La religión de las cosas en Marx

José Bayardo Pérez Arce[*]

Recepción: 21 de septiembre de 2019
Aprobación: 27 de febrero de 2020

 

Resumen. Bayardo Pérez Arce, José. La religión de las cosas en Marx. A partir de la noción de crítica de la religión, elaborada por Karl Marx, y de una propuesta de elaboración del concepto de cosa en este mismo autor, en particular desde su teoría del fetichismo, pretendo argumentar que el capitalismo ha logrado valerse de esta misma crítica para generar nuevas formas de sometimiento que abarcan no sólo a los seres humanos sino también a las cosas. Así, la praxis transformadora–emancipadora humana, para realizarse hoy, implica incluir en su proyecto la salvación de la dignidad de las cosas, como parte de la realización de la crítica y del reconocimiento de una dimensión religiosa de éstas; dimensión que también es resistencia a la fetichización.

Palabras clave: crítica, religión, fetichismo, mercancía, cosas, capitalismo, ideología, Karl Marx, ser–sin–origen, ser–sin–culpa.

 

Abstract. Bayardo Pérez Arce, José.  The Religion of Things in Marx. Based on Karl Marx’s critique of religion and his proposal of the concept of thing, and in particular on his theory of fetishism, I argue that capitalism has managed to exploit this same critique to generate new forms of submission that encompass not only human beings but also things. Thus, human transformative–emancipatory praxis, when undertaken today, needs to include in its project the salvation of the dignity of things as part of the construction of the critique and the recognition of things’ religious dimension, a dimension that also constitutes resistance to fetishism.

Key words: critique, religion, fetishism, commodities, things, capitalism, ideology, Karl Marx, being–without–origin, being–without–guilt.

 

Introducción

“La religión es el opio del pueblo. Esta frase de Marx, que ha pasado a la posteridad, marcó a la humanidad de muchas maneras. No sólo la religión, sino toda pretensión de metafísica o de un mundo sobrenatural, han sido objeto de una fuerte crítica. Las consecuencias de esta concepción de la religión —y más aún, la concepción de realidad subyacente— han llevado a la humanidad a hacer mayores esfuerzos para pensarse a sí misma y al mundo desde una perspectiva de inmanencia, es decir, sin recurrir a explicaciones sobrenaturales ni pretender una naturalidad de todo lo que hay. En otras palabras, la crítica de la religión ha exigido a la humanidad —al menos a esa parte que es heredera de la filosofía hegeliana— ejercitarse en el uso de una razón histórica: pensarse no sólo como producto de dinamismos físicos y químicos, sino también sociales, políticos e intencionales. La exigencia de liberar a la humanidad del peso de la religión ha constituido un nuevo programa de emancipación que llevaría a su cumplimiento el anhelo moderno de total autonomía, independencia y liberación del miedo por la vía racional. Sin embargo, una apresurada identificación de la religión con las formas religiosas históricas concretas que conocemos —religiones y creencias religiosas— nos ha conducido a vericuetos cada vez más complejos, pues hay algo de simulacro en lo religioso,[1] por lo que liberarnos definitivamente de las ilusiones no ha sido sino una ilusión más. La pretensión de una humanidad libre de los mitos se ha convertido en mito —evocando a Theodor Adorno y a Max Horkheimer—, es decir, nos hemos lanzado contra una realidad que al parecer no era sino señuelo, y al creernos libres de ese señuelo estamos más radicalmente inmersos en una realidad que no sabemos cómo enfrentar, de modo que la alternativa parece ser una inversión de la expresión de Marx, como dirá años después otro filósofo, Günther Anders: “el opio es la religión del pueblo”. Pasar de la “religión es el opio del pueblo” a “el opio es la religión del pueblo” no implica contradicción, sino ratificación de la primera por la segunda, en el sentido de que evidencia que la crítica de Marx no se dirigía sin más a una mera forma histórica de creencia, sino a toda una lógica que, en seguimiento de la figura del narcótico, tiene, ya sea un tremendo poder enajenante y de separación y negación de la realidad, ya sea un poder de habilitación de la capacidad de abrir posibilidades que le permiten sobreponerse a la dureza de la realidad. En otras palabras, una Aufhebung en forma: negar el mundo o abolirlo–superarlo (o alterarlo, volverlo otro, impregnarlo de la presencia de otro en una tensión entre lo mesiánico y lo histórico, entre la doble negación sartreana y lo utópico).

En continuidad con este análisis marxiano de la religión propongo colocar otra expresión de Marx, extraída del mismo texto que la anterior (Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel), como complemento dialéctico de la afirmación de la religión como opio del pueblo, a saber, “la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica”. La pertinencia de esta afirmación en el contexto contemporáneo puede constatarse de manera más clara al considerar cómo la economía ha sustituido a la religión (Jean–Pierre Dupuy) o, incluso, cómo el capitalismo es una forma de religión (Walter Benjamin). Asimismo, Danièle Hervieu–Léger ha hecho notar cómo algunos de los rasgos culturales más destacados de la época (por ejemplo, el deporte) se han configurado como fenómenos con forma religiosa. De ahí que realizar la “crítica sin reservas de todo lo existente” implica pasar por la crítica de la religión; en primer lugar, por ser ésta la figura por excelencia de lo que se pretende inaccesible y sustraído a toda crítica, y, en segundo lugar, porque no se restringe a las religiones institucionalizadas como tales, sino que se dirige a todo cuanto asume sus formas, lógica y funciones. De este modo, dada la relevancia de lo religioso —en sus distintas manifestaciones— en la estructuración de la sociedad, la tarea propuesta por Marx en relación con la religión y a partir de ella, ha de realizarse como una “crítica [que] no tiene miedo de sus resultados, así como tampoco del conflicto con las fuerzas presentes”.[2]

No obstante, como ya se exponía al inicio, la crítica misma no está a salvo de convertirse en otra forma de ilusión religiosa, a modo de fetiche, que termina por operar en función de algo distinto a la emancipación buscada, como lo constata Marx: “El hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad religiosa. No se vio liberado de la propiedad. Obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial”.[3]

Aquí la diferencia entre proceso y producto resulta esencial para no obviar que la libertad —entendida como aquello que se obtiene a partir de un proceso — no equivale ni sustituye a la liberación —entendida como el proceso—, en tanto la primera tiende a ser una abstracción, y la segunda, una tarea de praxis histórica. La expresión de Marx apunta a que el hombre no fue liberado de la enajenación, sino que más bien le fue dada la libertad de enajenarse —o, mejor dicho, de escoger su enajenación—, lo que constituye una preparación adecuada de la subjetividad para el funcionamiento del mundo configurado como mercado, en donde la vida es una mercancía más. La libertad —de “escoger”— que se propone en este contexto de mundo–mercado se contrapone al proceso de liberación, de manera que, mediante el régimen de las cosas que cada vez son más necesarias para vivir, los sujetos quedan más sujetados por el sistema de la mercancía. La vida gira en torno a las cosas y no alrededor de una gran finalidad, lo que en términos de Marx consiste en el gran movimiento del capital, que no es sino la reproducción de sí mismo y que, por carecer de otra finalidad, no tiene un fin último, sino sólo el reproducirse a sí mismo. De ahí que las cosas sean —en un sentido que pretendo sostener marxista— la forma visible, la máscara, de ese gran proceso paradójicamente autorreproductivo y autodestructivo que es el capitalismo como religión, y que ya no es reforma del ser, sino su despedazamiento, tal como declara Benjamin en su texto Capitalismo como religión. En este sentido se orienta lo que Marx llama, en uno de sus posibles sentidos, “religión”.

Ahora bien, acometer la tarea de hablar sobre “la religión de las cosas en Marx” entraña al menos dos labores: la primera consiste en explicar lo que Marx entiende por religión, y la segunda, algo más complicada, dilucidar qué es la “cosa”, o mejor, qué son “las cosas en el pensamiento de Marx”, ya que este último tema ha contado con menor atención reflexiva.

 

Religión y crítica de la religión en Marx

Para comprender la concepción de la crítica marxista en torno a la religión es necesario entender, aunque sea de manera elemental, el concepto de ideología. 

En la ideología, en principio basada en la pre–marxiana distinción entre la realidad y su representación, esta última funge como mediación imaginaria del vínculo entre los hombres y la realidad; mediación que simultáneamente altera y determina, tanto la actividad de los seres humanos realizada en el mundo, como el conocimiento humano de ese mundo. Como representación, la ideología es una objetividad fantasmagórica, no en el sentido de que exista una realidad distinta a la material, sino de que no se identifica con elementos materiales tangibles, aunque sí está constituida por las relaciones sociales entre los hombres. Para Marx, las ideas no tienen existencia independiente de las relaciones sociales, sino que son su expresión y producto. Lo contrario, la afirmación de la autonomía de las ideas con respecto del mundo histórico, es lo que afirma la ideología. Puesto en otros términos, el viejo problema que plantea la pregunta “¿cómo aplicar la teoría en la práctica?” es un problema típico de la ideología, pues Marx diría que debemos preguntarnos “¿de qué práctica, de qué forma de relaciones sociales, es expresión esta teoría?” Si la ideología establece y determina nuestras relaciones sociales y objetivas —es decir, si hace de las relaciones sociales relaciones objetivas absolutas y niega aquellas que subyacen a las relaciones objetivas—, la ideología tiene una función social y epistemológica muy importante en la construcción —y constitución, dirán los fenomenólogos— del mundo en que vivimos.

Años después de Marx, Louis Althusser dirá que gracias a la ideología somos sujetos, ya que es sujetos a ella y por ella que somos reconocidos como tales. Sin embargo, al ser la relación imaginaria con las condiciones reales de existencia (Althusser), la ideología suele fungir como mediación de encubrimiento o distorsión de lo que en realidad ocurre, del estado real de las cosas. Esto no implica en forma inmediata que lo opuesto a
la representación sea lo real, sino que la representación o el aparecer, en tanto ideológicos, distorsionan las relaciones históricas de manera que mantienen un orden de poder. Mientras más autónomas e independientes nos aparecen las ideas y representaciones del mundo, más expuestos estamos a ser sometidos mediante una falsa conciencia. La crítica de esta apariencia o representación de las cosas y de las ideas que tenemos del mundo es esencial para conocer las relaciones sociales y de producción que hacen al mundo en cuanto tal. Por eso Marx no propone una actitud meramente escéptica ni crítica en términos de límites de facultades con respecto a nuestra capacidad de conocer el mundo al estilo de Immanuel Kant o René Descartes. Antes bien, la perspectiva materialista histórica exige que el conocimiento sea social y políticamente crítico. En otros términos, es una praxis reveladora y,
más aún, transformadora. Como lo afirma en sus Tesis sobre Feuerbach, si la vida social es, en esencia, práctica, todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica (viii). Por ello los filósofos no han de limitarse a interpretar de diversos modos el mundo, sino que deben, ante todo, transformarlo (xi).

Por consecuencia, si el conocimiento no es histórico —es decir, social y político—, no será sino un engaño. De ahí que, por ser la religión para Marx una de las tantas formas de ideología y, como tal, un producto histórico, ella puede influir también sobre las transformaciones sociales.[4] En alguna de sus acepciones, sobre todo en su fase aún feuerbachiana, Marx consideraba a la ideología como un “conjunto de ideas y representaciones […que son] imagen invertida de las relaciones sociales, en la que son esas ideas y representaciones las que determinan la historia real”,[5] aunque en la realidad sean las relaciones y personas las que determinan tanto la historia como las ideas.

Ahora bien, el interés de Marx en realizar una crítica de la religión —más allá del contexto de la polémica con Bruno Bauer respecto a la cuestión judía (es decir, sobre la posibilidad de una emancipación religiosa, con o sin una emancipación política)— puede quedar reflejado más claramente en el siguiente texto extraído de su Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel:

El hombre es su propio mundo, Estado, sociedad; Estado y sociedad que producen la religión, [como] conciencia tergiversada del mundo, porque ellos son un mundo al revés. La religión es la teoría universal de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica popularizada, su pundonor espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento de solemnidad, la razón general que lo consuela y justifica. Es la realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad. Por tanto, la lucha contra la religión es indirectamente una lucha contra ese mundo al que le da su aroma espiritual.[6]

Criticar la religión no tiene como propósito específico su destrucción —lo que equivaldría a lanzarse de manera feroz contra una fotografía del enemigo mientras que éste se mofa desde otro lugar—; por el contrario, criticar la religión pretende hacer posible una crítica real de la política y la economía, escudadas debajo y detrás de lo religioso. Se trata más de una superación que de una destrucción (aunque el término Aufhebung comprende ambos; pero debido al carácter dialéctico, lo último no sería sino la superación), como el mismo Marx lo indica:

La crítica de la religión desengaña al hombre, para que piense, actúe, dé forma a su realidad como hombre desengañado que entra en razón; para que gire en torno a sí mismo y, por tanto, en torno a su sol real […] tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de la historia es [ahora] establecer la verdad del más acá. […] La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política.[7]

En palabras de Georg Lukács, la religión es la lógica del mundo en su forma popular; es representación de ese mundo. De ahí que, en su calidad de teoría general del mundo, la religión es, de entre las formas de ideología, aquella cuya crítica puede ser más significativa y crucial. Por tanto, “la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica”.[8] Develar y criticar la lógica y la teoría general de un mundo, del espíritu que le proporciona una mística, debe dar pie a un desmontaje de ese mundo al reconocer las relaciones históricas que sostienen el montaje con apariencia de naturaleza e, incluso, de derecho que le han permitido llegar a ser.

He postulado que la crítica de Marx no se propone la destrucción de la religión. Esto se debe a que en su condición de forma ideológica no funge sólo como mediación de dominio, sino que también puede ser expresión de lo otro del discurso, de aquello que no puede ser expresado o pensado a veces de forma explícita o que no tiene lugar sino bajo la forma de anhelo (como decía Horkheimer). “La miseria religiosa es a un tiempo expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real. La religión es la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas embrutecido. Es el opio del pueblo”.[9] Aunque esta última expresión suele ser empleada más como argumento en contra de la religión, dado el conjunto de situaciones que le preceden en el texto —miseria real, queja de la criatura en pena, sentimiento de un mundo sin corazón, espíritu en un estado de cosas embrutecido (atributos que no son fácilmente tolerables y para nada deseables)—, podríamos considerar posible que más que una crítica, sea una razón para no desecharla del todo. De hecho, es mi convicción que la religión en el pensamiento marxiano es la expresión de la criticabilidad de toda obra humana, por lo que criticar a esta última implica conservar intencionalmente una realidad criticable para no dar por descartada ni dejar en el olvido la importancia de la tarea de la crítica. Pienso que quizá la función del tótem en la película Inception haya sido la misma.[10]

Un dato relevante de la crítica de la religión emprendida por Marx es que se mantiene fiel a su perspectiva social y general, por lo que no la conduce ni la reduce al mero ámbito del individuo particular, aunque sí se ocupa de él. Así lo plantea: “La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre y, por tanto, en el imperativo categórico de acabar con todas las situaciones que hacen del hombre un ser envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable”.[11] El objetivo de lo genérico es salvar lo concreto, no al revés, pero sin que los individuos concretos pretendan ocupar en su particularidad el lugar de lo genérico.

En razón de esta intencionalidad emancipadora y dignificadora es necesario dar un paso más en nuestro análisis y pasar de la crítica de la religión a la crítica de las cosas. Al respecto dice Marx: “En la producción material, en el verdadero proceso de la vida social —pues esto es el proceso de la producción— se da exactamente la misma relación que en el terreno ideológico se presenta en la religión: la conversión del sujeto en el objeto y viceversa”.[12] De hecho, según propone la segunda de las dos constataciones de las que partió esta reflexión, la dinámica propia del mundo del trabajador sigue la misma lógica de la religión de tipo sacrificial criticada por Marx: “Con respecto al trabajador que, mediante el trabajo, se apropia de la naturaleza, la apropiación aparece como enajenación, la actividad propia como actividad para otro y de otro, la vitalidad como sacrificio (Aufopferung) de la vida, la producción del objeto como pérdida del objeto en favor de un Poder extraño”.[13]

 

Las cosas en Marx

En su libro Communism for Kids Bini Adamczak asegura que el capitalismo es el sistema económico donde las cosas gobiernan a las personas.[14] Para ilustrar esta idea basta recordar que, a partir de una concepción de trabajo más ligada a la producción material, vemos cómo los desplazamientos geográficos e ideológicos de una persona ordinaria están ordenados no por una búsqueda subjetiva, sino por ir a su trabajo, a construir piezas para planchas, automóviles, etcétera, y por cumplir los estándares y metas de producción que se fijan por algo o alguien más. La mayor parte del tiempo y de la energía de las personas gira en torno a esas cosas, y si las cosas producidas dejan de ser relevantes, el efecto puede ser devastador y, sin duda, fuertemente percibido por nosotros.

El paso de la producción artesanal a la producción industrial exigió la especialización en el uso de las máquinas, con la consecuencia de que, quien dedicó su vida a especializarse en el uso de una determinada máquina, con frecuencia quedó excluido como inútil cuando ésta quedó descontinuada. Asimismo, el usuario de un vehículo tiende a configurar sus desplazamientos cotidianos en función de las condiciones y requerimientos de ese vehículo —figura aquí, desde quien puede circular sobre espacios verdes y angostos sin problema (con una bicicleta), hasta quien debe ir a la gasolinera, llantera y mecánico, e incluso sufrir el tráfico (en el caso del automóvil o autobús)—. El famoso “viernes negro” o “Black Friday”, con sus ya bien conocidas peleas y manifestaciones agresivas entre compradores, ilustra también cómo las cosas gobiernan a las personas, inclusive en un plano más emocional. Las cosas nos dictan lo que debemos hacer, no a la inversa. 

No pretendo inferir que las cosas son malas en sí, sino que en todo sistema económico donde la dimensión política, el poder de decidir y preguntar, es negado a los seres humanos concretos mientras los productos o mercancías determinan cada vez más las opciones de las personas, las cosas son las que mandan.[15] Pasamos de “el show debe continuar” a “la producción y el consumo deben continuar”.

Aunque esta referencia genérica a “las cosas” podría parecer clara, es necesario realizar un análisis más detenido para mostrar con mayor claridad qué está en juego al hablar de “cosas”. A fin de favorecer la comprensión del discurso que sigue propongo una distinción entre tipos de objeto que, aunque no fue explícitamente propuesta por Marx, puede ser útil para comprender mejor la “cosa” de la que éste habla.

De entrada, conviene aclarar que la cosa en sentido marxista no es para nada la cosa en sentido kantiano. No se trata de un noúmeno o cosa–en–sí incognoscible. Antes bien, Marx parte de lo concreto, por lo que la cosa es bien conocida debido a que es producida. La cosa es la apariencia de un mundo histórico concreto.[16] En tanto materia —recordando el interés científico de Marx—, la cosa pertenece a un mundo de objetos que es también un mundo histórico, un mundo de relaciones. Según la ubicación en el entramado de relaciones de este mundo histórico se puede hablar de objeto–naturaleza, objeto–antropológico, y objeto–mercancía.[17] Hay, no obstante, un cuarto objeto, el objeto–dinero o capital; pero éste resulta ser muy distinto y mucho más complejo que los otros tres, por lo que no me extenderé en su análisis, sino que me ocuparé de él sólo en cuanto preámbulo al objeto–mercancía.

El objeto–naturaleza corresponde a los objetos que son materia prima, que no son producidos por el trabajo humano y que a su vez son condición material de posibilidad de la obra transformadora humana. Sin materia prima no hay valor ni producto alguno. Aunque se les podría llamar cosas, de ordinario el nombre que se les designa es muy específico, en tanto materia prima o materia ajena al proceso de producción: piedras, madera, etcétera. Este tipo de objeto está casi al margen de la historia, ya que remite a ese ámbito del mundo de lo no–puesto–por el hombre, ámbito al que el mismo hombre pertenece, ya que decir “naturaleza” es un modo de decir que el individuo no es el fundamento de sí mismo.[18] Se trata de lo que originariamente constituía el ámbito de la religión. 

El objeto–antropológico es el ser humano. De hecho, fiel a la crítica feuerbachiana de la filosofía de la conciencia hegeliana, Marx ya no habla de conciencia, sino de hombre. Este cambio terminológico es importante, pues con él se consolida el giro materialista que se opone al idealismo hegeliano y se confiere importancia a otros aspectos del ser humano distintos de la mera autoconsciencia, como el cuerpo, los afectos, la sociabilidad, lo político, etcétera. Hablar de objeto–antropológico permite mantener la noción de historia, en concreto, una historia hecha por hombres que se encuentran en el mundo, sin lo cual la crítica misma propuesta por Marx carecería de sentido.

Un objeto difícilmente encuadrable es el objetodinero. “El dinero es […] no sólo un objeto, sino el objeto, de la sed de enriquecimiento [incluso] la fuente de la sed de enriquecimiento”,[19] sostiene Marx en los Grundrisse. El dinero, en cuanto forma corporizada de la riqueza respecto de todas las sustancias particulares en las que ella consiste,[20] tiene al menos tres determinaciones: como medida del valor, como medio de cambio y como existencia autónoma respecto de la circulación y que da lugar a la acumulación.[21] Conforme a esta lógica, en estadios posteriores del desarrollo del capital, lo imaginario entra en el dominio de la mercancía en la medida que se restringe la capacidad de composición imaginativa, al mismo tiempo que se comercializa el conjunto de elementos imaginables prefabricados (se venden y comercializan ideas e imaginarios listos para usarse). Quien controla lo imaginario —aún más que lo simbólico— determina el ámbito de lo posible. De ahí la proscripción de ciertas formas de locura, al mismo tiempo que se promueve comercialmente la dislocación de los referentes de sentido, claro, según convenga a las posibilidades de convertir los distintos objetos en mercancía.

El objeto–mercancía corresponde, en el contexto de la teoría marxiana, a lo que llamamos “cosas”, en razón de dos consideraciones teóricas. La primera consideración parte de que en un mundo histórico, particularmente a raíz del capitalismo, las cosas constituyen la síntesis dialéctica entre lo objetivo del objeto–naturaleza y lo objetivo del objeto–antropológico; síntesis realizada mediante el trabajo. No hablo del polo subjetivo en esta síntesis, ya que el objeto mercancía tiende a la objetividad, tanto en valor como en identidad por su autonomía con respecto del sujeto individual. En otros términos, la cosa o el producto del proceso de producción convertido en mercancía lo es a los ojos de todos y, al mismo tiempo, es negación de lo subjetivo al corporizar el trabajo abstracto. Esta distinción la hallamos en un pasaje de El capital en el que Marx asevera que

Las mercancías vienen al mundo en forma de valores de uso o cuerpos de mercancías, como hierro, tela, trigo, etcétera. Ésta es su prosaica forma natural. Mas sólo son mercancías porque son algo doble, objetos de uso y al mismo tiempo portadoras de valor. Por eso sólo se presentan como mercancías o poseen solamente la forma de mercancías en tanto que poseen una forma doble, la natural y la del valor.[22]

La segunda consideración teórica alude a un concepto posterior a Marx, pero que surge de su propio pensamiento. Me refiero al concepto “cosificación” —o “reificación”, en algunos autores— empleado por Lukács. Esta noción enfatiza la centralidad de las relaciones entre los hombres como fundamento de configuración de las formaciones sociales —o de la llamada “sociedad”—, pues el capital, según Marx, no es una cosa, sino una relación social entre personas mediada por cosas,[23] y, al mismo tiempo, la cosificación designa la inversión que ocurre mediante el proceso mismo del capital que convierte a las personas en medios de la relación entre las cosas, de manera que la socialidad del hombre queda determinada por la objetividad de las cosas, y la objetividad del hombre, por la socialidad de las cosas. Esto es, las personas socializan en la medida y forma que las mercancías lo exigen y determinan; mientras que el ser hombre es determinado por la socialización de las mercancías. En palabras menos técnicas: pueden faltar personas a una fiesta, pero no el alcohol, pues éste marca la dinámica de los encuentros, y el amor —mediante la pareja que se encuentra— es conocido a través de aplicaciones de celular y de sitios en internet. La máxima de crear valor de uno mismo se vuelve ley objetiva de la vida humana, ya que fuera del mercado no hay valor. Inclusive el valor de ser está supeditado al uso fiel del mercado mismo: “huele de este modo”, “dale esta forma a tu cuerpo”, etcétera. Las personas se tornan cosas, producto de las cosas. Insistiré una vez más en que el interés de estas observaciones es sólo señalar una dinámica social determinada por las cosas con el fin de propiciar una praxis emancipadora, y no una hipersensibilidad intolerante a toda forma de determinación exterior, la cual no escapa tampoco a la dinámica de la mercantilización.

Vemos, pues, que el objeto–mercancía —o simplemente la mercancía— es fundamental para comprender qué es la cosa en el pensamiento de Marx. En primer lugar, “la mercancía es […] un objeto externo, una cosa que por sus propiedades satisface necesidades humanas de cualquier clase […] ya surjan del estómago o de la fantasía”.[24] Así, a partir de esta identificación entre mercancía y cosa, a la pregunta “¿qué es una cosa?” podemos responder como una primera aproximación: es un objeto transformado en complemento —intencionalmente satisfactor—, primero, de necesidad; luego, de deseo y, por último, de existencia, o mejor, de no–existencia. Es complemento porque no constituye por sí mismo la necesidad ni el deseo en sí, sino su correspondencia con un mundo que los hace reales. De este modo, por vía dialéctica, las cosas constituyen el mundo, y lo que esté fuera del proceso de producción o del mercado, difícilmente “existe”. Dicho en un lenguaje heideggeriano podríamos hablar de in–der–Merkt–sein. La cosa no es la cosa–en–sí kantiana; pero tampoco es un mero objeto natural, sino lo que es en el mercado, es el ser–en–el–mercado. Por otra parte, como complemento de existencia o de no–existencia, la mercancía confiere existencia o, incluso, la base para la existencia (“consumo, luego existo”), o bien, refuerza la búsqueda de no–existencia, de no ser, de no hacerse cargo de nada, que es propia de la enajenación. En el primer caso se trata de participar de la vida, del mundo, mediante el consumo y uso de mercancías —y no sólo de su mera producción—, y en el segundo caso se trata de desentenderse del mundo, de lo que conlleva el ser sujeto autónomo mediante el consumo y uso de mercancías, al grado de dejarse llevar por el flujo de su circulación. Por momentos la consigna espiritual de “fluir”, popularizada en los últimos años, parece ser un instrumento ideológico más que adecuado para realizar este devenir mercancía.

Este efecto enajenante tiene que ver con lo que Marx llama “fetichismo de la mercancía”. Al respecto, Lukács señala:

La esencia de la estructura de la mercancía se ha expuesto muchas veces; se basa en que una relación entre personas cobra el carácter de una coseidad y, de este modo, una “objetividad fantasmal” que con sus leyes propias rígidas, aparentemente conclusas del todo y racionales, esconde toda huella de su naturaleza esencial, el ser una relación entre hombres. […] El problema del fetichismo de la mercancía es un problema específicode nuestra época, un problema del capitalismo moderno.[25]

De hecho, en el momento en el que un objeto “se presenta como mercancía se transforma en un objeto sensiblemente suprasensible”,[26] es decir, un objeto cargado de carácter místico que no surge del valor de uso ni del contenido de las determinaciones de valor, sino de la forma misma de la mercancía. En otros términos, este carácter místico no existe de manera objetiva en el producto del trabajo, sino sólo en el ámbito de las relaciones de intercambio. Un objeto no puede ser mercancía si no es objeto de intercambio, si no forma parte de un sistema de valor. En conexión con esto, Marx expresa: 

Lo misterioso de la forma mercancía consiste, pues, sencillamente en el hecho de que les refleja a los hombres los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres objetivos de los productos del trabajo, como propiedades naturales sociales de estas cosas, y, por tanto, también refleja la relación social de los productores con el trabajo total como una relación social de objetos, existente fuera de ellos. Gracias a este quid pro quo los productos del trabajo se transforman en mercancías, objetos sensiblemente suprasensibles o sociales. […] La relación social determinada de los mismos hombres, […] adopta aquí la forma fantasmagórica de una relación entre cosas.[27]

Así, en el fetichismo los productos humanos aparecen como dotados de vida propia, autónomos, independientes, en relación entre sí y con los hombres. De este modo, la cosa, definida al inicio por la operación
—trabajo— y después en la forma de mercancía, es negación de la misma relación que está en su origen y constituye su origen. Por el fetichismo de la mercancía la cosa se independiza del trabajador —su creador—, en tanto éste es genérico, sustituible por cualquiera. Por ello es que, aun cuando se deba afirmar el trabajo creador —su carácter productor, que implica la intervención del trabajador—, en última instancia “toda reificación —cosificación— es un olvido”,[28] como apunta Horkheimer. La cosa es la materialización de un olvido. La cosa es olvido objetivo, materializado. No es medio de olvido, sino medio de difusión y posicionamiento del olvido en las relaciones sociales y en la vida cotidiana.

El fetichismo oculta las relaciones materiales que constituyen el origen de la cosa y, a su vez, establece un orden específico de relaciones sociales y objetivas como condición de un ser–sin–origen —piénsese en el hecho de que nos hallamos frecuentemente con la impresión de que las cosas “siempre han sido así” o “simplemente se configuraron así de modo espontáneo”, recordando que Gramsci ya criticó la pretensión de espontaneidad—. La “cosa” ordinaria es ser sin origen; ser en tanto valor, cuyo valor nos aparece como algo ajeno a nosotros. Se sabe el material, pero se niega u omite la relación que es su origen. Así pues, la cosa es atea, no en sentido teórico, sino estrictamente práctico.[29] He ahí la relevancia de la paradójica expresión “religión de las cosas”. Es una religión (en tanto expresión de la lógica general de un mundo) que se basa en la culpa–deuda[30] (Benjamin) y en el olvido, tanto de la relación que establece esa culpa, como de la relación que podría liberar de ella. En términos de Marx, es la religión de la libertad del egoísmo, mas no de la liberación de él.

Por otro lado, el fetichismo tiene otra característica en positivo que consiste en conferir un poder de carácter no objetivo, es decir, que “hacer de algo un fetiche, o fetichizarlo, es investirle de poderes que en sí no tiene”.[31] Las cosas, en tanto mercancías, aparecen provistas de un poder envidiable para el hombre contemporáneo: son sin culpa, son deseadas sin esfuerzo, incluso se convierten en modelo de perfección. Desde hace años vivimos lo que Anders ha llamado “vergüenza prometeica”, es decir, experimentamos cierta vergüenza cuando nos comparamos con los productos que elaboramos, dado que nos superan no sólo en posibilidades y potencialidades, sino también en perfección: es la vergüenza por no ser una cosa.[32] La inversión en el orden de referentes es síntoma de esto, ya que cada vez resulta más común decir de alguien “parece una muñeca o un maniquí” para afirmar su belleza, armonía y perfección estética, que decirlo de manera inversa. Las cosas tienen un poder envidiable:

Por ejemplo, los aviones vuelan. Por supuesto que no. El piloto vuela usando el avión. Solamente los pájaros pueden volar por ellos mismos. Pero prescindimos del sujeto piloto. Ahora los aviones vuelan, los autos corren, las máquinas trabajan, hasta el dinero trabaja. El capital es productivo. Hasta las máquinas nos cobran ingresos. Sus representantes son los cobradores. Cobran por el trabajo de sus aviones, aunque los ingresos cobrados no los entregan a los aviones, sino que se los meten en sus propios bolsillos. El mundo se vuelve mágico. Las cosas se mueven, el hombre es arrastrado. Las cosas tienen un alma, tienen amor en sus entrañas. A esta magia Marx la llama fetichismo.[33]

Esta magia designa un poder que aparentemente está cada vez más lejano de crecientes masas de seres humanos, cuya vida se parece más auna pieza de engranaje que a una existencia humana; mientras las cosas se vuelven inclusive centro del afecto —apego a las pertenencias— y circulan con más libertad que las personas (nótese que el flujo de mercancías entre países es menos difícil que el de personas). “Libres son las cosas; no libre es el hombre”.[34] Ese poder de ser, de ser viviente, parecería haber sido usurpado por las cosas.

Las cosas no sólo gobiernan la vida de las personas, sino que, mientras nos llevan a la desilusión respecto de toda realidad, se nos presentan como las detentoras del poder seductor. De esta manera, sea como ser–sin–origen, sea como objetos detentores del poder de ser, ser–sin–culpa, ser–deseable, las cosas se muestran como negación en varios sentidos.[35]

Las cosas son la forma concreta de la negación en nosotros o a nosotros. El concepto de cosa sería el concepto universal de la negación, en tanto podemos constatar cómo la compra de objetos ofrecidos por el mercado no sólo dista de ofrecer algo concreto (como la felicidad, que sigue siendo un abstracto), sino que evidencia nuestra carencia de lo ofrecido, si no es que también crea esa carencia. La serena inconsciencia de comer una manzana sólo por comerla ha sido sustituida por la amarga experiencia de comprar y comer una manzana con la desazón de no saber qué sentido tiene hacerlo, en especial cuando su contribución para el gran objetivo de la felicidad abstracta es prácticamente nula. Es decir, la pretensión de hallar un sentido a un gesto sentido (esto es, propio de la sensibilidad) absorbe y aniquila lo sentido. Como ejemplo tenemos la gran interrogante acerca la sexualidad: si
lo sentido tiene o no un sentido o si debe o no tenerlo. Las cosas corporizan el “no a mí”. De ahí la insatisfacción en la satisfacción obtenida. 

La cosa es la forma concreta de la negación; pero no de lo que está fuera de alcance del trabajo humano, sino la negación de la posibilidad de ser fuera de él o del sistema de valor. “Fuera del Mercado no hay salvación, no hay ser”. Es la absorción por el modelo, por la forma y,más en específico, por la forma del intercambio. Conforme las formas de relación social se reducen a una sola o a un solo modelo, el del intercambio, se reducen las posibilidades de ser y de vivir de otro modo. En varias regiones del planeta, cada día se vuelve más difícil —si no es que imposible—vivir sin ser parte de la cadena productiva, al grado de que se criminaliza o se desecha a los inútiles e improductivos, o se rechaza a quienes no participan de la lógica del trabajo.

La cosa es la negación de la igualdad como principio de todo valor o significado. Esto no ocurre de inmediato, pues un objeto conserva el valor de uso en cierta medida, pero conforme más se realiza el proceso del intercambio y de reproducción, más se acelera este proceso de identificación como negación. Esto se puede ilustrar en el caso del arte. El “aura” propia de la obra de arte —el aquí y ahora que forma parte de su creación—, según apuntaba Benjamin, se pierde conforme la reproducción de la obra se instituye y se realiza de forma mecánica y en cantidad creciente. Así, lo significativo de lo “único” en Occidente, conforme al modelo del individuo egoísta, desaparece en la medida que se reproduce —aunque cabe precisar que Oriente, dado que maneja otra concepción de la obra de arte, tiende a considerar más su perpetuación por la reproducción—. Hablamos, pues, en el caso occidental, de la mercancía transformada en precio. La igualdad no cuenta en la religión de las cosas para afirmar un valor. De hecho, la igualdad no es un dato de las cosas, sino que es como virtualidad, como algo que será producido por el capitalismo y sólo en orden a hacer funcionar el sistema de intercambio y consumo —igualdad de posibilidades de consumo, igualdad de destino: ser el otro, ser uno mismo—, siempre y cuando se mantenga la condición de falla o fracaso, o dicho más técnicamente, como mero ideal teórico. La igualdad nunca es un objetivo del capitalismo, sino una condición ideológica de su funcionamiento. No obstante, esta igualdad presupone otras desigualdades ordenadas por el valor, pues puede lidiar con la igualdad política en la medida que facilita el proceso de circulación de las mercancías y del capital, pero no puede aceptar la igualdad económica. Por algo se habla tanto en el capitalismo de democracia política; mas resulta aberrante plantear siquiera la idea de una democracia económica. Para la religión de las cosas, la igualdad no puede ser un axioma de partida, sino un producto más de ella: la igualdad en participar de la culpa, o dicho de otro modo, de la deuda.

En esta religión de las cosas no hay igualdad posible como fin ni como principio, sino como medio; por tanto, se trata de una mera virtualidad, una suposición operativa. En síntesis, pura ideología. En la religión de las cosas, la igualdad es sólo un instrumento más en el proceso de auto–reproducción del capital.

Aunque Marx se enfoca claramente en el dinero en un primer momento y, después, lo hace en el capital, la cuestión de las cosas no es secundaria. Un texto extraído de Sobre la cuestión judía reza:

El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en una mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él.[36]

Lo que Marx declara en este texto sobre el dinero ofrece un referente significativo para comprender, tanto su crítica de la religión como el papel que desempeñarán las cosas en tanto mediación del poder del capital; mediación que opera negándonos el poder–ser, el ser–sin–culpa, el ser–fuera–del–mercado. Nuestra aparente necesidad de las cosas para ser o existir en este mundo es más real, incluso en un plano inconsciente, de lo que pensamos. Aunque conscientemente no sea el culto dirigido al dinero sino a las cosas, es la misma lógica de las cosas y es su “vida” la que tiende a regir la nuestra. Así opera la ideología y no es fácil romperla y salir de su “hechizo”.

