Vida nuda, vulnerabilidad y sujetos desechables: feminicidio en México

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Laura Echavarría Canto[**]

 

Resumen. Echavarría Canto, Laura. Vida nuda, vulnerabilidad y sujetos desechables: feminicidio en México. En este artículo presento las nociones de “vida nuda” (Giorgio Agamben), “vulnerabilidad” y “vidas precarias” (Judith Butler), junto con una genealogía de la categoría “sujetos desechables”, expuesta por importantes filósofos políticos (Bertrand Ogilvie, Étienne Balibar, Zygmunt Bauman y Achille Mbembe) que han analizado ese concepto desde diversas aristas. Planteo la posibilidad de reconocer parecidos de familia entre estas nociones con el objetivo de articularlas para explicar un ángulo del feminicidio en México, ejemplo vivo de la vulnerabilidad y de los sujetos desechables.

Palabras clave:  vida nuda, vulnerabilidad, vidas precarias, sujetos desechables, feminicidio, México.

 

Abstract. Echavarría Canto, Laura. Bare Life, Vulnerability and Disposable Subjects: Feminicide in Mexico. In this article I present the notions of “bare life” (Giorgio Agamben), “vulnerability” and “precarious lives” (Judith Butler), together with a genealogy of the category of “disposable subjects,” put forth by important political philosophers (Bertrand Ogilvie, Étienne Balibar, Zygmunt Bauman, and Achille Mbembe) who have analyzed different facets of the concept. I propose the possibility of recognizing family resemblances among these notions for the purpose of linking them in order to explain one angle of feminicide in Mexico, an ongoing example of vulnerability and of disposable subjects.

Key words: bare life, vulnerability, precarious lives, disposable subjects, feminicide, Mexico.

 

Nuda vida, sujetos desechables

Es Giorgio Agamben quien, en su célebre obra Homo Sacer, propone el concepto “nuda vida” como uno de los núcleos del poder soberano, como poder jurídico y violento que marca en tanto vida nuda aquellas vidas que no merecen vivir y que se pueden matar impunemente. Desde su perspectiva el soberano ejerce el derecho y la violencia no como un ejercicio opuesto al ámbito civilizatorio, sino como un estado vacío de derechos, de tal suerte que el estado de excepción se naturaliza y deviene en un estado normal. Agamben plantea:

Si, en todo Estado moderno, hay una línea que marca el punto en el que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte y en que la biopolítica puede, así, transformarse en tanatopolítica, esta línea ya no se presenta hoy como una frontera fija que divide dos zonas claramente separadas; es más bien una línea movediza tras la cual quedan situadas zonas más y más amplias de la vida social […].[1]

En este contexto la nuda vida es ejemplificada por el autor en los muertos vivientes de los campos de concentración del Holocausto cuando nos dice que “[…] ese umbral más allá del cual la vida deja de ser políticamente relevante y no es ya más que vida sagrada y como tal, puede ser eliminada impunemente”.[2] Para él la distinción entre bíos (como vida del ciudadano, como espacio de libertad y de política) y zoé (como nuda vida del anonimato) es cada vez más el paradigma del orden jurídico actual.

La categoría de nuda vida remite al núcleo del poder soberano en su ejercicio tanatopolítico porque este poder puede matar a cualquiera, ya que las vidas no tienen la dignidad de ser ofrendas de sacrificio, en tanto que éste es todavía una figura jurídica y, por ende, la vida nuda conlleva la explosión de la violencia en su forma más profana. Al respecto, Agamben puntualiza:

Si el soberano, en cuanto decide sobre el estado de excepción, ha dispuesto desde siempre del poder de decidir cuál es la vida a la que puede darse muerte sin cometer homicidio, en la época de la biopolítica este poder tiende a emanciparse del estado de excepción y a convertirse en poder de decidir sobre el momento en que la vida deja de ser políticamente relevante.[3]

En este aspecto el filósofo italiano toma distancia de la biopolítica foucaultiana cuando expresa lo siguiente:

La tesis foucaultiana debe ser corregida o, cuando menos, completada en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zoé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto inminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho de que el espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zoé, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación.[4]

Por ello, para Agamben el campo de concentración es el paradigma biopolítico de Occidente y da cuenta de un estado de excepción antropologizado que alude no sólo al soberano y los muertos vivientes, sino también a un espacio de la vida pública que tiende permanentemente a ese estado, cargado de nuda vida. El autor propone: “Son los cuerpos, absolutamente expuestos a recibir la muerte, de los súbditos los que forman el nuevo cuerpo político de Occidente”.[5]

Si bien para nuestro filósofo la nuda vida toma cuerpo en la figura del musulmán (categoría retomada de Primo Levi para referirse a los judíos en los campos de concentración) del Holocausto para definir al zoé sin bíos (al convertirse en un ser a quien la humillación y el miedo privaron de pertenencia), no la concibe ceñida a este proceso histórico porque “[…] el campo de concentración, como puro, absoluto e insuperado espacio político (fundado en cuanto tal exclusivamente en el estado de excepción), aparece como el paradigma oculto del espacio público de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las metamorfosis y los disfraces”.[6] En suma, para el autor de Homo Sacer la nuda vida es una frontera cada vez más diluida respecto al poder soberano tanático del poder estatal, en tanto que éste, a la manera del Estado nazi, ha señalado una gran parte de la humanidad como vidas indignas de ser vividas.

Por su parte, y ya en relación con la desechabilidad de los sujetos, Étienne Balibar pone en el centro del debate la categoría de “lo siniestro”; pero no en términos freudianos, sino en el papel del Estado en la biopolítica, a partir de lo cual considera dos formas de violencia extrema: una estructural, sustentada en el capitalismo, con la característica específica de que sucede de manera invisible, marcando a un sector de la población como hombres desechables, y otra violencia subjetiva, que se construye en la vida cotidiana. Si bien es la primera la que fundamenta la operación de la segunda. Balibar defiende que “El hombre desechable es, ciertamente, un fenómeno social, pero que se muestra casi natural o como la manifestación de una violencia en la cual los límites de lo que es humano y de lo que es natural tienden siempre a enmarañarse. Es lo que por mi parte llamaría una forma ultra–objetiva de violencia o incluso una crueldad sin rostro”.[7]

De acuerdo con este autor, el hombre desechable es objeto de un exterminio indirecto y silencioso, en tanto que el Estado abandona a esta población excedente del mercado mundial capitalista, de modo tal que se vuelve invisible. El filósofo francés propone que la categoría de hombre desechable es distinta a la de “ejército industrial de reserva” de Marx, quien “[…] no preveía una situación en que millones de hombres superfluos son a la vez excluidos de la actividad y mantenidos dentro de los límites del mercado”.[8]

Desde la sociología es Zygmunt Bauman, al coincidir parcialmente con Balibar, quien profundiza en la figura de “clase marginada” o “subclase” (underclass) —que retoma de Gunnar Myrdal— para referirse a aquella población excedente y desechable que no sólo no se inserta en los mercados laborales con la consecuente pérdida de reconocimiento simbólico, sino que tampoco tiene acceso al consumo y, por ello, se encuentra fuera de los circuitos de producción económica, de objetos y de prestigios. Al respecto, Bauman declara que “[…] esos ‘excluidos’ dejan de tener exigencias o proyectos, no valoran sus derechos […]. Así como dejaron de existir para los demás, poco a poco, dejan de existir para sí mismos”.[9] Esta subclase estaría marcada con la huella de la peligrosidad y de la criminalidad, porque “la norma que violan los pobres de hoy, la norma cuyo quebrantamiento los hace ‘anormales’ es la que obliga a estar capacitado para consumir, no la que impone tener un empleo”;[10] y es esta construcción social de un incesante consumo lo que llevaría a esta subclase, sin acceso a él, a una situación de criminalidad.

Desde esta perspectiva el consumo capitalista, con su mandato de deseo constante e inalcanzable, construye sujetos deseosos y dispuestos a la violación de cualquier límite con tal de acceder al goce, generando poblaciones criminales como los grupos narcotraficantes o los niños sicarios.

Por su parte, Achille Mbembe sitúa el estado de excepción desde la esclavitud africana en su manifestación más cruenta: la plantación, ahí donde la raza cobra centralidad en la marca de los seres como sujetos desechables, en tanto existe una clasificación social de razas inferiores, esclavizadas y desposeídas de su historia, su memoria y sus saberes. No obstante, considero que el esclavo y el musulmán, si bien comparten condiciones execrables de vida, difieren en que el primero todavía posee y ejerce el derecho a la rebelión, como el mismo Mbembe reconoce: “[…] el esclavo es capaz de demostrar capacidades proteicas de la relación humana a través de la música y del cuerpo que otro supuestamente poseía”.[11] De esta manera, la concepción poscolonial de Mbembe imbrica clase y raza como tecnologías de segregación racista que dan cuenta de un sistema complejo de estratificación diferenciada de la explotación de la fuerza de trabajo, de tal suerte que los trabajadores racialmente identificados y geopolíticamente ubicados en la periferia de Occidente son los principales portadores de la posibilidad de exterminio y desechabilidad.

Es, empero, Bertrand Ogilvie quien ha realizado la más importante aproximación a la constitución de los sujetos desechables al ubicarlos como objeto de la violencia económica estructural (en la producción y en el consumo) y en su carácter de irrepresentabilidad. En seguimiento de Hegel y su término “populacho”, que describe a la masa de hombres por debajo de cierto nivel de subsistencia tanto económica como de representación, Ogilvie sostiene:

La conclusión se impone por sí misma: el problema de la producción del populacho no es solamente el de la pobreza, sino de lo que revela de las causas estructurales de la pobreza […]. Puede decirse que la lógica contemporánea del mercado (otro nombre del capitalismo) es una lógica de exterminio indirecto y delegada […], por la cual los países capitalistas pueden permitirse abandonar a su suerte a las poblaciones excedentarias tanto en el interior de sus fronteras (homosexuales, drogadictos) como en el exterior (África, Asia, etc.). En América Latina se designa a esas poblaciones que no entran en los planes nacionales e internacionales de producción e intercambio con el nombre evocador de población chatarra, desecho, residuo; no otra cosa que el populacho.[12]

A través de Hegel nuestro autor asume como válida la dialéctica del amo y el esclavo, en la que estos hombres desechables han perdido también su autorreconocimiento, su deseo de reconocimiento y prestigio, en tanto el deseo alude a un movimiento por medio del cual la conciencia se lanza sobre el otro, en su intento de reconocerse a sí misma, dado que ésta no puede existir sin verse reflejada; es decir, han perdido también su representabilidad.

Los individuos des–articulados, vale decir, privados de una mediación que los vincule con lo universal, que da un sentido a su particularidad (como lo desarrolla admirablemente Brecht en La Vida de Galileo Galilei), supuestamente tendrían necesidad de recuperar ese anclaje en la creencia en valores, es decir, en algo que figure, que represente para ellos su estar–juntos en su existencia y legitimidad.[13]

En suma, la categoría de sujeto desechable alude a la creciente parte de la población que es objeto de violencia tanto estructural como subjetiva, en cuanto sus integrantes son marginados del sistema capitalista en dos ámbitos, empleo y consumo, a la vez que son marcados como carentes de representación tanto para ellos mismos como para los demás y, en casos extremos, llevados a la vida nuda que propone Agamben, en la que los sujetos pierden su calidad de bíos, con la consecuente carencia de derechos jurídicos y representación política, y, por ende, quedan reducidos a zoé.

 

Vulnerabilidad y vida nuda

Judith Butler cuestiona la noción de nuda vida a partir de dos críticas. La primera se centra en considerar que “Aunque Agamben utiliza a Foucault para articular una noción de la biopolítica, la tesis de la nuda vida se mantiene al margen de esta concepción”.[14] Es decir, en Foucault el ejercicio del poder es historizado a partir del tránsito del biopoder a la biopolítica; esta última como dispositivo de seguridad y regularización social en el que el “hacer vivir y el dejar morir” dan cuenta de tecnologías de gobierno que intervienen en una economía política del poder que decide el “hacer vivir”. De ahí que Butler critique la noción de nuda vida, en tanto lo que tenemos es una esencialización ahistórica y determinista como un cierto pase de la biopolítica a la nuda vida, que conlleva el estado de excepción como estructura política ineludible.

La segunda crítica de Butler alude a la resistencia, porque “[…] la vida despojada de derechos se encuentra dentro de la esfera de lo político y no está reducida a lo tangible, sino que la mayoría de las veces es indignante, iracunda, se levanta y resiste”.[15]

Para la filósofa estadounidense el cuerpo posee un valor político intrínseco. Este cuerpo no es el individual, sino el colectivo; aquél que se establece en la alianza de los cuerpos. De ahí su llamado a una política de la calle que recupere a esta última (la calle) como espacio de la política: “La libertad sólo puede ejercerse en condiciones que la hagan posible, la movilidad del cuerpo en las calles es un ejercicio de su derecho a la movilidad, lo que lo convierte en un cuerpo–agente de los movimientos políticos”.[16]

A este respecto, en su crítica a Agamben, Butler se olvida de que es precisamente el cuerpo concentracionario[17] el que ya no tiene la posibilidad de una alianza con los otros cuerpos en la medida en que existe una absoluta indefensión del mismo; éste se encuentra privado de derechos jurídicos y se pretende que sólo sea zoé, aun y cuando su bíos se resiste, como han demostrado los actos de solidaridad referidos en testimonios importantes de presos concentracionarios en actos de resistencia individual.[18] Los sujetos concentracionarios no alcanzan a construir movimientos sociales colectivos en el sentido de Butler.

Sin embargo, a partir de su postura anterior, nuestra filósofa también pone en el centro del debate la exclusión de los sujetos marginales mediante dos conceptos importantes: “vidas precarias” y “vulnerabilidad”. El primero parte de sus reflexiones en torno a la constitución identitaria del pueblo estadounidense tras la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 y su posterior política bélica. Desde la perspectiva de esta autora, en este caso el superyó, como fuente de la pulsión de muerte, no se vuelca contra sí mismo, sino contra los otros, como violencia legitimada que marca a los otros (los terroristas, el pueblo afgano) como sujetos cuyas vidas son precarias y se les niega la representación, por lo cual tanto su vida como su muerte no son dignas de ser lloradas.

Es este imaginario, blanco, protestante, el que justifica las múltiples guerras que Estados Unidos ha llevado a cabo (no sólo las justificadas contra los pueblos árabes a partir del 11 de septiembre, sino las de larga data, como el robo del territorio mexicano o su apoyo e implicación con las dictaduras latinoamericanas, entre muchas otras). Y es este imaginario el que Butler pone en cuestión al argumentar a favor de la necesidad imperiosa de un duelo que asuma la vulnerabilidad de uno mismo y de los demás, de tal suerte que todas las vidas tengan el estatuto de dignas de ser lloradas. Por ello, la filósofa postula que

Tal vez exista otra forma de vida en la que uno no quede convertido emocionalmente en un muerto ni miméticamente en un violento, un modo de salir completamente del círculo de la violencia. Esa posibilidad se relaciona con la exigencia de un mundo donde la vulnerabilidad corporal esté protegida sin ser erradicada, subrayando la línea que separa una de la otra.[19]

Y con respecto a la noción de vulnerabilidad señala:

En la medida en que caemos en la violencia actuamos sobre otro, poniendo al otro como peligro, causándole daño, amenazando con eliminarlo. De algún modo, todos vivimos con esa particular vulnerabilidad, una vulnerabilidad ante el otro que es parte de la vida corporal, una vulnerabilidad ante esos súbitos accesos venidos de otra parte que no podemos prevenir. Sin embargo, esa vulnerabilidad se exacerba bajo ciertas condiciones sociales y políticas, especialmente cuando la violencia es una forma de vida y los medios de autodefensa son limitados.[20]

Esta vulnerabilidad —concepto político central en la obra de Butler— es asimismo un acto de resistencia en la medida en que la exposición deliberada ante el poder constituye un acto que se funda como derecho a pensar y se transforma en un agenciamiento, dando lugar a la soberanía del sujeto. Y añade lo siguiente: “hay formas de distribución de la vulnerabilidad, formas diferenciales de reparto que hacen algunas poblaciones más expuestas que otras a una violencia arbitraria”;[21] es decir, Butler apunta a una vulnerabilidad diferenciada en el mundo y… ¿quién es más vulnerable, si no la mujer, la negra del mundo?

Si bien los conceptos “vida nuda” (referido principalmente a los campos de concentración),  “hombre desechables” (que alude a una parte de la población marcada como no necesaria para el desarrollo del capitalismo) y “vidas vulnerables” (centrado en el ataque a las Torres Gemelas en 2001) dan cuenta de diferencias históricas, políticas y sociales, no por ello dejan de poner en el centro a la otredad (los musulmanes, en el análisis de Agamben; la desechabilidad de los sujetos, en el capitalismo de Balibar o Bauman; la vulnerabilidad, como vidas no dignas de ser lloradas, en el caso del pueblo afgano de Butler), en el sentido de aquéllos marcados o estigmatizados como el otro, ése que no cumple con los requisitos simbólicamente establecidos para su acceso conveniente al mundo occidental (judío, underclass, musulmán, etcétera), en tanto que sus diferentes códigos sociales, políticos, económicos o culturales agreden el orden simbólico mismo.

 

Vulnerabilidad y sujetos desechables: el feminicidio en México

En los conceptos teóricos antes consignados (nuda vida, sujetos desechables y vulnerabilidad) se pone en el centro la otredad, aquellas vidas que no son dignas de vivir, y es a partir de esta articulación como podemos proponer un ángulo de análisis sobre el feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua. El primer caso de feminicidio documentado fue el de Alma Chavira Farel, de 13 años de edad, cuyo cuerpo fue hallado el 23 de enero de 1993 con huellas de haber sido atacada sexualmente y estrangulada. Con ella comenzó el horror llamado feminicidio. De 1985 a 2016 se han registrado en el país 52 mil 210 homicidios violentos de mujeres con presunción de feminicidio. Para 2017 se calculaba que existían mil 779 mujeres asesinadas en Ciudad Juárez.[22] Todas ellas fueron cruelmente torturadas, violadas, estranguladas o degolladas.

Existen tres argumentaciones importantes que sostienen diversas hipótesis en torno al feminicidio en Ciudad Juárez, las cuales me parecen plausibles, complejas y verosímiles, aunque insuficientes para explicar por qué somos hoy las mujeres las principales víctimas de violación y trata. La primera, muy cercana al sentido común, lo asocia con una violencia sexual (México tiene el primer lugar en violación infantil) y social de hombres solos o de grupos de pandillas. Esto es producto tanto de la violencia doméstica como de la responsabilidad de la sociedad y del Estado, pero situados en ámbitos tan abstractos que ambos actores se difuminan en el machismo y la complicidad de las autoridades en recurso de la impunidad.[23]

Según datos de María de la Luz Estrada, “El 70% de los feminicidas tiene el estatus de desconocidos y 30% de los agresores están ubicados como personas conocidas por las víctimas. Solo en el 20% de los casos quien comete el crimen es la pareja, o expareja”. Las autoridades, explica Estrada, están negando la existencia de grupos delictivos que operan en diversos estados del país: “Sabemos que da miedo saber y reconocer que hay grupos criminales operando así en diversos territorios, pero si los invisibilizan o hay involucradas autoridades, están poniendo en mayor riesgo la vida y la integridad física de las niñas, adolescentes y mujeres”.[24]

En esta primera explicación no se toma en cuenta el hecho de que la versión dominante de la identidad masculina no constituye una posición natural o derivada de su condición biológica, sino una ideología de poder y de opresión que se ejerce no sólo contra las mujeres, sino también contra el hombre mismo. La educación de los hombres está caracterizada porque a los varones se les niega no únicamente el derecho a la afectividad, sino también a manifestar el dolor, como lo muestran diversas investigaciones.[25]

De esta manera, el ejercicio de la heteronormatividad, en tanto construcción social de género, involucra tanto la aceptación del orden simbólico asociado al sistema patriarcal hegemónico como la construcción de la masculinidad en cuanto montaje de un rol en el que la afectividad y la manifestación del dolor son negados; ya que, de acuerdo con Elizabeth Badinter, “[…] el dolor es un asunto de mujeres, el hombre debe despreciarlo so pena de verse desvirilizado y rebajarse al nivel de la condición femenina”.[26] La prohibición de manifestar dolor, afecto o debilidad, asociados a lo femenino, está significando una construcción de la hombría acorde a modelos normativos cuyo costo es significativo para el hombre, en tanto estas expectativas falsas sobre su género pueden originar que el dolor asuma las formas de enojo, ira o frustración que se traducen en violación y violencia sobre un género considerado inferior. Por su parte, María Teresa Priego, sobre la figura de la Malinche de Octavio Paz, señala:

Lo femenino pierde. En la repetición interminable. Erguirse después todopoderoso ante lo femenino vencido, maltratado, cogido, se convierte en una ominosa cuestión de supervivencia. Denigrar a una mujer para diferenciarse de la madre ultrajada. Identificarse —hasta el último extremo— con lo masculino entendido como violencia.[27]

En este sentido, ya desde la infancia, la construcción ideológica de la masculinidad dominante involucra múltiples dimensiones, entre las que destacan los símbolos del éxito (laboral y social) y la independencia (económica y afectiva). Si bien ambas dimensiones operaron tradicionalmente como dispositivos para eliminar la manifestación económica y política de las mujeres, también pueden ser entendidas como mecanismos de control sobre los hombres (más aún, sobre la clase trabajadora masculina)  bajo dos ejes: primero, con el acceso al trabajo como símbolo de estatus y jerarquía, lo que a su vez tiene correspondencia con un hombre–máquina que inhibe sus sentimientos; y, segundo, como  principal responsable de sostener mujeres y niños, y, por ende, con la posibilidad de hacer uso de ellos vía maltrato o violación.

En este contexto, de acuerdo con Carlos Lomas,

[…] los dividendos patriarcales de la dominación masculina no son el efecto natural de las diferencias sexuales entre hombres y mujeres sino el efecto cultural de un determinado modo de entender y construir a lo largo del tiempo las relaciones entre los hombres y las mujeres que se sustenta en una doble falacia: una presunta naturaleza superior de los hombres que justifican en nombre de la razón y del orden natural de las cosas  y una mirada heterosexuada del mundo a través de la cual se evalúan como normales y como naturales las relaciones heterosexuales.[28]

De este modo, la sociedad patriarcal se ha construido en nuestras sociedades como un proceso de diferenciación y subordinación de las mujeres junto con la negación de los otros (principalmente, los homosexuales y las lesbianas), en tanto la homofobia da cuenta del desprecio a lo femenino encarnado en una figura masculina. En esta línea Mario Pecheny sostiene:

La similitud de argumentos para discriminar a las mujeres y a los homosexuales es notable: la naturaleza biológica, la moral, el interés de los niños, la educación de la juventud, la preservación del orden social. En los dos casos, lo que cuenta no es la diferencia en sí misma, sino el juicio efectuado sobre ella en nombre de lo que la sociedad juzga deseable o aceptable en un momento dado, según alguna concepción determinada de la normalidad.[29]

Así, se ejerce una violencia sedimentada sobre el otro, el diferente, las mujeres, los homosexuales, que les niega su identidad a través de dispositivos que estructuran al otro y que van desde el intento de borrarlos hasta las relaciones de poder en las que este otro puede ser objeto de vejaciones legitimadas por ser portador de marcas corporales o de género.

Una segunda explicación plausible en torno al feminicidio en Ciudad Juárez se refiere a la articulación entre la industria maquiladora y el feminicidio, dado que una importante parte de las mujeres asesinadas son trabajadoras en esa industria, como demuestra el informe presentado por el relator especial de Naciones Unidas sobre el caso de mujeres asesinadas en aquella ciudad. Ahí se documenta que “Las víctimas de esos crímenes eran preponderantemente mujeres jóvenes, de 15 a 25 años de edad. Algunas eran estudiantes y muchas trabajadoras de maquilas o tiendas u otras empresas locales”.[30] Ciertamente, las huellas de género de la industria maquiladora aluden a cuerpos marcados por el trabajo en serie; cuerpos vejados laboral y socialmente, cuerpos asesinados por la violencia estructural del poder patriarcal, lo que dio origen a concebir ese feminicidio como resultado de la invasión de espacios masculinos. Por ejemplo, Griselda Gutiérrez considera que una de las claves para la comprensión de esta violencia consiste en

Los avances y reposicionamientos de las mujeres en aquellos espacios otrora exclusivos de los hombres: el mercado laboral y los bares, con todo lo que ello supone: […] otro manejo del tiempo, independencia, permisividad, y con lo que simbólicamente representan a manera de sostén del poder masculino, lo que como marco explica el problema; es, pues, la “invasión” de espacios y prácticas que no les pertenecen lo que permitiría comprender la violencia en su forma más extrema, la violencia sexista que remata en homicidio.[31]

En este contexto coincido con Gutiérrez en que, bajo las condiciones actuales de desempleo y precarización laboral producto de la globalización neoliberal, es claro el impacto en la subjetividad masculina de la pérdida de su rol dominante (en tanto principal proveedor) que las nuevas condiciones laborales perfilan y que han generado quiebres simbólicos en la construcción de la masculinidad. Estos quiebres sustentados en su rol laboral pueden observarse en diversas investigaciones de todo el mundo.[32]

Las transformaciones en los atributos asignados a cada género, exacerbados en la organización del capitalismo, se expresan en estas formas de violencia extrema. Es una explicación plausible del feminicidio de Ciudad Juárez, donde el incremento del empleo femenino en la industria maquiladora es notable. Si bien es cierto que el reposicionamiento de las mujeres en aquellos espacios (el mercado laboral y los bares, que, para la masculinidad dominante, son exclusivos de los hombres —con lo cual, simbólicamente, representan el sostén del poder masculino—) contribuye a revelar parcialmente el problema y esclarecer la violencia sexista que concluye en feminicidio, no constituye explicación suficiente para entender la dinámica perversa de estos asesinatos.

Y una tercera explicación es la de Rita Segato, quien cuestiona la ampliamente difundida versión estatal de que los asesinatos son perpetrados por grupos gansteriles con móviles sexuales. La autora señala, a partir de su investigación de la mentalidad de los condenados por violación y presos en una penitenciaría de Brasilia, que existe un doble discurso en los violadores, atravesado por un eje jerárquico vertical que se enclava en el poder soberano y el patriarcado (en el que la mujer asume la figura de la alteridad), y por un eje horizontal, en el que la construcción de la masculinidad es vista como lo similar (similitud que se construye a partir de pactos de terror).

Concuerdo en que ha sido la heteronormatividad, con su construcción de una masculinidad patriarcal y machista, la que sustenta el feminicidio, pero creo que resulta importante considerar los mandatos simbólicos de la vulnerabilidad y la otredad, que también contribuyen a explicar el asesinato y la desaparición forzada —que hoy atraviesan cerca de seis estados del país— de las mujeres.[33] Segato propone lo siguiente:

Si en el genocidio la construcción retórica del odio al otro conduce la acción de su eliminación, en el feminicidio la misoginia por detrás del acto es un sentimiento más próximo al de los cazadores por su trofeo: se parece al desprecio por su vida o la convicción de que el único valor de esa vida radica en su disponibilidad para la apropiación.[34]

En el caso de los feminicidas es evidente que consideran como emblema de su masculinidad la violación y el sufrimiento de la otra, la mujer vulnerable que puede volverse nuda vida, en tanto el hombre se erige como tótem y la mujer como tabú (y, como tal, objeto del goce sádico y narcisista del violador feminicida; por ende, objeto de su vulnerabilidad representada en el falo misógino).

Hay, no obstante, dos aspectos no abordados por las tres anteriores explicaciones. El primero alude a que la construcción identitaria en México se edificó sobre bases profundamente racistas y sexistas, y aunque la violencia contra las mujeres ha sido una constante histórica, los tintes que hoy adquiere con las asesinadas de Ciudad Juárez dan cuenta de una diferenciación sexo–raza: mujeres jóvenes, pobres, de piel morena que personifican un circuito de exclusión sexual y racial del orden simbólico dominante europeo. De este modo, si no se cumple con los requisitos sexo–raciales de este orden, la violencia está no sólo permitida, sino también legitimada. Ogilvie expresa, en relación con esto, que:

La víctima debe ser, o más bien representar, muy precisamente aquello cuya sola presencia impide al verdugo ser lo que cree y quiere ser. Es en verdad el caso en que las víctimas son muertas únicamente por lo que son, vale decir, por el hecho de haber nacido lo que son. Pero lo que son no es la última palabra de la motivación que los elige como objeto de exterminio, porque su ser, en este caso no es más que un ser imaginario. Su ser no es aquí su ser sino su ser para el verdugo: aquello por lo cual representan un obstáculo fantasmático a lo que este quiere ser.[35]

En este sentido, en el imaginario[36] del verdugo, la mujer opera como aquélla que niega a éste su posibilidad de ser; por lo tanto, debe desaparecer para que el verdugo pueda ser eso que se le ordena ser: hombre que no llora, sino que hace llorar. Butler lo interpreta de la manera siguiente:

Esto significa que en parte cada uno de nosotros se constituye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos —como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición—, la pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición.[37]

Sólo así podemos explicarnos el goce del violador, el triunfo del instinto de muerte en el que la otra es el espejo alienado a su objeto de deseo[38] y de goce perverso a través del cuerpo femenino como territorio a destruir, previo al goce sádico que proporciona, en suma, vida nuda.

Como segundo aspecto no estudiado a fondo, en el caso específico de Ciudad Juárez existe el llamado “pacto narcisista”,[39] entendido como una asignación grupal en la que cada miembro es reflejo del narcisismo de los otros, principalmente en una identificación con el líder. De esta manera, en ese pacto los feminicidas coinciden en su narcisismo; el ingreso de la mujer al mercado laboral y a los espacios masculinos (tesis sostenida por Gutiérrez[40]) les genera una profunda herida narcisista.

Desde esta perspectiva, de acuerdo con René Kaës existen también las alianzas perversas “que se patentizan en la desmentida común, por el secreto compartido y por el dominio que el perverso ejerce sobre sus compañeros, con la complicidad consciente o inconsciente de éstos. Se sostiene siempre que la relación del fetichista con su fetiche sólo toma este valor del poder que tiene el fetiche de fascinar al otro”.[41] En este aspecto se considera la existencia del otro, la corporalidad del otro, como objeto para servir los fines de los deseos del hombre blanco —ya desde la Conquista—, y, bajo tal óptica, este “hombre blanco” se define no sólo por el color de la piel, sino también por simbolizar una masculinidad hegemónica patriarcal.

La masculinidad hegemónica es introyectada por la masculinidad subordinada de nuestro país. Ésta última pretende imitar a aquélla al mirar a la mujer —esa otra— como cuerpo inferior sobre el cual se puede ejercer la violencia y —a través de ésta y del ejercicio de la discriminación— olvidar el estigma del propio color de piel, de la propia clase social, de la propia marginación del sistema; de tal suerte que su construcción identitaria pareciera requerir de la devaluación del otro como forma de reevaluación de la propia identidad.

Por ello, a la firma masculina inscrita en el desecho de las mujeres en los basureros o lotes baldíos (como fetiches) subyace la fratría; firma masculina como firma sobre la vulnerabilidad y precariedad femenina; firma masculina en la que el basurero es recipiente, como máximo símbolo de que las mujeres vulneradas son vidas precarias y sujetos desechables. En palabras de Butler, “la desrealización de la pérdida —la insensibilidad frente al sufrimiento humano y a la muerte— se convierten en el mecanismo por medio del cual la deshumanización se lleva a cabo”.[42] Y, evidentemente, existe una deshumanización de los otros no sólo como sujetos vulnerables, sino también como vidas no dignas de ser lloradas.

 

Fuentes documentales

Agamben, Giorgio, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre–Textos, Valencia, 2003.

Badinter, Elizabeth, XY. La identidad masculina, Alianza, Madrid, 1993.

Balibar, Étienne, Violencia, identidades y civilidad, Gedisa, Barcelona, 2005.

Bauman, Zygmunt, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, Barcelona, 2005.

Butler, Judith, “Conferencia La alianza de los cuerpos y la política de la calle” en El Estado de las Cosas, Oficina de Arte Contemporáneo de Noruega, Valencia, 2011, pp. 91–113.

—— “Vulnerabilidad y Resistencia Re-visitadas” Conferencia en la Universidad Nacional Autónoma de México, México, 23 de marzo de 2015.

—— Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.

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Žižek, Slavoj, Mirando el sesgo, Paidós, Buenos Aires, 2000.

 

[*] A Eduardo Weiss. Con admiración, gratitud y respeto.

[**] Doctora en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Histórico–Sociales de la Universidad Veracruzana. lechavarria@hotmail.com

 

[1] Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre–Textos, Valencia, 2003, p. 155.

[2] Ibidem, p. 176.

[3] Ibidem, p. 180.

[4] Ibidem, p. 19.

[5] Ibidem, p. 159.

[6] Ibidem, p. 156.

[7] Étienne Balibar, Violencia, identidades y civilidad, Gedisa, Barcelona, 2005, p. 117.

[8] Ibidem, p. 116. Las cursivas se encuentran en el original. Difiero de esta postura. En tanto que no hay sujetos al margen ni de la actividad ni del mercado, la economía informal, aun la ilegal (como el narcotráfico) es actividad y da lugar a diversas figuras del ejército de reserva.

[9] Zygmund Bauman, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, Barcelona, 2005, p. 143.

[10] Ibidem, p. 140.

[11] Achille Mbembe, Necropolítica, Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 2011, p. 34.

[12] Bernard Ogilvie, El hombre desechable. Ensayos sobre las formas de exterminio y la violencia extrema, Nueva Visión, Buenos Aires, 2013, p. 73.

[13] Ibidem, p. 83.

[14] Judith Butler, “Conferencia La alianza de los cuerpos y la política de la calle” en El Estado de las Cosas, Oficina de Arte Contemporáneo de Noruega, Valencia, 2011, pp. 91–113, p. 97.

[15] Ibidem, p. 97.

[16] Idem.

[17] Por “cuerpo concentracionario” se entiende aquél que, en circunstancias de extrema crueldad, habita un campo de concentración.

[18] Por ejemplo, durante la dictadura argentina, Pilar Calveiro, presa política en la Escuela Superior de la Armada Argentina (ESMA), narra: “Un aspecto importante dentro de los campos fue lo que Todorov llama virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones individuales que rechazan el orden concentracionario en beneficio de una o varias personas, pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abstractas”. Ejemplo radical es la fuga de Horacio Maggio y Jaime Dri de la esma; así como ejemplo irónico es la alusión de Calveiro a su risa cuando, en medio de la tortura, sus carceleros hablaban del hecho de que el voto es secreto. De ahí que ella plantea “a la risa como una de las formas más eficientes de la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un medio en el que se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a la muerte”. Pilar Calveiro, Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina, Colihue, Buenos Aires, 2004, p. 108.

[19] Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 70.

[20] Ibidem, p. 55.

[21] Ibidem, p. 14.

[22] María de la Paz López Barajas (Coord.), La violencia feminicida en México, aproximaciones y tendencias 1985–2016, Secretaría de Gobernación/Instituto Nacional de las Mujeres/Entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de las Mujeres, México, 2017, p. 17.

[23] Víctor Ronquillo, Las muertas de Juárez, Planeta, México, 1999.

[24] Andrea Vega, “Estado oculta feminicidios cometidos por crimen organizado y no investiga, acusan activistas de 23 entidades” en Animal Político, 6 de febrero de 2019. https://www.animalpolitico.com/2019/02/estado-feminicidios-crimen-organizado-mexico   Consultado 16/i/2022.

[25] Carlos Lomas, “Los chicos no lloran” en Carlos Lomas (Comp.), Los chicos también lloran. Identidades masculinas, igualdad entre los sexos y coeducación, Paidós, Barcelona, 2004, pp. 9–32, y Enrique Pescador, “Masculinidades y adolescencia” en el mismo libro, pp. 113–145.

[26] Elizabeth Badinter, XY. La identidad masculina, Alianza, Madrid, 1993, p. 92.

[27] María Teresa Priego, “¿Por qué mata el que mata?” en María Isabel Belausteguigoitia Rius (Coord.), Fronteras y cruces: cartografía de escenarios culturales latinoamericanos, Programa Universitario de Estudios de Género/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2005, p. 301.

[28] Carlos Lomas, “Los chicos no lloran”, p. 15.

[29] Mario Pecheny, “Identidades discretas” en Leonor Arfuch (Coord.), Pensar este tiempo. Espacios, afectos, pertenencias, Prometeo, Buenos Aires, 2005, p. 142.

[30] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Violencia contra la mujer en Ciudad Juárez: exposición general del problema, 2002, https://www.cidh.org  Consultado 6/i/2002.

[31] Griselda Gutiérrez Castañeda, “Poder, violencia, empoderamiento” en Griselda Gutiérrez Castañeda (Coord.), Violencia sexista. Algunas claves para la comprensión del feminicidio en Ciudad Juárez, Facultad de Filosofía y Letras/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2004, pp. 131–157, p. 153.

[32] Otro caso en México puede verse en la investigación de Florencia Peña sobre las mujeres mayas bordadoras del sector informal de la industria textil. Florencia Peña Saint Martin, “Bordando en la ciudad. Mujeres mayas en el sector informal de la industria del vestido en Yucatán” en Florencia Peña Saint Martin (Coord.), Estrategias femeninas ante la pobreza. El trabajo domiciliario en la elaboración de prendas de vestir, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1998, pp. 173–188.

[33] Rita Segato, “Territorio, soberanía y crímenes de segundo Estado: la escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez” en Isabel Vericat, Ciudad Juárez: De este lado del puente, Epikeia A.C., México, 2005, pp. 75–96; Rita Segato, Contra–pedagogías de la crueldad, Prometeo, Buenos aires, 2018.

[34] Rita Segato, Contra–pedagogías…, p. 89.

[35] Ibidem, p. 104.

[36] En Lacan lo imaginario alude al yo ideal del sujeto, a la proyección de su ideal de llegar a ser, y normalmente estará actuado para la mirada del otro y de los otros. Jacques Lacan, “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos 1, Siglo XXI, México, 1990, pp. 86–93.

[37] Ibidem, p. 46.

[38] El llamado “pequeño objeto” que alude a la fantasía del sujeto es definido por Žižek como “[…] el objeto a, el objeto causa de deseo, un objeto que, en cierto sentido, es puesto por el deseo mismo […] él no existe, ya que no es nada más que la encarnación, la materialización de esta distorsión, de este excedente de confusión y perturbación introducido por el deseo en la denominada ‘realidad objetiva’”. Slavoj Žižek, Mirando el sesgo, Paidós, Buenos Aires, 2000, p. 29.

[39] René Kaës, El aparato psíquico grupal, Gedisa, Madrid, 1997.

[40] Griselda Gutiérrez Castañeda, “Poder, violencia, empoderamiento”, p. 154.

[41]  René Kaës, El aparato psíquico grupal, p. 123.

[42] Judith Butler, Vida precaria…, p. 184.

El invencible verano de Liliana: literatura polifónica contra la impunidad

José Miguel Tomasena[*]

 

¿Por qué han tenido que pasar treinta años para que una escritora pueda, al fin, escribir sobre el asesinato de su hermana? ¿Qué tiene que pasar, individual y colectivamente, para que el silencio del trauma pueda cristalizar en palabras? ¿Qué dolores ha tenido que padecer, hemos tenido que padecer? Las preguntas se agolpan durante la lectura. ¿Puede la literatura recuperar la memoria de la violencia feminicida? ¿Qué poderes despierta el acto de nombrar? ¿Contar esta historia puede contribuir a la invención de un nuevo lenguaje? ¿Quién está inventando este nuevo lenguaje?

Sí, Liliana Rivera Garza fue asesinada el 16 de julio de 1990 por un exnovio, Ángel González Ramos, prófugo hasta hoy. En la prensa se habló de “crimen pasional”. Su familia guardó sus cosas en una caja y sobrellevó el duelo como pudo. Ante la inoperancia y la impunidad y el silencio y la vergüenza y el trauma, Ilda Garza Bermea (su mamá), Antonio Rivera Peña (su papá) y Cristina Rivera Garza (su hermana) cargaron su dolor y siguieron.

No fue hasta que vino una pandemia cuando Cristina, la escritora, sintió que se le acababa el tiempo. Treinta años. Abrió las cajas que contenían los objetos íntimos de Liliana, que nadie se había atrevido a tocar, y escribió este libro: El invencible verano de Liliana.[1]

Formalmente, se trata de una novela construida a partir de fragmentos de muchas voces. Los diarios de Liliana, entrevistas con sus amigos, las voces de su padre y de su madre, recortes de prensa, pasajes de canciones y los recuerdos en primera persona de la propia autora. En este sentido el libro no es una memoria personal, una evocación, sino un documento de memoria social.

Este procedimiento polifónico —como lo ha llamado el crítico Jorge Carrión— la emparenta con obras como La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, los libros testimoniales de la Nobel Svetlana Alexiévich o Los errantes, de Olga Tokarczuk, construidos todos a partir del collage, de la apropiación y mezcla de materiales y voces de distinta factura.

La propia Cristina Rivera Garza, en su libro Los muertos indóciles (2013), ya abogaba por una escritura que, inspirada en el concepto de comunalidad, aprendido de las comunidades mixes de Oaxaca, trascienda el concepto de autoría individual. La escritura comunal propuesta por Rivera Garza usa procedimientos de reescritura y reapropiación de textos ajenos para buscar formas de representación plurales, abiertas, complejas. En sus libros anteriores, Había mucha neblina, mucho humo o no sé qué (2019) y Autobiografía del algodón (2020), ya indagaba esta poética que desafía la división entre géneros, la jerarquía entre textos y la representación unívoca de la realidad, para explorar las obras y figuras de Juan Rulfo y José Revueltas, respectivamente.

En este sentido El invencible verano de Liliana es la versión más personal y tierna de esta poética. También la más dolorosa. Es una novela en la que conocemos las voces de sus amigas y amigos, de sus padres, y, sobre todo, a través de los diarios íntimos de Liliana, que en el libro son representados con una tipografía especial que trata de imitar su caligrafía. En los momentos más conmovedores de la narración uno siente que puede escuchar la voz de Liliana, presenciar sus dudas amorosas y profesionales, oler el cloro que emanaba de su cuerpo después de practicar natación.

Y así, mientras se cuenta quién era ella —una chica común, estudiante de arquitectura en la gran ciudad, amiguera y brillante—, también se retratan esas formas de violencia presentes en su relación —celos, silencios impuestos, amenazas, chantajes—, que en su momento Liliana no pudo ver. O más bien, que sí pudo ver, pero de las que no pudo escapar.

Resuena en la historia de Liliana el eco de todas las otras mujeres que han sufrido la violencia machista en sus diversas formas. Su historia es la historia de todas. Y en ese sentido, los treinta años que tuvieron que pasar entre el feminicidio y la posibilidad de narrarlo son también treinta años de la sociedad mexicana, que gracias al movimiento feminista comienza a nombrar las formas de violencia que permanecían invisibilizadas, calladas. Quiero creer.

 

[*] Escritor, periodista y profesor universitario. Es autor de las siguientes novelas: El rastro de los cuerpos, Grijalbo, México, 2019; La caída de Cobra, Tusquets, México, 2016, y ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?, Paraíso Perdido, México, 2018. www.jmtomasena.com

 

[1] Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana, Literatura Random House, Barcelona, 2021.

Pier Paolo Pasolini, poeta y profeta del cine

Luis García Orso, S.J.[*]

 

Pier Paolo —con los nombres de los dos grandes apóstoles, Pedro y Pablo— nace en Bolonia el 5 de marzo de 1922, hijo de un teniente del ejército y de una maestra de primaria. El joven Pasolini estudia Literatura en la Universidad de Bolonia y comienza ahí sus primeros trabajos literarios. A causa de la guerra la familia se muda a Casarsa, el pueblo de la madre, en el nordeste italiano. Ahí madre e hijo trabajan como maestros en la escuela secundaria, y el joven escribe y publica poesía y algunos ensayos críticos en favor de la autonomía de la región de Friul.

Pronto el jovencito deja la religión formal y burguesa de su padre, y se nutre de la religiosidad natural y sencilla de su madre, Susana, quien lo educa en el amor a la tierra y a las personas, en la bondad y generosidad del corazón, valores que Pasolini encauza en su amor preferencial por la gente del campo y los suburbios, por los pobres y marginados.

Un joven Pasolini, de 25 años de edad, colabora con Federico Fellini para escribir los hermosos diálogos de Las noches de Cabiria.[1] Este acercamiento a un maestro del neorrealismo lo llevaría a incursionar en el cine. Sus primeras películas fueron Accatone[2] y Mamma Roma,[3] a las que luego seguiría El Evangelio según San Mateo.[4]

En su debut como director, en Accatone, Pasolini hace un retrato desesperanzado de una sociedad en la que los pobres vagan por las calles de Roma, sin trabajo y sin comida, orillados a ser delincuentes, proxenetas y prostitutas, quizás sostenidos por las manos de Dios. Sólo la Providencia a veces se acuerda de ellos y les da alimento y cobijo, y seguramente una bendición en su muerte.

Mamma Roma —con una extraordinaria e icónica Anna Magnani— es la madre que renuncia a la vida del campo para llevar a su hijo adolescente a Roma, en la quimera de una vida mejor. Pero la ciudad es un descenso a los infiernos, un monstruo que se traga a sus hijos, unas calles que nunca se terminan de caminar y que llevan a ninguna parte. Es el grito desesperado y acallado de un hijo que quisiera volver al pueblo de su niñez y ya no puede, y queda frente a nosotros como el Cristo muerto del pintor renacentista Andrea Mantegna.

