esperan su contenido. Lo que hay es experiencia, conocimiento por medio de los sentidos. Un conocimiento que está lejos de ser objetivo y completo, ya que los sentidos no tienen la verdad como función, sino que captan los datos necesarios para la supervivencia.[45] Las cosas no son, como lo pensaba Kant, fenómenos subjetivos del espacio; son meramente la gramática de nuestra lengua, un mundo creado a partir de los moldes de sustantivos, verbos y adjetivos de nuestra gramática.[46]

Cuando en nuestra experiencia se presenta una anomalía, una desemejanza con respecto a las semejanzas con las que opera nuestro lenguaje (ya lo indicaba Nietzsche cuando decía que homogeneizamos diferencias según semejanzas en los conceptos, por ejemplo, el de hoja),[47] lo que hacemos es ampliar la metáfora para incluir la diferencia o inventamos una nueva, pero bajo la lógica de lo semejante y lo mismo. Encontramos aquí una crítica similar a la de Deleuze y una apuesta por intentar pensar la diferencia, lo concreto, lo real.

El lenguaje es imagen de imagen. Se forma de las metáforas que hacemos de lo que sentimos. Pero no todo lo que sentimos lo podemos hacer palabra, por lo que “nuestros nervios saben acerca de aquello que les concierne más que nosotros”.[48] Aquí Landauer afirma la existencia del mundo más allá del lenguaje: “El mundo es sin lenguaje”.[49] He aquí el inicio de la mística: el habla que asume su futilidad, su condición de metáfora creativa, su transmitir inexitosamente la experiencia del mundo. Si es imposible de hablar y de conocer el mundo, la mística se dirige a lo más oculto de los “socavones” del interior, en donde se pueden “desenterrar en mí los tesoros paleontológicos del universo”.[50]

Lo anterior puede leerse como una defensa a un interiorismo solipsista, como erróneamente se ha entendido muchas veces a la mística; sin embargo, para Landauer, así como para las y los místicos, este ahondamiento en la propia profundidad más profunda tiene como resultado la muerte del “yo” y la acogida de la vida en su más hondo misterio. Se deduce entonces que dicha acogida, con la respectiva muerte anterior del yo, es lo que ha de entenderse como mística.

Landauer renuncia a la noción kantiana según la cual el mundo es un fenómeno subjetivo del espacio. Y renuncia no mediante la refutación con un argumento mejor, sino desde la opción por no querer vivir en un mundo del solipsismo del “yo”. Esta renuncia tiene como resultado la renuncia al fundamento, el cogito que sostiene a la Modernidad. Pérdida gozosa que Landauer caracteriza como la posibilidad creativa de afirmarse en el mundo, de volar y de soñar; de —nietzscheanamente hablando— crear valores.[51] Considero que en estas ideas se encuentra quizás uno de los puntos más cercanos de Landauer con la filosofía de la diferencia: afirmación de la vida, de la potencialidad creativa, más allá de la lógica de la representación y el fundamento.

En un gesto spinozista, Landauer afirma que la propia esencia interior es la realidad, por lo que toda materia diferenciada en realidad sería un fantasma.[52] Leído rápidamente, puede entenderse como un monismo que consume la diferencia, pero también puede referirse a la unicidad del ser de Spinoza. Al igual que el autor judío, Landauer aboga por la identificación entre la causa y el efecto. No existe la causa en un extremo del cual se prediquen los efectos (tal noción sería la de la equivocidad del ser o la diferencia específica), sino pura continuidad en el tiempo. La “causa–efecto es una fluencia de lo uno a lo otro, y cuando lo otro, acaso mínimamente enriquecido, refluye a lo uno, surge así un eterno raudal de ida y vuelta”.[53] Esta última cita se asemeja a la noción del eterno retorno de lo diferente en Deleuze, en donde lo que retorna es siempre la diferencia anárquica sin causa ni fundamento.

Al igual que Nietzsche y Deleuze, Landauer se opone tanto al individuo entendido como un yo–fundamento, como a la informe masificación. Vitalistas, estos tres autores abogan por la potencialidad y la fuerza vital. En este sentido Landauer afirma: “Todo lo que vive vive de una vez para siempre”.[54] Al negar la existencia de la causa–fundamento Landauer puede gritar: “¡La causa está muerta, viva la eficacia vivaz!”[55] De ese modo, con ideas que recuerdan tanto a Nietzsche como a Spinoza, Landauer llega a la siguiente afirmación: “Somos los instantes de la eternamente viva comuna de ancestros”.[56] El individuo no es para Landauer más que las fuerzas vivas y presentes de todos los antepasados. Fuerzas —concepto nietzscheano— de las que no podemos dar cuenta y que, sin embargo, nos atraviesan haciendo presente a toda la humanidad y al universo en nosotros (nuestro caminar erguidos, nuestros cuerpos mismos; todo está atravesado por los ancestros). Considero que se puede expresar esta idea de Landauer en términos de filosofía de la diferencia: no somos más que el retornar de la diferencia de la única sustancia que se dice en sus atributos. Vale la siguiente cita para expresar esta idea: “Los cuerpos individuales que desde el principio han vivido sobre la tierra no son sólo una suma de individuos segregados, todos juntos forman una comunidad corporal absolutamente real, un organismo. Un organismo que eternamente se transforma, que se manifiesta eternamente en nuevas figuras”.[57]

Si se retoma la ya mencionada antipolítica de Landauer y su distinción entre un auténtico cambio social —paso a la conciencia de la realidad comunitaria— y un mero cambio político (reformas estatales), se puede entender qué pretende la mística de la diferencia landaueriana: el individuo que se sumerge a sí mismo hasta lo más profundo de sí encontrará la muerte de su individualidad como mecanismo del Estado y de las manipulaciones políticas, a la vez que tomará conciencia del fondo comunitario del cual formamos parte en tanto devenir de nuestros ancestros, devenir del mundo. Mundo entendido no como en el que somos, sino el mundo que somos.

Así, el individuo es para Landauer el proceso mediante el cual el mundo se expresa a sí mismo. En el individuo mana la comunidad. Según este mismo autor, la mística es adentrarse en lo más profundo de esta memoria siempre viva de la comuna de los ancestros. La mística desvela a los individuos que ellos “son esta comunidad, no la perciben como algo exterior; ellos son esta memoria, no la poseen”.[58] En resonancia con la tradición mística, Landauer verá en el amor la clave del camino místico: “El amor es por eso un sentimiento tan celestial, tan universal y envolvente del mundo; un sentimiento que, sacándonos de nuestros goznes, nos eleva a las estrellas, porque no es otra cosa que el vínculo que une la infancia con los ancestros, que nos une a nosotros y a nuestros ansiados hijos con el universo”.[59]

La mística, amor erótico, se convierte así en el proceso del devenir de la diferencia desde la univocidad del ser. Landauer es un místico en el que confluye la lucha política con una espiritualidad no–confesional, que es el punto de encuentro con la lucha por el rescate de los medios comunitarios. Como señala Silvana Rabinovich en el prólogo de Escepticismo y mística, el pensamiento de Landauer puede fungir como un puente fértil entre la mística, la lucha por la autonomía y los procesos de los pueblos originarios en América Latina.

 

Reflexiones. La mística y la construcción comunitaria

La pregunta por la potencia diferencial de la autonomía comunitaria y el papel que la mística desempeña en este proceso me llevaron en un primer momento a recuperar las reflexiones deleuzianas acerca de la filosofía de la diferencia y la univocidad del ser. Esta ontología da pie a una versión anárquica del pensamiento, pero también a la potencialidad creativa de las diferencias que se ven así liberadas de las cadenas de la representación. Se abordó a Nietzsche y a Spinoza como los dos filósofos que cimentaron los pilares para concebir tal ontología. El eterno retorno y la sustancia, dicha de una única manera, permiten dar cuenta de la potencialidad de las diferencias y de entender el ser como su devenir.

Sin embargo, considero que estas ideas no bastan para tender un puente con las luchas autónomas. Sin lugar a dudas, tanto Spinoza y Nietzsche como Deleuze han sido históricamente inspiración para movimientos anarquistas, pero no hablan directamente de la comunalidad. Aquí es donde considero que la filosofía mística de Gustav Landauer puede aportar a la problemática en cuestión. El mérito de Landauer fue aterrizar las reflexiones spinozistas y nietzscheanas en acciones políticas concretas, en luchas anarcosocialistas y comunitaristas no–violentas que atravesaban dimensiones como la economía, el aprender y el habitar. Así, por ejemplo, Landauer recupera la noción de resentimiento de Nietzsche señalando que si la lucha proletaria se queda ahí, entonces la lucha será meramente desde la negatividad en oposición a la clase burguesa, pero no haría uso de su potencia diferencial para “crear las nuevas relaciones sociales no meramente desde la lógica de estar en contra de algo”,[60] sino creando valores nuevos.

El ejemplo anterior puede ser perfectamente concluido desde la filosofía nietzscheana e incluso desde la deleuziana, por lo que el lector podría preguntarse sobre la necesidad de introducir la mística en estas reflexiones. Para responder a esta cuestión será menester abordar varios puntos que a su vez valdrán para concluir este trabajo. Un primer punto es señalar la estrecha relación entre filosofías como la de Spinoza y Nietzsche (incluso la de Deleuze) y la mística. Considero que ciertos rasgos de estos filósofos son fruto de la herencia y del papel que históricamente ha desempeñado la mística como el polo heterodoxo, crítico y creativo que se enrola como una potencia siempre nueva en occidentes que, utilizando las palabras de Boaventura de Sousa Santos, son “no–occidentalistas”.[61] No es de sorprender que, por lo tanto, pensamientos considerados de la diferencia beban de fuentes místicas (entre otros nombres pueden aparecer Derrida, Levinas, Heidegger, Marion, De Certeau, Nancy y un gran etcétera). De este modo, la pregunta sobre la pertinencia y el papel de la mística en la potencialidad diferencial de las autonomías se puede responder según esta primera aproximación: la filosofía de la diferencia, con sus rasgos críticos, de posmodernidad, de nihilismo y de anarquía, forma parte de una línea de pensamiento occidental en donde se encuentra la mística. O, si al lector le parece muy complicada esta hipótesis —la cual lamentablemente no puedo profundizar aquí—, por lo menos cabe aceptar la fecundidad del diálogo entre la mística y este tipo de pensamiento; fecundidad que ha sido abordada, por ejemplo, por los autores de Silence and the Word [62] y por las investigaciones de Carlos Mendoza–Álvarez.[63]

Pero la pertinencia más importante de la mística en la lucha por la autonomía nos la presenta el mismo Landauer. Tal y como indica el título de una de sus obras, A la comunidad a través de la separación —texto que después pasará casi íntegro a Escepticismo y mística—, para este autor el camino a la comunalidad se transita por medio de la eliminación del ego a través del aislamiento místico; lugar donde, según señala Silvana Rabinovich, se encuentra el “individuo con la comunidad de ancestros que lo habitan”.[64] Para Landauer la mística será el camino no sólo para predicar la unicidad del ser, sino para dinamizarse desde ahí o, en palabras del autor, para convertirnos en el mundo. Considero que la gran aportación de la mística, ya sea por parte de Landauer o de otros místicos y místicas, es que en ésta el saber es performativo en el sentido de que es un “conocimiento que se adquiere a través de la realización”.[65] La mística landaueriana le da a la filosofía de la diferencia una dimensión de praxis desde donde es posible pensar procesos de lucha autónoma diferencial.

Según lo dicho, la dimensión de praxis que la mística landaueriana imprime a la filosofía de la diferencia permite pensar modos concretos de construcción comunitaria que operen desde las “anarquías coronadas”, la unicidad del ser y el no–fundamento de su devenir; que operen desde la potencialidad creativa de una autonomía que llamaré aquí autonomía ontónoma.

En recuperación de los anteriores conceptos panikkarnianos,[66] Gustavo Esteva —referente esencial para reflexionar las luchas autónomas en México y América Latina— propone pensar lo que él llama la insurrección en curso[67] (las luchas de autonomía que están llevando a cabo movimientos sociales e indígenas como el zapatismo o las mujeres del Kurdistán) en términos de ampliación de las esferas ontónomas y autónomas. Por ontonomía Esteva entiende “la regulación, el sistema normativo, que parte de la propia tradición, la propia cultura”, y por autonomía comprende lo que “aparece cuando los integrantes de la generación actual modifican las normas existentes o crean nuevas”.[68] En otras palabras, la potencia diferencial de las comunidades autónomas se mueve desde una afirmación de su propia diferencia potencializándola desde sí misma y no a modo de la diferencia específica y la negatividad.