Conclusión

Al considerar cómo del objeto–naturaleza, el ámbito más originario de la religión, se pasa al objeto–mercancía mediante el proceso de la producción, el análisis del fetichismo de la mercancía nos permite visualizar más claramente un fenómeno específico del capitalismo tardío: el devenir de la religión en religión de las cosas. Y si las cosas son la forma de la negación y de la difusión y posicionamiento del olvido, del olvido del hombre y de la historia, tenemos una religión que da culto a las cosas, aunque dice desapegarse de ellas; pero que aun en los casos en los que en realidad llega a hacerlo suele desentenderse de las condiciones reales de existencia de los seres humanos. Se trata deuna religión que se ha mostrado muy provechosa para elevar la productividad y el rendimiento de los llamados “recursos humanos”, sea en las empresas o en las formas contemporáneas de autoempleo, outsourcing, etcétera, así como para mantener la circulación del capital, en especial mediante la deuda, una de las más despiadadas formas de ejercer el poder sobre las personas hoy en día. No es de extrañarse que cada vez un mayor número de personas tomen distancia de las creencias, mientras insisten en su deseo y necesidad de creer. Creer sin creencias. Esta práctica, supuestamente espiritual, no podría ser más cercana a la religión de las cosas propiciada por el capitalismo. Así lo expresa Giorgio Agamben comentando un texto de Benjamin: “El capitalismo es una religión en la que el culto se ha emancipado de todo objeto, y la culpa, de todo pecado; por tanto, de toda posible redención. Así, desde el punto de vista de la fe, el capitalismo no tiene ningún objeto: cree en el puro hecho de creer, en el puro crédito, o sea, en el dinero”.[37] Deshacerse de los contenidos, en tanto falibles, determinados y sesgados políticamente, ha sido un modo de aniquilar la posibilidad de formar un cuerpo político, de universalizar la forma de la cosa como negación y de recluirnos en una relación sin salida ni redención. Negamos la relación que nos esclaviza, pero también la que podría liberarnos.

No se trata sólo de cambiar la conciencia en el sentido popular que se le da hoy —casi siempre en sentido ambiguo— o en el que Marx inicialmente se propuso “restituir a los problemas religiosos y políticos una forma humana consciente de sí”; sino que ha de llevarnos a la praxis transformadora, o más aún, a que la praxis sea crítica y práctica; que transforme la realidad y el pensamiento. 

En conclusión, la religión de las cosas, anticipada por Marx con su crítica del fetichismo de la mercancía, constituye un nuevo ámbito para la crítica, que en nuestro contexto no corresponde necesariamente con el de las religiones tradicionales —que de todas formas aún presentan aspectos problemáticos en relación con una emancipación del ser humano—, sino que se desplaza hacia los nuevos sitios de lo sagrado instituidos por el capitalismo: la realización personal, el estilo de vida, el deseo, etcétera. La crítica de la religión obrada por Marx dispone para nosotros un instrumental que nos arma para: 

•  Combatir hoy las “figuras santificadas de la enajenación del hombre por sí mismo”, como las que colocan la realización del hombre en el trabajo —y con eso justifican y hasta exaltan el sacrificio de sí en aras del progreso, del rendimiento y de la realización óptima del propio potencial.

•  Posibilitar que nos demos cuenta de que la ilusión que nos ponemos ante nosotros mismos tiene formas objetivas y tangibles que nos roban hasta la ilusión de otra ilusión y logran que sintamos el peso de esas cadenas embellecidas.

•  Desenmascarar los dinamismos de nihilismo que derivan en el sinsentido y en el vacío existencial que acompañan como efecto a las cosas, en tanto mero envoltorio y apariencia de una realidad olvidada y negada, y que son reforzados por la actitud que, bajo la apariencia de crítica, pretende hacernos olvidar que la crítica no es fin, sino medio para realizar el trabajo de la denuncia, dejarse mover por la indignación, afirmar la fraternidad.

•  Redescubrir la dignidad de las cosas, en tanto que son materialidad que no puede someterse del todo a los regímenes de sentido, valor, utilidad, etcétera, propios de las construcciones ideológicas humanas, de modo que tal dignidad posibilite la puesta en cuestión de atribuciones que la humanidad se ha auto–otorgado sobre la realidad, y de las lógicas con las que teórica y operativamente pretende justificarlas.    

Combatir lo sacralizado, rehabilitar el sentir y el imaginar, y abrir horizontes inciertos son formas de introducir en el mundo la criticabilidad de las cosas al estilo del ateísmo de Ludwig Feuerbach (que él definía como la negación de Dios, en tanto negación de la negación del hombre); introducir la crítica del olvido del hombre y del otro en un mundo de cosas (esto es, la negación de la negación de las relaciones históricas que entretejen el mundo del hombre y de los seres concretos que forman parte de ellas), así como ratificar la afirmación gratuita y política de los seres por encima del mundo del valor; afirmación que suele estar más localizada en el ámbito de lo religioso, a modo de una excepción, pero que conserva su condición histórica–inmanente, como lo sugiere Agamben en la distinción entre lo sagrado y lo profano. Esta afirmación es el corazón mismo de la igualibertad (Étienne Balibar) que, creo yo, lo acompañada de la fraternidad podría conducirnos por el camino de la emancipación.

 

Fuentes documentales

Adamczak, Bini, Communism for Kids, mit Press, Massachusetts, 2017.

Agamben, Giorgio, Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalista, Neri Pozza, Vicenza, 2017.

Anders, Günther, La obsolescencia del hombre. Vol. I, Pré–textos, Valencia, 2011.

Baudrillard, Jean, De la seducción, Cátedra, Madrid, 2007.

—— Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 2014.

Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 2014.

—— De la seducción, Cátedra, Madrid, 2007.

Cohen, Gerald, La teoría de la historia de Karl Marx, Siglo xxi, Madrid, 2015.

Duménil, Gérard, Löwy, Michael y Renault, Emmanuel, Las 100 palabras del Marxismo, Akal, Madrid, 2014.

—— Leer a Marx, Amorrortu, Buenos Aires, 2015.

Dussel, Enrique, Metáforas teológicas de Marx, Siglo xxi, México, 2017.

Groys, Boris, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.

Henry, Michel, Marx. Vol. I: Una filosofía de la realidad, La Cebra, Buenos Aires, 2011.

Hinkelammert, Franz, Hacia una crítica de la razón mítica, Dríada, México, 2008.

Lukács, Georg, Historia y consciencia de clase, Grijalbo, México, 1969.

Marx, Karl, Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Pre–Textos, Valencia, 2014.

—— “Sobre la cuestión judía” en Antología. Karl Marx, Siglo xxi, México, 2015.

—— El capital. Libro I/ Tomo I, Akal, Madrid, 2016.

—— Elementos fundamentales para la crítica de la economía política

—— (Grundrisse) 1857–1858, Siglo xxi, Madrid, 2016.

Marx, Karl y Engels, Friedrich, Sobre la religión, Sígueme, Salamanca, 1974.

 


[*] Maestro en Estudios de Paz y Justicia por la Universidad de San Diego. Profesor de Filosofía en el Instituto de Filosofía A.C. pepemsps@yahoo.com

 

[1].     Véase Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 2014, pp. 12–19. También véase Jean Baudrillard, De la seducción, Cátedra, Madrid, 2007, pp. 55–60.

[2].    Emmanuel Renault, “1. Crítica de la religión, de la política y de la filosofía (los Anales franco–alemanes)” en Gérard Duménil, Michael Löwy y Emmanuel Renault, Leer a Marx, Amorrortu, Buenos Aires, 2015, p. 117. La cita es de Marx.

[3].    Karl Marx, “Sobre la cuestión judía” en Antología. Karl Marx, Siglo xxi, México, 2015, p. 81.

[4].    “Religión” en Gérard Duménil, Michael Löwy y Emmanuel Renault, Las 100 palabras del Marxismo, Akal, Madrid, 2014, pp. 100–101.

[5].    Ibidem, p. 68.

[6].    Karl Marx, Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, p. 42. Cursivas del autor.

[7].    Ibidem, pp. 43–44. Cursivas del autor.

[8].    Ibidem, p. 41.

[9].    Ibidem, p. 43. Cursivas del autor.

[10].    Vivir y moverse dentro de una realidad, tomarla como tal, requiere, para no perderse, algo que introduzca un elemento secreto, muy personal e íntimo, pero a la vez objetivo y cotidiano, que la ponga en duda. No es posible vivir totalmente en lo real.

[11].    Ibidem, pp. 60–61. Cursivas del autor.

[12].    Karl Marx y Friedrich Engels, Sobre la religión, Sígueme, Salamanca, 1974, pp. 259–260. Cursivas del autor.

[13].    Enrique Dussel, Metáforas teológicas de Marx, Siglo xxi, México, 2017, p. 50. Cursivas del autor.

[14].    Bini Adamczak, Communism for Kids, mit Press, Massachusetts, 2017, pp. 5–8.

[15].    Se dice en el mundo del diseño que, a diferencia de otras épocas, ya no se trata de diseñar objetos, sino de diseñar usuarios mediante los objetos. Véase Boris Groys, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2014, pp. 21–35.

[16].    Más adelante esto se explicará mejor.

[17].    Michel Henry, Marx. Vol. I: Una filosofía de la realidad, La Cebra, Buenos Aires, 2011, p. 89.

[18].    Ibidem, p. 91.

[19].    Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857–1858, Siglo xxi, Madrid, 2016, p. 157.

[20].   Ibidem, p. 155.

[21].    Ibidem, pp. 137 y 153.

[22].   Karl Marx, El capital. Libro I/ Tomo I, Akal, Madrid, 2016, p. 71.

[23].   Georg Lukács, Historia y consciencia de clase, Grijalbo, México, 1969, p. 53.

[24].   Karl Marx, El capital…, p. 55.

[25].   Georg Lukács, Historia…, p. 90. Cursivas del autor.

[26].   Karl Marx, El capital…, p. 103.

[27].   Ibidem, p. 103.

[28].   Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1998, p. 275.

[29].   Al respecto conviene hacer una doble observación. Por un lado, Marx afirma: “El ateísmo, en cuanto negación de esta carencia de esencialidad, carece ya totalmente de sentido, pues el ateísmo es la negación de dios y afirma, mediante esta negación, la existencia del hombre; pero el socialismo, en cuanto socialismo, no necesita ya de tal mediación […] Es autoconciencia positiva no mediada por la superación de la religión” (Enrique Dussel, Metáforas…, p. 50), y por otro lado, Walter Benjamin indica que el capitalismo como religión consiste en el mero culto carente de dogma y de teología; es pura práctica y, casi podríamos decir, un creer ateo. Por eso es de llamar la atención la crítica que hace a Marx, junto con Freud y Nietzsche, al afirmar de manera enigmática y sorprende que es partícipe del culto sacerdotal, pues “el capitalismo incorregible se volverá, con intereses e intereses de intereses, cuya función es la deuda, socialismo”. Franz Hinkelammert, Hacia una crítica de la razón mítica, Dríada, México, 2008, p. 141.

[30].   Schuld, en alemán; ofeilhma en griego bíblico. Podría decirse que, siguiendo el relato bíblico de la caída en el Génesis, la culpa es el intento de negar la relación en el origen de lo creado, del ser humano mismo; culpa que se perpetúa como negación del otro y que redunda en negación de sí.

[31].    Gerald Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx, Siglo xxi, Madrid, 2015, p. 127.

[32].   Günther Anders, La obsolescencia del hombre. Vol. I, Pré–textos, Valencia, 2011, p. 49.

[33].   Franz Hinkelammert, Hacia una crítica…, pp. 155–156.

[34].   Günther Anders, La obsolescencia…, p. 45.

[35].   Un desarrollo más explícito de los conceptos: ser–sin–culpa, ser–sin–origen y ser–deseable implicarían un artículo aparte para mostrar sea su vínculo con las dos tesis de Althusser para afirmar que “la ideología no tiene historia”, sea la relación que puede tener con el pensamiento de Heidegger y Lukács —como lo expone L. Goldmann—, sea con las implicaciones teológicas que pueden dilucidarse a partir del pensamiento de W. Benjamin y de G. Agamben.

[36].   Karl Marx, “Sobre la cuestión judía”…, p. 87.

[37].   Giorgio Agamben, Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalista, Neri Pozza, Vicenza, 2017, pp. 120–121.

Marx y las mujeres. Una lectura de El capital y otros apuntes

Ducange Médor[*]

Recepción: 15 de diciembre de 2019
Aprobación: 4 de mayo de 2020

 

Resumen. Médor, Ducange. Marx y las mujeres. Una lectura de El capital y otros apuntes. Si bien alguna corriente del feminismo se reivindica de Marx o del marxismo, en la obra de éste las mujeres no ocupan un lugar en tanto mujeres, sino por cuanto son obreras que, al igual que sus contrapartes varones, son víctimas de la explotación capitalista. El que Marx no haya hecho de las mujeres —y de las formas específicas de dominación de que son objeto— un tema de análisis singular en su obra está en el origen de algunos desencuentros entre marxismo y feminismo. El presente artículo ofrece un esbozo de la presencia de las mujeres en la obra de este pensador, con énfasis en El capital, con el objetivo de dar cuenta de estos desencuentros y apuntar hacia posibles terrenos de convergencia entre ambas corrientes de pensamiento y acción.

Palabras clave: marxismo, feminismo, capitalismo, patriarcado.

 

Abstract. Médor, Ducange. Marx and Women: Reading Das Kapital and Other Notes. While a certain current of feminism draws on Marx or Marxism, in Marx’s actual writings women do not figure as women, only as workers who, like their male counterparts, are victims of capitalist exploitation. The fact that Marx never turned his eye on women —and on the specific forms of domination to which they are subjected— as a distinct topic of analysis in his work has led to clashes between Marxism and feminism. This article presents an overview of the presence of women in Marx’s work, with an emphasis on Das Kapital, in order to shed light on these clashes and point to possible common ground between the two schools of thought and action.

Key words: Marxism, feminism, capitalism, patriarchy.

 

Introducción

Tal vez resulte temerario escribir sobre las relaciones entre Marx y el movimiento o los movimientos de liberación de las mujeres cuando hay razones para suponer que prácticamente todo —o, en todo caso, lo poco que puede decirse— ha sido dicho ya al respecto por personas quizás mejor situadas e informadas que yo sobre esta cuestión. Existe una larga tradición de feminismo marxista que va desde los tiempos de la revolución rusa hasta nuestros días. Enfrentado a un reto de esta envergadura, uno parece tener dos opciones: limitarse a repetir monótonamente lo que sobre el tema han dicho las autoridades (desde la academia o el activismo), o jugar a la provocación al afirmar ideas estrafalarias de muy dudosa originalidad y faltas de contenido. Me resisto a ceder a estas sendas tentadoras, por perezosas, y opto por exponer una especie de rastreo que he realizado de las consideraciones de Marx sobre las mujeres o las obreras en El capital. Después resalto algunos encuentros y desencuentros entre marxismo y feminismo en las últimas décadas del siglo XX. Concluyo apuntando hacia posibles y necesarias convergencias entre ambas corrientes de pensamiento y de acción en los tiempos actuales.

 

Marx y las obreras

Comienzo recordando que para Marx el capitalista es un hombre para quien en todo —en absolutamente todo— se rezuma capital; esto es, lo mueve el aprovechamiento de todo, personas, animales y cosas, para generar dinero. Para éste, el trabajador no es más que un instrumento del que, mediante un salario, puede disponer, desde su nacimiento hasta su muerte, para generar capital. El obrero pasa a ser así una propiedad del capitalista, del mismo modo que el esclavo era una propiedad del esclavista, con la única diferencia de que el obrero vive en el engaño de ser dueño de su fuerza de trabajo. Y su problema es tener que elegir entre morir de hambre o vender esa fuerza de trabajo suya (en realidad, toda su persona) al capitalista.

Escribe Marx: “El capitalista sabe muy bien que todas las mercancías, sean cuales sean su apariencia y su olor, son, en la fe y en la verdad, dinero y además instrumentos maravillosos para hacer dinero”.[1] La fuerza de trabajo que el capitalista compra al proletario entra en la categoría de mercancía; por ende es dinero y, más aún, es la mercancía más apta para hacerle generar más y más dinero (mediante la aportación de plusvalía). El capitalista es una persona sin fe ni ley, que poco a poco absorbe todo lo que hubiera de fuerza vital, de energía, en el obrero. La producción capitalista prolonga el periodo productivo del trabajador durante un cierto tiempo abrevando la duración de su vida”.[2] Lo hace empezar a trabajar desde niño (ocho años) y lo somete a un ritmo de trabajo infernal que acorta su vida.

Ahora bien, el capitalista es un conspicuo cristiano protestante o católico. Lleva una vida austera, disciplinada, casi ascética. Cree profundamente que le tocó en suerte poseer los medios de producción y contar con recursos para comprar la fuerza de trabajo del obrero. También cree que es por algún designio (divino) que este último se ve impelido a venderle su fuerza. Su sueño es que cada uno se apegue al designio que le fue impuesto: él como capitalista, comprador de fuerza de trabajo y generador de capital; aquél como vendedor de esa fuerza y trabajador entregado a la generación de riqueza en la producción capitalista.

El capitalista es, en conclusión, un ser desalmado que vive arrebatado por la pasión de generar plusvalía. Para ese propósito emplea tanto a varones como a mujeres y niños. Ahora bien, en su análisis del funcionamiento general de la producción industrial capitalista Marx no hace un tratamiento especial del caso de las mujeres. En el Libro I de El capital no hay apartado alguno que esté reservado para el abordaje del trabajo de las mujeres en las fábricas. Lo que le interesa es analizar el proceso de generación de riqueza y, junto con esto, los mecanismos de transformación de las facultades del trabajador o de la trabajadora en mercancía o propiedad en manos del capitalista. En esto, hombres y mujeres conforman un mismo grupo: ambos son convertidos en propiedad del capitalista. 

Pero las mujeres vivían una situación particular que es la de ser doblemente propiedad privada: en la fábrica y en el hogar. Pertenecían al capitalista a cambio de un salario y pertenecían a un esposo a cambio de protección. Las mujeres trabajaban en las fábricas hasta 18 horas al día (en Inglaterra trabajaban incluso en las minas). Su participación en el trabajo industrial durante el siglo XIX varió entre el 10 y el 38 por ciento, con diferencias importantes según la región y el grado de industrialización, con Inglaterra y Francia como las cabezas de pelotón.[3] Como se consideraba que las mujeres eran menos aptas para esos trabajos, o sencillamente eran vistas como “no trabajadoras”, su salario era muy inferior al de los varones; ganaban la mitad de lo que se pagaba a ellos. En ese sentido, constituían una propiedad que le costaba mucho menos al capitalista, pero que le generaba ganancias de igual valor que las de los varones.[4] Se les pagaba menos porque consideraban que, por un lado, las mujeres no eran tan productivas como los hombres y, por el otro, no tenían tanta necesidad de dinero como ellos. Es posible que los discursos de condena del trabajo asalariado femenino —cuestión que abordo más adelante— que entonces proliferaban hayan servido de justificación para la menor paga por su trabajo.

La vida en la fábrica afectaba inevitablemente la vida en el hogar; y la manera como se daba esa afectación tenía alcances en las luchas cotidianas sobre la vida de los trabajadores. El que las mujeres permanecieran hasta 18 horas (desde las 4 o 5 de la mañana hasta las 9 o 10 de la noche) en las fábricas de vestimenta implicó que en los hogares los niños estuvieran en el abandono sin que alguien se ocupara de ellos ni del trabajo doméstico. Además, dada la dureza de su trabajo, las mujeres obreras sufrían abortos o sus hijos morían a temprana edad por falta de atención y por desnutrición. En otras palabras, la misma reproducción biológica de la fuerza de trabajo estaba amenazada.

Ahora bien, Marx no ve a las mujeres como una categoría aparte porque lo que estudia es la trayectoria entre el hogar y la fábrica, trayectoria que es dialéctica. Por eso, para el autor de El capital no hay por un lado la cuestión de las mujeres y por el otro la cuestión obrera; las mujeres están plenamente insertas en el análisis porque están vivas y trabajan muchísimo. En esto radica un punto ciego en el análisis de Marx sobre la condición de las mujeres obreras, a saber, que las ve principalmente como obreras explotadas. No son una clase aparte; son integrantes de la clase proletaria, aunque la diferencia de sexo y de edad implicó un obstáculo de talla para la conformación de esa clase.

Como hombre de su tiempo, Marx asume como natural la división sexual del trabajo en el hogar. No la pone en cuestión ni llega a preguntarse si podría ser objeto particular de la sociedad industrial capitalista o si en ésta tuviera un cariz particular. Como observador de lo que hacen y viven los hombres de carne y hueso, tal como se autodefine, se da cuenta de que por esta división “natural” las mujeres viven de forma particular y conflictiva la inserción al trabajo asalariado. Eso imposibilita a Marx —el anunciado punto ciego— integrar en su análisis el trabajo procreativo, esto es, la producción de nuevas personas, de nuevas entidades corporales, más allá del trabajo de alimentación, de cuidado.

Es extraño que haya dejado en silencio esta cuestión y no haya analizado lo que implicaba para las mujeres ser no sólo mercancía comprable por el patrón de la fábrica, sino, además —o sobre todo—, las garantes de la provisión de esta especial mercancía —la fuerza de trabajo humana—, al ser ellas las que aseguran la existencia del ejército de reserva. El capitalista puede exprimir al obrero u obrera hasta abreviar su vida porque tiene la seguridad de que afuera de la fábrica hay muchos que esperan su turno para ser explotados, y esto es gracias al trabajo procreativo de las mujeres.

Una posible explicación para tal ceguera sería que Marx tuvo cierta fijación por las relaciones productivas en las que vio la causa de la alienación de hombres y mujeres por igual. Que las mujeres hayan sufrido más por la separación del hogar en la fábrica y por tener que trabajar en el peor de esos dos mundos era una realidad que acabaría con la derrota del sistema de producción capitalista y con la propiedad privada de los medios de producción. Es justo pensar que Marx creía en la igualdad entre hombres y mujeres. Por esta razón, no consideró necesario o simplemente no se le ocurrió prestar una atención diferenciada a la vida de las obreras. Para él, la división sexual del trabajo en el hogar no era la causante de una mayor explotación para las mujeres, sino las relaciones productivas en las que estaban insertas y que las conducían a vender su fuerza de trabajo a lo largo de muchas horas. 

Para Marx no tenía por qué haber un combate específico que llevar a cabo para la liberación de las mujeres; más bien era necesario salvar tanto a hombres como a mujeres de la organización de las relaciones sociales convertidas en productivas por la organización social capitalista e industrial. Si la producción capitalista no estuviera basada en la extracción de plusvalía mediante el sobretrabajo impuesto a la obrera, ésta podría sin mucha pena dedicarse al trabajo productivo para asegurar su sobrevivencia material y ocuparse de su trabajo doméstico. Así lo hacía en tiempos anteriores a la Revolución Industrial. De lo que se trataba entonces era de luchar por la reducción de la jornada de trabajo mientras advenía la revolución proletaria y, con ella, el fin de la propiedad privada de los medios de producción. De hecho, una de las primeras exigencias de las luchas obreras fue la reducción del tiempo de trabajo, la prohibición del trabajo de las mujeres en las minas y la prohibición del trabajo nocturno para las mujeres adultas madres.

El aclamado documental de Raoul Pech, El Joven Marx, escenifica parte de la convivencia y de las peripecias políticas y financieras de los Marx. Ahí observamos a éste en una relación de igual a igual con su esposa, Jenny Marx, mas en un marco de estricta división de responsabilidades y del trabajo en la pareja: Marx está completamente absorto en el estudio y la escritura, y en el maltrecho papel de único proveedor; mientras que Jenny es la encargada —ayudada por una criada— de la crianza y el cuidado de sus seis hijos. Adoptan un aire de naturalidad, como algo que cae por su peso, en la asunción por cada quien de lo que le toca en la división sexual de papeles en el hogar.

En resumen, así como la producción capitalista, para explotar la fuerza de trabajo, no hace diferencia entre obreros y obreras, Marx tampoco distingue entre lucha obrera y lucha feminista contra el capitalismo. Hombres y mujeres son iguales también en la desgracia de la alienación de su vida; su rescate pasa por una sola revolución, la del proletariado. Según Joan Scott,  

El “problema” de la mujer trabajadora […] estribaba en que constituía una anomalía en un mundo en que el trabajo asalariado y las responsabilidades familiares se habían convertido en empleos a tiempo completo y espacialmente diferenciados. La “causa” del problema era inevitable: un proceso de desarrollo capitalista industrial con una lógica propia.[5]

He aquí lo que era menester combatir y revertir.

En el siglo XIX se escenificó un largo debate en torno a si las mujeres debían trabajar o no. En esta discusión la posición dominante (de hombres, principalmente) era que el trabajo asalariado no era compatible con la feminidad y menos con la maternidad. La expresión más contundente y decisiva de esta posición la encontramos en boca de Michelet: “¡La obrera! ¡Palabra impía, sórdida, que ninguna lengua ha tenido jamás, que ninguna época habría comprendido antes de esta edad de hierro, y que contrarresta por sí sola todos nuestros pretendidos progresos!”[6] Y remata: “La mujer que se convierte en trabajadora ya no es una mujer”.[7] Este debate estuvo motivado por dos cuestiones:

•  La principal, de orden moral, era que causaba horror pensar en una madre–esposa que compartía espacio de trabajo y convivía con “mujeres de dudosa moralidad” y con hombres que pudieran seducirlas.

•  La otra cuestión, de orden político, era que se pensaba que la mujer con un salario podía cuestionar fácilmente la autoridad de su esposo.

Un tal Simon, escritor que hizo de esta cuestión su caballo de batalla, escribió:

La mujer sólo crece con amor, y el amor solo se desarrolla en el santuario de la familia. Si hay algo que la naturaleza nos enseñe suficientemente es que las mujeres están hechas para ser protegidas, para vivir como una joven cercana a su madre, y como esposa bajo la protección y la autoridad de su marido. Podemos escribir libros e inventar teorías sobre los deberes y los sacrificios, pero las auténticas maestras de la moralidad son las mujeres […] Todas las mejoras materiales serán bienvenidas, ¡pero si ustedes quieren mejorar la condición de las mujeres trabajadoras y, al mismo tiempo, garantizar el orden, estimular buenos sentimientos, hacer que se comprendan el país y la justicia, no separen a los niños de sus madres![8]

A este respecto, Scott arguye: “Lo que estaba en juego era la esencia de la femineidad y todo lo que tenía que ver con el amor, la moralidad y la maternidad”.[9] Según esta misma autora, la fuente primigenia de estas críticas provino de los primeros críticos del capitalismo: los románticos católicos y socialistas cristianos, entre otros. “Basándose en la biblia, argumentaban que el destino de la mujer era dar a luz y ser madre, y que el trabajo asalariado era, por consiguiente, una actividad no natural”.[10]

Marx parece no dar importancia a ese debate al que hubiera considerado como típico de la burguesía francesa, superficial y ociosa. Esto puede entenderse porque este autor, como da a entender en La ideología alemana, era poco propenso a detenerse en consideraciones sobre el deber ser, muy propias de la burguesía. Su preocupación era entender lo que pasaba bajo sus ojos, y no era determinante para él si las mujeres debían trabajar o no; el hecho era que trabajaban y mucho, y desde siempre. La cuestión fundamental era cómo transformar las condiciones de trabajo: pasar del capitalismo de acumulación por la explotación a una comunidad de trabajo humanizante.

Vale la pena citar aquí la idea de Marx del trabajo liberado y liberador. Es la perspectiva del Marx filósofo y utopista:

Supongamos que producimos como seres humanos: cada uno de nosotros se afirmaría doblemente en su producción, respecto de sí mismo y respecto del otro. 1º) En mi producción, realizaría mi individualidad, mi particularidad; al trabajar experimentaría el goce de una manifestación individual de mi vida y, en la contemplación del objeto, tendría la alegría individual de reconocer mi personalidad como una potencia real, concretamente asible y fuera de toda duda. 2°) En tu gozo o tu uso de mi producto, tendría yo la alegría espiritual de satisfacer con mi trabajo una necesidad humana, de realizar la naturaleza humana y de ofrecer al otro el objeto que satisfaga su necesidad. 3°) Sería consciente de servir de mediador entre tú y el género humano, de ser reconocido y percibido por ti como un complemento de tu propio ser y como una parte necesaria de ti mismo, de ser aceptado en tu espíritu y en tu amor. 4°) En mis manifestaciones individuales, tendría la alegría de crear la manifestación de tu vida, es decir, de realizar y afirmar en mi actividad individual mi verdadera naturaleza, mi sociabilidad humana. Nuestras producciones serían espejos en los que nuestros seres irradiarían uno hacia el otro.[11]

Esto es completamente imposible en la producción capitalista donde el trabajador es desposeído de su fuerza y del objeto de su trabajo. En una sociedad organizada conforme a los principios del capitalismo, esta forma de trabajo sólo podría darse en el “trabajo para el autoconsumo” y, quizás, en el trabajo de crianza y de cuidado de otros.

 

Los movimientos marxistas y las mujeres

Las organizaciones marxistas de las distintas épocas han favorecido la inclusión de las mujeres que apoyan las causas de los movimientos en contra del orden capitalista y de las políticas que han operado a su servicio en diferentes países; pero, al igual que en tiempos de Marx, los hombres han encabezado siempre esas organizaciones y han sido los principales portavoces de sus reivindicaciones. Lidereadas por varones, sus prioridades han llevado el sello del universal masculino. A partir del momento en que las mujeres empezaron a poner sobre la mesa reivindicaciones más propias de ellas, a plantear cuestiones que desbordaban los marcos de esos movimientos; en el momento en que ellas comenzaron a organizarse de manera autónoma, ahí paró la inclusión y el apoyo. La falta de atención a las relaciones de género condujo a contradicciones internas en los procesos de lucha: todos al unísono denunciaban la violencia política del gobierno y de los patrones en contra de los trabajadores; pero cuando se trataba de denunciar la violencia de los compañeros contra las mujeres, éstas se toparon con la resistencia de aquéllos. Estas divisiones y contradicciones menoscabaron la unidad entre los actores de esos movimientos y restaron eficacia a sus acciones de reivindicación.

Es posible que el feminismo negro estadunidense haya sido el que con mayor lucidez mostró, desde el marxismo, tanto las cegueras del análisis marxista como las contradicciones de los movimientos que se reivindicaban o se reivindican de pensamiento marxista. Sobre este segundo punto —y en clara vinculación con lo que acabo de sostener sobre los movimientos marxistas en general— las feministas negras padecieron la crítica, cuando no el ostracismo, principalmente de sus compañeros de lucha negros.

El principal reproche que el feminismo negro hace a Marx es que no introduce la cuestión de la esclavitud por razón de la raza en su análisis del sistema de producción capitalista, cuando era obvio que la notable fortuna que tuvo este modo de acumulación en Estados Unidos descansó en la deshumanización y la reducción a bestias para el trabajo de una masa de humanos de piel negra. En el Libro I de El capital hay varias referencias al comercio de esclavos en Estados Unidos, aunque Marx las hace con fines comparativos, ya que su análisis se centra exclusivamente en los países industrializados de Europa: Inglaterra, Francia y, en menor medida, Alemania. Este dato es curioso porque él estaba muy informado sobre la realidad de Estados Unidos. Sin duda, la integración del trabajo esclavo en el análisis habría modificado completamente su esquema. Como ha mostrado Sydney Mintz, el trabajo esclavo en las Américas alimentaba y transformaba los gustos alimentarios de la burguesía europea.[12] Y, recientemente, el gran historiador estadunidense Sven Beckert[13] ha puesto de manifiesto cómo, a través del algodón, se tejió un vínculo invisible entre esclavos y esclavas de las colonias americanas, y obreros y obreras de las fábricas textiles del otro lado del Atlántico. El mismo tráfico y la venta de esclavos contribuyeron a alimentar el capitalismo en sus inicios,[14] pues la trata negrera aportó una mercancía de gran valor comercial a los países que la practicaban en pleno auge del mercantilismo, justo cuando el trabajo humano se convirtió en el principal generador de riqueza de las naciones. Así, desde sus primeros balbuceos en el siglo xvi, el capitalismo se nutrió de la sangre y el sudor de los esclavos negros, y seguiría haciéndolo en los siguientes dos siglos. En consecuencia, las feministas negras reprochan a Marx el no haber reparado en que el sistema de dominación capitalista era —y aún es— blanco, burgués y patriarcal, y que la división del trabajo es también racial y sexual.

Hay cierto paralelismo entre las funciones de las mujeres proletarias y las mujeres negras esclavas. Aparte del trabajo de servidumbre en ambos casos, también ellas garantizaban la continua disponibilidad de cuerpos o de fuerzas humanas en que se sostenían ambos sistemas de producción (que en el fondo era una sola realidad). La diferencia fundamental radica en que la obrera es una trabajadora “libre” que vende su fuerza de trabajo (y su vida), mientras que a la otra le es arrebatada. Esta afirmación, aun cuando no sea falsa, precisa de una seria matización (pues en realidad, a ambas les era arrebatada su vida). Marx ha mostrado en El capital que la “libertad” de la que goza el trabajador para vender (o no) su fuerza de trabajo al capitalista no es más que un señuelo. Una vez que la acción concertada por el Estado o por grandes latifundistas conduce al despojo a los trabajadores de sus tierras y de otros medios de subsistencia, éstos se reducen a mera fuerza de trabajo disponible para el capitalista.[15] Por lo tanto, de dos opciones queda una: morirse de hambre o vender su capacidad productiva al capitalista (que era otra forma de morir). Así las cosas, en el fondo no había libertad para elegir: de una forma u otra, su suerte estaba echada; por ende, esclava y obrera no se diferenciaban totalmente en lo que respecta a sus opciones de sobrevivencia. Además, una y otra estaban sometidas a la violencia misógina. En pocas palabras, sus cuerpos estaban al servicio del capitalismo y nada más.

Federici muestra que la expropiación de “millones de productores agrarios de su tierra, además de la pauperización masiva y la criminalización de los trabajadores, por medio de políticas de encarcelamiento”,[16] castigó más duramente a las mujeres, a quienes privó del único instrumento (la tierra y algunos animales domésticos) de autonomía del que disponían, y del principal medio para proveer pan a sus hijos. Frente a la desposesión de sus tierras, los varones tenían la “opción” de emplearse como proletarios de algún terrateniente, o bien, dedicarse al vagabundeo o al bandolerismo; pero todas esas actividades estaban fuera del alcance de las mujeres, por el peligro que les implicaba. Volveré sobre esto en el tercer apartado. 

En lo que respecta estrictamente a las mujeres negras, la lucha de clases tenía un cariz especial para ellas, pues sufrían opresión no sólo por su color de piel, sino también por ser mujeres y pobres. Padecían la opresión múltiple de un sistema racista, patriarcal y clasista. A este respecto, el mismo reproche de ceguera hecho a Marx se aplica a las feministas blancas, quienes pensaban en las mujeres como un universal, lo que en la práctica significa que tomaban su experiencia de mujeres blancas de clase media como referencia para la situación de todas las mujeres. Por eso Bell Hooks, en una crítica a Betty Friedan, autora de la influyente obra Mística de la feminidad, escribe:

[Friedan] hizo de su situación, y de la situación de las mujeres blancas como ella, un sinónimo de la condición de todas las mujeres estadounidenses. Al hacerlo, apartó la atención del clasismo, el racismo y el sexismo que evidenciaba su actitud hacia la mayoría de las mujeres estadounidenses. En el contexto de su libro, Friedan deja claro que las mujeres a las que consideraba víctimas del sexismo eran universitarias, mujeres blancas obligadas por condicionamientos sexistas a permanecer en casa […]. Desde sus primeros escritos, queda claro que Friedan nunca se preguntó si la situación de las amas de casa blancas de formación universitaria era un punto de referencia adecuado para combatir el impacto del sexismo o de la opresión sexista en las vidas de las mujeres de la sociedad estadounidense. Tampoco se preocupó de ir más allá de su propia experiencia vital para adquirir una perspectiva ampliada acerca de las vidas de esas mujeres …[17]

Y en una crítica general a las feministas blancas, Hooks afirma:

Las mujeres blancas que dominan el discurso feminista hoy en día rara vez se cuestionan si su perspectiva de la realidad de las mujeres se adecua o no a las experiencias vitales de las mujeres como colectivo. Tampoco son conscientes de hasta qué grado sus puntos de vista reflejan prejuicios de raza y de clase, aunque ha existido una mayor conciencia de estos prejuicios en los últimos años. El racismo abunda en la bibliografía de las feministas blancas, reforzando la supremacía blanca y negando la posibilidad de que las mujeres se vinculen políticamente atravesando las fronteras étnicas y raciales.[18]

El patriarcado blanco violentaba —y aún violenta— a las mujeres negras por ser mujeres, negras y pobres, y las feministas blancas —marxistas o no—, por su ceguera de raza y de clase, fueron cómplices de esa violencia.

No sólo eso. Las mujeres negras sufrían también la violencia sexista de sus propios compañeros negros. Con ellos hacían causa común en la lucha contra el racismo institucionalizado, pero no contaban con ellos cuando se trataba de luchar contra la dimensión patriarcal del sistema racista o de introducir en las reivindicaciones exigencias específicas de las mujeres. Las feministas negras mostraron que existe una matriz de dominación que no se reduce a la de clase y que, al menos en Estados Unidos, clase y raza están íntimamente intrincadas. De ahí la introducción de la noción o perspectiva de la interseccionalidad como recurso epistemológico y analítico para dar cuenta de cómo se entretejen múltiples ejes de dominación: sexista, misógino, racista, clasista, etcétera.