En una visita a Asís, Pasolini quedó seducido por la pureza y fuerza del Evangelio según San Mateo, que encontró en la mesita junto a su cama, y decidió pasarlo a imágenes, sin ninguna glosa ni otro guion que el mismo texto bíblico. Le escribe entonces a un amigo católico: “Yo no creo en Cristo como el hijo de Dios, porque no soy creyente —por lo menos no conscientemente—. Pero yo creo que Cristo es divino. Yo creo que Es; que en Él la humanidad es tan amable y tan ideal que sobrepasa los límites comunes de un ser humano”.

La película se rodó en la primavera de 1964, en el sur italiano (Sicilia, Calabria y Basilicata) y con gente del pueblo representando a los personajes, un estudiante comunista catalán como Jesús, y la propia madre del cineasta como la Virgen María. Ya concluida la obra Pasolini la dedicó “a la querida y feliz memoria familiar de Juan XXIII”, recién fallecido, justo en medio del Concilio Vaticano ii. Irónicamente, el “ateo” y “marxista” Pasolini se expresó a sí mismo a través de la religión, del Evangelio, en un esfuerzo por volver a las raíces del cristianismo, a las primeras comunidades pobres de pescadores y agricultores de Palestina. De nuevo, son los pobres el centro de su mirada poética y cinematográfica, pero, sobre todo, la figura austera, profética y entregada de Jesús, el Mesías. La obra de Pier Paolo Pasolini El Evangelio según San Mateo es “probablemente el mejor filme sobre Jesús rodado nunca”, según la valoración de L’Osservatore Romano, el diario oficial del Vaticano, en una nota publicada en julio de 2014, al conmemorarse los 50 años del estreno.

En Pajaritos y pajarracos[5] un viejo y su joven hijo caminan por las carreteras italianas, y a ellos se une como compañero un cuervo parlanchín, filósofo y además comunista. El cuervo convierte a los dos caminantes en predicadores franciscanos que han de ir a “gorriones y halcones” para motivarlos a una conversión, al amor al prójimo; tarea nada sencilla, casi imposible. En un tono de fábula y de comedia irónica y exagerada, Pasolini propone una desencantada reflexión acerca de la muerte del marxismo y de las ideologías, pero también del fracaso de la Iglesia institucional; una palabra acerca de la bella y utópica esperanza del triunfo de los humildes, y de la llegada del reino de los pobres y los parias. Sin confesarse cristiano, el cineasta apuesta por una vuelta a los orígenes, al mensaje de Jesús.

En sus siguientes películas Pasolini deja las calles italianas y retoma y adapta dos tragedias griegas clásicas: Edipo rey, de Sófocles, y Medea, de Eurípides. Pero las preocupaciones del director siguen vivas. Así, el Edipo rey[6] de Pasolini tiene un prólogo y un epílogo que nos sitúan en Bolonia, la ciudad natal, precisamente en 1922, y luego 40 años después. La condición humana es la misma que en la literatura griega, pero el mundo rural del inicio se ha derrumbado en aras de una inhumana modernidad avanzada e industrial. Somos víctimas de un “destino” que nos arrastra y nos empuja hacia el abismo sin que sepamos qué hacer, cómo reaccionar, cómo evitar la catástrofe que nos acecha. Sólo nos quedaría enloquecer, huir, llorar, morir… o enfrentar, como Edipo, ese fatum de los dioses y quedar trágicamente ciegos.

En el filme Medea[7] el cineasta muestra la trágica confrontación entre dos culturas incompatibles: el mundo mágico, sagrado e irracional de la maga Medea, que es la humanidad en el sentido pasoliniano, y el mundo racional, pragmático y pequeñoburgués de Jasón, que codicia el vellocino de oro y el poder. En esta confrontación está aquello en lo que cree Pasolini. Hay que subrayar la atinada elección del director para los papeles protagónicos de estas dos historias: Silvana Mangano, como Yocasta, y María Callas, como Medea; ambas extraordinarias e irreemplazables.

En 1968 nuestro autor filma una de las películas más interesantes, importantes y revolucionarias en la historia del cine: Teorema.[8] En ella una familia de clase alta recibe en su casa, en Milán, la visita de un extraño y apuesto joven que llega a pasar unos días con ellos. Es como un ángel de Yahvé; es la visita de Dios que los toca, les habla, los seduce, los convulsiona. Un misterioso ser que entra en sus vidas para conocer qué hay en cada uno, cada una, con toda la connotación íntima y sexual que implica el verbo “conocer” en los textos bíblicos. La familia la componen padre y madre, un hijo, una hija y la criada. Cuando el visitante los deja cada persona entra en un estado de confusión y de revelación de su vacío existencial, y cada quien ha de tomar una decisión; pero sus vidas ya no pueden seguir iguales. La madre y los dos hijos quedan desquiciados en sus respuestas, el padre se despoja de todas sus pertenencias y se va al desierto, la sirvienta regresa dignamente a su pueblo, a sus orígenes, y es venerada como alguien tocada por Dios, cuyas lágrimas pueden traer vida nueva o quizás sólo alienación. Ver Teorema impresiona por la poética de la imagen, del discurso, de los símbolos, del erotismo y de lo divino que hay en ella. Creo que ningún espectador queda igual tras verla.

Pasolini empieza la década de los setenta con la llamada “Trilogía de la vida”: El Decamerón,[9]  Los cuentos de Canterbury[10] y Las mil y una noches[11]. Deja a un lado la realidad social italiana y retoma historias clásicas de la literatura para presentar su visión de los deseos primarios del ser humano y una exaltación de la vida y la sexualidad, con un estilo que desborda contemplación, imaginación, sensibilidad artística, sensualidad, gozo, deleite, sana irreverencia. Solía decir: “La marca que ha dominado toda mi obra es el anhelo de la vida. Y la sensación de exclusión no disminuye sino que aumenta el amor a la vida”. Ése es el sentimiento que impregna la Trilogía.

El cineasta presenta, en primer lugar, El Decamerón. El director es fiel a los nueve textos escogidos de los cien que conforman la obra publicada por Boccaccio en 1349. El mérito de Pasolini no está en las historias, ya conocidas, sino en la manera de llevarlas al cine. Personajes sucios, desdentados, con escupitajos y moscas, que muestran sus miserias y sus gozos sexuales, su amor a la vida, se graban en la memoria. No hay manera de evitarlo.

En el segundo bloque, Los cuentos de Canterbury, escritos por Geoffrey Chaucer entre 1387 y 1400, se conserva la misma urgencia carnal como centro de encuentros y desencuentros humanos, en el viaje de unos peregrinos al santuario de Santo Tomás Becket, contados —subraya Pasolini— “por el sólo placer de contar”.

El cierre de la Trilogía es espectacular, Las mil y una noches es la mejor parte. Pasolini despoja el célebre texto árabe (del siglo ix) de los episodios de acción y de la conocida historia principal sobre Scheherazade y el rey de Persia. A tono con las obras anteriores, presenta narraciones breves entrecruzadas. Si los dos bloques anteriores tenían un mordaz componente social, este tercero se centra en la superación de todos los obstáculos para el amor y el eros. Las mil y una noches reúne imaginación, regocijo, afecto, sensualidad desbordada. La embelesadora cinta concluye con una frase para seguir contemplando: “La verdad no se encuentra en un sueño sino en muchos sueños”.

Pasolini pensó seguir con la “Trilogía de la muerte”, que comienza con Saló o los 120 días de Sodoma,[12] una libre adaptación del libro de 1785 del marqués de Sade, ambientada durante la Segunda Guerra Mundial en la llamada República Social Italiana (creada por Mussolini de 1943 a 1945), en una región italiana del norte invadida por Hitler. La película se compone de cuatro círculos inspirados en el Infierno de Dante, en los que cuatro hombres poderosos llamados el Presidente, el Duque, el Obispo y el Magistrado, para su propio placer explotan sexual y sádicamente a sus víctimas. Las escenas son quizás lo más repugnante que se haya visto en cine. La intención del cineasta es imaginar hasta qué aberraciones puede llegar el poder absoluto.

Poco después de concluir esta película, Pier Paolo Pasolini fue asesinado en la forma más cruel y violenta la madrugada del 2 de noviembre de 1975 en Ostia, playa cercana a Roma. Los motivos del crimen aún siguen oscuros y, seguramente, nunca se esclarecerán. Pero la trayectoria del cineasta, pensador y poeta hace pensar que su crítica a las instituciones y al poder, su espíritu libre y sin concesiones, su provocación a todos para buscar una vida más auténtica, humana, primigenia, se confabularon para matarlo, como tantas veces en la historia se ha intentado callar y eliminar la verdad y la libertad.

Pasolini es como un hombre de otro mundo, un ser que concilia en su vida los opuestos y hace estallar en su propia carne y en su obra todas las contradicciones de una sociedad que no ofrece vida verdadera, sino esperanzas vacías.  Un chico de educación pequeñoburguesa que se vuelve comunista gramsciano, crítico del fascismo y del mismo comunismo; poeta y escritor reconocido a sus veinte años de edad y con estudios de Literatura, antes de llegar a triunfar como cineasta; defensor de la lengua friuliana de su tierra materna, una lengua prohibida por el régimen; homosexual que juega bien futbol, el deporte símbolo del machismo italiano; hondamente religioso y admirador de Jesús de Nazaret, pero ateo y crítico de la religión católica y de su alianza con los poderes; profeta en solitario contra una sociedad del consumo, de la superficialidad y la apariencia, contra todas las perversiones del poder y del dinero, contra una educación dominadora y capitalista. Fue siempre un hombre honesto, libre, insobornable. Un hombre de su época y contra su época; una voz profética que nunca lograron acallar los poderosos hasta que, desesperados, lo asesinaron y quisieron ensuciar su alma con un invento de motivos y falsedades que sólo hicieron lucir más la verdad que él siempre pregonó.

En una entrevista a la televisión, en 1971, había dicho: “Mi mirada hacia las cosas del mundo no es una mirada natural; las veo siempre como milagros. Es una mirada religiosa”. Y yo diría: “porque es una mirada que nos religa con lo más auténtico del ser humano: con sus anhelos de verdad, bondad y belleza, y en contra de toda mentira, hipocresía, dominación”. La invitación es ver su cine y conectarnos con esa mirada.

 

[1] Federico Fellini, Le notti di Cabiria (Las noches de Cabiria) (película), Agostino De Laurentiis (productor), Lopert Films, Italia, 1957 (blanco y negro, 110 min.).

[2] Pier Paolo Pasolini, Accattone (película), Alfredo Bini y Cino Del Duca (productores), Cino del Duca P.C./Arco Film Roma, 1961 (blanco y negro, 116 min.).

[3] Pier Paolo Pasolini, Mamma Roma (película), Alfredo Bini (productor), Arco Film Roma, 1962 (blanco y negro, 110 min.).

[4] Pier Paolo Pasolini, Il Vangelo secondo Matteo (El Evangelio según San Mateo) (película), Alfredo Bini (productor), Arco Film Roma/Lux Compagnie Cinématographique de France, 1964 (blanco y negro, 137 min.).

[5] Pier Paolo Pasolini, Uccellacci e uccellini (Pajaritos y pajarracos) (película), Alfredo Bini (productor), Arco Film Roma, 1966 (blanco y negro, 87 min.).

[6] Pier Paolo Pasolini, Edipo re (Edipo rey) (película), Alfredo Bini (productor), Arco Film Roma/Somafis, 1967 (color, 104 min.).

[7] Pier Paolo Pasolini, Medea (película), Marina Cicogna y Franco Rossellini (productores), coproducción Italia–Francia–Alemania, 1969 (color, 110 min.).

[8] Pier Paolo Pasolini, Teorema (película), Mauro Bolognini y Franco Rossellini (productores), Eurointer, 1968 (color, 93 min.).

[9] Pier Paolo Pasolini, Il Decameron (El Decamerón) (película), Alberto Grimaldi (productor), coproducción Italia–Francia–Alemania, 1970 (color, 112 min.).

[10] Pier Paolo Pasolini, I racconti di Canterbury (Los cuentos de Canterbury) (película), Alberto Grimaldi (productor), coproducción Italia–Francia, 1972 (color, 109 min.).

[11] Pier Paolo Pasolini, Il fiore delle Mille e una notte (Las mil y una noches) (película), Alberto Grimaldi (productor), Produzioni Europee Associati/Les Productions Artistes Associes, 1974 (color, 129 min.).

[12] Pier Paolo Pasolini, Salò o le 120 giornate di Sodoma (Saló o los 120 días de Sodoma) (película), Alberto Grimaldi (productor), coproducción Italia–Francia, 1975 (color, 117 min.).

El patriota solitario. Una interpretación del patriotismo y la naturaleza en Henry David Thoreau

 León Heitler[*]

 

Recepción: 20 de marzo de 2022
Aprobación: 20 de mayo de 2022

 

Resumen: Heitler Ladrón de Guevara, León Enrique. El patriota solitario. Una interpretación del patriotismo y la naturaleza en Henry David Thoreau. Henry David Thoreau es uno de los escritores más influyentes de la tradición estadounidense. Sus pasajes sobre la naturaleza han inspirado a generaciones de ambientalistas y aficionados a la literatura, mientras que su pensamiento político ha sido tildado de anarquista y reivindicado por diversos movimientos sociales. Este artículo aborda la filosofía política de Thoreau para reconstruir los componentes de su pensamiento patriótico. Resulta visible un paralelismo entre el proceso de construcción teórica del nacionalismo en la Unión Americana y el de los románticos de Europa continental, lo que permite también señalar algunos distanciamientos entre los dos procesos. La explicitación del patriotismo de Thoreau puede conducir a líneas de investigación abiertas, como la relación del ecosistema con las comunidades humanas y su operacionalización en el imaginario colectivo.

Palabras clave: patriotismo, nacionalismo, naturaleza, Thoreau, Estados Unidos.

 

Abstract: Heitler Ladrón de Guevara, León Enrique. The Solitary Patriot. An Interpretation of Patriotism and Nature in Henry David Thoreau. Henry David Thoreau is one of the most influential writers in the North American tradition. His passages about nature have inspired generations of environmentalists and literature lovers, while his political thought has been branded as anarchist and claimed by different social movements. This article looks at Thoreau’s political philosophy in order the reconstruct the components of his patriotic thinking. A parallelism can be drawn between the theoretical construction of nationalism in the United States and among the Romantics of continental Europe, while divergences between the two processes cannot be overlooked. An explicit examination of Thoreau’s patriotism can open new lines of research, such as the relationship between ecosystem and human communities, and their operationalization in the collective imaginary.

Key words: patriotism, nationalism, nature, Thoreau, United States.

 

I wish to speak a word for Nature, for absolute freedom and wildness, as contrasted with a freedom and culture merely civil —to regard man as an inhabitant, or a part and parcel of Nature, rather than a member of society.

—Henry David Thoreau, Caminar[1]

 

What is it, what is it,
But a direction out there
And the bare possibility
Of going somewhere?

—Henry David Thoreau, Caminar[2]

 

Henry David Thoreau y los trascendentalistas[3] han inspirado vigorosos movimientos estéticos, literarios y políticos desde que escribían y se manifestaban en los medios de Nueva Inglaterra hasta hoy, a casi dos siglos del inicio de sus publicaciones. Su posición en la coyuntura histórica de la Unión Americana, previa a la Guerra de Secesión, les confirió una ventaja respecto de sus connacionales anteriores y posteriores para plantar las semillas del alma americana, es decir, de la cultura estética y política del nuevo Estado que llegaría a ser la potencia hegemónica del siglo XX.

Los lectores de Thoreau han sido capaces de recorrer caminos divergentes valiéndose del pensamiento de este peculiar autor. Seguramente se debe en buena medida a que Thoreau escribió en una pluralidad de formas, que se extienden desde la poesía rimada hasta el panfleto político. En sus textos, Thoreau nunca abandonó sus temas ni sus metáforas, todas entrelazadas: la naturaleza como ecosistema que abarca al ser humano y los deberes y características del buen ser humano son hilos conductores del trabajo y de la vida misma de este escritor y pensador.

Y, sin embargo, su pensamiento encuentra tensiones en más de un punto, que parecen descansar en armonías consonantes sólo en la fantasía de sus versos. Este ensayo aborda una de esas grandes tensiones: aquella entre la lealtad y amor que cada persona debe al Estado, y la autonomía del individuo frente a éste; la tensión entre un individualismo que parece coquetear con la anarquía y el verdadero patriotismo de un apasionado americano.

En ese sentido, este texto se pregunta en qué consiste el nacionalismo para Thoreau. Cualquier respuesta dada será parcial y debatible, pues el nativo de Concord, Massachussets, nunca se detuvo a explicitar el contenido de su nacionalismo. Por ello, es necesario explorar con atención las metáforas y las intenciones, al tanto de las bases transoceánicas de su filosofía moral y su pensamiento nacionalista para, además, poder distinguir lo que heredó de lo que cultivó él mismo.

 

Autonomía y nación: patriotismo del viejo mundo

La tensión está claramente presente en Thoreau. En su famoso panfleto Desobediencia civil escribe: “Lo que deseo es negarle mi lealtad al Estado, hacerme a un lado y mantenerme al margen de manera efectiva”.[4] El Estado no puede imponerle, al menos moralmente, obligaciones: “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo”.[5] Pero confesaba en Caminar que “como verdadero patriota, debería avergonzarme por pensar que Adán en el paraíso estuvo más favorablemente situado, dentro de todo, que un campesino en este país”.[6] Y citaba con aprobación versos como los siguientes:

Debemos querer a nuestro país como a nuestros padres, y si en algún momento nos alejamos de honrarlo con nuestro amor o nuestro esfuerzo, habremos de aceptar las consecuencias y entonces educar al alma en temas de conciencia y religión y no en el afán de poder o beneficio propio.[7]

Ciertamente, Thoreau se consideraba patriota, y más que sus vecinos.[8]

De cualquier manera, la tensión no aparece sólo en Thoreau, sino que se remonta al pensamiento de Immanuel Kant. Isaiah Berlin identificó esa tensión entre las ideas de Kant que el natural de Könisberg nunca sostuvo. Más bien, el conflicto surgió del uso de sus ideas por los primeros teóricos del romanticismo y del nacionalismo, como su alumno Johann Gottfried.[9]

Por un lado, Kant creía firmemente en la autonomía del individuo; de él viene la doctrina del ser humano como fin y no únicamente como medio, así como la idea de que la moralidad del individuo sólo existe cuando existe responsabilidad, la cual proviene de aceptar que el ser humano es libre para decidir entre alternativas. Si un ente externo obliga, quien escoge no es libre y no puede ser responsable por sus acciones.

Por el otro lado, Kant era un ferviente racionalista y creía que los imperativos categóricos, deberes morales de todo individuo, venían de preceptos racionales universales que podían ser conocidos por cualquier ser humano. Una persona no pierde su libertad al actuar según su deber moral, pues siempre puede actuar contrariamente si decide no ser racional. El gobierno paternalista es un gobierno déspota, pues al ordenar las acciones de sus súbditos los priva de la libertad.

Berlin sostiene que la idea de autonomía de Kant pudo llegar al nacionalismo romántico mediante dos pasos. El primero consistió en asentar que los principios a seguir eran tales porque así los creo yo; no por ser universales, sino porque sólo a través de ellos expreso mi naturaleza interna y preservo mis convicciones. El segundo requiere cambiar el sujeto de la autonomía: en lugar de ser un individuo quien resiste la dominación y preserva su libertad, puede imaginarse una nación, que obra de manera que ninguna otra pueda mandarla y gana su libertad mediante su autodeterminación.[10]

El pensamiento de Herder, para quien “el Estado más natural consiste en un Pueblo, con un carácter nacional”, corresponde razonablemente con el modelo del pensamiento romántico que esboza Berlin.[11] Sin embargo, no hay que pasar por alto que Herder reconocía, al igual que Kant, la individualidad de las personas. En realidad, lo que haría similares a los conciudadanos es que comparten contextos sociales, políticos y naturales–ecológicos que moldean en las personas una cierta manera de ser.

 

Thoreau abreva del nacionalismo romántico

Sin duda, el nacionalismo que Thoreau abrazaba tenía sólidos fundamentos en el pensamiento de Kant y de Herder. A pesar de que hay quienes negaron la influencia alemana en Thoreau por considerar que el autor no estaba familiarizado con ese cuerpo de pensamiento,[12] hay evidencia de que Mary Moody Emerson tuvo profundas discusiones con su sobrino Ralph Waldo Emerson y su cercano amigo Thoreau respecto de la filosofía de Herder y otros pensadores alemanes.[13] Isaiah Berlin fue el primero en notar el parecido del pensamiento de Herder con el de Thoreau, pero sólo aparece esta apreciación en una nota sin desarrollar.[14]

Efectivamente, Thoreau adopta la idea de la autodeterminación kantiana sin ambages. Además, el deber civil sólo existe respecto de la justicia, definida personalmente desde criterios morales, y no respecto de la ley, que bien puede ser injusta.[15] Más aún: la injusticia debe ser resistida activamente, pues apoyar pasivamente a un gobierno deshumaniza;[16] las personas tienen responsabilidad respecto de lo que hace su gobierno, pues su cooperación con el Estado es voluntaria y libre.

Sin embargo, el racionalismo de Thoreau no es universalista como el de Kant. El deber consiste en ser reflexivos y estar conscientes de la situación de uno mismo respecto de la sociedad y la naturaleza, pero las conclusiones a las que cada uno llega son personales y cada quién tiene responsabilidad por ellas. No hay indicios de que Thoreau crea en verdades absolutas, racionales y evidentes a todos, que no respondan a las coyunturas históricas, de las que este poeta americano estaba muy consciente.[17]

Esa racionalidad limitada corresponde con el idealismo que comparten los trascendentalistas.[18] En efecto, Thoreau reconoce que las partes importantes de la vida humana están muy alejadas de las prácticas comerciales y capitalistas que habían llevado a crisis económicas en el estado de Massachussets. El poeta requería tiempo libre para contemplar la naturaleza y reflexionar, un poco a la manera de los filósofos de la antigua Grecia. Después de su primera cosecha de frijoles en la soledad del lago de Walden, decidió plantar con menos industria, pues había tenido que recurrir al mercado para vender lo que no podía consumir, y había perdido por ello valioso tiempo de reflexión.[19]

Los deberes civiles de Thoreau le permiten conservar el individualismo en su noción patriótica. En realidad, la comunión de las personas dependerá de la agregación de sus actividades, sin dirección alguna, que no quiere decir sin comunicación entre los integrantes del ecosistema social. El poema del Viejo Camino de Marlborough lo describe:

¿Qué es, qué es,
sino una dirección
y la mera posibilidad
de ir a algún lugar?
[…] Si con antojo desplegado,
te vas de tu morada,
puedes dar la vuelta al mundo
por el Viejo Camino de Marlborough.[20]

En Caminar declara: “Creo que en la Naturaleza hay un sutil magnetismo que, si cedemos de manera inconsciente a él, nos dirigirá por lo correcto”.[21] En verdad, Thoreau encuentra la posibilidad de una comunión completa de las personas con el ecosistema, que explica el espíritu de la nación naciente. En Walden reflexiona sobre el sentimiento de soledad:

Solamente una vez, unas semanas después de mi llegada a los bosques, experimenté por toda una hora la duda de si, para disfrutar de una vida serena y sana, no sería esencial la vecindad de los hombres. La soledad me era un poco desagradable. Pero al mismo tiempo que me daba cuenta de que mi ánimo tendía un poco al desvarío, me parecía prever mi curación. Mientras me dominaban estos pensamientos, en medio de una apacible lluvia, sentí de pronto tan dulce y bienhechor el contacto con la naturaleza, en el ruido acompasado de las gotas, en cada sonido y en la vista de cuanto me rodeaba; tan infinita e inexplicable identificación con ella, como si la atmósfera se convirtiera en elemento protector, que comprendí que las imaginadas ventajas de la proximidad humana se tornaban insignificantes al lado de estas otras, y nunca más volví a pensar en aquellas. Las agujas de los pinos se dilataban, se henchían de generosidad y me amparaban. Con tal claridad percibí esa presencia tutelar aun en las escenas que acostumbramos a considerar selváticas y aciagas, y me di cuenta de que la mayor afinidad de mi sangre y de mi cuerpo no se encontraba en persona alguna, que me convencí de que ningún lugar volvería a serme extraño jamás.[22]

Lo que Thoreau defendía no es un nacionalismo, sino un patriotismo, según la distinción que hace Maurizio Viroli:[23]

[…] la distinción crucial yace en la prioridad o el énfasis: para los patriotas, el valor primario es la república y la forma libre de vivir que la república permite;[24] para los nacionalistas, los valores primarios son la unidad espiritual y cultural del pueblo. […] El lenguaje del patriotismo invita a los individuos a mantenerse culturalmente definidos, interesados y apasionados, y trata de infundirles una cultura de la libertad, un interés en la república, un amor al bien común; no apunta a dictar lo que los individuos racionales y morales deben hacer, sino a que aquellos que aman la libertad sean más fuertes que los campeones de la opresión y la discriminación.[25]

Del patriotismo republicano Thoreau defiende el amor a la libertad, que se opone al lenguaje nacionalista de la homogeneidad.[26] Sólo a partir de esta distinción es posible entender que Thoreau se considerara un honesto patriota a la vez que afirmaba que

[t]odo ser humano es señor de un reino, comparado con el cual el imperio terrestre del Zar parecería un estado insignificante, una mata traída por el hielo. Pueden, sin embargo, ser patriotas muchos que no se respetan a sí mismos y sacrifican lo mayor a lo menor. Aman el suelo que les sirve de tumba, pero no sienten simpatía hacia el espíritu que podría todavía animar su arcilla. El patriotismo es un mero capricho en sus cabezas.[27]

 

El patriotismo de Thoreau

Resumidamente, el patriotismo de Thoreau, aunque no está explicitado en ningún lugar de su obra, podría ser caracterizado de la siguiente manera:

El ser humano es libre y por ello es responsable. Cada ser humano es intrínsecamente valioso, pero no todos viven virtuosamente: la civilización no educa, sino sólo la naturaleza. En ella, en su salvajismo, es posible encontrar las raíces de una intuición que ha de llevar a la preservación de la humanidad y a su gloria. Empero, para percibir esas lecciones es necesario el contacto directo con la naturaleza, la recreación y la reflexión personal. La educación (que imparte la naturaleza) forja en las personas principios de justicia que están obligadas a seguir por el sentido de responsabilidad que les corresponde como seres libres y pensantes.

La revelación de las lecciones de la naturaleza se produce mediante un sentimiento de amor y solidaridad hacia el ecosistema, pues revela que nuestra subsistencia se debe a éste, y el ecosistema es la sociedad en su estado más puro y adecuado. No se distingue de la comunidad humana en general, sino sólo de aquella que es civilizada por las artes y el comercio, que distraen de lo verdaderamente importante.[28] La conjunción del amor a la patria como ecosistema —humano y natural— y de los principios de justicia que forma la razón del individuo llevan a las personas a ser buenos patriotas: a buscar el perfeccionamiento de la sociedad a la que pertenecen por nacimiento, por vecindad y por un espíritu, que proviene de la comunidad intelectual.[29]

Esa búsqueda tiene que ser activa; quien sea justo tiene que cooperar de buena gana con el Estado cuando lleve los asuntos según el sentido que enseña la salvaje naturaleza y debe ofrecer su vida como resistencia cuando la maquinaria del Estado actúe en contra de los principios del justo. Cuando las personas vivan por sí mismas, según su naturaleza, perdurarán. Y la agregación de las acciones individuales, por el sutil magnetismo de la naturaleza, llevará la gloria de los procesos naturales a la sociedad humana.

 

Naturaleza y sociedad en Thoreau

Resulta instructivo comparar las influencias que condujeron a los románticos alemanes a sus concepciones de nacionalismo con las que siguió Thoreau para construir el suyo. Hay, sin duda, paralelismos, y es probable que hayan partido de la misma fuente: el pensamiento de Kant y la crítica que de éste hizo Herder. Ciertamente, muchos han reconocido que el nacionalismo de Herder no es precisamente político, sino cultural, pues la mayor parte de sus reflexiones se mantienen fuera del ámbito del Estado y el gobierno.[30]

El patriotismo de Thoreau podría ser caracterizado de una manera similar, pero ello no debe oscurecer el hecho de que estas reflexiones, al aludir a la manera en que las personas se conciben con respecto a la sociedad, a cómo entender la comunidad y el deber cívico, tienen profundas implicaciones políticas, así como algunos puntos en los que directamente se refieren al Estado.[31] De cualquier forma, hay particularidades que distinguen al pensamiento patriótico del romántico norteamericano del de los alemanes.

La relación entre la naturaleza y la sociedad en Thoreau es, plausiblemente, una de sus mayores innovaciones.

Lo que advierto es que cuando una bellota cae al lado de una castaña, ninguna de las dos permanece inerte para dejarle espacio a la otra, sino que ambas obedecen sus propias leyes y germinan y crecen y florecen lo mejor que pueden, hasta que una, quizás, ensombrece y destruye a la otra. Si una planta no puede vivir según su naturaleza, muere; lo mismo ocurre con el hombre.[32]

Robert Taylor describe esta concepción como pastoralista, pues alaba a la vida simple del campesino, sin abogar por la superioridad de lo primitivo, y encierra muchas críticas a la industrialización y la tecnología modernas.[33] No se trata de la visión organicista, común desde la teoría política clásica,[34] según la cual la sociedad humana tiene partes distintas e inseparables que conforman un mismo cuerpo; Thoreau acepta la posibilidad de la vida fuera del Estado y no reconoce jerarquías. Tampoco mantiene una visión darwinista, que reconozca la competencia y la supervivencia de los mejores; no sugiere nunca la superioridad de unas personas sobre otras.[35]

Para Thoreau la naturaleza muestra la agregación de las acciones de millones de individuos, de las especies más diversas, cada uno de los cuales hace lo mejor que puede según se lo dicta su condición natural. Así explica los patrones observables: los ocres del otoño en Concord y la marcha de la humanidad hacia el Salvaje Oeste. No se sigue que haya esfuerzos por preservar a cada individuo. Rosenblum apunta que la filantropía y la buena vecindad en Thoreau consisten en los beneficios que obtienen las personas de que cada uno se ocupe de sí mismo de la mejor manera que puede, pero no de los demás .[36]

 

A modo de conclusión: pensar con metáforas

Thoreau encontró en la naturaleza la colección más rica posible de metáforas, que aprovechó para tratar de entender la manera en la que el ser humano y su comunidad habrían de ser; esta forma de vivir “prepararía el camino para otro Estado más perfecto y glorioso aún, que yo he soñado también, pero que todavía no he atisbado por ninguna parte”.[37] El autor estadounidense esgrime otra forma de conocer, que no requiere de una lógica formal, sino que recurre a las metáforas para articularse.[38] Un conocimiento que convence con una fuerza pocas veces vista.

Thoreau invita a repensar la idea del desarrollo humano mediante una mirada fresca y personal a la naturaleza, que resulta ser de alguna manera un espejo que refleja más que lo que está frente a él. Más precisamente, es el sistema que recubre y cala a la sociedad, por más que ésta quiera resistirlo y pensarse autónoma, fuera de las dinámicas de la naturaleza. Queda claro en sus escritos que el amor a la naturaleza está lejos de ser incompatible o contrario al amor a la sociedad humana y su progreso, sino que hay una complementariedad intrínseca en ambas tendencias que debería ser reconocida. Estos argumentos resuenan aún siglos después de que fueran esgrimidos.

Esta poesía puede ser una invitación a repensar los planteamientos ecologistas y desarrollistas desde una perspectiva menos materialista que la usual; de reivindicación del individuo, pero sin glorificar su materialidad, pues es parte de un (eco)sistema que lo precede, lo atraviesa y lo sucede. Sólo así Thoreau pudo llegar a articular un patriotismo distintivo, natural e inmaterial. Sin crear o preservar instituciones concretas, su deseo patriótico abandera una sociedad tan humana como natural, necesariamente libre.

Este amor a la patria puede promover la subversión, tal vez como un incendio que consume un bosque tras el choque de un rayo. Deja, sin embargo, las condiciones para que broten otra vez los árboles, para que regrese la fauna, con un verdor vigoroso y añorado. La teoría de Thoreau no pretende evitar el sufrimiento personal ni necesariamente empujará al progreso material, pero sí a un desarrollo orgánico de la especie. Permite obtener la parte más valiosa de la vida: la ociosa e ideal. Esboza, aún hoy, una guía poética hacia el Oeste, fuera de los vicios del viejo continente: hacia la tierra prometida, hacia lo salvaje.

 

Fuentes documentales

Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1998.

Berlin, Isaiah, Three Critics of the Enlightenment: Vico, Hamann, Herder, Princeton University Press, Nueva Jersey, 2013.

—— The Sense of Reality: Studies in Ideas and Their History, Princeton University Press, Nueva Jersey, 2019.

Cafaro, Philip, Thoreau’s Living Ethics: Walden and the Pursuit of Virtue, University of Georgia Press, Georgia, 2004.

Lorch, Fred W., “Thoreau and the Organic Principle in Poetry” en Publications of The Modern Language Association of America, Cambridge, Massachusetts, vol. 53, Nº 1, 1938, pp. 286–302.

Myerson, Joel, Petrulionis, Sandra Harbert y Dassow Walls, Laura (Eds.), The Oxford Handbook of Transcendentalism, Oxford University Press, Nueva York, 2010.

Menard, Andrew, “Nationalism and the Nature of Thoreau’s ‘Walking’” en The New England Quarterly, MIT Press, Cambridge, Massachusetts, vol. 85, Nº 4, 2012, pp. 591–621.

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—— Our Common Dwelling: Henry Thoreau, Transcendentalism, and the Class Politics of Nature, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2005.

Patten, Alan, “The Most Natural State: Herder and nationalism” en History of Political Thought, Imprint Academic, Exeter, Reino Unido, vol. 31, Nº 4, 2010, pp. 657–689.

Richardson, Laurel, “A method of inquiry” en Denzin, Norman K. y Lincoln, Yvonna S. (Eds.), Handbook of qualitative research, Sage, Thousand Oaks, 2000, pp. 923–948.

Rousseau, Jean–Jacques, Discurso sobre las ciencias y las artes, Alianza, Madrid, 2012.

Taylor, Robert Pepperman, Our Limits Transgressed: Environmental Political Thought in America, University Press of Kansas, Lawrence, 1992.

Thoreau, Henry David, Caminar, Impronta, Guadalajara, 2014.

—— Desobediencia civil, Impronta/Territorio, Guadalajara, 2018.

—— Walden o la vida en los bosques, Tomo, México, 2005.

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Viroli, Maurizio, For Love of Country: An Essay on Patriotism and Nationalism, Oxford University Press, Nueva York, 1995.

 

[*] Estudiante de la Licenciatura en Ciencia Política y Relaciones Internacionales en el Centro de Investigación y Docencia Económicas A.C. (CIDE). leon.heitler@alumnos.cide.edu

 

[1] Henry David Thoreau, Caminar, Impronta, Guadalajara, 2014, p. 51.

[2] Henry David Thoreau, Caminar, p. 59.

[3] Movimiento literario filosófico y político asentado en la Nueva Inglaterra del siglo XIX temprano, con exponentes como Ralph Waldo Emerson y Louisa May Alcott, además de H. D. Thoreau. A pesar de sus muchas diferencias intelectuales, compartían una concepción de sí mismos como idealistas y anhelaban llevar una vida dictada por principios. Para una caracterización completa véase la introducción de Joel Myerson, Sandra Harbert Petrulionis y Laura Dassow Walls (Eds.), The Oxford Handbook of Transcendentalism, Oxford University Press, Nueva York, 2010.

[4] Henry David Thoreau, Desobediencia civil, Impronta/Territorio, Guadalajara, 2018, p. 58.

[5] Ibidem, p. 23.

[6] Henry David Thoreau, Caminar, p. 26.

[7] Henry David Thoreau, Desobediencia civil, pp. 61–62.

[8] Thoreau afirma que no quiere considerarse alguien mejor que sus vecinos, pero opina que su resistencia lo hace ser, de momento, un mejor patriota: “Creo que el Estado podrá quitarme pronto este peso de encima, y entonces ya no seré más patriota que mis vecinos”. Henry David Thoreau, Desobediencia civil, p. 62.

[9] Isaiah Berlin, “Kant as an Unfamiliar Source of Nationalism” en The Sense of Reality: Studies in Ideas and Their History, Princeton University Press, Nueva Jersey, 2019, pp. 232–248. De este ensayo proviene la interpretación de Kant que sigue.

[10] Ibidem, pp. 242–243.

[11] Véase Alan Patten, “The Most Natural State: Herder and nationalism” en History of Political Thought, Imprint Academic, Exeter, Reino Unido, vol. 31, Nº 4, 2010, pp. 657–689.

[12] Por ejemplo, Fred W. Lorch, “Thoreau and the Organic Principle in Poetry” en Publications of The Modern Language Association of America, Cambridge, Massachusetts, vol. 53, Nº 1, 1938, pp. 286–302, p. 287.

[13] Frank Shuffelton, “Puritanism” en Joel Myerson, Sandra Harbert Petrulionis y Laura Dassow Walls (Eds.), The Oxford Handbook of Transcendentalism, Oxford University Press, Nueva York, 2010, p. 7.

[14] Isaiah Berlin, “Herder and the Enlightenment” en Three Critics of the Enlightenment: Vico, Hamann, Herder, Princeton University Press, Nueva Jersey, 2013, p. 254.

[15] “¿No podría haber un gobierno en el que no fuese la mayoría la que decidiera lo que está bien o lo que está mal, sino la conciencia? […]. Lo deseable no es que se cultive el respeto a la ley, sino a la justicia”. Henry David Thoreau, Desobediencia civil, p. 23.

[16] “[E]so es lo que puede hacer de un hombre el gobierno estadounidense, en esto consiguió transformarlo con sus negras artes: en una mera sombra y remedo de humanidad […]. La mayoría de los hombres sirven así al Estado no como hombres, sino como máquinas, con sus cuerpos”. Henry David Thoreau, Desobediencia civil, pp. 24–25.

[17] En Nueva Inglaterra, durante la vida de Thoreau, se desencadenó una fuerte crisis económica, demográfica y ecológica. Newman aporta una lectura del pensamiento de Thoreau inscrita en su circunstancia histórica en Lance Newman, “Thoreau’s Natural Community and Utopian Socialism” en American Literature, Duke University Press/Modern Literature Association, Durham, Carolina del Norte, vol. 75, Nº 3, 2003, pp. 515–544.

[18] Lance Newman, Our Common Dwelling: Henry Thoreau, Transcendentalism, and the Class Politics of Nature, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2005, p. 107.

[19] Philip Cafaro, Thoreau’s Living Ethics: Walden and the Pursuit of Virtue, University of Georgia Press, Georgia, 2004, p. 22.

[20] Henry David Thoreau, Caminar, pp. 20–21. Los primeros versos de este poema ya fueron citados en su lengua original en el segundo de los epígrafes al inicio del artículo.

[21] Ibidem, p. 21.

[22] Henry David Thoreau, Walden o la vida en los bosques, Tomo, México, 2005, pp. 131–132.

[23] Maurizio Viroli, For Love of Country: An Essay on Patriotism and Nationalism For Love of Country: An Essay on Patriotism and Nationalism, Oxford University Press, Nueva York, 1995. Es sintomático que Thoreau utilizara el concepto de patriotismo y no el de nacionalismo.

[24] El concepto de república aparece en muy pocas ocasiones en la obra de Thoreau, y algunas son para distinguir el foro privado del público (res–privata y res–publica). De todos modos, los ideales libertarios del republicanismo, que son la base del argumento de Viroli, sí están presentes a lo largo de su obra. Posiblemente, el concepto esté más extendido en otros pensadores trascendentalistas como Emerson, pero es un tema que escapa a los alcances de este artículo.

[25] Ibidem, pp. 2–16. Traducción propia. Ciertamente, a Thoreau le importa mucho más la parte ideal del patriotismo republicano, pues tiene poca estima a las instituciones concretas de la república en la que se encuentra; en términos que aprobaría Viroli, la vida libre que permite la república queda en entredicho cuando las instituciones no cumplen su función. Thoreau concluye que es necesario tomar el asunto en manos propias. Tal vez cabría llamar al de Thoreau un patriotismo crítico.

[26] Esta distinción no se aplica de manera precisa, por ejemplo, para Herder, pues el nacionalismo de éste tiene mucho respeto por la individualidad y la libertad. El mismo patriotismo de Thoreau no es un tipo ideal. Ibidem, p. 3.

[27] Hay que recordar que el reino de cada ser humano está en su mente, pues la parte ideal de la vida es la más importante. La palabra maggot en el original significa tanto gusano como capricho. Henri David Thoreau, Walden…, p. 300.

[28] Rousseau opinaba que estas actividades corrompen. Jean–Jacques Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, Alianza, Madrid, 2012.

[29] Es importante resaltar que el énfasis en el deber no recae en un colectivo, sino en el individuo. Así, la presencia de la espiritualidad en este amor a la patria no es nacionalista en términos de Viroli, pues no es homogénea. Es claramente patriótico en tanto tiene la libertad como condición sine qua non para el desarrollo de la nación, incluso por encima de las instituciones concretas cuando éstas no aseguren la libertad personal.

[30] Así lo considera Isaiah Berlin, Three Critics…, p. 256.

[31] Puede consultarse una discusión en “Nationalism and the Nature of Thoreau’s ‘Walking’” en The New England Quarterly, mit Press, Cambridge, Massachusetts, vol. 85, Nº 4, 2012, pp. 591–621, y en Alan Patten, “The Most Natural State…”.

[32] Henry David Thoreau, Desobediencia civil, pp. 51–52.

[33] Robert Pepperman Taylor, Our Limits Transgressed: Environmental Political Thought in America, University Press of Kansas, Lawrence, 1992, p. 4.

[34] Cfr. Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1998, “Libro i”.

[35] Es importante aclarar el contenido de la cita de las nueces en el párrafo anterior. El hecho de que una ensombrezca a la otra no es un ejemplo de competencia, sino de azar; ningún árbol roba nada a los demás, sino que hace lo mejor que puede por sí mismo. Esto no garantiza el bienestar de todos, pero pareciera que lleva a un equilibrio y a la gloria de la naturaleza en su conjunto.

[36] Nancy L. Rosenblum, “Thoreau’s Democratic Individualism” en Jack Turner (Ed.), A Political Companion to Henry David Thoreau, The University Press of Kentucky, Lexington, 2009, pp. 15-38, p. 21.

[37] Henry David Thoreau, Desobediencia civil, p. 68.

[38] Laurel Richardson es muy convincente para argumentar que la escritura a base de metáforas es una forma de investigación válida, convincente y extendida, aunque sean pocos conscientes de ello. Laurel Richardson, “A method of inquiry” en Norman K. Denzin e Yvonna S. Lincoln (Eds.), Handbook of qualitative research, Sage, Thousand Oaks, 2000, pp. 923–948.

Escuchando la herida: para una ética atravesada por la complejidad

Pedro Antonio Reyes Linares , S.J.[*]

 

Recepción: 17 de marzo de 2022
Aprobación: 4
 de mayo de 2022

 

Resumen. Reyes Linares, Pedro Antonio. Escuchando la herida: para una ética atravesada por la complejidad. En este artículo doy pistas para la construcción de una ética desde el reconocimiento de la implicación humana personal en el dinamismo complejo en que se constituye la realidad. Defino la implicación desde el concepto de vulnerabilidad, comprendiéndola como la condición de estar atravesada afectivamente por diversos dinamismos, constitutivos de su sentir, y posibilitadores de una acción propia pero nunca desligada, aprovechando para ello el análisis noológico de la afección en Xavier Zubiri, que plantea la congenereidad de la realidad personal y la realidad del mundo. Esto representa un reto a la posición moderna, que pensaba a la subjetividad desde una postura separada del mundo, y la oportunidad de construir una ética de la sintonía que permita una consideración más responsable de la ecología y la vulnerabilidad propia y ajena.

Palabras clave: Zubiri, Arendt, persona, mundo, vulnerabilidad, ética.

 

Abstract. Reyes Linares, Pedro Antonio. Hearing the Hurt: For an Ethics Informed by Complexity. In this article I offer points of reference for building an ethics based on recognizing people’s personal involvement in the complex dynamics in which reality is constituted. I define this involvement by referring to the concept of vulnerability, understood as the condition of undergoing different affective dynamics, constitutive of people’s feeling, that enable them to take action that is theirs but not detached; I also draw on Xavier Zubiri’s noological analysis of affection, which proposes the congenereity of personal reality and the reality of the world. This represents a challenge to the modern position, which posited subjectivity as separate from the world, as well as an opportunity to construct an ethics of attunement that could help to give rise to a more responsible consideration of ecology and the vulnerability of oneself and others.

Key words: Zubiri, Arendt, person, world, vulnerability, ethics.

 

La modernidad a la sombra de Arquímedes

“Denme un punto de apoyo y moveré al mundo.” Tal es quizá la traducción más célebre del dicho que se atribuye a Arquímedes de Siracusa (287–212 a. e. c.) (y tal vez, también, su traición, pues en los comentarios de Plutarco aparece de esta manera: “Si hubiera otro mundo y pudiese ir a él, entonces podría mover éste”). El matemático y constructor del periodo alejandrino la habría pronunciado entusiasmado al probar su palanca en el movimiento de los barcos de su ciudad. Sin embargo, a pesar del carácter mítico de la traducción, su interés radica en que fue uno de los lemas inaugurales de la Edad Moderna en la versión que en 1544 ofreció Johann Herwagen, en Basilea, de la obra de Arquímedes en griego y latín. En la frase se concentraba el espíritu de una época que marcaba la distancia infinita que separaba al ser humano como agente libre y dominador respecto del mundo inerte, que oponía su resistencia y peso a la capacidad humana, pero que podía ser vencido si la inteligencia lograba dar con el recurso adecuado para establecer su dominio.