Con Landauer considero que la mística se relaciona con estos procesos de autonomía ontónoma que viven muchas comunidades autónomas en su lucha creativa y afirmativa por potencializar su propia diferencia.

 

Fuentes documentales

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Butler, Judith, Sujetos del deseo: reflexiones hegelianas en la Francia del siglo XX, Amorrortu, Buenos Aires, 2012.

Castillo Becerra, Patricia y Moreno González, Josemaría (Comps.), Deleuze, recepción y apuesta desde Hispanoamérica. Cuatro movimientos desde la imagen, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, 2018.

Daves, Oliver y Turner, Denys, Silence and the Word. Negative Theology and Incarnation, University of Cambridge, Cambridge, 2002.

De Sousa Santos, Boaventura y Meneses, María Paula (Eds.), Epistemologías del Sur. Perspectivas, Akal, Madrid, 2014.

Deleuze, Gilles, Conversaciones 1972–1990, Escuela de Filosofía, Universidad arcis, Santiago de Chile, 1990.

——   Spinoza: filosofía práctica, Tusquets, Buenos Aires, 2004.

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[*] Máster en Mística y Ciencias Humanas de la Universidad de la Mística (Ávila, España) y maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México. elahaspeace@hotmail.com

 

[1].      Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 16.

[2].      Ibidem, p. 389.

[3].      Michel Foucault, Theatrum Philosophicum, Anagrama, Barcelona, 1995, p. 3.

[4].      Los diálogos platónicos de los que Deleuze hace más uso son El político y el Fedro. El primer diálogo intenta definir al político como el que sabe “apacentar a los hombres”, pero para llegar a definirlo se desecha otra serie de pretendientes a ese título: mercaderes, labradores, médicos, etcétera. Algo parecido sucede en el Fedro, donde un conjunto de pretendientes “compite” por definir al amor. Ver Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, p. 107.

[5].      Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia: la filosofía de Gilles Deleuze” en Eikasia. Revista de Filosofía, Eikasia Ediciones, Oviedo, año 5, Nº 38, mayo 2011, p. 214.

[6].      Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, p. 393.

[7].      Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia…”, p. 219.

[8].      Michel Foucault, Theatrum Philosophicum, p. 26.

[9].      La crítica de Deleuze hacia Hegel se asemeja mucho a la crítica de Levinas —otro de los autores importantes de la filosofía de la diferencia— hacia el mismo autor, cfr. Emmanuel Levinas, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca, 2012. Para un breve resumen de la crítica levinasiana hacia Hegel, cfr. Alberto Elías González Gómez, Encuentro, Re–ligación y Diálogo. Reflexiones hacia un diálogo inter–re–ligioso, Samsara, México, 2020, pp. 30–33. Esta crítica, no obstante, no es compartida por todos los representantes de la filosofía de la diferencia. Existen otras lecturas de Hegel que consideran deficiente la crítica levinasiana y deleuziana, y que rescatan a Hegel como un auténtico pensador de la diferencia. Véase, por ejemplo, Judith Butler, Sujetos del deseo: reflexiones hegelianas en la Francia del siglo XX, Amorrortu, Buenos Aires, 2012.

[10].    Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, p. 48.

[11].    Nietzsche aborda una crítica a la aproximación negativa, vista como parte de la lógica del resentimiento y la debilidad. Cfr. Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral. Un escrito polémico, Alianza, Madrid, 1996, pp. 42-46.

[12].    Michel Foucault, Theatrum Philosophicum, p. 26.

[13].    Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia…”, p. 221.

[14].    Patricia Castillo Becerra, “De la ontología a la onto–nomía: la diferencia según Gilles Deleuze”
en Patricia Castillo Becerra y Josemaría Moreno González (Comps.), Deleuze, recepción y apuesta desde Hispanoamérica. Cuatro movimientos desde la imagen, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, 2018, pp. 43–74, p. 65.

[15].    Cfr. Aristóteles, Metafísica, Gredos, Madrid, 1994, Libro V, capítulo 26 y Libro X, pp. 255–257 y 393 y ss.

[16].    Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia…”, p. 222.

[17].    Aristóteles, Metafísica, p. 418.

[18].    Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia…”, p. 225.

[19].    Las obras más significativas de Spinoza con respecto de estos temas son: Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Trotta, Madrid, 2000, y Baruch Spinoza, Tratado teológico político, Altaya, Barcelona, 1997.

[20].    Gilles Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, Tusquets, Buenos Aires, 2004, p. 27.

[21].    Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia…”, p. 230.

[22].    Idem.

[23].    Idem.

[24].    Gilles Deleuze, Conversaciones 1972–1990, Escuela de Filosofía, Universidad arcis, Santiago de Chile, 1990, pp. 6–7.

[25].    Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, p. 35.

[26].    Ibidem, pp. 29–30.

[27].    Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, Alianza, Madrid, 1997, p. 229.

[28].    Ana María Simón Viñas, “Pensar la diferencia…”, p. 231.

[29].    Michel Foucault, Theatrum Philosophicum, p. 28.

[30].    Ibidem, p. 35.

[31].    Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, 410.

[32].    Ibidem, p. 440.

[33].    Idem.

[34].    Dominique Miething, “Overcoming the preachers of death: Gustav Landauer’s reading of Friedrich Nietzsche” en Intellectual History Review, International Society for Intellectual History, Routledge, Abingdon–on–Thames, vol. 26, Nº 2, 2016, p. 10.

[35].    Se trata de la novela de 1893, Der Todesprediger (en español, De los predicadores de la muerte) en la que se evoca un pasaje de la obra de Nietzsche, Así habló Zaratustra. En esa novela —comenta Miething— Landauer sigue el camino nietzscheano de superación del nihilismo por medio de la actividad afirmativa de la vida, la potencia creativa e inventiva de nuevos valores, y no simplemente la reacción pasiva frente al orden establecido y sus valores.

[36].    Dominique Miething, “Overcoming the preachers of death…”, p. 7.

[37].    Ibidem, p. 14.

[38].    Gustav Landauer, “Through separation to community” en Revolution and Other Writings. A political reader, pm Press, Oakland, 2010, p. 100.

[39].    Fritz Mauthner, Contribuciones a una crítica del lenguaje, Herder, Barcelona, 2001.

[40].    Además, habría que subrayar, sobre todo, la relación de Landauer con Martin Buber (quien le dedica todo un capítulo a Landauer en su Caminos de utopía) y la propia experiencia mística de Landauer, fruto de un largo periodo de retiro que el anarquista tuvo de 1901 a 1908.

[41].    Para profundizar en la relación entre Nietzsche y Landauer véase Alberto Elías González Gómez, “Nietzsche y Landauer. Influencia y crítica” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, iteso, Tlaquepaque, Jalisco, Nº 111, julio–septiembre de 2019, pp. 277–289.

[42].    Gustav Landauer, Escepticismo y mística. Aproximaciones a la Crítica del lenguaje de Mauthner, Herder, México, 2015, p. 26.

[43].    Ibidem, p. 27.

[44].    Idem.

[45].    Ibidem, p. 29.

[46].    Ibidem, p. 30.

[47].    Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Tecnos, Madrid, 1996, p. 23.

[48].    Gustav Landauer, Escepticismo y mística…, p. 31.

[49].    Idem.

[50].    Ibidem, p. 32.

[51].    Ibidem, p. 33.

[52].    Ibidem, p. 37.

[53].    Ibidem, p. 39.

[54].    Ibidem, p. 43.

[55].    Ibidem, p. 45.

[56].    Idem.

[57].    Ibidem, p. 46.

[58].    Ibidem, p. 50.

[59].    Ibidem, p. 52.

[60].    Dominique Miething, “Overcoming the preachers of death…”, p. 14.

[61].    Boaventura de Sousa Santos, “¿Un Occidente no occidentalista? La filosofía a la venta, la docta ignorancia y la apuesta de Pascal” en Boaventura de Sousa Santos y María Paula Meneses (Eds.), Epistemologías del Sur. Perspectivas, Akal, Madrid, 2014, pp. 431–468.

[62].    Oliver Davies y Denys Turner, Silence and the Word. Negative Theology and Incarnation, University of Cambridge, Cambridge, 2002.

[63].    Carlos Mendoza–Álvarez, “El colapso del sujeto moderno. Nihilismo y mística. La ruta fenomenológica de la subjetividad expuesta” en Carlos Mendoza–Álvarez (Comp.), Subjetividad y experiencia religiosa posmoderna, Universidad Iberoamericana, México, 2007, pp. 81–113.

[64].    Gustav Landauer, Escepticismo y mística…, 10.

[65].    Ángel Francisco Méndez Montoya, Festín del deseo. Hacia una teología alimentaria, Jus, México, 2010, p. 282.

[66].    Raimon Panikkar define la ontonomía como la “conexión intrínseca de una entidad con la totalidad del ser, el orden constitutivo (nomos) de todo ser en cuanto ser (on), armonía que permite la interindependencia de todas las cosas”. Cfr. Raimon Panikkar, Obras Completas. Tomo I “Mística y Espiritualidad”. Vol. 1 “Mística, plenitud de Vida”, Herder, Barcelona, 2015, p. 459.

[67].    Para un análisis filosófico de este concepto de Esteva, véase Alberto Elías González Gómez, “La insurrección en curso. El pensamiento filosófico–político de Gustavo Esteva” en Revista de Ciencias y Humanidades, Centro de Estudios en Ciencias y Humanidades, Medellín, vol. IX, Nº 9, julio–diciembre de 2019, pp. 119–138.

[68].    Gustavo Esteva, “La insurrección en curso en Raúl Ornelas (Coord.), Crisis civilizatoria y superación del capitalismo, unam, México, 2013, p. 178.

El perdón y el olvido en Hannah Arendt. Posibilidad y problema del comienzo

Enriqueta Benítez López[*]

 

Recepción: 8 de noviembre de 2019
Aprobación: 29 de febrero de 2020

 

Resumen. Benítez López, Enriqueta. El perdón y el olvido en Hannah Arendt. Posibilidad y problema del comienzo. En el presente artículo muestro el perdón y la promesa como las principales formas de redención referidas a la naturaleza de la acción que Hannah Arendt postula en su obra La condición humana. Así, la forma idónea de deshacer lo hecho, por lo menos a manera de descarga, se nos ofrece bajo la forma del perdón; mientras que la promesa aparece en cuanto modo de conjurar al tiempo infinito y evitar caer en la locura de la indeterminación. Finalmente, doy cuenta de las pocas oportunidades que el olvido tiene como una forma sana en la resolución de la inevitable cadena de consecuencias que causan las acciones humanas. Perdón y olvido se vuelven las condicionantes para un comienzo.

Palabras clave:  acción, perdón, promesa, olvido, comienzo.

 

Abstract. Benítez López, Enriqueta. Forgiving and Forgetting in Hannah Arendt. Possibility and Problem of Beginning Over. In this article I show forgiveness and promise as the main forms of redemption when it comes to the nature of action that Hannah Arendt posits in her work The Human Condition. Thus, the ideal way to undo what is done, at least in terms of redress, takes the form of forgiveness, while the promise offers a way to ward off the infinite and avert a fall into the madness of indetermination. Finally, I look at the few circumstances in which forgetting offers a healthy way to resolve the inevitable chain of consequences caused by human actions. Forgiving and forgetting become the conditioning factors of a new beginning.

Key words: action, forgiveness, promise, forgetting, beginning over.