En general, las feministas negras han mostrado que un problema central de las organizaciones marxistas es que han hecho falta entre sus líderes mujeres negras, mujeres proletarias y mujeres empleadas domésticas que pusieran sus reivindicaciones entre las prioridades de lucha.

 

Marx y feminismo: una historia de tensiones

Desde una perspectiva feminista, es posible que la principal ceguera de los análisis de Marx consista en la centralidad —por no llamarla “exclusividad”— del trabajo asalariado en su explicación de la generación de la plusvalía y, por ende, la acumulación y la explotación capitalistas. Durante los años en que escribía Marx el trabajo asalariado de las mujeres estuvo prácticamente prohibido en los países que él observó. Tal prohibición data del siglo xvi; pero en el XIX, en plena Revolución Industrial, pareció recibir un refuerzo por parte de funcionarios, intelectuales, políticos. No obstante, el capitalismo seguía descansando en los trabajos de las mujeres. ¿De qué manera?

Hacia mediados de la década de los setenta del siglo XX, Rubin[19] formuló una crítica contra Marx en el sentido de que, en su análisis de la explotación capitalista mediante la producción de plusvalía, ignoró el papel de las mujeres. Su argumento consistió en señalar que para que el obrero pudiera estar en disposición de vender su fuerza de trabajo al capitalista y trabajar muchas horas más que las necesarias para reponer esa fuerza, era necesario que tuviera en casa a alguien (una mujer) que se hiciera responsable de todas las tareas domésticas indispensables para la manutención del obrero y de sus hijos, la fuerza de trabajo futura. Y, lo más importante, que todo este trabajo doméstico fuera gratis. De este modo, las mujeres cumplían una función invisible pero imprescindible en el funcionamiento de la maquinaria de producción y de acumulación capitalistas. Su contribución no era menos determinante que la de los varones en el éxito del capitalismo. No haber reparado en esto condujo a Marx a observar sólo una parte de la organización del trabajo en este régimen de acumulación.

Años después, Federici[20] partió del argumento de Rubin y, con base en una extensa revisión de trabajos de historiadores, le dio un alcance mucho mayor. Además, aportó algunos elementos novedosos a la lectura feminista de la “acumulación primitiva” y del desarrollo del capitalismo industrial. He aquí, en sus propios términos que cito in extenso, el núcleo de su desencuentro con Marx:

[…] mi descripción de la acumulación primitiva incluye una serie de fenómenos que están ausentes en Marx y que, sin embargo, son extremadamente importantes para la acumulación capitalista. Éstos incluyen: i) el desarrollo de una nueva división sexual del trabajo que somete el trabajo femenino y la función reproductiva de las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo; ii) la construcción de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado y su subordinación a los hombres; iii) la mecanización del cuerpo proletario y su transformación, en el caso de las mujeres, en una máquina de producción de nuevos trabajadores. Y lo que es más importante, he situado en el centro de este análisis de la acumulación primitiva las cacerías de brujas de los siglos xvi y xvii; sostengo aquí que la persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y como la expropiación del campesinado europeo de sus tierras.[21] 

La exclusión de las mujeres pobres del trabajo asalariado, y su reducción a simples cuerpos útiles para la producción y reproducción de fuerza de trabajo, con la consiguiente sumisión a la dominación masculina, no eran ideas nuevas. Lo novedoso en el análisis de Federici —que ya se anuncia desde el mismo título de su obra y que en la cita reconoce como decisivo— es la vinculación que hace, en ambos lados del Atlántico, entre quema de brujas y acumulación primitiva de capital.

Sintetizo su argumento: la peste negra que azotó Europa en el siglo xvi mermó seriamente la población adulta de esos países. Además de esta epidemia, la hambruna que ya antes padecían esas mismas naciones aportó también su cuota de muertes, al igual que condujo a las mujeres a buscar formas de limitar el número de sus hijos, y para eso el papel de las curanderas (brujas para el Estado y la Iglesia) era fundamental. Durante siglos éstas habían acumulado mucho conocimiento sobre métodos anticonceptivos y prácticas abortivas. Justo en esa época, previa al desarrollo de herramientas industriales, el Estado, los capitalistas y los economistas descubrieron que el trabajo humano era el principal instrumento de producción y de generación de riquezas, de ahí que los gobiernos establecieran un conjunto de medidas destinadas a impulsar el crecimiento demográfico. La más espectacular de ellas fue haber declarado una guerra a muerte contra las mujeres sospechosas de contribuir, con sus saberes, a evitar que nacieran más niños, futuros trabajadores. Es por esto que la caza de brujas fue parte integrante de las estrategias estatales de acumulación (primitiva) de capital. Así, “El resultado de estas políticas que duraron dos siglos […] fue la esclavización de las mujeres a la procreación. La procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista”.[22]

Esa atroz práctica fue importada a las Américas después de la abolición de la trata negrera a inicios del siglo XIX. Las esclavas o exesclavas curanderas, acusadas de brujas por presuntamente ayudar a otras a no tener hijos, fueron también asesinadas. Mujeres pobres europeas y esclavas negras americanas tuvieron el mismo destino: poner sus cuerpos al servicio del capitalismo mediante la producción y el cuidado de la mercancía que era más útil: cuerpos humanos como fuerza de trabajo.

La ceguera de Marx ante esta palmaria realidad lo llevó a contribuir a la histórica invisibilización de los trabajos de las mujeres y de las múltiples formas de dominación de las que han sido (y siguen siendo) objeto por parte del capitalismo, de la Iglesia, del Estado y de todo el entramado social basado y nutrido de la “valencia diferencia de los sexos”.[23] Las feministas reconocen a Marx el haber contribuido a revelar los hilos de la trama de la explotación capitalista, mas le reprochan su descuido del destino de las mujeres en ese arreglo. 

Otra tensión que ha marcado la relación entre marxismo y feminismo desde la década de los setenta se refiere a si la lucha debe focalizarse primordialmente en el reclamo y defensa de derechos o si debe priorizar el combate a la explotación capitalista. Me parece que la mayoría de las feministas se inclina por la primera, sin descartar la segunda; mientras que los marxistas ponen el acento primordialmente en la lucha anticapitalista. Éstos reprocharían a aquéllas cierta focalización exagerada en la dimensión simbólica, cultural y superestructural de las reivindicaciones, en detrimento de la dimensión material o infraestructural.

Algunas autoras (Federici, Dalla Costa y James,[24] entre otras) disienten del optimismo de Marx acerca de que el capitalismo contenía el germen de su superación. Él confiaba en que llegaría el momento en el que los trabajadores, por consecuencia de su propia mecanización, se liberarían del yugo de las horas extenuantes de trabajo y ganarían horas libres para actividades lúdicas o de ocio. Nuestro filósofo no vivió tanto como para constatar que ha ocurrido justo lo contrario. Las feministas de las últimas décadas han sido observadoras de la globalización de la explotación capitalista, antes que de su retracción. Esto condujo a feministas materialistas como Weeks[25] a ver la raíz del problema en el trabajo asalariado y en toda la ideología (o la ética) que se ha generado en torno al capitalismo. Como hombre de su tiempo, Marx (al menos el de El capital) aportó a la diseminación de la creencia en el trabajo, y de ahí que, para esta autora, la superación de la explotación capitalista pase por repudiar el evangelio del trabajo y por renegar de cierto marxismo.

La sociedad industrial, piedra angular del capitalismo, ha llevado el patriarcado a sus límites. Así, capitalismo y patriarcado hacen mancuerna, por lo que combatir uno sin tocar al otro no lleva a gran cosa. Luego, feminismo y marxismo (del tipo reivindicado por Weeks y que corresponde a los Manuscritos) se encontrarían en la búsqueda de hacer de esta sociedad una de libertades: cuerpos libres, trabajos liberados, personas dueñas de sí mismas y de su tiempo.

 

Conclusión

¿Sirve de algo Marx para pensar, atacar, resolver las cuestiones que más importan al feminismo actualmente? Evito la arrogancia de indicar cuáles son los beneficios que Marx, o cierta versión de éste, prestaría al feminismo hoy en día. Soy un simple y atento lector de textos feministas y marxistas. Sólo atisbo algunas líneas que, desde o contra Marx, el feminismo podría tomar en cuenta en aras de continuar ganando en eficacia analítica y política.

Una de las exigencias fuertes de un sector relativamente amplio del feminismo concierne a la demanda de políticas robustas de conciliación familia–trabajo para mujeres y hombres. Esta exigencia hace eco en la demanda de reducción de la jornada de trabajo para las mujeres en el siglo XIX, lo que denota una práctica perpetua del capitalismo: ve como un obstáculo el que en la vida de los trabajadores existan otras cuestiones que atender, además de trabajar. A este respecto, un planteamiento más radical —de alguna corriente de la economía feminista— va en el sentido de invertir el orden de nuestras prioridades. Es decir, mientras que la conciliación en su formulación más común reconoce, velis nolis, la prioridad del trabajo para el mercado (capitalista) sobre las otras dimensiones de la vida, ese otro planteamiento propone subordinar el trabajo asalariado a las otras necesidades, otras dimensiones de la vida; sobre todo las consideradas como de “sostenibilidad, de cuidado de la vida”. Habría que reorganizar la sociedad en este sentido, lo que implicaría “un nuevo comienzo”[26] que pasaría por desbaratar la división sexual del trabajo fundante del Estado moderno, del capitalismo industrial y de la organización social que le es concomitante.

Esta utopía es fácilmente vinculable con otras dos que circulan actualmente por el mundo: la reducción de la jornada laboral y la renta básica universal. Reducir la jornada de trabajo a 15 horas, como proponen algunos,[27] y establecer una renta básica universal significaría sustraer la vida de las personas de la esfera de la producción capitalista y asegurar a hombres y mujeres de medios básicos para subsistir. Poner la vida de las personas, el cuidado de su vida, en el centro de la organización social contribuiría al deterioro del capitalismo y del patriarcado. El feminismo, en alianza o a distancia de Marx, sigue necesitando producir, para hablar como Olin Wright,[28] “utopías reales” que sirvan para pensar y hacer posible otro mundo.

 

Fuentes documentales

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Bregman, Rutger, Utopía para realistas, Salamandra, Barcelona, 2017.

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Ravelli, Quentin, “Le capitalisme a–t–il une date de naissance?” en Tracés. Revue de Sciences Humaines, ens Éditions, París, vol. 36, Nº 1, 2019, pp. 29–57.

Rubin, Gayle, “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo” en Navarro, Marysa y Stimpson, Catharine (Comps.), ¿Quéson los estudios de mujeres?, Siglo XXI, Buenos Aires, 1998, pp. 15–74.

Wallach Scott, Joan, “‘¡Obrera!, palabra sórdida, impía…’ Las mujeres obreras en el discurso de la política económica francesa (1840–1860)” en Wallach Scott, Joan, Género e historia, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, pp. 178-206.

—— “La mujer trabajadora en el siglo XIX” en Duby, Georges y Perrot, Michelle (Coords.), Historia de las mujeres en Occidente. Vol. 4,Taurus/Minor/Santillana, Madrid, 1993, pp. 405–436.

Weeks, Kathi, The problem with work. Feminism, marxism, antiwork politics, and postwork imaginaries, Duke University Press, Durham, 2011.

 


[*]  Profesor–investigador del CUCEA, Universidad de Guadalajara, y profesor del ITESO. leduc.medor@gmail.com

 

[1].     Karl Marx, Le capital. Critique de l’économie politique. Livre I, Quadrige/Presses Universitaires de France, París, 1993, p. 174.

[2].    Ibidem, p. 297.

[3].    Joan Wallach Scott, “La mujer trabajadora en el siglo XIX” en Georges Duby y Michelle Perrot (Coords.), Historia de las mujeres en Occidente. Vol. 4,Taurus/Minor/Santillana, Madrid, 1993, pp. 405–436.

[4].    Véase Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.

[5].    Joan Wallach Scott, “La mujer…”, p. 406.

[6].    Joan Wallach Scott, “‘¡Obrera!, palabra sórdida, impía…’ Las mujeres obreras en el discurso de la política económica francesa (1840–1860)” en Joan Wallach Scott, Género e historia, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, pp. 178–206, p. 196.

[7].    Idem.

[8].    Ibidem, p. 198.

[9].    Idem.

[10].    Ibidem, pp. 199–200.

[11].    Karl Marx, “Economie et philosophie (Manuscrits parisiens, 1944)” en Oeuvres: Economie. Vol. II,Gallimard, París, 1963 (La Pléiade), p. 33.

[12].    Véase Sidney Wilfred Mintz, Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna, Siglo XXI, México, 1996.

[13].    Véase Sven Beckert, El imperio del algodón. El rostro oculto de la civilización industrial, Crítica, Barcelona, 2016.

[14].    Véase Quentin Ravelli, “Le capitalisme a–t–il une date de naissance?” en Tracés. Revue de Sciences Humaines, ens Éditions, París, vol. 36, Nº 1, 2019, pp. 29–57.

[15].    Véase Silvia Federici, Calibán y la bruja…

[16].    Ibidem, p. 22.

[17].    Bell Hooks, “Mujeres Negras: Dar forma a la teoría feminista” en Bell Hooks, Avtar Brah, Chela Sandoval et al., Otras inapropiables: feminismos desde las fronteras, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004, pp. 35–50, p. 34.

[18].    Ibidem, p. 35.

[19].    Véase Gayle Rubin, “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo” en Marysa Navarro y Catharine Stimpson (Comps.),¿Quéson los estudios de mujeres?, Siglo XXI, Buenos Aires, 1998, pp. 15–74.

[20].   Véase Silvia Federici, Calibán y la bruja …

[21].    Ibidem, p. 23.

[22].   Ibidem, pp. 138–139.

[23].   Françoise Hériter, Masculin/Féminin. La pensée de la différence, Odile Jacob, París, 1996.

[24].   Véase Mariarosa Dalla Costa y Selma James, The Power of Women and the Subversion of the Community, Falling Wall Press, Bristol, 1975.

[25].   Véase Kathi Weeks, The problem with work. Feminism, marxism, antiwork politics, and postwork imaginaries, Duke University Press, Durham, 2011.

[26].   Véase Cristina Carrasco Bengoa, “Mujeres, sostenibilidad y deuda social” en Revista de Educación, Ministerio de Educación Cultura y Deporte, Madrid,Nº extraordinario, 2009, pp. 169–191.

[27].   Véase Rutger Bregman, Utopia for Realists: How We Can Build the Ideal World,Little Brown and Company, Nueva York, 2017.

[28].   Véase Erik Olin Wright, Construyendo utopías reales, Akal, Madrid, 2014.

Presentación

Han pasado seis meses desde la publicación del número 112 de Xipe totek. Así estaba previsto, de acuerdo con el cambio de periodicidad de nuestra revista anunciado en ese mismo número. Lo que nunca hubiéramos podido anticipar es que este periodo sería como ha sido. Cada lectora y cada lector tendrán su propia experiencia al respecto, pero sin duda todos hemos compartido la afectación extraordinaria de nuestras vidas y labores cotidianas a partir de que, a mediados de marzo del presente año, se nos impusiera la realidad de la contingencia sanitaria en nuestro país; ésa que, hasta entonces, sólo veíamos de lejos. Todavía hoy no hemos salido de esta crisis, y el horizonte que nos pone por delante tampoco es menos incierto de lo que fue al principio.

Un poco antes de confirmarse el estado de emergencia sanitaria en México lanzamos la convocatoria para la carpeta temática de este número 113, con el título Marx y marxismos. Justificamos este call for papers a tenor de que el pensamiento de Karl Marx ha sido uno de los más influyentes legados sociales e intelectuales del periodo histórico conocido como modernidad —en cuyo atardecer quizá aún nos encontramos—, por lo cual valdría la pena reparar en sus diferentes recepciones en la tradición posterior y en el examen de su vigencia para un mundo como el nuestro. Los tres artículos de esta primera carpeta responden, consecuentemente, a este llamado y se inscriben en este marco de cuestiones. 

En el primero de ellos, Ducange Médor comienza con un tanteo de la presencia o ausencia de la “cuestión de la mujer” en El capital, como base para poder explicar la recepción ambivalente del pensamiento de Marx en determinadas teorías y movimientos feministas contemporáneos; todo lo cual desemboca, hacia el final del artículo, en algunas pistas sobre cómo marxismo y feminismo podrían —y tendrían— que compenetrarse mutuamente en el combate de la mancuerna capitalismo–patriarcado. 

En el segundo de los artículos José Bayardo Pérez Arce despliega el argumento de que el capitalismo supo asimilar la crítica de la religión emprendida por Karl Marx para dar lugar a otra forma de religión (a su vez anticipada por Marx en su crítica del fetichismo de la mercancía): la religión de las cosas. “Religión”, por ser “expresión de la lógica general del mundo”, y “de las cosas”, debido a que éstas, en su condición de “seres–en–el–mercado”, han olvidado tanto su dignidad material como su origen constituyente, para así autoafirmarse como un poder soberano sobre todo aspecto de la existencia humana. De ser cierto esto, sugiere el autor del artículo, la intención de revitalizar la crítica y la lucha por la emancipación tendrían que desplazarse —desde las religiones tradicionales— hacia el ámbito “de los nuevos sitios de lo sagrado instituidos por el capitalismo: la realización personal, el estilo de vida, el deseo, etcétera”.

En el tercer artículo de esta carpeta Luis Ignacio Román Morales reflexiona sobre el sentido del pensamiento de Marx en un momento histórico (el siglo XXI, en general, y el siglo XXI en Latinoamérica y México, en particular) con características distintas a las de aquél en que el filósofo prusiano escribió. El argumento que desarrolla el autor es crítico y matizado: algunos tópicos marxianos han devenido instrumentos obsoletos para el análisis de varias de las transformaciones y concreciones históricas del capitalismo; pero hay otros rasgos de mayor permanencia, así como ciertos efectos y contradicciones advenidos junto con “la liberalización plena de los mercados y el sometimiento del Estado a los grandes empresarios”, que reivindican a Marx como un contemporáneo nuestro.  

En nuestra carpeta Acercamientos Filosóficos en esta ocasión ofrecemos dos artículos. En el primero de ellos, firmado por Enriqueta Benítez López, la autora examina el alcance y los límites del tratamiento que Hannah Arendt hace de los conceptos perdón y promesa. Queda bien asentado por qué estos últimos suponen formas de redención que —pese a su condición de impredecibilidad e irreversibilidad— nos brindan las acciones libres; pero quedan asimismo abiertos otros problemas relativos a la estructura (o “forma”) de la promesa y del perdón y a la posibilidad de extender este último a un ámbito colectivo.

El segundo artículo de esta carpeta, a cargo de Alberto Elías González Gómez, se suma a los esfuerzos filosóficos por pensar el problema de la diferencia. Con esta motivación y propósito el autor sugiere una interpretación del pensamiento de Gustav Landauer como un posible puente entre la mística y la filosofía de la diferencia, así como entre ambas y las luchas reivindicativas de la autonomía comunitaria. Según ello, el mérito de Landauer habría sido incorporar elementos de las filosofías de Spinoza y Nietzsche (antecedentes de la filosofía de la diferencia) en su misticismo y anarcosocialismo, procurándose así “una dimensión de praxis desde donde es posible pensar procesos de lucha autónoma diferencial”.

Probablemente a las lectoras y lectores habituales de la revista les sorprenda que nuestra tercera carpeta lleve ahora como título Cine y Literatura. Aprovechamos para anunciar que, a partir del presente número, nuestra intención es incluir siempre en ella una reseña literaria, como parte de los ajustes editoriales relacionados con el cambio de periodicidad de la publicación. Así, en la sección de cine, nuestro principal colaborador, Luis García Orso, sj, nos invita a apreciar el largometraje El porvenir (L’avenir), de la directora Mia Hansen–Løve, como la historia de una reinvención espiritual: una profesora de filosofía, tras el repentino derrumbe de muchas de las certezas que sostenían su vida, tendrá que “aprender la verdad que le ofrece la realidad cotidiana si acepta hacerse cargo de ella, si acepta ir al encuentro amoroso con los otros”. Por su parte, en la sección de literatura, saludamos la primera colaboración de José Miguel Tomasena, quien nos convoca a la lectura de Ahora me rindo y eso es todo, la última novela del escritor tapatío Álvaro Enrigue. Se trata, a juicio de Tomasena, de una narración compleja, cuya virtud es entrecruzar con destreza diferentes registros y géneros literarios; uno de los cuales, transversal a los demás, es aquél (histórico–político) que retrata el genocidio de la cultura apache y el despojo de un territorio que, hasta hace menos de dos siglos, fue mexicano.

Finalmente, inauguramos también un nuevo título para nuestra última carpeta: Justicia y Sociedad. Éste no indica ningún cambio de espíritu en la sección, aunque sí sugiere la mayor amplitud de contenidos —desde el enfoque de la justicia social— que a partir de ahora podrá cobijar. En consistencia con ello, el artículo de Pleun Elsa Andriessen ofrece un análisis crítico en torno a las premisas y los mecanismos de reparación que motivaron el surgimiento de comisiones de la verdad en varios países del mundo. La autora toma como ejemplo emblemático la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) peruana, para, desde un enfoque psicosocial, poner en cuestión sus alcances inclusivos y su efectividad en vistas de la sanación individual y colectiva; no con la intención de denostar esas prácticas, sino de contribuir, mediante una revisión de la experiencia, al debate sobre su mejoramiento como plataformas de genuina reconciliación.

Deseamos que nuestras lectoras y lectores reciban con ánimo y buena salud este primer número semestral. Nosotros los hemos tenido presentes y seguiremos haciéndolo.

Miguel Fernández Membrive

La construcción de la sociedad: entre competencia y cooperación. Lectio brevis – ITESO, 2018

Rubén Ignacio Corona Cadena, SJ[*]

 

Introducción. La histerización de la política

Querido Padre Rector, querida Catalina Morfín, queridos miembros de la comunidad universitaria:

Cuando me pidieron que me hiciera cargo de la lectio brevis de este año podíamos adivinar un panorama postelectoral complicado debido a que las campañas fueron un tanto ríspidas. Sin embargo, ha sido todo lo contrario: vivimos en una “extraña calma” luego de las elecciones presidenciales. Esto puede deberse a varios factores en los que no me detengo. Por ahora me llama la atención que la calma resulte extraña.

Parecería que en México el conflicto y la violencia se han normalizado. Cuando hablamos de lo tosco de los debates políticos algunas personas responden que el problema es que en nuestro país no estamos acostumbrados a debatir o a enfrentar los conflictos.[1] Sin embargo, creo que hay una degradación de las instituciones políticas que no sólo es fruto de la posibilidad de debatir. Me parece que el cinismo y el escepticismo van permeando el ambiente: en cuestiones de política ya no creemos en nadie y no esperamos nada.

Podemos bautizar este fenómeno de aspereza en el debate como una histerización de la política y preguntarnos a qué se debe, si es un fenómeno reciente, si es posible plantear soluciones. ¿Acaso somos cada vez menos civilizados? Tal vez nos hemos vuelto más violentos. ¿Qué se puede decir de este fenómeno?

 

La economistificación

Una buena parte de esta histerización se debe a algo que ha descrito el sociólogo francés Jean–Pierre Dupuy como economistificación.[2] Se trata de la sustitución de una lógica política por una lógica económica. Ordinariamente lo que se busca con la importación de la lógica de la economía en la política es hacer más eficientes los servicios públicos, como el transporte urbano, los servicios de salud o de seguridad social. Se tiene la idea de que cuando hay que pagarlos son más valorados, pero que al mismo tiempo se puede exigir mayor eficiencia, puesto que nos hemos vuelto clientes.

Uno de los resultados colaterales de esta economistificación es el uso de la lógica económica en otros procesos en los que resulta claramente funesta, por ejemplo, la producción y la difusión cultural o la investigación científica. Se nos podría decir que todo cuesta dinero y que por lo tanto hay que llevar las cosas con una lógica cercana a la de la economía. Si bien es verdad que todo cuesta, ¿es eso motivo suficiente para implementar una sustitución de lógicas? ¿Qué les pasa a los procesos sociales? ¿Por qué se van degradando con la economistificación?

Expongo la crítica en tres puntos: nuestra capacidad del mal, la generalización de la competencia y la proliferación de la falta de civilidad. Un cuarto punto será destinado para dar una perspectiva filosófica a este problema, para tocar finalmente su posible solución.

 

Nuestra capacidad de mal

Hemos reflexionado todavía muy poco sobre un asunto que cada vez se hace más evidente y urgente. Hoy en día la capacidad de la que disponemos para causar daño es proporcionalmente muy superior a los medios morales que tenemos para hacerle frente. El poder de la técnica parece haber rebasado nuestra capacidad moral, tal como lo muestra Tzvetan Todorov en su libro Frente al límite.[3] El problema es que nos hemos quedado sin categorías para juzgar un mal cuyas dimensiones tampoco somos capaces de medir. Cuando Günther Anders participó en el 4º Congreso Internacional sobre bombas atómicas que se llevó a cabo en Japón, anotó en su diario que el discurso de los japoneses al referirse a las bombas que los estadounidenses lanzaron en Hiroshima y en Nagasaki era parecido al que se tiene con una catástrofe natural: no había designación de culpables. Muy probablemente se trata de una incapacidad de medir un mal de esa magnitud provocado por el ser humano.

De igual manera podemos hablar del poder de los medios financieros actuales y de nuestra incapacidad para sopesar el daño que causan. Pienso en los rescates bancarios. Es un desastre moral utilizar el dinero público para sacar de la quiebra a las instituciones financieras —que en principio son privadas— y, además, abstenerse de señalar o castigar culpables. No tenemos idea del punto hasta el cual se devasta la confianza de la gente en sus instituciones, una confianza esencial para que cualquier país pueda marchar convenientemente. Lo mismo es posible decir de la proliferación de escándalos de corrupción de personajes políticos. Son como robos a plena luz del día, sin ningún pudor. Y no se dimensiona el desastre moral que conllevan.

Se trata, pues, del poder que confieren los medios técnicos y de nuestra falta de aptitud para sopesar hasta dónde nos puede afectar ese poder. No hemos podido mensurar el mal del que somos capaces, con excepción de los ecologistas, quienes nos han dado algunas pistas de las consecuencias de continuar explotando los recursos naturales como lo hemos hecho hasta ahora.

Hay que señalar un punto importante. Cualquier economista nos podría explicar que las leyes de la economía no son morales. En economía no hay moral, sino funcionalidad. Hablar, por ejemplo, de una “competencia justa” en economía no tiene nada que ver con la justicia, sino con la competencia. Cuando la competencia económica se vuelve injusta simplemente no hay competencia, hay monopolio (o tal vez oligopolio). En este sentido, la voluntad de moralizar la economía no es una opción, no lleva a nada.

Y, sin embargo, toda democracia necesita moral en sus ciudadanos porque se cohesiona por su solidaridad, es decir, por la voluntad de vivir juntos. A pesar de que no podamos moralizar la economía, la moral sigue siendo necesaria.

 

La generalización de la competencia

Desde hace tiempo medimos el desempeño humano en términos de competitividad. Sólo es eficiente y tiene un buen desempeño profesional, académico, comercial, etc., quien es capaz de competir con otros. La crítica que lanza el capitalismo liberal a las grandes burocracias se dirige a su ineficiencia y su desperdicio de recursos. El mal desempeño es una falta de competitividad.

Para aumentar la eficiencia de los aparatos burocráticos a los servidores públicos se les obliga a jugar con las reglas del mercado. Esto ha producido, en primer lugar, la privatización del servicio público y, en segundo lugar, la exigencia de una mayor transparencia y rendición de cuentas a los funcionarios.

Sin embargo, el dinamismo de competencia va deformando y desfigurando la razón de ser de las instituciones públicas. Podemos verlo en algunos casos concretos:

      • La lógica de la competencia en las elecciones va transformando en un show televisivo lo que debería ser un verdadero debate. Gana el que logra convencer a la mayoría. Decimos mayoría pero en realidad deberíamos decir masa. En Jalisco hay otra palabra mucho más gráfica para describirlo: la “perrada”.
      • Hay que convencer a la masa (la “perrada”) de votar por un candidato, pero el proceso no es racional. La masa sólo se convence cuando se entusiasma, y se entusiasma cuando se irrita. Aquellos que mejor saben entusiasmar (y convencer) a las masas son los personajes de lucha libre: ellos son los maestros. De ahí que los debates se vuelvan un espectáculo lamentable, comparable con la violencia en una arena de lucha libre: llenos de insultos, descalificaciones, amenazas, etc. Un dato que nos confirma esta idea es que Donald Trump se dedicaba a organizar peleas de lucha libre (de millonarios) antes de dedicarse a la política. Pueden ver los videos en YouTube.
      • Y si bien es triste mirar en qué se nos ha convertido la política, podríamos detenernos un poco a pensar en qué nos hemos convertido nosotros a lo largo de este proceso. Somos masa, somos una “perrada” debido a que nos dejamos llevar por esta lógica masiva. La participación política tiene el mismo efecto que ir al estadio. Habría que sopesar mejor el desastre moral que significa convertirse en una “perrada”, porque nos va acostumbrando a llevar una “vida de perros”.

 

Proliferación de la falta de civilidad

Podemos tomar la proliferación de un comportamiento antisocial o poco civil por parte de algunos ciudadanos como un signo de la economistificación y de la violencia que provoca. Vemos surgir cada vez más los personajes que se han bautizado como “lords” o “ladys”, cuyo comportamiento incivil, o a veces incluso poco moral, es exhibido por personas en las redes sociales.

No me detengo en esto. Me parece que no es una cuestión folklórica, sino un índice de degradación social. Desgraciadamente vivimos en una sociedad que considera o ha considerado este comportamiento como normal; pero además implica conflictos cuya solución casi siempre es violenta: recordarle a una persona que se tiene que comportar y que debe cumplir con las normas civiles equivale a exponerse a una agresión.

 

Estado natural

¿Por qué sucede todo esto? ¿De dónde surge esta degradación de la sociedad? Ya en el siglo xvii el filósofo Thomas Hobbes se admiraba de este mismo hecho. Su obra busca responder a una serie de cambios en la sociedad de su tiempo.

Hobbes trata de examinar aquello que constituye la cohesión de la sociedad al preguntarse por el ser humano en su estado natural. No se trata de saber cómo era la humanidad antes de juntarse en sociedades, sino de saber qué sería de nosotros sin las leyes que nos ayudan a vivir juntos. Así pues, el ser humano en su estado natural es descrito por Hobbes como conflictivo y violento, y la sociedad como la lucha de todos contra todos. Hay tres pasiones fundamentales en este estado: a) la competencia, b) la desconfianza, y c) la vanidad. Son tres pasiones que destruyen cualquier intento de vida en sociedad.

Hobbes hace notar que hay una lógica de guerra en el ser humano en su estado natural e intenta sustituir esta lógica por una lógica de paz. Hobbes explica que la pasión detrás del acuerdo, del contrato social, es el miedo a la muerte violenta. Es gracias a este temor que somos capaces de ponernos de acuerdo.

Nuestra situación es un poco distinta: nosotros hemos sustituido una lógica de paz por una lógica economicista, fenómeno que hemos llamado economistificación. Sin embargo, el resultado es el mismo: la proliferación de la violencia (igual que en tiempos de Hobbes). La razón es muy obvia: si ponemos la competencia como norma que regula los servicios públicos y la sociedad en general, no obtenemos simplemente una mayor eficiencia. ¿Por qué? Sucede que las tres pasiones del hombre en su estado natural vienen juntas, están encadenadas. Una pasión va llevando a la otra. La competencia viene junto con la desconfianza y junto con la vanidad. Pero algo que hemos olvidado —por las sociedades que hemos construido— es que una sociedad está en función de poder vivir juntos y no de ser rivales o competidores.

¿Qué nos falta? En nuestros días el temor a la muerte violenta está más vivo que nunca; no necesitamos invocar a Hobbes. Podemos ver, por ejemplo, la tremenda proliferación de cotos privados para estar en condiciones de vivir con seguridad. Sin embargo, ello no nos asegura una renovación de la sociedad; sólo logramos, en cambio, una fragmentación cada vez mayor.

Yo creo que no ayuda mucho proponer una pasión triste (temor a la muerte violenta) como fundamento de nuestra sociedad. Necesitamos volver la mirada a una pasión positiva. En vez de competencia, cooperación; en vez de desconfianza, confianza; en vez de vanidad, benevolencia. Al igual que la competencia va dando lugar a las otras pasiones, cuya confluencia termina por hacernos entrar en una lógica de guerra disfrazada de una lógica económica, la cooperación puede hacer surgir una dinámica opuesta que pueda dar lugar a la renovación del contrato social; es decir, nos puede ayudar a salir de la economistificación.

 

La cooperación

Cuando proponemos la competencia como dinamismo que aumenta la eficiencia, estamos afirmando que el deseo de sobrevivir es lo más fuerte en el ser humano. Es la misma pasión que propone Hobbes para el contrato social: el miedo a la muerte violenta. La competencia se basa en el miedo a la muerte, es decir, en el miedo a ser eliminados (del juego, del mercado, etc.), esto es, privilegia una pasión triste que destruye la cohesión y aumenta la rivalidad.

Sin embargo, podemos notar también que el deseo de vivir no es lo mismo que el deseo de sobrevivir. Se entiende deseo de vivir como deseo de vivir en plenitud. Para lograr esto necesitamos confianza y paz, no rivalidad. El deseo de vivir es equiparable al deseo de poder dar lo mejor de sí mismo, que es algo completamente ajeno al miedo a la muerte.

Se puede decir que no es la competencia lo que nos hace dar lo mejor de nosotros. Al contrario, la competencia puede traer lo peor: si estamos centrados en superar al rival, en vencerlo, vamos cayendo fácilmente en la tentación de eliminarlo (por lo menos, en tanto que rival). Ilustro esta afirmación con una idea de Hannah Arendt. Para esta filósofa no son el nacimiento y la muerte lo que está en la base de la vida humana, sino la reproducción. Lo central es el deseo de novedad, la reproducción de la vida (y no el “sentido” que le confiere su arbitrariedad o su fragilidad). El dinamismo de reproducción está dominado por una lógica de acogida y benevolencia, no de supervivencia.

El deseo de vivir despierta cuando hay una confianza en la posibilidad de dar lo mejor de sí. Únicamente la cooperación despierta esta confianza.

 

Nuestra tarea como universidad

Proponer la cooperación no es proponer una teoría ni un eslogan. La cooperación es un principio de acción. Para comenzar a actuar no necesitamos sino detectar las necesidades de la sociedad en la que estamos insertos. Esto es importante porque la cooperación puede ser para nosotros el principio que garantice una presencia incondicional de la universidad en la sociedad. Nuestra actividad puede orientarse a esta cooperación mediante la promoción y creación de actores sociales que nos ayuden a todos a salir de la economistificación.

Notemos que esto es algo que ya existe en nuestra universidad. En el iteso intentamos tener respeto por las minorías, tolerancia entre personas que piensan de distinto modo o que tienen distintas creencias religiosas, tratar de conducir el automóvil amablemente y dar preferencia al peatón, en fin, una serie de cosas que no siempre encontramos fuera del campus. Hay también muchos proyectos pap que incorporan dinamismos de cooperación. Todo esto debe impulsarse más.

De ningún modo se puede decir que proponemos una salida de toda competencia; pero es verdad que hace falta situarla y limitarla. Así como es ya imposible vivir sin economía y necesitamos entender que la economía tiene sus propias leyes, así también es necesario limitar su ámbito de competencia.

Es cierto que necesitamos acción; pero también es verdad que somos, primeramente, una universidad: necesitamos reflexión. La cooperación queda como tarea de la universidad por varios motivos:

      • Pone a las personas más cualificadas de que dispone la sociedad en ámbitos de servicio incondicional, lo que va generando confianza en la sociedad.
      • Es capaz de reflexionar sobre los límites de la competencia y de la cooperación; de hacer ver su necesidad y de diferenciar los ámbitos en que ambas se dan.
      • El objetivo de generar la confianza es lograr acuerdos, volver al contrato social. Los acuerdos de civilidad sólo son posibles cuando hay cooperación, que es previa a todo acuerdo. Antes de hacer leyes, pactos e instituciones hay que querer vivir juntos.

La cooperación es aquello que puede distinguirnos como universidad de inspiración cristiana. Aprovechemos lo que tenemos para ello: nuestro espacio, tiempo, recursos y disposición. Lo universitario es lo universal. Proponer una sociedad donde quepan todas las personas es nuestra tarea central.

Muchas gracias.

 

Fuentes documentales

Castañeda, Jorge, Mañana Forever, Vintage, Nueva York, 2012.

Dupuy, Jean–Pierre, L’avenir de l’économie. Sortir de l’économystification, Flammarion, París, 2014.

Todorov, Tzvetan, Frente al límite, Siglo XXI, Madrid, 2004.

 

[*] Maestro en Filosofía y Teología por el Centre Sèvres de París, doctorando en Filosofía por la misma institución. Director del Departamento de Filosofía y Humanidades. rubencorona@iteso.mx

 

[1].     Por ejemplo: Castañeda, Jorge, Mañana Forever, Vintage, Nueva York, 2012.