Acorde con ese espíritu, una de las tareas fundamentales de la filosofía de la modernidad fue precisamente exponer y justificar esa distancia. Esto requería un replanteamiento muy radical en diversas concepciones que hasta entonces habían sido claves del pensamiento y la cultura de ese tiempo. Se necesitaba una reforma profunda en la teoría del conocimiento, que tenía ahora que dar ese lugar separado (infinitamente separado) a la inteligencia, dotándola de una fuente de verificación que se liberara de la ambigüedad del acceso a las cosas y de un lenguaje que le permitiera mantener esa misma libertad. A partir de ahí se modificaría también la forma en que se pensaba el modo humano de habitar el mundo, resguardando por lo menos un espacio de sus facultades de cualquier tipo de contaminación que pudiese poner en entredicho su dominio sobre todas las otras cosas (incluido su propio cuerpo) y la justicia de ese modo de dominar. Entre ambas modificaciones, epistemológica y antropológica, surgieron nuevos modos de pensar la política, la ética, la estética y otros ámbitos del quehacer y el vivir humanos. La ambición de “mover el mundo”, desde la inteligencia convertida en punto absoluto, en “separada” e “invulnerable”, inauguró un nuevo modo de convivencia y una ecología.

La fina mirada de Hannah Arendt, en el último capítulo de La condición humana, usó esta sentencia de Arquímedes para la interpretación de este cambio fundamental vivido en la modernidad. Para ella es precisamente este retour à Archimède[1] lo que en el Renacimiento europeo abrió la puerta a los descubrimientos de Galileo y las posteriores teorías de Descartes y Newton, que darían figura al mundo moderno. Este regreso al matemático de Siracusa está marcado, según nuestra filósofa, por el temor al engaño de los sentidos y la esperanza de encontrar un modo de librar esta importante fuente de error en nuestros juicios más elementales, y, por ende, en nuestras relaciones con otros seres naturales y humanos, que se desarrollarán bajo el signo constante de la incertidumbre y la ambigüedad. Lo que de Arquímedes recuperan los modernos es entonces ambición y esperanza de encontrar un punto libre de estos peligros, ajeno a toda contaminación, en algún otro lugar distinto a la realidad: otro mundo desde el que se pueda juzgar y establecer el equilibrio del mundo que habitamos. Parecería, reflexiona Arendt, que la modernidad nace bajo este deseo de liberación de las ambigüedades; pero también estaba convencida de que el cumplimiento de esta esperanza sólo puede hacerse posible cuando se adquieren “poderes supramundanos” que dan garantía de no necesitar la realidad y de poder perderla.

La supramundanidad de estos poderes es el problema que la modernidad tiene que resolver, dado que, nos recuerda la filósofa alemana, esa época también ha reconocido nuestra fundamental sujeción a la Tierra. La peste negra, que azotó a la Europa inmediatamente premoderna, así como las epidemias que continuaron asolando las ciudades europeas, junto con las frecuentes guerras (sobre todo las religiosas), marcaron con una fundamental convicción a toda la población del continente: cualquier actividad humana está tan profundamente ligada a la Tierra, llena de avatares y desgracias, que no parece haber signo terrenal que pueda relacionarse o medirse con aquella bienaventuranza que la fe (ahora tan cuestionada y diversificada en confesiones) había enseñado a descubrir a los hombres y mujeres medievales en sus preparaciones de herbolaria, sus observaciones de la naturaleza y sus ciclos, la atención a la reproducción animal y vegetal, y en las investigaciones de los movimientos celestes. La bienaventuranza quedaba resignificada como una posibilidad sólo del mundo supramundano, mientras que los valores y criterios de este mundo tendrían que dirimirse en su propia esfera. Así, había que asegurarle a la inteligencia algún modo de librar esa condición (o condena) ligada a esa aparente contingencia y finitud.

Así, mientras el mundo medieval integraba en una sola armonía lo natural, lo humano y lo divino con la inteligencia como eje central, el mundo moderno distinguiría las esferas en un mundo divino, incomprensible y de bondad arbitraria, un mundo natural lleno de peligros, al que había que contener, y un mundo humano, regido por la voluntad de los fuertes que sometían a los demás a los ritmos de sus propias conquistas y empresas. Fue entonces cuando a la inteligencia se la consideró bajo un triple prisma: habría de participar, como don de un Dios bueno (si lo hubiese), de esa claridad preclara de lo divino, que habría de controlar los avatares y las incertidumbres del mundo natural, y habría de exhibir la fortaleza suficiente para que hombres y mujeres no encontraran otro camino que la sumisión a ella, como si se encontraran delante de su soberano o de su Señor. Si frente al mundo divino sólo cabía la confianza en la divina bondad (sin que se pudieran aducir razones para ella), ante los otros dos era necesaria la previsión controladora, con la garantía de no ser una visión desde la Tierra ni sometida a esa perspectiva parcial y engañosa, sino colocada en otro lugar, más allá, separada, dictando el orden que abraza y rige todas las cosas. La inteligencia se convertía en “ojo” sin cuerpo, por tanto, invulnerable.

Es este movimiento al “ojo de la mente”, simbolizado en el telescopio de Galileo, lo que Arendt encuentra más característico de la modernidad. Los lentes de aumento nos colocan no sólo en otro punto, planeta o estrella en el espacio, sino que permiten que ese punto se convierta en la referencia cero desde la cual desplegar mediciones, predicciones, etcétera. Se abandona así la naturalidad del lugar terrestre para colocarse como un punto en cualquier lugar; el espacio se convierte en una colección de puntos en posibles y variadas figuras de correlación[2] capaces de diseñar geométricamente todas las dimensiones, direcciones y movimientos. Esa geometría podía ser un cosmos universal, y la mente humana se convertiría así en la sede de ese dominio de conocimiento que dicta que todas las relaciones “por complicadas que sean” —expresa Arendt recordando a Descartes— “deben ser siempre expresables en fórmulas algebraicas”.[3] La geometría cartesiana, analítica, desemboca en una “ciencia física que para su cumplimiento no requería otros principios que los puramente matemáticos, y en esta ciencia el hombre podía moverse, arriesgarse en el espacio con la seguridad de que no encontraría nada que no fuera él mismo, nada que no pudiera reducirse a modelos presentes en él”.[4]

Difícilmente podríamos encontrar en los siglos recientes una revolución tan significativa, pues, como afirma Arendt, se había descubierto una “fuerza ‘transmundana’, universal”[5] que convierte todo en el “trabajo” del Hacedor (como el que celebra constantemente Kepler en su Armonía del mundo), al que imita el hombre moderno, cuando sus matemáticas le permiten colocarse en la misma posición que su Hacedor. La teología ha cedido su conclusión de la transmundanidad del ser humano a la ciencia, dando la indicación, aplicable en diferentes esferas de la vida (no sólo en la ciencia, sino también en la moral y la política), de que “llegaría un tiempo en que los hombres vivirían bajo las condiciones de la Tierra y a la vez podrían actuar sobre ella desde un punto exterior”.[6] Esta esperanza ha marcado la certeza del progreso moderno; toda salvación habría de venir del hombre o, más precisamente, de la estructura de su mente que lo coloca en esa posición tan privilegiada. Y ahí, sin cuerpo ni diferencia notable, todos los hombres y mujeres son uno.

La comunidad de la modernidad se ha de establecer pues desde esta colocación de la humanidad (o de la mente humana) en el puesto de juez frente a un mundo que se despliega ante sus ojos no sólo como diferente, sino como, en palabras de Arendt, “trastornado”.[7] Su trastorno ha de ser solucionado precisamente prescindiendo de esos ojos y dotándolo de una red de ecuaciones matemáticas que permitan “producir” los fenómenos y objetos que se desean observar. Esa producción dará el orden que falta a los sentidos, probando por la predicción (y por la tecnología que hace posible mostrar su cumplimiento) que es la naturaleza la que “sigue” las ideas humanas, y no a la inversa. Ante este paso mayúsculo, Arendt diagnostica un círculo vicioso: “Los científicos formulan sus hipótesis para disponer sus experimentos y luego usan esos experimentos para comprobar sus hipótesis; durante toda esta actividad está claro que tratan con una naturaleza hipotética”.[8] El círculo de la prueba hipotética va así ampliándose hasta constituirse en mundo, el “mundo del experimento” producido por el hombre, por el que éste ejecuta una auténtica empresa de conquista: el mundo real ha de reducirse al experimental, y las cosas han de acabar mostrando su cierta y segura predictibilidad. Mientras tanto, vivimos en el ajuste constante, la reducción de lo impredecible al modelo, la externalización de lo inesperado, de lo improbable que, sin embargo, nos asalta a cada paso en el mundo real. La invulnerabilidad, característica de ese ojo sin cuerpo e incontaminado, se convierte en el fin al que aspira el mundo moderno; algún día ha de conquistarse y será natural, mientras tanto habrá que producirla: es la invulnerabilidad, técnicamente construida, que separa el mundo que ya se acerca a ese fin ideal y el que todavía se encuentra sometido a la anarquía y la contaminación de la Tierra.

Para Arendt, sin embargo, evidenciar el interés que rige en esta industria técnica de conocimiento, el de este grupo que decide actuar en concierto para garantizar la predictibilidad, es traer la ciencia al espacio de lo político. Es decir, no sólo la política entendida como las confrontaciones entre grupos que buscan el dominio de su interés sobre otros intereses, garantizándose la separación e invulnerabilidad característica del ojo único y sin cuerpo que nos hace a todos lo mismo, sino el espacio que constituye la acción humana, donde se imponen la unicidad y la pluralidad de hombres y mujeres para construir, unos con otras, lo que pueda ser vivido en común. Es esta segunda política la que Arendt reconoce verdadera, precisamente por terrena, corpórea y contaminada: cada persona nace en esta Tierra dada, ya formada por una red inmensa de seres diferentes, en la que cada vida se encuentra entretejida. En este sentido, su perspectiva no es un punto más en una colección o multitud de otros puntos de vista, sino que es la inauguración de un modo único entre otros únicos de habitar la Tierra y quedar intervenida por ella, para así también, a su vez, intervenir ella la Tierra en la que vive, cuidarla, amarla, construirla junto con los seres con los que se encuentra. Su posición en el mundo tiene, ciertamente, un carácter fontanal. De ahí su impredecibilidad, novedad y resistencia a todo intento de uniformidad; pero es una fuente fundada, que viene del entretejido e interviene en él. Es ella la que ha dado lugar verdaderamente a la empresa científica y calculable, pero también es la que puede dar lugar a otras que no pierdan tan fácilmente de vista el carácter terreno en el que se realiza nuestra vida única y nueva.

La modernidad ha puesto ciertamente de relieve ese carácter de novedad, pero al perder su fundamento en el tejido de la Tierra la ha condenado a ser una condición de excepción y separación que la hacen imposible. Lo nuevo y único de cada persona es pasajero y contingente, todo desemboca en la uniformidad de la muerte. Así, todos los intentos de unicidad colapsan rápidamente en argumentos de defensa de la especie, que parece ser lo único verdaderamente superviviente, y frustran la novedad para llevar a la persona a apuntarse en las filas de apoyo para producir esa supervivencia. La vida humana colapsa en labor, argumenta Arendt, y toda marca de unicidad se pierde en este sistema, a riesgo de ser tomada por locura y condenada a la vergüenza o al temor de la represión. El miedo y la vergüenza motivan el deseo de homogeneidad y se convierten, entre otras fuerzas, en importantes anestésicos de la experiencia y la acción personal, pues nos convencen de que éstas solo valdrían la pena si pueden ostentar ese carácter de separación e invulnerabilidad que las creaciones de la mente humana han de poseer.

 

Vulnerabilidad y co–modulación

Pero ¿qué pasaría si suspendemos esa convicción y volvemos a sentir sin anestesia el daño que supone hacernos la vergüenza? Antes de ser motores de adhesión a las políticas de homogeneización, el miedo y la vergüenza son indicadores de lo que nos ha sucedido cuando habitamos el mundo. Hemos sido atravesadas o atravesados por la realidad, por lo que se nos presenta como diferente, como otro por derecho propio, y que, antes de que emprendamos cualquier intento por conquistar la invulnerabilidad, controlando y reduciendo, nos expone en nuestro carácter de marcadas o marcados indeleblemente por su peculiaridad. Nuestra unicidad (nuestro carácter natal) está herida de origen, atravesada por lo extraño, afectada y colocada en el dominio de lo que le afecta, y éste es el contenido de la expresión “vulnerabilidad”. Vulnus, la herida, no sólo reconoce el evento fortuito en el que somos alcanzadas o alcanzados por un proyectil o un arma a lo largo del camino de nuestra vida, sino que indica el carácter afectivo, penetrado, podríamos decir, en que está constituida nuestra sentiente humanidad. Únicos sí, pero afectados, atravesados, interpenetrados, y sólo desde ahí es como podemos constituir lo que nuestra unicidad quiera y pueda dar.

Analicemos un poco este modo de nuestra afección: nuestros sentidos no son sólo ventanas a un mundo exterior, sino que son maneras en las que ese mundo queda acogido en un modo íntimo; somos nosotros quienes hemos quedado marcadas o marcados por cada una de las cosas que han venido a encontrarnos con su dureza o su caricia, su frialdad o calidez, su protección o su riesgo. Cada una de ellas ha dejado su huella y nos ha vuelto a su modo concreto de presentarse para, irremisiblemente, tener que hacernos en un modo de co–presencia (o dejarnos constituir por otras personas que nos constituyen en co–presencia). Nuestra presentación está ya marcada por la de aquello que nos ha herido, aunque pueda ser que, en la repetida tarea de constituir nuestra unicidad en su presencia, lo que nos vulnera se nos haga tan familiar como imperceptible por la pura costumbre de estar afectándonos una y otra vez. Pero eso no quita el carácter originario y fundamental de la herida, a la que siempre estamos respondiendo y que queda siempre resonando en nuestra más íntima constitución. Si podemos aceptar la declaración de Gavio Baso[9] de que el origen de la palabra persona está en el resonar de la máscara teatral, a la que refiere el latín per–sonare, podemos preguntarnos si no sería la herida lo que precisamente resuena ahí.

Si lo que resuena es la herida, la máscara (que aquí no esconde nada, sino que muestra) es el cuerpo mismo. Propongo seguir a Xavier Zubiri para comprender en esta perspectiva la realidad del cuerpo. El autor vasco ha pretendido conscientemente alejarse del paradigma moderno descrito y, ayudado por un vigoroso diálogo con la física y la biología contemporáneas, plantea en una clave distinta la posición peculiar de las personas en la realidad natural, resaltando el carácter afectivo y vulnerado, aunque dinámico y creativo, que nos constituye en el mundo. Para Zubiri, entonces, el cuerpo no es una frontera que individualiza una mente que tendría, finalmente, una estructura común a toda la humanidad. Tampoco se trata de una máquina dispuesta a ser utilizada por una mente que la habita. Por el contrario, el cuerpo implica el modo particular en el que las afecciones resonantes se organizan sistemáticamente, quedan establecidas en una complexión con cierta solidez que da continuidad dinámica al sistema y, finalmente, configuran así un modo sistémico de estar presentes en la realidad.[10] Estas afecciones no son meramente datos que llegan a un sujeto diseñado en cierto modo para recibirlas. Las afecciones son notas en el sistema, formas en las que éste da a notar lo que está pasando en él, es decir, la diversidad de modificaciones que lo atraviesan en el decurso de sus acciones. Leamos a Zubiri en este punto:

[…] las notas no son solamente múltiples, sino que cada una posee una actividad que puede ser variable. De ahí que su aportación a la actividad total del sistema no sea sólo la de constituir, en razón de su función, un momento específicamente suyo, sino también la de especificarla en forma distinta según la forma de su actividad […] este cambio depende no sólo del contenido específico de cada nota y de su actividad, sino también de la posición que ocupa en el sistema total […] por razón de la función organizadora del sistema, cada nota constituye el fundamento de la diversidad de acciones de aquél. Las acciones son diversas por sus notas, ante todo “posicionalmente”.[11]

Así, el mundo no es únicamente el territorio en que hemos sido arrojados y que debemos dominar de alguna manera para asegurar nuestra supervivencia. No tenemos ninguna posición separada para desde ahí buscar la forma de controlarlo. Por el contrario, de acuerdo con el pensamiento zubiriano, el mundo resulta de la estructuración sistémica de diferentes configuraciones funcionales que se dan a notar orgánicamente, constituyendo unidades sólidas en respectividad a otras, y donde el dinamismo de cada una queda imbricado con el dinamismo de todas las demás en diversos modos y niveles de profundidad. Esa imbricación define la manera concreta en la que la herida puede presentarse en nuestra propia configuración: devela el modo en que somos conformados en afección y puestos así en posibilidad de responder no asépticamente, sino como afectados, vulnerados, de acuerdo con la manera peculiar en la que se estructura esta configuración. A esa peculiaridad en la manera de constituir la configuración se refiere Zubiri como formalidad. En el caso de los vivientes, tal formalidad constituye la definición básica para la organización funcional del sistema, disponiendo todas sus notas de acuerdo con esa formalidad de su estar en afección, es decir, consolidan una habitud radical.[12] La habitud es “el modo de ‘habérselas’ el sentiente con su sentir”,[13] de modo que la formalidad (término de la habitud) queda modulada en procesos de formalización del sistema. Sentiente y mundo se van dando en ese proceso de formalización como un dinamismo de congenereidad: un mundo que va modulándose de acuerdo con el modo en que el sentiente queda afectado, al tiempo que el sentiente va modulando su propia vida como respuesta a lo que encuentra afectándole en y de ese mundo. El mundo va dándose así como medio de comunicación entre las distintas realidades que se dan en él sin homogeneizar o disminuir la peculiaridad de cada una de ellas, sino en un dinamismo de co–modulación de todas las peculiaridades.

Cuando atendemos la habitud propia del sentir humano, la que constituye nuestro modo peculiar de acción, reconocemos, afirma Zubiri, un modo de alteridad en la afección que nos distingue de otros sentientes. Ese modo de alteridad es el que marca la formalidad que resulta término de nuestra habitud. Zubiri lo llamará reidad (o realidad, para evitar el neologismo).[14] La habitud marcada por el término de la realidad es lo que conocemos como inteligencia. En ella, la alteridad no se define en referencia a las posibilidades ya estructuradas de la configuración del sentiente, sino que mantiene un carácter propio, suyo, que resulta primordialmente sobreabundante respecto de esas posibilidades. Abre así un ámbito en el que pueden situarse las respuestas que el sentiente tiene ya incorporadas como posibilidades de respuesta en su afección, pero en el que también hay más por dar, por posibilitar. Por eso, en la formalidad de realidad, lo otro (lo que vulnera) no se reduce a quedar asimilado en el uno, sino que, por el contrario, impone un dinamismo propio (el que le da su peculiaridad a la herida), que el sentiente humano ha de buscar cómo resolver. Esa resolución no está dictada por lo que vulnera, pero tampoco es independiente de él; se ubica más bien en el exceso de ese dinamismo, en donde no es ya lo que hasta ese momento había sido, sino que abre un espacio para tener que ser lo que el sentiente pueda hacerse ser.

El sentiente humano queda así situado en la excedencia del dinamismo, en el más que queda por dar, de modo que aquello que lo insta a responder es, a la vez, el contenido presente en la afección que nos hiere y la excedencia que impone su carácter de realidad. No es solamente mi herida, sino lo que me ha herido lo que me pide responder. Y la respuesta no es pura reacción al contenido, sino invención y adopción de un modo de estar en la excedencia. Puede ser que únicamente adopte alguna respuesta ya inventada en otro momento, por mí o por otra persona, pero quedaré siempre instado por la excedencia a seguir respondiendo, a dar un modo propio de estar ahí, haciéndome persona, resonar único del contenido y la excedencia que en él me ha herido. La herida de la vulnerabilidad no me resta, sino que, por el contrario, me pone en situación de compenetrarme más, conociendo lo que me ha herido, y convocándome a dar más de mí, de acuerdo con la excedencia. Es esto lo que significa el motivo fundamental de Zubiri, a un tiempo noológico y ético: saber cargar con la realidad, precisamente, con la excedencia que hoy y ahora nos hiere en este concreto contenido.

Por esto también podemos repensar lo que significa el mundo. La co–modulación que se organiza en mundo no se reducirá a los contenidos de éste, sino que cada contenido nos abrirá a la excedencia. Ella alberga, entonces, al mundo y le abre un por–venir, un por dar. Contenido y porvenir en la co–modulación resuenan en el sentiente humano que ha de entregar su propia realidad en un modo suyo de estar en el contenido y también en el porvenir. La constitución de esa entrega es lo que, según Zubiri, define el modo de ser personal, empujado por la excedencia hacia un porvenir que no es solamente despliegue de lo que hay y al que ella habrá de entregar su propia forma de estar en ese empuje, firmemente apoyada en el contenido presente. No es un apoyo como separación, sino como compenetración en la herida, contenido y exceso, modo nunca definitivo, sino siempre situado en alguna posición concreta y su excedencia. Ahí es que el mundo surge, ampliando todavía más la co–modulación de diferentes maneras de habitud sentiente y la compenetración de diversos modos únicos de sentir y hacerse cargo de la realidad.

La herida a la que nos hemos referido expresaría entonces ese dinamismo de co–modulación y compenetración en la concreción de mi propia experiencia como apoyo, determinación, posibilitación y empuje en la excedencia. Daría cuenta de la posición en la que somos colocados, una colocación que no depende de nuestra voluntad, sino que es la concreta afección de cosas reales en el mundo, que conforman el apoyo fundamental para cualquier respuesta posible, precisamente atravesándonos con su alteridad y abriéndonos a la excedencia de un mundo que todavía está por dar. Entre esas cosas entran otros vivientes humanos, pero también vivientes con otras habitudes de formalización (como animales o vegetales) e, incluso, las distintas maneras en las que dinámicamente se están constituyendo formas de realidad material no viva, es decir, toda la complejidad de contenidos que conforma el mundo. Esa excedencia que alberga la complejidad que afecta concretamente la realidad humana se expresa en lo que hemos llamado aquí herida, y, lejos de develarnos un carácter debilitante, se nos presenta como el suelo y ambiente posibilitante en el que nuestra vida ha quedado colocada.

Podríamos decir que la inteligencia, como apertura a sentir la realidad en cuanto tal, es precisamente otro nombre de la herida, y es por ella que todas nuestras notas constitutivas participan de ese mismo carácter vulnerable que se expresa en el cuerpo. Un cuerpo herido es uno llamado a dar de sí un modo de cargar su herida, y en ella al mundo como sistema dinámico; ese modo será la entrega de su propia realidad como aportación a la co–modulación, inaugurando en ella modos nuevos y únicos de diseñarla, impulsarla, recrearla: los que su cuerpo herido pueda hacer posibles. No hay, por ello, un afuera en el cual situarse como apoyo para hacer el mundo, sino una fértil imbricación de diversos modos de habitudes, en la que el modo humano está precisamente en elegir (no mera selección, sino consideración reflexiva de lo que pueda ser más conveniente) e, incluso, excogitar sus respuestas en función de la co–modulación en que consiste la realidad.[15]

Con lo dicho podemos ahora concluir que no se trata de que la herida sea un momento de puro impulso hacia adelante. Ésta pide ser comprendida en su complejidad dinámica, que sorprende constantemente al sentiente humano y lo obliga a recrear una y otra vez su propia entrega en la co–modulación. Mientras que los vivientes con otras formalidades quedan entregados a ella en la repetición de su acción vital específica y biológicamente determinada (es decir, dentro del rango de modulaciones posibles que les permite esa determinación), el viviente humano ha de buscar y darse una modulación en la inespecificidad del término de su habitud radical. Así, el estado fundamental en que el ser humano se encuentra en la co–modulación es el de la inquiescencia que puede modularse en sorpresa, asombro, inquietud, angustia, etcétera. Cada una de estas modulaciones enriquece el tono vital con que resuena en la herida el dinamismo de la realidad. Sin embargo, todas ellas quedan albergadas en el ámbito primordial de ese tono que podríamos calificar de gratificante. Y es que el tono vital siempre remite, en todas sus modulaciones, a la realidad de estar ya apoyado y sostenido por el dinamismo de la co–modulación, e impelido por él a buscar y encontrar una manera propia de seguir estando. Esa remisión constituye un tono de serena gratitud, que ratifica el don de ese apoyo, sostén e impelencia, que no podría ser lograda o conquistada de ninguna otra manera.

La gratitud es el modo más primordial y propio de quedar en la gratuidad del don que se recibe y que se consolida en impulso para dar más de sí. Si pudimos decir que la inteligencia es un nombre de la herida, ahora podríamos reconocer que ella está siempre remitiendo al hecho primordial de estar colocados en la realidad dinámica de la co–modulación, en su gratuidad originaria, e impulsados a realizar cualquiera de nuestras modulaciones afectivas en el suelo de una primordial gratitud. Entre más pueda esa primordial gratitud expresarse en las modulaciones afectivas (por dolorosas o indignantes que pudiesen ser), actualizando el don que las enraíza en la co–modulación que es nuestra Tierra y las dota de fuerza de realidad, puede también abrirse un ámbito de discernimiento afectivo en el que el sentiente humano no resulta arrastrado por la pura fuerza de las modulaciones, sino que éstas se distancian, se distinguen y se remodulan respecto de esa modulación primordial. De ahí que el discernimiento ético, el que puede llevar a una persona a realizar libremente y en sí misma su propia respuesta, deba contar siempre con este tipo de discernimiento afectivo para cumplirse plenamente.[16]

 

Discernimiento, voz de la conciencia y ética de la sintonía

A esa remisión se refiere Zubiri cuando, en páginas decisivas de su obra póstuma, El hombre y Dios, explica que la voz de la conciencia “es la remisión notificante a la forma de realidad. Y aquello de que es noticia es la realidad […], no es sino el clamor de la realidad camino de lo absoluto”.[17] Es voz porque la remisión es sentida en la afección bajo el modo de la noticia, que es el propio de la audición.[18] La realidad clama, reclama, ser reconocida en su gratuidad posibilitante y dicta de esta manera la condición fundamental y originaria en la que se sostiene cualquier modulación para ser verdadera, para ser ciertamente realización de esta realidad en tanto persona humana. No se trata de un puro quedar suelto para actuar, sino que hay que actuar de manera que dé efectiva soltura, en la co–modulación y compenetración, a la forma de la entrega. Se trata de que pueda ofrecer lo que mejor dé cuenta de la realización de las propias notas personales en lo concreto de las cosas que me afectan y en la excedencia del porvenir que se abre en ellas: lo mejor de mi dinamismo fisicoquímico, de mi inteligencia, sentimiento y voluntad; lo mejor que corpóreamente pueda constituir para vivirlo en co–modulación y compenetración.

Jesús Conill reconoce, en este clamor que llama a la entrega mejor, un fundamento para construir una ética; no de imperativos, porque no se trata de un dictado categórico objetivo, sino de una voz que nos exige crear con lo que hay una realidad para nosotros, en la que podamos estar como personas, convirtiéndonos en verdadero resonar propio, herido por las cosas que nos afectan y por la excedencia que se nos abre en ellas, pero cantándolas con su propia voz.[19]

Así, diríamos que la herida adquiere un carácter particular cuando se expresa en esta voz de la conciencia: remite a mi propia realidad afectada y excedida, a mi herida, y me insta desde ahí a crear mi propia voz. No se trata únicamente de una remisión a la realidad de las cosas que me afectan, o sólo a la excedencia de lo real que constantemente descoloca todas las realizaciones, sino que remite a mi propia responsabilidad[20] en cada una de mis acciones.

Cada acción es un canto con voz propia en el que se han de notar, transparentemente, las cosas que me afectan, la excedencia que en ellas se me impone (que es raíz de la esperanza de mi canto, aunque pudiese encerrarse en angustia),[21] así como el carácter propio, responsable, de la voz que canta. Si las dos primeras guardan relación con el contenido y la formalidad en que ese contenido se me impone, la última tiene que ver con reconocer que, en cada acción, la persona está dando cuenta de sí, de su responsabilidad con su propia vulnerabilidad (que está remitiendo a la fragilidad de las cosas que encuentra, al igual que a la vulnerabilidad de otras criaturas sentientes y de otras personas), señalando que hay en la co–modulación y compenetración (no fuera de ellas, sino en ellas) alguien buscando que su entrega sea la mejor posible. Esa persona queda en situación de responder por ese intento y puede, al darse cuenta de que no ha atinado a ese mayor bien, solicitar el perdón a quienes ha tratado con irreverencia y acoger ese perdón, si le es concedido, que le habilita para corregirse y buscar de nuevo.

Me parece que este estilo de propuesta ética es la que Nick Montgomery y Carla Bergman llaman “ética de la sintonía” (ethics of attunement),[22] que sugieren como una alternativa capacitante a la moralidad. En el glosario que recoge su idea, presentan la ética como

[…] un espacio que está más allá de la moralidad y [de] un relativismo todo–se–vale […]. Más que un conjunto establecido de principios, la ética significa llegar a sintonizar con la complejidad del mundo y nuestra inmersión en él. Significa trabajar activamente en hacer y rehacer las relaciones, cultivando algunos lazos y rompiendo otros, y tratando de ver cómo haremos sin las reglas fijas de la ideología y la moralidad. Implica la capacidad para la responsabilidad, no como un deber establecido, sino como respons–habilidad [response–ability] —la capacidad de estar abierto a responder a la relación y los encuentros—. Comparada con la moralidad, la ética implica más fidelidad a nuestras relaciones en su inmediatez —a todas las fuerzas que nos componen y afectan— y no menos.[23]

Así, la ética es un ámbito que, podríamos decir con Zubiri, se abre precisamente en la remisión notificante a la propia realidad y su excedencia, y en el que se ensayan diferentes propuestas de entregar nuestra persona a los encuentros y relaciones que ya nos afectan y que nos imponen también su propia complejidad y excedencia. Este ámbito de ensayo desconfía del carácter fijo con que algunas sociedades proponen los mandatos y principios reguladores, y los devuelve a su verdadera posición: ser propuestas situadas en la excedencia de lo real que los hace provisionales; es decir, nos proveen de determinada visión, enfoque y perspectiva de la situación en que nos encontramos y que puede ser útil para el colectivo en el que interactuamos (personas y otros seres), al tiempo que nos sugieren un cierto modo de constituir nuestra propia voz, nuestra propia persona como entrega en respuesta a esa situación, susceptibles de ser criticados y discernidos en relación con la esperanza que ofrecen para que la co–modulación siga dándose de la mejor manera, es decir, respetando tanto lo que toca al carácter propio que imponen las otras cosas en la complejidad de lo real como al que imponen las otras personas y mi propia realidad personal.

A este modo de considerar los principios que surgen de esa reflexión y discernimiento se les ha llamado en diversas corrientes nociones comunes, como recuperan Montgomery y Bergman en la obra referida.[24] Se trata de estar siempre conscientes del difícil equilibrio que implica responder en esa co–modulación, pero sin renunciar al intento refugiándose en la fuga al rigorismo o al relativismo.

Esta conciencia de la dificultad del equilibrio da a la verdad de la voz de la conciencia su carácter ostensivo: muestra la autenticidad de la complejidad en la que nos encontramos y nos requiere su reconocimiento. Cualquier simplificación (por rigorismo o por desatención relativista) iría en contra de la verdad manifiesta de la situación. Pero la verdad real de la voz de la conciencia requiere también fidelidad. Precisa en cada una de las notas, en cada una de las cosas, fidelidad a lo que son en la co–modulación y compenetración, a su modo propio de darse en ellas y abrir en ellas a la excedencia desde el contenido concreto de la situación. Esta fidelidad que se impone en las cosas (también en las que constituyen nuestro propio cuerpo y el cuerpo de otras personas) demanda, como verdad de la voz de la conciencia, que nos detengamos con reverencia y discernimiento ante cualquier intento de violación de esa fidelidad, que propone una comprensión de las cosas y la alteración buscada del sistema que constituye las cosas actualmente. El discernimiento habrá de asegurar la oportunidad y justificación de esa alteración con vistas a una co–modulación que sea la mejor posible para los seres que la constituyen, evitando prácticas y comprensiones que deformen la inteligencia de lo mejor por intereses que empequeñezcan esta última a una sola perspectiva y la blinden contra su examen crítico, pretendiendo cancelar la vulnerabilidad.[25]

Finalmente, la verdad que nos requiere la voz de la conciencia pide asimismo, como toda verdad real, efectividad. Es decir, no se queda en fantasmagorías, sino que cada realidad, con su propia manera, está efectivamente participando en la co–modulación, y esto exige a la persona, en efecto, participar creando su respuesta para también co–modularse y estar. Así, el carácter de responsabilidad solicitado a las personas se impone con fuerza en la co–modulación y en su entrega a la compenetración, y abandonarlo trae por igual consecuencias efectivas. Sea porque se huya por rigorismo o por un relativismo desatento, la huida traerá consecuencias que no recaen solamente sobre la misma persona que huye, sino que afecta al sistema completo, a cada una de las personas y cosas que toman parte en él según su propio modo de participación.

Por otro lado, ignorar la responsabilidad de la propia herida, afectante, vinculante y posibilitante, modifica también las acciones personales, inhibiendo o destruyendo permanentemente la disposición para actuar con más plenitud. En vez de establecerse modos mejores de inteligir, de atemperamiento con las cosas reales, de responder con más decisión y pertinencia, se promueven formas debilitadas y debilitantes en la personalidad. Poco a poco la persona se torna más incapaz de hacerse cargo de su herida, de su propia realidad afectada y, con ella, de la verdad de las cosas, de las otras personas y de la excedencia que se impone en ellas, desembocando, como sostiene Zubiri, en el “hundimiento”[26] de la realidad personal que, como hemos visto, tiene también consecuencias desastrosas para el resto del sistema. Por el contrario, el ejercicio de acciones humanas que reconocen la complejidad del sistema que se expresa en su herida, que se mantienen con fidelidad en ella y que buscan responder con reverencia y examen crítico traen al sistema una efectiva oportunidad de recreación que redunda en un bien más general y queda como un sistema de capacidades[27] que posibilita nuevas acciones y sugiere criterios de discernimiento para orientarlas hacia ese bien.

Es a este bien, buscado, intentado, corregido y recreado, al que apuntaría esa ética de la sintonía. Sería una ética que no temería a los errores (aunque sí estaría dispuesta a hacerse cargo de ellos, corregir su camino y evitarlos siempre que se puedan prever), sino que confiaría en la capacidad de cada persona para escuchar la voz de su propia realidad en co–modulación y responder con fidelidad a ella, compenetrándose profundamente con las otras personas y sus afecciones. Sería así también una ética del gozo de la obra compartida, porque se sabe y experimenta también la herida compartida. Y una ética no sometida a la dictadura del logro y la evaluación según parámetros fijos, sino que celebra gozosamente cada uno de sus pasos y el examen que todos ellos piden hacer. Esta ética recupera el gozo socrático por el examen y la purificación, por el diálogo y la conversación filosóficos, y alcanza con ello la gracia que proponen, en su conclusión, los ejercicios ignacianos: reconocimiento de tanto bien recibido para, agradeciendo todo, en todo amar y servir.[28]

 

Fuentes documentales

Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.

Conill, Jesús, “La ‘voz de la conciencia’. La conexión noológica de moralidad y religiosidad en Zubiri” en Isegoría. Revista de Filosofía
Moral y Política
, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Ministerio de Ciencia e Innovación, Madrid, Nº 40, enero/junio de 2009, pp. 115–134.

Marcos Casquero, Manuel Antonio y Domínguez García, Avelino (Eds.), Noches áticas, Universidad de León/Secretariado de Publicaciones, León, España, 2006.

Hanna Meissner, “Politics as encounter and response–ability. Learning to converse with enigmatic others” en Beatriz Revelles Benavente, Ana Ma. González Ramos, Krizia Nardini (coords.), “New feminist materialism: engendering and ethic–onto–epistemological methodology” en Artnodes, Universitat Oberta de Catalunya, Barcelona, Nº 14, 2014, pp. 35–41. http://journals.uoc.edu/ojs/index.php/artnodes/article/view/n14-meissner/n14-meissner-en   Consultado 06/v/2022.

Montgomery, Nick y Bergman, Carla, Joyful Militancy. Building Thriving Resistance in Toxic Times, AK Press, Chico, California, 2017.

San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales. Autobiografía, Mensajero, Bilbao, s/a.

Steinbock, Anthony, Moral Emotions. Reclaiming the Evidence of the Heart, Studies in Phenomenology and Existential Philosophy/Northwestern University, Evanston, Illinois, 2014.

Zubiri, Xavier, El hombre y Dios, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2012.

—— El hombre y la verdad, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2001.

—— Inteligencia sentiente: inteligencia y realidad, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1981.

—— Sobre el hombre, Alianza/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986.

—— Sobre el sentimiento y la volición, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1993.

—— Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2006.

 

[*] Doctorado en filosofía por la Universidad de Comillas, profesor-investigador del ITESO. parl@iteso.mx

 

[1] Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 287.

[2] “Bajo esta condición de lejanía, todo agrupamiento de cosas se transforma en simple multitud, y toda multitud, por desordenada, incoherente y confusa que sea, cae en ciertos modelos y configuraciones que poseen la misma validez y no mayor significado que la curva matemática que, según observa Leibniz, siempre puede encontrarse entre puntos colocados al azar en un trozo de papel”. Ibidem, p. 295.

[3] Ibidem, p. 294.

[4] Ibidem, pp. 294–295.

[5] Ibidem, p. 297.

[6] Ibidem, p. 298.

[7] Ibidem, p. 310.

[8] Ibidem, p. 313.

[9] Así lo refiere Aulo Gelio en Manuel Antonio Marcos Casquero y Avelino Domínguez García (Eds.), Noches Áticas, Universidad de León/Secretariado de Publicaciones, León, España, 2006, libro 5, vii, pp. 238–239.

[10] Xavier Zubiri, Sobre el hombre, Alianza/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986, pp. 61–62.

[11] Ibidem, p. 77.

[12] Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente: inteligencia y realidad, Alianza/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1981, p. 36.

[13] Idem.

[14] A diferencia de formalidades de estimulidad, que responderían en su afección sólo según un carácter específico genéticamente determinado. Para consultar el tratamiento amplio que Zubiri ofrece para distinguir ambas formalidades, ver especialmente las páginas 35–71 de la misma obra.

[15] Ibidem, p. 72

[16] Interesante e inspirador resulta para considerar este punto el libro de Anthony Steinbock, Moral Emotions. Reclaiming the Evidence of the Heart, Studies in Phenomenology and Existential Philosophy/Northwestern University, Evanston, Illinois, 2014.

[17] Xavier Zubiri, El hombre y Dios, Alianza/Fundación Xavier Zubiri Madrid, 2012, p. 109.

[18] Este carácter sentiente (no meramente metafórico) de la voz de la conciencia lleva a Jesús Conill a considerar esta pieza de la arquitectura zubiriana como “clave de su analítica noológica de la facticidad”. Jesús Conill, “La ‘voz de la conciencia’. La conexión noológica de moralidad y religiosidad en Zubiri” en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Ministerio de Ciencia e Innovación, Madrid, Nº 40, enero/junio de 2009, pp. 115–134, p. 115.

[19] Ibidem, p. 127.

[20] Como “capacidad de respuesta”, en una dirección semejante a la del neologismo acuñado por Viktor Frankl y retomado con fruto en el feminismo materialista por autoras como Donna Haraway y Karen Barad. Para un acercamiento a las ventajas de su uso para el tratamiento ético y político, ver Hanna Meissner, “Politics as encounter and response–ability. Learning to converse with enigmatic others” en Beatriz Revelles Benavente, Ana Ma. González Ramos y Krizia Nardini (Coords.), “New feminist materialism: engendering and ethic–onto–epistemological methodology” en Artnodes, Universitat Oberta de Catalunya, Barcelona, Nº 14, 2014, pp. 35–41. http://journals.uoc.edu/ojs/index.php/artnodes/article/view/n14-meissner/n14-meissner-en  Consultado 06/v/2022.

[21] La angustia es una modificación desmoralizante de la esperanza, como reconoce Zubiri en su artículo “Las fuentes espirituales de la angustia y la esperanza”, que se recogió posteriormente en el apéndice del volumen Sobre el sentimiento y la volición, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1993, pp. 396–405.

[22] Nick Montgomery y Carla Bergman, Joyful Militancy. Building Thriving Resistance in Toxic Times, AK Press, Chico, California, 2017.

[23] Ibidem, p. 281. Traducción propia.

[24] “Las nociones comunes no son ideas fijas sino pensamientos–sentires–acciones compartidas que sostienen la transformación gozosa. Como tal, requieren incertidumbre, experimentación y flexibilidad en circunstancias cambiantes, y existen en tensión con sistemas fijos de moralidad e ideología. Las nociones comunes son procesos a través de los cuales las personas imaginan soluciones juntas y se vuelven activas en el desarrollo del gozo, aprendiendo a participar en y sostener nuevas capacidades”. Ibidem, p. 279. Traducción propia.

[25] Me parece que ese empequeñecimiento es el que Zubiri denuncia como “propaganda” en El hombre y la verdad: un intento de “aplastar la verdad” que “sería en el fondo un intento —teórico y práctico— de aplastar al hombre”. La gravedad que el filósofo vasco diagnostica es radical: “Estos intentos son un homicidio, que a la larga o a la corta se cobran la vida del propio hombre”. Xavier Zubiri, El hombre y la verdad, Alianza/Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2001, p. 12 (referencia a la propaganda) y p. 164 (cita). De ahí que toda la reflexión zubiriana queda enmarcada por estos motivos. Esos intentos convertidos en sistema y catástrofe son lo que Montgomery y Bergman llaman “Imperio” (véase Nick Montgomery y Carla Bergman, Joyful Militancy…, p. 280).

[26] Xavier Zubiri, El hombre y la verdad, p. 12.

[27] Conviene recordar aquí el análisis de Zubiri sobre la dimensión histórica del ser humano, en el que ahora no tenemos oportunidad de profundizar, pero que resulta una pieza fundamental en la construcción de esta ética de la sintonía que proponemos, en tanto se reconocen con reverencia, junto con y como elemento en la co–modulación, los modos de vida personales que se nos han transmitido. Véase Xavier Zubiri, Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza/Fudación Xavier Zubiri, Madrid, 2006.

[28] Véase el Nº 233 en la “Contemplación para Alcanzar Amor” de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola. Se puede consultar en San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales. Autobiografía, Ediciones Mensajero, Bilbao, s/a, p. 97.

La violencia del narco en México: el extravío de la racionalidad y la libertad

Luis Alberto Herrera Álvarez[*]

 

Recepción: 20 de marzo de 2020
Aprobación: 2 de mayo de 2022

 

Resumen. Herrera Álvarez, Luis Alberto, La violencia del narco en México: el extravío de la racionalidad y la libertad. En este artículo elaboro una posible respuesta para la siguiente interrogante: ¿hay racionalidad en la violencia que azota a México desde hace más de una década y que suele vincularse con la delincuencia organizada? O dicho de otro modo, los mexicanos que están alimentando esa espiral de muerte y dolor, ¿lo están haciendo guiados por la razón o en ausencia de ella? La elaboración de mi respuesta implicará reconocer que, como sociedad, hemos confiado al léxico de la ciencia (y, específicamente, de la ciencia social) la única interpretación verdadera sobre nuestra violencia; a partir de lo cual argumentaré que, debido a las limitaciones interpretativas propias de este léxico, sus tesis sobre la violencia presentan estas características: 1) ofrecen factores estructurales o sistémicos como explicaciones últimas del fenómeno; 2) la racionalidad humana se identifica con la maximización de intereses, y 3) la única libertad que se le reconoce al hombre —si es que tiene alguna— es una reducida a su función instrumental. Todo ello con la implicación de cancelar la posibilidad de comprender e interpelar moralmente al ser humano.

Palabras clave: violencia, libertad, razón, ciencia.

 

Abstract. Herrera Álvarez, Luis Alberto: Narco Violence in Mexico: Departure from Rationality and Freedom. In this article I work out a possible answer to the question: Is there rationality in the violence that has scourged Mexico for over a decade and that is typically linked to organized crime? In other words, if we think about the Mexicans who are fueling this spiral of death and torment, are they being guided by reason or by a lack of reason? The formulation of my answer will involve recognizing that, as a society, we have resorted to the lexicon of science (specifically social science) for the only true interpretation of our violence; on this basis I will argue that, given the interpretative limitations inherent to this lexicon, its propositions regarding violence exhibit the following characteristics: 1) they put forth structural or systemic factors as the ultimate explanations of the phenomenon; 2) human rationality is identified with the maximization of interests; and 3) the only freedom attributed to human beings —if they have any at all— is one reduced to its instrumental function. All of these characteristics rule out the possibility of understanding and appealing to human beings on a moral basis.

Key words: violence, freedom, reason, science.

 

Introducción: la epidemia de violencia

La pandemia y las millones de muertes que ha causado a escala global, en efecto, nos han confrontado con lo que somos o, mejor dicho, con la descripción de lo que creemos ser; la irrupción de un fenómeno, cuyo carácter definitorio es precisamente la incertidumbre, no podía más que hacer crujir los pilares de un mundo en el que, con altas y bajas, todo lucía bajo un aparente control (tal vez un mero espejismo originado por esa regularidad que compone nuestra cotidianidad).