 

Hannah Arendt fue una pensadora sui generis que mantuvo cierta reticencia frente al tema de la mujer.[1] En primer lugar, porque en su obra generalmente se desentiende de ésta, es decir, el feminismo es un tema que podríamos dejar fuera de la temática central del pensamiento de Arendt. En segundo lugar, porque es muy conocido —más ahora que podemos constatarlo en una entrevista que aparece en los medios electrónicos—[2] que ella se resiste a ser llamada filósofa, pero espera que algún día una mujer llegue a serlo. ¿Por qué esta resistencia? Arendt tenía muy claro qué significa dedicarse a la filosofía y qué significa dedicarse a los asuntos humanos, distinción suya que se encuentra directamente relacionada con Heidegger.[3] Él, en sus aseveraciones sobre el tema del pensar (Was heiβt denken?), asegura que la filosofía es una actividad aislada cuyo objeto brilla por su ausencia,[4] es decir, no existe un objeto específico para el filosofar sobre el cual se deba pensar porque, de lo contrario, ya se está pensando en un objeto determinado y, por lo tanto, éste supone un modo especial de abordarlo, es decir, un abordaje preconcebido y hasta técnico. Es en esta lógica que Arendt rechaza ser considerada filósofa, pues el hecho de serlo implica para ella una falta de compromiso con los objetos, y para esta autora la política es el objeto que debe ser pensado desde la teoría política, y no desde un pensar filosófico, ya que éste tiene que considerarse fuera de toda determinación de los objetos. Y en un tercer lugar, como punto de referencia acerca de sus comentarios no académicos, nos cuenta Hans Jonas (uno de sus amigos más cercanos) que

[…] ella era, en efecto, intensamente femenina, y por eso no era “feminista” (en una ocasión me dijo: “No tengo por qué renunciar a mis privilegios”). Le agradaba cuando uno le traía flores, cuando se la acompañaba a actos sociales y se la atendía con modales de caballero.[5]

Sus biógrafos (como Young–Bruehl) nos cuentan que este tipo de comentarios solían ser muy comunes. Por ello afirmamos que a nuestra autora no le interesa hablar estrictamente desde su condición de mujer; no le interesa el tema de lo femenino, sino el de lo humano. Y es precisamente desde ahí que ella postula su interés por comprender, en este caso, el tema de los asuntos humanos que, por consecuencia, la dejan fuera de todo pensar filosófico desde la perspectiva más alta a la que aspira la filosofía al modo heideggeriano.

Como último comentario de contexto, Arendt tampoco se reconocía como filósofa política, sino como teórica de la política, porque desde su punto de vista el solo término de filosofía está cargado de tradición; por otra parte, existe una tensión entre la filosofía y la política, es decir, entre el hombre como ser que filosofa y el hombre como ser que actúa.[6] Y, además, el filósofo frente a la política no tiene una postura neutral como ella misma ha enfatizado. Cabe señalar que, en sus obras de naturaleza política, como Los orígenes del totalitarismo —texto en el que aparecen argumentos de suma importancia que tienen que ver con el tema de este artículo—, ella intenta reflexionar sobre una “especie de nueva forma de gobierno”. Lo pongo en estos términos porque en estricto sentido, desde la teoría y la filosofía política clásicas, el totalitarismo no es una forma de gobierno, pero no abordaré este asunto aquí. Sólo quiero señalar que uno de los aspectos más relevantes al interior de este “régimen” (por así llamarlo) es que comprende una serie de acontecimientos que avasallan la vida humana y que no se habían presentado antes, es decir, estamos ante un acontecimiento en el que la humanidad se subyuga en su forma más radical: el totalitarismo niega la condición más básica en nosotros, nuestra condición de ser humano, y con ella, toda posibilidad de libertad y vida digna.

Así, entender qué somos y quiénes somos se constituyen como actividades esenciales de la vida humana; pero éstas tienen un poderoso correlato en la acción: pensar lo que hacemos[7] se convierte en la impronta fundamental de la filosofía de Arendt. Pensar desde esta forma peculiar constituye la vida y su trabajo central.

Ahora bien, ¿qué es la naturaleza humana? La autora de La condición humana argumenta que se trata de un asunto que sólo se puede abordar desde la religión; pero a Arendt lo que le interesa entender es algo más básico: dado que estamos aquí en la Tierra, somos seres condicionados; pero estas formas que nos condicionan, al estar en el mundo, son distintas. A esta diversidad de formas de condicionamiento las va a clasificar en dos grandes tipos de actividad o modalidades de la vida: por un lado, la vida del espíritu, un modo de actividad que no nos vincula con otros porque se encuentra asociada con una forma de actividad individual (hay una serie de actividades reflexionantes subsumidas a la voluntad, al pensamiento y al juicio, actividades que por su naturaleza nos reclaman el aislamiento del mundo), y por otro lado, la vida de la acción, una actividad que nos relaciona con la vida, el mundo y los otros; actividad que nos reclama y condiciona nuestro estar en el mundo.

Podríamos afirmar, junto con Hans Jonas, que La vida del espíritu pudo ser la obra más filosófica de Arendt.[8] Desafortunadamente se trata de un trabajo inconcluso. Su autora muere el 4 de diciembre de 1975 en su mesa de trabajo, víctima de un infarto, mientras escribía el apéndice sobre El juicio.

La producción intelectual de Arendt tocará tópicos relacionados con estas dos grandes obras, La vida del espíritu y La condición humana, que constituyen los fundamentos de todas sus aportaciones a la reflexión filosófica y política. De vuelta a lo que ella nombró vida activa, reitero: ésta denota toda forma de actividad; pero las tres formas centrales de actividad de las que se compone la vita activa están bien diferenciadas:

La labor es una actividad que nos vincula con la vida biológica, nos arraiga al mundo en el sentido de que nos condiciona para mantener la vida y, desde esta perspectiva, estamos condenados a cierta forma de actividad para preservar esa vida biológica: “la labor, no sólo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie”.[9]

El trabajo nos condiciona para mantener un conjunto de actividades y relaciones principalmente mediadas bajo la relación medio–fin, y gracias a éstas se arraiga y se reifica el mundo, se crean cosas y se construye la cultura por el homo faber que crea sus propias herramientas para mantener y garantizar la vida de los que vendrán.

Hay una tercera forma de actividad según Arendt, la acción, que es la más relevante para efectos de este artículo. Ésta se refiere al conjunto de actividades que no están condicionadas por la necesidad, como en el caso de la labor, pero tampoco lo están por el trabajo ni por la relación medio–fin, sino que se trata de lo que Arendt denomina la actividad libre. En este punto, estas actividades están condicionadas a su vez por un ámbito especial en el cual ellas se puedan desarrollar. Aquí me refiero a la necesidad de los seres humanos de encontrar un espacio donde la libertad sea posible. No es el área de la necesidad (laborante), por ejemplo, lo que nos arraiga al campo o a la necesidad (reificante) de tener una casa, un techo, etc., sino la necesidad (de la acción) de decir quiénes somos. Y esta última demanda de nosotros un discurso originario que no aparece en otro espacio y que no figura condicionado por ninguna cosa.

Lo anterior es muy interesante y a la vez problemático porque el espacio natural de la actividad libre del hombre (Arendt lo llama espacio público[10] y lo desarrolla en el segundo capítulo de La condición humana) encuentra una natural y clara oposición con la vida antigua de la que refiere sólo el espacio privado y el espacio público. Insisto en que es problemático porque hoy día no podemos hablar del espacio público y del espacio político como si fueran lo mismo. Deberíamos tener más cuidado y abordar el espacio público por lo menos en dos dimensiones fundamentales: lo social y lo político. En la Antigüedad griega, ir del espacio privado al espacio público implicaba ir al mercado, al ágora, a las festividades religiosas, pero también implicaba hablar con los otros y discutir sobre la política. En la actualidad los espacios donde las personas pueden hablar de política se encuentran reservados para unos cuantos, por lo tanto, los espacios para poder hablar acerca del ejercicio de la libertad se ven matizados por una trama de relaciones mucho más complejas de las que suponía la Antigüedad, y para ello se han creado espacios igualmente complejos (lo social, lo urbano, las redes sociales, las actividades congregantes que no son sociales o religiosas, etc.) y difíciles de asir en una comprensión que los diferencie de manera sencilla.

Lo anterior es relevante por lo siguiente. Arendt comenta —recupero— que la parte más importante de nuestra condición, la que nos hace reconocernos como hombres y mujeres naturalmente es la posibilidad en la que nosotros podemos expresar quiénes somos. Son dos condiciones que Arendt advierte como facultades inherentes a la acción, actividades de cuño griego, la lexis y la praxis, es decir, la capacidad de tener un discurso que me sea propio, de verme reflejada en él; pero también la facultad de acción, es decir, de responder por mis actos y reclamar al otro por los actos realizados. Estas dos actividades son las que determinan quiénes somos y van configurando lo que ella llama la trama de los asuntos humanos. Es precisamente ahí donde ocurre el acontecimiento que es la parte medular de este artículo.

Nuestra autora afirma que, a diferencia de los animales,[11] en esta actividad cotidiana tenemos una particularidad, a saber, nuestra capacidad de crear ex nihilo. Podemos crear líneas causales que no provienen de ningún otro lado y somos capaces de crear y traer cosas nuevas al mundo por un acto de espontaneidad, por un acto de creación más complejo. Somos estas criaturas que ella denomina iniciantes, en tanto somos capaces de crear algo nuevo. Y este traer genera su propia dinámica y, como señala, genera su propia fatalidad. Al momento de traer nosotros algo al mundo, también generamos sus consecuencias, es decir, desarrollamos esta línea causal, pero también su propia línea consecuencial; y las derivaciones de las acciones pueden ser buenas o pueden ser malas, eso no lo sabemos, tienen un carácter imprevisible e irrepetible, pero más grave aún: no se pueden revertir.

Tenemos en nuestra acción la fatal característica de la irreversibilidad. ¡Cuántos no quisiéramos haber dicho aquello que no proferimos alguna vez! Retractarnos de nuestras palabras, no haber dicho o hecho lo que hicimos. Arendt comenta que el hombre inicia como inicia la naturaleza: la experiencia de lo nuevo que pone en movimiento a todo, tiene un carácter imprevisible en cuanto a sus consecuencias, y lo terrible es este fatal carácter de lo irreversible. Se trata de

[…] “procesos sin retornos”, potencialmente irreversibles e irremediables, es una clara indicación de que, cualquiera que sea la fuerza cerebral necesaria para iniciarlos, la efectiva y fundamental capacidad humana que podría originar este desarrollo no es capacidad “teórica”, ni contemplación, ni razón, sino habilidad para actuar, para comenzar nuevos procesos sin precedente cuyo resultado es incierto, de pronóstico imposible, ya se desencadenen en la esfera humana o en la natural.[12]

El carácter irreversible de las acciones humanas nos ofrece al final una forma de redención:[13] en la labor se trata de la propia satisfacción de la necesidad básica cubierta, la propia natalidad que es la que garantiza que nuevos actuantes aparezcan en el mundo. La autora indica que la forma de la redención del trabajo es la propia construcción de la ciudad o incluso la capacidad que tenemos de escapar de la relación medio–fin que nos subyuga bajo la forma del trabajo. Surge entonces la pregunta acerca de qué nos redime frente a la actividad libre; qué nos redime por el hecho de haber realizado un acto libre, pues aquí no hay un producto externo, no hay una casa, un bebé, una comida en la mesa, en fin, aquí el ejercicio de la libertad encuentra su redención en el perdón y en la promesa. Porque el perdón y la promesa son actividades estrictamente humanas: proceden de la voluntad humana y no pueden proceder de ninguna otra parte (ni de ninguna otra facultad o actividad).

En este momento abriré un breve paréntesis debido a que se nos pudiera objetar la idea del perdón. Quiero enfatizar que el perdón no es un invento de Hannah Arendt. Lo que intenta hacer nuestra pensadora es explicar la forma de la redención para el carácter irreversible de las consecuencias del ejercicio de nuestra libertad.

Cuando abordamos el perdón tratamos con una figura que no aparecía en la Antigüedad (por lo menos no tal como la conocemos), ni en los espacios públicos ni en los espacios jurídicos. Ahora, resarcir el daño no significa perdonar.[14] Por ejemplo, en las grandes tragedias antiguas no existe redención bajo la forma del perdón. Éste se encontraba reservado para las religiones. Respecto a éstas, aun cuando Arendt perteneció al judaísmo admitía que la religión cristiana, la religión de Jesucristo, es la que dará al perdón ese carácter mundano. Arendt lo pensará al margen de la Iglesia y lo colocará en el espacio de los asuntos humanos: el espacio donde somos libres. Es Jesucristo quien nos manda la impronta en el Evangelio, donde nos ofrece esa subrogación de la facultad de perdonar y donde precisa que ya no es sólo Dios quien perdonará los pecados, sino que los perdonará uno mismo también y cuantas veces sean necesarias: “[…] Entonces Pedro, acercándose a él, dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete”.[15]

Con Arendt la condición secular del perdón contiene dimensiones muy interesantes. Desafortunadamente, la autora no las aborda todas. Adquiere, por ejemplo, una dimensión psicológica cuyos puntos serán señalados posteriormente por Julia Kristeva, y bajo los cuales podrían, interpretando a Arendt, darse las condiciones para que el perdón mismo ocurra.