[2].    Dupuy, Jean–Pierre, L’avenir de l’économie. Sortir de l’économystification, Flammarion, París, 2014.

[3].    Todorov, Tzvetan, Frente al límite, Siglo XXI, Madrid, 2004.

Había una vez… en Hollywood

Luis García Orso, SJ[*]

 

Recepción: 8 de septiembre de 2019

Aprobación:  16 de octubre de 2019

 

Quentin Tarantino nació en 1963 y se crió con su madre en Los Ángeles, California. En 1992 filmó Reservoir Dogs, historia que nunca pensó fuera el éxito que ha sido y, en 1994, Pulp Fiction, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, así como de los premios Óscar, Globo de Oro y Bafta al mejor guion. A partir de ahí, Tarantino ha seguido provocativamente su estilo propio: una peculiar combinación de comedia negra, serie policiaca, género bélico y western italiano. Es, al mismo tiempo, un cineasta admirado y controvertido.

En su última película, la novena, Once Upon a Time… in Hollywood (de 2019), Tarantino quiere recordar la ciudad de su infancia, en particular el año 1969, y de manera similar a lo hecho por Alfonso Cuarón, la película recrea imágenes muy queridas por el cineasta: las calles de Hollywood y sus automóviles, los edificios, los cines icónicos, las marquesinas y los carteles, los sets o lugares de filmación, el formato de Panavision, los restaurantes más sofisticados y los populares drive–in, el movimiento hippie, las chicas de Playboy, los artistas en boga, las series de televisión, Bruce Lee…

Tarantino sitúa a su protagonista Rick Dalton entre las populares series de televisión, con esos héroes de acción y los temas de vaqueros: Bonanza, Caravana, El gran chaparral, El virginiano, Gunsmoke, Tierra de gigantes, The fbi, Wild Wild West…Y luego, la gustosa banda sonora de la película con la música popular del tiempo como es recordada por el cineasta: Deep Purple, Buchanan Brothers, José Feliciano, Simon and Garfunkel, Paul Revere, Los Bravos… Ellos se convierten también en texto de la historia.

En ese ambiente y en ese año la historia fílmica sigue la vida cotidiana de un actor de series de televisión venido a menos, Rick Dalton, y de su doble para las filmaciones, Cliff Booth, en las actuaciones correspondientes de Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, con una notable química de amistad que nos recuerda la de Paul Newman y Robert Redford en Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969) y en El Golpe (1973). Rick Dalton es el símbolo de tantas estrellas que Hollywood crea y luego descarta, porque envejecen, porque ya no dan suficiente ganancia económica, porque los productores quieren gente joven y otros estilos. DiCaprio logra reflejarlo con cantidad de matices en su actuación, en particular en sus gestos de depresión y en la escena en la que es consolado por una niña actriz. Y Rick Dalton es también el homenaje de Tarantino al spaghetti western, vilipendiado por Hollywood y género insustituible del cine en las manos de Sergio Leone (Érase una vez en el Oeste, de 1968) y de Sergio Corbucci.

Y está también en ese tiempo Sharon Tate (interpretada por Margot Robbie), la nueva promesa de Hollywod, la chica sexy e ingenua, la estrellita rubia de quien se enamora el director Roman Polanski, en 1967, al filmar El baile de los vampiros y con quien se casa; la misma Sharon que puede ser más cómica de lo que se pensaba en Las demoledoras (The Wrecking Crew, de 1968) al lado del personaje ídolo de Matt Helm, que volvemos a ver aquí. Esa secuencia con Sharon viendo a Sharon en la pantalla nos hace saborear cómo el cine es una complicidad de miradas.

Tarantino lleva al atrevido Cliff Booth hasta Spahn Ranch, el abandonado lugar de filmaciones donde vive ahora la comuna del extraño Charles Manson y hace coincidir en el exclusivo Cielo Drive la casa de Rick Dalton y la mansión de Polanski y Sharon. Los espectadores ya sabemos que la madrugada del 9 de agosto de 1969 unos fanáticos de la secta de Manson llegan a asesinar a sus moradores y acaban de la manera más brutal y sanguinaria con la vida de la actriz Sharon Tate, a unas semanas de dar a luz. Y los asesinos se justifican: “Las películas que hemos visto desde nuestra infancia nos enseñaron a matar”. Terrible y dura verdad que nos tenemos que tragar. Pero el final que reinventa Tarantino para su película es de lo más sorprendente y cinematográfico: el tierno rescate de un actor venido a menos y de la chica que soñó en ser actriz siempre.

Tarantino mezcla recuerdos con ficción, en un guion a veces deshilvanado, porque le importan más que nada las imágenes y el encuentro cotidiano de tantos recuerdos; así crea una nostalgia cinéfila llena de emoción y cariño, una serie de imágenes convertidas en una película de amor a su infancia, al cine, a la televisión y a Hollywood. Muy disfrutable.

 

[*] Profesor de Teología en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México; miembro de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en México, miembro de SIGNIS (Asociación Católica Mundial para la Comunicación). lgorso@jesuits.net

Poder, fecundidad, comunidad: la cuestión ontológica del poder en Emmanuel Levinas

[*]

Pedro Antonio Reyes Linares, SJ[**]

 

Recepción:  17 de febrero de 2018

Aprobación: 17 de octubre de 2019

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio, sj. Poder, fecundidad, comunidad: la cuestión ontológica del poder en Emmanuel Levinas. El artículo analiza un texto temprano de Emmanuel Levinas que permite criticar, a partir del análisis de la enseñanza y su modo peculiar de establecer el vínculo, las nociones unidimensionales del poder como sujeción y subordinación en el modelo social de una unidad perfecta, para pensar en la creación de comunidad desde la relación fecunda con quienes en el pasado nos acogieron en su unidad no perfecta, sino marcada por el intento de recibir el desbordamiento de la novedad del recién llegado. Es la repetición de ese mismo dinamismo, en nuestro propio problema e intento de recibir a nuestra vez a los propios “nuevos”, lo que se propondrá como un principio de socialidad y como el desafío que, en nuestro tiempo, puede dejarnos esta lectura del novel filósofo que era Levinas.

Palabras clave: Levinas, socialidad, enseñanza, ética, poder, comunidad, fecundidad, ontología, Heidegger, fenomenología.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio, sj. Power, Fecundity, Community: The Ontological Question of Power in Emmanuel Levinas. The article analyzes an early text by Emmanuel Levinas that offers a critique, based on an analysis of teaching and his peculiar way of establishing links, of one–dimensional notions of power as subjection and subordination in the social model of perfect unity, in order the think of the creation of community from the fruitful relationship with those who previously took us into their non–perfect unity, marked by the attempt to receive the overflowing of the newcomer’s novelty. The repetition of this same dynamism, in our own problem and attempt to receive in turn our own “newcomers,” is proposed as a principle of sociality and as the challenge that this reading by the young philosopher Levinas lays down for us.

Key words: Levinas, sociality, teaching, ethics, power, community, fecundity, ontology, Heidegger, phenomenology.

 

A nadie se le oculta en nuestro tiempo la severa crítica que la obra de Emmanuel Levinas ha significado para las concepciones más tradicionales del poder, ya que plantea un modo diferente de concebir la constitución de la subjetividad y pone en primer plano el compromiso ético como una nueva forma de filosofía primera. Es por ello que quiero acudir a este autor para abordar el tema que ahora nos convoca, la cuestión ontológica del poder, porque creo que Levinas puede darnos elementos muy agudos para comprender las claves con las cuales podemos entender nociones diversas al usar el concepto de “poder”, que, al diferenciarlas, nos abrirían horizontes nuevos para ubicar los problemas humanos y sociales, y el modo de plantearlos.

Me voy a centrar especialmente en las conferencias que Levinas pronunció a finales de la década de los años cuarenta y en 1950 en el Colegio Filosófico de Francia, recientemente publicadas en editorial Trotta como Escritos inéditos. Las conferencias, aunque sus títulos podrían desorientarnos (Poderes y origen, Los alimentos y Las enseñanzas), tienen un hilo conductor y se encuentran en medio de la redacción de dos de las obras señeras de Levinas, la colección de ensayos que apareció bajo el título El tiempo y el otro y Totalidad e infinito, en las que desarrolla algunos de los temas fundamentales que en aquellas obras, especialmente en la segunda, recibirán un tratamiento más sistemático, por ejemplo, su crítica del sujeto y del poder.

Para el tratamiento del poder Levinas parte de la conexión, que en la Modernidad se ha hecho “natural” (en el sentido que Husserl daba a esta palabra), entre poder y libertad. Es esta conexión entre poder y libertad lo que ha dado, de acuerdo a nuestro autor, un prestigio excepcional a la segunda, y es también la razón del enorme escándalo, insoportable para los pensadores modernos, que se genera cuando se comprueba que sobre el origen no tenemos poder. “El hecho de que no hayamos escogido nuestro nacimiento parece constituir el gran escándalo de la condición humana”,[1] asegura Levinas, y es esta impotencia la que constituye “la marca del destino sobre cada una de nuestras iniciativas”,[2] de modo que todo ejercicio de poder, como realización de la voluntad que quiere afirmarse libremente en el mundo y en la naturaleza, está sostenido, paradójicamente, en su contrario, una irrenunciable e inevitable impotencia.

Es la ceguera ante esta impotencia fundamental la que ha hecho aventurarse a la filosofía, como empresa del saber, en una fantasía. Los filósofos se han visto como héroes delante de la tragedia de esa impotencia y han pretendido encontrar, por el saber, un “punto desde donde se domina la existencia”; es decir, plantea Levinas, “un punto absoluto”, “exterior a esa existencia”. Se trata de un intento de justificación que propone un “más allá del origen” que dé fundamento a las verdades sobre la existencia, convirtiendo la empresa en una superposición del plano de lo eterno sobre las circunstancias contingentes de la existencia. Es éste un primer concepto de poder que ha dominado la visión moderna de la vida humana, del saber y de la verdad. Este concepto de poder, como dominio sobre lo contingente porque participa de la eternidad, está marcado por el privilegio concedido a algunos (a los filósofos y a quienes como ellos se vean favorecidos para alcanzar esa eterna verdad y traerla a los mortales), que se convierte en el mito del “iluminado”, quien establece su pretensión de poder como una “dominación por medio de la verdad” sobre un conjunto de desfavorecidos que harían bien en plegarse a la visión de aquel benefactor. Derechos divinos, autoridades carismáticas y magisteriales, líderes empresariales y públicos con visiones únicas, dominación desde la cátedra, etcétera, no están lejos de esta forma de concebir el poder, ni tampoco se esconde a nuestros ojos la suerte que muchas veces sufrieron quienes la proponían, al momento de verse rechazados por los infortunados que no aceptaban la bienaventuranza que se les ofrecía.

No es que esta concepción se haya terminado del todo. Levinas lo sabe porque es testigo vivo de lo que significa la entronización de una personalidad mesiánica que defiende poseer una verdad absoluta. Sin embargo, no pretende quedarse en esta primera concepción porque ya ha sido criticada desde la “filosofía de la existencia”, como la refiere el autor lituano. La filosofía de la existencia —y está pensando en Heidegger y Sartre, pero también en Husserl y su fenomenología— ha “renunciado a este privilegio de elevarse hasta lo eterno”,[3] de modo que —y esto es ya un avance a ojos de Levinas— “concibe una verdad que no domina al objeto sobre el que recae”.[4] Es la “verdad de la descripción”[5] que se caracteriza por su fidelidad, manteniéndose con disciplina “en el mismo nivel en que se encuentra su objeto”.[6] No obstante, la fidelidad en el ejercicio de la descripción no quita a esta filosofía de la existencia su comunión con la convicción que gobernaba en la visión anterior; también aquí hay una irresistible tentación de asimilar el acontecimiento del ser a la comprensión del ser, es decir, como un “poder que se ejerce sobre el ser”.[7] El cumplimiento (Erfüllung) de la intención sigue siendo la idea rectora, aunque, por la exigencia de no “separarse nunca de las cosas”,[8] que completa el lema “a las cosas mismas”, tenga que aceptarse que “las imperfecciones del conocimiento [el carácter inacabado de la vida sensible], en lugar de permitir que se escape el objeto mentado, precisamente lo definen”.[9] La filosofía de la existencia sería una filosofía consciente de su inacabamiento, de la impotencia cuando se trata de acabarse, de su imposibilidad para cumplirse plenamente, pero no renunciaría a la intención que la define desde lo profundo. De hecho, esa intención se convierte en su intrínseco motor.

Esto obliga a reconocer, en cualquier forma de la filosofía de la existencia, en lo que exige ser visto como logrado, las evidencias que le subyacen y que quedan sin cumplirse en plenitud. Convierte, entonces, dice Levinas, el acontecimiento intelectual (el dominio del ser por el saber) en un acontecimiento histórico (el ir sabiendo, dominando el ser para seguir sabiendo sin abandonar nunca el plano de la finitud). No hay aquí —piensa Levinas contraponiendo a Heidegger a la salida que Husserl pretendía con la reducción fenomenológica trascendental— “ningún instrumento que pueda hacer salir al hombre de su condición”;[10] no hay ningún punto absoluto desde el que se defina el dominio, que ya no podría entenderse en Husserl como un salir a la eternidad, pero sí, tal vez, como una coincidencia plena con el origen, coincidencia también imposible. Y Levinas aplaude a quienes así corrigen el planteamiento original de la fenomenología, porque considera que la posición de Heidegger cumple de mejor manera la definición fundamental de lo que la filosofía es y puede ser; no hacer estallar la existencia, sino coincidir con ella, es decir, ser, la propia filosofía, la misma vida concreta: “existencia y acontecimiento”.[11]

Esta posición, piensa Levinas, realiza con mayor congruencia el programa fenomenológico que el intento husserliano y nos encamina a “una nueva concepción de poder”,[12] ya no aferrada a “la idea de lo perfecto”. Es esa nueva concepción de poder la que está en el fondo de la idea de intencionalidad, donde el pensar y el existir se identifican y no se concede al primero ninguna prerrogativa sobre el segundo. La trascendencia de la existencia no le está concedida por su facultad reflexiva, sino que ella misma tiene que pensarse siempre en curso, pues consiste precisamente en trascender. Es la misma existencia la que se define como “poder”, como ir pudiendo conforme puede, pero ahí la filosofía de la existencia parecería entrar en un callejón sin salida. Cuando la existencia se define como poder, ir pudiendo, la definición pide una relación con lo abierto, lo infinito, que sin embargo no puede cumplirse de ninguna manera en la misma existencia. Esa relación es el pensamiento, que Levinas entiende como “situarse detrás” de la existencia y que abre el horizonte del futuro como “actualización” de lo que ya está dado, la propia existencia en su último término, la muerte. Es ésta la última comprensión posible de la existencia impotente respecto del origen: una existencia así sólo puede asumirse en la comprensión de la muerte, y esta comprensión vuelve a ser un dominio del ser por la comprensión, un poder paradójico de una impotencia que siempre se refiere al poder.

Este poder paradójico no es la mera impotencia, el hecho de la impotencia, sino la imposibilidad, el comprenderse en el horizonte de lo imposible que se anuncia en todo lo posible. Es entonces, a la luz de ese desvelamiento de la naturaleza ontológica del pensamiento heideggeriano, que Levinas pregunta “la relación del hombre con el ser ¿es únicamente ontología?”[13] o, “dicho de otra manera, ¿se cumple la existencia en términos de dominación”,[14] es decir, de comprensión? Si ya no es la visión de lo eterno lo que se convierte aquí en garantía de la dominación (comprensión) de la existencia, es esta posibilidad de la imposibilidad la que gobierna y rige, domina y ejerce su poderío sobre la existencia en cada uno de sus posibles. Toda actividad estaría regida por una irremediable pasividad, y el ser humano tendría que entenderse contradictoriamente en uno de los dos extremos: dominado por la actividad siempre posible que le abre lo eterno (por lo menos a algo en el ser humano, su pensamiento), que sería la apuesta del idealismo (que “convierte toda pasividad en actividad”, y en eso consiste su peculiar concepción de poder), o dominado por la pasividad ante la impotencia que se anuncia, en toda actividad, desde su condición original de mortal: poder que ilumina todo no–poder o no–poder que ilumina con su paradójica claridad todo poder.

De ahí que Levinas proponga buscar en una condición que no necesariamente responda a esta disyuntiva de poder y no–poder, así comprendidos, y le parezca encontrarla sacando a la luz lo no pensado, la posición del que piensa la disyuntiva. “No se trata de una conciencia de localización, sino de una localización de la conciencia, de una localización que no se reabsorbe, a su vez, en conciencia”.[15] La posición que todo acto supone, pero que no puede reducirse de ninguna manera al acto, no es pensamiento ni sentimiento; tampoco es el “aquí” que implica al mundo como horizonte, como en el caso del Da heideggeriano. Es simplemente el “aquí” de la conciencia, implicado aun cuando la conciencia no ha venido todavía a sí misma, como en el caso del sueño; “precede a toda comprensión, a todo horizonte, a todo tiempo”.[16] No es una trascendencia, sino un dinamismo sin trascendencia, una insistencia, “intencionalidad original respecto de todas las que ya están instaladas en la posición, que parten de ella”.[17] La posición es el origen que el poder no puede apresar por su carácter originario, más original que todo poder, que ha de venir de ella: es siempre el asiento del poder, su base más original. En la posición se anuncia una alteridad fundamental, no un “obstáculo para el poder, sino su condición, su privilegio y de alguna manera su gloria, que lo eleva por encima del fenómeno […] Tiene dignidad”.[18]

Esta dignidad de la posición que Levinas reconoce es la liberación del sujeto de quedar encerrado en su propia identidad para encontrarse puesto en el suelo, antes de toda relación con un objeto. En la segunda conferencia, Los alimentos, Levinas extiende este análisis al problema del cuerpo, no como el objeto de mi conciencia, como una conciencia corporal, sino como su soporte. “El cuerpo en tanto que posición es el hecho de sostenerse”;[19] y es a partir de este hecho como puede dar toda vuelta sobre sí, toda “comprensión de sí por sí”[20] y “la libertad de gustar la vida”.[21] Es ese pleno gozo que no es comprensión al modo de la visión o proyección, sino simple presa de sí como inmanencia. Es estar en sí mismo y, ser así, condición de gozo primigenio, no con vistas a, sino por el gozo mismo. No es todavía cuidado de sí, sino estancia en un mundo de necesidades que no están precedidas por una carencia mía, sino que me preceden, que se reciben, que se acogen en ese sí al que vuelve el sí en el disfrute o, como indica Levinas, en mi “en casa”. Esta expresión refleja esa condición dual en que se encuentra todo ser humano: por su “en casa” puede recibir al mundo, pero también es ya parte del mundo. El mundo que le adviene no es todavía el mundo de las utilidades, puesto que todo útil implica ya haberse plantado, haber detenido de alguna manera el ritmo para poder asir, como otro que viene, el utensilio. Este otro que viene a la mano no viene preparado para ser asido. No hay una naturalidad del paso del utensilio a la mano; la mano es precisamente la condición de trabajo que el utensilio–otro exige: al utensilio hay que trabajarlo, asirlo, y así me revela su condición trascendente, es decir, como “no consumible”[22] y como algo que hay que trabajar, no sólo con lo que se trabaja.

Ese “tener que” trabajarlo, que marca sobre quien lo recibe la alteridad del utensilio, instaura, según Levinas, “la personalidad de sí”,[23] que se define como quien está exigido de trabajo, de proyectar no su existencia sobre su propio término, sino sobre el término del otro, del objeto que “viene a”, si el trabajo sale bien, servirle. “La estructura del poder —argumenta Levinas— no es la proyección de la existencia hacia un porvenir absolutamente porvenir; es una proyección hacia el porvenir del objeto ya presente en la materia primera. La materia primera preexiste. El poder es esencialmente no creador: domina lo dado, no lo supera: toma, modela”.[24] En este poder no creador en que la materia nos es dada, no estamos como en un presente absoluto, sino que la materia dada, la condición no creadora del poder, denuncia su “venir de”, su pasado, una historia también precedente en la que otros y otras me aportan sus utensilios y su propio trabajo para ser recibido en ellos. Toda persona se encuentra en su poder como colaboradora, laborante con otras; y no sólo con las que actualmente le acompañan en sus labores, sino también con las que la preceden y están haciendo posible que el mundo llegue así, como ahora puedo acogerlo. El poder está viniendo al lugar, a la posición, que no es una posición solitaria, sino que a ella nos viene también una historia, un “alguien” del que puedo llamarme efectivamente “hijo”.

Levinas, sin embargo, reclamaría un apresuramiento y una imprecisión en lo que acabamos de afirmar en el párrafo anterior. Y es que, como nos muestra en su tercera conferencia, Las enseñanzas, “nada nos remite menos al pasado que el utensilio”.[25] El “venir de alguien” no se hace evidente en el utensilio, sino que tiene que ser denunciado (a este punto volveremos en un momento). “Las cosas que cogemos, con las que trabajamos, son sin pasado, ofrecidas a nosotros, anónimamente […] presentes igual que la naturaleza”.[26] Este anonimato y condición natural está en el fondo de la actitud ingenua que caracteriza al hombre moderno. Esta última observación de Levinas sobre la ingenuidad de utensilios y naturaleza nos permite una pregunta que el autor deja de lado sobre una dimensión del cuerpo, de nuestro “en casa”: ¿no es verdad que nuestro cuerpo carga también implícitamente una historia, no tanto la cultural de los utensilios, sino, también, la historia de la organización evolutiva de ese cuerpo en que se cruzan los hilos físicoquímicos y biológicos que nos constituyen? La posicionalidad que el cuerpo actualiza es ciertamente fundamental, como Levinas reconoce con agudeza; pero en esa misma posición se dan cita, es decir, vienen a ser acogidos, el dinamismo cultural de nuestro mundo de utensilios y significados y los dinamismos de la naturaleza que no llamamos “nuestros” sino hasta que se presentan con una fuerza que nos domina y estremece (como en el caso del dolor o del disfrute extático), y que permanecen con una exterioridad que marca nuestra forma de habitar el mundo. Ese venir del cuerpo y de la cultura a la vez, nos da pie también para la propuesta con la que terminaremos nuestro argumento con y frente a Levinas.

Es así, pues, como la persona humana se encuentra con el mundo dado y se relaciona con él en presente, como si el único tiempo que viniese, viniese por lo que él pueda hacer con esa naturaleza natural y artificial. Y en ese mundo dado no es en absoluto impropio el encontrarse con los otros como compañeros de taller, de labor, extraños que están trabajando en sociedad, juntos, con unos mismos utensilios. Ese reconocimiento de la colaboración no rompe con la naturalidad ni con su concepción de poder que aquí aparece como red de trabajo de dominio común y desde ideas y comprensiones que rigen en lo común: Estado, Patria, Nación, que hacen de universales sin que aparezca lo privado en su peculiaridad. Para Levinas es necesario algo más: la denuncia del poder que viene de “alguien” implica un acontecimiento de habla; alguien que rompa con esa naturalidad y le haga saber al “yo” que ha sido elegido, creado, y que eso es lo que lo instaura como un “yo”. Es el acontecimiento primerísimo, inmemorial, la posición original que, desde otro, ha venido a dárseme y desde la que puedo, desde entonces, recibir el mundo. En ese acontecimiento se problematiza mi reconocimiento como “hijo” y me descubro, más que hijo, “criatura”, una distinción que aquí Levinas no desarrollará más y que mantendrá en ambigüedad. Tampoco nosotros lo abordaremos, pero conviene dejarlo señalado.

Nuestro autor sostiene que este poder que viene de “alguien” es un no–poder, si es que el poder se ha de definir necesariamente en los cánones modernos que lo identifican con la libertad subjetiva. El poder que viene de “alguien” es otra manera de poder que no se identifica con el poder del disfrute, propio del mundo de los alimentos. Este poder es una fecundidad, un poder–dar que no depende de la carencia previa, sino que se inserta en el mundo de las necesidades como una oferta, un don que me viene y me llega de otro. Ser hijo, afirmará Levinas, es “existir de manera que no se existe enteramente por cuenta propia, sino refiriéndose […] al existir de Otro”.[27] A ese poder de fecundidad, que viene a nosotros como donación gratuita de otro, es al que Levinas llama “enseñanza”, haciendo resonar en esta palabra aquella otra que fue fundacional de la propia fe de Levinas, “Torah”, que aunque se traduce generalmente como “ley”, sería más correcto comprender como “enseñanza”.

La enseñanza da un vínculo desde el que se pueda pensar, acto creador que no puede ser asumido por la criatura como su posesión, pero que sí puede aprender, seguir sin asumir, ni quedar meramente asumido en ella. Al ser escucha, la enseñanza no se hace inmanente a la trascendencia, pues implica una relación con otro, donde ni el yo ni el otro pierden lo que, de suyo, les es propio. En la enseñanza se da la “ruptura del mundo de los alimentos: situación en la que hay alguien detrás de mi libertad; comienzo de la comunidad”.[28] ¿Pero qué tipo de palabra es la enseñanza? En esta última frase el autor no se refiere a la enseñanza que se recibe en audición, sino a la que se recibe en caricia, ésa en la que la otra persona “se retira a su misterio”[29] dejando mi cuerpo tocado por otro, en herida abierta a otro que no puede ser reducido meramente a disfrute, sino que, en el disfrute, hay una “sensación bicéfala”[30] donde dos seres están unidos en una misma sensación que resulta única; un solo presente vivido de multiplicidad. En la caricia, en la voluptuosidad de la relación erótica, como en la palabra que se escucha, se hace manifiesta una alteridad que está generando, a la vez, dos yoes irreductibles. Es propiamente esa alteridad la que hace a la palabra huella de aquella alteridad que se hizo presente, inaprehensible, inasumible y que me dejó herido, abierto, elegido para ser yo desde esa visita. En la herida de la alteridad se ha dado esa parada del ritmo, necesaria para que aparezca lo humano en el “yo”, en donde el “yo” muestra su “envés”, el haber venido de otro a ser yo, haber sido elegido, ser “hijo”, como dice Levinas.

Enseñanza es la palabra que viene de afuera y en ese modo se da para ser recibida. No es una petición a la libertad, sino una irrupción del otro en mi “en casa”, pues es él quien me ha elegido como escucha o como el hueco de los abrazos en que se entrega como piel, seno o cavidad que puede acogerle en su enseñanza. El otro no se pierde en su elección, no se funde con su elegido, sino que se mantiene como palabra inasumible, insobornable, que mantiene la distancia insuperable del donante respecto de su donatario, del padre respecto a su hijo. La elección que implica la enseñanza, entonces, inviste al “en casa” de una dignidad: la persona es un interlocutor confiable, no por sus méritos, sino por el don de la palabra que el otro le dirige. Con esa confianza la persona es distinguida, elevada a individualidad plena, como respeto y reverencia al “en casa” que le es propio. La palabra de la enseñanza se dirige con plena gratuidad, pues no depende de que la persona se muestre primero digna de ella, sino que es la palabra (la elección) la que la dignifica, la abre a la alteridad que ha querido reconocerla como digna de recibir su mensaje, y es llamada a responder libremente, justificando con su respuesta, acto nuevo y también innovador, la elección con que el otro le ha confiado su caricia o su palabra. Y, por esa dignidad que ahí se instaura, es como Levinas considera a la enseñanza un acto creador, fecundidad, a diferencia del poder no–creador de la manipulación.
La fecundidad es obrar un existir pluralista, de yo y otro, al mismo tiempo, en un acto que precede toda libertad. Este “precede”, aclara Levinas, “debe tomarse aquí en un sentido extremadamente fuerte: indica un pasado absoluto, un pasado del que precisamente no cabe tener recuerdo, ni reminiscencia, ni asunción, ni repetición, como en el pasado heideggeriano”.[31] Es a este pasado absoluto al que llama enseñanza. La enseñanza me crea en cuanto me instaura en un nuevo espacio donde mi libertad queda situada en la confianza libre y primera del otro, como su condición absoluta y fundamental.

En la instauración la persona que acontece en el “yo” queda colocada en un verdadero común: el lugar en donde ha quedado susceptible a esa llamada a responder desde su elección. Es ahí en donde encuentra a los otros que acuden a él con su palabra y su caricia, y le remiten a otro misterio de elección. Ninguno de ellos es padre en sentido absoluto, pues ninguno posee el origen como propiedad: todos hermanos y hermanas, otros que “se retiran a su misterio”.[32] El hijo reconoce ahora también a los hermanos y hermanas que vienen a él (o a ella) también del padre, también de una elección que los inviste de misterio y libertad, de respuesta pedida, insobornable e insustituible. En cada hermano, en cada hermana, el “yo” descubre no a uno con el que pueda identificarse, sino a un único, imposible de aprehender en su elección. Cada uno en su misterio, cada uno en lo común, en el mundo que recibe en su “en casa”, que es reconocido, elegido en unicidad. Y ahí es donde plantea Levinas el problema de la justificación de la libertad. No le basta al “yo” comprenderse o comprender el mundo en el que vive, ni desde la eternidad ni desde una posibilidad que se realiza en su vida, ni desde el hecho que le da terminación a su vida finita, para justificar esa libertad que se experimenta en lo común, en el “entre”, en los hermanos, en el espacio abierto entre ellas y ellos. La justificación tendrá que ser ahora un problema irresoluble para un “yo” solitario que se encuentra así en la impotencia de darse a sí mismo una razón que baste a la existencia. Rota irremediablemente la unidad parmenídea; la unidad de los hermanos y hermanas se ha vuelto un problema: el problema de convertir la fraternidad en una socialidad, en un espacio de relaciones donde los hermanos puedan convivir. He ahí la pregunta por la justicia que resuena en el origen y fundamento de la cuestión del poder.

La fraternidad no es la solución —señala Levinas—, como han pensado los socialismos utópicos, sino que es lo que inicia el problema. Lo inicia, como la elección, en ese pasado absoluto en el que todos nos encontramos sin poder dominarlo porque no se tiene poder sobre el origen. De origen, existencia múltiple, “no soy sino una parte”,[33] instaurado en un todo que no puede reducirse a la comprensión. Y es ahí donde la elección se torna llamada; el todo llama a repetir la enseñanza para “fundar una sociedad de hermanos”.[34] No se trata de elegirme a mí mismo ni de elegir al otro que ya ha sido elegido, sino de elegir el riesgo de “intentar permanecer juntos”[35] para crear una sociedad, un todo, a partir de los inconciliables e irreductibles elegidos, cada uno en su elección, es decir, a partir de la fraternidad. Es este intento al que Levinas llama “justicia”, pero no como un modelo o fin comprendido de lo que serían las relaciones adecuadas en la comunidad, sino como siempre intento de hacer nacer un mundo para todos y donde la elección de cada uno, de cada una, sea reverenciada, tal como reverenció el padre o el Creador, en su elección primigenia, el “en casa”, el cuerpo, la existencia de cada elegido.

Con este intento Levinas pretende una universalidad que, a diferencia de los teóricos del Estado y con Kierkegaard, no abandone nunca el ámbito de lo privado. No se trata de diluir las individualidades, sino, por el contrario, de reconocer una universalidad por venir, por darse en el intento de las individualidades por reconocer y reverenciar las otras individualidades. La enseñanza aquí no es todavía el mandato del “no matarás”, que caracterizará el planteamiento posterior de este autor, sino que Levinas se queda en otro tiempo, anterior, intermedio, el tiempo de la oportunidad: podría matar al otro o, también, intentar otra cosa, “permanecer juntos”. Parece haber aquí otra libertad distinta a la del dominio, distinta a la del disfrute; una que se justifica no para sí misma, sino sólo en el tomar la oportunidad de intentar, de equivocarse, de pedir perdón y perdonar, de permanecer en fidelidad junto a sus hermanos y hermanas, sabiendo que también ellos, elegidos como ella, pueden decidir matar o, a su vez, intentar la permanencia. ¿No habrá que reconocer, pues, también aquí otro poder, el poder fecundo del intento, de la convivencia, de buscar ser fieles a seguir intentando permanecer en convivencia de persona a persona? ¿No latiría en este intento la consideración posible de la tradición aristotélica cristiana de la amistad, la caridad y la benevolencia como elementos esenciales del problema de la justicia? ¿No serían entonces también definitorios estos elementos en ese no–poder o poder otro que Levinas llama fecundidad?

Este poder de la fecundidad no resulta evidente para sujeto alguno; no está incluido en ninguna actividad ni pasividad como un elemento más de la inmanencia; y no es acción ni contemplación, no es un des–velamiento, sino que es trascendencia, un llamado, una invitación (no un mandato que, por su posible coerción, apunta a un orden que, por ya dado, debería ser obedecido), algo que se puede acoger, aprender, recibir como enseñanza y que pide reverencia a quien lo enseña. En el intento de esta convivencia ha de encontrar también su lugar esta enseñanza de la reverencia que acompaña al aprendizaje de la enseñanza misma. Tal vez sea la enseñanza de la reverencia lo que en verdad podemos enseñar de la enseñanza. No podemos hacer presente el pasado absoluto ni se puede conjurar su distancia repitiendo alusiones y palabras; pero esas alusiones, esas palabras, y el contexto que inventamos para recoger su brillo pueden enseñarnos reverencia a ese pasado y apuntarnos a ese “vínculo con un punto que el alumno no puede encontrar, pero a partir del cual puede pensar”.[36] Tal vez de eso, de enseñar reverencia, de hacer vínculo desde nuestros intentos hacia ese pasado, de modo que nada pretenda ser dominación y último término que comprenda a los elegidos en convivencia, es en lo que consiste el poder fecundo que nos llama a hacer sociedad.

Tal vez ahí es que conviene recuperar el trabajo constante y el método de los humanistas como Antonio Gómez Robledo, para movernos a la reverencia y a la gratitud con quienes nos precedieron. No porque sean ellos nuestros padres en sentido absoluto, pero sí porque al reconocer su respeto por la humanidad y sus enseñanzas en el tiempo, su atención a resaltar lo que encontraron mejor en nuestra convivencia, en su defensa por los desheredados, los ignorados o los privados de las condiciones mínimas necesarias para la humanidad, incluso del mismo reconocimiento de seres humanos, en su piedad religiosa, filial, fraternal y fidelidad en la amistad, en su gratitud a quien ha dado tanto bien recibido y a quien ha defendido la humanidad en todo ser humano, pueda estar el mejor contexto para ejercitarnos en ese poder otro que se llama, según Levinas, fecundidad.

 

Fuente documental

Levinas, Emmanuel, Escritos inéditos 2. Palabra y silencio y otros escritos, Trotta, Madrid, 2015.

 

[*] Conferencia dictada en el V Congreso Jalisciense de Filosofía. De leviatanes y sujetos en vilo: Filosofía, Ética y Política en Antonio Gómez Robledo, homenaje a Antonio Gómez Robledo, el 16 de febrero de 2018.

[**] Doctor en Filosofía por la Universidad de Comillas. Profesor del ITESO. parl@iteso.mx

 

[1].     Emmanuel Levinas, Escritos inéditos 2. Palabra y silencio y otros escritos, Trotta, Madrid, 2015, p. 80.

[2].    Idem.

[3].    Idem.

[4].    Idem. Las cursivas son del autor.

[5].    Idem.

[6].    Idem.

[7].    Ibidem, p. 81.

[8].    Idem.

[9].    Ibidem, p. 82.

[10].    Ibidem, p. 85.

[11].    Idem.

[12].    Idem.

[13].    Ibidem, p. 95.

[14].    Idem.

[15].    Ibidem, p. 96.

[16].    Ibidem, p. 98.

[17].    Idem.

[18].    Idem.

[19].    Ibidem, p. 115.

[20].   Idem.

[21].    Idem.

[22].   Ibidem, p. 117.

[23].   Idem.

[24].   Ibidem, p. 118.

[25].   Ibidem, p. 124.

[26].   Idem. Las cursivas son del autor.

[27].   Ibidem, p. 101.

[28].   Ibidem, p. 133.

[29].   Idem.

[30].   Idem.

[31].    Ibidem, p. 128.

[32].   Ibidem, p. 133.

[33].   Ibidem, p. 137.

[34].   Idem.

[35].   Idem.

[36].   Ibidem, p. 128.

 

Alfonso Ibáñez y la praxis pedagógica liberadora

Rodrigo José Pinto Escamilla, SJ[*]

 

Recepción: 30 de agosto de 2019

Aprobación: 15 de noviembre de 2019

 

Resumen. Pinto Escamilla, Rodrigo José, SJ. Alfonso Ibáñez y la praxis pedagógica liberadora. El objetivo de este artículo es vincular dos facetas de Alfonso Ibáñez Izquierdo, la de autor y la de profesor, a través de la relación entre su modo de enseñar y algunas de las ideas contenidas en su obra. En primer lugar, se presenta una experiencia para ejemplificar la pedagogía educativa de Ibáñez y su aparente desconexión con sus escritos y, en segundo lugar, se plantean correspondencias teóricas desde distintas relecturas que Ibáñez realizó de Marx, Castoriadis y Nietzsche para entender el fundamento pedagógico de su obra, en la que se aprecia la transición de una visión de la pedagogía revolucionaria a una praxis pedagógica de la autonomía.

Palabras clave: pedagogía, praxis, educación, autonomía, revolución, paideia, Ibáñez, Castoriadis.