Quizá muchos de nosotros, en los inicios de la pandemia, tuvimos algún momento de reflexión, en el que, con genuina preocupación, nos interrogamos sobre la posibilidad de que nuestras familias y círculos más cercanos se vieran alcanzados por el virus del que aún poco se sabía. ¿Saldremos completos de ésta… o la pandemia se llevará a alguno de los míos —si no es que a mí mismo? Lamentablemente, hoy miles o cientos de miles de familias en el país quedaron rotas tras el paso del coronavirus.

Lo llamativo, sin embargo, es que ahora que la pandemia comienza a perder su novedad y su efecto disruptivo, y que el acceso a las vacunas ha alcanzado niveles masivos —aunque todavía con grandes pendientes en los países más pobres—, no está claro qué tipo de interpretación será la que elaborará la humanidad sobre este episodio global, tras haber navegado por sus aguas turbulentas, y cómo afectará su autodescripción.

Por ejemplo, podemos cuestionarnos lo siguiente: ¿fue nuestra racionalidad la que nos condujo a esta tragedia pandémica por estar generando un desarrollo económico que arrasa con ecosistemas y con el equilibrio ambiental, como lo ha advertido la Organización de las Naciones Unidas (ONU)?[1] ¿Fue nuestra razón reducida a su carácter “instrumental” la que ocasionó esta pandemia precisamente por estar priorizando los medios y la eficacia, mientras desestima los fines y la dimensión ética de la existencia? O, por el contrario, antes de culparla, ¿habría que agradecer a nuestra potente racionalidad por habernos salvado de la pandemia, pues dotó a la humanidad en un tiempo récord de una vacuna efectiva[2] que, probablemente, salvará millones de vidas en el mundo? ¿Será que fue también nuestra racionalidad la que ha posibilitado un orden mundial que, aun con muchos inconvenientes, pudo reaccionar globalmente para afrontar y, ahora, contener una amenaza para la vida humana, como lo fue esta enfermedad?

¿Qué somos entonces? ¿Somos los seres que, cegados por nuestra voluntad de poder, seguimos consumiendo sin consideración el mundo natural simplemente porque sí, porque podemos, sin mirar más allá de “nuestras narices”? ¿O somos los seres reflexivos que hemos desarrollado por y para sí mismos herramientas efectivas para la dominación de la naturaleza, para la contención de amenazas a nuestra supervivencia y, finalmente, para aumentar y garantizar nuestro bienestar? ¿O acaso ambas o ninguna de estas respuestas resulta correcta?

Decidirse por alguna de esas narrativas con respecto a la pandemia —y, de hecho, por cualquier otra— no es cosa fácil. Ya el filósofo Richard Rorty ha reparado en nuestra capacidad para describir cualquier cosa en el mundo de forma positiva o negativa. Haciendo alusión a la postura que denomina “ironista” expone lo siguiente:

Llamo “ironistas” a las personas de esa especie porque el hecho de que adviertan que es posible hacer que cualquier cosa aparezca como buena o como mala redescribiéndola, y renuncien al intento de formular criterios para elegir entre léxicos últimos, las sitúa en la posición que Sartre llamó “metaestable”: nunca muy capaces de tomarse en serio a sí mismas porque saben siempre que los términos mediante los cuales se describen a sí mismas están sujetos a cambio, porque saben siempre de la contingencia y la fragilidad de sus léxicos últimos y, por tanto de su yo.[3]

En México, sin embargo, desde hace más de una década, hemos enfrentado otra epidemia que, al igual que la del coronavirus, nos ha sumido en una profunda incertidumbre sobre nuestro ser, sobre aquello que somos, sobre aquello en que nos hemos convertido: la epidemia de la violencia que suele atribuirse al crimen organizado. Desde el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa hasta nuestros días hemos atestiguado la manera en que el país se ha envuelto en una vorágine de asesinatos y desapariciones, pero sin que hayamos podido aún alcanzar una comprensión satisfactoria sobre su origen, sus causas y lo que la ha mantenido con tanto vigor a través de todos estos años.

Así pues, y pese a que se trata de epidemias de muy distinta naturaleza, podemos constatar que las preguntas que antes nos hicimos con respecto a la primera de ellas son aplicables por igual a la segunda —a la violencia que corroe nuestro país—. Así, ¿los mexicanos se están asesinando entre sí a una escala industrial motivados por su racionalidad —y qué tipo de racionalidad— o por la ausencia de ella —por su animalidad, quizá—? Nuestra violencia, imparable durante ya tres presidencias, ¿está siendo alimentada y sostenida por individuos racionales o, por el contrario, irracionales? ¿O acaso es que sí ha imperado una racionalidad, pero la que deriva de aquella “razón instrumental”, de la que ya hablábamos, y que obvia —podríamos decir— el peso ético de nuestros propósitos y fines?

¿Quiénes somos entonces los mexicanos de nuestro tiempo? ¿Los seres que obnubilan su racionalidad para perderse en su animalidad y dar rienda suelta a sus pulsiones asesinas y más cruentas? ¿O los individuos que, guiados por sus dotes racionales, se determinan a matar al otro, a secuestrarlo, a desaparecerlo, a torturarlo, porque así lo recomienda el pleno despliegue de su raciocinio? Quizá la interrogante que aún no hemos podido responder, o a la que ni siquiera hemos prestado atención suficiente, sea al final ésta: ¿hay racionalidad en nuestra actual violencia? Y, en caso de haberla, ¿cuáles son los atributos de esa racionalidad?

Explorar estos cuestionamientos no es una pérdida de tiempo. Después de todo, nuestra herencia ilustrada nos ha enseñado que el hombre es libre, o puede ser libre, justamente porque es racional. Así que no es cosa menor intentar determinar si nuestra violencia está ejercida por individuos racionales o irracionales. Ahora bien, ¿qué pasaría si nuestra conclusión fuera que los individuos violentos son racionales, pero lo son recurriendo a esa razón instrumental —o maximizadora de utilidad— de la que hablábamos? ¿Deberíamos adjudicarle a ese sujeto, aun así, el carácter de ser libre, o la cualidad de su libertad se vería demeritada? La descripción de “hombre” que obtengamos de todo ello, racional o irracional, libre o no libre, ¿tendrá algún vínculo con nuestra tendencia a buscar las verdades de nuestra violencia en el léxico de la ciencia[4] y a generar, desde este léxico, interpretaciones de ese fenómeno de corte estructural? ¿O no hay algo que los relacione?

Estas interrogantes, por lo tanto, delinean los objetivos de este artículo: emprenderemos una búsqueda de la racionalidad que pueda yacer —o no— entre los pliegues de nuestra violencia; repararemos en las implicaciones que estos hallazgos puedan tener sobre la libertad de los hombres; intentaremos colocar ante nuestra mirada un presupuesto que ha venido operando en nuestros abordajes más “rigurosos” sobre la violencia: que sólo el léxico de la ciencia guarda verdades al respecto, y, finalmente, advertiremos sobre los efectos que este primado del léxico científico podría estar teniendo sobre nuestra comprensión de la violencia (la interpretación de sus causas y del ser de los hombres), y sobre la reflexión ética (al parecer, condenada al destierro precisamente por esa supremacía de la verdad científica).

Evidentemente, no podremos ofrecer en este trabajo una respuesta satisfactoria para interrogantes de esa envergadura, aunque sí hay algo que podemos decir al respecto: más allá de esclarecer si nuestra violencia entraña o no verdaderamente racionalidad, lo que resulta constatable es que durante todo este tiempo hemos estado suponiendo que sí la tiene. Creo que, precisamente, la suposición de que aquélla es racional es una de las causas que nos ha llevado a confiar en el léxico de la ciencia como el único abordaje que consideramos “verdadero” para esa problemática. Nuestro razonamiento parece ser el siguiente: puesto que la violencia inusitada que estamos experimentando tiene causas, motivos y mecanismos racionales, requerimos del léxico que es racional por excelencia, el léxico que es guardián de la razón —el de la ciencia— para descubrir y comprender esas causas, motivos y mecanismos que constituyen nuestra violencia.

 

La violencia racional

La creencia de que la violencia en México es producto de nuestra racionalidad —antes que de nuestra animalidad o la ausencia de racionalidad— y de que sólo el léxico de la ciencia puede explicarla y esclarecerla confiablemente, nos ha conducido a seleccionar un gran mosaico de factores de índole estructural que, solemos pensar, estarían detrás de nuestra realidad violenta, pues estarían condicionando a los sujetos racionales a comportarse violentamente. Algunos ejemplos son los siguientes: la pugna a muerte entre las organizaciones criminales que se disputan los mercados y las rutas de tránsito de las drogas y otras  mercancías ilegales, la debilidad persistente del Estado mexicano que no ha logrado ser capaz de imponer su rectoría ni el Estado de derecho sobre todos los rincones de la geografía nacional, la corrupción estatal, la influencia del capital que aprovecha este escenario violento para desplazar comunidades y obtener beneficios, la introducción masiva de armas de alto poder estadounidenses para abastecer a los grupos delictivos, las variaciones de la oferta/demanda de sustancias narcóticas, los altos niveles de pobreza y marginación social, un acceso desigual a las oportunidades de empleo, educación, sustento y vida dignos, etcétera.

En algunos abordajes de la violencia del crimen organizado que se elaboran desde el léxico de la ciencia se hace explícita, inclusive, esta creencia de que los sujetos que reproducen esa violencia actúan bajo la ascendencia de su razón, es decir, son racionales. Un ejemplo paradigmático del tipo de interpretaciones que hoy imperan sobre nuestra violencia, provenientes de ese lenguaje, es el libro Las Bases Sociales del crimen organizado y la violencia en México, publicado por el Centro de Investigación y Estudios en Seguridad (CIES)[5] en 2012. En esta obra se incluyó la investigación titulada “‘Ninis’ y Violencia en México: ¿nada mejor que hacer o nada mejor que esperar?” de Víctor Gómez Ayala y José Merino.[6] En ese estudio, cuando los autores presentan uno de los modelos teóricos en los que se basaron para elaborar su investigación, hacen manifiesta tanto la creencia de que nuestra actual violencia tiene un componente racional como lo que están entendiendo por “racionalidad”, a saber, la búsqueda del mayor provecho personal, pues señalan:

Fajnzylber, Lederman y Loayza realizan un estudio comparado entre países entre 1970 y 1994 utilizando un método generalizado de momentos (GMM) que corrige endogeneidad, multicolinealidad y correlación serial; confirmando que existe una relación positiva entre recesión económica, desempleo y criminalidad, logrando despojar al crecimiento económico del efecto que pueda tener sobre él esta última. Los autores parten de un supuesto central: los individuos actúan racionalmente cuando deciden cometer un crimen o no. Bajo su especificación, el beneficio de cometer un delito está explicado por una ecuación lineal: bn=(1-p)*b-c-w-(p*pena).[7]

Así explica la fórmula:

Donde bn representa el beneficio neto que el individuo recibe por cometer un crimen; (1-p) es la probabilidad de que el individuo no sea capturado; b es el botín que el individuo se apropia; c mide el costo de planear y realizar el crimen; w es el salario del mercado laboral que el individuo recibiría en el mercado laboral legal, y p*pena es la probabilidad de ser castigado por el crimen multiplicado por el castigo. Los autores no asumen que se cometerá un crimen cada vez que bn>0, sino cada vez que sea superior a un umbral monetario individual, que puede ser cero, o puede ser un número positivo u. De modo que un individuo cometería un crimen ahí donde (1-p)*b>u+[c+w+(p*pena)], donde u puede ser mayor o igual a cero y puede ser visto como una medición del umbral mínimo para involucrarse en un crimen, y que sea factiblemente mayor al nivel de ingreso presente, independientemente del efecto persuasivo que tendría a su vez el salario laboral. Por supuesto, ese parámetro u estará posiblemente definido también con base en los niveles de desigualdad observados por el individuo; es decir, por el efecto percibido que tenga el mercado laboral en equidad de ingresos.[8]

Como puede apreciarse, estas exégesis sostienen que los elementos estructurales resultan determinantes en la generación de nuestra violencia.  De esta manera, cuando el léxico de la ciencia pretende describir las causas por las que el hombre se decide a ejercer una acción violenta, utiliza términos como recesión económica, desempleo o salario disponible en el mercado laboral. Para los exponentes de este lenguaje es importante garantizar que están “descubriendo” una verdad certera, y no arribando a una mera opinión sin sustento científico; y justo por ello es que recurren a modelos matemáticos y a pruebas y análisis estadísticos enmarcados en teorías criminológicas, sociológicas y de otras disciplinas igualmente científicas. Todo para certificar la validez de la verdad enunciada. De ese mismo libro podemos citar también la investigación titulada “Las causas estructurales de la violencia. Evaluación de algunas hipótesis”,[9] de Javier Osorio, para evidenciar nuevamente la tendencia estructural de este tipo de interpretaciones:[10]

El escalamiento de la violencia es explicado por la convergencia de diversas fuerzas que incrementan el número de ejecuciones a pesar del efecto supresor de otros elementos. El argumento central de este estudio sostiene que los principales factores estructurales que aumentan el número de homicidios relacionados con el crimen organizado son el incremento en la desigualdad entre municipios, los estados con nivel de desarrollo económico medio superior, la falta de oportunidades de educación para la población de seis a 14 años de edad, la localización estratégica de algunos municipios en territorios favorables para la distribución y recepción internacional de drogas, y el creciente número de divorcios. En contraste, el incremento en la tasa de retención de alumnos en escuelas primarias y, de manera contraintuitiva, el aumento de delitos contra la salud contribuye a disminuir el número de homicidios relacionados con el crimen organizado. Adicionalmente, el incremento de detenciones y procesos judiciales por delitos del fuero federal y común tienen un leve efecto supresor sobre la violencia.[11]

En 2013 se publicó el libro Historia del narcotráfico en México[12] de Guillermo Valdés Castellanos. Fue otro esfuerzo relevante para comprender los orígenes de la actual violencia en el país, en esta ocasión, emprendido por quien fue el titular del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (cisen) durante el gobierno de Calderón. Las descripciones que se ofrecen en esta obra del fenómeno de la violencia no son muy distintas de las antes expuestas. Luego de hacer un amplio compendio de los factores estructurales que estarían provocando nuestra violencia (reducción del mercado potencial de la cocaína en Estados Unidos, así como de los controles para la obtención de armamento, por ejemplo), el autor afirma:

Este brevísimo y apretado repaso sirve sólo para tener presente los factores que, combinados como la tormenta perfecta, resultaron en la doble tragedia de México de los últimos años: por un lado, un crimen organizado crecientemente fragmentado y confrontado entre sí, pero extremadamente extendido, poderoso y violento. Por el otro, un Estado histórica y estructuralmente omiso y débil en materia de seguridad y justicia, en el que la fragilidad e ineficacia de sus instituciones en esas materias (policías, ministerios públicos, jueces y cárceles) se sumó a la presencia sistemática de la corrupción y, recientemente, a su captura y reconfiguración en el ámbito local, como verdaderos elementos orgánicos de las organizaciones criminales. Es necesario insistir en que el tamaño y el poder desproporcionados de éstas (y, por tanto, también una buena parte de la violencia) sólo se pueden explicar por las características de las instituciones del Estado que, cuando son fuertes y eficaces, operan como mecanismos de contención tanto del poder de las organizaciones como de la violencia que ejercen. Pero en nuestro país acusaban tal fragilidad y complicidad que se convirtieron en el piso firme sobre el cual las organizaciones construyeron sus imperios criminales.[13]

Esta priorización de lo estructural, que está presente en nuestras explicaciones de la violencia, y que abrevan del léxico de la ciencia[14], no la reproducen exclusivamente los especialistas o investigadores científicos; lejos de eso, se ha normalizado como parte de nuestra interpretación “verdadera” de la violencia. Es decir, a la violencia se la comprende por y a través de factores estructurales. Apenas alguien intenta expresar su opinión sobre el origen de nuestra violencia, lo que surge ahí es una explicación estructural. El 5 de julio de 2021 el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, declaró lo siguiente:

Nada más hablemos de un sexenio, el de Calderón. Imaginemos que en ese entonces se toma la decisión absurda e inhumana de declarar la guerra al narco para buscar legitimidad o para quedar bien con el gobierno de Estados Unidos, y eso desata mayor violencia; en el mismo sexenio que el señor García Luna era el hombre poderoso, que protegía a la delincuencia organizada. Llegamos al gobierno y nos encontramos pues a todas estas bandas, todos estos grupos. Y estamos haciendo un esfuerzo para garantizar la paz, no con los métodos de ellos, no con el exterminio, no con masacres, no con la guerra, atendiendo las causas que originaron la violencia en el país. ¿Y qué fue lo que originó la violencia en el país? La corrupción, la desigualdad económica y social, el abandono de los jóvenes.[15]

Es probable, decíamos, que la suposición de que nuestra violencia, en efecto, implica racionalidad, esté jugando a favor de nuestra confianza en el léxico de la ciencia como la única vía disponible para el estudio y descripción “verdaderos” de dicho fenómeno —lo que no significa, por otro lado, que la ciencia esté imposibilitada para abordar ciertos elementos “irracionales” en sus ámbitos de estudio—. Sin embargo, estos presupuestos que estamos intentando explicitar, como se verá, no son inocuos para nuestra comprensión de la violencia, para la forma en que se nos actualiza. Después de todo, como sostiene Hans–Georg Gadamer, la verdad científica demanda, para ser tal, satisfacer su fe en el método; y, por lo tanto, los requisitos de verificabilidad y certeza —atributos que parecen resultar insospechados para un escenario en el que creyésemos percibir absoluta irracionalidad y caos—:

Lo que prevalece ahora es la idea del método. Pero éste en sentido moderno es un concepto unitario, pese a las modalidades que pueda tener en las diversas ciencias. El ideal de conocimiento perfilado por el concepto de método consiste en recorrer una vía de conocimiento tan reflexivamente que siempre sea posible repetirla. Methodos significa ‘camino para ir en busca de algo’. Lo metódico es poder recorrer de nuevo el camino andado, y tal es el modo de proceder de la ciencia.[16]

La creencia de que hay racionalidad en nuestra violencia y, por lo tanto —siguiendo a Gadamer—, la búsqueda en esa violencia de una verdad científica que presupone el atributo cartesiano de la certeza, quizá esté limitando o empobreciendo la comprensión de ese fenómeno; pues, como sugiere el mismo Gadamer, las verdades elaboradas desde el léxico de la ciencia podrían resultar insuficientes o inapropiadas para entender ciertos ámbitos o regiones de la realidad que experimentamos e, incluso, lo que somos. Por ejemplo, para entender la forma en que nos relacionamos con nuestra tradición, o la ascendencia que nuestros condicionamientos hermenéuticos poseen sobre nuestra conciencia; o, en el caso que nos ocupa, el atributo de libertad que reconocemos —o solíamos reconocer— en los hombres racionales —según la herencia ilustrada—. La fe en el método, por ser consustancial a la ciencia, termina por restringir las posibilidades que ésta tiene para describir el mundo. Así lo expresa Gadamer:

Pero eso supone necesariamente una restricción en las pretensiones de alcanzar la verdad. Si la verdad (veritas) supone la verificabilidad —en una u otra forma—, el criterio que mide el conocimiento no es ya su verdad, sino su certeza. Por eso el auténtico ethos de la ciencia moderna es, desde que Descartes formulara la clásica regla de certeza, que ella sólo admite como satisfaciendo las condiciones de la verdad lo que satisface el ideal de certeza. Esta concepción de la ciencia moderna influye en todos los ámbitos de nuestra vida.[17]

 

Racionales, pero ¿subyugados? 

Parecería entonces que estamos describiendo un escenario de violencia en el que los individuos se actualizan, por un lado, ejerciendo su racionalidad y, por otro y al mismo tiempo, sometidos cuasi–absolutamente a condiciones estructurales en las que están embebidos y que los orillan precisamente a ser violentos. Si, en efecto, tal es nuestra exégesis preponderante sobre la situación actual en el país, y si lo que estamos intentando aquí es indagar la interrelación entre el individuo, sus dotes racionales y la violencia, cabe interrogarnos entonces lo siguiente: ¿esa idea de sujeto racional que estamos proyectando es aún compatible con la que nos heredó el pensamiento ilustrado o hemos abdicado de ella?

Kant aseveró que la libertad emana de la facultad de la razón:

Esta libertad de la razón no puede considerarse sólo negativamente, como independencia de las condiciones empíricas (pues, de esta forma, la facultad de la razón dejaría de ser la causa de los fenómenos), sino que ha de ser presentada también desde un punto de vista positivo, como capacidad de iniciar por sí misma una serie de acontecimientos, de suerte que nada comience en la razón misma sino que ella, como condición incondicionada de todo acto voluntario, no admita ninguna condición anterior en el tiempo. Su efecto comienza no obstante en la serie de los fenómenos, aunque nunca pueda ser primero en términos absolutos dentro de la serie.[18]

Ante esto podríamos preguntarnos: si en nuestra exégesis hegemónica de la violencia el individuo violento se supone racional, ¿no debería ser capaz esa “condición incondicionada” de liberarlo de la cadena de violencia que, hasta hoy, lo retiene apresado en este país, aun cuando sus efectos se objetivan “en la serie de los fenómenos”? ¿Es esa racionalidad suficiente o no para romper la secuencia de agresiones y hechos violentos que continúa imparable en México? Cuando pensamos en un sicario mexicano que mata, tortura, desmiembra y desaparece incontables víctimas, ¿lo percibimos como el individuo racional que describe Kant, dotado de esa potente “condición incondicionada”, o, más bien, como una especie de autómata, desprovisto de la posibilidad de la libertad, que hace simplemente aquello para lo cual fue programado por el entorno? En otros términos, en nuestra actual descripción del fenómeno de la violencia del crimen organizado, informada por el léxico de la ciencia, ¿hay, en efecto, algo parecido a esa “condición incondicionada” de la que hablaba Kant?, ¿o la hemos dejado de lado?

Una posible respuesta es que, aun cuando en nuestra comprensión de la violencia identifiquemos en ella un atributo de racionalidad, la noción que tenemos de lo racional no prioriza la libertad como un derivado necesario del ejercicio racional, antes bien, nuestra idea de racionalidad parece estar circunscrita a lo que Martha Nussbaum denomina la “versión económica de la teoría utilitarista de la elección racional”; esto es, una racionalidad de corte instrumental que se entiende esencialmente como la búsqueda de la maximización de los intereses propios, pero que puede diseccionarse en los siguientes modelos utilitaristas a los que da lugar: la conmensurabilidad, la adición, la maximización y las preferencias exógenas. Así lo expone la propia Nussbaum:

Conmensurabilidad significa que la elección racional, en estos modelos, supone que los objetos valiosos que sometemos a nuestra consideración son mensurables en una sola escala, que sólo expone diferencias cuantitativas, no cualitativas. […] Con adición quiero decir que se obtiene un resultado social juntando datos a partir de vidas individuales, sin considerar los límites que dividen dichas vidas como de especial importancia para los propósitos de la elección. Con compromiso con la maximización me refiero al empeño en considerar la racionalidad tanto individual como social como dirigida a obtener la mayor cantidad posible de algo, trátese de la riqueza, la satisfacción de preferencias y deseos, del placer o de ese elusivo ítem que es la utilidad. Por último, la teoría supone que las preferencias de las personas son exógenas; en otras palabras, que para propósitos económicos se pueden suponer como algo dado. Con frecuencia, aunque no siempre, ello se asocia con la perspectiva de que las preferencias son simplemente materia prima para la opción personal o social, y no son en sí mismas producto de opciones sociales.[19]

Nussbaum ha explicitado así varios de los presupuestos que operan en nuestras exégesis hegemónicas sobre la violencia, elaboradas desde el léxico de la ciencia: no sólo el de esa racionalidad “dirigida a obtener la mayor cantidad posible de algo”, sino otros no menos importantes, como la creencia de que se “obtiene un resultado social juntando datos a partir de vidas individuales”, subestimando la inefable hondura existencial que posee cada persona. Es probable que éste sea uno de los cimientos que explican que estas exégesis tienden a ser de corte estructural, es decir, fijan su objetivo en “descubrir” los factores estructurales que —suponen— producen la violencia, minusvalorando la existencia específica de cada individuo.

Igualmente probable es que Nussbaum también nos esté señalando la causa de que estas exégesis sean proclives a dar cabida a una idea de libertad acotada a su función instrumental, sin los alcances que otros filósofos llegaron a encontrar en ella. La misma autora nos subraya que en esta concepción utilitarista las preferencias de las personas “se pueden suponer como algo dado”, es decir, que “son simplemente materia prima para la opción personal o social, y no son en sí mismas producto de opciones sociales”. En efecto, si no hay mucho que el hombre pueda hacer con las preferencias que guían su vida, al haber sido impuestas por la estructura, deberá bastarle con una razón instrumental que le ayude a determinar la preferencia que más le convenga y el medio más eficaz para su consecución.

De esta forma, cuando nuestra descripción preponderante de la violencia se refiere a un individuo racional, aunque determinado en buena medida en su ser y su conducta por el entorno estructural, quizá a lo que nos referimos sea simplemente a un sujeto que, siguiendo a Nussbaum, persigue la maximización de sus intereses y ganancias; pero no nos referimos, por lo que podemos ver, a un sujeto dotado de una facultad cuyo uso podría conferirle libertad, esto es, uno libre y capaz de cortar la cadena de acciones violentas en la que está inserto, aun cuando ello fuera en contra de su posición en el sistema o la estructura.

La libertad entonces se nos vuelve todo un misterio. Si proyectamos a un sicario que renuncia repentinamente a agredir a su rival de otro grupo criminal para terminar así abruptamente con la secuencia de actos violentos que lo sujeta, aun yendo en contra de sus propios “intereses materiales”, ¿está ejerciendo su libertad, pero a costa de ser irracional (puesto que se ha olvidado de la maximización de sus ganancias)? ¿O es que la práctica de su libertad es, en efecto, la expresión más diáfana de su racionalidad, más allá de lo que suceda con sus deseos y prioridades? Si nuestras decisiones dejaran de priorizar la satisfacción de nuestros intereses más propios e inmediatos para anteponer a los otros, ¿seríamos, aun así, racionales o, más bien, irracionales?

En la descripción que Kant elaboró sobre el hombre hay una distinción, por un lado, entre algo parecido a un uso “instrumental” de la razón, y, por otro, un despliegue de la misma facultad, pero de índole distinta, de una cualidad más elevada, si se quiere. Cuando la razón se ejercita por el individuo con fines meramente “instrumentales”, entonces se ocupa solamente de la resolución de sus entuertos y problemáticas más inmediatos, y con miras a alcanzar su bienestar. La otra posibilidad, en cambio, entraña un horizonte más amplio, pues su objetivo es nada menos que la consecución del bien:

El hombre es un ser que tiene necesidades en cuanto pertenece al mundo de los sentidos, y en esto su razón tiene, ciertamente, una tarea que no puede declinar ante la sensibilidad, la de ocuparse de los intereses de ésta y darse máximas prácticas, dirigidas también a la felicidad de esta vida y, si es posible, de una vida futura también. Pero el hombre no es tan totalmente animal como para ser indiferente a lo que la razón por sí misma dice y para usarla sólo como instrumento de satisfacción de sus necesidades en cuanto ser sensible, pues la razón no lo eleva en valor sobre la mera animalidad si ésta sólo le sirve para aquello que el instinto lleva a cabo en los animales; en tal caso la razón sería sólo una manera especial de la cual se ha servido la naturaleza para dirigir al hombre al mismo fin al que ha destinado a los animales, sin determinarlo a un fin superior. Así pues, el hombre necesita, según la disposición que la naturaleza ha puesto en él, de la razón para tener en cuenta siempre su bienestar (Wohl) y su malestar (Weh), pero además tiene la razón para un fin superior, a saber, no sólo para reflexionar sobre lo que en sí es bueno (gut) o malo (böse) —de lo cual sólo puede juzgar la razón pura, para nada interesada en lo sensible— sino para distinguir totalmente este juicio de aquel otro y hacerlo su condición suprema.[20]

Desde esta perspectiva podríamos decir que, en efecto, en nuestra violencia está operando una racionalidad: aquélla restringida a la satisfacción de los intereses de cada uno de los individuos que la reproducen y sostienen con sus actos violentos; una volcada en la obtención del bienestar y la elusión del malestar propios, sin que importen mucho los medios elegidos para lograrlo (son testimonio de ello los más de 300 mil asesinatos cometidos en el país desde 2007).[21] Y, por lo tanto, estaría claro que lo que estamos presenciando es la ausencia de esas otras posibilidades que pueden emanar de la razón: la búsqueda de lo que es bueno, refiere Kant, allende nuestras prerrogativas más personales; y, sobre todo, el acceso a la libertad, una capaz de subvertir los medios y fines que, al parecer, impone la sociedad.

Así, la reflexión nos conduce a sugerir que en nuestra descripción de la violencia en México se suponen individuos racionales, pero que lo son desde esta peculiar noción de racionalidad–utilitarista advertida por Nussbaum, en la que la libertad no tiene un lugar privilegiado —si acaso tiene alguno—; una racionalidad como la que también había sido expuesta por Kant, que luce acotada en su función instrumental, tras haber extraviado todo su potencial libertario. Si esto es correcto, es probable que tal desestimación de la libertad esté causando que en nuestra comprensión del fenómeno de la violencia los individuos aparezcan con los rasgos contradictorios que señalamos antes: los tomamos por seres racionales, sí, y a la vez, por seres subyugados, sometidos y avasallados completamente por las condiciones estructurales de su entorno.

Con un hombre descrito de esta manera, como si hubiera sido despojado de esa facultad de la razón que era tanto “condición incondicionada de todo acto voluntario” como un medio de búsqueda y dilucidación “sobre lo que en sí es bueno”, ¿cómo sería posible sugerir siquiera una reflexión ética o moral sobre nuestra violencia? ¿Cómo exigirle cuentas por sus actos a un individuo que se ha vuelto un ser genérico, con una existencia disuelta entre fuerzas estructurales que determinan su comportamiento? Sin ese basamento de la posibilidad de la libertad, ¿qué reflexión ética o moral podría sobrevivir?

Lo importante es enfatizar, no obstante, que no es obra de la casualidad que en estos momentos imperen las exégesis de la violencia desde el léxico científico, mientras constatamos la ausencia de reflexiones ético–morales sobre el mismo fenómeno. Lejos de eso, lo que aquí se afirma es que es precisamente la vigencia monopólica de la verdad científica,[22] junto con la creencia de que sólo las descripciones científicas representan fielmente el “mundo en sí”, lo que ha hecho que se considere innecesario, y peor aún, inútil, una interpretación ético–moral de nuestra violencia desde un lenguaje que carece de la validez que sí tiene el de la ciencia: el filosófico.

 

Verdad científica: su primado

La hegemonía de la verdad científica nos ha llevado a “naturalizar” las interpretaciones de la violencia que derivan de este léxico y que suelen mostrarnos escenarios en los que hay factores estructurales causantes de las dinámicas violentas, con hombres lo suficientemente capaces de elegir entre medios y fines que les arroja el entorno —maximizando sus intereses—, pero sin oportunidad alguna para hacer algo más que eso; para rebelarse, por ejemplo, a las alternativas que les ofrece el sistema y optar entonces por otras posibilidades quizá más auténticas, como las que pueden obtenerse de un ejercicio deliberativo, de acuerdo con algunos planteamientos filosóficos.

Muy lejos de estas exégesis emanadas de la ciencia, en el léxico de la filosofía podemos encontrar descripciones del hombre de muy distinta índole, en las cuales está presente la posibilidad de la libertad. Por ejemplo, la que elaboró Martin Heidegger sobre el ser ahí:

En cuanto esencialmente determinado por el encontrarse, es el “ser ahí” en cada caso ya sumido en determinadas posibilidades; en cuanto es el “poder ser” que él es, ha dejado pasar de largo otras; constantemente se da a las posibilidades de su ser, las ase y las marra. Pero esto quiere decir: el “ser ahí” es “ser posible” entregado a la responsabilidad de sí mismo, es posibilidad yecta de un cabo a otro. El “ser ahí” es la posibilidad del ser libre para el más peculiar “poder ser”.[23]

Además de que permite evidenciar que aún sería posible (re)interpretar nuestra violencia sin tener que recurrir necesariamente a las descripciones de la ciencia, la cita resulta importante por dos motivos. Primero, porque observamos que Heidegger, en específico, identifica la libertad con el modo de ser auténtico del ser ahí (“el más peculiar ‘poder ser’”), es decir, con el ser ahí que ha logrado escapar, al menos transitoriamente, de la ambigüedad existencial implícita en la “caída”, donde lo que gobierna son los otros, un estado cotidiano que Heidegger llama “el uno”, que podríamos identificar con la estructura social:

Ahora bien, en esta distanciación inherente al “ser con” entra esto: en cuanto cotidiano “ser uno con otro” está el “ser ahí” bajo el señorío de los otros. No es él mismo, los otros le han arrebatado el ser. El arbitrio de los otros dispone de las cotidianas posibilidades de ser del “ser ahí”. Mas estos otros no son otros determinados. Por lo contrario, puede representarlos cualquier otro. Lo decisivo es sólo el dominio de los otros, que no es “sorprendente”, sino que es desde un principio aceptado, sin verlo así, por el “ser ahí” en cuanto “ser con”. Uno mismo pertenece a los otros y consolida su poder. “Los otros”, a los que uno llama así para encubrir la peculiar y esencial pertenencia a ellos, son los que en el cotidiano “ser uno con otro” “son ahí” inmediata y regularmente. El “quién” no es este ni aquel; no uno mismo, ni algunos, ni la suma de otros. El “quién” es cualquiera, es “uno”.[24]

El segundo motivo por el cual destacamos la cita es que evidencia que Heidegger asumía que el “uno”, pese a todo, no es imbatible —pues lo contrario habría implicado la cancelación de toda posibilidad de la libertad para el ser ahí—. Es decir, que el ser ahí podía, de vez en vez, romper las cadenas de ese “señorío de los otros” para asumir su existencia peculiar y alcanzar así su “estado de resuelto”. El ser ahí es capaz, por ende, de abandonar momentáneamente al “uno”, en el que no es más que un ser genérico, para empuñar sus posibilidades más propias: un poder ser–libre, todo lo fugaz que se quiera, pero que se echa de menos en las exégesis del léxico científico.

El filósofo Ernst Tugendhat ha reflexionado sobre las implicaciones de la libertad y sobre este ser auténtico de Heidegger, así como sobre la vinculación que tendrían con la capacidad de deliberar. “Enfrentado con la muerte, el ser humano se confronta con la vida, toma conciencia de su libertad, se aparta de las opiniones convencionales y escoge de manera autónoma cómo va a vivir, y con esto, tal como Heidegger lo dice, vive su ser–propio [Eigentlichkeit]”.[25] Y continúa:

De todos modos creo que lo que Heidegger quiere decir con el “uno” sólo se puede entender como una actitud de evitar la deliberación y la confrontación con la necesidad de preguntar por razones. […] no entendió que la libertad está siempre conectada con la pregunta por razones. Heidegger vio con razón que la tendencia a hacer lo que uno hace es la manera de eludir la situación de la libertad, pero ¿por qué ahuyentamos la libertad? En Heidegger parece que esto se debe a una intimidación metafísica, mientras que ahora aparece que lo que esquivamos es el esfuerzo de entrar en la deliberación.[26]

Así pues, estas descripciones del hombre, como las que aportan Kant y el mismo Heidegger, acuñadas desde el lenguaje filosófico, nos confrontan con la siguiente interrogante: ¿qué sucedería si las asumiéramos como parte de nuestra actual exégesis de la violencia? ¿Aún sería nuestra comprensión de ésta compatible con los presupuestos del léxico de la ciencia? ¿O este lenguaje empezaría a mostrarse rebasado o insuficiente para describir nuestra realidad violenta —dotada ahora de seres libres? ¿La posibilidad de la libertad es compatible con la certeza y el orden que parece demandar —y requerir— la verdad científica? ¿O aquélla carga entreverados el rompimiento, el desorden y la incertidumbre? ¿Y qué si comenzáramos a pensar, para variar, que no hay modelo matemático ni análisis estadístico capaz de sondear las profundidades —quizá— indescifrables del ser libre?

¿Puede realmente el léxico de la ciencia hacerse cargo de la posibilidad de la libertad que postula Heidegger o, incluso, de la “condición incondicionada” que observa Kant? ¿O requerimos para ello y de modo necesario un lenguaje distinto? ¿Puede el léxico de la ciencia, que obligatoriamente identifica la verdad con la certeza, comenzar a ofrecernos interpretaciones de la violencia que prescindan de los factores estructurales y, por lo tanto, que no empobrezcan la libertad a su rostro utilitarista–instrumental? ¿Será justamente por eso que el componente de la libertad ha quedado fuera de nuestra interpretación imperante de la violencia: porque su reconocimiento nos arrojaría de lleno a un mundo en el cual se vuelve inviable la principal tesis que hoy sostenemos sobre nuestras acciones violentas, a saber, que son causadas y alimentadas por las condiciones estructurales de nuestro entorno?

En un mundo poblado por individuos racionales, pero en el que la razón volviera a ser sinónimo de la posibilidad de la libertad, ¿tendría aún sentido el objetivo que hoy persigue mayormente el léxico científico, esto es, determinar las reglas y los factores estructurales que originan nuestros actos violentos? ¿O nos obligaría a replantear drásticamente nuestra narrativa sobre la situación que vive el país? ¿Qué diría de nosotros ese mundo hipotético, con individuos que se han re–descrito como un poder–ser libre, pero en el que siguiera extendida la violencia que hoy presenciamos? ¿En qué nos habríamos convertido? Imaginemos que hemos asumido que somos extremadamente violentos porque así lo hemos decidido, porque así lo hemos querido, y no por fuerza de unas condiciones estructurales que nos han orillado a comportarnos de esa manera. En un escenario así, ¿cómo habríamos de llamarnos?, ¿cómo tendría que nombrarse lo que somos?

Por lo pronto, empero, es muy poco probable que transitemos hacia tal re–descripción del fenómeno de la violencia y de nuestra existencia. El léxico de la ciencia, pese a todo, domina con paso firme en nuestro tiempo. ¿A qué se debe que sigamos confiando con los ojos cerrados en el léxico científico para abordar nuestra violencia esparcida por todo el país? ¿Será acaso que ese lenguaje ha cumplido con su encomienda de descubrir las causas últimas del problema que enfrentamos? ¿O será que gracias a él hemos dado con los medios y las soluciones que nos conducirán necesariamente a pacificar la nación?

Hasta ahora, no obstante, tendríamos que responder que el léxico de la ciencia no ha sido capaz durante todos estos años de aportar una explicación suficientemente convincente sobre lo que está ocurriendo en México. Es decir, es cierto que compartimos un racimo de planteamientos de índole estructural sobre lo que pudiera estar detrás del fenómeno de la violencia —como los que poco antes compendiamos—, pero es constatable que sigue sin haber un consenso acerca de cuál o cuáles de todos ellos es o son los detonantes definitivos de nuestra violencia y, se sigue, una verdad ampliamente reconocida.

Entre la clase política, los líderes de opinión, los “especialistas”, la sociedad civil y la sociedad no organizada no hay una versión medianamente unificada sobre el factor estructural específico que suscitó y persiste alimentando esta prolongada ola violenta. Así, algunos optan por culpar principalmente a la “guerra del narcotráfico” que emprendió Calderón; otros dirán que en el fondo hay una complicidad Estado–crimen organizado que mantiene las cosas tal como están actualmente, y otros tantos señalarán la ausencia del Estado de derecho o la impunidad; otros harán énfasis en la pobreza, etcétera.

Esta misma falta de consenso se repite con respecto a las medidas que se consideran necesarias para poner fin a la espiral de muerte y dolor que nos envuelve. Habrá quien enfatice la urgencia de fortalecer las capacidades del Estado mexicano; habrá quien resalte que lo que se requiere es abatir la pobreza y asegurar el bienestar de todas las personas; habrá quien hable de acabar con la corrupción estatal y quien esté interesado en legalizar los estupefacientes o reformar el sistema educativo. La evidencia más fiel de esta falta de respuestas es que, después de tres gobiernos distintos, ninguno ha podido acabar con esta problemática (al ser un asunto de naturaleza estructural, la solución debe provenir de la esfera gubernamental, suponemos).

Es por ello que, ante tal escenario en el que, después de tantos años, continúan primando el desconcierto y la perplejidad por toda esta saña, sufrimiento y muerte, nos atrevemos a afirmar que el léxico de la ciencia ha fallado en su misión de descubrir la “verdad última” de nuestra violencia, así como su solución definitiva. De hecho, en ocasiones es posible encontrar una especie de mea culpa en los portadores de ese lenguaje:

Ahora lo menos obvio, este incremento nos ha obligado a tratar de explicar, nuevamente, las razones de la violencia en México. ¿Qué explica la ocurrencia de homicidios en nuestro país? ¿Por qué la violencia se ha incrementado dramáticamente en algunas entidades mientras en otras, respecto a los noventa, se ha reducido? Son preguntas permanentes que no encuentran aún respuestas contundentes. A pesar de tratarse del tema mediático y de política pública más importante del sexenio de Calderón, son sorprendentemente pocos los estudios académicos que se dirigen a explicar las causas de la violencia en nuestro país.[27]

En la cita, empero, podemos constatar que, si bien se reconoce que aún carecemos de “respuestas contundentes” sobre las causas de nuestra violencia, se asume que éstas son posibles. ¿Por qué entonces —regresando a nuestra interrogante— el léxico de la ciencia sigue teniendo el monopolio del abordaje “verdadero” de nuestra violencia si no ha arrojado los resultados esperados? ¿Por qué aún hoy nadie se atrevería a cuestionar o poner en duda que el entendimiento verdadero de la violencia únicamente puede provenir de ese abordaje? ¿Por qué no se piensa que quizá sería buena idea recurrir al lenguaje filosófico para enriquecer la comprensión de lo que estamos viviendo, o, si se quiere, recurrir a otras alternativas como el lenguaje que es propio de la religión? ¿Qué nos hace dar por supuesto que la única opción que tenemos para desentrañar con claridad este problema es el pensamiento científico?

Una posible respuesta es que, como señala Rorty, solemos identificar el léxico de la ciencia con el acceso a la “realidad”, esto es, con la revelación de “las cosas tal como son”, más allá de lenguajes, más allá de interpretaciones, de nuestra historicidad y de cualquier otra condición hermenéutica; es decir, suponemos que la objetividad, entendida como una representación neutral, pura y a–histórica de esa “realidad”, le concierne únicamente al discurso de la ciencia y a ningún otro. Rorty, incluso, considera que el ámbito científico se ha erigido como una especie de modelo de lo que debe ser lo racional:

Los críticos de Kuhn han contribuido a perpetuar el dogma de que sólo donde hay correspondencia con la realidad hay posibilidad de acuerdo racional, en un sentido especial de “racional” cuyo paradigma es la ciencia. Esta confusión se ve fomentada por nuestro uso de “objetivo” en sentido de “que caracteriza la concepción en que estaríamos de acuerdo como consecuencia de un argumento no perturbado por consideraciones irrelevantes” y de “que representa las cosas tal como son”.[28]

Por lo tanto, si, en efecto, en el pensamiento de nuestro tiempo opera un encadenamiento de las nociones de “ciencia”, “realidad”, “racionalidad” y “objetividad”, parece muy improbable que encontremos alguna motivación para alejarnos al menos un poco del léxico de la ciencia, pretendiendo enriquecer o, cuando menos, ampliar nuestra interpretación del fenómeno de la violencia del crimen organizado. El veredicto que lanza nuestro momento histórico, aunque anclado en nuestra situación hermenéutica, parece ser el siguiente: si lo que queremos no es una mera exégesis de la violencia, sino su verdad definitiva, está claro que no hay más opción que el lenguaje científico. La mirada filosófica, sin embargo, cuestiona esa certidumbre.

 

Conclusión

Recurriendo al léxico filosófico, en este artículo hemos intentado simplemente poner en evidencia algunos de los elementos que se han vuelto moneda corriente en nuestra exégesis preponderante sobre la violencia que afronta el país. Hemos apuntado, antes que nada, que esa interpretación, que cuenta con el privilegio de ser considerada verdadera, deriva del léxico de la ciencia, y que justo por ello y por las posibilidades de apertura del mundo que ofrece ese discurso, nuestra “verdad” sobre la violencia acusa estos presupuestos.

El hombre reproductor de esta violencia está actuando, en efecto, guiado por su razón, dado que la racionalidad se identifica principalmente con la búsqueda del mayor beneficio personal que le resulte alcanzable. El hombre que se describe desde esa exégesis aparece sometido por las condiciones sistémicas de su entorno, pues la razón que se le atribuye le resulta útil para elegir entre las opciones que le ofrece la estructura social (razón instrumental); mas no así para emanciparse (“condición incondicionada”) empuñando otras posibilidades de ser, quizá más auténticas, allende las que —se afirma— coloca a sus pies el sistema.

Intentamos hacer evidente también que las exégesis predominantes de la violencia que genera el léxico de la ciencia tienden a presentar las condiciones y los factores estructurales como causantes últimos de esa violencia. Nuestra descripción hegemónica de lo que está ocurriendo en el país habla de elementos estructurales que determinan o, al menos, conducen a las personas a reproducir esa violencia, pero omite incorporar sujetos dotados de una razón que puede fungir como “condición incondicionada” de su actuar; sujetos capaces de deliberar para optar por un derrotero existencial más auténtico.