El interés de Arendt estriba en lograr que el perdón figure en el ámbito privado, es decir, entre las personas, en una relación moral, ética, y que aparezca en lo público, una vez fuera del ámbito religioso. Pero lo público es problemático porque reclama otros elementos que no se dan entre personas sino entre instituciones, quitándole con ello el carácter interpersonal al perdón.

Por otro lado, la segunda forma de la redención, referida a la promesa, es emplazada no para deshacer lo hecho, sino para tolerar. Una suerte de bola de nieve que se nos viene encima, cada vez más grande, en la esfera de los asuntos humanos, en su carácter imprevisible, y que no nos permite proyectar lo que acontecerá, una vez fuera del ámbito de nuestro actuar. Tal vez —me atrevería a jurarlo— ni siquiera nosotros mismos somos capaces de prever cuáles son las consecuencias de nuestras acciones a futuro.

Para efectos de ilustrar lo antedicho citaré el caso, a manera de ejemplo, de una profesora cuya conducta solía ser muy cuestionable (autoritaria y negativa) respecto de sus alumnos. En una ocasión, la profesora estaba formada en las cajas de las oficinas de una dependencia de gobierno. Había unas filas terribles. Entonces se dio cuenta de que una de las personas que cobraba en las cajas había sido su alumna. La profesora se aproximó hacia ella y le dijo: “¡Qué bueno que estás aquí!, fíjate que tengo que pagar este impuesto y me urge hacerlo, pero no dispongo de mucho tiempo”, a lo que su exalumna le contesta: “Claro que sí, maestra. Por favor, ¡fórmese!” De este ejemplo podemos sacar algunas conclusiones: quizá esta profesora no fue una buena persona con aquella alumna y ahora ésta no sentía deseos de ayudarla, o tal vez había algo que la profesora hizo y que provocó que la alumna no sintiera deseos de favorecerla. En fin, podemos decir que una conducta previa suya le pasó la factura en el presente. Y, por otro lado, es curioso pensar que la maestra jamás sospechó ni se imaginó que ella sería un ejemplo para este artículo. Con ello quiero insinuar que, una vez hecho algo por parte nuestra, lo impredecible cobra una fuerza que nos rebasa y que nunca podemos detener. Un día alguien toma una foto, la sube a internet y no sabemos qué pasará con ella; otro día alguien dice algo y no se sabe del efecto que producirán sus palabras en los otros y qué acciones desencadenarán.

Arendt considera que una manera de detener los acontecimientos y de emplazar el tiempo es a través de las promesas, ese famoso pacta sunt servanda de los romanos antiguos según el cual todo pacto debe ser observado, debe cumplirse al trascender a la vida de las personas; es lo que permite construir (emplazar) ese famoso tiempo humano.

Ilustraré esto último con el ejemplo siguiente. Una persona está en una conferencia desde las 7:30 p.m. Se fijó un tiempo para el inicio, pero este individuo no sabe a qué hora finalizará. ¿Cómo se sentiría? En un estado de incertidumbre, se preguntaría qué hacer, si cerrarán el estacionamiento para cuando termine, si al final el conferenciante hará un examen… entre otras especulaciones a consecuencia de no poder determinar la temporalidad del evento al que asistió.

De acuerdo con Arendt, esta imposibilidad de saber qué sucederá en el simple modo de transcurrir el tiempo tiene por lo menos un contrapeso en la promesa, ya que ésta nos permite establecer plazos, generar un futuro que nos concede la forma de la certeza para ubicarnos y poner límites a los asuntos humanos. Si bien la religión nos reivindica esta posibilidad de cancelar el tiempo infinito con la promesa de otra vida, es en el derecho romano donde se puede cristalizar este punto de referencia que necesitamos fijar en el mundo terrenal para no perdernos en la indeterminación.

La posible redención del predicamento de irreversibilidad (de ser incapaz de deshacer lo hecho, aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo) es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas.[16]

Si seguimos esta lógica notaremos que la redención da dos grandes regalos. Por un lado, esta ficción nos permite borrar lo que hicimos, y por otro, también nos permite iniciar. Asimismo, la promesa posibilita suspender el futuro incierto para darnos seguridad. Ahora hay que imaginar, ¿qué sucede cuando el perdón no llega?, o, ¿qué pasa con la forma del perdón?, es decir, ¿cómo debe darse el perdón? Es aquí donde aparece la parte problemática. Por lo pronto, la religión es clara al respecto: aquel que se arrepienta será perdonado. En una relación moral, ética, entre personas, si una persona ofende y ofrece disculpas por ello, el ofendido otorga un perdón (acepta las disculpas); luego, aquélla se siente aliviada y puede seguir adelante. Ahora pensemos, ¿qué ocurre si hemos cometido una falta y la persona a quien ofendimos no nos perdona? ¿Se podrá seguir adelante? Se tiene que, pero con una especie de mácula en la memoria, una suerte de anclaje en lo cotidiano que no nos permite seguir. Hay una situación no resuelta del pasado que se arrastra (surge aquí una dimensión psicológica que abordará Julia Kristeva,[17] quien propondrá que esta dimensión hace que nuestros actos futuros porten esa mácula, una densidad en ellos que hará que nos aparezcan manchados en su espontaneidad).

Ahora bien, la sinceridad se constituye como la condición para que se dé el perdón. En efecto, se perdona y se libera a quien cometió una falta, pero también se libera quien perdona. Mas en esta doble liberación hay un problema: si Dios nos ha facultado para liberar a quien comete una falta a través del perdón, ¿qué pasa con el perdón colectivo? Aparece aquí un punto más complejo del que Arendt no pudo librarnos y que guarda relación con la sinceridad como condición necesaria para el perdón. ¿Cuál sería el equivalente de la “sinceridad colectiva”? Aquí sólo podríamos hablar de consenso, y éste nada tiene que ver con la exigencia que se postula. No podemos aseverar que la forma del perdón que se otorga en un ámbito privado entre dos, que nos libera del pasado, sea igual o análogo a la forma del perdón colectivo. Y no lo es por lo que sostengo a continuación con el apoyo de Arendt y Kristeva, principalmente.

¿Desde dónde podemos pensar el perdón? 1) desde su carácter privado, en una dimensión moral o ética; o bien, 2) desde su carácter público (colectivo), desde una dimensión social, política o jurídica. El ámbito jurídico no lo trataremos aquí porque puede abarcar a una persona o a un grupo; además, al ser una figura jurídica, se encuentra regulada bajo condiciones de la convencionalidad de su estructura legal, y éste no es el espacio para este tipo de análisis en donde la sinceridad podría tener poco o nada que ver. Sin embargo, queremos poner sobre la mesa el carácter problemático que entraña el ámbito social, que es distinto del ámbito político, y señalar que hoy día estos dos ámbitos no se pueden subsumir como si fueran espacios homogéneos. Hay una crítica muy fuerte que realiza nuestra pensadora en su obra Responsabilidad y Juicio, donde enfatiza su distinción. Sostiene que la sociedad es algo amorfo que nos enajena y que no tiene un carácter de responsabilidad.[18] En otras palabras, el colectivo social es irresponsable a menos que adquiera una forma jurídica (bajo la idea de una ong, por ejemplo), y entonces se vuelve responsable al mismo tiempo que sectario y, por lo tanto, ya no puede representar lo social, por su nueva naturaleza excluyente.

En el capítulo que en Responsabilidad y Juicio Arendt dedica a The Little rock,[19] la autora analiza el caso de una niña de color que intenta ir a una escuela para blancos. A la entrada de la escuela están los medios de comunicación y las autoridades. Aquello se vuelve un espectáculo, pues los adultos blancos le impiden el acceso. Arendt argumenta que no debieron dejarla entrar a una escuela de blancos. Al preguntársele sobre el motivo, señala: porque es negra.

La respuesta nos dejaría estupefactos si aquí detuviéramos el relato. Incluso nos preguntaríamos si Arendt es racista, pero no es así. La autora nos aclara que el espacio de la educación es uno cuyo proceso de socialización tiene un tiempo distinto al del proceso de la política. Lo que está criticando es que politicen los espacios de los niños sin haber generado el tiempo natural para poder crear ese ambiente de cambio. Es decir, estamos politizando a los niños, politizando la educación, y cuando esta última se coloca en tal circunstancia se pervierte, porque no le es connatural ese proceso.

El tema The Little rock ha generado numerosas reflexiones que sería imposible abordar en este artículo; no obstante, nos parece importante señalar por lo menos un par de aspectos, con el propósito de abrir un breve paréntesis e invitar a la búsqueda en este amplio espacio de discusión con los especialistas que se han dedicado a la investigación del tema de la segregación. Aunque lo único que queríamos señalar es que Arendt no es racista y que lo que le preocupaba es la politización de los niños, cabe decir que, en el artículo nombrado, pone además el acento en serios problemas que la sociedad norteamericana aún no había superado en los años cincuenta y sesenta, y no lo había hecho porque, desde su origen, la segregación de negros y de indígenas fue algo manifiesto. La filósofa considera esto una especie de afrenta para una nación originada a partir de un Pacto social que, en términos de Hobbes, compromete al Estado a asegurar la vida de sus ciudadanos; y que, por el contrario, ha hecho de la sociedad norteamericana un conjunto de ciudadanos que muy pronto mostraron de manera notable su postura excluyente. Arendt llamará a esto Delito Original (Original Crime), y Alfonso Ballesteros dará cuenta clara de ello en su artículo dedicado a este tema.[20]

Este delito original se ha convertido en un acicate permanente para la historia de Estados Unidos. De él, la autora de La condición humana dejará un vestigio contundente:

Hace casi ciento cincuenta años Tocqueville predijo que “el más temible de todos los males que amenazan al futuro de los Estados Unidos” no era la esclavitud, cuya abolición previó, sino que estaba determinado por la “presencia de los negros en su suelo”. Y la razón por la que pudo predecir el futuro de los negros y de los indios con más de un siglo de adelanto se basa en el simple y aterrador hecho de que estos pueblos jamás fueron incluidos en el consensus universalis original de la República americana.[21]

Estamos ante un acontecimiento vergonzoso para una nación que se precia de defender y, más aún, de nacer bajo los principios de libertad e igualdad, y en este terrible episodio, en una escuela de blancos, sus ciudadanos evidenciaron que difícilmente estarían dispuestos a extender esos principios a quienes no tuvieran su mismo color de piel:

Sabemos que este delito original no pudo ser remediado por las Enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta; por el contrario, la exclusión tácita del asentimiento tácito resultó aún más evidente por la incapacidad o repugnancia del Gobierno federal a obligar al cumplimiento de sus propias leyes, y cuando pasó el tiempo y ola tras ola de inmigrantes llegaron al país, resultó aún más obvio que los negros, ya libres, nacidos y crecidos en el país, eran los únicos para quienes no era cierto, en palabras de Bancroft, que “la bienvenida de la Comunidad (Commonwealth) era tan amplia como su disgusto”.[22]

Así, el silencio de casi dos siglos, puesto de manifiesto en pequeñas acciones civiles e incidentes (como el referido en The Little rock), nos hace regresar a nuestro tema: ¿qué pasa con la responsabilidad? Por todo lo que implicó el incidente, ¿quién debe responder y disculparse por cada una de las ofensas y resistencias que dispensaron violencia en diferentes aspectos? ¿Podemos hablar de una sociedad responsable?

Cuando Arendt acusa a la sociedad de ser irresponsable lo hace porque no hay un ente concreto que responda por las acciones. Si esto es así, deberíamos preguntarnos con franqueza si la sociedad está legitimada para perdonar; y de ser así, ¿qué características debería tener este perdón? ¿A quién perdonará? ¿Cuáles son las condiciones de la forma del perdón? Arendt deja abierto el tema y sólo nos queda formular nuestras propias interpretaciones.