 

Abstract. Pinto Escamilla, Rodrigo José, sj. Alfonso Ibáñez and Liberating Pedagogical Praxis. The objective of this article is to link two facets of Alfonso Ibáñez Izquierdo’s career, his work as author and as professor, by relating his way of teaching with some of the ideas discussed in his written works. First, one experience is presented in order to exemplify Ibáñez’s educational pedagogy and its apparent disconnection from his writings; then, theoretical ties are proposed from different re–readings that Ibáñez made of Marx, Castoriadis and Nietzsche in order to understand the pedagogical foundations of his written works, which reveal a shift from a vision of revolutionary pedagogy to a pedagogical praxis based on autonomy.

Key words: pedagogy, praxis, education, autonomy, revolution, paideia, Ibáñez, Castoriadis.

 

Introducción

Autonomía, multiculturalismo, democracia, revolución y utopía son algunas de las grandes categorías que podemos encontrar en la obra de Alfonso Ibáñez. Su virtud no consistía sólo en pensar de manera global, sino también en unificar todo tipo de pensamientos diversos y aparentemente distintos. Su constante creatividad provenía de su habilidad para poner en diálogo a potentes pensadores de diversos tiempos y regiones, siempre bajo la crítica latinoamericana. Su inicial militancia política pedagógica que narra en el libro Educación popular y proyecto histórico (1988) ya dejaba ver las Fracturas de Marx (1983) y, paulatinamente, hizo suya la postura de Castoriadis, quien “se vio obligado a escoger entre permanecer marxista o permanecer revolucionario, optando por esta última […] porque en el trasfondo, la teoría de Marx reposa en un ‘racionalismo determinista’ que finalmente bloquea la creación histórica”.[1]

En su libro El hombre matinal de Mariátegui: un marxista nietzscheano (2005) Ibáñez deja ver su habilidad para apropiarse y vincular distintos pensamientos, así como supo hacer venir a Nietzsche entre nosotros (2001) para sumarse al pensamiento de América Latina. Se propuso repensar la Difícil democracia (1994), la Reivindicación de la utopía (2008) y el Multiculturalismo en América Latina (2002). Muchos de sus últimos esfuerzos se concentraron en destacar El buen vivir como un proyecto civilizatorio intercultural (2014) desde la sabiduría de los pueblos originarios. Con un sentipensar Ibáñez recrea los temas icónicos tradicionales de la filosofía y la política para colocar la Utopía de un mundo donde quepan todos los mundos (2009) como eje pluralista para las democracias y las autonomías.

Ibáñez Izquierdo apostaba por un proyecto político mundial transcultural sin los universalismos abstractos propios de la imposición de una sola cultura. Su pensamiento solía moverse del logocentrismo griego al corazonar amerindio, de las Europas a la América Latina, de la filosofía de la antigua Grecia a la posmodernidad, de lo global a lo local y de las experiencias concretas a las grandes directrices generales. En todo ello siempre exhortando a propios y extraños, a intelectuales y aprendices, a militantes y académicos; porque a

[…] cada uno desde su lugar donde nos toque estar y actuar, nos corresponde practicar una autonomía abierta a los otros, ensayando e inventando la comunicación intercultural, la conjugación del pasado y el futuro, de lo tradicional y lo moderno, de lo local con lo mundial, del conocimiento técnico científico con los valores éticos más universalizables.[2]

Dentro de esta mezcla creativa, crítica y propositiva, la educación tuvo un lugar en la vida de Alfonso Ibáñez y un papel en su pensamiento: no sólo fue autor; fue profesor, y su práctica docente era iluminada por su pensamiento, así como su pedagogía dinamizaba sus reflexiones filosóficas y políticas.

 

Alfonso Ibáñez, autor y profesor

Alfonso Ibáñez Izquierdo fue un pensador profundo y sus escritos no dejan lugar a dudas. Sin embargo, este texto no pretende destacar categoría alguna de su obra, sino tan sólo vincular dos de sus facetas: profesor y autor. Y aunque advierto que la pedagogía no figura como uno de los ejes principales de su pensamiento, sí la considera un pivote para alcanzar la autonomía y la democracia.

Si se trata de homenajear a Ibáñez, considero una traición remitirme a él sólo desde “su pensamiento” plasmado en sus escritos. Esto no únicamente porque en su obra se percibe la experiencia constante de pensar la acción y de aplicar las ideas, sino también porque Ibáñez propuso distanciarse del logos hegemónico y apostarle a la imaginación, a la creación basada en la experiencia. Es por ello que, reitero, en este texto busco dar cuenta de la manera de pensar y entender a Alfonso como profesor desde el Ibáñez autor que recuerdo en mi experiencia con él, como su alumno y lector. Gracias a él conocí a Karl Marx y a Cornelius Castoriadis en los seminarios que impartió en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) de Guadalajara, y le debo asimismo muchas de las reflexiones de mi trabajo filosófico.

Afirmó Nietzsche que “todo pensador profundo tiene más miedo a ser entendido que a ser malentendido”.[3] Puedo asegurar que muchos de los alumnos de Alfonso le ayudamos a disipar ese miedo a ser entendido. El Alfonso profesor no siempre coincidía con el Ibáñez autor. Los escritos críticos y estimulantes contenidos en su obra no siempre coincidían con la metodología de sus seminarios de estudio en los cuales parecía que era alcanzado por la insignificancia y la impotencia creadora que tanto deseaba contrarrestar en su obra escrita. Fue un profesor peculiar y controvertido.

Para entender el modo de enseñar de Alfonso en los seminarios de estudio en el ITESO es necesario buscar el fundamento pedagógico en su obra. Para esto, en un primer momento, presentaré mi experiencia con Alfonso como profesor y lo que viví de su “cuestionable” pedagogía, y, en un segundo momento, vincularé su modo de enseñar con algunos pasajes de su obra en los que hace lecturas de Marx, Castoriadis y Nietzsche sobre temas de educación y pedagogía: en su lectura de Marx abordaré las reflexiones que relata Ibáñez con respecto a su experiencia de enseñanza en zonas marginales de Perú, plasmadas en uno de sus primeros libros de la década de los años ochenta; de Castoriadis tomaré la idea de praxis junto con la categoría griega de paideia entendida como educación integral, y, finalmente, me acercaré a la influencia de Nietzsche en Ibáñez para hablar de la propuesta de reivindicación del sujeto frente a la posmodernidad en un dinamismo de no integración.

 

Una cuestionable pedagogía

Pensar en Alfonso como profesor es evocar una de las descripciones que él mismo hizo de Nietzsche: “muchas veces, resulta equívoco, irritante y paradójico, lleno de máscaras y juegos laberínticos. Pero […] en todo caso, lanza un desafío ante el cual es casi imposible permanecer impasible”.[4] Fue motivo de discusión aclarar si Ibáñez Izquierdo era un buen profesor o no, de si tenía una pedagogía o si más bien dejaba que la inercia marcara el ritmo. En la primera sesión de los seminarios solía plantear las reglas del juego con un programa bastante completo, abundante bibliografía y con un método sencillo de lectura individual previa, diálogo en equipos y discusión general final. En esta misma primera sesión preguntaba a los alumnos sobre la posibilidad de cambiar la dinámica de las sesiones y de la evaluación. Del silencio y las miradas dudosas no salía propuesta alguna. Las discusiones en las primeras sesiones eran álgidas y formativas. Preguntas iban y venían. Tuvimos sesiones en las que el tiempo nos estorbaba para continuar reflexionando, y otras en las que la monotonía era la gran protagonista. Los alumnos teníamos la libertad para decidir qué hacer con el tiempo y la dinámica de las sesiones, sea aprovechar el seminario o aprovecharnos de él para otros intereses. Alfonso dialogaba y discutía en la medida en que los alumnos colocábamos alguna cuestión y callaba ante la ausencia de comentarios. Todo bien hasta este punto. Con el paso del tiempo, los alumnos podíamos ausentarnos sin problema o no llegar preparados con lecturas previas o cuestiones a debatir; Alfonso no decía palabra alguna. Nunca reclamó ni exhortó al estudio; no cuestionó los silencios ni los pocos intereses aparentes, y no cambió el método de enseñanza aun en momentos en los cuales la inasistencia y los silencios eran lo más constante. Entre sus alumnos surgían comentarios de halagos por dejar que la dinámica siguiera su curso, mezclados con reclamos por no proponer algo distinto ante sesiones evidentemente a la deriva. ¿Qué intención tenía Alfonso con esta metodología?

Las dudas sobre la pedagogía de Alfonso como profesor eran similares a las que él mismo tenía de Nietzsche como filósofo, de quien afirmó que “con frecuencia irrumpe una duda y hasta un dilema: ¿La filosofía de Nietszche es liberadora u opresora, es fundamentalmente destructiva o constructiva, está básicamente puesta al servicio de un no o de un sí a la vida?”[5] Así se puede pensar de Alfonso como profesor. ¿Dónde estaba ese empuje vital suyo que se expresa en sus escritos? ¿Dónde estaba ese Alfonso que cree en el súperhombre de Nietzsche, en el hombre matinal de Mariátegui, en lo magmático creativo de Castoriadis, en el salto cualitativo de Gramsci? ¿O tal vez Alfonso fue alcanzado por el nihilismo pasivo del último hombre, por la insignificancia? ¿A qué le apostaba nuestro profesor con ese método cuestionable?

Los textos de Ibáñez están llenos de búsquedas por la transformación de las instituciones, por la reivindicación de la utopía de las múltiples autonomías democráticas para revertir las burocracias estériles. ¿Cómo compaginar su obra escrita con su práctica pedagógica? Si abogamos por la responsabilidad individual a la que mucho apelaba, el mismo Ibáñez señalaría que para crear la nueva utopía es necesario un grado de compromiso personal que implica “relacionar imaginación, acción y pensamiento crítico en una dinámica de retroalimentación continua”.[6] ¿Dónde estaban su compromiso y su pensamiento crítico durante las sesiones de los seminarios? Su paradójica y controvertida pedagogía tiene un vínculo con su obra porque es un eje que posibilita la revolución social y la autonomía individual.

 

La praxis pedagógica revolucionaria

En su libro Educación popular y proyecto histórico plasma una década de experiencias dentro de la actividad crítica y práctica de la enseñanza junto con otras y otros. Es en 1988 cuando bullen los trabajos sociales educativos en América Latina, y Perú no es la excepción. El pensamiento de Ibáñez en relación con la educación está vinculado al marxismo y a la filosofía de la praxis, a la evangelización, a la búsqueda de una nueva cultura política, y a la pugna entre el Estado y los movimientos sociales.

La conciencia de la existencia de una cultura hegemónica se mezcla con la opción por la participación activa para la transformación social desde un sector y a través de una estrategia, la de la educación popular, la cual no se practica por populismo o por un fundamento de fe ciega, sino porque existe el deseo de recrear el sistema de relaciones sociales y porque “en la imaginación popular se pueden encontrar los gérmenes de una nueva cultura de liberación y los embriones de una democracia participante”.[7] La revolución social es fin y medio como pedagogía humana por excelencia. Ése es el axioma principal que resalta Alfonso de Marx a partir de la tercera tesis sobre Feuerbach en la que se aclara el dinamismo de la praxis al afirmar que “la coincidencia del cambio de circunstancias con el de la actividad humana, o cambio de los hombres mismos, sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”. El eje de la pedagogía es el ejercicio de la transformación del Estado hegemónico, y quienes se dedican a la enseñanza deberán aplicar este eje porque “los educadores únicamente logran eficacia en su trabajo de aportar a la transformación de los hombres si contribuyen a su vez en la transformación revolucionaria de la sociedad”.[8]

Alfonso deja en claro que para la emancipación de las alienaciones sociales existe un camino por develar que no es “la recepción de una verdad indiscutible o de la asimilación de categorías previamente cristalizadas, sino más bien la apertura a la aventura del descubrimiento de la realidad en la cual nos hallamos inmersos y a veces como extraviados”.[9] La problematización de la vida es la pedagogía para crear nuevos horizontes desde aquellos que la viven. No hay verdadera emancipación si no es autoemancipación.

Ibáñez aclara que todo lo que versa sobre educación y pedagogía en esta obra se refiere a la opción por la educación informal popular como la que es capaz de ser agente instituyente de toda la sociedad. ¿Y la educación oficial qué?, se pregunta al final del libro y, sin elogiar
la labor de ésta, concluye que existe una tensión creativa en ella.

En el propio aparato instituido, en tanto que espacio de confrontaciones, surgen tendencias contestatarias que buscan revertir su sentido y orientación. Para lo cual, a través de una difícil lucha de posiciones, se van conquistando determinados ‘márgenes de autonomía’. Por lo tanto, en un proceso vasto y complejo de transformación societal, pueden gestarse propuestas pedagógicas novedosas […] Allí se hacen esfuerzos para combatir el ‘enclaustramiento’ convencional, abriendo las puertas de la universidad.[10]

La “praxis pedagógica” señalada por Ibáñez en la experiencia de educación popular apunta a una dinámica en la que el hombre se transforma a sí mismo, humanizándose, en la medida que transforma su mundo. Se trata de la praxis dialéctica revolucionaria de Marx que apunta a la libertad de la sociedad; pero no es tal la visión acabada sobre la educación que Ibáñez mantuvo hasta el final de su vida, pues en algún punto comenzó a interesarse en el estudio de Cornelius Castoriadis, quien retomó de Marx su idea de revolución y educación.

 

La paideia como educación integral

Alfonso se sumerge en Las encrucijadas del laberinto (1978) de Cornelius Castoriadis, obra en la que critica y se distancia de Marx por colocar lo teórico–especulativo por encima de la praxis abierta y creativa de la revolución. Es desde las significaciones imaginarias sociales que Castoriadis propone una política revolucionaria con el objetivo de orientar a la sociedad hacia la autonomía de todos, pero desde la auto–institución de la sociedad, en donde ella misma crea sus propias instituciones. Para alcanzar esto se requiere de la reflexividad constante y sin imposición. Es en lo que consiste la educación.

La pedagogía, en todo este sistema de pensamiento, aparece cuando Castoriadis se pregunta si los ciudadanos realmente se interesan en los asuntos públicos para salir de la hegemónica inercia burocrática y alienante. Surge el término griego paideia[11] “en tanto que educación continua e integral en y para la política responsable”.[12] Esta paideia será el punto decisivo para “la formación de individuos que han interiorizado a la vez la necesidad de la ley[13] y la posibilidad de ponerla en tela de juicio, la interrogación, la reflexividad y la capacidad de liberar la libertad y la responsabilidad”.[14]

El lugar por excelencia para ejercer esta paideia integral es el ágora, espacio social de la antigua Grecia que retoma Castoriadis para referirse a la necesidad de vincular lo público (ecclesía) con lo privado (oikós) y gestar la creación de la reflexividad consciente de los ciudadanos. El ágora es la vinculación de lo público y lo privado que posibilita la gestación de la verdadera autonomía.[15]

Es importante destacar un par de características en la concepción tanto del ágora como de la adecuada paideia: la libertad y la igualdad, las cuales tendrán que ser valores constitutivos dentro de esta estrategia pedagógica y este espacio, pero con una dinámica complementaria e inseparable, al punto de afirmar que “sólo los hombres iguales pueden ser libres y sólo los hombres libres pueden ser iguales”;[16] nunca uno sin el otro. En términos pedagógicos no basta con que cada uno ejerza su propia libertad, sino que tendrá que ser desde una máxima igualdad. Esta dialéctica se comprende mejor desde la renovación de la categoría “praxis” que Alfonso resalta del pensamiento de Castoriadis.

 

La praxis y el sujeto autónomo

Cornelius Castoriadis llevará más a fondo la praxis dialéctica y, aunque no la vincula de manera directa con la educación, es una categoría muy sugerente para pensar la pedagogía de Ibáñez.

La praxis se presenta ya no como un ejercicio de un proyecto, sino como actitud de mirar a los otros como quienes son capaces de vivirla en su presente. “Comienzo, fin, medio, la praxis no se reduce a la aplicación de un saber preestablecido, sino que es un proceso creador cuyo objetivo es lo nuevo y donde la elucidación y transformación de lo real progresan en un condicionamiento recíproco”.[17] Transparentar la realidad es condición para progresar en su transformación.

No se trata de la praxis como movilización del pensamiento ni de pensar la acción.

Llamamos praxis a este hacer en el cual el otro o los otros son vistos como seres autónomos y considerados como el agente esencial del desarrollo de su propia autonomía […] se podría decir que para la praxis la autonomía del otro o de los otros es a la vez el fin y el medio; la praxis es lo que apunta al desarrollo de la autonomía como fin y utiliza con este fin a la autonomía como medio.[18]

Aquí Castoriadis evoca esa bina de libertad e igualdad como mutuamente necesarias para que sea cada una en sí, pero en clave de autonomía. Ya no se trata de propiciar el interés por lo público para caminar hacia la autonomía social como eje posibilitante para la autonomía de todos. Se trata de pensar en la autonomía de cada uno de los sujetos, pero ya considerándolos como tales.

 

Praxis para la autotransformación creativa

Se trata de dejar atrás el impulso de la praxis pedagógica que apunta a la transformación del sujeto sólo por su participación en la revolución social. Castoriadis, sin dejar de pensar en la revolución, lleva a otro nivel la tesis xi de Feuerbach para apuntar a lo esencial cuando dice que “Hay que terminar con las ‘transformaciones del mundo’ y las obras exteriores y hay que considerar como finalidad esencial nuestra propia transformación”.[19] Ya no es más pensar el mundo ni cambiarlo, es la revolución humana.

El giro que propone Castoriadis para construir la autonomía no sólo considera en ese proyecto a los sujetos como autónomos, sino que son éstos el eje rector de toda revolución; arriesgado proyecto por los laberintos que en el camino se pueden encontrar, no sólo en la política sino también en nuestro tema, la educación. “El psicoanálisis, la pedagogía y la política, esas tres ‘profesiones imposibles’ según la expresión de Freud, son eminentemente ‘práctico-poiéticas”[20] y están encaminadas al desenvolvimiento de la praxis como auto–transformación. La praxis pedagógica se dificulta en la medida en que se considera la creatividad como ejercicio de libertad que nadie más que uno mismo puede propiciar. Se trata de disipar veladas tendencias formativas desiguales.

 

Praxis sin manipulación

En alguna de las charlas con Alfonso para la revisión de mi tesis le pregunté si le preocupaban las últimas ausencias generales en las clases. Él me respondió refiriéndose a su experiencia de estudios en París: “Ahí cada uno tenía que descubrir su propio método de aprendizaje; nadie estaba detrás de nosotros sino nosotros mismos”. En otra ocasión me compartió que ahí solía participar en algunos círculos de estudio para profundizar en distintas actividades políticas. “A veces el contenido de lo que estudiábamos en las sesiones ya era suficiente para movilizarnos; yo creo que así les puede pasar a ustedes, ¿no?”

Alfonso no propició que se convirtiera el salón de clases en una suerte de ágora con una pedagogía explícita que vinculase los estudios con la problematización de la realidad hacia una participación que ayudara a transitar de lo privado (los estudios) hacia lo público (lo político democrático social). No lo hacía. Tampoco propició inquietantes cuestiones sobre cómo es que nosotros entendíamos o aplicábamos lo que tanto leíamos de autonomía y libertad auténticas.

En uno de sus libros sobre Castoriadis, Alfonso adjetiva la praxis desde un “no” para gestar lo positivo de la auténtica libertad: “la praxis sin manipulación”. Ya no se trata simplemente de entender el vínculo entre pensar la acción y actuar el pensamiento en el ejercicio de liberación histórica. En este punto Ibáñez entiende, a través de Castoriadis, que cualquier institución puede ser alienada y alienante, incluyendo la educación, sea popular, pública o privada. Junto con Castoriadis, quiere estimular la real autonomía sin manipular.

Lo que la modernidad capitalista y burocrática lleva a su punto extremo es la tendencia, profundamente enraizada en el hombre, a desconocerse y a huir de su libertad autónoma y creadora; tendencia naturalista que lleva a los sujetos a ser reducidos o a reducirse al estado de objetos pasivos, integrados al funcionamiento de un sistema exterior dado.[21]

Alfonso, como profesor, no pretendía ser eje y centro formativo. No huía de la arriesgada pero genuina e instituyente libertad autónoma y creadora. Él sabía que  “el saber es una modalidad de poder”,[22]  y por eso quería remover su autoridad instituida como profesor para no indicar “el” modo pedagógico en la enseñanza ni mucho menos la manera de acercarse a los autores estudiados. Antes de ejercer cualquier tipo de acción que apuntase al proyecto revolucionario que crease instituciones lúcidas, Ibáñez seguía los cuestionamientos que el mismo Castoriadis se hacía al preguntarse

¿Cómo podría yo cooperar a que otro acceda a su autonomía? ¿Cómo decir a los otros que deben destituir a los ‘dueños’ sin ponerse en posición de dueños? Antinomia insoluble para la burda lógica del entendimiento, pero no para la razón responsable que sabe que respetar la libertad de cada cual no es no tocarla, es tratarlo como a un adulto y decirle lo que uno piensa.[23]

 

La praxis pedagógica liberadora

Las clases con Alfonso no siempre tenían el mejor de los finales. Uno terminaba con una dubitativa y endeble satisfacción de tener un panorama completo de lo abordado. Cada uno tenía que habérselas con su propia síntesis y algunos responsabilizábamos al profesor por no plantear una metodología clara y distinta. La pedagogía de Ibáñez era una apuesta por la alteración constante de significaciones de la institución educativa. Su metodología “se remite al proceso continuo de cuestionamientos de lo establecido a través de una creación histórica incesante que no se sostiene en alguna promesa o garantía ‘mesiánica’ de llegar a un ‘final feliz”.[24]

Retomo la comparación que hice unas páginas atrás de Alfonso respecto de Nietzsche para enfatizar que la pedagogía de Ibáñez se asienta en lo inacabado y en la no integración debido a que, para provocar lo más auténtico y creativo de cada sujeto, la pedagogía tiene que dejar un espacio inconcluso y aparentemente imperfecto.

En uno de los textos sobre Nietzsche, Alfonso se plantea la aventura de la “reivindicación de sí” para liberar la propia subjetividad. En la interrogación sobre si es viable un proyecto personal unitario de sujeto frente al desencanto posmoderno aparece la dialéctica entre Apolo y Dionisio junto a su constante complementariedad. Aquí ubicamos una antropología abierta: “a diferencia de la individualidad fundada en guiones continuos, la individuación es movimiento incesante de recreación que imprime forma al caos”.[25] Dionisio es constante movimiento impredecible que sólo cobra unicidad gracias a lo apolíneo temporal.

Entre lo apolíneo y los dionisiaco, Ibáñez parafrasea a Nietzsche para decir que la “libertad sólo es concebible en los espacios donde la integración no se logra, pues es la no coincidencia lo que abre la posibilidad de la libertad”.[26] El espacio sin propuesta, sin dirección, sin diálogo dirigido, es el que permite que surja la verdadera libertad, no aquélla que se impone, se proyecta o se calcula, porque “la salida para una voluntad autorrecreadora no está en una pretensión salvífica, sino en tomar su propia vulnerabilidad como parte de su riqueza experiencial”.[27]

Alfonso tuvo una propuesta poco convencional y cuestionable por diversas razones; pero hay que reconocer que fue congruente con su pensamiento que se desarrolla en buena parte de su obra. Le apostó a una manera entre tantas para “favorecer la actividad instituyente, introduciendo al mismo tiempo la máxima capacidad de reflexividad, a través de las instituciones y de una paideia pertinentes”.[28] Alfonso creó una paideia pertinente gracias a ese espacio de no–integración que posibilitó dialogar con los preconceptos heredados de la educación instituida. Ejerció una pedagogía que no explicó para no sabotearla, porque revelarla era enterrarla. Se arriesgó al crear ese espacio ambiguo, dudoso y poco dialogado para apostarle a gestar la originalidad de cada uno de sus alumnos desde ese caos; originalidad por ser propia y no por ser destacada. No hablamos de una pedagogía de la “desintegración” porque no se trata de acabar directamente con algo; es una pedagogía de la “no integración” porque es espacio no culminado, es tiempo no controlado, es silencio elocuente del profesor como praxis pedagógica que posibilita creaciones auténticas.

Alfonso trataba a sus alumnos como libres e iguales. No buscó centrarse en crear sujetos autónomos en el salón de clases, pues ya los consideraba como tales. Para este profesor, el campo abierto y arriesgado de la libertad igualitaria en la educación se sobrepuso a cualquier otro programa loable de transmisión de conocimientos.

La praxis revolucionaria, que sólo considera una verdadera pedagogía del sujeto en la medida que éste transforma la realidad, no fue la metodología que Alfonso propuso como profesor. La praxis pedagógica por la que apostó Ibáñez apunta a la autotransformación del sujeto sin manipulación, considerándolo libre y autónomo para la reinvención de sí mismo. La praxis pedagógica de Alfonso Ibáñez fue revolucionaria porque fue liberadora.

 

Fuentes documentales

Castoriadis, Cornelius, El mundo fragmentado, Terramar, Buenos Aires, 2008.

—— La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, México, 2013.

—— Los dominios del hombre: encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988.

Guibal, Francis e Ibáñez Izquierdo, Alfonso, Cornelius Castoriadis: lo imaginario y la creación de la autonomía, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2006.

—— Educación popular y proyecto histórico, Tarea, Lima, 1998.

Ibáñez Izquierdo, Alfonso, “Castoriadis o el proyecto de autonomía democrática” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. xiv, N° 55, 2005, pp. 207–244.

—— “Dionisio–Apolo en el desencanto postmoderno y como aventura de reinvención de sí mismo” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. X, N° 37, 2001, pp. 33–45.

—— “El amor a la sabiduría en los tiempos de cólera” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. ix, N° 34, 2000, pp. 110–132.

—— “Nietzsche entre nosotros” en Segmentos, CUSCH–Universidad
de Guadalajara, Guadalajara, N° 2, 2001. La versión electrónica de este artículo no especifica páginas.

—— “Reivindicación de la utopía” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. XVII, N° 67, 2008, pp. 260–263.

Nietzsche, Friedrich, Más allá el bien y del mal, Tomo Clásicos,  México, 2005.

 

[*] Maestro en Filosofía por el ITESO. rodrigopintoe@hotmail.com

[1].     Guibal, Francis e Ibáñez Izquierdo, Alfonso, Cornelius Castoriadis: lo imaginario y la creación de la autonomía, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2006, p. 6.

[2].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, “El amor a la sabiduría en los tiempos de cólera” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. IX, N° 34, p. 126.

[3].    Friedrich Nietzsche, Más allá el bien y del mal, Tomo Clásicos, México, 2005, p. 147.

[4].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, “Nietzsche entre nosotros” en Segmentos, Guadalajara, N° 2, 2001, p. 2.

[5].    Ibidem, p. 3.

[6].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, “Reivindicación de la utopía” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. xvii, N° 67, 2008, p. 262.

[7].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Educación popular y proyecto histórico, Tarea, Lima, 1998, p. 17.

[8].    Ibidem, p. 31.

[9].    Ibidem, p. 94.

[10].    Ibidem, pp. 97–98.

[11].    En la antigua Grecia la paideia era todo el sistema de educación ética que englobaba diversas disciplinas para la formación de ciudadanos completos y comprometidos.

[12].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, “Castoriadis o el proyecto de autonomía democrática” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. xiv, No. 55, 2005, p. 223.

[13].    El término ley para Castoriadis rebasa el ámbito jurídico–legislativo. Se refiere a la manera en la que una sociedad está regulada en su modo de vivir, de pensar y de comportarse en un tiempo y modo determinados.

[14].    Cornelius Castoriadis, El mundo fragmentado, Terramar, Buenos Aires, 2008, p. 108.

[15].    Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre, encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988, pp. 119–125.

[16].    Ibidem, p. 104.

[17].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, “Castoriadis o el proyecto…”, p. 220.

[18].    Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, México, 2013, p. 122.

[19].    Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre…, p. 259.

[20].   Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria…, p. 103.

[21]     Alfonso Ibáñez Izquierdo, Cornelius Castoriadis: lo imaginario…, p. 36.

[22]    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Educación popular…, p. 16.

[23].   Alfonso Ibáñez Izquierdo, Cornelius Castoriadis: lo imaginario…, p. 49.

[24].   Ibidem, p. 7.

[25].   Alfonso Ibáñez Izquierdo, “Dionisio–Apolo en el desencanto postmoderno y como aventura de reinvención de sí mismo” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, vol. X, N° 37, 2001, p. 38.

[26].   Ibidem, p. 39.

[27].   Ibidem, p. 41.

[28].   Alfonso Ibáñez Izquierdo, “Castoriadis o el proyecto…”, p. 226.

 

Del proyecto histórico inacabado a la lucha por la vida plena. Recorrido por los textos de Alfonso Ibáñez

Gonzalo Morán Gutiérrez[*]

 

Recepción: 7 de marzo de 2019

Aprobación: 1 de noviembre de 2019

 

Resumen: Morán Gutiérrez, Gonzalo. Del proyecto histórico inacabado a la lucha por la vida plena. Recorrido por los textos de Alfonso Ibáñez. El texto da cuenta de los problemas políticos y éticos que marcaron la experiencia y suscitaron la reflexión de Alfonso Ibáñez Izquierdo. El ejercicio parte de su producción intelectual de 1985 en Lima, cuando era profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, época de intensa influencia marxista, clima revolucionario, terror político y militar, y concluye con la revisión de sus últimas publicaciones de 2011 y 2013 en Guadalajara, en las cuales Ibáñez ahonda en el análisis y comprensión del sistema de explotación de la tierra y de la humanidad. El texto se centra en dos líneas importantes: la exploración y apropiación del marxismo como perspectiva teórico–práctica y el ejercicio dialéctico de la teoría a la acción que se concreta en la participación política, la educación popular y la auto–educación; en esta última línea destaca la revolución social frente a la revolución política.

Palabras clave: educación popular, autoeducación, marxismo, Latinoamérica, praxis, capitalismo burocrático, revolución, Sumak Kawsay.

Abstract: Morán Gutiérrez, Gonzalo. From the Unfinished Historical Project to the Struggle for the Fulfilled Life. An Overview of Alfonso Ibáñez’s Texts. The text examines the political and ethical issues that marked the experience of Alfonso Ibáñez Izquierdo and gave rise to his reflections. The exercise starts with his intellectual production of 1985 in Lima, when he worked as a professor at the Major National University of San Marcos in a time of intense Marxist influence, revolutionary climate, and political and military terror, and concludes with a review of his final publications of 2011 and 2013 in Guadalajara, in which Ibáñez delves deeper into his analysis and understanding of the exploitation of the land and of humanity. The text focuses on two important lines of thought: the exploration and appropriation of Marxism as a theoretical–practical perspective, and the dialectical exercise from theory to action that manifests itself in political participation, popular education and self–education; this last line highlights social revolution as opposed to political revolution.

Key words: popular education, self–education, Marxism, Latin America, praxis, bureaucratic capitalism, revolution, Sumak Kawsay.

 

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas.

—Walter Benjamin, Tesis de filosofía de la historia

 

La educación popular como proyecto educativo
es un proyecto filosófico y político

El texto Educación popular y proyecto histórico de Alfonso Ibáñez fue escrito en pleno Conflicto Armado Interno, época en la que se discutía en el Perú y en otros países de Latinoamérica si la teoría marxista se enraizaba en este territorio de manera auténtica. En ese periodo se enfatizó que las formas eran importantísimas: no sólo importaba obtener el poder, sino también validar la manera en la que se debía obtener ese poder para reconocerse como una nueva forma de gobierno y organización social. El levantamiento armado contra el Estado y la participación democrática en elecciones universales fueron las dos estrategias que dividieron a los distintos partidos y movimientos de izquierda en su común objetivo de obtener el poder estatal para hacer de él un aparato de organización social más justo. En esta coyuntura nace el debate fundamental de la autodeterminación del pueblo, debate que llevará a otro tema fundamental, la auto–educación del pueblo. El patriarcado, el clasismo, el racismo, los lazos de compadrazgo y la pugna por intereses personales fueron los temas que encendieron las conversaciones y el trabajo de los intelectuales y dirigentes que combatían al enemigo ideológico, el imperialismo capitalista y, a la vez, analizaban al compañero que reproducía mecanismos de sometimiento al interior del mismo partido o movimiento que buscaba construir la nueva sociedad. También recelaban de aquel que sometía a los compañeros que desde la marginalidad de la organización popular proyectaban una praxis educativa, filosófica y política, que abría y resignificaba prácticas más inclusivas, eficientes y justas. En este sentido, la revolución buscó no sólo tomar el poder político y los medios de producción para su socialización a través de la dictadura del proletariado, sino también la socialización de la cultura y del poder político y económico. Para ello fue necesario articular lo económico, lo político y lo cultural como un solo “bloque histórico”.

[…] ¿la revolución social puede ser pensada y actuada sólo en función de este ‘asalto’ al aparato estatal del sistema capitalista? Nos parece que no. […] el movimiento revolucionario de masas, por la propia dinámica diversificada de sus luchas, no apunta únicamente a esta toma del poder político, sino a la transformación radical del todo social, de la estructura económico-social y político-cultural de la sociedad burguesa.[1]

El saber y la verdad, desfasados uno respecto del otro, desempeñaron el papel de interpelar a los sujetos heterogéneos, los marginados, para encontrar otras formas de ser (pensar y actuar). El saber popular tenía que convertirse en el elemento que completara el saber para poder ser considerado como verdad sobre la cual se construyera otra sociedad, la síntesis saber–verdad que debía aparecer desde un lugar heterogéneo al del cientificismo–blanco–masculino–europeo.

[…] un “salto cualitativo” por medio del cual los grupos de ejecutantes pasan a ser dirigentes, superando sus reivindicaciones locales, inmediatas y parciales, meramente gremialistas o corporativas, para adoptar puntos de vista y planteamientos más globales, en concordancia con las exigencias estratégicas del cambio radical de la totalidad social.[2]

Nos encontramos en el momento en el que se busca un fundamento distinto para la construcción de la sociedad otra. El fundamento, según Hegel,[3] es la esencia desde lo interior de lo que existe y que se convierte en fuerza que muestra su ser en lo que aparece frente a otro que lo limita y que demanda de él nuevas apariciones de su ser. El marco teórico de Ibáñez parece apuntar a esta lógica del fundamento al cual podría recurrir el sujeto histórico implicado (la masa), como fuente (cultural) siempre heterogénea a su representación (social), desde donde pueda emanar lo originario ante el agotamiento de la forma (de ser de la sociedad). Desde esta perspectiva, ¿a qué fundamento cultural o fundamentos culturales se puede dirigir la educación popular con el propósito de comenzar a formar a los ciudadanos de la nueva sociedad para que éstos hagan aparecer desde su propia interioridad la esencia de su ser individual y del ser social del que forman parte como constructores y proyecto? Es esta pregunta compleja la que permite reconocer el carácter esencialmente filosófico y político de la acción educativa, que no siempre es pedagógica, pero que siempre es formativa (¿o deformante?).

 

El saber, la verdad y el poder

¿Por qué la educación implica la filosofía, la ciencia y la política? La filosofía ha tenido una relación estrecha con la educación no sólo en Platón y su alegoría de la caverna, sino también en Marx y Engels, quienes, tal vez de manera más perspicaz, ubicaron la educación como la finalidad de una praxis histórica mucho más compleja y externa de lo que habitualmente entendemos con este concepto. La crítica al capitalismo pasa también por la crítica al planteamiento educativo capitalista en todos sus ámbitos: la administración del tiempo de la vida de las personas en una comunidad, los diversos tipos de educación que reciben las personas según su clase social, las herramientas pedagógicas valoradas como formadoras y las valoradas como deformantes, los valores que se desea inculcar en función de la imagen de ciudadano que se pretende reproducir, y la relación entre educación y poder que deviene en adaptación o inadaptación. La referencia a Foucault es explícita en la obra de Ibáñez:

Es probablemente Michael Foucault quien más ha insistido en que el poder no se concentra exclusivamente en el aparato del Estado, sino que también se halla diseminado de modo multiforme a lo largo y ancho de los poros del cuerpo social, sosteniendo con vigor que allí “donde hay poder hay resistencia”.[4]

Todos los elementos de la configuración social se engarzan bajo la ley del capital reproduciendo su ideología, o sea, su forma de normalidad. La lógica del sistema funciona en la subesfera de lo ideológico, de la formación de la conciencia de clase burguesa que sustenta su porvenir en la metafísica del progreso: el fin de la historia, cuando el ser humano sea verdaderamente humano. Hegel logra esta mirada especulativa desde el mismo fin del ser humano para darle sentido al todo, hallar la verdad de la historia en la síntesis entre el ser y el espíritu absoluto. En otras palabras, todo lo que puede ser es lo que ha estado siendo hasta que fuimos conscientes de que somos en nuestra historia. Lo que nos queda es saber movernos sobre los rieles del rompecabezas deslizante donde nacimos y moriremos.