Bajo el dominio de la ciencia, observando a través de su mirilla, los esfuerzos por comprender nuestra violencia se han traducido, hasta ahora, en intentos por “descubrir” los factores estructurales responsables de los actos violentos. En el mundo que proyectamos desde ese léxico, para entender por qué una persona asesina a otra, por qué la tortura causándole dolores inimaginables, por qué le cercena sus extremidades estando aún con vida, por qué la desaparece hundiendo en incertidumbre a sus familiares…; para entender todo eso, hay que hablar, por ejemplo, de niveles de pobreza, baja escolaridad, policías infiltrados, salario mínimo, impunidad judicial, tasa de desempleo, crecimiento del pib, demanda de narcóticos, disputa del territorio entre cárteles.

A través de tal mirilla, mediante esa particular forma de describir el mundo, nuestra violencia no es un asunto de individuos dotados de una razón emancipadora, de individuos con acceso a la posibilidad de la libertad, de individuos que, pudiendo decirle “no” a la violencia, ejercen su voluntad y libertad, una y otra vez, para proyectarse en un poder–ser violento. En este abismo existencial, que se vislumbra cuando comenzamos a describir a las personas como algo más que engranajes sometidos a una gran maquinaria, no parece haber lugar para la certeza que demanda la verdad científica y, por ende, para tasas ni modelos matemáticos; pero sí, en cambio, para la noción de un hombre que, pese a todo, es responsable de su vida; es la terra ignota que pretende recorrer el léxico filosófico, por ejemplo, y en la que vuelve a tener sentido la reflexión ética.

No obstante, también precisamos que no parece haber incentivos para restarle autoridad a la exégesis de la violencia que nos aporta la ciencia. Podríamos decir que el léxico de ésta satisface nuestras pretensiones “metafísicas”, en recurso de la noción de “metafísico” que usa Rorty; es decir, esa suposición de que nos encontramos en un mundo constituido por esencias a–históricas cuyo descubrimiento nos resulta posible. Tal léxico complace nuestra búsqueda de certidumbre; algo que no necesariamente encontraríamos en una descripción distinta de la “realidad” como la que ofrecen Heidegger o Gadamer. Estos filósofos, por el contrario, nos invitan a reparar en una apertura del mundo que es en sí misma hermenéutica; un mundo que se experimenta hermenéuticamente y que es producto de nuestra facultad interpretativo–comprensora.

Heidegger destaca, por ejemplo, que la posibilidad de cada ente que proyectamos en nuestra existencia deriva de ese plexo de relaciones —la “significatividad”— que nos antecede, al que estamos referidos siempre ya, y que puede ser todo menos definitivo; una mera trama significativa, vigente en un determinado momento histórico, pero de la que deriva —y, finalmente, es— nuestro mundo entero:

En el proyectar del comprender es abierta la posibilidad de los entes. El carácter de posibilidad responde en todos los casos a la forma de ser de los entes comprendidos. Los entes intramundanos son proyectados sin excepción sobre el fondo del mundo, es decir, sobre un todo de significatividad a cuyas relaciones de referencia se ha fijado por anticipado el “curarse de” en cuanto “ser en el mundo”.[29]

Los apuntes de Gadamer sobre nuestro comprender no son menos elocuentes: “El comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación”.[30] Más adelante, en referencia al círculo hermenéutico abordado por Heidegger, enfatiza que “El círculo no es, pues, de naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo, sino que describe la comprensión como la interpenetración del movimiento de la tradición y del movimiento del intérprete”.[31] La comprensión ya no como una súper–herramienta encargada de descubrir los mecanismos y esencias más recónditos del universo, su naturaleza eterna, sino como algo mucho más modesto: apenas el resultado de esa danza inevitable, de ese ir y venir entre el intérprete y la tradición en la que azarosamente se halla arrojado.

Al mirar nuestra violencia desde la ciencia quizá creemos estar obteniendo ese “poder” que Rorty identifica con la postura “metafísica”, es decir, las descripciones de índole “metafísica” hacen creer a sus partidarios que están haciéndose de un poder peculiar:

La redescripción que se presenta como redescripción que pone al descubierto el verdadero yo del interlocutor o la naturaleza real de un mundo público común que el hablante y el interlocutor comparten, sugiere que la persona a la que se redescribe está recibiendo un poder, y no que su poder ha sido recortado. Esa sugerencia se ve fortalecida si se une a la sugerencia de que esa descripción de sí mismo anterior, falsa, le ha sido impuesta por el mundo, por la carne, por el diablo, por sus maestros o por la represiva sociedad en la que vive. […] En pocas palabras: el metafísico piensa que hay una relación entre la redescripción y el poder, y que la redescripción correcta puede hacernos libres.[32]

La antítesis de la mirada “metafísica” que plantea Rorty es lo que llama la postura “ironista”, ésa que intenta asumir la contingencia de su léxico y de su conciencia —y en la que se cancela la creencia en un universo constituido por esencias a–históricas y allende los lenguajes—. Tal es quizá el tipo de incertidumbre del que rehuimos cuando ignoramos otros léxicos a nuestra disposición, con los que también podríamos explorar una comprensión de nuestra violencia, como el de la filosofía. Una exégesis “ironista”, por lo tanto, no promete ese poder del que sí hablan los “metafísicos”:

El ironista no ofrece una seguridad semejante. Tiene que decir que nuestras posibilidades de ser libres dependen de contingencias históricas en las cuales nuestras redescripciones sólo ocasionalmente ejercen una influencia. No sabe de ningún poder de la misma magnitud que aquel con el que el metafísico afirma tener una relación. Cuando sostiene que su redescripción es mejor, no puede dar al término “mejor” el tranquilizador peso que el metafísico le da al aclarar que quiere decir “en una mejor relación de correspondencia con la realidad”.[33]

Quizá todo lo que se ha intentado decir en este artículo esté contenido en la siguiente advertencia de Gadamer: “La verdad que nos cuenta la ciencia es a su vez relativa a un determinado comportamiento frente al mundo, y no puede tampoco pretender serlo todo”.[34] ¿Dejaremos resonar algún día estas palabras en nuestros esfuerzos por interpretar nuestra violencia? ¿Llegará el momento en que nos atrevamos a re–describirla desde otros léxicos y, junto con ella, lo que somos?

 

Fuentes documentales

Gadamer, Hans–Georg, Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 1998.

—— Verdad y método i, Sígueme, Salamanca, 2003.

Gómez Ayala, Víctor y Merino, José, “‘Ninis’ y violencia en México: ¿nada mejor que hacer o nada mejor que esperar?” en Aguilar, José Antonio (Coord.), Las Bases Sociales del crimen organizado y la violencia en México, Centro de Investigación y Estudios en Seguridad, México, 2012.

Heidegger, Martin, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 2012.

Herrera Álvarez, Luis Alberto, La violencia del crimen organizado en México. Una interpretación desde la filosofía, tesis de Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales, ITESO, Tlaquepaque, Jalisco, 2021.

Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Fondo de Cultura Económica, México, 2011.

——  Crítica de la razón pura, Taurus, México, 2006.

Noticias ONU, Unos 850.000 virus desconocidos podrían causar pandemias si no dejamos de explotar la naturaleza, 29 de octubre de 2020. https://news.un.org/es/story/2020/10/1483222 Consultado 24/II/2022.

Nussbaum, Martha C., Justicia Poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1997.

Organización Mundial de la Salud, Debate sobre el informe relativo a las consideraciones éticas, jurídicas y prácticas de las vacunas contra la covid–19, 27 de enero de 2021. https://www.who.int/es/director-general/speeches/detail/debate-on-the-report-covid-19-vaccines-ethical-legal-and-practical-considerations Consultado 24/II/2022.

Osorio, Javier, “Las causas estructurales de la violencia. Evaluación de algunas hipótesis” en Aguilar, José Antonio (Coord.), Las Bases Sociales del crimen organizado y la violencia en México, Centro de Investigación y Estudios en Seguridad, México, 2012.

Presidencia de la República, Versión estenográfica. Conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López Obrador del 5 de julio de 2021, https://www.gob.mx/presidencia/articulos/version-estenografica-version-estenografica-conferencia-de-prensa-del-presidente-andres-manuel-lopez-obrador-del-5-de-julio-de-2021

Rorty, Richard, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991. Consultado 25/II/2022.

——  La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1989.

Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Incidencia delictiva, 20 de marzo de 2022. https://www.gob.mx/sesnsp/acciones-y-programas/incidencia-delictiva-87005 Consultado 20/II2022.

Tugendhat, Ernst, Problemas, Gedisa, Barcelona, 2002.

Valdés Castellanos, Guillermo, Historia del narcotráfico en México, Aguilar, México, 2014.

 

[*] Maestro en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente. Profesor en el Departamento de Filosofía y Humanidades de esta misma institución y periodista en Reporte Índigo. luisalbertoherrera@iteso.mx

 

[1] Noticias ONU, Unos 850.000 virus desconocidos podrían causar pandemias si no dejamos de explotar la naturaleza, 29 de octubre de 2020. https://news.un.org/es/story/2020/10/1483222

[2] Organización Mundial de la Salud, Debate sobre el informe relativo a las consideraciones éticas, jurídicas y prácticas de las vacunas contra la covid–19, 27 de enero de 2021. https://www.who.int/es/director-general/speeches/detail/debate-on-the-report-covid-19-vaccines-ethical-legal-and-practical-considerations Consultado 24/II/2022.

[3] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 91–92.

[4] Usaré el término “léxico” como lo hace el filósofo Richard Rorty en su libro Contingencia, ironía y solidaridad, es decir, para referirme a un tipo de discurso. Por lo tanto, con “léxico de la ciencia” o “léxico científico” me referiré a las interpretaciones de la violencia que se elaboran desde un abordaje científico, particularmente de la ciencia social.

[5] El CIES era un órgano desconcentrado de la Secretaría de Seguridad Pública Federal, hoy extinta. Por lo tanto, este libro constituye uno de los pocos intentos del gobierno de México por desentrañar las causas de la violencia que afecta al país. En la publicación se señala que el CIES “fomenta la generación de conocimiento y de nuevas propuestas de política pública en el tema de la seguridad, con el fin de apoyar la construcción de una visión nacional, tanto del comportamiento de la actividad delictiva como de las respuestas institucionales a este fenómeno”.

[6] Víctor Gómez Ayala y José Merino, “‘Ninis’ y violencia en México: ¿nada mejor que hacer o nada mejor que esperar?” en José Antonio Aguilar (Coord.), Las Bases Sociales del crimen organizado y la violencia en México, Centro de Investigación y Estudios en Seguridad, México, 2012, pp. 133–185.

[7] Ibidem, p. 143.

[8] Ibidem, p. 142.

[9]  Javier Osorio, “Las causas estructurales de la violencia. Evaluación de algunas hipótesis” en José Antonio Aguilar (Coord.), Las Bases Sociales…, pp. 73–130.

[10] En la tesis La violencia del crimen organizado en México. Una interpretación desde la filosofía puede encontrarse, en el tercer capítulo, un compendio de interpretaciones paradigmáticas sobre nuestra violencia desde el léxico de la ciencia. Ahí mismo se evidencian más profusamente los presupuestos que aquí apenas se enuncian. Luis Alberto Herrera Álvarez, La violencia del crimen organizado en México. Una interpretación desde la filosofía, tesis de Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales, ITESO, Tlaquepaque, Jalisco, 2021.

[11] Javier Osorio, “Las causas estructurales de la violencia…”, p. 74.

[12] Guillermo Valdés Castellanos, Historia del narcotráfico en México, Aguilar, México, 2014.

[13] Ibidem, pp. 466–467.

[14] No se quiere afirmar aquí que toda la ciencia social presuponga modelos de comportamiento racionalistas, ni que toda ella sea estructuralista, pero sí que la que ha predominado en el abordaje de la violencia del crimen organizado suele presentar esos atributos.

[15] Presidencia de la República, Versión estenográfica. Conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López Obrador del 5 de julio de 2021, https://www.gob.mx/presidencia/articulos/version-estenografica-version-estenografica-conferencia-de-prensa-del-presidente-andres-manuel-lopez-obrador-del-5-de-julio-de-2021 Consultado 17/II/2022.

[16] Hans–Georg Gadamer, Verdad y método ii, Sígueme, Salamanca, 1998, p. 54.

[17] Idem.

[18] Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Taurus, México, 2006, p. 476.

[19] Martha C. Nussbaum, Justicia Poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1997, pp. 40–41.

[20] Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Fondo de Cultura Económica, México, 2011, pp. 72–73.

[21] Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Incidencia delictiva, 20 de marzo de 2022. https://www.gob.mx/sesnsp/acciones-y-programas/incidencia-delictiva-87005 Consultado 20/II/2022.

[22] Gadamer afirma justamente que “la ciencia es, por mucho que se la censure, el alfa y omega de nuestra civilización”. Hans–Georg Gadamer, Verdad y método II…, Sígueme, Salamanca, 1998, p. 55.

[23] Martin Heidegger, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 2012, p. 161.

[24] Ibidem, p. 143.

[25] Ernst Tugendhat, Problemas, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 183.

[26] Ibidem, p. 189.

[27] Víctor Gómez Ayala y José Merino, “‘Ninis’ y violencia en México…”, p. 136.

[28] Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1989, p. 303.

[29] Martin Heidegger, El ser y el tiempo, p. 169.

[30] Hans–Georg Gadamer, Verdad y método I, Sígueme, Salamanca, 2003, p. 360.

[31] Ibidem, p. 363.

[32] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, p. 108.

[33] Ibidem, pp. 108–109.

[34] Hans–Georg Gadamer, Verdad y método I, p. 538.

El Homo sapiens sin conciencia de especie

Juan Diego Ortiz Acosta[*]

 

Recepción: 11 de marzo de 2022
Aprobación: 26 de abril de 2022

 

Resumen. Ortiz Acosta, Juan Diego. El Homo sapiens sin conciencia de especie. En el presente trabajo expongo la urgente necesidad de que el ser humano entienda de otra manera su relación con la naturaleza, de la que es parte. El análisis de este texto plantea la posibilidad de que el Homo sapiens transite hacia una conciencia de especie que le permita comprender el valor de la biodiversidad y las interdependencias que posibilitan la vida en el planeta. Es dar el salto desde una visión antropocéntrica sobre el mundo hacia una mirada ecocéntrica, en la que el animal humano asume la responsabilidad de cuidarse a sí mismo como especie–humanidad y de cuidar a las otras especies del entorno natural. En este sentido se retoman planteamientos que han expuesto con anterioridad autores como Edgar Morin, Leonardo Boff, José María Vigil y Piotr Kropotkin, quienes advierten, junto con otros muchos pensadores, que la inconciencia del sapiens sobre la naturaleza sigue provocando una enorme depredación ambiental.

Palabras clave: Homo sapiens, conciencia, especie, espiritualidad, ayuda mutua, depredación.

 

Abstract. Ortiz Acosta, Juan Diego. Homo sapiens Without Awareness of Species. In this text I put forth the urgent need for human beings to develop a different understanding of their relationship with nature, of which they are part. The analysis proposes the possibility of Homo sapiens shifting toward an awareness of species that will enable them to grasp the value of biodiversity and the interdependences that make life possible on the planet. This involves making a leap from an anthropocentric view of the world toward an ecocentric way of seeing, where the human animal takes on the responsibility of caring for itself as species–humanity and of caring for other species that also inhabit the ecosystem. In this sense, the text returns to proposals made earlier by authors such as Edgar Morin, Leonardo Boff, José María Vigil, and Piotr Kropotkin, who warn, together with many other thinkers, that sapiens’ obliviousness to nature continues to wreak environmental havoc.

Key words: Homo sapiens, awareness, species, spirituality, mutual aid, depredation.

 

Introducción

El interés particular de este texto es resaltar la relevancia de comprender al ser humano como una especie que comparte, junto con otros millones de especies, este hábitat que constituye el mundo. De acuerdo con un informe científico recién publicado sobre diversidad biológica se estima que en el planeta existen alrededor de 8 millones de especies animales y vegetales, de las cuales un millón se encuentra en peligro de extinción.[1] Ante este último dato es preciso recalcar que la cosmovisión dominante que prevalece desde hace siglos es el antropocentrismo, un planteamiento que sitúa al Homo sapiens como centro del planeta y del universo, y que ha traído por consecuencia un proceso de abuso, explotación y destrucción de la naturaleza, en aras de satisfacer las necesidades y los deseos de este ser que presume su capacidad de pensar y razonar.

La autorreferencia perniciosa a la inteligencia humana y su poder con respecto al resto de especies naturales se ha convertido en un gran problema; un asunto que se ha debatido desde diversas perspectivas filosóficas, sociales, políticas e, incluso, espirituales. Desde hace tiempo hay preocupación y alarma por el proceso antropocéntrico de dominación de la naturaleza, que hoy ha llegado a dimensiones inimaginables que ponen en serio riesgo el futuro del planeta. Hace 22 años el teólogo de la liberación, filósofo y ecologista Leonardo Boff sostenía que esta mentalidad autodestructiva del ser humano tiene peligrosos instintos de violencia y deseos de dominación que nos nublan la vista y los sentidos para poder apreciar el valor profundo de la vida y la naturaleza. Indicaba que el antropocentrismo, al contemplar al ser humano como rey del universo, considera que las otras especies vivas están disponibles para su placer.[2]

Al prevalecer la cultura antropocéntrica se acentúan los actos que atentan contra la biodiversidad y los ecosistemas; cultura íntimamente asociada al desarrollo del capitalismo que, como sistema de producción y mercantilización, transforma la vida de otras especies en bienes de consumo y enriquecimiento. Los deseos de poder productivistas y los hábitos de hiperconsumo de las sociedades contemporáneas depredan y devoran el planeta. La inconciencia sobre la naturaleza sigue generando cosmovisiones acerca de que las otras especies de flora y fauna de la Tierra son inferiores y que sólo poseen un valor mercantil de utilidad para el ser humano, lo que lleva a considerar que su existencia no tiene importancia más allá de su transformación en bienes de consumo.

No existe aún, de manera generalizada, una cosmología que haga comprender la interdependencia del Homo sapiens respecto de las demás especies, en la que radique la posibilidad de una existencia planetaria a largo plazo. No se está valorando, ni respetando, ni cuidando la vida en toda su integridad; sólo existe una mirada autorreferencial como género humano, pero no como especie que constituye, junto con otras más, la biodiversidad del mundo. En las sociedades modernas aún prevalece la inconsciencia de que las necesidades vitales como respirar oxígeno, consumir agua y alimentos, así como tener climas estables y bienes para el confort, dependen de la interrelación armoniosa con la naturaleza. Tal inconciencia ha tensado la relación con los ecosistemas y provocado una prolongada destrucción de miles de especies.

En este sentido, no hay que olvidar que hombres y mujeres son animales vertebrados de la clase de los mamíferos, del orden de los primates, de la familia de los homínidos, del género Homo, de la especie sapiens. Así como la ballena franca del pacífico es un animal vertebrado de la clase de los mamíferos, del orden de los artiodáctilos, de la familia de los balénidos, del género Eubalaena, de la especie Eubalaena japónica, especie marítima que, por cierto, se encuentra en peligro de extinción debido a la pesca indiscriminada que el Homo sapiens ha realizado desde hace mucho tiempo sobre ésta y otras numerosas especies del mar.

El también llamado homocentrismo del ser humano, como forma de pensamiento y acto depredador, junto con el capitalismo, como práctica de producción y generación de una cultura del individualismo, han originado el egocentrismo que, según el filósofo mexicano Leonardo da Jandra, consiste en la búsqueda de placer y poder que se convierten en imperativo egóico lo que lleva al individuo a privilegiar por encima de todo el ser en, por y para sí mismo. En consecuencia, aquél vive en conflicto con los demás, en este caso, con la naturaleza y con su inmensidad de organismos sobre los que ejerce violencia. Una naturaleza ante la cual el hombre, con su torpe imaginación, se ha escindido para verse fuera de ella y así legitimar su explotación para fines propios, mientras desconoce e invalida las interdependencias en el mundo vivo. De esta manera, según Da Jandra, egocentrismo y soberbia son dos de las expresiones más notorias que han derrotado al humanismo.[3]

En esta relación utilitaria del animal humano con respecto al resto del mundo cabe la pregunta siguiente: ¿quién se necesita más? ¿Será el Homo sapiens, que requiere para su existencia la interrelación vital con las otras especies? ¿O será la gran biodiversidad del planeta, que demanda más la interrelación con los humanos? La respuesta salta a la vista: el ser humano es el que más necesita de las otras especies para vivir. Si es así, entonces se debería tener respeto y cuidado por la naturaleza, ya que de ella depende la viabilidad de la vida humana. Sin embargo, esto aún no es parte de la conciencia del sapiens, y por eso sigue depredando y consumiendo los recursos naturales convertidos en bienes y servicios. La humanidad no ha transitado hacia una conciencia de especie que le permita comprender el inmenso valor existencial de los bosques, la fauna, los insectos como las abejas, el mar, los ríos y los ecosistemas generadores de vida.

Para abordar el problema planteado se hará una revisión reflexiva de autores como Edgar Morin, Leonardo Boff, José María Vigil, Piotr Kropotkin y Enrique Dussel. Sin embargo, hay que precisar que existe una amplia bibliografía de otros pensadores que, desde diversas perspectivas, han estudiado el tema que aquí se expone,[4] los cuales también discuten sobre la crisis medioambiental y se plantean la necesidad de darle un giro al pensamiento dominante de destrucción de la biodiversidad, la cual constituye la comunidad de vida del planeta que se entreteje y hace posible la existencia. Como sostiene Boff: “Todo lo que existe, coexiste. Todo lo que coexiste preexiste. Y todo lo que coexiste y preexiste subsiste a través de una tela infinita de relaciones omnicomprensivas. Nada existe fuera de la relación. Todo se relaciona con todo en todos los puntos”.[5]

 

Hacia una conciencia de especie

En octubre de 1999 la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) publicó un texto titulado Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, cuyo autor es el filósofo y sociólogo francés Edgar Morin. Esta obra tiene un profundo sentido de transformación de los contenidos de la educación moderna. En el capítulo VII, “La ética del género humano”, Morin explica la importancia de que generemos una conciencia para comprender la vida de las personas desde tres dimensiones: individual, social y de especie; es decir, comprendernos como seres tridimensionales.

Morin expone que cada uno de estos términos (individuo–sociedad–especie) es al mismo tiempo medio y fin de los otros. Indica que no se puede absolutizar ninguno ni hacer de uno solo el fin supremo de la triada. “Estos elementos no se podrían comprender de manera disociada: toda concepción del género humano significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido de pertenencia a la especie humana. En medio de esta triada compleja emerge la conciencia”.[6] Esta tridimensionalidad es lo que dotaría a la vida del sujeto de una nueva ética, denominada por Morin ética del género humano, la cual ampliaría el marco de responsabilidades humanas más allá del cuidado de la individualidad de cada persona para situar también ese compromiso del individuo en la sociedad y asumirse como especie en el sentido de adjudicar su pertenencia a la humanidad que se encuentra amenazada por las tendencias de autodestrucción aún impulsadas en todas partes del mundo.

Tener conciencia de especie implica, según Morin, dar sentido de realización a la humanidad como conciencia común y solidaridad planetaria; conciencia de que habitamos la Tierra–Patria. Para este autor “la humanidad ha dejado de ser una noción solamente ideal, se ha vuelto una comunidad de destino y sólo la conciencia de esta comunidad la puede conducir a una comunidad de vida; la humanidad, de ahora en adelante, es una noción ética: ella es lo que debe ser realizado por todos y en cada uno”.[7] En este sentido, la solidaridad planetaria se convierte en acto humano que supone un querer conservar la vida, tener conciencia de que sólo se cuenta con este mundo, y no otro, para reproducir al género humano; pero a su vez, esa solidaridad planetaria implica el cuidado de las otras formas de vida, de las otras especies con las cuales se comparte el hábitat y se establecen interrelaciones e interdependencias que hacen posible la existencia.

En Los siete saberes… Morin no trata de manera explícita este último aspecto de que la persona se asuma como especie en solidaridad con otras especies. Lo trabaja en otra obra suya publicada años más tarde, titulada La Vía. Para el futuro de la humanidad. En ese texto plantea la necesidad de una reforma de nuestra manera de pensar que vaya más allá de las cuestiones técnicas para comprender la relación vital entre la humanidad (especie) y la naturaleza. Se trata de una reforma del pensamiento que llevaría al género humano a reconocerse “como hijos de la Tierra, hijos de la vida e hijos del cosmos”.[8]

Que el Homo sapiens se asuma como especie implica reconocerse en las otras formas de vida de este gran ecosistema que es la Tierra–Patria. Exige, a decir de Morin, demoler la disyunción absoluta entre lo humano y lo natural. Esta conciencia emergente resituaría el lugar de lo humano en la naturaleza, lo que a su vez posibilitaría una renovada relación con el mundo animal y vegetal, así como con las biodiversidades que constituyen ese todo, que es el mundo, donde lo humano es una de las partes, no el todo. Tener conciencia de ser especie podría generar el advenimiento de una conciencia ecológica que, sin embargo, en opinión de este mismo autor, no se ha inscrito en un gran pensamiento político moderno ni ha suscitado la aparición de una fuerza planetaria con el poder de dar un giro conceptual a la subjetividad humana para contener los procesos de autodestrucción. De cualquier manera, el planteamiento de la tridimensionalidad (individuo–sociedad–especie) amplía las posibilidades de una mejor comprensión ontológica de la persona para asumir responsabilidades mayores y profundas que re–encaucen el cuidado de la Madre Tierra; pero también supone el cuidado del propio individuo y de la sociedad misma en sus intrínsecas relaciones.

Los siete saberes…, si bien es una obra que plantea, como reforma del pensamiento, que el género humano se asuma también como especie —porque, según Morin, es la propia humanidad que habita este único mundo, lo que supone la responsabilidad de cuidarse a sí misma—, en esta misma reflexión, igualmente explicita que la humanidad, ya entendida como especie, debe además modificar su comportamiento con las otras especies para frenar tanto su depredación como la relación de desigualdad que establece con el mundo natural; una desigualdad que ha significado que aquélla, como supuesta especie mayor con inteligencia, se apropiase y explotase la biodiversidad, poniendo en entredicho su propia capacidad de razonamiento, ya que con sus actos de devastación atenta contra sí misma. Al parecer, al humano no le basta con generar desigualdad social en su propia especie, sino que además reproduce las diferencias para imponer su derecho de apropiación de las otras especies, descobijando al mundo animal y vegetal de su propio manto existencial. Así, el sapiens se convierte en una especie cuasidivina que puede dar y quitar la vida.

En este mismo sentido, José María Vigil afirma que los seres humanos no tenemos derecho a imponer nuestros derechos sobre los de otras especies,

[…] porque todas las especies vivas somos producto del mismo proceso biológico evolutivo que se ha dado en este planeta. Formamos parte de una misma y única “Comunidad de vida”, y dependemos de los ecosistemas en los que nuestra especie ha surgido […]. Toda la vida en este planeta forma un mismo y único árbol genealógico. No puedo mirar el mundo de la vida como un objeto que pudiera mirar desde fuera, ni desde arriba, como quien mirara hacia un nivel inferior… sino desde dentro de la misma. Comunidad de la vida, de la que formo parte; no antropocéntricamente, sino biocosmocéntricamente; es, ciertamente, otra visión, con la que vemos el mundo de otra manera.[9]

Tal sería una nueva visión sobre la biodiversidad, sobre la naturaleza. Es la nueva conciencia emergente que se requiere como humanidad–especie con respecto a la flora y la fauna que cohabita el mundo. Tal es la reforma del pensamiento y el tener conciencia de especie. Según Vigil la especie humana debe abrirse a una empatía profunda con toda la comunidad planetaria de vida, con vistas a que le proporcione el sentido de pertenencia, y no de propiedad, y le autolimite su potencial destructivo. Desde una postura radical y urgente expone que

[…] en la actualidad el género humano resulta disfuncional para el planeta, y su proliferación resulta una plaga, como un cáncer que va destruyendo las bases de la vida; si el cáncer no es extirpado acabará con el equilibrio y con la vida del planeta, y consigo mismo. Es urgente que evolucione, o que ceda el puesto a otra especie que sea funcional a la supervivencia y al florecimiento de la vida.[10]

Son palabras fuertes las de Vigil, y los datos de la devastación son fehacientes. Queda poco tiempo y los estudiosos del planeta han afirmado que el proceso de autodestrucción puede incluso ser irreversible si no se corrige el comportamiento de los humanos, tanto de aquéllos que sobreexplotan los recursos naturales de manera sistémica con fines de lucro como de quienes sobreconsumen todo tipo de bienes provenientes de la transformación de la flora, la fauna y los minerales del subsuelo.

Este fenómeno irrazonable de destrucción del hábitat en la Tierra se ha dado de dos maneras distintas. Por un lado, por medio de la explotación directa de la naturaleza a través de la caza y la pesca intensivas, el tráfico de especies, la deforestación, el extractivismo, la contaminación de ríos, lagunas y mares, así como la sobreexplotación de especies para el consumo. Y, por otro lado, la destrucción ambiental de los ecosistemas y su biodiversidad se materializa en el calentamiento global, que es producido por la acción humana al lanzar a la atmósfera gases con alto contenido de dióxido de carbono. Según la Organización Meteorológica Mundial la concentración de este gas alcanzó un nuevo récord en 2018, que en términos porcentuales equivale a 147 por ciento del nivel preindustrial en 1750. De acuerdo con un reporte del organismo el incremento que se produjo de 2017 a 2018 superó el crecimiento medio de los últimos diez años.[11]

A este respecto es pertinente señalar que en el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU se advierte que alrededor de 48 por ciento de las especies animales y vegetales del planeta corren un alto riesgo de extinción si continúa elevándose la temperatura de la Tierra. Ello ocurriría en el peor de los escenarios posibles, esto es, si incrementa un promedio de cinco grados centígrados, lo cual produciría en el largo plazo (entre 2041 y 2100) esa extinción con carácter irreversible por el daño a los ecosistemas. En el informe se consigna que, de seguir las actuales tendencias del cambio climático, junto con otros factores, podrían producirse pérdidas y degradación de la mayoría de los bosques, así como de arrecifes de coral y zonas húmedas costeras en el mundo.[12] Los datos científicos son reveladores, al igual que las evidencias empíricas de la destrucción en cualquier región del planeta, razón mayor por la que debe haber un giro ético y de mentalidad para cuidar al Homo sapiens y al resto de especies que conforman el ecosistema global.

Vigil propone, ante el escenario depredador, el desarrollo de una nueva espiritualidad acorde con una renovada visión sobre la naturaleza.
Una espiritualidad que, según él, recree una nueva sensibilidad, empatía e inspiración que reconcilien al ser humano con el planeta, ante el cual se está en guerra por el proceso de destrucción de miles de ecosistemas y especies. Espiritualidad “recentrada de nuevo en la realidad, en la vida, en la naturaleza, en el planeta, en Gaia, en el cosmos”.[13] Se trata, de acuerdo con el autor, de un sentir y un vivir oikocentrados, esto es, centrados en nuestro hogar–cósmico, con un pensamiento que supere el antropocentrismo, el humanocentrismo y el teocentrismo tradicional que coloca la divinidad fuera de la Tierra, en un cielo lejano, y que es adorada más allá de la veneración que se debiese tener por la vida en nuestro planeta. Con esta nueva espiritualidad, afirma, es muy probable que la humanidad dé el giro, el cambio y la gran transformación que necesita hacer para pasar de una civilización conquistadora, extractiva y destructiva, “a la vez” a favor de la vida, del planeta y de la fraternidad.[14]

En esta misma perspectiva de procurar que el Homo sapiens tome conciencia de especie (como lo expresa Morin), o bien, de que la especie humana deba abrirse a una empatía profunda con toda la comunidad de vida del planeta y a una nueva espiritualidad (como lo indica Vigil), el escritor ruso Piotr Kropotkin postula que la conciencia de la solidaridad humana es la que ha posibilitado la evolución y el progreso de las sociedades.

En el mundo animal hemos visto que la vasta mayoría de las especies viven en sociedades, y que hallan en la asociación las mejores armas para su lucha por la vida, entendida ésta, por supuesto, en su sentido darwiniano amplio: no como una lucha únicamente por los medios de subsistencia, sino como una lucha contra todas las condiciones desfavorables para la especie […].[15] Pero vemos también que la práctica de la ayuda mutua y sus desarrollos sucesivos han creado las condiciones mismas de la vida en sociedad en la que al hombre se le posibilitó el desarrollo de sus artes, conocimiento e inteligencia […].[16]

De acuerdo con Kropotkin, la ayuda mutua en el mundo animal y en el mundo humano se puede rastrear desde los orígenes mismos de la evolución; aunque admite que la autoafirmación del individuo en busca de reconocimiento y poder ha sido también una huella profunda en el desarrollo de la civilización. Sin embargo, reconoce que los hábitos sociales tanto en las especies animales como en los seres humanos tienen un peso mayor en la historia, a tal grado que en el caso del Homo sapiens le han permitido crear las instituciones a través de las cuales ha construido su propio orden social y político para el progreso hasta hoy alcanzado. Es decir, plantea la relevancia de la solidaridad humana y la ayuda mutua para alcanzar la sobrevivencia y el bienestar del ecosistema social y natural. Precisa que el progreso ético de la humanidad se alcanza por medio de la ayuda mutua, y no a través de la lucha mutua.[17]

Así, este autor, en sintonía con la idea de urgencia de ser conscientes del autocuidado y la autoconservación como especie humana, reconoce que la mejor garantía de una evolución más elevada de nuestra raza pasa por la solidaridad, y no por la autodestrucción. De esta manera, que el ser humano tome conciencia de especie tiene la implicación de cuidar la humanidad y de proteger el extenso mundo de especies que cohabitan la Madre Tierra. Tal concepto del mundo es, por cierto, muy acertado, ya que este hábitat planetario es el que propicia la vida y el que genera las condiciones de la existencia. De ahí que las culturas indígenas sean muy sabias al denominar al planeta “Pachamama”.

Por otra parte, y en sintonía con lo antes expuesto, el filósofo Enrique Dussel, cuando se refiere a la ética de la liberación, señala que la ética no sólo se ocupa de los fundamentos de juicios subjetivos de valor, sino que cumple la exigencia urgente de la sobrevivencia del ser humano, el cual debiese ser autoconsciente y autorresponsable de los acontecimientos del mundo. Pone como ejemplo la crisis ecológica producida por el capitalismo tecnológico, de la cual la especie humana es claramente la causante; pero a su vez la puede corregir autorresponsablemente, porque, de lo contrario, la humanidad seguirá su camino de autodestrucción. Señala que el sujeto ético “debe actuar para producir, reproducir y desarrollar autorresponsablemente la vida concreta de cada ser humano, en una comunidad de vida que se comparte pulsional y solidariamente teniendo como referencia última a toda la humanidad”.[18] Este enunciado tiene, según el autor, pretensión de universalidad.

De esta manera, Dussel, desde la ética de la liberación, coloca a la humanidad como foco de la reflexividad de valor; aunque de manera particular coloca a las víctimas que sufren la opresión del sistema dominante, como pueden ser los pobres, las mujeres violentadas y otros sujetos sufrientes que reclaman la dignidad de su ser (incluida la naturaleza). Y lo que cuestiona es que se ponga en riesgo la comunidad de vida que representa la propia humanidad, por lo que exige un movimiento radical y crítico de toma de conciencia sobre el mundo para que se recuperen las condiciones que hacen posible la reproducción de la vida y evitar su destrucción. La autoconsciencia sobre ello y la emergencia de una ética liberadora crítica, expuesta por Dussel, se puede emparentar con la ética del género humano de Morin, así como con la nueva espiritualidad de Vigil, o bien, con el principio de ayuda mutua que favorece la evolución de la vida, de acuerdo con Kropotkin, ya que todos estos planteamientos están enfocados a crear una subjetividad actuante a favor de la humanidad y del resto de especies que forman parte de este gran ecosistema social y natural que representa el planeta.

 

El otro problema

El punto clave del problema planteado es cómo y quién debe asumir el enorme desafío de conducir lo antes expuesto, es decir, cómo lograr la reforma del pensamiento, la conciencia de especie, la nueva espiritualidad y la introyección de que la ayuda mutua es mejor que la competencia para propiciar otro tipo de relación con las demás especies y al interior de la especie sapiens. El cómo implica un cambio cultural planetario y local, mientras el quién tiene que ver con los sistemas educativos del mundo en todos los niveles. Sobre lo primero es pertinente apelar a Ana Cristina Ramírez, filósofa y antropóloga mexicana, quien indica desde la perspectiva filosófica que el cambio cultural para transformar la mentalidad autodestructiva y utilitaria puede darse a través de la documentación, la reflexión y la crítica responsable. Precisa que la esperanza de construir un mundo vivible para todas las especies pasa por ese cambio cultural, el cual supone una profunda reflexión del historial de dominación del Homo sapiens sobre la biodiversidad. Tal cavilación pudiese ser llevada a cabo en las escuelas y en todo el entramado institucional y legal de las sociedades para generar una visión ecocentrada que rebase el antropocentrismo clásico.

Sin embargo, esta pensadora advierte, por ejemplo, que pensar la fauna —y no se diga la flora— no ha sido una prioridad de la filosofía. Indica que el filósofo ha padecido un olvido agudo de la cuestión animal; olvido sistémico y progresivo, según dice, y que, desde luego, trasciende hacia los ecosistemas y la crisis ambiental, donde la voz de la filosofía no se escucha. Pero, además, no sólo la filosofía cumple un papel marginal en el debate sobre la naturaleza, sino que también la antropología sigue sin ocuparse del problema. Ramírez señala que esta ciencia sigue repitiendo que estudia al hombre, es decir, a la humanidad, mientras da por sentado que los animales no son antropológicamente relevantes.[19]

Visto el problema desde las ciencias, en este caso, desde el saber antropológico y la filosofía, se constata la escisión entre el ser humano y la naturaleza; un asunto del que, por cierto, se culpa sobremanera a René Descartes y su filosofía dualista. Es tan profunda esta separación, que se traduce en la especialización del conocimiento que hoy estudia la realidad desde una multiplicidad de disciplinas sin conectar esos pedazos de realidad para entender la vida humana y de las otras especies en sus relaciones profundas. Pero, volviendo a la filosofía, es necesario reconocer que no sólo ha perdido la voz en el campo de la ecología, sino también en la economía, en la política, en la ingeniería electrónica…; es decir, parecería que aquélla no quiere o no puede ser protagonista en los problemas y debates del mundo contemporáneo. En las universidades se imparten escasamente cursos de filosofía de la naturaleza, filosofía de la tecnología, o bien, filosofía de la economía; asignaturas que abordan problemas concretos y urgentes de la contemporaneidad. Se percibe que la filosofía no ha terminado por involucrarse en los profundos desafíos de la realidad moderna, por lo que, al parecer, sigue priorizando la enseñanza filosófica de todos los tiempos; pero sin una conexión con las lacerantes heridas que afectan a millones de personas y especies de todo tipo.

En sintonía con la autora, es necesario pensar al Homo sapiens desde su historicidad y su capacidad reflexiva para que pueda comprender sus relaciones con el mundo natural. En otras palabras, lograr que tome conciencia de sus vínculos con otras especies y los asuma para que desarrolle una cultura del cuidado y pueda valorar la profunda importancia que tienen un árbol, un río, un murciélago o las algas marinas de los mares, que son las principales productoras de oxígeno en el planeta. Se trataría de transitar hacia el re–encantamiento con el mundo, de que los miembros de la especie humana fraternicen entre sí y con el resto de especies vitales para la reproducción de la vida.

Si desde las ciencias, la filosofía y las religiones se ha concebido a la especie humana como superior a las demás, colocándola en la cúspide de la evolución en el planeta, entonces el sapiens tiene una responsabilidad mayor en el cuidado de la Tierra. Las diferencias en su evolución con respecto a esa otredad representada por las otras especies vivas no deberían ser entendidas en el sentido de que el género humano es mejor o superior con respecto al reino animal y a la inmensidad vegetal del mundo. Por el contrario, la capacidad de lenguaje, de reflexividad y de pensamiento del Homo sapiens tendría que ponerse al servicio de la naturaleza de la que es parte para cuidar, conservar y sostener los equilibrios en el ecosistema; y no para explotar, depredar y destruir a las otras especies.

En términos filosóficos eso implica desarrollar y poner en juego la alteridad para que la especie humana cambie su perspectiva y descubra esa otredad natural que reclama ser escuchada para frenar su destrucción; un cambio que conlleva a su vez estructurar una ética que posibilite nuevas valoraciones y nuevas prácticas que respeten el entorno. Se trata de evolucionar hacia una nueva conciencia, una conciencia de especie, una nueva espiritualidad que nos sitúe dentro de la naturaleza para percibir, sentir y latir junto con la biodiversidad que representa la vida en la Madre Tierra. Gran reto que tienen enfrente las filosofías, las ciencias y las religiones para que el sapiens se piense de otra manera y les ponga límites a sus necesidades, deseos y consumo.

En este aspecto no se puede desconocer que el ser humano es un ser necesitado que requiere para su existencia de comida, agua, vestido, vivienda, transporte, educación y un sinfín de necesidades básicas y creadas, para cuya satisfacción ha recurrido a la naturaleza, para servirse de ella de manera irracional, rompiendo los equilibrios con el paso de los siglos. El sapiens seguirá necesitando de las otras especies para su sobrevivencia; pero eso no implica que se siga teniendo el mismo patrón de explotación ni de hiperconsumo ni de frenética industrialización. Aquí también es necesario repensar cómo satisfacer las necesidades humanas en el mediano plazo a través de un giro al tipo de producción y a los estilos de vida capitalistas que sustentan la felicidad en el tener y en la acumulación. La especie humana debe entender que la inmensa mayoría de bienes que produce la industria para el propio consumo implica la afectación de otras especies animales, de la flora y del subsuelo. Todo esto es razón suficiente para repensar la hiperproducción y el hiperconsumo de un sector de la población global.

 

Conclusiones

Nadie puede dudar de que, a estas alturas de la devastación planetaria, se requiere de una filosofía de la naturaleza capaz de hacer reflexionar al sapiens; así como se necesitan una antropología, una teología, una sociología y una política al servicio de la humanidad y de la biodiversidad. No bastan las estrategias gubernamentales, los programas, los avances tecnológicos ni las visiones de sustentabilidad para frenar semejante fenómeno de autodestrucción. Se requiere también un profundo cambio cultural en el campo axiológico y educativo que posibilite la autoconciencia de la humanidad para que pueda mirarse como una especie en riesgo de sobrevivencia y pueda tener ese gran encuentro cara–a–cara con la otredad negada que es la naturaleza, y, de esta manera, se creen las condiciones para salvar la comunidad de vida que es la Tierra–Patria; pero ya no desde una visión antropocéntrica, sino desde una ecocéntrica que englobe todas las especies que cohabitan el mundo.

De este modo, y de acuerdo con las categorías de la filosofía de la liberación, será posible dejar de ver a la naturaleza como la periferia del mundo, como el sujeto oprimido sin dignidad, como la biodiversidad sobre la que no se ha hecho justicia, como la exterioridad sin voz que es oprimida por una totalidad dominante: el género humano. Es esa otredad negada la que se debe mirar de otra manera para que deje de ser mera mercancía, utilidad, y deje de ser depredada por el animal humano entronizado, el cual aprendió de ciertas religiones, de pensamientos filosóficos y del capitalismo, que la naturaleza es para explotarse, sin ser consciente de que ese acto atenta en el corto, mediano y largo plazo contra sí mismo. La propuesta de evolucionar hacia una conciencia de especie está en sintonía con otras propuestas, como la del movimiento feminista que trabaja para generar una conciencia de género, o la teoría marxista que sustenta la necesidad de transitar hacia una conciencia de clase. La evolución de la vida no es sólo biológica, sino también del pensamiento, y de ahí que resulte imprescindible repensar el papel del sapiens en la inmensa cadena de relaciones que es la naturaleza.

Se podrá pensar que la propuesta de evolucionar hacia una conciencia de especie es idealista, ya que el realismo político, económico y la imperiosa satisfacción de las grandes necesidades humanas son tan fuertes que no hacen factible ese planteamiento utópico de querer igualar la especie humana con las otras para buscar equilibrios y sustentabilidades. Sin embargo, vista la realidad desastrosa, el idealismo de una toma de conciencia ecológica tiene que abrirse paso para convertirse en realidad. Lo que está en juego es la vida en el planeta. Ni más ni menos.

 

Fuentes documentales

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[*] Doctor en Cooperación e Intervención Social por la Universidad de Oviedo. Profesor investigador en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara. jdiego_ortiz@hotmail.com

 

[1]. Plataforma Intergubernamental Científico–normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, El Informe de la Evaluación Mundial sobre la Diversidad Biológica y los Servicios de los Ecosistemas. Resumen para los Encargados de la Formulación de Políticas, Bonn, Alemania, 29 de mayo de 2019 https://ipbes.net/sites/default/files/2020-02/ipbes_global_assessment_report_summary_for_policymakers_es.pdf  Consultado 11/v/2022.

[2] Leonardo Boff, La dignidad de la tierra. Ecología, mundialización, espiritualidad. La emergencia de un nuevo paradigma, Trotta, Madrid, 2000, p. 177.

[3] Leonardo da Jandra, Filosofía para desencantados, Ediciones Atalanta, Girona, 2014, pp. 47–59.