Quisiera traer a colación un ejemplo que no es propio. Lo tomo porque su conocimiento es de orden público y es señalado en el trabajo de tesis de un estudiante del Instituto de Filosofía.[23] Hace poco tuvo lugar un plebiscito en el pueblo de Colombia, exhortándolo a perdonar los efectos de la guerra (las farc). El pueblo no perdonó. ¿Acaso es rencoroso el pueblo colombiano? Arendt respondería que no; pero sí es irresponsable. Lo es porque no puede responder. Y ni siquiera puede hacerlo de manera homogénea porque la sociedad colombiana no es la misma en la ciudad que en el campo. Sorprendentemente las personas del campo fueron las que optaron por el perdón, mientras que las personas de la ciudad dijeron que no. Bajo la forma del orgullo o lo que se quiera pensar, podemos decir que su condición de citadinos y de personas que no sufrieron la guerra —al menos no tan directamente como ocurrió en el campo— los posicionaba en un lugar distinto del que compartían las personas que vieron a sus hijos muertos. Un testimonio de una de las personas del campo relataba que prefería ver al asesino de su hijo pasar por enfrente, pues —a propósito del perdón— sabía que el maleante ya no iba a atentar en contra de los que quedaron vivos. Es terrible leer esos relatos, pero uno entiende que quienes han sufrido están dispuestos a mucho, con tal de que la vida sea aún posible.

No fue debido a la manera en que la gente del campo se representó la tragedia de la guerra que la vivió de modo más directo que la gente de la ciudad. Ingenuamente queremos adjudicar a la ciudad y al campo el mismo poder de perdonar, lo cual resulta inadmisible, no por una falacia emotiva sino porque no se encuentran bajo las mismas condiciones en su carácter legítimo de ofendidos.

En interpretación de Arendt, si vamos a configurar la forma del perdón en lo colectivo, debemos ser cuidadosos en señalar de qué manera se puede expresar el perdón, si queremos que de manera legítima represente a un colectivo. Por lo pronto, nuestra pensadora no cree mucho en los colectivos, lo que se refleja en la reseña que hizo de un libro de una de sus amistades, la psicóloga Alice Rühle–Gerstel, sobre El problema de la mujer en el mundo contemporáneo. Balance psicológico.[24] Arendt le señala que el problema cuando las mujeres forman un grupo es que se preocupan por reivindicar sus intereses particulares, cuando la reivindicación debería ser para todos. La sociedad tiene sus sectores, sus grupos, sus partes, pero la política no. Todo ser humano debería aspirar a la forma de verdad más amplia. Se debe, pues, perseguir una reivindicación general y no sectaria. Es en esta lógica que podría inscribirse un reproche para el perdón colectivo intentado por los pueblos, en este caso, el colombiano.

Parece difícil sostener la posibilidad del perdón colectivo a menos que se construya una manera analógica del perdón mismo, pues de lo contrario, corremos el riesgo de particularizar y hasta privatizar intereses que realmente nos pertenecen a todos, y a todos nos involucran. Desde Arendt tendríamos que resolver si lo general se puede personificar para que sea posible lo subsecuente.

Insisto en que tendríamos que construir una ficción fuera del perdón como lo concibe Arendt, y construirlo desde otro ámbito que podría ser el espacio jurídico (por tratarse del más cercano al político y por ser el más concreto y específico, donde sí es posible mensurar causas y resultados), pero no el espacio social. Éste, bajo tales circunstancias, no parece construir algo, pues sirve de marco de expresión, y eso es muy sano, pero si no se decanta en un espacio político, las soluciones no garantizan ninguna forma concreta de realización.

Arendt precisa que el carácter del perdón no sólo debe ser sincero, sino también eficaz, debe tener efectos. Debe haber un factum en ello, lo cual es importante, pues abre a una pregunta que se plantean tanto ella como Julia Kristeva: ¿Todo es perdonable? La respuesta de ambas es la misma: no.

La gente se siente legitimada a perdonar y eso es correcto. La historia, la política, los ámbitos jurídicos, etc., señalan quiénes están legitimados. Pero, ¿por qué Arendt diría que no todo es perdonable? La respuesta la da en una entrevista que se le hace en alusión al tema en su obra Eichmann en Jerusalén. Es ahí donde responde que no; no todo es perdonable. Hay acciones que son radicalmente malas y que, por lo mismo, no se pueden perdonar. Así, en La condición humana expone que de estas acciones se conoce muy poco, pues todo lo que sabemos es que no podemos castigar tales ofensas y que, en consecuencia, trascienden el dominio de los asuntos humanos y el potencial humano; destruido por igual ahí, donde éstas hacen su aparición.[25]

La alternativa del perdón, aunque en modo alguno lo opuesto, es el castigo, y ambos tienen en común que intentan finalizar algo que sin interferencia proseguiría inacabablemente. Por lo tanto, es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable. Ésta es la verdadera marca de contraste de esas ofensas que, desde Kant, llamamos “mal radical” y sobre cuya naturaleza se sabe tan poco.[26]

Debemos entender que hay espacios en los que la radicalidad de las ofensas no puede ser pasada por alto. Lo anterior implicaría pasar por alto también el estado de cosas que la permitió. Sería muy interesante plantear esta impronta en la circunstancia del pueblo colombiano, del pueblo judío y, por supuesto, hoy día, del pueblo sirio; es decir, si el escenario que permite estas atrocidades que ahora vemos y que también vimos en el pasado, realmente es uno que se pueda pasar por alto. No podríamos decir que se trata de un borrón y cuenta nueva. Desde la respuesta de Arendt, parece que debemos pensar todavía un poco más, dado que es muy claro su señalamiento: los actos se perdonan porque se perdona a las personas, y en este doble juego no podemos perdonar a Eichmann. Kristeva comenta: “no, sólo se perdona a las personas, no a los enajenados”.[27] Y si lo llevamos más allá, al preguntarnos si se puede perdonar en colectivo, ¿qué se perdona?, ¿las acciones?, ¿el escenario que hace posible todo esto?, ¿o los actos atroces? Me parece que, si intentamos dar respuesta desde nuestra autora, sería sólo una interpretación de su obra, porque de manera directa no encontraremos una respuesta contundente.

Arendt sostiene que el crimen y la voluntad en este sentido son cada vez más raros, porque los crímenes que padecemos en nuestra vida cotidiana no llegan a ser tan fuertes, tan radicales. Lo que tenemos hoy son, ante todo, faltas, transgresiones debidas a la naturaleza misma de la acción, la cual establece continuamente relaciones nuevas en las redes vinculares y, en consecuencia, se nos impone este perdonar cotidiano, este dejar pasar para que la vida sea aún posible (desligando no solamente a los hombres, porque al final se les perdona y se les disculpa en virtud de que una falta cotidiana se comete más por ignorancia que por maldad, es decir, “perdónalos porque no saben lo que hacen”[28]). Pero si se trata de faltas sobre la vida cotidiana, habría que gradarlas, y ni la más grave se puede equiparar a los grandes crímenes. Éstos deben ser analizados con una lupa distinta.

Entonces, si el perdón se nos revela como esta facultad de perdonar, de permitir al otro seguir adelante y de que uno no sea el obstáculo para ello, ¿qué se supone que debemos hacer para perdonar? Arendt no da la respuesta que sí ofrece Kristeva: para perdonar hay que ser sinceros y estar dispuestos a seguir adelante y dispuestos a olvidar el pasado.[29]

Respecto del olvido —piensa Arendt—, incluso los engaños en los que se incurre pueden ser eficaces; pero tanto el olvido y el engaño como las acciones que uno utiliza para que el olvido ocurra, tienen un carácter temporal —diríamos latente—. Se almacenará en la forma de la conciencia o donde sea que ésta se encuentre, pero en lo venidero, una simple palabra, un guiño o la presencia de algo se vuelven suficientes para actualizar nuestro recuerdo y, con ello, se actualizará la forma de la falta. El olvido no es la solución —ni es eficaz— si por éste entendemos una estrategia de almacenar o de enterrar recuerdos, que siempre son temporales porque este tipo de eficacia evita que nos volvamos locos. Arendt no hace alusión a lo que nombramos el olvido de la historia ni genera una ficción que se le parezca. El perdón no trae como consecuencia el olvido, trae una resolución para reivindicar la fuerza de la acción (ese seguir adelante). Cuando alguien es perdonado, no lo olvida; sólo le da fuerza y confianza para seguir actuando.

En conclusión, podemos decir que el olvido no sería la solución para los problemas colectivos. Tenemos que pensar cuál es la forma del perdón idónea en la que las faltas puedan ser perdonadas, en la que los escenarios puedan ser perdonados (puedan pasarse por alto) para que el perdón o el olvido, si es que llegaran a darse, ocurran de la manera más sana para la vida social, si es que existe algo así. Todo esto para no permitir que el olvido se constituya en una estrategia eficaz o pseudoeficaz, por lo menos temporalmente, para evitar que se reclamen las faltas al verdadero responsable que ha causado una tragedia tanto en la vida cotidiana como en la vida política.

Arendt nos deja con la trama de los asuntos humanos abierta en tanto no resuelve el punto de la forma del perdón en sus últimas consecuencias. Además, emplazó la tarea de la impronta del perdón y de las promesas en tanto formas de redención. Esto no es algo acabado; por el contrario, nos obliga a seguir pensando qué tanto queremos vivir en esta forma de espacio donde el ejercicio de la libertad es aún lo único que vale la pena preservar si queremos vivir como verdaderos seres humanos.

 

Fuentes documentales

Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2003.

——  Responsabilidad y Juicio, Paidós, Barcelona, 1995.

——   Crisis de la República, Trotta, Madrid, 2015.

Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1988.

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Gaus, Gunther, Hannah Arendt, ¿Qué queda? Queda la lengua materna (1964), 29/V/2019, YouTube, https://youtu.be/WDovm3A1wI4  Consultado 20/V/2017.

Jonas, Hans, “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Hannah Arendt” en Birulés, Fina, Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona, 2000.

Kristeva, Julia, El genio femenino. 1 Hannah Arendt, Paidós, Buenos Aires, 2000.

 

[*] Doctora en Derecho por la Universidad de Guadalajara. Profesora–investigadora en esta misma institución. ketafilosofia@mail.com

 

[1].      Cuando señalo el tema de la mujer me refiero particularmente al feminismo, en el que no estaba interesada en tanto tema exclusivo y, por lo tanto, excluyente de los asuntos humanos que abarcan a todos.

[2].      Gunther Gaus, Hannah Arendt, ¿Qué queda? Queda la lengua materna (1964), 29/V/2019, YouTube, https://youtu.be/WDovm3A1wI4  Consultado 20/V/2017.

[3].      Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?, Trotta, Madrid, 2005.

[4].      Ibidem, p. 20.

[5].      Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Hannah Arendt” en Fina Birulés, Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 23–40.

[6].      Gunther Gaus, Hannah Arendt…

[7].      Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 18.

[8].      Hans Jonas, “Actuar, conocer, pensar…”, p. 27.

[9].      Hannah Arendt, La condición humana, p. 22.

[10].    Me refiero al espacio público y a la esfera de lo político, que apuntan inicialmente al mundo griego, al periodo clásico (en particular al llamado siglo de oro de Pericles).

[11].    Ya Aristóteles sostenía que los animales también se comunican y dan cuenta de felicidad o pena, pero no pueden hablar de lo justo o lo injusto. Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1988, 1253ª 11–12.

[12].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 251.

[13].    Por redención entiéndase aquí, con un carácter secular, la estricta reivindicación que pone remedio a algo.

[14].    El lector conocedor sabrá que el perdón no es una figura antigua, sino una ficción construida por el derecho. Quiero decir que el perdón jurídico no equivale al perdón moral o, menos aún, al perdón religioso.

[15].    Mt 18, 21-22.

[16].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 256

[17].    Éste no es el espacio para analizar el trabajo de Julia Kristeva, pero si es del interés del lector, puede revisar dos de sus obras: El genio femenino. I Hannah Arendt, Paidós, Buenos Aires, 2000 y Los poderes de la perversión, Siglo XXI, México, 2004.

[18].    Hannah Arendt, Responsabilidad y Juicio, Paidós, Barcelona, 1995, pp. 151–159.

[19].    Ibidem, pp. 187–202.

[20].    Alfonso Ballesteros, “Hannah Arendt: el delito original de los Estados Unidos” en Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, Universidade da Coruña, La Coruña, Nº 33, junio de 2016, pp. 27–41.