Pero la filosofía también permite ver en la educación una cosa diferente: evita caer en la determinación de las masas desde el aparataje del poder hegemónico y subyugante del capitalismo financiero que nos domina hoy en día, el Imperio que Antonio Negri y Michael Hard[5] muestran crudamente desde los caminos señalados por Foucault.[6] La educación también libera, desata nudos y rompe cadenas, improvisa en el camino con creatividad y coraje, recoge experiencias y errores para hacer las cosas mejor que antes y nos obliga a vernos a nosotros mismos en nuestros objetos a fin de pensarnos de otra manera, de una forma posible. De este modo, la educación y la filosofía parecen ser prácticas muy parecidas; si son praxis, acciones pensadas desde, por y para que la sociedad donde se vive sea más justa con todos sus habitantes,[7] no sólo sobre un asunto coyuntural, sino también estructuralmente, entonces podemos pensarlas de manera diferente, como prácticas para un fin no tan develado por los educadores, científicos o filósofos, que nos cierran o nos abren la posibilidad de ser nosotros mismos o algo diferente a nosotros mismos. Pensar la acción y poner en acción el pensamiento es lo que constituye la praxis en cualquiera de sus formas, pero es en lo político donde, y sólo donde, se puede vivir la praxis.

 

Política educativa, educación política y autonomía social

Lo más fácil de pensar en este momento es que hay dos bandos, como trincheras, en las que es posible situarse: la mala filosofía–educación de lo conservador o retrógrado y la buena filosofía–educación de lo revolucionario o progresista, que en esta lucha constante por el progreso le gana terreno a la educación desfasada e incluye en el currículo nacional y en las decisiones de gobierno a más ciudadanos olvidados por la Educación Básica Regular y por los espacios tradicionales de poder. Construir más y mejores espacios de socialización de prácticas reconocidas como democráticas o sustentables es hoy el objetivo de cualquier proyecto de educación institucional o popular. Es a esto a lo que creo que apunta Ibáñez cuando se refiere a la educación como lo que se origina en los sindicatos y movimientos obreros: “En una perspectiva histórica, se puede comprobar que ya desde el comienzo de la formación del movimiento proletario brotan intentos de autoformación o autoeducación popular”,[8] es decir, como lo que orienta las nuevas pedagogías de la educación formal:

Como una especie de alternativa ante la educación “informal” corporativa, funcional al sistema, se erige la “educación liberadora” de Paulo Freire. Inaugurando así todo un desafío orientado a propiciar el tránsito de una conciencia “mágica” o “ingenua” a una conciencia “crítica”, capaz de decir o pronunciar su palabra creadora de historia.[9]

En ambas concepciones de educación, la conservadora y la revolucionaria, lo que busca el sujeto es una relación más auténtica entre la conciencia de sí y su ser; por ello tiene sentido referirnos al ser sí mismo o autodeterminación o alienación. A esto nos refieren los conceptos de autoeducación, para la construcción de la autodeterminación, y educación liberadora, para la formación de una conciencia crítica. Tomaremos uno de los términos de educación a fin de seguir orientándonos por los textos de Ibáñez. ¿Qué se busca en la educación formal para alcanzar el perfil del ciudadano esperado?

Si tomamos el segundo de los caminos significados por el concepto de educación veremos que las investigaciones sobre gestión de la calidad educativa, pruebas internacionales de rendimiento académico, enfoques educativos, etcétera, son evaluados en las altas esferas del gobierno público y privado con miras a decidir qué mejorar en los individuos y grupos que asisten al colegio para “formarse”, para lograr la autodeterminación personal y la conciencia crítica.[10] La industria de la educación, donde hay una gran competencia para lograr estos objetivos, tanto en sentido de competir con otro como de ser competente para algo, se toma muy en serio el aprendizaje de los estudiantes. En esta realidad, ¿qué es revolucionario o progresista en la industria de la educación, en la que la mejor forma de “educar” a los futuros conciudadanos es el objetivo de cada empresa educativa y del Ministerio de Educación? Para la industria educativa las revoluciones se perciben en su ser mediado: se revoluciona un aspecto del sistema o todo el sistema, pero siempre a partir de los aprendizajes conservados del sistema, del archivo de saberes que atesoramos como experiencia y que nos sostienen como empresa (negocio/aventura) educativa. Quienes deciden qué es registrado o no en el archivo de la industria educativa son los especialistas, los educadores, los expertos.

Toda industria tiene expertos o desarrolladores, productores, acopiadores, distribuidores, almacenes y consumidores y la educativa no es la excepción. Esta industria está soportada por una estructura: los expertos investigadores pedagógicos que establecen el valor de los objetivos educativos en función de lo que se espera que deba ser un ciudadano (desde las investigaciones neurológicas hasta las filosóficas), los productores de sistemas educativos integrales aplicados a poblaciones masivas multinacionales, los ministerios y organizaciones estatales que contratan a los expertos o técnicos especialistas en un área específica de producción para decidir qué sistema o parte del sistema educativo conviene aplicar al contexto nacional (homogéneo o heterogéneo), los centros de administración educativa nacional que llevan a cabo la ejecución del producto y, finalmente, los consumidores del producto educativo (los ciudadanos divididos en clientes–madres–padres y usuarios–estudiantes). Ésta es la máquina, y el plusvalor debería estar en algún aspecto del producto final, del acto de enseñanza y del haber aprendido algo valioso, algo que ubique a los futuros ciudadanos en un lugar mejor que el de sus conciudadanos, por no decir el de sus padres —porque competimos hasta con nuestros padres (para que Lacan no nos jale las orejas desde el Edipo propiamente moderno, el Edipo parricida, y hasta el más extremo apátrida esquizofrénico, el más capitalista, lo más i–legítimo que puede haber, lo sin–ley)—. Sea cual sea el modelo de ciudadano que se defienda, el posicionamiento de individuos en sus respectivas clases sociales es el objetivo de esta organización.

La política educativa está dirigida a hacer uso de la educación para y por el poder. No importa cuán progresista sea el sistema adoptado, si distribuye a la masa en clases sociales bien diferenciadas por sus méritos académico–profesionales (técnicos), se trata de un mecanismo industrial de reproducción de conciencias de la clase burguesa. ¿Por qué burguesa? Porque busca, finalmente, la plusvalía que hace que unos se coloquen mejor que otros en la sociedad. ¿Qué es la plusvalía sino el valor–de–más de unos sobre otros trabajadores tomados como productos en sí mismos? Es por la educación, entre otras cosas, por lo que valemos más o menos como ciudadanos, (¿no es ése el core político del liberalismo, la meritocracia?). Es aquí donde el marxismo da un paso más en el análisis. ¿Quién puede darse cuenta de todo esto? En este momento, nosotros, universitarios en curso, egresados, titulados, magísteres, doctores y todos cuantos hemos hecho uso de la plusvalía consumida en nosotros mismos y que ahora ostentamos para ganar más plusvalía —como yo al escribir este texto—. Nosotros también formamos parte de la industria educativa que reproduce la plusvalía que divide las clases sociales. Falta el otro, el proletario, el verdadero agente comunista. ¿Dónde está? Paradójicamente, yo soy proletario; trabajo para poder vivir. Si no trabajo me muero de hambre. Por más tecnificado que sea mi trabajo dependo completamente de su valor de cambio para vivir.

Ibáñez, en el texto Mariátegui hoy, da cuenta de este problema:

[…] en el “¿Qué hacer?”, [Lenin] llega incluso a sostener que, puesto que el proletariado no es capaz de obrar por sí solo una conciencia política revolucionaria, ésta hay que “inducírsela” desde fuera, gracias a la acción persistente de un partido de profesionales de la revolución […]

Este planteamiento organizacional, que es tributario de la vital importancia concedida al momento político de la conquista del poder, adolece de un límite fundamental. Tiende a deslizar y centrar al sujeto revolucionario en el partido de vanguardia, único portador de la conciencia revolucionaria, descentrando así al verdadero sujeto de la transformación proletaria: el conjunto de la clase organizada de manera autónoma y militante.[11]

Usando la terminología del texto de Ibáñez, sólo vivimos porque constituimos el movimiento de nuestra praxis que se funda en la siguiente contradicción: somos proletarios que viven como la burguesía ha determinado que es normal vivir (condiciones básicas de vida) y, por lo tanto, ya no debemos denominarnos proletarios, sino gente normal. Ya no importa si no somos los verdaderos dueños de nuestro trabajo y de sus productos o si hacemos usufructo de ese esfuerzo convertido en objeto de consumo o de intercambio, un día nos da cáncer y caemos debajo de la línea de la pobreza. Es normal que eso a veces le pase a la gente y esperamos que no nos pase a nosotros; por eso comemos saludablemente, consumimos simulacros de chatarra para disfrutar “responsablemente”, y ese largo etcétera al que Žižek se refiere en El sublime objeto de la ideología:[12] los intereses de la clase trabajadora (colectivo) han devenido intereses del ciudadano o poblador (individuo). Somos los agentes del aparato ideológico capitalista pero desposeídos de nuestros productos, despersonalizados de nuestros trabajos y deshumanizados por la división de clases.

Superar el impasse (no disolverlo) es el objetivo y la educación popular nos enseña a pensar la realidad desde la teoría y actuar en conformidad con lo conceptualizado para que la correspondencia se sujete en el esfuerzo de los agentes transformadores de la realidad. El problema no es que haya plusvalor, el problema es que el plusvalor se utilice por y para una clase social particular y no para la sociedad entera; que se reproduzca como propiedad de una clase social privada y no como bien público. Y volvemos al problema de las décadas de los setenta y ochenta: redistribuimos el plusvalor (educativo) por la fuerza o por vías democráticas del sistema.

[…] la tarea filosófica, tomada en sentido más amplio, que incluye todos los problemas de la educación, consiste principalmente en la liberación del hombre de las ilusiones y representaciones equívocas, estimulándole a la praxis revolucionaria de transformación del mundo. No se trata, entonces, de fomentar el desarrollo individual de las personas de una manera ahistórica, como lo plantea la tendencia psicologista. Ni mucho menos de una adaptación resignada al orden establecido de una forma más o menos pasiva, como lo pretenden las corrientes sociologistas. El enfoque marxista, que comprende al hombre como un ser práctico, social e histórico, busca mostrar qué es lo que obstaculiza al hombre su máxima realización, indicando las vías prácticas de solución.[13]

La necesidad de pensar la educación como un acto filosófico, como una disposición de en–frentar–se con la verdad, y de pensar la política como un juego necesario, inevitable y urgente de ser reconocido en la praxis filosófica y educativa, sigue siendo hoy un tema de segundo o tercer orden en los espacios de decisión, organización, programación y aplicación de lo que llamamos educar. Siguiendo el vocabulario usado en los textos citados: ¿qué educación necesitamos los proletarios que vivimos como burgueses para dejar de querer esta vida burguesa y aspirar a otra forma de vida, más humana o lo más humana posible?

En este momento la pregunta nos abre un camino de cuestionamiento y creación distinto del técnico uso de la educación como herramienta de adaptación social y de la científica comprensión del aparataje político en el que se enmarca toda acción educativa. Con la pregunta sobre qué educación necesitamos, comenzamos a construir una posibilidad desde lo que carecemos: nosotros, los proletarios, ¿qué necesitamos para dejar de serlo?, ¿qué nos falta o qué nos sobra para que nuestra existencia como trabajadores no sea la reproducción de una alienación naturalizada, para no despojarnos de lo que nos pertenece como trabajadores?

Ibáñez tuvo fe en la potencia de la sociedad (des)organizada para proyectar nuevas formas de praxis social: “en la medida en que el pueblo vaya asumiendo desde ahora, conscientemente, el proceso de constituirse como clase y como sujeto, va a poder después reconstruir las diversas dimensiones del todo social, de la vida social en su conjunto”.[14]

Es el pueblo, el proletariado, la sociedad [des]organizada, en fin, nosotros, quienes debemos asumir la responsabilidad de formular, elaborar y practicar el cambio revolucionario del todo social, no sólo de un aspecto de la sociedad. El análisis de la realidad social actual es fundamental para encontrar la lógica de la maquinaria social, las escisiones sociales y las marginalidades donde pueden radicar embrionariamente los “nuevos mundos”.

 

La revolución de la vida cotidiana

Una aproximación al cambio de la sociedad desde la acción del pueblo la observamos en los escritos que se reunieron en el libro de Ibáñez, Pensando desde Latinoamérica: Ensayos sobre modernidad, democracia y utopía.[15]

José Carlos Mariátegui fue uno de los interlocutores más importantes en el estudio y pensamiento de Ibáñez. A través de sus textos encontró eso que, creo yo, trató como autodeterminación en las obras de la década de los ochenta y que en Pensando desde Latinoamérica llamó revolución social. Es importante tomar en cuenta el alcance y el significado de una revolución. Apoyándose en José Carlos Mariátegui y Agnes Heller, Alfonso distingue entre una revolución política y una revolución social, y sobre esta última reflexiona:

Heller recuerda que para Marx la revolución política constituye un momento particular, ya que él contrapone la verdadera emancipación humana a la mera emancipación política. Por ello los movimientos para la ‘revolución social total’ no pueden configurarse para alcanzar la victoria a través de un acto o conjunto de actos puntuales de la historia. Se trata más bien de un proceso largo y complejo cuyo sujeto son las masas en medida cada vez mayor. Este tipo de praxis significa al mismo tiempo la revolución del modo de vida, involucrando en el movimiento a estratos cada vez más amplios de la población. Lo cual deja comprender por qué los efectos de la revolución del modo de vida son siempre irreversibles en el seno de un periodo histórico previsible.[16]

En este sentido, el objetivo de la revolución para lograr la autodeterminación es siempre la totalidad, y para ello siempre debe apuntar a la cotidianidad, a la praxis social, y no sólo a la praxis política. La historia de las revoluciones —y en general la historia misma— es contada a partir de las revoluciones políticas, de las adquisiciones y de los dominios y pérdidas de los aparatos de poder. Por eso destacan los nombres de los hombres poderosos, mientras que los sujetos del día a día son tomados como accesorios del escenario en el que la performance del genio toma lugar y relevancia. Pero la revolución social busca otro escenario. Si las sociedades mantienen en la marginalidad del poder al otro como anónimo es porque no calza en la centralidad de lo político. El sujeto que puede trastocar la estructura social que reproduce la forma de la centralidad advendrá, para el marxismo, desde los márgenes del poder en forma de clase social, y tiene que venir desde estos márgenes sociales porque debe traer consigo otra forma de cotidianidad. Ibáñez refuerza esta idea con la propuesta socialista de Mariátegui:

Por sobre todo, la revolución tenía que plantearse como un hecho económico y social, protagonizado por los mismos productores. Así es como el crecimiento y la unificación del movimiento social autónomo de los trabajadores, y del pueblo en general, se va instituyendo como una alternativa sociocultural, y no sólo política, al ‘orden’ imperante.[17]

No hay escena romántica, cinematográfica, de la clase social proletaria tomando las armas para hacerse del poder del estado burgués (o no es lo más importante). Son las revoluciones de la cotidianidad, las que pasan inadvertidas por su anonimato, las que modifican verdaderamente las bases de toda autorreproducción y producción social, y hacen imposible el retroceso y vuelta de la sociedad revolucionada.

Sin embargo, la lógica marxista tomó una curva interpretativa de la realidad que oxigenó su propia praxis. La lectura y relectura de Cornelius Castoriadis abrió un panorama semejante al que expuso Heller respecto a la democracia del socialismo y ofreció luces sobre la formación del capitalismo actual, diferentes a las que presentó el siglo XIX y el inicio del XX, lo que demandaba otra invocación y formación del sujeto político y social de transformación.

 

El entrampamiento del entorno: el capitalismo burocrático

Después del análisis de la educación popular como camino a seguir por el sujeto–pueblo para lograr su autodeterminación, Ibáñez pasó, durante sus primeros años en México, a otra cuestión relacionada con la autodeterminación del pueblo, pero ya no desde la potencialidad del sujeto para construir la nueva praxis. México fue el escenario para analizar el entorno del capitalismo y cómo éste había modificado al país.

La lectura de Cornelius Castoriadis ayudó a Ibáñez a entender este sistema social. Nos encontramos enmarcados en el capitalismo burocrático. Esta determinación del capitalismo resuelve el problema de la alienación proletaria en el aparato ideológico burgués. La estratificación social sigue basándose en la posesión privada de los medios de producción, pero solidificada bajo el fetiche de la meritocracia burocrática. Esta comprensión permite a Ibáñez reevaluar, en Educación popular y proceso histórico, los alcances del marxismo en el aspecto que me interesa rescatar de su obra: en el momento de emprender una propuesta política, el objetivo principal no es el inmediato, la toma del poder, sino el mediato, la (re)educación del pueblo. Ibáñez rescata de Castoriadis una cita esclarecedora que revela el camino que tomó su pensar y actuar a partir de su viaje a México.

Habiendo partido del marxismo revolucionario, hemos llegado al punto en el que había que elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios; entre la fidelidad a una doctrina, que ya no anima desde hace mucho tiempo ni una reflexión ni una acción, y la fidelidad al proyecto de una transformación radical de la sociedad, que exige antes que nada que se comprenda lo que se quiere transformar y que se identifique lo que, en la sociedad, contesta realmente esta sociedad y está en lucha contra su forma presente.[18]

Siguiendo a Castoriadis, Ibáñez aterriza su propuesta de 1988: la auto–educación del pueblo, y responde a una pregunta cuya solución no había encontrado hasta ahora: lo que necesita el pueblo para dejar de ser proletario —y específicamente proletario aburguesado— es saber ser dirigente; necesita socializar las funciones de dirección para no reproducir en su interior la separación de clases entre dirigentes y subalternas, el esquema del capitalismo burocrático. Ésta es la idea clave para Ibáñez en su lectura de Castoriadis, idea que en 2004 hace eco del concepto de autonomía popular de 1988. La flexibilidad capitalista para tomar y dejar cargos directivos gracias a la meritocracia del resultado (a corto, mediano y largo plazo) contrasta con la forma socialista en la que la dirección y la ejecución no se separan: la primera es una manera de ejecutar, una parte equitativamente remunerada y, en general, valorada, mientras que la segunda aparece como un proyecto de descentralización del poder desde la dirección hasta la ejecución; condición para aplicar en la realidad social la democracia directa, tan cara para Castoriadis como elemento teórico de subversión democrática radical, y tan real en las organizaciones populares de nuestros países. La superación de las formas oligárquicas liberales que se autodenominan “democracias” no incluye a las masas de trabajadores alienados, pues éstos en su alienación prefieren la oligarquía de profesionales políticos; pero tampoco incluye a los sectores sociales explotados socialmente, por ejemplo, las mujeres, el grupo lgtbi, discapacitados, indígenas, etcétera.

La revolución debe concebirse como revolución social, revolución de la vida cotidiana, que incluya una masa más extensa que la de los trabajadores: a todos los excluidos que formarán unidades administrativas y desiderativas de gobierno a manera de consejos. Por ello señala Ibáñez:

Así es como en la tradición consejista, de la cual Antón Pannekoek fue una de sus figuras más sobresalientes, Castoriadis concibe la gestión colectiva de la vida social en y por el poder universal de los consejos de trabajadores. Contexto en el que el poder de la sociedad se inscribe dentro de la red global de los consejos, de modo que el “Estado” deviene una empresa administrativa sometida a la Asamblea Central de los Consejos y del Gobierno de los Consejos, instituciones que son la emanación de los organismos de base y cuyos delegados son elegidos y revocables en cualquier momento. Pues como enfatiza, “decidir significa decidir uno mismo; decidir quién debe decidir ya no es más decidir”, dando a entender que la forma más completa de democracia es precisamente la democracia directa.[19]

La vida de la sociedad nueva pasará por la reproducción de la praxis de la autodeterminación, que no es otra cosa sino la superación de la diferencia entre los dirigentes y los “trabajadores”. Esto nos pone frente a una idea aterradora para cualquier conservador o liberal que se respete: la vulnerabilidad de las instituciones. Un conservador querrá mantener la integridad de las instituciones, su contenido y forma; mientras que un liberal buscará conservar su espíritu, su forma. Por su parte, Castoriadis procurará disolver la institución innecesaria para la adecuada reproducción de la vida social autónoma.

Esta manera de proyectar la justicia en la sociedad se manifiesta de manera sencilla en un aula de clases: los profesores que se creen de verdad profesores ante estudiantes que se creen de verdad estudiantes no se pueden imaginar sino viviendo en esos lugares de saber. Los primeros enseñan porque son profesores, mientras que los segundos estudian porque son estudiantes.[20] Los profesores que se identifican con el estudiante y los estudiantes que se identifican con el profesor liberan de cada lugar del saber sus potencialidades dirigidas siempre por la función que cada uno debe ejercer. El profesor es tal porque puede enseñar y el estudiante es tal porque puede aprender.[21] Finalmente están los profesores que no se creen profesores y los estudiantes que no se creen estudiantes. Éstos son los que pueden intercambiar sus posiciones en la práctica del saber en cualquier momento, pues basta reconocer o no la idea en el otro para posicionarlo como profesor o estudiante. El profesor y el estudiante desaparecen en el acto de aprendizaje y se convierten en medios a través de los cuales se concretiza un saber para ambos: el estudiante aprende algo y el profesor objetiviza la comprensión del saber que comparte,[22] o bien, el estudiante reconoce la subjetividad abstracta del saber (lo que sabe el profesor sólo vale para él) y el profesor desarraiga del objeto su comprensión del saber (no reproduce su comprensión del saber sobre el objeto). En el aprendizaje es donde el saber se identifica con la autonomía de los actores, donde el saber–algo sirve para ser–algo diferente de lo que ya se es. Por eso afirma Ibáñez: “Comienzo, fin, medio, la praxis no se reduce a la aplicación de un saber preestablecido, es un proceso creador cuyo objetivo es lo nuevo y donde elucidación y transformación de lo real progresan en un condicionamiento recíproco”.[23]

La creatividad colectiva desborda toda formulación revolucionaria de escritorio burocrático. A su vez demanda de los sujetos y del sujeto colectivo que aparezca su ello creativo frente al yo que se somete a la regla de orden social; todo esto para encontrar otras formas de orden social. Para Castoriadis, en esto consiste hacer política: no sólo se trata de hacer consciente el acto creativo de la sociedad sobre sí misma, sino también en reconocer el espacio creativo de lo imaginario donde lo indecible va tomando forma a través de la práctica social. De lo anterior se desprende que “El psicoanálisis, la pedagogía y la política, esas tres ‘profesiones imposibles’ según la expresión de Freud, son eminentemente ‘práctico–poiéticas’, encaminadas al despliegue de la praxis como autotransformación”.[24]

En nuestros países hemos experimentado el desbordamiento creativo del pueblo de diversas maneras y en diferentes ámbitos, pero lo que no hemos encontrado con frecuencia son actos político–democráticos. No hemos encontrado el espacio con las condiciones para que los diferentes agentes de una sociedad intervengan en igualdad de derechos, donde los agentes puedan polemizar democráticamente de acuerdo con sus semejanzas y diferencias, donde se forme un espíritu de cuerpo en cuanto a los intereses en lucha, o sea, se reconozca que, sea cual sea el interés de cada uno, nadie puede satisfacerlo sin los demás miembros de la sociedad. ¿Acaso no es esto lo que esperamos que suceda hoy en día en un espacio de aprendizaje?, ¿que quien enseñe sepa proponer un aprendizaje significativo para los que necesitan aprender sobre un problema o realidad que pueda —o deba— transformarse de la manera más racional, eficiente, democrática e innovadora posible?

Necesitamos que la mayoría adquiera y ejerza la sabiduría, lo que requiere una transformación radical de la sociedad como sociedad policía, instaurando no solamente la participación formal sino la pasión de todos por los asuntos comunes. Ahora bien, seres humanos sabios es la última cosa que la cultura actual produce.[25]

¿De dónde podemos obtener la sabiduría negada por nuestras propias estrategias de formación o adaptación social? Algunas comunidades indígenas, desde hace décadas —en realidad, siglos— nos presentan alternativas de desarrollo y autodeterminación para la sociedad occidental de América y, en general, del mundo: en primer lugar, autodeterminación, libertad para decidir nuestras leyes sin privilegiar el aparato estatal nacional; en segundo lugar, reconocer al entorno como elemento fundamental de la existencia social, no sólo en su aspecto económico, sino principalmente social; en tercer lugar, reconocer que es responsabilidad del pueblo — y no sólo de los expertos de la enseñanza— la transmisión del saber social que se desarrolla y, en cuarto lugar, integrar a todos los agentes existentes en la comunidad al espacio público de deliberación.

 

El proyecto Sumak Kawsay

Desde el marxismo, que en las décadas de los setenta y ochenta inspiró y fortaleció la voluntad de hacer justicia y de vivir justamente en Latinoamérica, y desde la lectura de Castoriadis, que reevalúa la praxis social como deseo de autonomía, Ibáñez embarcó sus esfuerzos teóricos en exponer el resultado o fin de la problemática que enfrenta el ser justos y autónomos en Latinoamérica: el Buen Vivir, también llamado Sumak Kawsay.

La educación popular nos presentó el problema de la auto–educación como un conflicto que no se deja entender en los términos exclusivos de la pedagogía y la política pública, sino cuyo sentido aperturante es necesario comprender, el de la síntesis educación popular, que en cierta perspectiva encierra significados contradictorios: ¿uno no se educa para abandonar los espacios comunes del populo?, ¿no es el pueblo el que es educado precisamente porque carece de cultura o educación? Es el pueblo el que desde sus posibilidades creativas busca nuevas formas de hacerse a sí mismo, de relacionar a sus distintos agentes en función de sus intereses en espacios públicos de deliberación directa, sin mediación de dirigentes profesionales que abstraigan los intereses del pueblo. En este sentido, el proyecto Sumak Kawsay nos ofrece una mirada, por lo menos, de lo que podemos hacer con los recursos disponibles y nos enmarca en relaciones más saludables con nuestro entorno y con nuestros conciudadanos. El científico–blanco–masculino–europeo que desde la filosofía universitaria nos dice cuáles son los problemas de la sociedad moderna y los caminos de comprensión para su superación, ese intelectual burocrático que ejecuta la razón práctica del dirigente decisor ya no puede mirar con curiosidad al misticismo–indígena–femenino–americano que cada día, con más fuerza, aparece como respuesta a esta exigencia popular de fundamentar la síntesis que ya había aparecido desde la década de los ochenta: la educación popular, la síntesis entre el saber y la verdad. Sumak Kawsay es la propuesta desde lo heterogéneo para una sociedad otra.

Sumak Kawsay es el resultado de una lucha larga y silenciosa de los pueblos indígenas americanos —pero no solamente americanos— para reivindicar sus derechos colectivos y, principalmente, para cambiar la forma de relacionarnos con nuestro entorno desde la mirada largamente olvidada de lo marginal indígena. Gloria Caudillo y Alfonso Ibáñez afirman al respecto:

En los años ochenta la demanda prioritaria de los movimientos indígenas fue la lucha por la tierra; en los noventa, la autonomía y los derechos colectivos, y en esta primera década del siglo XXI es el Buen Vivir o Vivir Bien, como un concepto que engloba las demandas indígenas y propone una forma de vida distinta al capitalismo a partir de valores ancestrales sustentados en una relación armónica del hombre con la naturaleza y entre los seres humanos.[26]

Luis Makas, líder ecuatoriano de comunidades indígenas, definió Sumak como “la plenitud, lo sublime, excelente, magnífico, hermoso(a), superior”;[27] y Kawsay como “la vida, es ser estando […], dinámico, cambiante, no es una cuestión pasiva. Por lo tanto, Sumak Kawsay sería vida en plenitud. La vida en excelencia material y espiritual”.[28] Sumak Kawsay es la idea concreta de vivir aprovechando lo presente, que se hereda del pasado y mira hacia lo futuro. Tomemos como ejemplo la práctica social del trabajo. Para las personas de las comunidades indígenas que proponen el Buen Vivir como alternativa al capitalismo, la alegría de trabajar no radica sólo en la motivación de lo vocacional ni en la retribución directa por el trabajo vendido o empleado en beneficio propio o ajeno; no hay un valor superior y separado del trabajo que moralice al trabajador despojándolo del valor material de su producción, sino que el trabajo se realiza con la conciencia de que la producción es una producción compartida con la comunidad, donde el trabajo de uno y todos corre en beneficio de uno y todos. Hay equilibrio en la producción y distribución de la riqueza. La equidad del trabajo, la sostenibilidad como criterio de consumo de los recursos del entorno, el respeto al medio ambiente, la equidad de género, en fin, todos los asuntos que hoy en día deben ser considerados a la hora de elaborar planes de convivencia social y desarrollo económico están ya comprendidos en el concepto de Sumak Kawsay.

Probablemente pueda parecer sospechoso el proyecto de armonía con la naturaleza y el entorno social. Las relaciones históricas europeas entre la razón totalitaria y su deseo de orden totalizador han dado muestras de su inhumanidad y perversidad cuando tienen el poder para desarmar otras posibilidades de organización. Algunos nos sentimos más tranquilos bajo cierto desajuste o desorden que es necesario en todo clima de creación y libertad de expresión y acción, en fin, en todo entorno de autocrítica y crítica al poder. Ibáñez no era ajeno a esta sensación de claustrofobia ante la todopoderosa razón que el posmodernismo desinstala y que hoy resurge con aires nacionalistas xenófobos y neoliberales. Ibáñez cita a Alejandro Serrano, filósofo nicaragüense, en La utopía del “socialismo indoamericano” de Mariátegui,[29] libro que escribió seis años antes abordar el Buen Vivir como propuesta civilizatoria en América, con el propósito de entender mejor por qué mirar dentro de América Latina para dar una respuesta a las injusticias del capitalismo:

Los latinoamericanos heredamos dos vacíos: el del racionalismo del siglo XVIII europeo, y el vacío de nuestra intuición indígena ancestral interrumpida por la dominación cultural de la conquista y la colonia. La revolución debe ser también, en cierto sentido, una forma de recuperación de la razón ausente y la intuición abortada.[30]

La recuperación de la razón confluye con el objetivo de Educación popular y proyecto histórico; construir la praxis educativa desde espacios sociales y agentes diversos radicalmente democráticos para el fomento de nuevas prácticas y organización sociales. Y yo, como adulto–hombre–masculino–occidental–profesional–citadino, no puedo comprender en su real dimensión el proyecto de Sumak Kawsay en la medida en que no formo parte de la comunidad que la propone. En esto reside la condición negativa de la democracia radical que se requiere: no formar parte de la comprensión del proyecto en sí, pero formar parte del proyecto de discusión y, más importante, de complementación o cooperación del para sí. Algo a lo que Castoriadis llamaría el democrático conflicto de la ecclesía. Y los ciudadanos de la urbe, los que ya no creemos en grandes discursos, estamos en la obligación de volver a ellos con un espíritu diferente, pensando que se tiene un saber que se puede conjugar, oponer o cooperar con otro saber con el objetivo de obtener el poder para llevar a cabo la idea, o sea, concretar el saber en una verdad tangible. Es precisamente esto lo que rescata Ibáñez de la diferencia entre la actitud del burgués y del proletario en Mariátegui:

Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal renacentista ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa. La burguesía niega; el proletariado afirma.[31]

Y ésta es la médula de lo que considero necesario en toda educación regular o popular: ofrecer los elementos discursivos necesarios para contener la ideología del liberalismo meritocrático del sentido común social y aproximar experiencias prácticas eficientes de otra forma de vida en aspectos de interés personal y comunitario local, tal y como lo expresa la historia de la lucha indígena por el Buen Vivir, Sumak Kawsay.

 

A modo de conclusión

A Ibáñez se le debe mucho por los aportes que realizó al pensar las utopías como espacios ideológicos poderosos para movilizar prácticas disruptivas en sociedades tan complicadas como las de Lima y Guadalajara, ambas pertenecientes a estados nacionales extremadamente violentos, discriminadores y profundamente marcados por la subalternidad que ejerce el poder neoliberal. Creo que lo que más le debemos, como filósofo, es el habernos dado pistas de lecturas importantes de autores geniales e inagotables para entender y sobre todo tomar posición en nuestras particulares circunstancias, el habernos propuesto tomar partido, decantarnos por un lado de la historia que será contada, y el habernos quitado el miedo al compromiso por propuestas disonantes, acabadas o en construcción, por el simple valor de ser proyectos de otro mundo posible. Y todo proyecto de otro mundo posible nace desde el reconocimiento de una ruptura o grieta en la estructura social en la que vivimos. Tal reconocimiento sólo aparece ante sujetos de saber (profesores, estudiantes, militantes, educadores, etcétera). Hay un saber que se debe perfilar en cada práctica social para convertirse en reconocimiento de la apertura de la vida a la plenitud, a otra vida posible.

 

Fuentes documentales

Bustillos, Graciela y Vargas Vargas, Laura, Técnicas participativas para la Educación popular. Vol. I y II, Tarea, Lima, 1990.

Castoriadis, Cornelius, La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona, 1975.

Caudillo, Félix, Gloria Alicia Félix y Alfonso Ibáñez Izquierdo, El horizonte de existencia intercultural del buen vivir o vivir bien. Aproximaciones, Elaleph, Buenos Aires, 2015.

Foucault, Michel, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002.

Guibal, Francis e Ibáñez Izquierdo, Alfonso, Mariátegui hoy, Tarea, Lima, 1987.

Hardt, Michael y Negri, Antonio, Empire, Harvard University Press, Cambridge, 2000.

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Juan Pablos, México, 1974.

Ibáñez Izquierdo, Alfonso, Pensando desde Latinoamérica: Ensayos sobre modernidad, democracia y utopía, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades–Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2001.

—— Educación popular y proyecto histórico, Tarea, Lima, 1988.

—— Utopías y emancipaciones desde Nuestra América, Centro de Estudios y Publicaciones Alforja, San José, Costa Rica, 2011.

—— La utopía del “Socialismo indoamericano” de Mariátegui, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2007.

Mariátegui, José Carlos, “El alma matinal” en Antología, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1937, pp. 119-124.

Žižek, Slavoj, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.

 

[*]  Bachiller en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, profesor de Comunicación y Filosofía en el colegio Divina Concepción de Chorrillos, Lima. gonzalomorang@gmail.com

 

[1].     Alfonso Ibáñez Izquierdo, Educación popular y proyecto histórico, Tarea, Lima, 1988, p. 48.

[2].    Ibidem, p. 16.

[3].    Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Juan Pablos, México, 1974.

[4].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Educación popular…, p. 15.

[5].    Michael Hardt y Antonio Negri, Empire, Harvard University Press, Cambridge, 2000.

[6].    Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002.

[7].    Tal vez no podamos hablar de sociedades justas en la medida en que siempre hay un poder que somete y un pueblo sometido, pero sí podríamos hablar de sociedades equitativas. En este sentido, los trabajos de Walter Benjamin y John Rawls son iluminadores.

[8].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Educación popular…, p. 92.

[9].    Idem.

[10].    Lo que sigue sobre la educación en su forma industrial no está contenido dentro de la temática de Ibáñez. Sin embargo, me permite representar de manera ejemplar un punto que me parece central en su pensamiento: el saber se funda en un mito, una narración anterior al tiempo que valida la acción presente y reconoce al pasado significativo. Véase Francis Guibal y Alfonso Ibáñez Izquierdo, Mariátegui hoy, Tarea, Lima, 1987, pp.  79–125.

[11].    Francis Guibal y Alfonso Ibáñez Izquierdo, Mariátegui hoy, pp. 205–206.

[12].    Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.

[13].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Educación popular…, p. 30.

[14].    Ibidem, p. 77.

[15].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Pensando desde Latinoamérica: Ensayos sobre modernidad, democracia y utopía, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades–Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2001.

[16].    Ibidem, pp. 92–93.

[17].    Ibidem, p. 110.

[18].    Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona, 1975, p. 14.

[19].    Alfonso Ibáñez Izquierdo, Cornelius Castoriadis. Lo imaginario y la creación de la autonomía, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades–Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2006, p. 91.

[20].   Žižek expone el concepto de identidad imaginaria tomando el ejemplo del rey que en realidad cree que es un rey: “‘Ser rey’: es un efecto de la red de relaciones sociales entre un ‘rey’ y sus ‘súbditos’; pero —y aquí está el falso reconocimiento fetichista— a los participantes de este vínculo social la relación se les presenta necesariamente en forma invertida: ellos creen que son súbditos cuando dan al rey tratamiento real porque el rey es ya en sí, fuera de la relación entre súbditos, un rey; como si la determinación de ‘ser un rey’ fuera una propiedad ‘natural’ de la persona de un rey. ¿Cómo no recordar aquí la famosa afirmación lacaniana de que un loco que cree que es rey no está más loco que un rey que cree que lo es, quien, es decir, se identifica de inmediato con el mandato de ‘rey’?” Slavoj Žižek, El sublime objeto…, p. 51.

[21].    ¿No es éste el enfoque de competencias que el Ministerio de Educación enseña a los estudiantes? El objetivo no es hacer al estudiante tan competente como el profesor, sino hacerlo suficientemente competente para la vida en sociedad.

[22].   Ibáñez participó durante años en las campañas de alfabetización y educación popular que organizó la Fundación Tarea, en Lima. Esta experiencia lo acercó tanto a la labor de la pedagogía crítica de Freire como a las distintas didácticas participativas que formaban parte esencial de la praxis pedagógica de la fundación. Véase Graciela Bustillos y Laura Vargas Vargas, Técnicas participativas para la Educación popular. Vol. i y ii, Tarea, Lima, 1990.