[4] Eugenio Zaffaroni, La Pachamama y el Humano, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2012; Eudald Carbonell, Elogio del futuro. Manifiesto por una conciencia crítica de especie, Arpa Editores, Barcelona, 2018; Marta Segarra, Humanimales. Abrir las fronteras de lo humano, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022; María Dorantes, “El desarrollo de la relación del ser humano con la naturaleza: una visión desde la perspectiva de género” en Alternativas en Psicología, Asociación Mexicana de Alternativas en Psicología, México, Nº 36, noviembre de 2016, pp. 8–20; Ramiro Ávila, El derecho de la naturaleza: fundamentos, Quito, 2010, Repositorio Universidad Andina Simón Bolívar, https://repositorio.uasb.edu.ec/bitstream/10644/1087/1/%c3%81vila-%20CON001-El%20derecho%20de%20la%20naturaleza-s.pdf  Consultado 11/II/2022; Asael Mercado y Arminda Ruiz, “El concepto de las crisis ambientales en los teóricos de la sociedad del riesgo” en Espacios Públicos, Universidad Autónoma del Estado de México, México, vol. 9, Nº 18, 2016, pp. 194–213.

[5] Leonardo Boff, La dignidad de la tierra…, p. 19.

[6] Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, UNESCO, París, 1999, p. 54.  http://centroderecursos.alboan.org/ebooks/0000/0549/5_mor_sie.pdf Consultado 10/II/2022.

[7] Ibidem, p. 59.

[8] Edgar Morín, La Vía. Para el futuro de la humanidad, Paidós, Barcelona, 2011, p. 81.

[9] José María Vigil, “Contra la catástrofe climática, una nueva visión y una nueva espiritualidad” en Marià Corbí (Coord.), La orientación final de los proyectos axiológicos colectivos en las sociedades de conocimiento, Bubok, Barcelona, 2016, p. 97.

[10] Ibidem, p. 93.

[11] Organización Meteorológica Mundial, La concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera alcanza un nuevo récord, Ginebra, 25 de noviembre de 2019. https://public.wmo.int/es/media/comunicados-de-prensa/la-concentraci%C3%B3n-de-gases-de-efecto-invernadero-en-la-atm%C3%B3sfera-alcanza  Consultado el 06/iii/2022.

[12] Intergovernmental Panel on Climate Change, “Climate Change 2022. Impacts, Adaptation and Vulnerability. Summary for Policymakers”, World Meteorological Organization/ United Nations Environment Programme, 27 de febrero de 2022. https://report.ipcc.ch/ar6wg2/pdf/IPCC_AR6_WGII_FinalDraft_FullReport.pdf  Consultado 02/iii/2022.

[13] José María Vigil, “Contra la catástrofe climática…”, p. 104.

[14] Ibidem, pp. 105–106.

[15] Piotr Kropotkin, La ayuda mutua, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2009, p. 321. https://abenzaide.files.wordpress.com/2014/08/la-ayuda-mutua.pdf Consultado 26/I/2022.

[16] Ibidem, pp. 324–325.

[17] Ibidem, p. 328.

[18] Enrique Dussel, Ética de la Liberación. En la edad de la globalización y de la exclusión, Trotta, Madrid, 2009, p. 140.

[19] Ana Cristina Ramírez, De humanos y otros animales, Dríada, México, 2009, pp. 23–28.

Tiempos de pandemia: una reflexión filosófica romántica y posthumana sobre el habitar

Francisco Iracheta Fernández[*]

 

Recepción: 24 de marzo de 2022
Aprobación: 29 de abril de 2022

 

Resumen. Iracheta Fernández, Francisco. Tiempos de pandemia: una reflexión filosófica romántica y posthumana sobre el habitar. En este artículo hago una reflexión crítica contra la ideología humanista que se halla en la base de nuestra crisis ecológica y sanitaria. Sigo a algunos autores que han propuesto, por un lado, que al constituirse el humanismo clásico occidental por la conjunción de ideas en torno a la identidad del hombre como “animal racional” y, por otro lado, poseer un estatus ontológico divino que lo saca del mundo natural, este humanismo ha dado un consentimiento tácito para someter y dominar la naturaleza y al otro que es no racional. Argumento a favor de un humanismo distinto, montado sobre el monismo de Baruch Spinoza, y, a partir de él, muestro el vínculo entre el romanticismo de Friedrich Hölderlin y la filosofía posthumanista de Rosi Braidotti. Así, propongo transformar nuestra concepción humanista clásica por la de esta tradición spinoziana, la cual atraviesa, primero, por el monismo estético de Hölderlin, para llegar después a la tarea posthumana de devenir naturaleza y animal. De este modo se hace plena justicia a nuestra vulnerabilidad y finitud esencial.

Palabras clave: crisis, habitar, humanismo clásico, spinozismo, romanticismo, posthumanismo.

 

Abstract. Iracheta Fernández, Francisco. Pandemic Times: A Romantic and Post–human Philosophical Reflection on Inhabiting. In this article I make a critical reflection against the humanistic ideology at the root of our ecological and public health crisis. I follow a number of authors who have proposed that classical Western humanism, by on the one hand constituting itself on the foundation of man’s identity as a “rational animal” and on the other, giving itself a divine ontological status that takes it out of the natural world, has given its tacit consent to the project of submitting and dominating nature and the other that is not rational. I argue in favor of a different kind of humanism, built on Baruch Spinoza’s monism and from there I show the link between Friedrich Hölderlin’s Romanticism and Rosi Braidotti’s posthumanism. Thus, I propose transforming our classical humanistic conception by drawing on the Spinozian tradition, which passes first through Hölderlin’s aesthetic monism, arriving then at the posthuman task of becoming nature and animal. This does full justice to our essential vulnerability and finitude.

Key words: crisis, inhabit, classical humanism, Spinozism, Romanticism, posthumanism.

 

El verdadero suceso no es la movilización entusiasta de la gente, sino un cambio en la vida cotidiana, que se perciba cuando las cosas “vuelvan a la normalidad”.[1]

— Slavoj Žižek

 

Introducción

La pandemia por el virus SARS–CoV–2, una variante del coronavirus causante de la covid–19, notificado por vez primera en diciembre de 2019 en la provincia de Wuhan, China, dentro de un mercado de animales vivos, puso en cuarentena al mundo entero por más de dos años. Hasta el momento en que se redactó este texto hay poco más de 300 millones de personas infectadas y más de 15 millones de muertos alrededor del globo, la mayor parte en Europa y América. Si además de las pérdidas humanas contabilizamos las económicas y el receso provocado en las estructuras sociales y educativas, tenemos datos suficientes para reconocer los altísimos costos humanos de esta pandemia.

En un mundo cada vez más poblado, interconectado y globalizado, en el que, como nunca en la historia de la humanidad, ningún país o comunidad puede hoy proclamarse autosuficiente o independiente de otro u otros en términos económicos, políticos y socioculturales, no es descabellado lanzar la hipótesis de que la aparición de este virus ha generado más contagios que cualquier otra pandemia registrada en la historia de la humanidad. En efecto, es verosímil esperar que, al encontrarnos en la era global (los seres humanos estamos más cerca entre nosotros, en miles de ciudades del mundo con densidades poblacionales desbordadas, en situaciones de necesidad económica que demandan la cercanía de nuestros cuerpos y, por si fuera poco, conviviendo con un virus de transmisión extremadamente fácil), el número de personas infectadas —independientemente de que desarrollen o no la enfermedad de la covid–19— sea mayor que cualquier otro número registrado en un tiempo pretérito de la historia de la humanidad. Ello, empero, no significa con necesidad, ciertamente, que la enfermedad de la covid–19 sea la más letal de todas las enfermedades infecciosas de carácter pandémico sufridas por el ser humano.

Sin embargo, si bien no cabe duda de que la necesidad de movilidad global de millones de seres humanos por razones alineadas al fenómeno de la globalización económica representó un potente acelerador de contagios y un eventual brote de la enfermedad, también es cierto que otras importantes causas obedecieron a situaciones no vinculadas a necesidades económicas y sí a una responsabilidad moral y cívica, como la incredulidad acrítica y la falta de cuidado personal y colectivo. Miles de personas enfermaron y murieron por creer ciegamente en teorías conspirativas que apoyaban la inexistencia o nula peligrosidad del virus, y muchas miles más se contagiaron por incumplir protocolos sanitarios (sana distancia, uso de cubrebocas, lavado frecuente de manos, etcétera), así como por descuidos a la salud personal que generan comorbilidades (las llamadas enfermedades crónicas no transmisibles).

A mi modo de ver, los efectos económicos negativos que este fenómeno trajo consigo reflejan de manera muy precisa no sólo el profundo grado de conectividad económica mundial de la humanidad a la vuelta del siglo XXI —en tiempos de economías globalizadas, la lógica nos dice que una pandemia global deteriora el crecimiento de esas economías—, sino también un deterioro moral global en nuestro modo colectivo de habitar y la forma personal de habitarnos.

Este escrito constituye una reflexión en torno al habitar humano detonado por nuestros actuales tiempos de pandemia y muerte. Interesa señalar que la situación actual de vulnerabilidad humana en relación con la covid–19, que se debió al brote del virus SARS–CoV–2 dentro de un mercado de animales vivos sacados de sus hábitats, obedece a una ideología supresora de una ética material (incluido el cuerpo) sustentada en la autoridad que los seres humanos nos hemos otorgado sobre la Tierra y otras especies no humanas, justificando con ello la instrumentalización de ésta, su sometimiento y dominación hasta la violencia extrema. Como espero mostrar hacia el final del trabajo, y siguiendo las ideas conductoras de mi argumentación, el brote de este particular virus entre la población humana puede explicarse (como pueden explicarse muchas otras enfermedades humanas y devastaciones ecológicas) dentro del marco de una visión de nosotros mismos, de los animales no humanos y de la naturaleza en general que obedece a la definición clásica del ser humano como animal racional, así como a la preponderante filosofía moderna que se ha erigido sobre esta definición y desde la cual se sostienen sus marcas de exclusión.

Considero que el brote reciente del virus SARS–CoV–2 es sólo un ejemplo ilustrativo, pero ciertamente muy dramático, de muchos otros fenómenos que, reales o con alto grado de probabilidad de ocurrir, se pueden analizar desde esta visión humana antropocéntrica.

Sigo la idea de que esta ideología de dominio antropocéntrica se sustenta, por un lado, sobre la base de una concepción religiosa teísta en la que el hombre —un tipo de hombre— se ha asumido amo y señor de lo diferente de sí mismo y, por otro lado, sobre una concepción filosófica antropológica de la racionalidad humana que, bajo un modelo de razón práctica moral que sitúa al ser humano fuera del mundo terrenal (en un ámbito trascendental de pureza), encuentra en la naturaleza y en su propio cuerpo sexuado resistencia y oposición. A raíz de esta concepción, nuestra parte natural, la parte reconocida como animal, debe ser sojuzgada y vencida. Cuando estas dos concepciones se entrelazan, como ha ocurrido en el pensamiento occidental moderno, tenemos por producto una permisividad tácita de tratar a la naturaleza y a los animales no partícipes de un paradigma purificado de racionalidad (lo que incluye, bajo esta visión, todo animal no humano y una inmensa mayoría de animales humanos) de manera autoritativa y dominante.

Sin embargo, en contraposición a esta ideología, existe también en la historia de la filosofía moderna un panteísmo que se sustenta en una ontología monista, tal como el pensamiento de Baruch Spinoza, el cual, interpretado desde un reconocimiento materialista–vitalista —y no mecanicista—, va acompañado de una concepción más armónica del ser humano en relación con la naturaleza, el cuerpo mismo y los animales no humanos. Esta concepción la encontramos, primero, en el planteamiento romántico de Friedrich Hölderlin en la última década del siglo xviii y, posteriormente, ya en el siglo XXI, por lo menos en el pensamiento posthumanista de la filósofa italiana Rosi Braidotti.

Pretendo mostrar en este trabajo de qué modo el continuum entre estas dos corrientes filosóficas, bajo el común denominador que combina el monismo spinoziano con un materialismo vitalista, proporciona las bases teóricas para modificar nuestra concepción de humanidad en relación con la animalidad y la naturaleza en su conjunto. Pienso que el verdadero reconocimiento de nuestra vulnerabilidad humana, recordada por la vivencia global de la pandemia más reciente, nos sitúa en la difícil tarea de transformar nuestro modo de pensar: pasar de un modelo que ha acentuado el privilegio jerárquico, trascendental, que tiene el hombre como ser racional, a uno que prime la importancia del cultivo de ciertas emociones y sentimientos, toda vez que nos hemos hecho plenamente conscientes de nuestra racionalidad encarnada.

El trabajo se divide en tres secciones. En la primera arguyo que la posible relación existente entre el brote del virus SARS–CoV–2 y las acciones humanas que vulneran los hábitats de poblaciones animales responde a una ideología de supremacía y señorío del ser humano, sustentada tanto en una interpretación judeocristiana dominante (razón de índole religiosa teísta) como en una manera ilustrada, con un fuerte arraigo cultural, de entender el estatus racional puro del hombre (razón de índole filosófica). Nos topamos aquí con una ideología defensora del dualismo ontológico naturaleza–cultura, en el que esta última (la cultura) es producto de la libertad racional, como lo pensaban filósofos que a su propio modo defendieron el humanismo clásico (Kant, Fichte y las lecturas conservadoras de Hegel, por ejemplo).

En la segunda parte explico las bases teóricas del pensamiento romántico que nace con Hölderlin y la ideología monista–vitalista que este poeta–filósofo sustenta una vez recuperada y reinterpretada la substantia spinoziana. El interés aquí consiste en señalar de qué modo el pensamiento hölderliniano difiere radicalmente de la visión teórica de la identidad del hombre y su relación con la naturaleza, como se analizó en el punto anterior.

Finalmente, en el tercer apartado, y a manera de continuum con el precedente, examino algunas bases generales del pensamiento posthumanista de Rosi Braidotti. El objetivo en este punto es explayar aún más las ideas del ser humano y su relación con la naturaleza; ideas que se siguen de una visión monista–vitalista y que, ya interpretadas y discutidas a la luz de nuestra temporalidad contemporánea, actualizan el paradigma teórico–filosófico que hace frente y busca reemplazar a la Weltanschauung antropocéntrica, patriarcal, violenta y responsable, entre otras cosas, de nuestra crisis ecológica y los costos humanos que han resultado de ella.

 

¿Cómo hemos habitado hasta hoy?

Esta primera reflexión analiza una de las características del modo de habitar que nos ha llevado hasta donde hoy estamos mundialmente, bajo un tipo de dominio racional y espiritual occidental: padeciendo los estragos de una crisis ecológica y sanitaria como resultado de las actividades humanas y de un pensamiento que permite la explotación de la naturaleza y de múltiples especies animales (¡incluyendo también la humana!). Creo con firmeza que la economía característica del capitalismo global ha propiciado situaciones críticas ecológicas y humanitarias, en tanto que se ha aprovechado y explotado al máximo por intereses de capital también ese mismo modelo de pensamiento.

Situados en un contexto histórico en el que hemos acuñado la palabra “vieja normalidad” (la vida cotidiana antes de la pandemia), como el resultado dialéctico de imaginar mejores condiciones de vida a la luz del concepto “nueva normalidad” (que nos sirve como hilo conductor), me parece que nos encontramos en un momento de necesaria reflexión en torno a las bases ideológicas de un modo de ser y de existir en relación con nosotros mismos y los demás, humanos y no humanos, naturaleza en su conjunto.

La humanidad ha padecido muchas pandemias a lo largo de su historia, claramente, en tiempos en los que la economía no estaba definida por el modo en que los mercados mundiales se encontraban tan entrelazados como ahora. Esto quiere decir que debemos proceder con cierta cautela antes de precipitarnos a afirmar que la economía de mercado y la globalización económica son los responsables directos de la pandemia por covid–19 y, por tanto, los protagonistas culpables de nuestra situación. También es necesario mirar críticamente nuestra manera de consumir y de comportarnos agresivamente con el medio ambiente en búsqueda
de la propia satisfacción humana (muy a menudo, superflua).

La pandemia no ha representado un obstáculo per se para continuar el proyecto de globalización económica, lo cual quiere decir que la economía de los mercados abiertos puede muy bien impulsarse y hacerse aun cuando nuestras formas de vida, desde el aislamiento y la cuarentena, cambien dramáticamente. En definitiva, estos tiempos de pandemia han dado cabida a mucha creatividad laboral y emprendedora gracias al avance de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) desarrolladas en los últimos veinte años,[2] las cuales también han resultado esenciales para dar respuesta rápida y eficiente a cuestiones económicas, laborales, educativas, políticas y, desde luego, sanitarias frente al escenario y las amenazas de la pandemia mundial.[3]

Más allá, pues, de culpar a la economía o a la globalización en sí, sostengo que la verdadera responsable ideológica de esta situación se halla, si concedemos crédito a la afirmación de que la pandemia fue producto de una enfermedad zoonótica cuya causa potencial se encuentra en un modo humano de construir “cultura” y urbanidad destruyendo hábitats naturales,[4] en el modo en el que hemos hecho “natural”, para nosotros los humanos, una manera de habitar y de establecer relaciones dicotómicas entre el mundo humano, como un mundo cultural o civilizado, y el mundo de las otras especies, que engloba también la naturaleza. Esto se vincula con la dicotomía establecida, desde los inicios del humanismo clásico, entre naturaleza y cultura.

Desde esta perspectiva —y reconociendo como cierta la existencia de una causa humana de esta emergencia sanitaria (y otras posibles) en tanto ejemplo concreto constitutivo de un problema mucho más general (llamado cambio climático)— es pertinente situar al responsable de nuestra crisis ecológica y sanitaria en una visión metafísica distorsionada (equívoca) de nuestra realidad y existencia; algo mucho más profundo que el problema que encaran la economía de mercado y el capitalismo, si bien éstos se han alimentado vorazmente de ella. En todo caso, si el capitalismo y la globalización económica tienen algo que ver en ello es porque algunos aspectos fundamentales de sus modos de producción agresivos e invasivos son consecuencia de esa visión distorsionada de la realidad (algo que recuerda al “mundo invertido” hegeliano), y no porque sean la causa directa de ella.

En seguimiento de Alejandro Herrera,[5] pienso que nuestra occidental miopía ontológica dualista hombre/naturaleza, de la que se ha seguido una instrumentalización del “mundo natural” por parte de los seres humanos —a la cual se debe, ideológicamente hablando, nuestra crisis ambiental, el deterioro de los hábitats naturales y el potencial auge de enfermedades zoonóticas—, se debate entre una interpretación religiosa, principalmente judeocristiana, del puesto del hombre en la Tierra y una visión filosófica de nuestra identidad humana y, en el peor de los casos, considerando sus consecuencias ecológicas y humanitarias, en una mezcla de ambas.

En efecto, la visión dominante de nuestra realidad cultural o civilizada occidental tiene dos influencias enormes. La primera es precristiana, la hallamos en Aristóteles y los filósofos estoicos. Se encuentra en la idea de que el hombre es un “animal racional” y de que la razón no sólo es lo que nos distingue de otros seres animados (que únicamente poseen pneuma, aliento), sino que es aquello por lo cual somos superiores. Esta superioridad sobre todas las demás criaturas y seres nos pone en la cómoda situación de asumir que tenemos sobre ellas un dominio “natural” para utilizarlas en nuestro interés, lo que nos convierte en “déspotas”. Tal es la postura que mantiene de manera convincente John Passmore, para quien, por consiguiente, es en la Antigüedad grecolatina —y, fundamentalmente, en estas figuras y escuelas filosóficas— donde encontramos las bases ideológicas de la irresponsabilidad del hombre hacia la naturaleza.[6]

La segunda proviene de un cierto modo antropocéntrico en el que ha sido entendida y practicada la tradición judeocristiana al remarcar el sitio especial que tenemos los seres humanos en el cosmos al haber sido no sólo creados por Dios, sino también a su imagen y semejanza. Puesto que el judaísmo y el cristianismo comparten, como religiones teístas, la idea de Dios como ser creador del mundo, pero trascendente a él, el hombre, en consecuencia y gracias a su estatus ontológico, se encuentra propiamente en cuanto esencia, fuera del mundo natural. Pues bien, esta visión de nuestra realidad divina, sea o no cierta como adecuada interpretación del teísmo judeocristiano, es también la que se halla a la base de nuestra arrogancia hacia la naturaleza. Es lo que ha argumentado el profesor de Historia Medieval de la Universidad de Princeton, Lynn White Jr., quien en 1967 publicó un artículo en la revista Science titulado “The Historical Roots of Our Ecological Crisis”, en el que puso de manifiesto que “el cristianismo, en contraste absoluto con el paganismo antiguo y las religiones asiáticas (con excepción quizá del zoroastrismo), no sólo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino también insistió en que era la voluntad de Dios que el hombre explotara la naturaleza para su propio beneficio”.[7]

Tanto el dualismo hombre–naturaleza como la justificación de la explotación de aquél sobre ésta —insistiendo en que a la base de la explotación hay un presupuesto metafísico dualista— tienen plena persistencia y actualidad, aun cuando vivimos tiempos en los que la imagen del mundo guarda poca relación con la creencia religiosa. En efecto, White Jr. argumenta que, si bien es cierto que podemos decir que vivimos en la era “postcristiana” (entendiendo por esto una era más bien secular, por lo que atañe a la visión científica del mundo), también lo es que “la revolución psíquica” que el cristianismo trajo consigo en la “historia de nuestra cultura” aún permanece de manera “asombrosamente similar” en nuestra conciencia moderna.[8] Si a esto añadimos, en lo que a la filosofía compete —y como lo expuso en su momento Ludwig Feuerbach[9]—, que el pensamiento moderno ha sido sólo el intento de hacer de la teología judeocristina una antropología filosófica, tenemos entonces que, propiamente hablando, la filosofía moderna es, en esencia aunque con algunas importantes excepciones, religiosa en su forma psíquica. Feuerbach se refiere, de manera concreta, al modo en el que ha sido divinizado el hombre durante la filosofía moderna predominante.[10]

El caso más paradigmático de la filosofía moderna que ejemplifica excelentemente la íntima relación entre esa visión o interpretación religiosa judeocristiana del papel de amo y señor que tiene el hombre sobre la Tierra (trascendencia antropológica) y la racionalidad de la agencia humana (superioridad como especie) lo hallamos en Immanuel Kant, en el terreno de la filosofía práctica.[11] Kant pensaba que la cualidad especial del ser humano en cuanto persona estriba en un valor intrínseco que lo saca del mundo natural y de las leyes físicas, químicas y biológicas que rigen los acontecimientos y fenómenos en esencia ajenos a su humanidad. Es lo que el filósofo de Königsberg no vacila en llamar “dignidad” (Würde), que reúne en su concepto la trascendencia sobre la naturaleza con base en la racionalidad práctica pura.[12] Para este filósofo la característica fundamental de la humanidad está en su persona como capacidad de autonomía, la cual implica actuar en conformidad con la ley moral, que denota una causalidad que sólo puede ser pensada fuera del reino de la naturaleza. Tal es, como bien sabemos, la concepción de Kant en torno al concepto de libertad trascendental.

Así, como ningún otro filósofo moderno, y también como uno de los más influyentes y significativos de la filosofía moral contemporánea, Kant sostenía la moralidad humana sobre la base de una oposición respecto de la naturaleza, y en lo que a la naturaleza del ser humano respecta, con fundamento en una subordinación y opresión de la propia sensibilidad y las inclinaciones. Tal es la razón por la que nuestro filósofo creía que, para los seres humanos y para cualquier otro ser racional que sea, sin embargo, también animal, la moralidad no se puede representar más que a través del concepto “deber” (Pflicht). El poeta Friedrich Hölderlin, conocido como el “padre” del idealismo absoluto postkantiano, parafrasea extraordinariamente bien la ética de Kant cuando sostiene lo siguiente, en su breve ensayo “Sobre la ley de la libertad”:

Pero la ley de la libertad manda, sin ninguna consideración a los recursos de la naturaleza. Sea o no favorable la naturaleza al cumplimiento de ella, ella manda. Más bien presupone una resistencia de la naturaleza; de lo contrario, no mandaría. La primera vez que la ley de la libertad se expresa sobre nosotros, se muestra castigando. El comienzo de toda nuestra virtud acontece a partir del mal. Por lo tanto, la moralidad no puede jamás ser confiada a la naturaleza.[13]

“Resistencia” (contra la libertad), “castigo”, “mal”… son otras formas de concebir la naturaleza en nosotros, nuestra animalidad y, por consiguiente, en la naturaleza en general y en los otros animales.[14] La ética del deber es la antítesis de una ética (como la de Hume o Spinoza) que reconoce tanto el cuerpo como la intencionalidad de las emociones, y, en este sentido, la verdadera moralidad humana, como moralidad racional, se manifiesta cuando el orden natural se halla dominado y sometido al orden de la libertad trascendental, que es esa especie de causalidad absoluta que nos libera de nuestra condición sensible, corpórea y animal.

Pero como bien lo reportaron Max Horkheimer y Theodor Adorno en los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial, la Ilustración, bajo esta idea rectora de dominio al establecer su programa tanto en el “desencantamiento del mundo” como en el “servirse de la naturaleza para dominarla por completo, a ella y a los hombres”, no ha sido sino “totalitaria”,[15] ya que, si esta forma de entender la naturaleza da lugar al imperativo de la moral, que es un principio que no tiene otra finalidad que el deber por el deber, ¡con más razón será permitida contra natura desde los imperativos de la habilidad como imperativos instrumentales!

Sujeta a esta racionalidad instrumental mediática, no es casual que la naturaleza no se mire como lugar para habitar; esto es, como explica Heidegger, para “ser sobre la tierra”.[16] Su uso para la construcción de la cultura del consumo y de la comodidad material humana ha propiciado que, en relación con ella, “el sentido propio del construir, a saber, el habitar, caiga en el olvido”.[17] Observemos que la palabra “habitar” proviene del latín habitare, que significa “vivir”, “morar”. Sin embargo, no se trata de un vivir indistinto, indiferente a cualquier valor o elección. El habitar nos lleva de suyo, en tanto lo implica en su propio seno, a un modo ético de ser y, fundamentalmente, a un modo de cuidar.[18] Lo que ocurre es que “morar” conserva la misma raíz que mores, la palabra latina que introduce Cicerón para referirse al “hábito ético” y que la misma palabra griega “ética” presupone además de “hábito” y “costumbre”. En efecto, la palabra ética preserva la raíz ἦθος, usada por Homero y Heródoto para hablar de “lugar acostumbrado”, “refugio”, “guarida”, “morada”.[19] Si añadimos que, como bien puede verse en Platón y Aristóteles, el término ética —que, en este sentido etimológico, no es distinta, en cuanto significado, de la palabra “moral”— también se refiere a “carácter”, entonces no sólo tenemos que el carácter, como explican conjuntamente Platón y Aristóteles, se forma a través del hábito o la costumbre, sino que, además, el carácter  implica un morar o un lugar acostumbrado de estar. El carácter, pues, se halla en profunda relación etimológica con aquello que uno habita y construye para, de ahí y por consiguiente, habituarse y construirse a sí mismo.

En este orden de ideas tenemos que nuestra ética moderna, sustentada en una visión ontológica dualista, va indefectiblemente acompañada, si seguimos la crítica de Horkheimer y Adorno, de un modo peculiar de vivir sobre la Tierra, que no es de cuidado.[20] Hemos validado una ética que, en su afán de trascendencia y racional pureza, nos ha habituado a una forma de morar y de vivir impuesta al mundo natural, subordinándolo y tratándolo como instrumento para nuestras satisfacciones puramente económicas. En un modo de habitar se hace el hábito, así como la moral se hace patente en un modo de morar. Así, podemos concluir que la filosofía racional moral moderna —si pensamos en Kant como uno de los más importantes e influyentes pensadores de la Ilustración— determinó el morar humano como un habitar que sólo se cumple a través del deshabitar natural. Contra este modo de entender y practicar nuestro habitar común, heredado de una arraigada tradición teísta y secularizado a través del discurso filosófico moral más prominente de la modernidad y la Ilustración, se levanta una segunda reflexión en relación con el modo en que tendríamos que pensar nuestro habitar en la “nueva normalidad”.

 

Habitar desde el monismo estético: la propuesta romántica de Hölderlin

De acuerdo con White Jr., la diferencia entre “la mayor revolución psíquica” que trajo consigo el auge y la expansión continental del cristianismo y otras formas de representaciones simbólicas y cosmovisiones está en una idea interpretativa que justifica “la explotación de la naturaleza con total indiferencia hacia los sentimientos de los objetos naturales”. Como él mismo lo consigna: “Nuestros hábitos cotidianos de acción, por ejemplo, están dominados por una implícita fe en un progreso perpetuo […]. Esto está arraigado en la teleología judeocristiana y no puede separarse de ella”.[21]

No es difícil imaginar la posibilidad —aunque en la práctica sea una tarea titánica— de cambiar nuestra idea de construir y habitar (basada en el especismo antropológico y por la cual abrazamos una categoría de identidad especial, desnaturalizada y trascendental del mundo humano, que nos ha llevado a explotar la naturaleza e invadir constantemente la diversidad de ecosistemas) por una visión distinta, más reconciliadora y amable con la naturaleza, de la que somos parte. Quizá más que cualquier otro cambio de paradigma que implique la transformación de nuestras formas de vivir y, desde luego, de habitar, éste sería el más difícil a causa del gran peso histórico que tiene sobre nosotros esa vieja “revolución psíquica”.[22] Pero si no lo hacemos, como ya nos ha advertido la comunidad científica una y otra vez desde hace más de tres décadas, la supervivencia humana en la Tierra y la vida general del planeta estarán en inminente riesgo.

Así pues, si nuestras crisis ecológicas —y, como consecuencia de ellas, las crisis humanitarias— están provocadas por un modo de habitar humano que deshabita la naturaleza; si  tienen como raíz una forma de mirarnos a nosotros mismos y a esta última de manera dicotómica y excluyente, entonces nada impide reconocer que una visión filosóficamente distinta de nosotros y de la naturaleza, anuladora de esa dicotomía y plenamente incluyente, pueda proporcionarnos el remedio teórico y espiritual para contrarrestar la enfermedad, la muerte y el sufrimiento relacionados con catástrofes naturales que han acompañado a esa visión metafísica dualista de nuestra realidad cultural y natural.

En el subtítulo anterior cité a Hölderlin para dar cuenta de una visión de la libertad y de la ética humana que, haciendo eco de las tesis filosófico–morales de Kant (y también de Fichte), saca al ser humano del reino natural. En este apartado pretendo considerar y relacionar entre sí tres ideas rectoras del pensamiento filosófico–poético de Hölderlin, a saber, 1) el Hen kai pan (“el uno y el todo”), 2) la primacía ontológica de la estética, y 3) el dinamismo vitalista de la naturaleza. Pienso que, tomadas estas tres ideas en conjunto, sirven muy bien de orientación para la realización de esta “nueva” tarea de redefinir nuestra humanidad y transformar nuestra psique —utilizando el lenguaje de White Jr.— en relación más armónica con la naturaleza. En el subtítulo siguiente exploraré algunas formas vivenciales en el seno de la filosofía posthumanista de Rosi Braidotti que revelan, desde una perspectiva más contemporánea, la cosmovisión filosófico–poética hölderliniana. La intención es señalar cómo este acercamiento filosófico común que comparten el romanticismo de Hölderlin, por un lado, y el posthumanismo de Braidotti, por otro, provee de una Weltanschauung antitética a la visión que resumen Passmore y White Jr., esto es, una visión de nosotros mismos y del mundo que teóricamente prevendría los dramáticos efectos de la razón humana padecidos por la naturaleza.

La idea de que “la mitología tiene que hacerse filosófica para hacer racional al pueblo, y la filosofía tiene que hacerse mitológica para hacer sensibles a los filósofos”[23] forma parte esencial del bien conocido texto breve “El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán”, pensado por el genio de Hölderlin, pero en apariencia vertido en papel por la pluma de Friedrich Schelling. Dentro de este mismo proyecto, y fiel a esa noción de mitología, se encuentra la idea de fundar una religión sensible, una “nueva Religión que será la última obra, la más grande, de la humanidad”.[24] No se trata de erradicar la religión, sino de transformarla, de hacerla en efecto sensible.[25]

Por “mitológico” los jóvenes entusiastas del seminario de Tubinga entendieron básicamente una idea estética y es también esta idea, la de belleza, “la que lo une todo”. Lo que es el uno y el todo, Hen kai pan, representa en síntesis la comprensión de lo Absoluto que sirve como concepto central en el desarrollo del idealismo post–kantiano, y es desde la visión temprana de Hölderlin como el Absoluto se intuye, ante todo, a través de la belleza. Por ende, lo Absoluto es, en esencia, una totalidad estética.[26]

Si Johann Fichte privilegió una intuición intelectual con orden práctico–moral en su pensamiento idealista que intenta resolver el problema de la cosa en sí kantiana, fueron Hölderlin y el movimiento romántico los que primaron una intuición estética para resolver, más favorablemente que Fichte, las dicotomías dualistas de la filosofía kantiana: fenómeno/cosa en sí, libertad/determinismo, razón/inclinación, naturaleza/cultura.

Hölderlin expresa esta visión del Hen kai pan estético en su novela Hiperión o el eremita en Grecia: “¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y todo? Su nombre es la belleza”.[27]

Para Hölderlin es sólo bajo este presupuesto del uno y el todo (en el que el todo se halla unido con cada una de sus partes gracias a la realidad ontológica de la belleza, cuyo primer hijo es el arte y su segunda hija, la religión —la “religión es amor de la belleza”—) que es posible que “cambie todo a fondo, que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo”.[28]

Brevemente, y por mor de una comprensión filosófica histórica, hay que señalar que el énfasis que Hölderlin —junto con otros románticos como Georg Novalis o Friedrich Schlegel— pone en la estética y en comprender la belleza como el núcleo de lo Absoluto refleja un claro conocimiento del problema planteado contra la racionalidad (y, sobre todo, la de orden kantiana) por Friedrich Jacobi, el filósofo que cuestiona el proyecto racional de la Ilustración. Es bien conocido el papel esencial que desempeñó Jacobi en la génesis y desarrollo del idealismo alemán. En su trabajo,[29] publicado en 1787, este autor puso en evidencia el “nihilismo” al que llegamos al embarcarnos en el proyecto del idealismo kantiano. Según él, la filosofía kantiana, consistente consigo misma, no prueba otra cosa más que ser “una filosofía de la nada”.[30] Pues bien, el escepticismo al que llega Jacobi con su crítica al dualismo de la filosofía de Kant, acertado a los ojos de los idealistas postkantianos, sólo puede ser resuelto —en conformidad con la posición filosófica que aquí nos interesa defender— desde el sentimiento estético. En efecto, de acuerdo con Hölderlin, el sentimiento estético, es decir, el sentimiento que surge ante la intuición del uno y el todo (Hen kai pan) es inmune al ataque escéptico porque el mismo filósofo escéptico lo presupone, aunque de manera “vaga”. Es lo que el héroe romántico Hiperión comunica a su amada amiga Diótima:

El hombre que no haya sentido en sí al menos una vez en su vida la belleza en toda su plenitud, con las fuerzas de su ser jugueteando entre sí como los colores en el arco iris, el que nunca ha experimentado cómo solo en horas de entusiasmo concuerda todo interiormente, tal hombre no llegará nunca a ser ni un filósofo escéptico […]. Porque, créeme, el escéptico, por serlo, encuentra en todo lo que se piensa contradicción y carencia sólo porque conoce la armonía de la belleza sin tachas, que nunca podrá ser pensada. Si desdeña el seco pan que la razón humana le ofrece con buena intención, es sólo porque en secreto se regala en la mesa de los dioses.[31]

La fuente de las dudas y las objeciones que tiene el escéptico —como Jacobi— sobre la razón se debe, fundamentalmente —así lo razona Hölderlin—, a que posee un vago sentimiento de la totalidad, uno esencialmente estético; pero que, en definitiva, no puede explicar la razón discursiva. Su escepticismo de los alcances de la razón para poner en categorías lo que intuye a través de su sensibilidad no discursiva presupone justamente aquello de lo cual no puede decirse nada de manera discursiva sin caer el entendimiento en contradicción consigo mismo. De ahí que esa totalidad pueda ser accesible sólo a través de lo mítico, esto es, el tipo de lenguaje que caracteriza tanto a la religión como a la poesía. En este sentido, puede afirmarse que la visión alternativa de la relación entre hombre y mundo, sujeto y objeto, que propone el pensamiento de Hölderlin —a diferencia de la visión kantiana o fichteana de esta relación (en la que prevalece la jerarquía del sujeto y su conciencia, teórica y práctica)— es posracional. Así, creo que puede sostenerse que ya en los albores del idealismo absoluto se deja entrever una crítica a la idea clásica definitoria del hombre como animal racional.

Esta incipiente crítica (que se deja entrever desde el sentimiento hölderliniano de la belleza) contra una forma de antropomorfismo en la que el ser concuerda en todo momento con el pensar racional, en la que la totalidad cuadra en la interioridad del sujeto sólo a través del concepto y la categoría de la razón pura, y en la que, siguiendo esta lógica en su forma doctrinaria teleológica, el sujeto asume que él mismo es el fin último de la creación, cobra su más contundente factura en el modo en el que Hölderlin entiende la naturaleza y el lugar que el ser humano ocupa en ella a partir de la influencia monista de Spinoza.

A finales de los años ochenta del siglo XVIII la filosofía de Spinoza revivió de manera explosiva en los círculos filosóficos alemanes, sobre todo en la generación de jóvenes filósofos inmediatos a Fichte. Gracias a las revelaciones de Jacobi en torno al spinozismo de Gotthold Lessing en 1786[32] la filosofía de Spinoza se hizo viral. Por su propia rebeldía contra la ortodoxia teísta (desde la que no sólo se defendía un protestantismo muy poco fiel a la libertad de conciencia y los ideales que inspiraron el movimiento luterano en su origen, como la separación entre el Estado y la Iglesia, así como la interpretación de la Biblia, en lugar de seguir a rajatabla su letra, sino desde la que también partía la filosofía, de Descartes a Kant y poco después de él, para generar en las alturas en que situaba al ser humano trascendentalizado las dicotomías que expresaban su resistencia con la naturaleza, con su propio cuerpo, sentidos e historia) la joven generación de filósofos, precursores y gestores del idealismo absoluto abrazaron con vehemente efervescencia el renacer spinoziano. Así, a partir de una vuelta a Spinoza, los jóvenes futuros idealistas absolutos confrontaron la visión filosófica predominante que se negaba a cuestionar la trascendencia del hombre respecto del mundo y la naturaleza; esa visión filosófica que ha servido de alimento a la “vieja revolución psíquica” a la que se refiere White Jr.

El monismo que sustenta Spinoza y que constituye la tesis central de su Ética demostrada según el orden geométrico (de acuerdo con la cual lo mental y lo físico, el espíritu y la materia, son sólo atributos —de una única sustancia—, en realidad, infinitos; pero de los cuales “el entendimiento percibe” sólo dos de ellos “como constitutivo[s] de la esencia de la misma”[33]) provee la base ontológica para superar el dualismo de mente y cuerpo que el pensamiento moderno arrastra desde el cartesianismo.[34] Es la substantia spinoziana, esto es, “aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa”,[35] lo que básicamente confiere el significado de lo Absoluto, el Hen kai pan de Hölderlin.

Ahora bien, una característica central del pensamiento de Spinoza, decisiva para nuestros propósitos aquí, es la del significado que brinda a la substantia como Dios o, también, como naturaleza (deus sive natura). Con tal concepción de Dios, como muestra en el libro primero de su Ética, Spinoza intenta refutar toda idea antropomorfizadora de la divinidad. Una de estas ideas antropomorfizadoras que más ha persistido en la construcción de la imagen divina es, precisamente, la de racionalidad instrumental. Así, como el mismo Spinoza sostiene con claridad en el “Apéndice”, con esta concepción de Dios pretende suprimir el “prejuicio” instrumentalista con el que los hombres entienden la naturaleza y mediante el cual se relacionan con ella bajo la suposición de que, al ser ellos los fines mismos de la creación, aquélla en su totalidad está a su utilitaria disposición.[36] De modo que, si la identidad entre Dios y naturaleza es la idea ontológica básica que elimina este prejuicio del hombre moderno occidental, entonces podemos decir que representa también la idea básica para reformar la “vieja revolución psíquica” impuesta por el judeocristianismo; reforma que estaría acompañada, en seguimiento de nuestro hilo conductor hasta aquí, de una revolución en la manera que hemos entendido —“perversamente”, si hacemos caso a Heidegger— la relación entre habitar y construir.[37] A su propio modo romántico Hölderlin escapa de eso que Spinoza llama el “asilo de la ignorancia” de los hombres, esto es, que “no cesan de preguntar las causas de las causas” por su empedernido afán de utilidad,[38] cuando en su Hiperión afirma, en boca del héroe homónimo, que “la cima de los pensamientos y las alegrías es volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”.[39]

Con todo, Hölderlin y los jóvenes filósofos de su generación no aceptaron de Spinoza su racionalismo geométrico (por el cual se llega al conocimiento de la única sustancia) ni su concepción mecanicista de las leyes físicas de la naturaleza, pues entendida de este modo, la naturaleza no es enteramente vida. En lugar de ese racionalismo geométrico, como ya vimos, aquél se inclinó por una aproximación estética —una epistemología estética— y, en lugar del mecanicismo natural (centrado en la relación entre los atributos de la substantia y la de ellos con ésta), se decantó por un materialismo vital, el cual ganó aceptación en los desarrollos de la ciencia natural en los últimos años del siglo xviii. Para esos tiempos, y gracias a científicos como Antoine Lavoisier y Luigi Galvani, la concepción vitalista de la materia competía de manera fuerte con el paradigma de la visión extensional de la materia, esto es, la aceptada por Descartes y por Spinoza en su Ética... Como argumenta Frederick Beiser, esta concepción vitalista de la materia tuvo una repercusión enorme para Hölderlin y los filósofos absolutos postkantianos:

Una importante implicación es que proveyó un paradigma completamente nuevo para entender la relación entre lo mental y lo físico. Lo mental y lo físico ya no se piensan como distintos tipos de sustancias, las cuales se hallan, una con la otra, en una misteriosa conexión causal; en lugar de ello, sólo son diferentes en virtud de los grados de organización y desarrollo de una sola fuerza vital […]. El cuerpo y la mente se hallan en una relación expresiva en donde una llega a ser lo que es, o se desarrolla en su carácter determinado, solo a través del otro. Lo mental no es el efecto de lo físico, sino su realización o desarrollo; y conversamente, lo físico no es el efecto de lo mental, sino su corporeización u organización.[40]

Pues bien, Hölderlin es el primer pensador de su generación, previo a Schelling y Hegel, que abrazó esta concepción vitalista, autopoiética, de la naturaleza. A diferencia de Kant y Fichte, aquél defendió una conexión orgánica y armónica entre el objeto y el sujeto, en la que uno y otro son lo que son en virtud de su propia comunicación. En uno de sus poemas de juventud, perteneciente a su época de estudiante de Tubinga, “Himno a la diosa de la armonía”, Hölderlin explaya esta idea rindiendo homenaje a Urania, “reina del mundo”, quien nos invita a amarla dirigiéndonos el canto “mi mundo es espejo de tu alma/mi mundo, hijo, es armonía”.[41] Otro ejemplo lo encontramos en su ensayo de 1800, “Fundamento para el Empédocles”, en el que proclama su visión armónica y unitaria de la naturaleza y el arte, que “en la vida pura sólo están armónicamente contrapuestos entre sí”, y la naturaleza y la humanidad, “originariamente unitarios” desde el seno “aórgico”[42] de la naturaleza y desde el seno “más orgánico, más artístico” del hombre. Por ese origen de unidad y armonía la naturaleza y el ser humano se hacen frente dentro del proceso de su propia dialéctica: “la naturaleza se ha hecho más orgánica por medio del hombre y su arte, el cual cultiva y forma”; mientras que el hombre, a través de “sus impulsos y fuerzas de formación en general, se ha hecho más aórgico, más universal, más infinito”.[43]

Hölderlin no puso en palabras filosóficas su intuición fundamental acerca de la armonía entre ser humano y naturaleza por medio de una comprensión vitalista del monismo de Spinoza. En lugar de ello sus dotes de genialidad literaria lo inclinaron a la expresión artística, fundamentalmente a la palabra poética. Pero no sólo se trató de una inclinación ciega e impulsada por su genio, sino que también fue una elección, pues como ya vimos, gracias a la influencia de Jacobi, Hölderlin se convenció de que la razón no tiene modo de acceder a la verdad del uno y el todo: sólo el lenguaje poético provee la potencia necesaria que se encuentra a la altura de hacer justicia a esa intuición armónica originaria. Así, el pensar de Hölderlin no se manifiesta en un discurso filosófico técnico, ese mismo tipo de discurso que, en los albores de la modernidad, apuntalados por pensadores como Descartes y el mismo Spinoza, pretendió constituirse como ciencia en el mismo sentido que la matemática lo es.

En su Carta sobre el humanismo Heidegger explicita los desvíos fatales de la filosofía por ganar un sitio dentro de las llamadas ciencias, “por temor de perder su prestigio y valor”.[44] Pero al devenir técnica, una “técnica de explicación a partir de las causas supremas”, al procurar edificarse a través del concepto y el silogismo científico, la filosofía renunció a ser ese pensar que más bien debe de estar “a la escucha del ser”. El filósofo alemán propone en ese mismo escrito que debemos renunciar al humanismo tradicional clásico, basado en el concepto de “animal racional”, si queremos que “el hombre vuelva a encontrarse alguna vez en la vecindad del ser”.[45] No está del todo claro que cualquier humano pueda transformar su vida para pastorear al ser y para volver a la unidad con la naturaleza (es lo que propone Heidegger en su Carta). Pero, al menos, sí es más claro que, con la intuición de lo Absoluto desde bases panteístas spinozianas, con la expresión poética que ensalza —desde una epistemología estética— el sentimiento (de amor, amistad, hermandad…) sobre la razón, Hölderlin dio en el clavo para superar la visión distorsionada de un humanismo arrogante y destructivo.