[21].    Hannah Arendt, Crisis de la República, Trotta, Madrid, 2015, p. 70.

[22].    Ibidem, pp. 70–71.

[23].    El ejemplo que citaré a continuación forma parte de uno de los ejercicios de la tesis de investigación de Juan Camilo Raguá, alumno del Instituto de Filosofía, quien al momento de esta publicación ya había presentado su tesis Hannah Arendt y el concepto de Perdón; pero lo que yo señalo como problema no forma parte de su tesis ni de su investigación.

[24].    Gloria Comesaña Santalices, “Lectura feminista de algunos textos de Hannah Arendt” en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad de Zulia, Zulia, Venezuela, Nº 18, 2001, pp. 125–142.

[25].    Gunther Gaus, Hannah Arendt

[26].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 260.

[27].    Julia Kristeva, El genio femenino. 1. Hannah Arendt, pp. 32–38.

[28].    Hannah Arendt, La condición humana, p. 261.

[29].    Véase Julia Kristeva, El genio femenino, pp. 72–74.

¿Qué sentido tiene el marxismo en el siglo XXI, en América Latina, aquí y ahora?

Luis Ignacio Román Morales[*]

 

Recepción: 21 de diciembre de 2019 .
Aprobación: 13 de marzo de 2020

 

Resumen. Román Morales, Luis Ignacio. ¿Qué sentido tiene el marxismo en el siglo XXI, en América Latina, aquí y ahora? El siglo XXI ya es mayor de edad, y con él crecen tanto los riesgos como las esperanzas globales; se aceleran y profundizan las crisis, el empobrecimiento, la concentración de la riqueza y el deterioro ambiental. La IV Revolución Industrial supone la posibilidad de resolver grandes problemas humanos, al tiempo que crea una amenaza histórica de pérdida de empleos y de aumento de la precariedad; la comunicación inmediata a escala planetaria es una realidad para una proporción cada vez mayor de la población, mientras los rezagos sociales crecen en paralelo. Paradójicamente, el mundo está cada vez más globalizado y arrinconado en ultranacionalismos y marginación. ¿Qué nos dicen Marx y el marxismo en estas circunstancias, en particular en Latinoamérica? ¿Deben guardarse sus planteamientos en el baúl de los recuerdos o son plenamente vigentes? De ser lo segundo, ¿cómo retomar a Marx, qué cuestionar y qué recuperar de sus bases fundamentales? Estas notas efectúan una reflexión al respecto.

Palabras clave: Marx, IV Revolución Industrial, crisis, América Latina, empleo, concentración de la riqueza.

 

Abstract. Román Morales, Luis Ignacio. What Sense Does Marxism Make in the 21st Century, in Latin America, Here and Now? The 21st century has come of age, which magnifies both the global risks and the global hopes; crises, impoverishment, wealth concentration and environmental degradation are all growing faster and sending down deeper roots. The Fourth Industrial Revolution touts the possibility of resolving all of humankind’s major problems once and for, while at the same time threatening historical job losses and increased precarity; immediate, planet–spanning communication is a reality for a growing portion of the population, while certain social groups lag farther and farther behind. Paradoxically, the world is more globalized than ever before, even as it cowers behind ultra–nationalisms and marginalization. What do Marx and Marxism have to say to us in these circumstances, particularly in Latin America? Should they be locked away in a chest with other anachronisms, or put on prominent display? In the latter case, how are we to take up Marx again? What should we question of the fundamentals, and what should we hold on to? These notes offer a reflection on these questions.

Key words: Marx, Fourth Industrial Revolution, crises, Latin America, employment, wealth concentration.

 

… esos pobres no se han enterado que Carlos Marx
está muerto y enterrado.

— Joan Manuel Serrat

 

La teoría del valor–trabajo, el plusvalor, la alienación del trabajo, el carácter fetichista de la mercancía, el modo de producción capitalista, los burgueses y proletarios, la explotación del trabajador, la acumulación originaria, la composición orgánica del capital, la tendencia descendente de la tasa de ganancia, el ejército industrial de reserva, la sobrepoblación relativa, el trabajo productivo e improductivo, el método de la economía política, los ciclos del capital–dinero y de la mercancía, “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, “proletarios de todos los países, uníos”… ¿qué sentido tiene todo esto en la IV Revolución Industrial?

 

Marx en la IV Revolución Industrial

En este mundo del siglo XXI, asociado a la IV Revolución Industrial, a la perspectiva de una disminución histórica de la figura del obrero industrial y aun de múltiples profesiones intelectuales, se espera que el empleo económico sea cada vez más escaso. De acuerdo con la base de datos de la Organización Internacional del Trabajo (ilostat), se sabe que ya en el 2018 sólo 20.3 por ciento del empleo total está constituido por “trabajadores artesanales y afines” y “operadoras de planta, de maquinaria y ensambladores”.[1] En México la proporción es más alta: 14.3 de los 55.2 millones de ocupados registrados por el inegi para el tercer trimestre de 2019 (25.9 por ciento) están clasificados como “trabajadores industriales, artesanos y ayudantes”.[2] Ante la expectativa de una clase obrera, proletaria, cada vez menor, parecería que muchas de las categorías socieconómicas del marxismo carecen de sentido actual. ¿Será así?

“La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, reza el Manifiesto Comunista. La cuestión aquí es cómo categorizamos a la humanidad para afirmar que tal clasificación expresa la contraposición entre las clases constituidas. En el constructo marxista las clases están definidas en función del lugar que ocupan las personas en los procesos de producción de la riqueza. De hecho, Marx define la economía política (en oposición a lo que él denomina economía vulgar) a partir de explicar que el valor de los productos (y por lo tanto, la generación de la riqueza) está dado en los procesos de producción, y no en los de circulación de éstos. Así, no es el dinero o el comercio lo que genera la riqueza, sino la producción misma. Bajo tal premisa, la sociedad está esencialmente dividida entre, por una parte, quienes disponen de los medios de producción (el capital o la tierra) y utilizan la fuerza de trabajo del resto de la sociedad (los trabajadores) para activar tales medios y generar valor, y, por otra parte, esos trabajadores. Para que este sistema opere se requiere que la inmensa mayoría de la sociedad esté desprovista de medios de producción y, por lo tanto, tenga que emplear su propia fuerza de trabajo a cambio de un salario para producir riqueza en beneficio de los propietarios de tales medios.

¿Quién creó los medios de producción, especialmente el capital? Los mismos trabajadores. En otras palabras, junto con la naturaleza, el trabajador es el creador innato de la riqueza. La misma liturgia católica reza: “Bendito sea el pan fruto de la tierra y del trabajo del hombre” (el pan no viene del capital, del dinero, del comercio o de la especulación bursátil).

Sin embargo, en Marx no puede decirse que sea el trabajador individual lo que genera la riqueza. En seguimiento de la tradición aristotélica, Marx parte de la concepción holística del ser humano, el zoon politikon, lo que implica que la sociedad es anterior al individuo; el ser humano se hace tal en su vida gregaria. La producción es, por lo tanto, resultado de tal actividad gregaria, y se complejiza continuamente. Las máquinas, los edificios, los insumos, etc., son producto del trabajo pretérito al que se agrega la fuerza de trabajo vivo que produce nuevos bienes. Además, la división del trabajo (sexual, técnica, social e internacional) genera un entramado cada vez mayor de actividades, lo que vuelve imposible identificar a un autor individual de casi cualquier producto. En última instancia, la pantalla o el papel en donde usted lee estas líneas es producto del trabajo acumulado de toda la historia de la humanidad.

Lo anterior confronta diametralmente la concepción predominante de la economía, que se basa en la racionalidad de las decisiones individuales. No es lo que cada trabajador añade a la producción lo que define su productividad (productividad marginal), sino que es la estructura de producción y la lógica de interrelación social entre los trabajadores y los capitalistas lo que determina el plusvalor, la ganancia, el salario. Son pues las relaciones sociales de producción las que determinan las condiciones de generación y reparto de la riqueza creada.

La cuestión ahora, en los años veinte del siglo XXI, es la creciente disociación del trabajo “vivo” con la producción creciente. Cuando las máquinas sean robots de autoaprendizaje, cuando podamos adquirir una “mercancía” que consista en una clave de computadora a partir de la cual imprimiremos en una máquina 3d el producto deseado, cuando los autos no tengan conductores, cuando las siembras y las cosechas prácticamente no requieran de trabajadores agrícolas… entonces cabrá preguntarnos dónde queda el plusvalor, dónde quedan las clases sociales, dónde queda el marxismo.

A lo anterior cabe agregar la generación de una inmensa frontera gris entre el trabajo que Marx denomina productivo y el trabajo improductivo. Si asociamos el primero a los sectores agropecuario, minero e industrial, ¿dónde quedan las industrias que producen bienes no tangibles, como en el caso de la electricidad (históricamente denominada “industria” en México, pero conocida como “servicios básicos para la producción” por parte de las Naciones Unidas)? ¿Cómo calificar el trabajo en una computadora con sistema cad–cam (diseño y manufactura asistidos por computadora), donde el diseño se traduce en una producción real inmediata? ¿Cómo tipificar la producción de software, la de apps para celulares o la integración de servicios como Uber o Amazon?

La división marxista de trabajo productivo e improductivo queda en entredicho ante los cambios tecnológicos, y con ello también permanece la interrogante sobre la división social entre burgueses y proletarios. Lo que no queda en entredicho es la distinción entre generación, uso y apropiación de la riqueza. La generación colectiva, social e histórica de la riqueza se enfrenta a una apropiación cada vez más privada, elitista y ambientalmente depredadora. Ahora, el problema fundamental no es sólo el papel que desempeña cada quien en la producción de la riqueza, sino cuál es su papel en la distribución de ésta.

En su interpretación sobre el Estado, Marx lo considera un instrumento al servicio de la clase dominante. Así, un sistema capitalista engendra un derecho capitalista y un Estado igualmente capitalista. Sin embargo, al interior del marxismo, diversas corrientes posteriores matizaron tal interpretación. ¿Podría el Estado tener intereses propios (Estado Sujeto)? ¿Podría tener cierta autonomía respecto de las clases dominantes para enfrentar las contradicciones del sistema imperante (por ejemplo, enfrentar amplias capas de la burguesía para salvaguardar al capitalismo frente a sus propios monopolios y la centralización del poder)? ¿Podría el Estado ser una relación social en la que se expresen las contradicciones entre las distintas clases sociales? Las teorías Estado–instrumento, Estado–sujeto, autonomía relativa y Estado–relación social forman un amplio abanico de interpretaciones neo y postmarxistas, que en algunos casos validan y, en otros rechazan la generación de propuestas alternativas de desarrollo al interior del sistema capitalista.

En diversos enfoques keynesianos, postkeynesianos y neokeynesianos, así como en formulaciones sincréticas (como en la teoría francesa de la regulación, la teoría italiana de la innovación, la teoría de las convenciones o, en parte, en el neoinstitucionalismo), el Estado es un factor clave en la redistribución del ingreso y de la riqueza. Los Regímenes de Bienestar (escandinavo o alemán, parcialmente el francés, el coreano del sur o el japonés) remiten a lógicas de funcionamiento capitalista en las que hay un enorme cuidado por evitar la polarización social y económica. En alguna medida, la presión ejercida internacionalmente por el marxismo en la formación de sindicatos, en su presencia dentro del debate filosófico, económico, sociológico y antropológico, en la denuncia social y en su influencia sobre otras corrientes, permitió que el capitalismo no siempre siguiera una tendencia social y ambientalmente depredadora.

Sin embargo, a raíz del derrumbe del “socialismo real” (principalmente a partir de la caída del Muro de Berlín y de la urss), las formas más ortodoxas del capitalismo y su dinámica de “libre mercado” han tenido un contrapeso cada vez más débil y lograron imponerse de forma cada vez más contundente, hasta inicios del siglo actual. El marxismo esperaba que el socialismo venciera al capitalismo como resultado del desarrollo más libre y extendido de sus fuerzas productivas: el avance tecnológico y la productividad de los trabajadores. Paradójicamente, el capitalismo real venció al socialismo real, precisamente en virtud de estas mismas fuerzas productivas. No obstante, quedan excepciones híbridas, especialmente el caso de la economía de China.