[23].   Alfonso Ibáñez Izquierdo, Utopías y emancipaciones desde Nuestra América, Centro de Estudios y Publicaciones Alforja, San José, Costa Rica, 2011, p. 107.

[24].   Alfonso Ibáñez Izquierdo, Cornelius Castoriadis…, p. 97.

[25].   Ibidem, p. 119.

[26].   Gloria Alicia Caudillo Félix y Alfonso Ibáñez Izquierdo, El horizonte de existencia intercultural del buen vivir o vivir bien. Aproximaciones, Elaleph, Buenos Aires, 2015, p. 70. El texto de Caudillo e Ibáñez es bastante detallado respecto de la historia de la gestación del concepto de Buen Vivir, pues nos cuenta esta historia desde los encuentros de comunidades indígenas latinoamericanas en Ecuador y Bolivia; es muy recomendable revisarlo si se desea mayor comprensión.

[27].   Ibidem, p. 71.

[28].   Idem.

[29].   Alfonso Ibáñez Izquierdo, La utopía del “Socialismo indoamericano” de Mariátegui, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades–Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2007.

[30].   Ibidem, p. 114.

[31].    José Carlos Mariátegui, “El alma matinal” en Antología, Universidad Nacional de México, México, 1937, pp. 119–124, p. 122.

 

Paideia y pedagogía: reflexiones sobre el imaginario educativo

Alonso Casanueva Baptista[*]

 

Recepción: 10 de noviembre de 2019

Aprobación: 20 de noviembre de 2019

 

Resumen. Casanueva Baptista, Alonso. Paideia y pedagogía: reflexiones sobre el imaginario educativo. Una tarea propia a la filosofía y la sociología es la de pensar la educación como institución central de la sociedad. Haciendo uso de la obra de Cornelius Castoriadis, el presente artículo examina el lugar que ocupa la educación respecto a las actividades sociales más importantes, y la concibe como un imaginario caracterizado por su capacidad creativa y su tendencia hacia modos de vida en común más democráticos. Esta aproximación permite reconsiderar la conexión existente entre proyectos educativos y la cultura en la que emergen.

Palabras clave: paideia, educación, imaginario, cultura, praxis pedagógica, Castoriadis.

 

Abstract. Casanueva Baptista, Alonso. Paideia and Pedagogy: Reflections on the Educational Imaginary. One of tasks of philosophy and sociology tasks is to think about education as society’s core institution. Using Cornelius Castoriadis’ work as a basis, this article looks at education’s role in the most important social activities, with a view of education as an imaginary characterized by its creative capacity and its tendency toward more democratic forms of common life. This approach serves to reconsider the connection between educational projects and the culture in which they emerge.

Key words: paideia, education, imaginary, culture, pedagogical praxis, Castoriadis.

 

Introducción

Es una grata sorpresa encontrar —después de muchos años de experiencia— que mi trabajo académico y la labor intelectual de Alfonso Ibañez siguen cruzando caminos. A él debo mi interés por la filosofía política de Cornelius Castoriadis, que devino en un ensayo crítico durante la licenciatura y ahora forma parte de mi tesis doctoral. La introducción de Alfonso a pensar el ser de la sociedad a manera de un imaginario sigue generando ecos en mi mente, que ondean de vuelta a su encuentro, en esta y otras reflexiones que me hago acerca de la educación. Por ello, celebro la ocasión de poder publicar un texto que ojalá él considerara más serio que mis primeros balbuceos en el ámbito de la teoría social.

El filósofo estadounidense John Dewey escribió en 1938,[1] tras haber experimentado con sistemas educativos y otras iniciativas públicas, que para elaborar una filosofía de la educación innovadora había que mantenerse al margen de los ismos y en su lugar había que partir de la definición de términos centrales. En su época, así como en la nuestra, las discusiones sobre enseñanza se planteaban desde extremos tradicionalistas o progresivistas.[2] Precisamente, uno de los peligros de los ismos se encuentra en simplificar el tema de la educación a cuestiones escolares o a preocupaciones de corte político. Y aunque se requiera una discusión constante entre pedagogos/as que elaboren currículos efectivos, o con políticos que cuestionen, reformen o transformen de tajo los reglamentos y preceptos sobre los cuales se ha edificado un sistema nacional centralizado de escolarización, primero es necesario pensar cuál tipo de educación refleja mejor la dirección que se busca tomar como sociedad. Para ello se necesita la intervención de teóricos (sociólogos y filósofos) que comprendan las dinámicas sociales características del hacer cotidiano y promuevan, desde sus análisis, proyectos educativos que conecten el ser de la sociedad con sus posibilidades.

En este artículo busco examinar los términos que permitan repensar la educación haciendo uso del marco teórico propuesto por Cornelius Castoriadis, el filósofo–economista–psicoanalista greco–francés mejor conocido por su ontología de la creación y por su proyecto político de autonomía. A pesar de que Castoriadis nunca desarrolló una teoría exhaustiva acerca de la educación, su filosofía política contiene elementos suficientes para poder sentar bases de pensamiento alrededor del tema. En concreto, quisiera explorar el lugar que ocupa la educación como institución creativa y radical (es decir, perteneciente a la raíz) de una sociedad. Mi argumento es que esto es posible si se analizan dos conceptos a los que Castoriadis se refirió en sus menciones a la educación: los conceptos de paideia y de praxis pedagógica.

Antes de discutir estos conceptos explicaré concisamente dos dinámicas que Castoriadis identifica como fundamentales para el hacer social. Ambas son centrales para su definición de lo que implica la educación y ayudan a concebirla como una actividad privilegiada para la autoafirmación de cualquier sociedad. Por un lado, está el encuentro constante entre los polos de formación de lo social, mejor conocidos como el imaginario instituido y el imaginario instituyente (o el poder instituyente). Por otra parte, existe una relación que revela los niveles o dimensiones del hacer social: el encuentro inevitable y constante entre la psyché y la sociedad.

En segundo lugar, distinguiré la definición trisémica que he encontrado en el trabajo de Castoriadis acerca del término griego paideia, y demostraré en qué manera(s) está contenida dentro la praxis pedagógica que es tan importante para la transformación radical de la sociedad. En este punto, es importante resaltar que una educación como ésta es indiferenciable (incluso en su posible ejercicio) de aquello que entendemos por cultura, tanto en sus formas intencionales como no intencionadas. Y la relación que existe entre educación y cultura es de carácter radical creativa, al tiempo que participa de las distintas dimensiones histórico–sociales (privada, intersubjetiva y social).

Por último, apuntaré a algunos de los límites que tiene la aproximación castoriadiana. En específico, que su concepción de educación carece de un carácter humano (porque está subordinado al carácter “social” del individuo) que sirva de orientación a la disposición del enseñante y aprendiz, y también que hay una ausencia de discusiones programáticas sobre cómo enfrentar un proyecto educativo de autonomía a un contexto de cultura heterónoma.

 

Contexto y relaciones pertinentes

En el contexto de Europa durante la mitad del siglo xx, específicamente la Europa de los proyectos socialistas, marxistas y (post)estructuralistas, escribió Castoriadis críticas profundas al marxismo —a los marxismos—[3] que después darían pie a la elucidación de una teoría sobre la institución de la sociedad por la sociedad misma.[4] En breve, Castoriadis juzgaba de manera negativa el poder que había sido conferido a la Historia (como teleología) desde los escritos de Karl Marx.[5] El griego veía en ésta y otras concepciones teóricas el ejercicio de un mito muy poco probable: el de que el único ser existente es el ser determinado. En sus palabras, “la teoría que hace del ‘desarrollo de las fuerzas productivas’ el motor de la historia presupone implícitamente [sic] un tipo invariable de motivación básica para todos los individuos; a grandes rasgos, una motivación económica”.[6] A modo de respuesta, su propuesta filosófica consistió en entender el mundo como la creación constante de una sociedad abierta. En otras palabras, el ser (siempre parcialmente indeterminado) de la sociedad se hace a sí mismo a través del tiempo, mediante la encarnación y creación de formas por parte de sus miembros. La historia, en contraste al elevamiento progresivo profesado por los intérpretes hegelianos, fue entendida por él como creación: “La historia es esencialmente poiesis, no poesía imitativa sino creación y génesis ontológico en y a través del hacer y representar/decir de
los individuos”.[7] En consecuencia, los principios o “leyes” que deducimos de la historia no pueden tomar forma más que en retrospectiva y de manera fragmentaria. Más aún, estos principios se establecen desde la óptica específica de una sociedad en particular, lo que en definitiva altera el peso que adjudicamos a ciertos sucesos o su valor para la identidad propia de la sociedad que los observa.

Su contribución más importante fue probablemente radicalizar la imaginación humana, convirtiéndola en la capacidad fundacional del modo de ser social. Para Castoriadis, lo que distingue al ser humano no es su habilidad racional sino el hecho de que el ser humano es capaz de ser algo otro que racional. El ser humano instituye un mundo que le es significativo y, por lo tanto, participa de un mundo que excede por mucho la correspondencia entre lo que es y lo que necesita ser.

Esta teoría centrada en la creación de formas se comprende a partir de una serie de relaciones a través de las cuales es posible problematizar el mundo. Una fue la relación que Castoriadis estableció entre lo instituido (entendido como “estructuras dadas, instituciones y obras “materializadas”, sean materiales o no”)[8] y lo instituyente (“aquello que estructura, instituye, materializa”),[9] que permite entender la interacción entre el mundo que ya es y aquel que está por venir. Castoriadis también llama a la unificación de esta dinámica lo histórico–social. El imaginario instituido se refiere a la red de formas socialmente compartidas que han sido creadas y validadas por una sociedad en un momento determinado. Por otro lado, el imaginario instituyente es la “fuerza”[10] que pertenece a cada sociedad y que le permite establecer constantemente significaciones no triviales que hacen posible la novedad. Una manifestación de cada polo se encuentra en la distinción más concreta entre lo tradicional y lo radical creativo. Mientras que el primer polo concierne a las formas y valores que ejercen su presencia atribuyendo sentido a una instancia extra social o cuya raison d’être queda entredicha, el segundo es el ejercicio (idealmente consciente) de la imaginación con el fin de instituir formas a través de las cuales la sociedad se rige y cuya razón de ser no es otra que la sociedad misma.

La segunda relación importante es la que Castoriadis explica entre los polos de tensión desde los cuales se configura la sociedad: éstos son la psyché y la sociedad o colectivo anónimo. En este punto, la contribución de Castoriadis difiere de otras reflexiones filosóficas más usuales: entre sujeto y objeto, o individuo y sociedad. Una de las razones por las cuales Castoriadis prefiere discutir el polo de la psyché es que su conocimiento sobre psicoanálisis le confiere argumentos importantes que ayudan a equilibrar los argumentos sociológicos sobre lo histórico–social. Otra razón es que el individuo —quien en su deliberación consciente se comporta como Sujeto— es pensado por Castoriadis como punto de encuentro, no como sustancia. Ello tiene fuertes repercusiones para su concepción de la educación, ya que nos obliga a pensar al individuo no como un ser en sí que perfecciona sus habilidades inherentes o sus cualidades esenciales, sino como un ser para sí y para los demás que es creado por su sociedad al tiempo que es capaz de modificarla a su vez.

La dupla psyché y sociedad es poseedora tanto de lo instituido como de lo instituyente, y por ello cada polo es capaz de reconocerse como extremo opuesto de una relación necesaria: la psyché es portadora de una imaginación radical, y la sociedad de un imaginario radical. La psyché operacionaliza la imaginación para dar forma a algo que antes no era/existía, en ejemplos como sueños, obras de arte o delirios psicóticos. La sociedad, en contraste, concibe su imaginario como radical en tanto que nace de sí, en lugar de ser dado o impuesto. El imaginario, que está conformado por significaciones e instituciones, es radical porque es el ser específico de la sociedad en cuestión.

 

Los inicios helenos de la educación

Las interacciones entre psyché y sociedad, y entre lo instituido y lo instituyente, pueden entenderse con mayor claridad a través de la comprensión de la práctica educativa, en su variación pedagógica y como paideia. Éstas nos permiten entender las interacciones sociales en cuanto aluden a la apertura ontológica que Castoriadis atribuye a la sociedad. Y aunque las reflexiones sobre los distintos términos que significan educación no formaron parte sustancial del trabajo del griego, las menciones de éstos son centrales para comprender el esqueleto filosófico desarrollado por él. Para nuestros propósitos, tanto la paideia como la praxis pedagógica demuestran los principios rectores del quehacer educativo, diametralmente opuestos a los objetivos actuales de numerosos sistemas escolares alrededor del mundo.

Antes de proceder a la definición de paideia y de pedagogía, será útil presentar un trasfondo histórico de la educación en Hellas, la Grecia de la Antigüedad. Este momento histórico–social es el origen de la significación de paideia y también un importante precedente histórico para la educación profesada en sociedades alrededor del mundo, identificadas con la etiqueta de “greco–occidental”. Además, es el ejemplo al que constantemente regresa Castoriadis como paradigmático de sociedades radicalmente creativas 

Paideia, cuya raíz etimológica pais significa infante, es la palabra que en la antigua Grecia indicaba educación. Desde las épicas de Homero han existido referencias a este término. Por ejemplo, la paideia de Telémaco[11] fue la educación que fue incorporando al buscar el paradero de su padre, Odiseo. Para Homero como para sus contemporáneos, la paideia era un proceso específicamente dedicado a los hijos de la aristocracia, quienes usualmente eran guiados por figuras paternales de gran estima social debido a sus proezas en vida (en el caso de Telémaco, su guía se llamaba Mentor).

Siglos después los espartanos vendrían a reconocer la paideia en términos militares, mediante la enseñanza de artes de guerra tanto a niñas como a niños. El caso específico de Esparta difiere mucho de precedentes y coetáneos, no solamente por promover un aprendizaje abierto a la población general sino también por hacerlo un aprendizaje específico. Sin embargo, hasta donde sé no existe bibliografía que indique la adopción de los modos de la paideia espartana por otros pueblos helenos.[12] En contraste, reverbera a través de la historia el ejemplo de paideia profesado por la ciudadanía ateniense durante el siglo v a.c., un caso privilegiado de educación cívico democrática. Este momento histórico–social es fundacional en tanto que la paideia se extendió a la polis entera y promovió una orientación política basada en la participación activa. A diferencia de los espartanos, los atenienses atentaron contra la estructura jerárquica previamente reconocida en Hellas y educaron sobre el ejercicio de una democracia directa.

A cada paideia corresponden sus paideusis, o educadores. Este papel fue atribuido particularmente a dos figuras de gran importancia en Hellas: los poetas y las polis. Los primeros —Homero, Heródoto, Tirteo, Solón, por nombrar algunos— reflejaban a través de su lírica y sus discursos el espíritu compartido con sus pares. Elegías para la batalla, recuentos cotidianos de la vida campirana, reflexiones sobre el espíritu que debe permanecer en la sociedad, son maneras que garantizaron el aprecio y la admiración de la población por los poetas, de modo que notaban en ellos características propias de sí mismos.

Las polis también educan. Existen varios registros históricos que testimonian este sentimiento. Se dijo de Atenas que educaba a través de sus muros (arquitectura) y de su modo de ser. La polis de Atenas, si la entendemos como el historiador francés Édmond Lévy,[13] es polis tres veces: 1) es el lugar físico, 2) es su institución, o 3) es sus ciudadanos.[14] Así, Atenas al igual que un poeta es paideusis al representar los valores (las formas) compartidas por sus miembros. Más aún, Atenas supuso un ejemplo de institución política y social para otros pueblos helenos, por lo cual fue apodada por Parménides “la educadora de Grecia”.[15]

Más allá de su reconocimiento histórico, la paideia ha sido revivida por clasicistas como Werner Jaeger (quien dedicó tres volúmenes para discutir el entretejido de educación y cultura que forjó a Grecia en la Antigüedad) y pensadores como Cornelius Castoriadis para su interpretación en tiempos modernos. Las múltiples definiciones superpuestas que le han sido atribuidas explican el carácter no intencionado, cotidiano y específico de la educación. A continuación desarrollo las tres definiciones que he identificado en los escritos de Castoriadis.

 

Paideia, un concepto trisémico

La primera definición castoriadiana de paideia equivale a socialización. En la sociología clásica (Georg Simmel, Émile Durkheim, Talcott Parsons), “socialización” se refiere al proceso mediante el cual se forma a nuevos individuos para comportarse como parte de una sociedad. Este proceso sucede regularmente desde la infancia (aunque también puede referirse a la introducción de extranjeros en una sociedad), partiendo de un momento en el que el recién llegado no puede ser considerado un individuo, sino una psyché. Ésta es un flujo incesante de deseos–intenciones–afectos que no responden ni a las formas ni a las lógicas sociales.[16] En su estado primigenio la psyché se comporta como una mónada cuya cerrazón será rota a través de una violencia afectiva y eventualmente será i(nter)rumpida para su adecuación a las lógicas sociales. En pocas palabras, lo que sociológicamente se conoce como “socialización”, psicoanalíticamente es llamado “sublimación”.

La intervención castoriadiana del concepto de socialización al invocar la idea de paideia quiere denotar que la formación de un individuo es un proceso educativo mediante el cual la sociedad extiende una serie de significaciones, que después el individuo porta como expresión específica de sí mismo. En otras palabras, la psyché que una vez formó el mundo único del recién nacido se repliega dejando terreno para la adopción de formas y modos de ser en los que el individuo termina reconociéndose y desde los cuales aprende a relacionarse con el mundo.

Ahora bien, mientras que la sociología ha condicionado el concepto de socialización a tener una connotación reproductiva y preservativa, Castoriadis la concibe como creativa. Debido a que el único mundo que podemos habitar es el histórico–social, y que este mundo conlleva una serie de valores, normas, preceptos (significaciones sociales imaginarias) específicos a la sociedad desde la cual uno/a se relaciona con ese mundo, se entiende que debe haber un proceso de auto institución social a través del tiempo que incluye, pero no está reducida a la formación de miembros de tal o cual sociedad. La psyché, obligada a aceptar para su funcionalidad principios que le permitirán sostener relaciones, se convierte a través de su socialización en un fragmento recursivo de su sociedad. Al tiempo que adquiere herramientas para sobrevivir con otros, mantiene un carácter que problematiza la suficiencia y adecuación de las herramientas obtenidas. Lo que sigue es la posibilidad de agencia, el poder instituyente.[17] La posibilidad de agencia, tan pequeña como pudiera ser, es el centro de atención para Castoriadis.

Para entender esto habrá que superar esta definición tan general de paideia y considerar su presencia en el hacer(se) específico de un momento histórico–social. Castoriadis, como ha sido subrayado en numerosas ocasiones por él y por sus estudiantes y críticos, consideraba que el ejemplo más radical de una paideia fiel a la cualidad creativa de la sociedad es el de la polis ateniense durante el siglo v a.c., también conocida como la Atenas democrática. Esa sociedad, popularmente denominada con el título de “primer polis en Hellas” (sin especial atención al precedente lacedemonio), representa la emergencia simultánea de la filosofía y la política (esta última a manera de democracia directa), y para nuestros fines, un ejemplo paradigmático de educación cívica.

El perfil de la educación ateniense es la formación de ciudadanos capaces de cuestionar y deliberar acerca del ser y la dirección de la polis (las dos actividades fundamentales para la filosofía y la política). Una educación así nos remite al sueño emancipador que tomó fuerza en América Latina en la década de los cincuenta. Lo que marca una diferencia infranqueable entre la paideia de los hombres libres y la pedagogía de los oprimidos, es por lo menos un par de características: 1) la constitución del ser social de los individuos en cuestión, y 2) la manifestación del proceso educativo (como educación no intencionada o intencional).

El ateniense era característicamente masculino, libre y adulto. En la antigua polis se calcula un número aproximado de 40 mil atenienses, sin contar a mujeres, infantes y esclavos. Considerando que solamente los hombres eran capaces de participar en la política, es importante notar que el interés de Castoriadis está en que cada uno de los 40 mil ciudadanos tenía la oportunidad y responsabilidad de decidir sobre el destino de Atenas. En otras palabras, cada uno de ellos era un fragmento de Atenas, de su voluntad y su institución.

La paideia de Atenas no estuvo constreñida a las paredes de un edificio ni a la enseñanza de individuos específicos. La presencia de sofistas, en este periodo, no significó la institucionalización de un modelo educativo, ni de otros aspectos (por ejemplo, la didáctica) que son creaciones históricas posteriores y que reconocemos en la escolarización. La tutoría especializada de un sofista era una de muchas maneras en las cuales se podía aprender, quizás una de las menos democráticas.[18] La paideia en Atenas estaba incorporada en la vida cotidiana. Se educaba a través de la arquitectura, de la puesta en escena de las tragedias griegas, de la convivencia en el ágora y de la discusión en la ekklesia (asamblea general). La paideia ateniense, entonces, es más que la irrupción violenta de la sociedad en la psyché de los recién llegados; es el ejercicio constante y no intencionado de las significaciones de la sociedad por sí misma con el propósito de afirmar su ser como esa Atenas. A ello llama Castoriadis una paideia verdadera, que, al igual que el ejercicio de una política o una democracia “verdadera”, concede que la búsqueda social es la búsqueda por la autonomía.

Como es bien sabido, el experimento ateniense duró menos de un siglo. Esto, en lugar de anunciar simplemente la fragilidad inherente al establecimiento de una democracia auténtica, indica asimismo la necesidad de una educación de la sociedad por la sociedad misma que constantemente promueva la valía de la crítica profunda y la deliberación sobre la institución y limitación política. La pérdida de democracia fue indicativa del cambio de valores positivamente investidos por la ciudadanía.

Además de la paideia socializante y la que se traduce a educación cívica, una tercera definición del concepto como cultura aparece en los escritos y entrevistas más tardíos de Castoriadis. A diferencia de una educación descrita desde una óptica psicosocial o histórica, la tercera aproximación al término surge de los debates que Castoriadis suscitó en torno al estado político social de Europa durante los años ochenta. En varias contribuciones Castoriadis hace hincapié en la importancia que la paideia juega en relación con la cultura y la cohesión social. De hecho, admite que no hay posibilidad de sociedad sin paideia.

Desde esta óptica, ya anunciada de cierto modo en nuestro análisis de la Grecia antigua, paideia es la expresión de una educación que se extiende al terreno de la creación cultural. La definición de paideia en este contexto es la siguiente: “cualquier cosa que, en una sociedad dada, dentro del dominio público, va más allá de lo simplemente funcional o instrumental y que, sobre todo, presenta una dimensión invisible investida positivamente por los miembros de dicha sociedad”.[19] Veamos en detalle esta definición.

Primero, se refiere a un proceso que sucede en el dominio público, la calidad del cual se ha puesto en duda a lo largo del siglo xxi. La creación cultural, en su significado más amplio, es la creación de significaciones socialmente compartidas, lo cual implica compartirlas en espacios y a través de métodos que actualicen la vida pública. Si bien esos espacios y métodos siguen vigentes y varían en consistencia dependiendo de la sociedad en cuestión, las teorías sobre la posmodernidad/modernidad tardía/modernidad líquida[20] han mostrado suficientemente la realidad de la privatización de la vida social, a grado tal que la creación cultural en la esfera pública se ha transformado en una resistencia constante a su inversión privada.

Segundo, la paideia es todo aquello que va más allá de lo funcional/instrumental. Para los conocedores de Castoriadis esto equivale a estipular que la creación cultural se sobrepone a la lógica ensemblista–identitaria.[21] Este concepto tan importante para la ontología creativa del griego se refiere a las (proto)instituciones que permiten el orden y la categorización en la vida social, incluyendo el lenguaje y el hacer. Sin ahondar demasiado en algo que requiere un trabajo detallado, explicaré que “ir más allá” de esta lógica de supervivencia y continuidad anuncia también que la creación cultural excede lo que reconocemos como “necesario” para la vida diaria. La paideia así entendida es la construcción de redes de significaciones que hacen de la vida mucho más que el acto de sobrellevar tareas para la reproducción de un ser específico.

Tercero, Castoriadis se refiere a la dimensión invisible, o aquello que es suscitado a partir de lo visible, de lo más evidente. Tomemos como ejemplo escuchar una melodía de jazz. La matemática de las notas y los instrumentos involucrados (piano, batería, trompeta, saxofón) son elementos “visibles” o evidentes de la melodía. Pero lo que motiva la paideia es aquello que cada uno descubre cuando se toca/escucha la música, que incluye improvisación, compatibilidad entre los instrumentos de la banda, los sentimientos del escucha y las relaciones mentales que ella/él puede establecer con la pieza.

Cuarto, está implícito que la paideia de una sociedad supone la creación de formas por parte de sus miembros (fragmentos móviles
de significación) e idealmente, su autorreconocimiento como fuente de dichas formas.

Una ventaja de traer la paideia a situaciones contemporáneas es que permite establecer términos de discusión para juzgar la habilidad de una sociedad con tendencias neoliberales a establecer sus significaciones de manera autónoma y democrática. Simultáneamente, al enfocarse en el tema de la cultura, uno puede tomar ejemplos de interacción social como el de un encuentro entre artista, obra de arte y público/audiencia, para comparar casos de creación autónoma —como el de un poeta paideusis griego— con otros más polémicos —como la exhibición de arte en galerías y museos contemporáneos.

El veredicto de Castoriadis fue negativo: sociedades como la francesa de los años ochenta valoraban positivamente significaciones muy diferentes a aquellas aplaudidas por el público heleno. A las virtudes que Pericles[22] enalteció frente al pueblo ateniense (el amor por la belleza y la sabiduría) se podría contraponer valores de fama, lujo, eficiencia, producción que le son propios al imaginario capitalista. Además, los espacios se han tornado cada día menos públicos y más autorreferentes (la academia universitaria es un ejemplo privilegiado de esto), haciendo de los museos un lugar para la taxidermia de la fauna artística y del encuentro con la audiencia, un espacio de tolerancia silente más que de crítica y provocación.

Podemos ser más concretos. Así como lo exhibe Damon A. Young en su artículo “The Democratic Chorus: Culture, Dialogue, and Polyphonic Paideia”, la tragedia griega —otra de las grandes herencias de la Atenas del siglo v a.c.— era un foro de educación en democracia para la audiencia de la obra. De la mano de escritos de Jean–Pierre Vernant[23] (uno de varios historiadores franceses con quien Castoriadis solía debatir sobre la correcta interpretación de la Antigüedad en Grecia), Young describe cómo la interacción entre los personajes principales y el coro acerca de un contenido específico (la tragedia del héroe) permitió por primera vez al público ateniense analizar su propia sociedad en contraste con las historias pre–dóricas de Homero.[24] El héroe trágico, de acuerdo con Vernant, se presentaba a la audiencia como problema, no como modelo a seguir, y el coro manifestaba las voces y juicios de la ciudadanía en respuesta a los eventos que sucedían. También, el héroe era una figura del pasado, en contraste con un coro que expresaba los sentires contemporáneos. A través de un proceso de “objetivación de la tradición cultural de la polis […] se permitió a la audiencia de la mimesis ateniense distinguir entre el mito per se y la narrativa creativa por primera vez”.[25] Es decir, la puesta en escena de una tragedia griega sirvió de instrumento para el debate y para la reflexión crítica, al oponer los valores atenienses a aquellos que le precedieron; al tiempo que enfrentaba al público al esfuerzo creativo individual del dramaturgo. Más aún, la tragedia tuvo el efecto de contraponer la tradición (el imaginario instituido) a la afirmación del ser ateniense (el poder instituyente).

Mucho de este quehacer nos ha de parecer familiar, pues en la actualidad el teatro puede servirnos para efectos similares. La variedad de aproximaciones al escenario también ha generado novedades que hacen imposible la tarea de reducir el espectro teatral al modelo trágico. Sin embargo, lo que Young y Vernant suponen a través de sus ejemplos es que la tragedia ática era un catalizador para la reflexividad crítica, de manera tal que se destilaba el “telos político” de Atenas y obligaba a la audiencia a decidirse en contra de significaciones como el hubris o el apoliticismo y a favor de significaciones correspondientes a la democracia. Ello es algo que el género teatral actual no suele provocar.

De hecho, Castoriadis estaba convencido de que la época en que vivimos —la del posmodernismo y lo posindustrial— ha atropellado la lógica correspondiente a la actualización de la autonomía en las dimensiones individual y social. En contraste, la lógica que se ha perpetuado e incluso fortificado a través de la creación cultural pero también del hacer social y político, es aquella que promueve la expansión y el dominio de la (pseudo)racionalidad, del Progreso con “P” mayúscula.[26] Es aquella que “se encarna en la cuantificación y conduce a la fetichización del ‘crecimiento’ por sí misma”.[27] Esta lógica característica del capitalismo, al encontrarse sin su contrapeso original, atenta contra la reflexividad crítica y también por ello contra la posibilidad de una paideia “verdadera”. Como escribió Alfonso Ibañez en su ensayo Castoriadis o el proyecto de autonomía democrática, “todo esto viene acompañado de una des–educación política de los ciudadanos que los disuade de participar en los asuntos públicos para dejarlos en manos de los expertos”.[28] La consecuencia que avista Castoriadis es la institución de una sociedad que valora el pasado, pero es incapaz de concebirse de manera positiva; es decir, una sociedad que no puede pensarse a partir de sus propios valores sino a través de la comparación/negación de otros.

 

Dentro de la paideia, la praxis pedagógica

La nota oscura de Castoriadis sobre el estado fragmentado de las sociedades actuales podría llevarnos al pesimismo o al conformismo generalizado. Sin embargo, es la base idónea para preguntar: ¿qué alternativas nos quedan? La respuesta es: un hacer pensante intencional. Esto es lo que se reconoce en la literatura (pos)marxista como praxis.[29] Castoriadis en particular entendió la praxis[30] como un hacer asociado a la promoción de autonomía (social e individual), por lo cual era capaz de mantener una confianza extrema en que la apertura del ser social no puede escapar a su posible democratización. La dificultad que encuentro con este argumento es que Castoriadis nunca explica de qué manera reverbera el hacer intencional (praxis) en la institución de una cultura (paideia) no intencionada y abarcadora de la sociedad entera.

La única pista se encuentra en las escasas menciones que hace de los distintos modos de la praxis para explicar su correspondencia al posible futuro democrático. Castoriadis distingue en La Institución Imaginaria de la Sociedad entre tres haceres que pueden ser encarnados como praxis: la política, la pedagogía y la medicina[31] (que en otros textos cambia por el psicoanálisis). Las últimas dos son descritas como haceres que existen en una dimensión intersubjetiva del mundo histórico–social. Esto quiere decir que tanto la medicina como la pedagogía cobran sentido como prácticas en el encuentro cotidiano entre las partes interesadas, y pueden ser entendidas solamente como ese encuentro específico. Por otro lado, la política es, como ya ha sido descrita a través del ejemplo ateniense, un hacer preocupado por la organización y la institución de la sociedad. En lugar de funcionar a partir del hacer intersubjetivo entre individuos, la política implica el hacer de la sociedad por la sociedad misma (por el colectivo anónimo, si utilizamos su término preferido). En otras palabras, la política evidencia la existencia de una dimensión social que excede el ámbito intersubjetivo.

El propósito de la política en su acepción de praxis, y por ende el objetivo último de cualquier otro modo de praxis social, es “crear instituciones que, siendo internalizadas por individuos, facilitan al máximo el acceso a su autonomía individual y su participación efectiva en todas las formas de poder explícito existentes en la sociedad”.[32] Por añadidura, la praxis pedagógica se presenta como un terreno arduo pero prometedor para la promoción de autonomía.

Como concierne al encuentro entre pupilos y maestras/os, la pedagogía requiere la promoción constante e intencional de la autonomía de los involucrados. Esto se traduce en que las interacciones entre el individuo interesado por aprender y aquel capaz de enseñar dé lugar a una mayor habilidad en el ejercicio consciente de la auto-institución de normas, especialmente por parte del enseñante.[33]

Se puede distinguir entre dos procesos simultáneos que hacen la praxis pedagógica. Por un lado, se trata de un encuentro para enseñar y aprender. Por otro, se trata de un encuentro y reconocimiento del otro. Más específicamente, se reconoce al otro en su calidad de Sujeto autónomo. El Sujeto, a diferencia de un individuo, es la presentación de este último como agente de crítica y deliberación. Va más allá de su institución como fragmento móvil de su sociedad y tiende, a través de su praxis, hacia la transformación radical. Es decir, el Sujeto instituye mediante su relación pedagógica.

En el fondo, para que la relación pedagógica sea posible, es necesaria una apertura a la alteridad. Es decir, al reconocer al otro como Sujeto autónomo uno reconoce la radicalidad de su otredad. Ello indica la existencia de una disposición que le es propia al individuo —en realidad, a la psyché que es la primera instancia en la que se percibe una apertura al ser social—, la cual se aúna a la disposición del otro y de lo otro a ser reconocido. Estas disposiciones no fueron descritas en detalle por Castoriadis, y por ello suponen un límite a su aproximación sobre el imaginario educativo.

Un caso particularmente interesante de pedagogía en autonomía es registrado por Sophie Wustefeld en su artículo “Institutional pedagogy for an autonomous society: Castoriadis & Lapassade”. Wustefeld ha estudiado la emergencia y práctica de un movimiento llamado pedagogía institucional, liderado en parte por Georges Lapassade, quien fuera colega de Castoriadis y colaborador en el grupo Socialisme ou Barbarie. Lapassade aplicó los principios filosóficos castoriadianos al territorio escolar, haciendo que la labor educativa fuese creación de los/las estudiantes y no imposición de los/las maestros/as ni del aparato administrativo. Parte del proyecto implicaba el fortalecimiento de relaciones entre pares, para que el alumnado como colectivo tuviese la primera palabra acerca del currículo y los tiempos, en lugar de admitir la imposición de la autoridad del maestro. Ello alimentaba la iniciativa del aprendiz al tiempo que ejercitaba la actividad política dentro de la escuela. También se promovía de manera consciente (en el pensar y el hacer) la autonomía individual y social.

Uno podrá notar que la propuesta por una pedagogía con estas características es una apuesta y también materia de esfuerzo. Más aún, la pregunta que emerge es si un hacer de este tipo puede mantenerse a flote por periodos prolongados. Será importante subrayar, entonces, que la praxis pedagógica de Castoriadis es inherentemente revolucionaria. Por lo tanto, es una práctica que debe estar motivada por transformar una cultura heterónoma o, en el mejor de los casos, por mejorar el estado de una cultura autónoma. Ésta es la relación que existe entre paideia y pedagogía: dentro de la primera encontramos la segunda. El hacer intencional con el propósito de generar mayor autonomía debe desearse en su modalidad no intencionada, como el ejercicio cotidiano de la educación de la sociedad por sí misma.

 

Límites de la aproximación y conclusión

La paideia de una sociedad ha sido explicada como su autoafirmación a través de modos de socialización, educación cívica y creación cultural. Concierne a la sociedad como totalidad y, por tanto, excede el hacer educativo en su dimensión intersubjetiva. La paideia es un hacer no–intencionado que si promueve la autonomía social adquiere el adjetivo de “verdadero”, ya que replica el modo de ser más genuino de la sociedad en cuestión (de las voluntades de sus miembros). Dentro de ella, a nivel intersubjetivo, emerge la praxis pedagógica cuando la relación educativa promueve la autonomía de las partes. A ésta le es propio un carácter intencional que implica el esfuerzo y la apuesta de quien busca enseñar y aprender.

Existen algunos problemas con el esqueleto filosófico de Castoriadis que vendría bien comentar para resolverlos y superarlos. Ya he señalado dos de ellos: 1) la ausencia de carácter “humano” en la teoría, y 2) la falta de discusiones programáticas acerca de la praxis pedagógica.

Es importante notar que los escritos de Castoriadis, como se indicó en la introducción del presente artículo, tratan al individuo como punto de encuentro. Castoriadis lo llama un individuo social que se relaciona con otros individuos y objetos sociales. En lo que he estudiado de su obra no parece haber mayores referencias al ser humano. Dado que el individuo es casi en su totalidad una creación social, los valores que ejerza serán aquellos que adoptó del imaginario correspondiente. Siendo éste el caso, la aproximación castoriadiana no nos puede proveer una concepción fuerte de la constitución personal del individuo, más que en lo referente al Sujeto.

La ausencia de un carácter humano se refiere, pues, a la falta de reconocimiento en la obra de Castoriadis a una serie de disposiciones que sean propias a los individuos y que permitan una mejor apropiación de la búsqueda de autonomía. Al haberse enfocado principalmente en la institución política de la sociedad, Castoriadis olvidó prestar atención a la conformación ética y afectiva de los seres humanos.[34] Así lo reconoce la filósofa húngara Ágnes Heller (quien cataloga al griego como neo–aristotélico), estipulando que en las preocupaciones de Castoriadis “Los libros 8 al 10 de la Ética a Nicómaco son relegados al fondo; las virtudes aristotélicas son mencionadas en cuanto se manifiesten como justicia política; el hombre bueno como distinto al buen ciudadano tampoco captura su interés”.[35] Él respondió a la crítica de Heller con que no había necesidad de discutir la ética si ya estaba siendo abarcada en su política. Esto bien pudo ser el caso para el objeto central de su teoría —la institución imaginaria de la sociedad—, pero el caso de la educación es distinto.