 

El monismo vital de la filosofía posthumanista 

Como característica constitutiva de una filosofía posthumanista, la filósofa italiana contemporánea Rosi Braidotti defiende una relación de continuidad entre la naturaleza y la cultura. En efecto, como ella misma sostiene, el “continuum naturaleza–cultura es el punto de partida para mi viaje a la teoría posthumanista”.[46] La pertinencia de traer aquí a colación la teoría posthumanista de esta autora, alumna de Foucault y Deleuze, radica en liberarnos del especismo y el antropocentrismo para situarnos en un reconocimiento de vínculos comunes de vulnerabilidad con la naturaleza y los animales.

La “difícil situación posthumana”, como condición que “suscita entusiasmo y ansiedad” en autores como Jürgen Habermas, no es más que el reflejo de una “seria descentralización del hombre, primera medida de todas las cosas”, que se sitúa en un momento histórico —nuestro momento actual— “después de la condición postmoderna, postcolonial, postindustrial, postcomunista, incluso después de la contestada condición postfeminista”.[47] La llamada condición posthumanista parece ser la consecuencia lógica de una serie de posiciones no sólo teórico–críticas en torno a una idea fijada de lo que significa ser humano (una idea acentuada por la Ilustración, pero que se expande mucho más lejos en términos históricos),[48] sino también producto de los progresos tecno–científicos de la actualidad y, aparejados a éstos pero también alimentados y aprovechados por ellos, los intereses de la economía global neoliberal. Pues bien, el posthumanismo propuesto por Braidotti es un intento de hacer inteligibles las ventajas y oportunidades que ofrecen las tecnologías y el desarrollo de los sistemas vivos gracias a los vertiginosos avances de las tecnociencias, pero denunciando a la par las profundas inequidades y los abusos de la economía neoliberal y su lógica instrumental de la utilidad.[49]

En este último apartado interesa centrarnos en evidenciar cómo la propuesta posthumanista representa una continuación del pensamiento iniciado por Hölderlin en torno a la relación del ser humano con la naturaleza, en tanto forma de un “auténtico habitar” (siguiendo a Heidegger). Esta propuesta, como filosofía a martillazos, denuncia las bases machistas, patriarcales y violentas del humanismo clásico modelado en un tipo de hombre.

Si puede decirse que muchas de las catástrofes ecológicas —y, por consiguiente, humanitarias—, en la medida que afectan indefectiblemente la vida humana, son producidas por el ser humano en su visión narcisista de sí mismo como presunto dueño, amo y señor de todo cuanto lo rodea, cabe entonces la posibilidad de que la teoría posthumanista, en seguimiento de algunas ideas literarias románticas, sea nuestra salvadora ideológica de aquella otra visión de nosotros mismos y nuestra trascendencia respecto de la naturaleza.  Se espera, desde luego, que la ideología posthumanista, como continuadora teórica del romanticismo hölderliniano basado en la ontología deus sive natura de Spinoza, se realice en una filosofía práctica, en una nueva intelección manifiesta en un devenir–en–cuanto–modo–de–vida que nos permita superar la tragedia de muchas enfermedades y muertes provocadas y aceleradas por nosotros mismos en nuestro afán de explotar la vida y los recursos naturales.

En efecto, cuando Braidotti se refiere a la propuesta posthumana en términos de un “continuum naturaleza–cultura”, hace indirectamente al menos una clara alusión a cierta idea proveniente del romanticismo alemán, expuesta primero por Hölderlin, aunque influenciada con ímpetu, como ya vimos en el apartado anterior, por la filosofía monista de Spinoza. En efecto, la perspectiva posthumana se sitúa en contra de una clara “oposición binaria entre lo dado y lo construido”, esto es, opuesta a una visión filosófica dualista que asume brechas ontológicas insuperables entre una realidad en sí misma carente de vida y la forma típica de la vida humana como entregada a la razón y al espíritu.

La filosofía dualista, cuyos orígenes históricos se remontan al pensamiento de Platón, y que en la modernidad encuentra sus más férreos defensores en la tradición empírica cartesiana de la mente, junto con un fuerte resabio de una interpretación de la tradición del pensamiento judeocristiano, es la responsable de desplazar las categorías de lo natural y lo cultural y, con éstas —retomando de nuevo a Heidegger—, las categorías del habitar y del construir.[50] En este sentido anticartesiano la concepción posthumana comparte con el giro lingüístico pragmatista la idea de que el sujeto construido por la modernidad se sustenta básicamente en el mito del solipsismo. Así, en clara oposición a esta visión de la filosofía como ciencia humanística, la postura posthumana suscribe una “teoría no dualista de la interacción entre naturaleza y cultura”, la cual “está ligada y soportada por la tradición filosófica monista, autopoiética de la materia viva”.[51] Por ello, Braidotti, trayendo a colación una metáfora arquitectónica típica de la modernidad, arguye que su edificio teórico está hecho de “ladrillos” spinozianos, aunque su consistencia no tiene mezcla alguna de arcillas mecanicistas:

Estas premisas monistas son, para mí, los ladrillos con que edificar la teoría posthumana de la subjetividad, que no se funda en el humanismo clásico y que se aleja con cautela del antropocentrismo. El clásico énfasis sobre la unidad de la materia, que es central en Spinoza, es reforzado por el actual conocimiento científico sobre la estructura autónoma e inteligente de todo lo vivo […]. Por ejemplo, una aproximación neo–spinozista es sostenida y revigorizada hoy por los nuevos descubrimientos de las neurociencias sobre la interrelación entre mente y cuerpo. Desde mi punto de vista, hay una conexión directa entre monismo, unidad de toda la materia viva, y postantropocentrismo, como contexto general de referencia para la subjetividad contemporánea.[52]

Se trata de una aproximación a la materia enteramente vitalista, idea que ya suscribieron algunos humanistas, Hölderlin y el pensamiento del Absoluto postkantiano.[53] Con todo, el posthumanismo la refuerza señalando la “estructura tecnocientífica” de la forma de vida contemporánea, esto es, subrayando los auges y desarrollos vertiginosos de las tecnologías desde finales del siglo XX hasta la fecha.[54]

Además, la teoría posthumanista es postantropocéntrica, en tanto es recalcitrantemente antihumanista porque el humanismo que rechaza es la milenaria postura que mantiene una visión trascendentalizada y desnaturalizada de la verdadera esencia humana, que es, por cierto, varonil. En efecto, que sea postantropocéntrica por la razón principal de ser antihumanista significa que es incrédula ante la idea de que por humano se entienda “[…] esa criatura que se nos ha vuelto tan familiar a partir de la Ilustración y de su herencia: el sujeto cartesiano del cogito, la kantiana comunidad de los seres racionales, o, en términos más sociológicos, el sujeto–ciudadano, titular de derechos, propietario, etcétera, etcétera”.[55]

En términos derridianos la característica postantropocéntrica del posthumanismo nos invita a deconstruir la supremacía de la especie humana en general y de un tipo de modelo de ser humano en particular. Dando su debido peso revolucionario a la idea miles de veces citada, por buenas razones, de Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”, el posthumanismo es antihumanista en el sentido de que sostiene que no hay nada fijado en el ser humano por lo cual se halle sujeto a una esencialidad incontestable, ahistórica y universal.

Así, Braidotti argumenta que el posthumanismo por el que aboga es en esencia un “antihumanismo filosófico”, pero que “no debe de ser confundido con una misantropía cínica y nihilista”.[56] A mi modo de ver, no es nihilista por dos razones. Primero, porque no suscribe un dualismo entre mente y mundo o naturaleza y espíritu, el tipo de dualismo que se halla a la base de las tesis empiristas cartesianas de la mente —donde se fundan los idealismos de la conciencia, desde Descartes hasta Fichte— y que se manifiestan en términos de lo que Jacobi llamó “filosofías de la nada”, sistemas de pensamiento incapaces de mostrar la realidad del mundo externo desde las bases prioritarias de la conciencia. Y segundo, porque la sobrevaloración de la humanidad —que Nietzsche confrontó y rebatió a través de la idea de la muerte de Dios[57]— no significa una anulación del humanismo, pero sí la invitación a desarrollar un pensamiento crítico con base en una clara comprensión y toma de conciencia, gracias al “filosofar a martillazos” de Nietzsche, de la “incerteza ontológica” de lo humano.[58]

Desde la postura de Braidotti, la teoría posthumanista hace propia una utopía ética y política —como la ha validado por dos milenios el humanismo clásico, quizá hasta antes de que Nietzsche y Heidegger lo denunciaran—, pero sin caer en el discurso de la exclusión y el antropocentrismo. Esto explica su rechazo a cualquier modo dicotómico de pensarnos a través de la imperiosa necesidad metafísica (que arrastramos por herencia antropocéntrica) de colocar límites epistemológicos y metafísicos en la definición de la identidad personal, y por lo cual pone en entredicho la subordinación de lo animal a nuestra racionalidad (que debe ser conquistado y domesticado) y la supremacía de la racionalidad sobre nuestra animalidad (que debe mandar e imponerse).[59]

Ahora bien, la virtud del posthumanismo en relación con el desafío que debemos superar hoy, en lo posible y en consideración de la propia vulnerabilidad humana y los dramáticos efectos del sueño de la razón sobre la naturaleza —sin olvidar que tales efectos, en la medida que sus causas nos increpan, son de modo directo o indirecto consecuencias de la manera de pensarnos como entes cuya racionalidad trascendentaliza nuestro estatus biológico—, se hace patente del siguiente modo en la propuesta de Braidotti:

Una vez desafiada la centralidad del anthropos, un cierto número de confines entre el hombre y los otros de sí comienzan a caer, con un efecto en cascada que abre perspectivas inesperadas. De este modo, si la decadencia del humanismo inaugura lo posthumano exhortando a los humanos sexualizados y racializados a emanciparse de la relación dialéctica esclavo–amo, la crisis del anthropos allana el camino a la irrupción de las fuerzas demoniacas de los otros naturalizados. Animales, insectos, plantas y medio ambiente, incluso planeta y cosmos en su conjunto, son ahora llamados a juego. Esto pone otra carga de responsabilidad sobre nuestra especie, que es la causa principal del desastre ecológico. El hecho de que nuestra era geológica sea conocida como antropocena evidencia, al mismo tiempo, la
potencia tecnológicamente mediada adquirida por anthropos y sus consecuencias potencialmente letales para todos los demás.[60]

En virtud de tomar seriamente las consecuencias del antropocentrismo, la propuesta posthumana reconoce el impacto geológico de los seres humanos y, a la par, insiste en la necesidad de concientizarnos en torno a “una dimensión planetaria geocentrada”.[61] La “dimensión geocentrada” a la que refiere Braidotti implica aceptar la “Tesis Nº 1” de Dipesh Chakrabarty, según la cual “la explicación antropogénica del cambio climático implica el colapso de la antigua distinción humanista entre historia natural e historia humana”.[62]

Para ir cerrando, diré unas cuantas palabras acerca de la pertinencia de la perspectiva posthumana en lo que respecta a lo que Braidotti llama el “devenir tierra” y el “devenir animal” (es decir, el ser humano deviniendo tierra y animal).[63] Tomando estos devenires humanos en conjunto, parece que arribamos a una idea lo suficientemente clara sobre las implicaciones de la propuesta teórica posthumanista en relación con nuestra posición en la Tierra y en atención a nuestras capacidades y vulnerabilidades; una posición, por consiguiente, que arremete contra “la arrogancia del hombre como especie dominante”, cuyo lugar jerárquico y violento contra todo lo que es no–hombre se lo ha dado él mismo a través de su razón y personalidad trascendental.

Devenir tierra. Desde las bases del “continuum naturaleza–cultura” que, para Braidotti, representa la síntesis que caracteriza su propuesta posthumanista, la convicción de una filosofía monista–vitalista, spinoziana pero no mecanicista, no podría lógicamente dejar de insistir en la tesis de que todo cuanto existe es parte de la naturaleza. Esta tesis ontológica monista no es particularmente nueva, pero plantea un reto enorme para una teoría crítica, como ella sostiene, porque exige “visualizar el sujeto como entidad transversal que comprende a lo humano, a nuestros vecinos genéticos animales y a la tierra en su conjunto, y tenemos que hacerlo en un lenguaje comprensible”.[64] Este modo de entender el monismo, dando clara continuidad al romanticismo alemán hölderliniano en su apropiación de Spinoza, es formulado de otra manera por la propia Braidotti al señalar que se trata de un “pacifismo ontológico”.[65]

Puesto que en la teoría postantropocéntrica hemos llegado al reconocimiento de la igualdad de las especies, el pacifismo ontológico es resultado de dejar de dar por descontada la cuestión “de la arrogancia humana y la hipótesis del excepcionalismo trascendental humano”.[66] Se trata de reconocer la vida como zoe, en lugar de limitarla al bios fundamentalmente humano (la vida en sentido humano), esto es, una vida incluyente al máximo y que no se reduce a la humana, en tanto se resume en una fuerza dinámica capaz de autoorganización y vitalidad generativa. El devenir tierra es un “igualitarismo zoe–centrado” que exige al ser humano “desfamiliarizarse” de ese pensamiento tan arraigado, en su propia conciencia, sobre su posición dominante en el mundo. Consiste en un proceso continuo, una tarea personal de “desidentificación” con un número amplio de “valores familiares y normativos” propios de instituciones políticas, educativas y religiosas dominantes que han fijado lo que deben ser los papeles entre géneros.[67] En este sentido, resulta interesante constatar que la tarea que nos pide el posthumanismo coincide a la perfección con los ejercicios espirituales recomendados por aquella escuela helenista que, a juzgar por su procedencia dentro de su contexto histórico originario humanista, resulta ser la escuela más humanísticamente contradictoria: la escuela cínica.[68]

Devenir animal. De nuevo, en la medida en que el posthumanismo, como postantropocentrismo, “destituye el concepto de jerarquía” entre las diferentes especies y pone de cabeza la idea de “hombre como medida de todas las cosas”, es claro que el posthumanismo plantea en su horizonte de realización antihumanista la cuestión en torno al devenir animal. En mi opinión, es en este aspecto de la propuesta posthumanista de Braidotti donde cabe hacer una más amplia crítica a la concepción filosófica antropológica clásica del animal racional.

Al tratarse de un “continuum entre naturaleza y cultura”, tienen entonces que palidecer de modo brutal las líneas fronterizas que distinguen no sólo lo humano de lo no humano desde la propia condición animal, sino también lo racional de lo no racional desde la condición humana como condición natural. Lo racional como característico de una forma de vida es, ante todo, vida; y no algo fuera de la materia vital, pues como tal se autoorganiza, se reprograma y, por tanto, no está exenta de inteligencia. En este sentido, en el que la propia idea de lo que significa racional no deja de ser contestable y se torna extraordinariamente resbaladiza para ser usada como predicado distintivo, se invierte el modo deseable por el cual se justifican las relaciones normativas intersubjetivas: allí donde el espacio de las razones tenía amplio privilegio sobre el espacio de las emociones y los sentimientos, ahora es al revés, ya que son los vínculos comunes de vulnerabilidad, experiencia del dolor y sufrimiento lo que genera formas nuevas de empatía y compasión entre seres humanos y seres humanos y animales no humanos.

Dada la temática del presente texto, suscrita a la reflexión a partir de nuestra situación pandémica global más reciente y lo que parece ser su potencial causa, definida por la oms como enfermedad zoonótica, el aspecto que considero más relevante del devenir animal posthumanista se refiere a la contradicción entre este particular devenir posthumano —“destituir el concepto de jerarquía entre las diferentes especies”— y el modo en que los animales (en este particular caso, no humanos) son tratados en la economía de mercado.[69] En efecto, en el capitalismo avanzado global de la segunda década del siglo XXI cualquier animal de cualquier especie se convierte en objeto de mercado; son “transformados en cuerpos disponibles y comercializables”.[70] Esta relación negativa y perversa entre los animales humanos y los no humanos es claramente un resabio doloroso de esa “revolución psíquica” que, de manera penosa y vergonzosa, aún arrastramos como humanidad. Es un aspecto muy relevante para discutir aquí en cuanto recordamos que fue en un mercado húmedo, un mercado de animales vivos en la provincia de Wuhan, donde surgió el SARS–CoV–2 a finales de 2019. En oposición a esta relación negativa que llevamos siglos normalizando contra los animales no humanos, resurge otra vez una filosofía moral en clave spinoziana, constitutiva de la ética posthumanista:

Una etología de las fuerzas basada en la ética spinozista emerge como principal punto de referencia para cambiar la relación humano–animal. Ésta traza un nuevo contexto político, que yo interpreto como un proyecto afirmativo en respuesta a la mercantilización de la vida en todas sus formas, que representa la lógica oportunista del capitalismo avanzado.[71]

Así, el devenir animal de la perspectiva utópica posthumana nos liga éticamente con todos los animales no humanos. Por supuesto, considerado en conjunto con el devenir tierra, tenemos aquí la propuesta de una nueva forma —aunque, en el decir de Heidegger, vieja en su propia etimología— de morar y habitar que, lejos de deshabitar con la Tierra y las otras especies animales, nos invita a coexistir genuinamente con aquélla y con éstas.

 

Conclusión

En este trabajo he querido presentar una alternativa al modo en que hemos hecho habitual un modo de vivir y de habitar que, siguiendo las ideas de algunos teóricos de la ética ecológica y de la responsabilidad humana sobre la naturaleza, tiene como base ideológica la supremacía del hombre sobre otras especies argumentando su dote racional y su supuesto estatus trascendente —no inmanente— al mundo terrenal y animal. En conformidad con autores como Passmore y White Jr., se trata de una ideología que toma la trascendencia del ser humano respecto del mundo natural del judeocristianismo y, a la vez, sustenta, en la antropología filosófica clásica aristotélica y estoica, la identidad exclusiva del hombre como animal racional. He señalado cómo esta ideología se revela en la ética de Kant como uno de los ejemplos paradigmáticos de la concepción ética del ser humano moderno y occidentalmente ilustrado.

La realidad pandémica ha dado el motivo para intentar articular la alternativa que aquí presenté. Nadie puede subestimar el alcance trágico de la enfermedad, la soledad, el confinamiento y la muerte que, como humanidad, hemos vivido en los últimos dos años. Y hay razones para creer que la transmisión entre seres humanos del virus SARS–CoV–2 se debe a la degradación de ecosistemas, los cuales, entre sus múltiples funciones, sirven de barrera de protección humana ante este virus zoonótico. En este sentido, es razonable pensar que la covid–19, causada por tal microorganismo, es un indicio más del declive ecológico que vive nuestro planeta desde hace un siglo, por lo menos. En todo caso, y aun desmintiendo lo anterior, no son pocos los datos científicos publicados en los últimos cincuenta años que demuestran el declive de una gran variedad de ecosistemas que sustentan la vida de cientos de especies y organismos —incluyendo, desde luego, la vida del ser humano— a causa del cambio climático, y tampoco son pocos los datos que revelan la magnitud del impacto de las acciones humanas a favor del calentamiento global. Nuestras actividades responsables de este fenómeno se circunscriben sobre todo al uso de energías fósiles no renovables extraídas de la tierra. Por esta práctica de expropiación y explotación de recursos para el propio “beneficio” de nuestra especie, estos actos responden a una lógica instrumentalista afianzada en esa “revolución psíquica” que postula Lynn White Jr.; es decir, responden a la creencia de que el ser humano (y, en particular, el hombre blanco heterosexual) es amo y señor de todo lo que se encuentra sobre y debajo de la Tierra. He querido sostener que, dominada por esta ideología antropocéntrica, la humanidad occidental ha olvidado, en palabras de Heidegger, la íntima relación del construir (cultura, civilización) con el habitar.

Contra la ideología antropocéntrica, especista y excluyente de todo lo otro que no participa de la razón (principalmente, nuestra propia animalidad, la de otras y otros, la otra animalidad no humana y la naturaleza), busqué proponer, en apoyo de una vuelta al monismo de Spinoza, una alternativa a partir de las visiones humanista–romántica de Hölderlin y posthumanista de Braidotti. He argumentado que estas posturas ofrecen una valiosa alternativa para la comprensión de nuestro habitar humano dentro —y no fuera— de la naturaleza, y desde esta comprensión incluyente propone las bases de una ética del cuidado de todo lo humano y lo otro no humano (precisamente, es desde esa ética que debemos cimentar nuestra “nueva normalidad”). Creo que al poner de manifiesto la herencia hölderliniana del posthumanismo a través de la noción spinoziana deus sive natura (interpretada no de manera mecanicista, sino autopoiética), la teoría de Braidotti se fortalece en el seno de una discusión filosófica con la tradición. Por ello, el posthumanismo no representa una postura ajena a una historia de la filosofía en la que no hundiría sus propias raíces propositivas, a pesar de denunciar algunas aberraciones antropocéntricas (milenariamente arraigadas) del humanismo clásico. En este sentido, pienso que, por un lado, difiere con claridad de la teoría postmoderna (como la pérdida de credibilidad en cualquier metarrelato) y, por otro lado, al establecer el vínculo con Hölderlin (el continuum naturaleza–cultura braidottiniano es el consecuente de un continuum romántico), he procurado revitalizar la pertinencia de un pensamiento anclado en el sentido poético del mundo y, por consiguiente, resaltar las cualidades estéticas y literario–filosóficas del posthumanismo.

A mi modo de ver, reivindicar nuestra relación ético–estética con la naturaleza y la animalidad proporciona una mejor comprensión de nuestra propia vulnerabilidad naturalizada y, a través de ella, la forma más humana de habitar, cohabitando, nuestro planeta.

 

Fuentes documentales

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[*] Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesor–investigador en el Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana, campus Puebla. francisco. iracheta@iberopuebla.mx

 

[1] Slavoj Žižek, El coraje de la desesperanza: crónicas del año en que actuamos peligrosamente, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 130.

[2] En efecto, de acuerdo con el reporte anual del Artificial Intelligence Index de la Universidad de Stanford, la inversión de startups en inteligencia artificial se ha incrementado de 1.3 billones de dólares en 2010 a más de 37 billones a finales de noviembre de 2019, esto es, un mes antes del estallido del brote del virus. Raymond Perrault (Coord.), Artificial Intelligence Index Report 2019, AI Index Steering Committee/Human–Centered AI Institute/Stanford University, Stanford, 2019. https://hai.stanford.edu/sites/default/files/ai_index_2019_report.pdf

[3] No quiero decir que las tic, como parte de las tecnologías que dominan la inversión de capital actualmente, estén libres de manipulación capitalista. Por otro lado, si bien es cierto que el acceso a Internet y el desarrollo de plataformas tecnológicas ha permitido cierta continuidad de labores económicas y educativas durante la pandemia, esto no implica que haya habido un beneficio universal.  Por ejemplo, sabemos ya que cientos de miles de niños y jóvenes dejaron de atender su educación por falta de acceso a Internet y dispositivos electrónicos. Con todo, es cierto que los avances tecnológicos tienen muchos aspectos positivos que pueden ser aprovechados más allá de que estén específicamente dominados por el profit. Este punto es central en la propuesta de Braidotti, en su modo de relacionar el posthumanismo con la tecnología.

[4] La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la zoonosis como cualquier “enfermedad o infección que se transmite de forma natural de los animales vertebrados a los humanos”. Esta misma institución afirma que “la urbanización y la destrucción de los hábitats naturales aumentan el riesgo de enfermedades zoonóticas al incrementar el contacto entre los seres humanos y los animales”. Organización Mundial de la Salud, Zoonosis, 29 de junio de 2020, https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/zoonoses  Cursivas del autor. Con todo, aun rechazando esta razonable suposición, ello no niega el problema más general del cambio climático por acciones humanas. Este problema es producto de esa ideología.

[5] Alejandro Herrera Ibáñez, “Ética y ecología” en Luis Villoro (Coord.), Los linderos de la ética, Siglo XXI, México, 2000, pp. 134-151.

[6] John Passmore, Man’s Responsibility for Nature. Ecological Problems and Western Traditions, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1974.

[7] El artículo se encuentra publicado en español: Lynn White Jr., “Raíces históricas de nuestra crisis ecológica” en Revista Ambiente y Desarrollo de CIPMA, Centro de Investigación y Planificación del Medio Ambiente, Santiago de Chile, vol. 23, Nº 1, enero/marzo de 2007, pp. 78–86, p. 83. Cursivas del autor.

[8] Ibidem, p. 82.

[9] Ludwig Feuerbach, The Essence of Christianity, Prometheus Books, Nueva York, 1989.

[10] Si bien es cierto que Feuerbach busca demoler a la teología mostrando que el cristianismo es en esencia antropología y, por tanto, la teología tiene que ser sustituida por la antropología, también lo es que este autor concibe su propio trabajo (en La esencia del cristianismo y en La filosofía del futuro) como plenamente consecuente con esa idea, que sirve de hilo conductor a la filosofía moderna, de divinizar al hombre bajo un paradigma, claro está, teísta.

[11] Téngase presente la dilucidación de la tercera y cuarta antinomias dentro de la Crítica de la razón pura, en las que Kant trata la existencia de una causa del mundo (Dios) y la libertad trascendental (fundamento de la libertad práctica) en términos de la misma idea incondicionada de la razón pura allende el mundo natural. Más aún, este mismo autor sostiene que, si uno no admite la validez de estas ideas, no queda sino un profundo escepticismo sobre la religión y la ética. Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Fondo de Cultura Económica/Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2011.

[12] No obstante, hay que admitir que el concepto de dignidad en Kant poco tiene que ver con la dignidad o valor intrínseco que la tradición judeocristiana reconoce en los seres humanos. En sentido estricto, para el filósofo de Königsberg la dignidad del hombre se encuentra en su persona —no en su naturaleza antropológica—, por lo que no es necesariamente un valor que todo ser humano tenga por el solo hecho de ser tal.

[13] Friedrich Hölderlin, Ensayos, Hiperión, Madrid, 1997, p. 22. Cursivas del autor.

[14] Tómese en cuenta que Hölderlin también se apoya en Fichte para hablar así de la naturaleza. En efecto, para este último aquélla representa sólo algo negativo, una resistencia u obstáculo del actuar libre del yo. Para Fichte, simplificando las cosas, si la naturaleza posee para nosotros alguna realidad, ello se debe fundamentalmente a la propia conciencia personal del deber moral.

[15] Esta aseveración se ha hecho más verdadera aún en nuestra época de modernidad globalizada. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2001, pp. 59–62.

[16] Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar” en Teoría, Departamento de Filosofía, Universidad de Chile, Santiago de Chile, Nº 5–6, 1975, pp. 150–162, p. 152.

[17] Idem.

[18] Como nos recuerda nuevamente Heidegger, “el rasgo fundamental del habitar es proteger”. Ibidem, p. 153. Cursivas del autor.

[19] Gustavo Ortiz Millán, “Sobre la distinción entre ética y moral” en Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, Nº 45, octubre de 2016, pp. 113–139.

[20] Más recientemente Eric S. Nelson ha trazado esta misma línea de argumentación crítica; pero, de manera positiva, nos muestra de qué modo las filosofías de Lévinas y Adorno abren la puerta a una posibilidad de hospitalidad moral con el otro material y con la vida sensible. En este sentido su trabajo se inserta dentro de lo que, como veremos más adelante, podría ser una comprensión posthumana. Eric S. Nelson, Levinas, Adorno and the Ethics of the Material Other, suny Press, Nueva York, 2020.

[21] Ibidem, pp. 82–83. De nuevo, no estoy afirmando que ésta sea la interpretación correcta de lo que el Génesis quiere decir, pero sí que es una que prevalece en la visión de la cultura occidental, alimentada quizá exageradamente por lo que este mismo libro dice sobre la tarea del hombre en la Tierra.

[22] Esto no significa de ninguna manera tener que renunciar a la religión cristiana, pero sí significa aprender a pensarla y vivirla de otra manera. El mismo White Jr., por ejemplo, nos recuerda que existe una “visión cristiana alternativa” a la del progreso ilimitado a expensas de la explotación y la invasión de la naturaleza (la encontramos en el caso de Francisco de Asís).

[23] Ibidem, p. 31.

[24] Idem.

[25] La religión sensible sustituiría a la religión racional, de acuerdo con el proyecto del idealismo alemán. El paradigma de esta interpretación racional de la religión lo encontramos, desde luego, en Kant. Es sabido que al leer Hölderlin la obra kantiana La religión dentro de los límites de la mera razón, nuestro joven poeta se encontró “con un ‘amargo descubrimiento’ de una ‘salvaje naturaleza [humana]’ que fue acabando con la creencia en la posibilidad de una Revolución radical del género humano”. Carlos Duran y Daniel Innerarity, “Mitología de la revolución: los himnos de Tubinga” en Friedrich Hölderlin, Los himnos de Tubinga, Hiperión, Madrid, 1997, p. 32. Esto se debió a lo que Kant sostiene en esa obra sobre la “propensión al mal en la naturaleza humana”, una propensión que sólo puede transformarse con un cambio radical en el modo de actuar, fundado, por supuesto, en la razón pura práctica.

[26] El Hen kai pan, el uno y el todo, aparece primeramente en la filosofía alemana gracias a Lessing, quien lo hace propio como credo filosófico personal a través de su “conversión” al spinozismo.

[27] Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Hiperión, Madrid, 2001, p. 80. Cursivas del autor.

[28] Ibidem, p. 125.

[29] Friedrich Jacobi, David Hume: über den Glauben, oder Idealismus und Realismus: ein Gespräch, Meiner, Hamburgo, 2005.

[30] Jacobi fue el primer filósofo contemporáneo de Kant que puso seriamente en cuestión el sistema del idealismo trascendental respaldado en la distinción fenómeno–cosa en sí; un dualismo que resulta ser ni más ni menos que el fundamento de la dicotomía causalidad por libertadcausalidad natural. Jacobi es quien sostiene, en el trabajo citado, que necesitamos la presuposición de las cosas en sí mismas para entrar al sistema kantiano (pues, ciertamente, Kant sostiene en la “Estética trascendental” de la primera Crítica que, sin lo dado a la sensibilidad pasiva, el conocimiento no puede surgir); pero con esta suposición y una vez adentro, no podemos permanecer en él, ya que la deducción trascendental de las categorías muestra que éstas no pueden ser aplicadas a las cosas en sí mismas.

[31] Friedrich Hölderlin, Hiperión…, pp. 115–116. Cursivas del autor.

[32] Heinrich Friedrich Jacobi, Briefe über die Lehre von Spinoza, Meiner, Hamburgo, 2007.

[33] Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Alianza, Madrid, 2009, p. 46.

[34] En sentido más estricto puede decirse que se trata del dualismo que la filosofía occidental arrastra desde el pensamiento de Platón. Desde luego, no todas las filosofías desde entonces han sido dualistas, pero sí han sido éstas las más influyentes. La característica común de tales filosofías, si hacemos caso a Rorty, radica en que comparten “el modelo de la metáfora de la visión”, esto es, la visión del alma contemplándose a sí misma, a diferencia de la visión del cuerpo que observa cuerpos y materia. De esa idea de la visión del alma surge la suposición de “nuestra esencia de vidrio”, una esencia que denota una hechura “de una sustancia que es más pura, de grano más fino, más sutil y delicada que la mayoría”. Se trata justamente de aquello que, al parecer de estos filósofos, “tenemos en común con los ángeles”. Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 2010, p. 48. La idea de una filosofía pura viene de esta tradición.

[35] Baruch Spinoza, Ética, p. 46.

[36] Leemos, en efecto, en el “Apéndice” lo siguiente: “Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto”. Justamente porque se trata del prejuicio que origina muchos otros sobre la divinidad y la naturaleza, no es casual que Spinoza insista en este mismo motivo prejuicioso en las páginas del “Apéndice”. Así, asegura que, de modo común, los hombres “consideran todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil”, y también sentencia que los hombres alaban a Dios para que “Dios los amara más que a los otros, y dirigiese la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e insaciable avaricia”. Ibidem, pp. 96–99. Cursivas del autor.

[37] En su misma conferencia, “Construir, habitar, pensar”, Heidegger sostiene que el “señorío” que el hombre se ha dado a sí mismo “empuja a la esencia humana hacia lo desolador”. El “desenfreno” que ha motivado esta sensación de señorío no sólo conlleva que “el hombre se comporte como si él fuera el formador y patrón del habla”, sino también que, paralelamente, “la significación propia del verbo construir, o sea, habitar, se nos haya extraviado”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 151. Cursivas del autor.

[38] Baruch Spinoza, Ética, p. 101.

[39] Friedrich Hölderlin, Hiperión…, p. 25. Cursivas del autor.

[40] Frederik Beiser, German Idealism: The Struggle against Subjectivism, 1781–1801, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 2002, pp. 367–368.

[41] Friedrich Hölderlin, Los himnos de Tubinga, p. 71.

[42] La palabra “aórgico” (neologismo aparente que Hölderlin acuña del griego) es lo distinto de lo orgánico, pero sin ser lo inorgánico. Lo orgánico tiene aquí más el sentido de una organización mediada por la formación y la cultura que aquello que, según el discurso humanista clásico, es naturaleza a secas. Lo inorgánico es la falta de organización en este sentido y que denota, siguiendo el mismo discurso clásico humanista, ausencia de organización con correspondencia civilizatoria. Lo aórgico, en cambio, es una forma de creatividad inconsciente, característica del poeta y del artista, que no ha sufrido los embistes de una cultura que lo asfixia o que anula su creatividad eliminando su furia natural. Es una forma de impulso de formación (Bildungstrieb). Al referirse al seno aórgico de la naturaleza, Hölderlin busca señalar tanto las fuerzas productivas y creadoras de la naturaleza como su inconmensurabilidad, su infinitud. El ser humano requiere devenir aórgico, esto es, dejar desarrollar y manifestar sus fuerzas creativas originales como ser mismo natural. Es una palabra que revela, por decir lo menos, el entusiasmo de Hölderlin por la substantia de Spinoza y su crítica a toda forma de pensar la cultura como solamente reveladora de formas de vida no inconscientes.

[43] Friedrich Hölderlin, Ensayos, p. 116.

[44] Martin Heidegger, “Carta sobre el humanismo” en Martin Heidegger, Hitos, Alianza, Madrid, 2007, p. 260.

[45] Ibidem, p. 263. De nuevo, en su conferencia “Construir, habitar, pensar”, Heidegger explica que la palabra “vecino” (Nachbar, en alemán) “es el ‘Nachgebur’, el ‘Nachgebauer’, aquél que habita en las cercanías”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 151. En este sentido, queda claro que hallarse en la vecindad del ser, ser vecino del ser, es para Heidegger el verdadero habitar del hombre.

[46] Rosi Braidotti, Lo posthumano, Gedisa, Barcelona, 2015, p. 12.

[47] Ibidem, pp. 11–12.

[48] Sloterdijk, por ejemplo, se refiere a los “fundamentos nuevos” de las sociedades actuales como sociedades “decididamente post–literarias, post–epistolográficas, y en consecuencia post–humanísticas”. Lo posthumanístico representa el conjunto de las “ciencias humanas” en la era posthumana. Para este autor se trata de una “era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo que ya ha pasado porque ya no se puede sostener por más tiempo la ilusión de que las macroestructuras políticas y económicas se podrían organizar de acuerdo con el modelo amable de las sociedades literarias”. Peter Sloterdijk, Reglas para el parque humano, Siruela, Madrid, 2006, pp. 10–11. El mismo autor sitúa el origen de estas sociedades de conocimiento literarias en el origen del humanismo clásico, esto es, en Cicerón.

[49] Como comenta Braidotti, “el saber posthumano —y los sujetos que lo sostienen— se caracterizan por una básica aspiración a los principios que mantienen unida a la comunidad, e intentan evitar, por tanto, las trampas de la nostalgia conservadora y de la euforia neoliberal”. Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 22. La autora se refiere a una “forma perversa de lo posthumano”, generada por las tecnologías biogenéticas del capitalismo avanzado.

[50] Señala Heidegger que “el cuidar y el edificar es el construir en sentido estricto […], y el construir un habitar”. Pero, a la vez, el “pensar también pertenece al habitar”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 162. Cursivas del autor. Mas recordemos que, como suscribe el mismo autor en su Carta al humanismo, no todo filosofar es pensar, y mucho menos el filosofar que ha devenido técnica por su celo de la ciencia matemática. En este orden de ideas es posible decir que la filosofía moderna que ha desplazado lo natural de lo cultural es la misma filosofía que, por haber dejado de pensar, también ha desplazado el habitar del construir.

[51] Ibidem, p. 13.

[52] Ibidem, p. 73.

[53] En efecto, no sólo Herder y Hölderlin, sino también Schelling, desde luego, en plena sincronía con Hölderlin, ya suscribía en su Naturphilosophie la idea de que “la naturaleza tiene que ser espíritu visible, y el espíritu tiene que ser naturaleza invisible”. Frederik Beiser, German Idealism…, p. 368.

[54] Braidotti considera aquí las biotecnologías, nanotecnologías, tecnologías de la información y ciencias cognitivas.

[55] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 11. Las cursivas se encuentran en el original. No hay que olvidar que éste es el problema que encarna el propio Hölderlin y del cual quiere afanosamente zafarse. Así, en su Hiperión el héroe romántico exclama ante Belarmino: “¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo”. Friedrich Hölderlin, Hiperión…, p. 26. Lo mismo encontramos en su “Fundamento para el Empédocles”. Empédocles, “un hijo de su cielo y de su periodo, de su patria, un hijo de las violentas contraposiciones de naturaleza y arte”, tiene un destino, sin embargo, que se le presenta “como una instantánea unificación”. Friedrich Hölderlin, Ensayos, pp. 118–119.

[56] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p 17.

[57] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Tecnos, Barcelona, 2007.

[58] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 17.

[59] A mi modo particular de ver, el posthumanismo —y, desde luego también, los estudios posthumanísticos (como claramente lo deja ver la reflexión de Sloterdijk)— implica la crítica de Heidegger al humanismo clásico, sustentado en la idea definitoria del ser humano como animal racional. Con todo, el posthumanismo de Braidotti (al menos) no comparte con Heidegger, por supuesto, la idea de que el ser humano está más cerca de la divinidad que de la animalidad, ni la fobia heideggeriana por la tecnología. En este sentido, el debate entre el posthumanismo de Braidotti —y de otros con quienes ella misma comulga (como el de Donna Haraway o Max Moore)— y el posthumanismo de Heidegger se abre en torno a si es posible o no incluir la tecnología en el habitar, el construir y el pensar. Sin querer llevar las cosas demasiado lejos (por razones de espacio) sospecho que la posición de Sloterdijk, al menos, representa un punto medio en este debate.

[60] Ibidem, p. 83. Las cursivas se encuentran en el original. En este párrafo tenemos nuevamente la toma de posición no antropocéntrica y antihumanista de Braidotti en contraposición con lo que podríamos decir que es la postura de “la economía política del capitalismo biogenético” (ibidem, p. 82), que es no antropocéntrico (se trata de un capitalismo postantropocéntrico) y, al mismo tiempo, sin embargo, no posthumanista, pues sigue adscribiendo la idea de que el ser humano —pero un tipo de ser humano, a saber, hombre blanco, heterosexual, profesional, ciudadano…— es el verdadero amo y señor de la naturaleza. El capitalismo global ha relajado la tendencia centrista del hombre (para favorecer también máquinas, robots y animales no humanos); no obstante, por razones de capital sigue insistiendo con violencia en que un tipo de hombre es el que, desde las periferias, mantiene su dominio y jerarquía sobre todo lo otro.

[61] Ibidem, p. 101.

[62] Dipesh Chakrabarty, “El clima de la historia: cuatro tesis” en Utopía y Praxis Latinoamericana, Universidad del Zulia, Venezuela, vol. 24, Nº 84, 2019, pp. 90–109, p. 93.

[63] Braidotti, siguiendo claramente la idea de Donna Haraway sobre la condición posthumana identificada en el modelo del ciborg, hace referencia al devenir máquina. Con todo, dejaré para otro trabajo el análisis de la relación que puede existir entre el ciborg y la naturaleza, por un lado, dentro del contexto de un monismo vitalista spinoziano y, por otro lado, en la manera en que este devenir se inserta en la discusión planteada en lo que ya he dicho al final de la nota 59.

[64] Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 100. Cursivas del autor. Nótese que este “lenguaje comprensible” no es, desde luego, el lenguaje de las escuelas, sino el literario, poético, mitológico…; en suma, aquello que Hölderlin —junto con sus amigos del seminario de Tubinga— reconoce como el lenguaje mismo de la religión sensible (véase la nota 25). Por otro lado, para echar más leña al fuego del debate posthumanista en torno al habitar, no olvidemos que es el mismo Heidegger quien sostiene que “el ser–hombre descansa en el habitar y, ciertamente, en el sentido de la morada de los mortales sobre la Tierra”. Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, p. 153.

[65] Ibidem, p. 104.

[66] Idem.

[67] Ibidem, p. 107.

[68] En su ensayo “Ciudadanos del mundo” Martha Nussbaum examina la idea de que, al atribuir a Diógenes de Sinope, cínico autoexiliado, la frase “soy un ciudadano del mundo” (cuando se le preguntó de dónde venía), podemos tomar como una fundamental idea cínica la importante cuestión de “transformarnos, hasta cierto punto, en exiliados filosóficos de nuestras formas de vida”. Martha Nussbaum, “Ciudadanos del mundo” en Martha Nussbaum, El cultivo de la humanidad, Paidós, Madrid, 2016, p. 84.

[69] Braidotti señala que, desde el momento en que todos los animales “están inscritos en una economía de mercado de intercambios globales que los mercantiliza con el mismo grado de intensidad y los hace disponibles del mismo modo”, existe una igualdad entre animales humanos y no humanos. Con todo, en lo que a cantidad respecta, la autora insiste en que el tráfico de animales no humanos es el tercer más amplio mercado ilegal del mundo, después de las drogas y las armas, pero antes que el tráfico humano (principalmente de mujeres y niñas) y de órganos. Rosi Braidotti, Lo posthumano, p. 88.

[70] Idem., p. 88.

[71] Ibidem, p. 90.

Presentación

Es probable que éste sea nuestro número con mayor unidad temática en los últimos años. En parte, la razón de ello ha sido la buena respuesta de las y los autores a nuestra última convocatoria, que, al desbordar los límites usualmente reservados para la primera carpeta de la revista, nos permitió abarcar las demás y organizar en ellas los artículos de acuerdo con los énfasis de sus respectivos enfoques. Aunque también hay que decir, por otra parte, que este grado de integración de los contenidos publicados se logró alcanzar gracias a la afortunada complicidad de nuestros colaboradores en Cine y literatura, cuyos textos quedaron implícitamente alineados al tema de la convocatoria, aun cuando no es forzoso —como tampoco lo es en las carpetas Acercamientos filosóficos y Justicia y sociedad— que así sea. El resultado, felizmente, es que todas las secciones del presente número, sin perder su respectiva identidad, contribuyen desde sí mismas a la problematización de un marco temático común.

Según lo dicho, en nuestra primera carpeta, Humanidad, naturaleza y vulnerabilidad, decidimos disponer cuatro artículos. En el primero de ellos Francisco Iracheta Fernández parte del dramático escenario de la pandemia de SARS–CoV–2 para desplegar una reflexión en torno a la manera de habitar el mundo. El argumento del autor arremete, por un lado, contra las bases teológicas y filosóficas que alimentan la tradición de un humanismo —dualista y jerárquico— que no sólo concibe al ser humano como ontológicamente distinto a la naturaleza, sino que lo enseñorea al adscribirle el pleno derecho de subordinarla a sus propios deseos y necesidades. Por otro lado, el argumento del autor insta a dejarse orientar por una visión paralela y opuesta a ésta, en la cual se plantea otro modo de habitar que reconcilia al ser humano con la naturaleza y con su propia naturaleza y vulnerabilidad animal, y cuyos fundamentos teóricos pueden atisbarse en la constelación que anuda al monismo de Baruch Spinoza y al romanticismo de Friedrich Hölderlin con la propuesta posthumanista de la filósofa Rosi Braidotti.

El segundo artículo, firmado por Juan Diego Ortiz Acosta, sigue la misma estela que el primero, aunque recurriendo a fuentes teóricas distintas. En éste el autor exhorta a desactivar la perspectiva antropocéntrica que, histórica y perniciosamente, se ha confabulado con los procesos de devastación, por parte del Homo sapiens, de la biodiversidad del planeta del que éste forma parte. A contrapelo de esa realidad en el artículo se aboga por un giro hacia una conciencia de especie que permita al ser humano reconocerse en su propia constitución natural (no sólo racional) compartida con otras formas de vida, así como —con base en esta renovada conciencia— por una transformación axiológico–cultural que promueva relaciones de cuidado y solidaridad con todos los ecosistemas.