El éxito del capitalismo de libre mercado se expresó en las recomendaciones del Consenso de Washington, planteado por Williamson en 1989: condenaba el déficit público y proponía nuevas prioridades en el gasto público, preminencia a los impuestos al consumo, privatización, desregulación, paridad de la moneda determinada por el mercado, apertura comercial, liberalización financiera, promoción a la inversión foránea y mayores garantías a los derechos de propiedad privada. Los seguidores más disciplinados del Consenso se ubicaron en América Latina: Chile (a partir de Pinochet y con algunos matices en las épocas de Lagos y de Bachelet), Argentina (durante la gestión de Menem), Perú (con Fujimori), Brasil (con Collor), Venezuela (durante el segundo periodo de Carlos Andrés Pérez), Colombia (con Uribe), México (de Salinas a Peña Nieto), Ecuador (con Bucaram), etc. En todos los casos los resultados sociales han sido lamentables. En cambio, el sincretismo de China o de Corea del Sur, e incluso de gobiernos latinoamericanos posteriores a la extrema liberalización, dan cuenta de fuertes cuestionamientos a la óptica dominante.

El Estado ha perdido gran parte de su capacidad redistributiva del ingreso y de la riqueza y, con ello, ha revitalizado las tesis marxistas del Estado–instrumento, lo que implica la agudización de las contradicciones sociales. El culto al libre mercado alimenta los argumentos del marxismo en el sentido de que interpreta al Estado como un instrumento de los grandes poderes económicos.

La victoria del libre mercado sobre el marxismo se convirtió en el germen de su propia crisis mayor. El capitalismo tiende a agudizar tensiones sociales por doquier, que ahora están atizando ya no la globalización y la apertura total de mercados, sino su antítesis: los ultranacionalismos y el terror a lo extranjero. Hay varios ejemplos de esto. Las elecciones al parlamento europeo del 2018, donde cuatro de los cinco partidos que más diputados colocaron fueron de corte ultranacionalista, el Brexit inglés (luego integrado en la lógica del partido conservador y la decisión de la salida “dura” de la Unión Europea), la Unión Nacional (anterior Frente Nacional) francesa, la liga italiana y el de derecho y justicia polaco. Por igual se consolidaron los partidos ultranacionalistas de alternativa federal en Alemania y Vox en España. La presencia ultranacionalista es enorme en Austria, Holanda, Hungría y, ahora, hasta en Suecia y Grecia. En los Estados Unidos ha sido una de las banderas fundamentales de Trump y, en Brasil, uno de los ejes de Bolsonaro. La derecha está rebasando al capitalismo con los enormes riesgos que ello implica. La historia no ha llegado a su fin.

¿Qué tiene que decirnos Marx en este panorama? Mucho. En la Introducción general a la crítica de la economía política[3] de 1859 él señala que individualmente la distribución aparece como resultado de la producción (no se puede repartir lo que no se produce), pero son las condiciones de distribución las que socialmente delimitan las condiciones de producción. Desde que nacemos nos insertamos en una estructura dada de distribución, independientemente de nuestros deseos, nuestras capacidades o de la productividad que pudiésemos llegar a tener. En una canción, el cantautor francés Maxime Leforestier decía: “Uno no escoge a sus padres, uno no escoge a su familia, uno tampoco escoge las banquetas de Manila, de París o de Argel para aprender a caminar. Nacer en algún lugar, para aquel que ha nacido es siempre un azar”.[4] Piketty muestra en El capital en el siglo XXI[5] que la principal fuente de acumulación de riquezas es la herencia, lo que parece asemejarse más a una reproducción feudal de privilegios que a una dinámica capitalista meritocrática. Social, geográfica e intergeneracionalmente, la distribución precede a la producción. Tal vez éste sea el elemento esencial del materialismo histórico marxista que necesitamos integrar hoy a la estructuración de las clases sociales: el papel de los individuos y los hogares no sólo en la producción, sino en la distribución de la riqueza.

Si recuperamos de Marx tan sólo la esencial dicotomía burguesía–proletariado, las transformaciones históricas tienden a superarlo. En cambio, si recuperamos prioritariamente la tendencia a la polarización social, las contradicciones del libre mercado, la tendencia inherente del sistema al cambio tecnológico cada vez mayor, la enajenación del trabajo, el fetichismo de la mercancía o la concentración de la riqueza, entonces Marx sigue plenamente vivo.

La polarización social se expresa en la cada vez mayor concentración, no sólo del ingreso, sino también del patrimonio y del conjunto de la riqueza: dieciséis personas detentan más riqueza que la mitad más pobre de la humanidad.

El libre mercado cada vez más monopolizado y menos libre. Un inmenso mar de microempresas nacen y mueren día con día; tratados de “libre comercio” que liberalizan al interior de los países firmantes, pero cierran sus fronteras a otros competidores (como en el caso del t–mec con respecto de China); un libre mercado que impide, mediante el aseguramiento de “propiedad intelectual”, que potenciales competidores para la producción de medicamentos puedan quitarles trozos de mercado a las grandes farmacéuticas; un libre mercado que condena al sector informal; un libre mercado que globaliza al mercado de capitales y su libre circulación global, pero que crea grandes bloques, cual fortalezas inexpugnables en el mercado de dinero (el espacio del dólar, frente al euro y frente al yen–yuan) y en el mercado de bienes y servicios, y más cerrado en términos continentales que abierto al mundo; un libre mercado en donde los derivados financieros pueden circular por cualquier parte del mundo, pero los seres humanos de los países pobres deben resignarse a su suerte en su lugar de origen, so pena de jugarse la vida en el Mediterráneo, en su travesía por México, en el Río Bravo, en el Suchiate, en las fronteras de Venezuela o en cualquier sitio limítrofe entre zonas de miseria y de violencia, y zonas en circunstancias donde se pudiese vivir un tanto mejor. Poco importa que las riquezas naturales de los lugares pobres se vayan a los lugares ricos, los seres humanos parecen no valer lo que valen tales riquezas.

La IV Revolución Industrial implica un absurdo. Como nunca antes, el trabajo histórico de nosotros, los seres humanos, puede simultáneamente satisfacer nuestras necesidades y liberarnos del sometimiento a las actividades peligrosas, enajenantes y sumamente indignas. Sin embargo, este gran logro humano no se traduce en un salto esperanzador hacia nuevas realizaciones vitales, sino en la brutal amenaza de la pérdida masiva del empleo en sociedades donde se requiere de éste para tener ingresos, y éstos son indispensables para adquirir gran parte de los satisfactores de la vida cotidiana. En términos de Marx, el maravilloso avance de las fuerzas productivas choca contra el muro de relaciones de producción construidas sobre los cimientos de un sistema en el que producimos colectivamente, pero la apropiación de la riqueza generada se concentra cada vez en menos manos a escala global.

 

Marx ante la crisis del libre mercado

El Informe 2018 de Oxfam presenta una narración de Lan, obrera textil vietnamita, que declara:

Cuando quedé embarazada me dejaron trabajar en el almacén. Estaba lleno de cajas de zapatos, y mi trabajo consistía en ponerles un sello. Aquellos zapatos le hubieran venido muy bien a mi hijo, eran muy bonitos. Me gustaría que mi hijo tuviera unos zapatos como aquellos, pero no puede ser. Creo que le gustarían y lo siento por él. Los zapatos son preciosos. Usted sabe que un par de zapatos de los que hacemos aquí valen más que todo mi sueldo de un mes.[6]

¿Cuánto vale Lan?, ¿cuánto vale su hijo? En términos de mercado, el valor mensual del trabajo de Lan es menor que el de un par de zapatos producidos en masa. Y el valor de su hijo es aún menor, pues todo el trabajo de Lan debe satisfacer las necesidades de ella, de su hijo y vaya usted a saber de quiénes y de qué más. En el libre mercado se define así el valor de las cosas.

La lógica predominante en economía tiende a revertir el sentido que asignó Marx al trabajo como el creador de la riqueza, frente a la postura de David Ricardo, de los factores de producción (capital y trabajo), o de Adam Smith (capital, tierra y trabajo). En la teoría del capital humano, el sustantivo es el capital, mientras que el humano es sólo un adjetivo. El ser humano vale sólo en tanto que sea un valor rentabilizable, en tanto que sea productivo, eficiente y competitivo. ¿Cómo se mide eso? En función de su contribución al producto total, de su productividad marginal. A partir del supuesto de que el salario es igual a la productividad marginal del trabajo (lo que un trabajador agrega en determinado tiempo al valor de la producción), los miles, decenas de miles o cientos de miles de sellos que Lan pueda colocar mensualmente en las cajas de zapatos no valen lo mismo que un par de zapatos. Lan vale lo que valen esos sellos. Ante esto, Fromm interpreta a Marx de la siguiente manera:

La enajenación (o “extrañamiento”) significa, para Marx, que el hombre no se experimenta a sí mismo como el factor activo en su captación del mundo, sino que el mundo (la naturaleza, los demás y él mismo) permanece ajeno a él. Están por encima y en contra suya como objetos, aunque puedan ser objetos de su propia creación. La enajenación es, esencialmente, experimentar al mundo y a uno mismo pasiva, receptivamente, como sujeto separado del objeto.

Todo el concepto de la enajenación encontró su primera expresión en el pensamiento occidental en el concepto de idolatría del Antiguo Testamento. La esencia de lo que los profetas llaman “idolatría” no es que el hombre adore a muchos dioses en vez de a uno solo. Es que los ídolos son obras de la mano del hombre, son cosas y el hombre se postra y adora a las cosas: adora lo que él mismo ha creado. Al hacerlo, se transforma en cosa. Transfiere a las cosas de su creación los atributos de su propia vida y en lugar de reconocerse a sí mismo como la persona creadora, está en contacto consigo mismo sólo a través del culto al ídolo. Se ha vuelto extraño a sus propias fuerzas vitales, a la riqueza de sus propias potencialidades y está en contacto consigo mismo sólo indirectamente, como sumisión a la vida congelada en los ídolos.[7]

Marx lo expresa de otro modo al término del “Capítulo I” de El capital (El carácter fetichista de la mercancía):

Se modifica la forma de la madera, por ejemplo, cuando de ella se hace una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra a la escena como mercancía, se trasmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar.[8]

La enajenación del trabajo fue tolerada durante el siglo XX a cambio de salarios crecientes, estabilidad laboral, consumo de masas y una fuerte penetración cultural a favor del individualismo. Sin embargo, ante la creciente interdependencia de los mercados, la globalización y la preminencia del mercado sobre los derechos sociales, los logros del siglo XX tienden a diluirse en el siglo XXI.

La globalización era avizorada por Marx en el Manifiesto Comunista del siguiente modo:

Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar del aislamiento y la autarquía de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material como a la intelectual.[9]

Como señalamos antes, en este siglo XXI las crisis económicas y la polarización social han facilitado el auge de los hipernacionalismos. Las discusiones principales giran en torno al papel que debe desempeñar el Estado y a las explicaciones sobre crisis “importadas” (como lo reiteraba Felipe Calderón con respecto de la crisis del 2008 en México) o nativas. La explicación marxista va en el sentido de un planeta capaz de producir cada vez más, pero sin que ello resuelva las carencias y necesidades de la inmensa mayoría de la población. Es el avance de las fuerzas productivas obstaculizado por las relaciones de producción capitalistas. Al respecto, Marx dice:

Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros […]

Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno periódico, plantean, de forma cada vez más amenazante, la cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa. Durante cada crisis comercial se destruye sistemáticamente, no sólo una parte de los productos elaborados, sino incluso las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la sobreproducción.

Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar al feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía […]. La burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros.[10]

Sin embargo, la indignación social alimentada por el aparato teórico y metodológico del marxismo contribuyó a formar contrapesos al poder económico. ¿Marx ha ayudado a salvar al capitalismo?

Si entendemos que la lucha de clases implica una contrafuerza a la concentración y centralización del poder económico, la respuesta puede ser positiva. En cambio, si consideramos que el pago al trabajador no ha superado el que representa el valor de su fuerza de trabajo, el de la adquisición de los medios para la propia reproducción de esa fuerza, entonces la polarización social no tiene obstáculos. En este sentido, las mejoras sociales durante gran parte del siglo XX pudieron salvar al capitalismo, pero la liberalización plena de los mercados y el sometimiento del Estado a los intereses de los grandes empresarios tienden a profundizar las crisis y la inviabilidad del sistema. La defensa a ultranza del libre mercado termina por favorecer las crisis mayores del capitalismo.