La ontología de la creación y el proyecto radical de autonomía de Castoriadis permiten a quien los estudia completar el esqueleto filosófico con las significaciones que sean propias de cada sociedad específica. Como una teoría general de la sociedad, da lugar a muchas posibilidades para “rellenar” los espacios que han quedado vacíos con las distintas formas socialmente compartidas que caracterizan el ser de la sociedad. Sin embargo, al enfrentarse al caso de una institución central como la educación, uno se percata de que existen catalizadores para promover un ejercicio a fondo de modos de ser autónomos. Estos catalizadores —que denomino disposiciones ético–afectivas— debieran formar parte de la misma estructura teórica básica desde la cual pensar el hacer revolucionario.

El carácter humano que busco se refiere en parte a un reconocimiento de la ética en el terreno del hacer cotidiano. He aprendido a través de proyectos pedagógicos del siglo xx[36] que existen modos de apertura a la alteridad que hacen más interesante el encuentro intersubjetivo entre enseñante y aprendiz; significaciones que participan del afecto de la psyché y de la responsabilidad moral del individuo, que no necesariamente se traducen en el florecimiento de una polis como producto último del hacer autónomo. Los ejemplos abundan, y varían dependiendo de la tradición filosófica a la que uno se adhiera. Empero, cualesquiera que sean las formas que estas disposiciones tomen, deben estar unidas a la significación de autonomía. Por tanto, la pregunta “¿cuáles son las disposiciones que han de ser propuestas y practicadas?” deberá ser formulada a partir del deseo que los integrantes de una sociedad sientan hacia la autonomía propia y del otro.

La segunda objeción a la aproximación castoriadiana es la falta de discusión acerca de la praxis pedagógica. Si las menciones a la paideia son breves, más escasas son las concernientes a la pedagogía. Su importancia, sin embargo, es mayor que la manifestación de un modo concreto del proyecto de autonomía: está en la recuperación de un sentido de utopía en tiempos que no las permiten más. Un tipo de educación revolucionaria en tiempos neoliberales es un proyecto improbable, y por lo tanto indispensable. Hay mucha información acerca de este tipo de iniciativas y de cómo han sido instituidas en distintas sociedades (la pedagogía institucional de Lapassade es una de ellas). Su análisis nos permite cuestionar asuntos de corte pedagógico y político, y ahora también económico, como el papel de la autoridad docente y administrativa. También permite la emergencia de la pregunta fundamental sobre la que estará basada cualquier pedagogía crítica y autorreflexiva: ¿qué tipo de educación corresponde a nuestra sociedad?

Afortunadamente, ambas limitaciones inspiran reflexiones. Los conceptos de paideia y pedagogía también invitan a reconsiderar la educación como institución central de la sociedad íntimamente relacionada a la creación de nuevos modos de ser más autónomos. Y a pesar de que se trate de un esfuerzo a contracorriente, examinar las bases sobre las que erigimos nuestras relaciones culturales seguirá dando pie a encuentros en los que se cuestione “la sabiduría autonombrada, serenidad y autoridad de lo Real”.[37] Este texto sugiere la adopción de una educación comprometida que parta del esfuerzo intencional y reverbere en el hacer de la sociedad.

 

Fuentes documentales

Bauman, Zygmunt, Culture as praxis, Sage Publications, Londres, 1999.

Castoriadis, Cornelius, “Transformation sociale et création culturelle” en Critique sociale et création culturelle, Presses de l’Université de Montréal, Montréal, vol. 11, N° 1, 1979, pp. 33–48.

—— Philosophy, politics, autonomy: essays in political philosophy, Oxford University Press, Nueva York, 1991.

—— The Imaginary Institution of Society, The mit Press, Cambridge, 1998.

—— El mundo fragmentado, Terramar, La Plata, 2008.

—— “Paideia and Democracy” en Counterpoints, Jstor, vol. 422, 2012, pp. 71–80. www.jstor.org/stable/42981755

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Heller, Ágnes, “With Castoriadis to Aristotle; from Aristotle to Kant; from Kant to Us” en Pour une Philosophie militante de la démocratie. Autonomie et autotransformation de la société. Hommage à Cornelius Castoriadis, Revue Européenne de Sciences Sociales, Cahiers Vilfredo Pareto, Librairie Droz, Ginebra, 1989, tome xxvii, N° 86, pp. 161–171.

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Vernant, Jean–Pierre y Pierre Vidal–Naquet, Mythe et Tragédie en Grèce Ancienne, Librairie François Maspero, París, 1977.

Wustefeld, Sophie, “Institutional pedagogy for an autonomous society: Castoriadis & Lapassade” en Educational Philosophy and Theory, Routledge, Londres, 2018, vol. 50, N° 10, pp. 936–946.

Young, Damon A., “The Democratic Chorus: Culture, Dialogue, and Polyphonic Paideia” en Democracy and Nature, Carfax, Londres, 2003, vol. 9, N° 2, pp. 221–235.

 

[*] Doctor en Sociología por la Trobe University, actualmente académico asistente en la misma universidad y editor de la revista Thesis Eleven. zupzo150@hotmail.com

 

[1].     En su libro Experience and education.

[2].    El primer extremo corresponde, en un país como México, a la escuela estándar promovida por la Secretaría de Educación Pública, así como a muchas otras escuelas de denominación religiosa. El segundo extremo, que en México no conforma más que un porcentaje pequeñito de escuelas privadas para las clases media y alta, corresponde a las iniciativas pedagógicas alternativas propuestas por educadores/as como María Montessori o Rudolph Steiner, o más recientemente por proyectos como universidades indígenas e indigenistas, además de colegios especializados basados en pedagogías críticas.

[3].    Entre los años 1948 a 1965 Castoriadis cofundó y dirigió el grupo Socialisme ou Barbarie, del cual formaron parte Claude Lefort (cofundador), Jean–François Lyotard, Edgar Morin, Marcel Gauchet, etc. Este colectivo publicó una serie de textos en los que criticaban el régimen burocrático de la urss, así como su defensa o justificación por parte de los miembros de la Cuarta Internacional, al tiempo que promovían ideas concernientes a sindicatos obreros, movimientos de derechos obreros y su fortalecimiento.

[4].    Castoriadis recopiló sus intervenciones en Socialisme ou Barbarie para ser publicadas como la primera mitad de su libro más conocido y sistemático: La Institución Imaginaria de la Sociedad. La segunda mitad corresponde a la elucidación de una teoría sobre el carácter radical del imaginario social y su papel
en la constitución de sociedades específicas. En este artículo hago referencia a este libro, pero también a muchos artículos escritos por él, ya que las menciones a la educación son breves y están esparcidas a lo largo de su obra.

[5].    En realidad, su oposición a la visión teleológica de la Historia se extiende más allá que a Marx (por ejemplo, está el caso de Hegel). Su crítica, que es indicativa de un problema mayor —el problema de la determinación—, está dirigida a la Historia de la filosofía que se piensa unificada y determinante.

[6].    Cornelius Castoriadis. The Imaginary Institution of Society, Polity Press, Cambridge, 1998, p. 25. Nota: todas las traducciones de citas del inglés y del francés al español son mías.

[7].    Ibidem, pp. 3–4.

[8].    Ibidem, p. 108.

[9].    Idem.

[10].    A la que Castoriadis se refiere en sus textos como una vis formandi más una libido formandi.

[11].    Véase Homero, Odisea, Gredos, Madrid, 1993.

[12].    El trabajo de Werner Jaeger en el primer volumen de su Paideia: los ideales de la cultura griega, concretamente en el capítulo quinto, es quizás una excepción a la regla. Entre las fuentes limitadas de las que hace uso está la poesía de Tirteo y la Constitución de los lacedemonios, de Jenofonte.

[13].    Edmond Lévy, “La Cité Grecque: Invention Moderne ou Réalité Antique?” en Du Pouvoir dans l’Antiquité: Mots et Réalités, Droz, Ginebra, 1990.

[14].    La distinción también tiene relevancia actual, especialmente en tiempos en que naciones ex–situ pierden (debido a razones como el cambio climático o por haberse convertido en zonas de guerra) su territorio y lo que los une es su identidad conjunta como miembros de la misma sociedad, así como la permanencia de una instancia política que garantice sus derechos ante la comunidad internacional.

[15].    Véase Tucídides, “Discurso fúnebre de Pericles” en Historia de la Guerra del Peloponeso. Libro ii, interclassica.um.es.

[16].    Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, p. 300.

[17].    Solamente en casos hipotéticos extremos se puede concebir una sociedad que engendre individuos incapaces de actuar por sí mismos, a nivel de funcionalidad.

[18].    Véase Henri–Irénée Marrou, A History of Education in Antiquity, Sheed and Ward, Nueva York, 1956.

[19].    Cornelius Castoriadis, “Paideia and Democracy” en Counterpoints, Jstor, vol. 422, 2012, pp. 71–80, pp. 71–72.

[20].   Por ejemplo, La condición posmoderna de Jean–François Lyotard, Las consecuencias de la modernidad de Anthony Giddens, y Modernidad líquida de Zygmunt Bauman.

[21].    Cornelius Castoriadis. “Transformation sociale et création culturelle” en Critique sociale et création culturelle, Presses de l’Université de Montréal, Montréal, vol. 11, N° 1, 1979, pp. 33–48, p. 35.

[22].   Citado en Cornelius Castoriadis, Philosophy, politics, autonomy: essays in political philosophy, Oxford University Press, Nueva York, 1991, p. 288.

[23].   Véase Jean Pierre–Vernant en Jean–Pierre Vernant & Pierre Vidal–Naquet, Mythe et tragédie en Grèce Ancienne, Editions Maspero, París, 1977.

[24].   Damon A. Young, “The Democratic Chorus: Culture, Dialogue, and Polyphonic Paideia” en Democracy and Nature, Carfax, Londres, 2003, vol. 9, N° 2, pp. 221–235, p. 225.

[25].   Idem.

[26].   Cornelius Castoriadis, “La época del conformismo generalizado” en El mundo fragmentado, Terramar, La Plata, 2008.

[27].   Ibidem, p. 20.

[28].   Alfonso Ibáñez Izquierdo. “Castoriadis o el proyecto de la autonomía democrática” en Areté: Revista de Filosofía, Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, vol. 16, N° 2, 2004, pp. 207–241, pp. 232–233.

[29].   Tómese, por ejemplo, la definición que Paulo Freire promueve en su libro La pedagogía de los oprimidos: la praxis es un hacer que combina acción con reflexión. Para Freire, a diferencia de Castoriadis, el acento de la praxis debía ser puesto sobre el balance entre ambas actividades. Demasiado de cada una devendría en exageración y perversión. Para un análisis interesante acerca del concepto véase Gyorgy Markus, “Praxis and Poiesis: Beyond the Dichotomy” en Thesis Eleven, Sage: Melbourne, vol. 15, N° 1, 1986.

[30].   Cornelius Castoriadis, “Theory and Revolutionary Project”, capítulo 2 de The Imaginary Institution of Society.

[31].    Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, p. 75.

[32].   Cornelius Castoriadis, Philosophy, politics, autonomy: essays in political philosophy, p. 173.

[33].   Numerosos pedagogos, desde John Dewey hasta Peter McLaren, han notado que la mayor dificultad al querer establecer una relación pedagógica autónoma es el imaginario instituido de los/las maestros(as), ya que las prácticas precedentes aprendidas por ellos (con acento en dinámicas de disciplina y orden) obstaculizan la mayoría de las veces el encuentro genuino entre iguales.

[34].   Éste es un punto de desacuerdo entre Castoriadis y Ágnes Heller. Para una exploración de su discusión véanse las contribuciones de Heller y Castoriadis en Pour une Philosophie militante de la démocratie. Autonomie et autotransformation de la société. Hommage à Cornelius Castoriadis, Revue Européenne de Sciences Sociales, Cahiers Vilfredo Pareto, Librairie Droz, Ginebra, 1989, tomo xxvii, N° 86, pp. 161–171.

[35].   Idem.

[36].   En el trabajo de John Dewey, Iván Illich y Paulo Freire.

[37].   Zygmunt Bauman, Culture as praxis, Sage Publications, Londres, 1999.

Las utopías como otro modo de pensamiento de la actualidad en América Latina

Adán Ángeles Jaramillo [*]

 

Recepción: 8 de julio de 2019

Aprobación: 18 de septiembre de 2019

 

Resumen. Ángeles Jaramillo, Adán. Las utopías como otro modo de pensamiento de la actualidad en América Latina. En el pensamiento de Alfonso Ibáñez la utopía tiene un lugar preponderante, pues tensa las formas que la Modernidad heredó y circunscriben la realidad a los modos del capitalismo tardío. Sin embargo, en la emergencia de las utopías hay potencia para ampliar los horizontes y proponer otros modos para pensar América Latina, pues sus realidades atienden un mundo de posibles que se juegan su futuro en lo colectivo y en lo cooperativo, no sólo en el paradigma de la competitividad.

Palabras clave: utopía, ética, neoliberalismo, América Latina.

 

Abstract. Adán Ángeles Jaramillo. Utopias as Another Way to Think About Latin America Today. In Alfonso Ibáñez’s thinking utopia plays a prominent role, as it stretches the forms passed down from Modernity, forms that circumscribe reality to fit the framework of late capitalism. However, the emergence of utopias unleashes a potential to broaden horizons and to propose other ways of thinking Latin America, whose realities face off against a world of possibilities in which the region stakes its future on collective and cooperative visions, not only on the paradigm of competition.

Key words: utopia, ethics, neo–liberalism, Latin America.

La discusión sobre la utopía no es la discusión de su posible
o imposible realización histórica, sino la discusión de su capacidad de orientar en el presente el sentido de la historia, el sentido de nuestro pensamiento y acción.

—Pablo Richard

 

Un lugar para las utopías

¿Cabe hablar de lo que no tiene lugar?, ¿de qué forma nos planteamos su urgencia?, ¿en dónde plantear su emergencia? Es quizá en la necesidad de mantener visiones compartidas, solidarias, de fuerza insurgente y transformar generosamente lo adverso que las utopías son otro modo de pensar la actualidad.

Las utopías son territoriales, hablan de un lugar que siempre está por suceder, pero no del todo. Entre tanto, tensan las geografías presentes y hacen mundo como una racionalidad que organiza prácticas y creencias. Las utopías son grandes esfuerzos, una necesidad intensa de recursos de toda índole, que incluye contradicciones entre su “cosmodicción” y su puesta en curso. Las utopías surgen en contextos muy definidos donde se requiere reconducir lo colectivo, pues el lugar común de que la política es el arte de lo posible[1] está desbordado y no figura en su horizonte ofrecer alivio en este momento, muy por el contrario, ha agudizado las condiciones precarizantes.

Las utopías, a la vez, y en tanto que se mantengan plurales, tienen un potencial de resistencia a la eurocentricidad y a la referencialidad de narrativas como la de Estados Unidos, por ejemplo. De algún modo, la utopía neoliberal busca “convertirnos”, pues plantea un orden y valores muy determinados que desplazan otras formas de vida y pensamiento. Lo neoliberal instaura políticas de lo real y las perfila como formas unívocas para la praxis, principalmente la utopía de mercado,[2] esto es, que el mercado esté en todas partes, que el máximo de realidades sea incorporado a la lógica de mercado.

La utopía de mercado debe ser impugnada por tratarse de un horizonte precarizante que ha sido construido sin nosotros y contra nosotros. Ahora bien, ¿quién es ese nosotros? Ese nosotros son los pueblos originarios, las subjetividades que ha señalado el feminismo, las poblaciones precarizadas, urbanas y rurales, y todas y todos los no nombrados, desde luego. Las utopías de la exclusión están basadas en la alteridad, que sigue la lógica de la individualidad; por el contrario, las utopías de la inclusión están basadas en la “nosotridad”, es decir, en una lógica que privilegia lo colectivo.

Las primeras centran su atención en el aislamiento de la especie humana; las segundas entienden que la antroporreferencialidad ya no se sostiene. Por tanto, una sola utopía para todos es insoportable, aunque muchas utopías también son un problema; pero no se puede resolver simplificadamente en una utopía dirigida a la mercantilización o hacia un ethos para el trabajo. Las múltiples experiencias no pueden ser desplazadas y dejar en su lugar la unidimensionalidad de existir para el trabajo.

Hacen falta utopías que aborden la complejidad de este presente, a saber, los problemas que plantean el feminismo, las migraciones, las poblaciones desplazadas, los usos problemáticos de la tecnología, los materiales residuales, las enfermedades industrializadas, el problema mundial de los alimentos, las abstracciones financieras, las relaciones afectivas, la empresarialización de la existencia y la multiplicación y sofisticación de la violencia.

La utopía neoliberal ha formado una especie de sentido común que parece decir “todo está pensado”, pero por la vía de los hechos constatamos que no puede hacerse cargo de los efectos no deseados ni de las consecuencias que su programa acarrea. Y es justamente ahí donde se nos dice que no debemos pensar donde debemos pensar nuestra constitución en relación con ese límite cognitivo. Decir esto es señalar el problema de preguntarnos por otros horizontes epistémicos y praxeológicos, pues el núcleo de lo neoliberal imanta la pregunta. Sin embargo, tendríamos que preguntarnos si su tesis principal ha sido realmente eficaz o, por el contrario, muestra insuficiencias, pues no todo puede ser absorbido según una lógica de mercado. En cierto sentido, ésa es la actualidad que las utopías piensan a su modo.

Pues bien, en este contexto es que revisamos brevemente el trabajo de Alfonso Ibáñez, ya que su apuesta por las utopías latinoamericanas sigue siendo un reto a sostener frente a utopías que desconocen el lugar que intentan desplazar.

 

La utopía en el pensamiento de Alfonso Ibáñez

En el pensamiento de Ibáñez caben preocupaciones como democracia, interculturalidad, educación, buen vivir, compromiso político y utopía. Todo ello desde una América Latina que ha sido pensada desde fuera, pero que precisa pensarse desde dentro. Muy probablemente esa mirada filosófica le fue heredada a Ibáñez por José Carlos Mariátegui, siempre atravesado por un Perú en contextos de carencia.

Cabe señalar la dificultad para que las formas de pensar tengan potencia y vigencia después de atravesar horizontes de colonización. Y, sin embargo, es ahí donde se renueva la tarea de poder decir algo sobre el presente. Así es como leo la tarea que Ibáñez promovía en su quehacer como filósofo: poder decir algo sobre el presente de un continente en un ahora proveniente de una relación de fuerzas asimétricas.

Quizá por eso la utopía es una tensión permanente en Ibáñez, un esfuerzo por arropar las existencias latinoamericanas ante el desencanto que dejó la Modernidad. Él propone que una de las posibilidades de la posmodernidad sea no heredar la frialdad moderna, separarse de la concentración de la narración del mundo en el desencanto del desencanto y redirigirse a la proliferación de relatos y utopías sin un centro de enunciación de nuevos encantos del mundo de la vida, pero sí con referencia constante a lo comunitario, como modos de vida que se complejizan y se comparten en un horizonte colectivo.[3]

La utopía tiene su potencia en las cosmovisiones que enfrentan violencias cognitivas y racismos epistémicos. La racionalidad moderna ha sido cuestionada, aunque sus efectos persisten como un índice de desconfianza ante lo que no se corresponde con su política de la verdad.

La utopía no tiene lugar en las racionalidades epistemológicas preponderantes, gobernadas sólo por la idea de lo posible, por tanto, implica una ruptura epistemológica que no deja intacto el statu quo.

Si se quiere, la utopía implica un conocimiento, tal como el pensamiento más antiguo de América Latina, más amplio y diverso, al tiempo que emocional y afectivo,[4] que no se resuelve en la calculabilidad de la racionalidad moderna, pues no objetualiza el mundo como algo disponible para ser aprovechado como recurso y tampoco lo ve como una geografía sobre la que puede desplegarse una colonización de las subjetividades.

La calculabilidad moderna, entre otros de sus efectos, tiende a subrayar y jerarquizar las diferencias raciales. Desde esa perspectiva la razón colonial presenta el mundo como un sitio cuya cultura gira en torno al dominio que hay que llevar a cabo sobre las dicotomías que esa misma razón objetualizante ha producido como sentido en el mundo de la vida.

La utopía cobra sentido en Ibáñez como una insurgencia simbólica y real para responder a los efectos de la racionalidad moderna. Y enfaticemos la figura de la respuesta en un diálogo que no se produce porque muestra quiénes pueden abandonar la escena del encuentro sin mayor remordimiento. Pero el efecto para quien se queda en la escena es que todavía sigue cubriendo “adeudos” o intereses de una colonialización que estableció como modo de relación con la deuda y ésta, a su vez, se constituyó como un sistema permanente de relaciones de valor.

Es necesario indagar en las raíces de la utopía como preocupación que tensiona el pensamiento de Ibáñez, considerando que él hereda la utopía de Mariátegui, y es ahí donde su pensamiento robustece sus búsquedas para poder decir algo en relación con el presente.

 

La utopía del socialismo indoamericano

El marxismo, afirma Ibáñez,[5] es para Mariátegui un método y una interpretación, un efecto de la subjetividad que proyecta imágenes sobre el mundo. Sin embargo, se trata de una utopía realista que concibe al mundo como una realidad dinámica. Desde este momento la realidad abandona su carácter definitivo y admite la posibilidad de fuerzas transformadoras.

El Mariátegui de Ibáñez es alguien que se acerca a la realidad a través de ensayos. Es decir, no hay una realidad acabada. En tanto que incompleta, es una realidad a la que le hace falta la incorporación de las energías populares, pero ya no sólo como energías productivas, sino como sujetos que, si bien sufren el desgarramiento entre la racionalidad europea y la racionalidad intuitiva americana, son sujetos válidos en el devenir de la historia.

Así, la historia no sería la realidad limitada, sino la realidad excedida que no termina de plasmarse nunca. La sola idea de que la realidad está dotada de un sentido incontrovertible devendría locura. Los sujetos imaginativos de la utopía socialista indoamericana son sujetos que incorporan sentidos colectivos y poco restrictivos a la historia y la convierten en realidades habitables.[6]

El sujeto indoamericano sufre así dos vaciamientos: el del racionalismo del siglo XVIII y el de la intuición indígena americana interrumpida. Ambas narraciones canceladas hacen necesaria la recuperación de un pensamiento utópico frente una razón que se ha ausentado y una intuición abortada.[7]

Mariátegui, sostiene Ibáñez, no se circunscribe a una razón que se limita al registro de lo existente, sino que entiende la razón como creadora. Es decir, la realidad no es objeto de contemplación de la que se extraiga verdad o que sea lo objetivo en espera de definición, sino que la realidad sería lo que no está aún–realizado. Se presenta como posibilidad de praxis, como despliegue de actividad.[8]

La utopía, vista así, no puede encontrar su aliento en una figura rígida de la realidad que descanse en una percepción fatalista del devenir. La imaginación creadora de Mariátegui —y eso es también para Ibáñez— contrasta con el estado de putrefacción de los valores capitalistas.[9] Los capitalistas se hallan desprovistos de una esperanza, pues sus mecanismos están agotados y en una crisis de horizonte. Los mitos del racionalismo y del capitalismo son incapaces de responder a la crisis que ellos mismos originaron. Sin mito, dirá Mariátegui, los capitalistas se han quedado sin la posibilidad de darle vigor al presente.

La utopía, entonces, es un horizonte abierto a un devenir inconcluso que no puede ser interpretado sólo bajo los índices de rendimiento y el principio de acumulación.[10] El mito liberal renacentista ha envejecido,[11] y añadiría, comparativamente, que el mito neoliberal acelera también su propia obsolescencia, aunque eso no quiera decir que va a desaparecer en corto plazo porque su capacidad para explicar el presente está dejando de ser vigente.

Para Ibáñez, Castoriadis empata con Mariátegui cuando afirma que la historia es imposible e inconcebible por fuera de la imaginación creadora.[12] El mito y la utopía descansan epistemológicamente en la imaginación que es capaz de generar rupturas y puntos de fuga epistemológicos, como lo sostiene también Bachelard.[13] Como se ve, existen consensos de que en la utopía hay creación y potencia imaginativa capaces de desestabilizar un presente adverso y precarizado por la utopía neoliberal. La imaginación tiene funciones críticas para replantear rumbos hacia zonas no exploradas de una cierta realidad.[14] Ibáñez nos hace voltear también hacia Bloch, quien realizó una ontología de lo que todavía–no–es como una fuerza inventora de la historia. Ibáñez hereda así un pensamiento utópico desde el socialismo y lo lee cercano a él desde Mariátegui, pues es una forma de pensar que no se disocia del pensar afectivo y pasional[15] que está en juego cuando se trata de ponderar bosquejos de acción en el mundo de la vida.

 

La noción de necesidad en la utopía

Ibáñez no está de acuerdo con que la necesidad, dada su manipulación desde la perspectiva de necesidades creadas, pueda quedar por fuera de la utopía, como sostenía Castoriadis. En ese sentido Ibáñez retoma la línea de Heller al considerar que sólo si se plantea el problema de la necesidad se puede establecer de forma concreta el problema de la libertad en relación con la urdimbre de la utopía y la creación de la historia.[16]

El hecho de que los hombres mueran insatisfechos —frase que Ibáñez retoma de Weber— hace necesario repensar nuestras relaciones con el ámbito de la historia.[17] Heller abriría así una discusión sobre una utopía de la justicia que no posponga los satisfactores para quienes se ocupan de la producción material de la historia misma. No se podría discriminar entre necesidades verdaderas y falsas, pues las imaginarias tienden a ser reprimidas, y esto es una clara alusión al principio de escasez que gobierna las perspectivas comunista y neoliberal, respectivamente.[18] Nadie podría atribuirse una necesidad que discrimine otras necesidades; de lo contrario se admitiría implícitamente que el árbitro de las necesidades puede ejercer una dictadura sobre ellas.

Las necesidades forman parte del programa político del poder. En este punto, necesidad, utopía y libertad se juegan su capacidad ética para indicarle al poder parámetros de justicia y distribución. No obstante, los sistemas de necesidades son cambiantes e impuestos. Eso exige que la utopía cuestione los supuestos políticos de las instituciones que cubren los satisfactores sociales.[19] De no suceder, las instituciones harían entrar las necesidades en el estatuto de carencias. Las carencias no resueltas se acumulan como frustración, neurosis y violencia, recupera Ibáñez en Heller.[20]

La maldita falta de necesidades —expresión de Lassale que retoma Ibáñez— tensa la utopía hacia una vida que sea más que la nuda existencia. Necesidad y satisfacción se hallan comprometidas en el dilema de subordinar la libertad a la vida, esto es, vivir aun a costa de perder la libertad. Sin embargo, la libertad busca modificar las condiciones adversas de la existencia, ampliar y mejorar las condiciones de vida.[21]

 

Lo colectivo como el lugar de las utopías

Para Ibáñez el lugar de las utopías se encuentra en lo colectivo, ya sea en su carácter de democracia a secas o en la tarea democratizadora de los movimientos sociales.[22] La emergencia de estos movimientos plantea nuevas necesidades, abre paso a nuevas utopías, un camino largo y complejo, no sólo acciones puntuales.

Ibáñez llama pseudo–utopía a la actividad depredadora de la vida planetaria que el neoliberalismo implica.[23] Analiza el intento de universalizar una forma de vida que resta vida al planeta. En ello Ibáñez no concede ni un espacio al ideal neoliberal: ni es posible ni es deseable.

La reconducción de la utopía se mueve hacia la transgresión emancipatoria, lejos de la melancolía, sin conformidades, hacia la acción rebelde. Son los movimientos sociales, los colectivos movilizados y las fuerzas populares el lugar determinante para la utopía que consiste en comenzar otro orden histórico.[24] Ibáñez ve en América Latina el lugar propicio para que las utopías desvelen su potencial creativo: el remplazo de una civilización del capital por una civilización de la pobreza.[25]

Cabe decir que no es suficiente pensar un mundo donde sean posibles otros mundos. También habría que pensar otro mundo de posibles donde los “realismos” no ejerzan su violencia y donde la vida no sea organizada desde principios de escasez/acumulación.[26] En este punto no se trata de una corrección al análisis de Ibáñez, sino una forma personal de reconducir al redescubrimiento de la potencia crítica de lo posible frente al índice de lo real.

En oposición al pensamiento único, Ibáñez invoca la imaginación creadora como capacidad prospectiva en la medida que esté ligada al análisis crítico y a la praxis de la transformación socio–histórica.[27] Y en la medida que una utopía se realiza, se erige sobre ella otra utopía. Y lo que se opone al pensamiento único es el pensamiento del común: a solas nadie puede hacer nada, sino sólo en el horizonte de la intersubjetividad.

Ibáñez cavila sobre una utopía retrospectiva que recupere las subjetividades desplazadas, como las cosmovisiones colectivas latinoamericanas y, al tiempo, piensa también en una utopía prospectiva cuyo potencial praxeológico sea inteligible, reconocido y retomado.[28]

 

Conclusiones

Ibáñez piensa que desde el mito de la caverna de Platón tenemos el registro de un pensamiento utópico. Y él mismo señala que la utopía no proviene de la élite, sino de los que no han salido de la caverna. La utopía no se juega en un registro ontológico que haga comprobable o no su importancia a la hora de hacer mundo. La utopía tiene su registro en el orden de los deseos: ¿queremos que esto sea posible? Y en este caso, la utopía traza puntos de fuga para salir de la caverna. Ése es nuestro problema: ¿cuánto puede costarnos conservar esta “realidad adversa” en la que ahora estamos?, ¿qué otros posibles hay para la historia? De algún modo se trata de formular lo insoportable de continuar con la caverna como única posibilidad de lo real.

Sin embargo, en este momento de la historia las utopías se trazan también en el gobierno de los sujetos y la subjetividad. La utopía neoliberal es un índice complejo de ficciones que se materializan por modos impositivos. No puede ser de otra manera, pues el neoliberalismo sólo procede así: se idea y se impone de modo transterritorial, desplazando las necesidades de los lugares donde busca instaurarse.

Al contrario de lo que se piensa, el neoliberalismo planteó un ethos. Pero no termina de ser un ethos que se hace cargo de las consecuencias porque es un ethos para el trabajo. Y en este momento el trabajo es, a la vez, el agotamiento de la imaginación. Las labores humanas se centraron en cumplir protocolos o seguir algoritmos. No hay tiempo para más. Los otros tiempos se volvieron incosteables o no sustentables, para usar el argot.

Parte de ese ethos neoliberal tiene que ver con pensar la actividad económica como actividad central, pero más aún, plantea la economía como algo al tamaño de lo humano. Eso tiene consecuencias planetarias, desde luego. El mundo termina viéndose como recurso aprovechable para lo humano.

De ahí que la tarea que se propone Ibáñez está al nivel justo del punto crítico: ¿puede un sujeto subordinado a la subordinación imaginar un horizonte que no sea el de la precarización del mundo y de la existencia? La respuesta no puede localizarse en un solo sitio, sino que exige multiplicarse, primero en el imaginario social y después tener presencia planetaria.

Se trata de entender que el reto no es percibir en la comunidad un sujeto idóneo, porque no es algo dado, sino la construcción de estancias en común. No se trata de desaprobar las tradiciones latinoamericanas, sino de mantener abierta la construcción a otros beneficiarios. Se trata de un nuevo ethos que no sea necesariamente antroporreferencial. De algún modo lo humano como centro tendrá que ser repensado y desplazado. El humanismo trajo paradojas: propuso lo humano como referencia, pero ha sido lo humano, en tanto sentido colectivo, lo menos beneficiado por esa ideología moderna.

Las utopías pensadas por Ibáñez son sin duda una interlocución potente al momento de pensar qué otro presente es posible vivir. Probablemente su idea de humanismo es noble, pero también debe ser cuestionada. Su idea de lo común también tiene potencia, pero los lazos sociales han sido debilitados, pues las protecciones sociales eliminadas exponen a todos a competir. Sin duda la potencia del pensamiento de Alfonso Ibáñez es actual, e interrogar su pensamiento es una forma de pensar con él.

 

Fuentes documentales

Bachelard, Gaston, El aire y los sueños, FCE, México, 1958.

De Lagasnerie, Geoffroy, La última lección de Michel Foucault: sobre el neoliberalismo, la teoría y la política, FCE, Buenos Aires, 2015.

Ibáñez Izquierdo, Alfonso, “El buen vivir como un proyecto civilizatorio intercultural” en Contextualizaciones Latinoamericanas, Departamento de Estudios Ibéricos y Latinoamericanos, Universidad de Guadalajara, N° 11, julio–diciembre de 2014, pp. 1-17.

—— “La utopía del socialismo indo–americano de Mariátegui” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 63, julio–septiembre de 2007, pp. 223-246.

—— “La utopía donde quepan todos los mundos” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 2, volumen XVIII, 2009, pp. 138-153.

—— “Necesidades, utopía y revolución en Ágnes Heller” en Revista de Estudios de Género, La Ventana, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, N° 5, enero de 1997, pp. 204-220.

—— “Reivindicación de la utopía” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 67, julio–septiembre de 2008, pp. 260-263.

—— “Un acercamiento al ‘buen vivir’” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 21, enero–marzo de 2012, pp. 4-21.

—— Utopías y emancipaciones desde Nuestra América, Tarea/CEAAL/CEP, Lima, 2010.

 

[*]  Maestrando en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad por la Universidad de Buenos Aires y Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales por el ITESO; profesor de filosofía en la Preparatoria Ibero y en la Universidad Siglo XXI. adanajus@gmail.com

[1],     La atribución del concepto es múltiple; algunos lo ubican en Maquiavelo, otros más en Churchill, algunos más en Bismark y, finalmente, otros señalan a Aristóteles. Sea cual sea la procedencia, su caducidad parece inevitable.

[2].    Geoffroy De Lagasnerie, La última lección de Michel Foucault: sobre el neoliberalismo, la teoría y la política, FCE, Buenos Aires, 2015, pp. 31–35 y SS. Esquemáticamente, la idea de mercado difunde los mecanismos de competitividad, los extiende a la generalidad de la vida, más allá de los sectores productivos, y busca subordinar la vida pública y la política a estos criterios como un trasfondo explicativo de la existencia en su totalidad.

[3].    Alfonso Ibáñez, “Un acercamiento al ‘buen vivir’” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 21, enero–marzo de 2012, pp. 4–21.

[4].    Alfonso Ibáñez, “El buen vivir como un proyecto civilizatorio intercultural” en Contextualizaciones Latinoamericanas, Departamento de Estudios Ibéricos y Latinoamericanos, Universidad de Guadalajara, N° 11, julio–diciembre 2014, pp. 1–7.

[5].    Alfonso Ibáñez, “La utopía del socialismo indo–americano de Mariátegui” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 63, julio–septiembre, 2007, pp. 223–246.

[6].    Sin duda se trata de un paradigma de la subjetividad decimonónica donde todavía se piensa que los seres humanos son quienes producen el sentido de la historia. Hay un exceso de confianza en el relato de la autonomía. Ya no sólo en las relaciones entre humanos y humanas, sino que el devenir es percibido como algo administrable. Sin embargo, el devenir escapa a todo cálculo.

[7].    Alfonso Ibáñez, “La utopía del socialismo indo–americano…”, p. 224.

[8].    Ibidem, p. 225.

[9].    Con la figura de asociación del Mariátegui de Ibáñez intento mostrar lo que éste piensa con ocasión del estudio del pensamiento de Mariátegui. Pero no es propiamente a Mariátegui que nos acercamos, sino a un Ibáñez cuyas cavilaciones actualizan el problema de las utopías visto desde América Latina, con la complejidad que implica una falta de reconocimiento del problema mismo por el etnocentrismo europeo.

[10].    Alfonso Ibáñez, “La utopía del socialismo indo–americano…”, p. 226.

[11].    Ibidem, p. 227.

[12].    Ibidem, p. 228.

[13].    Gaston Bachelard, El aire y los sueños, fce, México, 1958, pp. 10–12.

[14].    Alfonso Ibáñez, “La utopía del socialismo indo–americano…”, p. 225.

[15].    Ibidem, p. 226.

[16].    Alfonso Ibáñez, “Necesidades, utopía y revolución en Ágnes Heller” en Revista de Estudios de Género, La Ventana, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, N° 5, enero de 1997, pp. 204–220.

[17].    Alfonso Ibáñez, “Necesidades, utopía y revolución…”, p. 207.

[18].    Idem.

[19].    Ibidem, p. 210.

[20].   Ibidem, p. 211.

[21].    Ibidem, p. 212.

[22].   Alfonso Ibáñez, Utopías y emancipaciones desde Nuestra América, Tarea/CEAAL/CEP, Lima, 2010, p. 8.

[23].   Ibidem, p. 144.

[24].   Ibidem, p. 147.

[25].   Ibidem, p. 149 y ss.

[26].   Hago esta paráfrasis en alusión al texto de Alfonso Ibáñez, “La utopía donde quepan todos los mundos” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 2, volumen XVIII, 2009, pp. 138–153. En él Ibáñez pondera la acción del EZLN como reacción contra el neoliberalismo a partir de una utopía que interroga las formas de hacer política sin valores comunitarios.

[27].   Alfonso Ibáñez, “Reivindicación de la utopía” en Xipe totek, Revista del Departamento de Filosofía y Humanidades, ITESO, Tlaquepaque, N° 67, julio–septiembre de 2008, pp. 260–263.

[28].   Alfonso Ibáñez, “El buen vivir como un proyecto…”, p. 7.