El tercer artículo, a cargo de Luis Alberto Herrera Álvarez, dirige la mirada hacia la inconmensurable dimensión de violencia, propiciada por el narcotráfico, que asola a México desde las últimas décadas. El texto se propone denunciar los límites de las explicaciones hegemónicas sobre este fenómeno (confinadas en lo que el autor llama el léxico de la ciencia, específicamente, de la ciencia social) por considerar que proyectan una concepción empobrecida del ser humano y de su racionalidad, ya que desdibujan su carácter libre tras la asignación de condiciones estructurales e instrumentales que, supuestamente, agotan tanto la orientación de su existencia como el ejercicio de sus dotes racionales. Y el texto también invita a considerar una alternativa: los aportes críticos y redescriptivos que otras disciplinas “no científicas” —y, en particular, la filosofía— pueden hacer para la autocomprensión del ser humano y para la interpelación ética del mismo fenómeno vinculado con los grupos de delincuencia organizada.

En el cuarto y último artículo de esta carpeta Pedro Antonio Reyes Linares, S.J., esboza los puntos de fuga de una propuesta ética (“ética de la sintonía”) alejada del paradigma moderno (el cual, entre otras cosas, supone la disociación de las esferas de lo divino, de lo natural y de lo humano)  descrito por Hannah Arendt en La condición humana y sustentada en el reconocimiento de nuestra común vulnerabilidad; fundamento éste que el autor sugiere entender, remontándose a la etimología de la palabra, como la “herida” (vulnus) que indica el “carácter afectivo en que está constituida nuestra sentiente humanidad”, y al que apuntala principalmente con Xavier Zubiri y su análisis noológico de la afección.

En la carpeta Acercamientos filosóficos colocamos un solo texto, que aproxima a la visión política de Henry David Thoreau, peculiar poeta y pensador poco conocido en los ámbitos de la filosofía académica. Su autor, León Heitler, explora las bases y fuentes del pensamiento patriótico de Thoreau, con sorprendentes hallazgos sobre la resonancia de éste en Kant y sus paralelismos, aunque también diferencias, con el nacionalismo romántico de Herder. Entre estas últimas Heitler destaca, sobre todo, el peso que el poeta norteamericano otorga a la naturaleza en tanto fuente de intuiciones y arquetipo para orientar moral y políticamente la vida social de los seres humanos.

Decía desde el principio que los artículos de nuestros colaboradores en la carpeta Cine y literatura conspiraron casualmente con el tema de la convocatoria para este número. Se puede ver así porque sus respectivos textos ponen el dedo en la llaga de una humanidad tan vulnerable como vulnerada por su misma humanidad. Es lo que revelan descarnadamente muchas historias y personajes de las películas de Pier Paolo Pasolini, cuya completa filmografía recorre con admiración y empatía el texto de Luis García Orso, S.J. en el apartado correspondiente a cine. Nuestro colaborador trenza este recorrido cinematográfico con datos de la biografía de Pasolini y, de esta manera, bosqueja una conmovedora semblanza del genial cineasta y escritor italiano.

Por su parte, en el apartado de literatura, José Miguel Tomasena reseña El invencible verano de Liliana, la novela con que la escritora mexicana Cristina Rivera Garza narra, treinta años después del suceso y sosteniéndose en una polifonía de voces, el feminicidio de su propia hermana. Nuestro colaborador se pregunta por el significado de estas tres décadas de duelo y silencio, hasta el final advenimiento de la palabra: “¿Qué tiene que pasar, individual y colectivamente, para que el silencio del trauma pueda cristalizar en palabras?”. No parece haber respuesta simple para esta pregunta, que no es sólo psicológica; “son también treinta años de la sociedad mexicana”, que algo dirán sobre nuestras formas de ejercer y de visibilizar la violencia.

Finalmente, en nuestra carpeta Justicia y sociedad proponemos un artículo que aporta elementos, si no para responder, al menos sí para profundizar en la pregunta anterior. En éste, Laura Echavarría Canto entrevera conceptos (“vida nuda”, “vulnerabilidad” y “vidas precarias”) procedentes de diversos autores en los que advierte el “parecido de familia” que consiste en poner en el centro a la otredad, concebida como vida que no es digna de vivir ni, por lo tanto, de ser llorada tras ser destruida. De este modo, la autora se provee de un marco teórico para plantear una hermenéutica crítica sobre el fenómeno del feminicidio en Ciudad Juárez.

Como siempre, desde Xipe totek agradecemos la complicidad de nuestras y nuestros lectores, con la esperanza de reencontrarnos en nuestro número de invierno.

Miguel Fernández Membrive

Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización

Mario Alejandro Montemayor González[*]

 

Recepción: 19 de junio de 2021
Aprobación: 13 de septiembre de 2021

 

Resumen. Montemayor González, Mario Alejandro. Raíces del sistema educativo mexicano: identidad nacional, memoria y alfabetización. En el presente artículo me enfoco en la época de la posrevolución en México, en la que José Vasconcelos, fundador de la Secretaría de Educación Pública (SEP), inició un conjunto de políticas educativas para afianzar la identidad nacional mexicana. Analizo el modo en el que la alfabetización se volvió la estrategia central para conformar la mexicanidad en las comunidades dispersas del México rural. Asimismo, muestro el papel de la creación artística en movimientos pictóricos como el muralismo, el rescate de la memoria de los pueblos originarios a través de la arqueología, el programa de maestros ambulantes y las misiones culturales, que ayudaron a desplegar el programa narrativo en el territorio nacional. Como conclusión dejo ver cómo el énfasis en la identidad nacional a través de la escolarización dio continuidad al debilitamiento cultural de los diversos pueblos originarios de México.

Palabras clave: identidad nacional, alfabetización, mexicanidad, José Vasconcelos, memoria.

 

Resumen. Montemayor González, Mario Alejandro. Roots of the Mexican Educational System: National Identity, Memory and Literacy. In this article I focus on the period after the Mexican Revolution when José Vasconcelos, founder of the Ministry of Public Education (known by its initials in Spanish, SEP), implemented a series of educational policies aimed at affirming the Mexican national identity. I analyze the way the literacy campaign became the key strategy for shaping Mexicanness in the far–flung communities of rural Mexico. I also point out the role of artistic creation in pictorial movements such as muralism, the recovery of the memory of original peoples through archeology, the itinerant teacher program and the cultural missions, which contributed to the deployment of the narrative program throughout the national territory. As a conclusion I show how the emphasis on national identity through schooling served to further the cultural weakening of Mexico’s different original peoples.

Key words: national identity, literacy, Mexicanness, José Vasconcelos, memory.

 

Introducción

En diferentes momentos de la historia mexicana ha habido esfuerzos por crear y difundir una narrativa coherente sobre la identidad nacional a lo largo y ancho del territorio. Este artículo intenta rastrear, después de la Revolución mexicana, el empeño político por situar el pasado indígena como marca distintiva de la identidad mexicana. A partir de esta época se puede entrever un proyecto de nación que intenta robustecer el andamiaje institucional del Estado mexicano. Para ello se busca reformular y expandir la identidad a través de la escolarización, y así narrar una sola historia a la mayor parte de la población.

El proyecto de la identidad nacional mexicana incluye la génesis y la confección de una narración consistente sobre lo mexicano que pueda ser divulgable por medio del talento de maestros y artistas que se suman a la colaboración en este proyecto. La narración sobre lo mexicano contiene dosis de estrategias vinculadas directamente con la enseñanza de la lectoescritura, habilidad que los individuos adquieren en la escuela; aunque también tal narración se apoya en símbolos, prácticas y artes pictóricas y plásticas que ayudan a crear la atmósfera nacional que envuelve la historia mexicana y la mexicanidad en sí.

Este artículo reflexiona sobre la historia de la educación en México y hace uso de algunas pinceladas filosóficas del autor francés Michel Foucault, a fin de elaborar una crítica de las consecuencias, aparentemente no previstas, sobre la identidad nacional del mexicano y la inhibición de la diversidad cultural de las comunidades que lo habitan. La exaltación del pasado indígena en lo mexicano, paradójicamente, favoreció el camino hacia el desdibujamiento de las culturas indígenas, tal y como se advierte en el México contemporáneo. Este proceso ha sido ampliamente documentado por diversos historiadores, filósofos y antropólogos.[1]

Para entender la confección del relato sobre la mexicanidad y su interrelación con el desarrollo del sistema educativo mexicano, se analiza la política educativa de José Vasconcelos, primer secretario de Educación Pública en México. Principalmente, el análisis se aproxima a la impronta en la orientación de la Secretaría de Educación Pública (SEP), de la cual Vasconcelos fue fundador en 1921, y se complementa con algunos discursos y pensamientos del también filósofo y diplomático.

 

La escuela y el relato sobre lo mexicano

El mestizaje, visto desde la confección de un relato histórico, en este caso el del mexicano, es una síntesis, en apariencia, suficientemente robusta para la adhesión afectiva de las personas a la nación, las cuales se encuentran ligadas en un sentido de pertenencia a este territorio que conocemos como México. La confección del relato mexicano incluye símbolos, historias y circunstancias que nos colocan en un determinado entendimiento de lo que somos y hacia dónde nos dirigimos. La comprensión de lo que implica ser mexicano es también criterio orientador del quehacer de sus pobladores y de los cimientos de la organización y la construcción de la estructura institucional del Estado.

La narración histórica de lo mexicano está compuesta por cientos de episodios eslabonados en la sucesión del tiempo, que juntos desarrollan una trama sobre la historia de un solo pueblo. Numerosos escritos relatan la vivencia de miles de testigos de la mezcla de los pueblos, de la trayectoria de lo múltiple (los muchos pueblos que aquí conviven) a lo unificado (lo mestizo–lo mexicano). Es decir, lo mexicano sirve para amalgamar, en una sola unidad de sentido, lo dicho sobre la variedad de culturas que coexisten en un territorio tan vasto.

El relato de la mexicanidad se presenta ante su audiencia como si lo mexicano fuera algo perteneciente a todos los habitantes del territorio. En este esfuerzo se elige al pueblo azteca o mexica, el cual, una vez que ha pasado por la influencia cultural de España en el periodo colonial, y tras sufrir una síntesis entre lo español y las diversas culturas indígenas, resulta en una nueva creación racial, como una fusión entre dos mundos.

En la invención de la identidad mexicana el sentido de pertenencia se consolida en una sola unidad de sentido, la creación de una historia y la elaboración de símbolos que aglutinan un proyecto de gestión de la convivencia social y de la interacción. Éste es el pegamento que hace posible el surgimiento y mantenimiento del Estado–nación como unidad administrativa que ejerce la autoridad sobre la población de un territorio.

 

Época de la posrevolución en México

Al terminar la Revolución mexicana el país era un Estado incipiente y tenía una clase dirigente propia que pretendía diseñar un solo relato comunicable a sus habitantes y fortalecedor de la unidad nacional.

Antes, entre los siglos XIV y XIX, hubo diversos acontecimientos en muchos pueblos que habitaban territorios dispersos, y que no eran una misma cosa; todos ellos pasaron a ser narrados dentro de una historia articulada y entreverada que tiene consistencia. A ese tejido narrativo se le conoce como la trama que da cuenta de la historia nacional de una sola nación. En cierto sentido se hizo comprensible la narración de una historia de lo que en ese tiempo era México (el México posrevolucionario en el que participaron diferentes facciones que buscaban construir un modo de gobierno). Lo que quiero decir es que, desde ese presente posrevolucionario, se seleccionaron acontecimientos, lugares y personajes propicios para el proyecto de nación que se confeccionaba. Fue un intento de organizar el pasado a través de la historia nacional para robustecer la identidad nacional en oposición a la dispersión de comunidades del territorio.

En este proceso fueron de vital importancia los institutos nacionales del Estado. Éstos ayudaron a cohesionar la naciente articulación de comunidades, la dispersión de los relatos, y se encaminaron hacia la unidad de la pluralidad. De este modo, en 1921 nació la SEP bajo el liderazgo de Vasconcelos y, años más tarde, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Tales órganos, relacionados con la autoridad del Estado e intelectuales formados en diversos círculos académicos, fueron los encargados de confeccionar y difundir un solo relato mexicano que dio unidad a la nación.[2]

A principios del siglo XX existió un impulso indigenista que intentaba rescatar la memoria de los pueblos prehispánicos para otorgarles un valor preponderante dentro de la identidad mexicana. Esta tendencia se hizo visible en el estilo pictórico y la trama narrativa del movimiento muralista en el que participaron Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, entre otros. En ese sentido la inercia de la organización de los acontecimientos del pasado buscaba dejar en la imagen de la mexicanidad el legado del pueblo mexica (y algunos otros pueblos originarios) como piedra fundacional. Este proyecto político que pretendía fortalecer la identidad nacional se compagina con el proyecto alfabetizador y educativo coordinado por la SEP desde sus inicios.

 

La escuela y sus maestros

Captar la vinculación entre la escuela moderna y la forma en que se han constituido las identidades nacionales es fundamental para acercarnos a las consecuencias de la unificación del relato nacional. En este caso describo el papel de algunas políticas educativas conectadas con la rectoría que el Estado–nación ejerce sobre la población.

Jean–Pierre Terrail, educador y sociólogo francés, sostiene que la escuela lleva a cabo una separación de la vida práctica cotidiana para tener un espacio y un tiempo de distanciamiento respecto a lo práctico que ocurre en el día a día. Es un ejercicio intelectual en el que se transmite un conjunto de saberes objetivos y concentrados sin necesidad de aparecer en la práctica directa. Esto requiere tiempo y espacio específicos para aprender la técnica de decodificación y generación de la grafía de los signos que demanda la lectura, ejercicio que precisa desconexión de otras actividades. No se puede leer o escribir mientras se realiza otra actividad. Al respecto, afirma: “El manejo de los signos gráficos es una actividad separada de la vida cotidiana”.[3]

Esta emancipación de la escritura y de la escuela respecto a las circunstancias prácticas confiere al centro escolar un sitio estratégico. Se pone entre paréntesis la actividad cotidiana por un tiempo prolongado de la vida, gestionado por un cuerpo administrativo que da una determinada orientación a lo que ahí se enseña. Además, esto ocurre de manera masificada para la población, de modo gradual para los infantes y se convierte en derecho y obligación para todos los ciudadanos. Así, el Estado tiene un sitio exclusivo, por decirlo de alguna manera, sobre el cual recae la responsabilidad formativa de las personas que habitan el territorio en donde éste ejerce su autoridad. En ese sentido, se le confía y se le da legitimidad a la responsabilidad del Estado para educar a sus ciudadanos de un modo concreto.

“La cultura escrita no puede transmitirse más que dentro de la institución escolar porque es el resultado de la actividad intelectual de hombres y mujeres de letras”.[4] Estas personas de letras son los maestros, directos interlocutores y formadores de los niños que asisten al centro escolar. Son los representantes del andamiaje institucional y que dependen directamente del Estado. El maestro enseña a partir de la repetición, puesto que no es él mismo quien deja emerger lo que se revela en un texto que originalmente éste creó, sino que realiza un ejercicio de habilitación al mundo de las letras para los nuevos integrantes de la sociedad, para que ellos puedan comprender lo plasmado en textos escritos por otro autor. Lo que hace el maestro es transmitir el conjunto de conocimientos ya preestablecidos como verdaderos.

Terrail dice que en Mesopotamia y Egipto, cuando comenzaba el ejercicio de la escritura, había unos pocos hombres letrados que producían textos religiosos, jurídicos o médicos, y existían otros copistas que repetían lo que ya se había escrito en otro papiro y daban difusión a lo escrito. En la escuela moderna el maestro representa, desde este esquema, el heredero del copista, quien forja el camino para que la repetición y la difusión de lo ya creado o producido por otros intelectuales pueda ser apropiado por otros. El maestro no crea contenidos, sino que recibe conjuntos de ellos que transmite y vierte como conocimientos que son guía para la vida de sus estudiantes.

Ahora bien, el ejercicio de enseñanza también es un camino de creatividad. El maestro no realiza un mero ejercicio de repetición a secas, ya que éste se topa con grupos de estudiantes con particularidades propias. Y, a pesar de haberse incorporado a un esquema institucional de generalización, como lo es la escuela (con sus contenidos planeados, técnicas de enseñanza sugeridas y metas de aprendizaje comunes), el ejercicio docente siempre demanda al maestro detenimiento en la particularidad de cada persona, su contexto, su ritmo y modo de aprendizaje.

Entonces, a pesar de que la escuela moderna imponga estructuras generales o de normalización, el maestro, como copista y difusor, también es creador de camino para que otros puedan acceder de algún modo a los conocimientos ya existentes. Este dinamismo siempre está en tensión entre lo general del programa planeado desde la institucionalidad del Estado y lo particular de la situación personal que se enmarca en
el contexto de la localidad en la que está ubicada la escuela. El maestro, por lo tanto, es el mediador entre el sistema educativo nacional y las personas concretas que arriban al aula de una localidad.

 

José Vasconcelos fortalece la identidad mexicana

A principios del siglo XX la vivencia social de la Revolución mexicana impulsa el propósito de difundir el relato sobre la historia nacional y reactiva la aspiración por la nacionalidad mexicana, que se despliega concretamente en el proyecto educativo nacional. Tras esta revolución la tarea de construir la identidad nacional recae, en gran medida, sobre el sistema educativo aún fragmentado, disperso y, sobre todo, desorganizado.

Ernesto Meneses Morales lo consigna de la siguiente manera: “Las declaraciones […] y casi todos coincidían en afirmar que la escuela cumpliría la necesidad suprema de formar el alma nacional, cuya esencia [la identidad nacional] tan ansiosamente buscada, era algo que nadie conocía, pero había la seguridad de que la escuela sería capaz de conformarla”.[5] Octavio Paz, por su parte, escribe que “la Revolución Mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones”.[6]

Vasconcelos es una figura clave en la construcción de la identidad nacional. Él perteneció a una generación de intelectuales que, durante la primera mitad del siglo XX, estuvieron muy presentes en la política educativa y cultural mexicana. Este personaje, entre los años 1920 y 1921, fue rector de la Universidad Nacional de México (UNM), desde donde logró, en ese último año, federalizar la educación con la creación de la sep. Como primer secretario de Educación Pública desarrolló un plan integral de alfabetización acompañado por el apogeo de la creación artística y por el aumento de las bibliotecas instaladas, que ayudaron a difundir el relato de la identidad nacional.

“El 4 de junio de 1920 José Vasconcelos es designado por De la Huerta rector de la Universidad Nacional de México”.[7] Vasconcelos aportó una propuesta organizacional a la educación. Como hombre de letras estaba convencido de que la alfabetización de un país mayoritariamente analfabeta era la táctica que necesitaba México para levantarse de la caída estrepitosa de la guerra y modernizarse. Ahora bien, como ya se señaló, la estrategia del Estado–nación se centra en la escolarización como medio para la creación de la identidad mexicana.

En aquella época las escuelas dependían directamente de los municipios. Según Meneses esto las tenía en un estado de abandono y dependencia de la política localista de cada comunidad. Vasconcelos, por lo tanto, buscó pasar de la municipalización de las escuelas a la federalización de la educación. La centralización del proceso educativo, de alguna manera, permitiría coordinar y articular desde el centro del país el rumbo de la ligera institucionalidad existente hasta ese momento.

En 1920, durante su toma de posesión como rector de la UNM, Vasconcelos reflexionó sobre el palpitar de la nación. Dijo: “Nuestras aulas están abiertas como nuestros espíritus y queremos que el proyecto de ley que de aquí salga sea una representación genuina y completa del sentir nacional”.[8] Meneses explica que el cometido de las letras se entreteje con la identificación de una nación entre sus habitantes; la educación alfabetizadora y las artes se unen para dar forma a una nacionalidad. Para esto el medio será claramente alfabetizador: “La redención del pueblo mediante la educación exigía el esfuerzo coordinado del maestro, del artista y el libro”.[9]

Es un momento de unidad política y de emergencia de lo nacional que permite aglutinar en una sola institución —apéndice directo y vital del Estado mexicano— un órgano que tendrá la facultad de diseñar y difundir un solo relato, el cual viaja a la gran diversidad de localidades rurales y ciudades a través, principalmente, de la lectoescritura.

 

Intelectuales, arte e identidad nacional

En 1908, años antes de la emergencia de este epicentro de creación cultural, Vasconcelos, junto a otros intelectuales de la época, participó en el Ateneo de la Juventud (grupo que duraría pocos años, hasta 1914). Este colectivo intentaba forjar un pensamiento propio de los pueblos latinoamericanos. Algunos estudiosos, como Carlos Beorlegui Rodríguez, han denominado al grupo como parte de la generación de 1915. Como sostiene este mismo autor: “Toma conciencia de su misión bajo la tensión y crisis de la cultura y de los valores europeos, con motivo de la Primera Guerra Mundial, desarrollada durante esos años”.[10] A este círculo de intelectuales pertenecen también otros pensadores y escritores destacados que tendrán influencia en la política cultural y  educativa de las siguientes décadas: Antonio Caso, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Pedro Henríquez Ureña, entre otros.

El Ateneo influyó en el pensamiento vasconcelista por su enfoque en la vuelta a los orígenes: “Un rasgo que va a caracterizar a esta generación es la emergencia del valor del mestizaje y la reivindicación de lo indígena”.[11] Como afirma Beorlegui, “[esta generación] tratará de recoger fundamentalmente los ingredientes de lo propio, incluido lo indígena, para construir una cultura mestiza, una raza cósmica, como dirá Vasconcelos [en su obra[12] publicada en 1925]”.[13]

Además, este colectivo desarrolló una crítica al positivismo impulsado en México principalmente por Gabino Barreda[14] (antiguo director de la Escuela Nacional Preparatoria, ENP) en el siglo XIX. Como expresa Guillermo de la Peña Topete, “fue la crítica del grupo generacional reunido en 1910 en el Ateneo de la Juventud […] la que anunciaría los cambios educativos de las siguientes décadas, hizo del ataque al positivismo la premisa para una renovación cultural”.[15] Este grupo contó con el apoyo financiero de Justo Sierra, quien, además de forjar el pensamiento educativo en las décadas anteriores cuando fue secretario de Instrucción Pública (nombre anterior de la SEP), era conocido por insistir en la difusión del positivismo a través de la escolarización.

Además de la férrea oposición del Ateneo al positivismo, sus miembros también intentaron regresar a modos de filosofar que, en ciertos círculos académicos, ya eran marginales. En sus conferencias, talleres y difusión de ideas en la capital del país “reivindicaban la metafísica y la espiritualidad […], exaltaba[n] la creación artística, la capacidad del ser humano de elevarse al contacto con la belleza transmitida por los clásicos, pero también por las manifestaciones artísticas populares”.[16] Así, es posible afirmar que el Ateneo influenció al futuro ministro, sobre todo en lo que se relaciona con la exaltación de las artes en sus diferentes expresiones.

Vasconcelos valoraba el arte y la creación; tuvo una sensibilidad afinada por la belleza y sabía que lo bello conecta más con las emociones que con la razón, algo fundamental para la identidad. Su propuesta de la SEP fue acompañada con la creación de un relato acerca de la identidad nacional que partía directamente de los artistas mexicanos; identidad que no solamente necesitaba de la confección de una historia que apuntara hacia la mexicanidad, sino que también demandaba la creación de un medio propicio para dejarse afectar por lo bello. Así pues, la narración va acompañada de música e iconografía que conforman la perspectiva del México de aquella época.

De este modo, la regeneración de la identidad nacional desde la escuela se acompaña de una oportunidad para que el arte refleje el alma nacional, exprese lo que yace en nuestra historia y en nuestro interior, y para que el ejercicio de creación emprendido por algunos artistas ayude a conformar un medio o una atmósfera en la que el mexicano pueda verse reflejado.

Vasconcelos cree que el artista, poseído por la inspiración, capta en el flujo de los acontecimientos un modo de plasmar una verdad propia que no le es particular, sino que pertenece a los otros que lo circundan, a su pueblo. Así, este personaje solía promover al artista con ahínco, y su actividad sería de vital relevancia para el plan que deseaba desarrollar en la sep.

La inspiración del artista es de gran importancia para señalar y reflejar los elementos propios del alma nacional. Para este cometido, artistas como Diego Rivera (quien se encontraba en Europa durante aquella época) fueron contratados por Vasconcelos. Asimismo, el artista, piensa el secretario de Educación, debe estar ligado a su medio para que pueda expresar aquello oculto a la mirada de todos, lo cual requiere de su genio para ser descubierto. De esta manera, la identidad a través del arte se descubre para ser pintada en murales o compuesta en melodías que acompañan el flujo de la historia en la que el individuo va descubriéndose por medio de la composición del relato nacional de la mexicanidad.

Vasconcelos generó políticas y andamiajes institucionales que ofrecían a los artistas superficies para ser pintadas. Como relata Daniel Cosío Villegas: “La acción de Vasconcelos que, por primera vez en el México moderno, ofrece a los artistas ‘superficies para pintar’ y les da la oportunidad de expresarse… [generó] el regreso al país de pintores que habían adquirido en Europa una sólida experiencia: Rivera, Montenegro, Best Maugard”.[17] De hecho, el primer mural de Diego Rivera fue llamado “La creación” —nombre sugerente para la circunstancia nacional—, realizado entre 1921 y 1922 en la enp (en el Antiguo Colegio San Idelfonso). Para 1927, según Meneses, Rivera habrá terminado 124 murales, incluidos los que pintó en el edificio de la sep.

 

La máscara de la narrativa mexicana

Ahora bien, a pesar de que el esfuerzo narrativo de los artistas es encomiable, la identidad nacional resulta un problema para la identidad personal. La identidad nacional se ve relatada, creada y embellecida por un grupo de personas que, con su talento y mejor intención, quieren dirigir la subjetividad de otros tantos mexicanos hacia un mismo horizonte. Hay una pretensión de que su identidad les sea develada con el apoyo de las obras elaboradas por los artistas. El problema es que al receptor se le demanda imitación y adscripción, se le solicita lealtad y confianza a lo mexicano sobre cualquier otro relato.

En sentido educativo la identidad mexicana que se configura es “dictada” a los nuevos pupilos que reciben una creación hecha y, en cierto modo, terminada. La adscripción de los mexicanos a la mexicanidad se presenta a través de la escolarización básica como concluida (durante los primeros años de vida). Se dicta la mexicanidad como un código identitario para imitar, que se ajusta a la obra realizada por los artistas bajo un proyecto político. Artistas y políticos, en esta perspectiva, se convierten en una aristocracia que define lo que en verdad es mexicano, cuando realmente la identidad de sus estudiantes apenas está en construcción y se mantiene abierta. Los maestros, si quieren participar en la práctica educativa, están obligados a adscribirse a la mexicanidad y difundir lo aprendido en sus centros de formación, en la gran diversidad de comunidades.

Como ya lo hemos consignado, para el relato de la mexicanidad es vital la categoría del mestizaje en cuanto suceso que ha configurado al pueblo mexicano. Vasconcelos, ante un país mayoritariamente analfabeta y rural, realiza una tarea titánica para incorporar a más personas a la docencia en la naciente sep. Así, propuso diversos programas para aumentar el número de profesionales de la educación. Uno de ellos fue el de los maestros ambulantes, también conocidos como misioneros culturales, quienes colaboraron en el desarrollo de la educación en las comunidades rurales (muchas de ellas no hispanohablantes) y tuvieron la encomienda de reclutar maestros de las mismas comunidades a las que arribaban apoyándose en estructuras regionales denominadas misiones culturales.[18] De este modo, el contingente de maestros normalistas de la capital del país tuvo por cometido principal la alfabetización en lengua castellana de la población, acompañada de la adhesión a la mexicanidad.

A pesar de los años turbulentos de la Revolución mexicana, entre 1910 y 1923 hubo un aumento significativo en la construcción de escuelas y, obviamente, en la incorporación de nuevos docentes. “En México había, en 1910, 9,752 escuelas primarias, donde enseñaban 16,370 maestros y maestras y a las que asistían 695,449 alumnos; en diciembre de 1923 el país contaba con 12,814 escuelas, 24,109 profesores y 986,946 alumnos. O sea que hubo un aumento de 3,062 escuelas primarias”.[19]

En pocos años Vasconcelos logró articular una estrategia de Estado que aglutinaba la colaboración de múltiples actores en el México rural e implementaba una estructura organizacional de carácter institucional que puso en marcha con relativa velocidad. Como hemos visto, al frente de la UNM creó la SEP y, de ahí, empezó una labor generativa: aumentó el reclutamiento de maestros (ambulantes y rurales), de lo cual surgió la necesidad de incrementar la formación de docentes, por lo cual creó la Escuela Normal Rural (ENR). Meneses apunta que la primera ENR se estableció en Tacámbaro, Michoacán, en 1922.[20] Tal ampliación de la capacidad instalada de los docentes se acompañó del esfuerzo editorial de impresión de libros distribuidos en la pequeña red de bibliotecas que empezaba a germinar.

El secretario de Educación envió maestros a las comunidades. Al respecto, De la Peña escribe: “Vasconcelos redactó un programa de acción de los misioneros [maestros] […]: pedía a los misioneros recopilar sistemáticamente información de la región […], su geografía, historia de los grupos indígenas locales, condiciones económicas y sociales; formación de juntas de educación, diagnóstico y planificación de edificios escolares […]”.[21]

Es decir, los maestros que fungían como misioneros culturales no sólo eran maestros dedicados a la enseñanza, sino que eran enviados del Estado que recopilaban información y tenían ciertas interpretaciones de la realidad sobre las comunidades a las que arribaban. Ayudaban a la coordinación central de la capital del país a formular planes y estrategias educativas conforme a la situación de las comunidades en las que se encontraban.

En ese sentido, es interesante cómo, desde un proyecto de nación que se fraguó con mirada y énfasis puestos en el mestizaje, se pretendió integrar a los no hispanohablantes (millones de indígenas que hablaban otra lengua) a una sola unidad cultural construida, en este caso, la mexicana. Así, el origen de lo mexicano que se enfatizó en aquella época fue el pasado indígena precolombino, que coincidía con el alza de movimientos indigenistas (como el movimiento artístico del muralismo mexicano que Vasconcelos mismo impulsó).

Ahora bien, lo contradictorio de esta mexicanidad es que, mientras se recuperaba la figura del indígena antes de 1492, se pretendía que los indígenas que continuaban vivos fueran “desindigenizados”, integrados y civilizados en el México moderno. Lo que importaba era la máscara del pasado que se diseñaba en el mundo intelectual. Así, era verosímil explicar quiénes éramos en los albores del siglo xx. México era un pueblo de mestizos —la raza cósmica—; pero los pueblos nativos, que seguían existiendo, eran irrelevantes. Más bien, con la alfabetización solamente en lengua castellana en sus comunidades, se buscó terminar de sepultar el origen viviente para integrarlos a un nuevo orden de las cosas: lo mexicano.

Centenares de nuevos maestros dispersos por la geografía mexicana emprendieron el camino para cumplir su misión. Las comunidades rurales recibieron personas que llegaron con unos cuantos libros al hombro y con la promesa de instruir a las nuevas generaciones para un mejor futuro. La figura del maestro en sus múltiples modalidades fue central para la difusión de la narración mexicana.

De este modo, los indígenas no hispanohablantes fueron absorbidos por el naciente sistema educativo mexicano diseñado en el centro del país. La educación alfabetizadora en el México rural que emprendieron misioneros culturales se acompañó de estrategias concretas: incluyó instalación de nuevas bibliotecas y programas de lectura, así como desincentivar el uso de lenguas locales y, sobre todo, contó con la legitimidad de los ciudadanos mexicanos, lo cual quiere decir que tuvo la aprobación pública para incorporar a todos los mexicanos al circuito hispanohablante.

Lo anterior provocó que cientos de comunidades se desprendieran paulatinamente de la lengua que utilizaban en lo cotidiano para adoptar una nueva: la mexicana (el castellano).

En ese mismo sentido, además de la estrategia de maestros ambulantes, se gestó un proyecto de memoria nacional vinculado con la búsqueda de vestigios arqueológicos, como las pirámides del periodo prehispánico. De manera simultánea a la labor educativa, el arqueólogo Manuel Gamio[22] impulsó este proyecto arqueológico que pretendía develar las ruinas de construcciones antiguas de pueblos indígenas que yacían por debajo de los edificios del momento en la Ciudad de México.

Quiero incorporar algunos elementos del análisis que el filósofo Michel Foucault plasma en su ensayo Nietzsche, la genealogía, la historia,[23] para vincularlos con algunas de las condiciones de posibilidad que permitieron que la educación del Estado mexicano se construyera solamente desde el idioma español, mientras que los otros idiomas del territorio quedaron al margen del proceso educativo y de la identidad nacional.

Según Foucault, en la Europa del siglo XIX, bajo el influjo del historicismo, hubo una intensificación en la búsqueda del pasado, su documentación y la interpretación de las reminiscencias de lo ocurrido. El filósofo francés ubica este cuadrante historicista como parte de un proyecto antropológico que buscaba construir la memoria de los pueblos. Lo describe como el arte de representar un teatro: es una amalgama de decorados del pasado que escenifican y concuerdan con el presente en un disfraz de continuidad.[24]

Foucault adoptó la distinción que Nietzsche comenzó a establecer entre el Ursprung (origen) y el Herkunft (procedencia). El historiador crítico parte del supuesto de que los acontecimientos son azarosos; son circunstancias dentro de la arena en la que forcejean diversas legitimidades tratando de aseverar una determinada verdad sobre otras en juego. En este sentido, Foucault critica duramente la búsqueda del origen entendido como un lugar de pureza o verdad primera. Remarca que la avidez por comprender el origen responde más bien a una pretensión según la cual la historia tiene una direccionalidad escondida que el historiador debe captar con la debida precisión y astucia. Así, parecería que el flujo de los acontecimientos o el ocurrir de la realidad —que son narrados después por los historiadores— tienen una continuidad o sentido propios que reclaman ser encontrados por quienes buscan la verdad (en este caso, los historiadores).

Foucault alienta a “ocuparse de las meticulosidades y los azares de los comienzos […] donde se están revolviendo los bajos fondos […] donde ocurren las derrotas mal digeridas, las sacudidas, las sorpresas”.[25] Por ende, incita a los historiadores a detenerse en medio de los millares de sucesos antes ocurridos y a escudriñar con paciencia el forcejeo de las luchas, las victorias populares y los detalles no consignados por la oficialidad de los órganos narradores de la historia. De esta manera,
la independencia del historiador le demanda enfocarse en lo que quiere de acuerdo con sus intereses y sin revestirse de una fraudulenta neutralidad u objetividad; toma partido por hilos de sucesos aparentemente inconexos, pero que dan cuenta de las circunstancias desde donde se mira. De cierto modo, en las prácticas discursivas se entreteje el binomio verdad–poder, tal como lo hemos analizado en la producción narrativa de los medios universitarios y educativos, y lo que se afirmaba sobre la verdadera identidad mexicana.

La narrativa sobre el origen del mexicano, que viene construyéndose desde la creación de la SEP y difundiéndose por los maestros, se complementa con un proyecto de memoria nacional al que se le da continuidad con el surgimiento del INAH en 1938 y con la construcción, en 1964, del actual Museo Nacional de Antropología (MNA) bajo la supervisión de Jaime Torres Bodet,[26] secretario de Educación en aquella época. Se trata, en todos estos casos, de crear instalaciones e instancias que consoliden una narrativa de la identidad mexicana desde el pasado de los habitantes de este territorio.

En el centro del MNA es colocado de forma estratégica (desde este proyecto de la memoria) el sol azteca como símbolo de la pervivencia de los antiguos pueblos mexicas en lo que ahora son los mexicanos. Todo el museo está conformado por salas que contienen objetos recopilados en las excursiones arqueológicas y que son propios de las culturas precolombinas. Es la exaltación de un pasado que es origen de nuestra civilización, tal como dice De la Peña: “[la inauguración del Museo de Antropología] parecía simbolizar el triunfo histórico del nacionalismo revolucionario, el triunfo de una cultura mestiza, consolidada al amparo de un Estado a la vez […] moderno y consciente de sus raíces milenarias”.[27]

Ahora bien, si el proyecto de la memoria mexicana ha forjado instancias institucionales que ayudaron a pulir la narración de la historia, a conservar los monumentos y los restos arqueológicos localizados en diversos lugares de la geografía mexicana; y si, además, este proyecto pretendía que ese pasado fuese valorado al enaltecer a esta raza cósmica, mestiza, que proviene de un pasado insigne, entonces cabe preguntarse por qué ese mismo pasado, que sigue vivo y habita en miles de pequeñas comunidades indígenas, se quedó al margen del plan.[28] Por el contrario, se buscaron mecanismos para que los pueblos indígenas fuesen absorbidos en esta nueva mexicanidad. En ese sentido, era importante para el proyecto mexicano dejar de ser indígena y olvidar su propio idioma, por ejemplo, el náhuatl (la lengua indígena con más hablantes actualmente).

En síntesis, hubo múltiples circunstancias que influyeron en el proyecto de la mexicanidad. Tales circunstancias partieron del Ateneo de la Juventud, en 1908 (conformado por un grupo de intelectuales opuestos al positivismo y con deseos de reivindicación de lo indígena en la identidad mexicana, pero que remarcaban la centralidad del mestizaje en su composición), pasando por la creación de la SEP, en 1921, y las misiones culturales y educativas en castellano impulsadas por Vasconcelos en el medio rural, hasta llegar finalmente, años después, a la edificación del MNA, que aglutina la memoria de un pueblo con miras a encontrar “las raíces” de nuestra identidad.

Foucault sostiene que existe el “riesgo de evitar toda [nueva] creación en nombre de la ley de la fidelidad”.[29] Así, el querer seguir siendo fieles a lo que se fue en el pasado impide recrearse ante las nuevas circunstancias que se presentan. Desde esa perspectiva, el peligro para los pueblos indígenas frente al proyecto de la memoria es que el Estado los conduzca a su folclorización. Es decir, en esta lógica, lo importante es el pasado precolombino que nos hace ser lo que somos, nuestra raíz, que implica una tradición que incluye vestimenta, danza, gastronomía y rituales que nos recuerdan eso que aún somos. No obstante, el asunto central del proyecto de identidad nacional es que eso tiene que continuar como una fotografía del pasado. Este proyecto antropológico criticado por Foucault[30] —que ocurrió no solamente en México, sino en muchos otros Estados–nación entre los siglos XIX y XX— incluye la conservación de las culturas, de sus modos de colocarse frente al mundo antiguo, sus artesanías, sus colores y elementos decorativos que nos embellecen el paisaje desde el que opera lo mexicano.

La conservación del proyecto de memoria nacional bloquea la posibilidad de recreación de las culturas indígenas ante el surgimiento de nuevos acontecimientos en el nuevo orden que gestiona la aparición política del Estado. Dicho en otras palabras, la conservación inhabilita las culturas no mexicanas a dinamizar su propio modo de situarse ante el nuevo mundo al mantenerlas en las vitrinas y el folclor de un aparador turístico. Este proyecto de la memoria requiere construir enormes aparadores llenos de objetos antiquísimos, como un anticuario, y sobre esta memoria viva edificar los monumentos de la gloria de los inicios de la mexicanidad.

 

Reflexiones finales

Tras este recorrido, que va desde la identidad nacional en cuanto modo de fraguar la pertenencia y la localización de los seres humanos en el nuevo orden social, que es el Estado–nación, hasta la confección del relato de la identidad mexicana, forjado en la posrevolución, quisiera expresar algunas reflexiones.

La creación de la leyenda mexicana es el modo en el que la coordinación institucional del Estado teje la textura de un relato desde el mundo que ha sido instalado y que continúa fortaleciéndose. Lo hemos visto en el caso de los intelectuales mexicanos (en particular, de Vasconcelos), la creación de la SEP, el muralismo y el proyecto de la memoria mexicana encabezado por el INAH.

Vasconcelos, político ilustrado que participó en la disputa revolucionaria y en los centros de pensamiento de la época, y cosmopolita que confluyó en los cruces de varias culturas, ayudó a conformar la leyenda mexicana en las nacientes instituciones educativas: la identidad nacional.

La creación de la SEP, en 1921 y en alianza con la UNM, es respaldada por artistas que regresan de estadías en el extranjero, maestros que comienzan su labor de alfabetización, así como el tiraje de múltiples ediciones de libros en estantes de nuevas bibliotecas. De esta manera, emerge una estrategia de confección y difusión del relato de la leyenda mexicana a través de la naciente organización de la escolarización.

Es notable que, desde la capital del país, Vasconcelos tejió una trama con características particulares que partían de una precomprensión moderna del mundo, que plasmó en su acción político–cultural, influido por corrientes de pensamiento de la época y con la convicción de que la verdad debía saberse donde todavía se desconocía; una verdad que va siendo develada por la interacción entre el genio del artista, el trabajo del maestro y la receptividad del lector. El mexicano se encuentra en un momento en el que está siendo mexicanizado. En este recorrido son elementos clave a considerar el proyecto lingüístico de castellanización de las comunidades rurales y el fortalecimiento de la memoria mexicana. Finalmente, se puede decir que la mexicanidad es una leyenda confeccionada, centrada en el mestizaje y con orígenes indígenas e iberoamericanos, que se configura como unidad de sentido para la población.

 

Fuentes documentales

Arnaut Salgado, Alberto, “Los maestros de educación primaria en el siglo XX” en Latapí Sarre, Pablo (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo i, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 195–230.

Beorlegui Rodríguez, Carlos, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano: una búsqueda incesante de la identidad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2010.

Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo: Una civilización negada, Fondo de Cultura Económica, México, 2019.

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Fell, Claude, José Vasconcelos: los años del águila, 19201925: educación, cultura e iberoamericanismo en el México posrevolucionario, Instituto de Investigaciones Históricas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.

——  Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre–textos, Madrid, 1988.

Korsbaek, Leif y Sámano Rentería, Miguel Ángel, “El indigenismo en México: Antecedentes y actualidad” en Ra Ximhai, Universidad Autónoma Indígena de México, México, vol. 3, Nº 1, enero/abril de 2007, pp. 195–224.

Meneses Morales, Ernesto, Tendencias educativas oficiales en México: 19111934, Centro de Estudios Educativos, México, 1986.

Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.

Terrail, Jean–Pierre, École, l’enjeu démocratique, La Dispute, París, 2004.

Vázquez Zoraida, Josefina, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México, 1970.

Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

Zea Aguilar, Leopoldo, El positivismo en México, El Colegio de México, México, 1943.

 

[*] Maestro en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Profesor de la Universidad Iberoamericana León. mario.montemayor@iberoleon.mx

 

[1].    Véase Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996; Guillermo Bonfil Batalla, México profundo: Una civilización negada, Fondo de Cultura Económica, México, 2019; Leif Korsbaek y Miguel Ángel Sámano Rentería, “El indigenismo en México: Antecedentes y actualidad” en Ra Ximhai, Universidad Autónoma Indígena de México, México, vol. 3, Nº 1, enero/abril de 2007, pp. 195–224.

[2].    Cfr. Josefina Vázquez Zoraida, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México, 1970.

[3].    Jean–Pierre Terrail, École, l’enjeu démocratique, La Dispute, París, 2004, p. 5.

[4].    Idem.

[5].    Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas oficiales en México: 19111934, Centro de Estudios Educativos, México, 1986, p. 303.

[6].    Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 187.

[7].    Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas…, p. 275.

[8].    Ibidem, p. 290.

[9].    Ibidem, p. 280.

[10].  Carlos Beorlegui Rodríguez, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano: una búsqueda incesante de la identidad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2010, p. 401.

[11]Ibidem, p. 360.

[12].  En 1925 Vasconcelos publicó su importante obra La raza cósmica, en la cual exalta el mestizaje como elemento fundamental de la identidad latinoamericana.

[13].  Carlos Beorlegui Rodríguez, Historia del pensamiento…, p. 403.

[14].  Gabino Barreda cursó en París lecciones con Augusto Comte entre 1848 y 1851, y, a su regreso, influyó en la comisión creada por el presidente Benito Juárez para reformar la educación del país. Comte, filósofo y sociólogo francés, se considera el principal pensador del positivismo con su Cours de philosophie positive entre 1830 y 1842. Véase Leopoldo Zea, El positivismo en México, El Colegio de México, México, 1943.

[15].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura en México del siglo XX” en Pablo Latapí Sarre (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 43–83, p. 49.

[16]Idem.

[17].  Claude Fell, José Vasconcelos: los años del águila, 19201925: educación, cultura e iberoamericanismo en el México posrevolucionario, Instituto de Investigaciones Históricas–Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989, p. 365.

[18].  Véase Alberto Arnaut Salgado, “Los maestros de educación primaria en el siglo XX” en Pablo Latapí Sarre (Coord.), Un siglo de educación en México. Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 195–230.

[19]Ibidem, p. 109.

[20].  Ernesto Meneses Morales, Tendencias educativas…, p. 326.

[21].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura…”, p. 56.

[22].  Manuel Gamio se había cultivado en la naciente antropología con Franz Boas, fundador del Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia (Nueva York). Además, Gamio formó parte del grupo que fundó en 1911 la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología (con sede en la Ciudad de México).

[23].  Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre–textos, Madrid, 1988.

[24].  Ibidem, p. 8.

[25].  Ibidem, p. 3.

[26].  Jaime Torres Bodet, secretario particular de José Vasconcelos y figura intelectual relevante en la política educativa mexicana, años después, de 1958 a 1964, fue secretario de Educación durante el sexenio de Adolfo López Mateos.

[27].  Guillermo de la Peña Topete, “Educación y cultura…”, p. 64.

[28].  Sobre la dispersión de comunidades indígenas en ecosistemas selváticos, desérticos o montañosos considera que estas regiones se convirtieron en refugios para la pervivencia del mundo indígena frente a la colonización española y la posterior “nacionalización” de las diversas culturas. Gonzalo Aguirre Beltrán, citado en Leif Korsbaek y Miguel Ángel Sámano Rentería, “El indigenismo en México…”, p. 204.

[29].  Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía…, p. 10.

[30].  Véase Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2010.