 

Y en México y América Latina, ¿qué caso tiene el marxismo?

América Latina es una síntesis de la historia y de las contradicciones del planeta entero. Es la región que cuenta con un pib per cápita más cercano al promedio mundial: 16,583 contra 17,913 dólares anuales (en paridad de poder de compra en dólares del 2018), lo que equivale a 93 por ciento del promedio global. En otras palabras, si el ingreso del mundo estuviese repartido igualitariamente, ese mundo tendría condiciones similares a las de América Latina. Sin embargo, en su interior es la región más desigual del planeta, lo que significa que, a pesar de tener condiciones promedio comunes con las del mundo, la mayor parte de su población está en la pobreza, mientras que una pequeña élite puede vivir en condiciones similares o superiores a aquéllas con las que cuentan los grupos de ingreso superiores en los países más ricos del globo.

La desigualdad latinoamericana se acompaña de la superposición de múltiples formas de producción, tecnologías y culturas al interior de cada sociedad. La escuela estructuralista de la Comisión Económica para América Latina (cepal) ha considerado a los países de esta región como heterogéneos y especializados, a diferencia de los llamados países centrales, caracterizados por ser homogéneos y diversificados. Por esto la cepal refiere que los países centrales sustituyen constantemente sus tecnologías, actualizándolas en función del propio desarrollo científico técnico. En América Latina, en cambio, se traslapan formas de producción de todo tipo, desde las más tradicionales (y en algunos casos arcaicas) hasta las que emplean las tecnologías más desarrolladas. En cuanto a la diversificación de sus economías, en los países centrales se genera una gran variedad de bienes, tanto de consumo como de capital; mientras que en América Latina la producción se especializa en ciertos bienes de consumo, y es marginal la de bienes de capital o de tecnología propia.

Lo anterior supone una particularidad de la región: a diferencia de las economías más desarrolladas, América Latina mantiene múltiples formas de producción precarias y una alta dependencia tecnológica; pero a diferencia de las regiones más pobres del planeta, cuenta con una amplia producción manufacturera (incluso de alta tecnología) y con estratos socioeconómicos medios altamente significativos que reproducen formas de consumo similares a las de países más desarrollados. En otros términos, en América Latina coexisten formas de producción predominantemente capitalistas con una multiplicidad de otras formas de organización que van desde lógicas semi–feudales hasta estructuras cooperativas y solidarias, aun en grandes industrias.

Bajo tales circunstancias, el traslado mecánico de las argumentaciones clásicas del marxismo al entorno latinoamericano implica el desdén de sus particularidades históricas y sociales. Sin embargo, la negación de tales argumentaciones significa el abandono de una de las tradiciones críticas que pueden explicar mejor la polarización social y económica que vive la región. Lo fundamental está entonces no en aceptar o negar acríticamente el valor que tiene el marxismo para entender nuestras realidades y generar posibilidades alternativas, sino en abordar los alcances y límites que tiene en nuestras propias circunstancias.

En el caso específico de México, 1) si partimos de la lógica de clases definida en función de la posición en el trabajo; y 2) si ubicamos a) a los empleadores como aquellos que disponen de los medios para emplear la fuerza de trabajo de otras personas; b) a los trabajadores por cuenta propia como aquellos que no están subordinados a un tercero, pero que tampoco poseen trabajadores a su servicio; c) a los subordinados como los asalariados que se suman a quienes aun sin percibir un salario dependen de un empleador (comisiones, propinas, etc.), y finalmente d) a los trabajadores sin pago (principalmente familiares), la estructura al tercer trimestre de 2019 sería la que se muestra en la tabla 3.1.

Conforme al tabulador de esta tabla, los empleadores representan 4.8 por ciento de la población ocupada, en tanto que los asalariados abarcan 64.2 por ciento de los trabajadores. Hasta aquí la distinción marxista de clases sociales resulta consistente con la estructura del empleo en México. Sin embargo, 74.6 por ciento de los empleadores se ubica en micronegocios (unidades económicas de hasta cinco trabajadores, salvo en la industria manufacturera, en la que se consideran hasta quince trabajadores), y 16.2 por ciento está en unidades agropecuarias. Sólo uno de cada diez sería un patrón en empresas pequeñas, medianas, grandes o no especificadas.

Lo anterior lleva a una afirmación que parecería un contrasentido: la mayoría de los empleadores cuenta con remuneraciones sumamente reducidas. De hecho, 1.4 por ciento de ellos no percibe ingresos (dueños de pequeñas parcelas agrícolas en donde laboran sus familiares); 13.7 por ciento tiene ingresos iguales o menores al salario mínimo; 22.7 por ciento percibe de uno a dos salarios mínimos; 28.4 por ciento, de dos a tres salarios mínimos, y 20.2 por ciento, de tres a cinco salarios mínimos. Sólo 13.7 por ciento de los empleadores (293,828 personas) obtiene ingresos mayores a cinco salarios mínimos, es decir, más de 15,500 pesos mensuales, al tercer trimestre de 2019. Únicamente en los medianos y grandes establecimientos predominan los ingresos superiores de los empleadores.

Lo anterior conduce a un matiz importante: no son los empleadores en su conjunto quienes detentan una posición privilegiada en la estructura distributiva del ingreso, sino que son solamente los empleadores de unidades económicas medianas y grandes. En términos de la estructura distributiva, los empleadores agropecuarios (en su gran mayoría), así como los micro y pequeños, se encuentran en situaciones equiparables a los asalariados.

En efecto, 17.5 por ciento de los asalariados percibe ingresos equivalentes a, cuando mucho, un salario mínimo; 44.1 por ciento percibe de uno a dos salarios mínimos; 23.2 por ciento, de dos a tres salarios mínimos; 10.8 por ciento, de tres a cinco salarios mínimos, y sólo 3.9 por ciento más de cinco salarios mínimos. La estructura es notoriamente más precaria que en el caso de los empleadores. Aun así, 14.7 por ciento de los asalariados cuenta con remuneraciones que son superiores a las que percibe 64.8 por ciento de los empleadores. En un sentido inverso, 33.8 por ciento de los empleadores obtiene más ingresos que 85 por ciento de los asalariados.

El traslape en la esfera distributiva entre las condiciones de ingreso de empleadores y asalariados permite intuir que la enorme concentración del mercado en manos de unas cuantas empresas termina por afectar gravemente a la mayoría de los empleadores y asalariados por igual. En otras palabras, en México no es sólo el papel en la producción lo que determina los ingresos, la reproducción social y la vida cotidiana de los trabajadores, sino que influye también su papel de dominio o de subordinación en las estructuras de distribución del ingreso, de la riqueza y de la concentración de los mercados.

 

Conclusión y comentarios finales

Curiosamente, un traslado mecánico del pensamiento marxista a nuestra situación histórica y geográfica actual implica una negación del propio marxismo como teoría y en cambio supone su adopción como dogma. Por otra parte, una recuperación auténtica del marxismo supone considerar sus alcances y límites en una sociedad como la mexicana del siglo XXI, en tanto implica una valoración de todo aquello que ha desarrollado con una inmensa riqueza teórica, metodológica, conceptual y empírica, para interpretar las condiciones de desarrollo de las sociedades contemporáneas. Al mismo tiempo se requiere cuestionar el conjunto de elementos que no han sido constatados por la historia, así como aquellos que deberían ser reinterpretados para poder mantener la vigencia de un pensamiento revolucionario cuya significación mayor ha sido el cuestionamiento del individualismo económico y la justificación de la desigualdad y del empobrecimiento social. La vigencia del marxismo pasa también por la posibilidad que tengamos de interrogarlo, de adaptarlo a circunstancias diversas y de no convertirlo en letra muerta.

La cuestión distributiva es fundamental; pero lo es más el sentido de la dignidad humana, que está por encima del trabajo que se realice en la esfera del mercado. En términos de Erich Fromm:

La crítica principal de Marx al capitalismo no es la injusticia en la distribución de la riqueza; es la perversión del trabajo en un trabajo forzado, enajenado, sin sentido, que transforma al hombre en un “monstruo tullido”. El concepto del trabajo de Marx, como expresión de la individualidad del hombre, se expresa sucintamente en su visión de la abolición completa de la sumersión del hombre en una sola ocupación durante toda su vida. Como el fin del desarrollo humano es el del desarrollo del hombre total, universal, el hombre tiene que emanciparse de la influencia paralizadora de la especialización.[11]

En suma, el marxismo ha desarrollado grandes aportes, entre los que cabe enunciar:

  • La articulación entre filosofía, sociología, ética y economía.
  • La recuperación del papel orgánico de la economía.
  • La producción como base de la creación de la riqueza y de la teoría del valor–trabajo.
  • La teoría de la plusvalía (plusvalor).
  • La internalización de la tecnología (estudio de la composición orgánica).
  • La crítica al fetichismo de la mercancía.
  • Los ciclos de reproducción del capital.
  • El método de la economía política.
  • La organización político–sindical.

Sin embargo, a la luz de la historia, cabe debatir en torno a otros tantos puntos sobre los que el mundo actual requiere reinterpretaciones plurales y tal vez sincréticas:

  • El debate sobre el trabajo productivo e improductivo.
  • La tendencia descendente de la tasa de ganancia.
  • La distinción entre desarrollo y subdesarrollo a partir de los aportes de la cepal y de la teoría de la dependencia.
  • El papel del Estado en la economía (¿instrumento, sujeto propio, autonomía relativa, relación social?)
  • La estructuración de las clases sociales (que aquí hemos bosquejado brevemente para el caso mexicano).
  • La tendencia a la pauperización de la clase obrera frente al fordismo, al keynesianismo y a la constitución de regímenes de bienestar universalistas (como en el caso de los países escandinavos) aun dentro del capitalismo.

 

Fuentes documentales

ENOE–INEGI, tercer trimestre, 2019. https://www.inegi.org.mx/contenidos/programas/enoe/15ymas/doc/resultados_ciudades_enoe_2019_trim3.pdf Consultado 21/XII/2019.

Fromm, Erich, Marx y su concepto del hombre, Fondo de Cultura Económica, México, 1962.

ILOSTAT, the leading source of labour statistics, Employment by occupation – ILO modelled estimates, Nov. 2019, International Labour Organization, noviembre de 2019, https://www.ilo.org/ilostat/faces/oracle/webcenter/portalapp/pagehierarchy/Page33.jspx  Consultado 21/XII/2019.

Marx, Karl, Introducción general a la crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid, 2008.

——   El capital. Crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid, 2017.

Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto del Partido Comunista, Fondo de Cultura Económica, México, 1973.

——  Manifiesto del Partido Comunista, Verbum, Madrid, 2019.

OXFAM, Informe 2018: Premiar al trabajo, no la riqueza, oxfam, Oxford, 2018.

Piketty, Thomas, El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, México, 2014.

Plateforme Musicale, Maxime Le Forestier – Être né quelque part (avec paroles), YouTube, 28 de mayo de 2019, https://www.youtube.com/watch?v=H-WpvJx6nfQ  Consultado 21/XII/2019.

 

 

[*] Doctor en Estructuras Productivas por la Universidad París vii, D.E.A. en Economía del Trabajo y Política Social por la Universidad París x. Profesor–investigador en el iteso. iroman@iteso.mx

 

[1].  ILOSTAT, the leading source of labour statistics, Employment by occupation – ILO modelled estimates, Nov. 2019, International Labour Organization, noviembre de 2019.

[2].  ENOE–INEGI, tercer trimestre 2019.

[3].  Véase Karl Marx, Introducción general a la crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid, 2008.

[4].  Plateforme Musicale, Maxime Le Forestier – Être né quelque part (avec paroles), YouTube, 28 de mayo de 2019, https://www.youtube.com/watch?v=H-WpvJx6nfQ  Consultado 21/XII/2019.

[5].  Véase Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, México, 2014.

[6].   OXFAM, Informe 2018: Premiar al trabajo, no la riqueza, OXFAM, Oxford, 2018, p. 76.

[7].  Erich Fromm, Marx y su concepto del hombre, Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 31.

[8].  Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid, 2017, p. 122.

[9].  Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Fondo de Cultura Económica, México, 1973, p. 159.

[10]. Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Verbum, Madrid, 2019, pp. 18–19 y 26.

[11]. Erich Fromm, Marx y su concepto…, p. 30.